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Lectura #2 Septiembre 2017

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mariateresa
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Lectura #2 Septiembre 2017 Empty Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Maga Dom 10 Sep - 19:23

Lectura #2 Septiembre 2017 3968679003 Hola a todas, les presento la segunda lectura del mes. La cual estará a cargo de @mariateresa 
Como siempre muchas gracias por participar.  Lectura #2 Septiembre 2017 1124870976


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Lectura #2 Septiembre 2017 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Miér 13 Sep - 17:26

Hola chicas!!!!

Esta segunda lectura trata de una de mis series favoritas....donde la prota es una irreverente y sarcastica mujer y el es un MALO MALISIMO....
Van a ver que las frases de las camisetas estan hechas por una razon!!!

Las espero el 16 para esta nueva lectura!!!!

Le entrego la sinopsi y conograma


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Mensaje por mariateresa Miér 13 Sep - 17:29

Lectura #2 Septiembre 2017 Primer10


Charley Davidson es detective privado ocasional y ángel de la muerte a tiempo completo. Es decir, ve a los muertos. En serio. Y su trabajo es convencerlos de que vayan hacia la luz. Pero cuando estos difuntos han muerto bajo circunstancias poco ideales -dígase asesinados-, en ocasiones quieren que Charley enchirone a los malos. Y luego están los sueños. Sí, esos sueños intensamente calientes que le han impedido dormir en semanas y que están protagonizados por una entidad que la ha acompañado durante toda su vida y que parece que no está tan muerto después de todo. De hecho parece que es algo completamente diferente a lo que está acostumbrada a ver. Pero ¿qué es lo que quiere de ella? Y ¿por qué ella es incapaz de resistirse? Y sobre todo ¿qué puede llegar a perder si se rinde a su deseo?


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Mensaje por mariateresa Miér 13 Sep - 17:42

CRONOGRAMA

Sabado 16.         1        capitulo
Domingo 17.         comentarios 
Lunes 18.        2 y 3    capitulos
Martes 19       4 y 5    capitulos
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Jueves 21       8 y 9.   capitulos
Viernes 22    10 y 11  capitulos
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Jueves 28      18 y 19  capitulos
Viernes 29.         20.     capitulos
Sabado 30.         21.     capitulos


Van a disculpar el desorden pero estoy haciendo todo desde mi celular.

Que lo disfruten!!!!!


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Mensaje por Tatine Miér 13 Sep - 19:08

me uno

pd: en el mp que mandaste no pusiste el link de la lectura XD
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Mensaje por Maga Miér 13 Sep - 19:19

Gracias Maria Wink


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Mensaje por Evani Miér 13 Sep - 19:56

Lectura #2 Septiembre 2017 1f60d gracias


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Mensaje por Vela Jue 14 Sep - 18:23

Me uno!!!


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 15 Sep - 1:44

Espero esta vez no tener inconvenientes y seguir la lectura


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Mensaje por mariateresa Sáb 16 Sep - 14:09

1

Mejor ver muertos que estar muerto. 
CHARLOTTE JEAN DAVIDSON, 
ÁNGEL DE LA MUERTE

 
Tenía el mismo sueño desde hacía un mes: un sueño en el que un siniestro 
desconocido aparecía de la nada en medio de una nube de humo y sombras para 
jugar a los médicos conmigo. Empezaba a preguntarme si la exposición repetida a 
esas alucinaciones nocturnas que me provocaban orgasmos devastadores podría 
tener efectos secundarios a largo plazo. Morir a causa de un placer extremo era una 
posibilidad muy preocupante. Y esa perspectiva llevaba al siguiente dilema: ¿debía 
buscar ayuda o comprar bebida a diestro y siniestro? 
Aquella noche no fue una excepción. Estaba inmersa en un magnífico sueño 
en el que aparecían un par de manos expertas, una boca tórrida y un empleo de lo 
más creativo de los pantalones cortos de cuero típicos de los Alpes, cuando dos 
fuerzas externas intentaron despertarme. Hice cuanto pude para resistirme, pero se 
trataba de dos fuerzas externas bastante persistentes. 
Primero, una sensación fría como el hielo trepó por mi tobillo, y su gélida 
caricia me arrastró lejos de aquel sueño ardiente. Me estremecí y solté una patada, 
reacia a atender su llamada, antes de volver a meter la pierna bajo mi edredón de 
Bugs Bunny. 
En segundo lugar, una suave aunque insistente melodía empezó a sonar en 
la periferia de mi conciencia, como una cancioncilla familiar que no lograba 
identificar. Después de un rato, comprendí que se trataba del tono de grillo de mi 
nuevo teléfono. 
Con un profundo suspiro, abrí los ojos lo suficiente para enfocar los 
números que brillaban en mi mesilla. Eran las 4.34 de la madrugada. ¿Qué clase de 
sádico llama a otro ser humano a las 4.34 de la madrugada? 
Alguien carraspeó a los pies de mi cama. Concentré mi atención en el tipo 
muerto que se encontraba allí y luego cerré los párpados. 
—¿Puedes encargarte de eso? —le pregunté con voz ronca. 
Él vaciló.
—¿Te refieres... al teléfono? 
—Mmm. 
—Bueno, yo... 
—Déjalo, da igual. 
Estiré la mano para coger el móvil y di un respingo cuando un latigazo de 
dolor me recorrió de arriba abajo. Un recordatorio de que la noche anterior me 
habían dado una paliza de aúpa. 
Tipo Muerto se aclaró la garganta una vez más. 
—Hola —grazné. 
Era mi tío Bob, y empezó a bombardearme con palabras, nada más y nada 
menos. Al parecer, era ajeno al hecho de que durante las horas previas al alba me 
resultaba imposible hilar cualquier pensamiento coherente. Me concentré un
montón en concentrarme y conseguí distinguir tres frases destacadas: «noche 
movidita», «dos homicidios» y «mueve el culo hasta aquí». Incluso conseguí 
responder algo parecido a: «¿De qué perla tempranera has salido?». 
Él suspiró, a todas luces molesto, y luego colgó. 
Yo colgué también pulsando el botón de mi nuevo teléfono que servía tanto 
para desconectar la llamada como para la marcación rápida del número del 
restaurante chino de comida para llevar que había a la vuelta de la esquina. Luego 
intenté incorporarme. Al igual que con el problema de los pensamientos 
coherentes, aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Aunque por lo general mi 
peso rondaba los cincuenta y siete kilos, cuando todavía estaba medio dormida 
ascendía hasta doscientos quince. 
Tras un breve y torpe forcejeo propio de una ballena varada en la playa, me 
rendí. Tomarme un litro de helado Chunky Monkey después de recibir una tunda 
no había sido una buena idea. 
Demasiado dolorida para desperezarme, me permití un larguísimo bostezo, 
hice una mueca al sentir un aguijonazo de dolor en la mandíbula, y luego volví a 
echar un vistazo a Tipo Muerto. Estaba borroso. Pero no porque estuviera muerto, 
sino porque eran las 4.34 de la madrugada y me habían pateado el culo pocas 
horas antes.
—Hola —dijo, nervioso. 
Llevaba un traje arrugado, unas gafas de cristales redondos y el cabello 
alborotado de un modo que le hacía parecer una mezcla entre 
ese-joven-mago-a-quien-todos-conocemos-y-adoramos y un científico chiflado. 
También tenía dos agujeros de bala en un lado de la cabeza, y la sangre chorreaba 
desde su sien derecha hasta la mejilla. Ninguno de esos detalles suponía un 
problema. El problema residía en el hecho de que el tipo estaba en mi habitación. 
De madrugada. Mirándome como uno de esos tíos que se dedican a observar a 
hurtadillas a las mujeres desnudas. 
Le dirigí mi infame mirada mortal, superada tan solo por mi infame mirada 
abochornante, y obtuve una respuesta inmediata. 
—Perdón, perdón —dijo de manera aturullada—, no pretendía asustarte. 
¿Acaso parecía asustada? Era evidente que debía perfeccionar mi mirada 
mortal. 
Pasé de él y me bajé de la cama poco a poco. Llevaba puesta la camiseta de 
hockey de los Scorpions que le había sisado a un portero, y unos bóxer a cuadros 
(mismo equipo, diferente puesto). Chihuahuas, tequila y strip póquer. Una noche 
que siempre encabezará mi lista de «Cosas que jamás volveré a hacer». 
Con los dientes apretados para mantener a raya la agonía, arrastré mis 
doscientos quince kilos de peso hacia la cocina y, más importante aún, hacia la 
cafetera. La cafeína eliminaría el exceso de kilos y me haría recuperar el peso 
normal en cuestión de segundos. 
Dado que mi apartamento tenía más o menos el tamaño de una caja de 
galletas, no tardé mucho en encontrar el camino a la cocina en la oscuridad. Tipo 
Muerto me siguió. Siempre me seguían. Solo cabía esperar que mantuviera la boca 
cerrada el tiempo suficiente para que la cafeína surtiera efecto. 
Por desgracia, no tuve tanta suerte. Apenas había apretado el botón de 
encendido del aparato cuando empezó a hablar. 
—Mmm... Bueno... —me dijo desde la puerta—, resulta que fui asesinado 
ayer, y me dijeron que debía verte. 
—Eso te dijeron, ¿eh? 
Me dio por pensar que si me cernía sobre la cafetera con aire amenazador,era posible que la máquina desarrollara una especie de complejo de inferioridad y 
preparara el café más rápido solo para demostrar que podía hacerlo. 
—Aquel chico me dijo que resolvías crímenes. 
—¿De verdad te dijo eso? 
—Eres Charley Davidson, ¿no? 
—Esa soy yo. 
—¿Eres poli? 
—Yo no diría eso. 
—¿Ayudante del sheriff? 
—No. 
—¿Te encargas de las multas de aparcamiento? 
—Mira —le dije, volviéndome hacia él por fin—, no te ofendas, pero por lo 
que sé podrías haber muerto hace treinta años. Los difuntos no son conscientes del 
paso del tiempo. Cero. Nada. Niente. 
—Ayer, dieciocho de octubre, a las cinco y media de la tarde, recibí dos tiros 
en la cabeza que me provocaron un traumatismo cerebral y la muerte. 
—Vaya —repliqué al tiempo que tiraba de las riendas de mi escepticismo—. 
Vale, no soy poli. —Me volví hacia la cafetera, decidida a doblegar su voluntad de 
hierro con mi infame mirada mortal, superada tan solo por mi... 
—Bueno, ¿qué eres entonces? 
Me pregunté si la peor pesadilla de uno podía sonar estúpida. 
—Soy detective privado. Doy caza a adúlteros y a perros perdidos. No 
resuelvo casos de asesinato. 
En realidad sí lo hacía, pero él no tenía por qué saberlo. Acababa de cerrar 
un gran caso. Tenía la esperanza de poder disfrutar de unos días de descanso. 
—Pero ese chico...
—Angel —dije, arrepentida de no haber exorcizado a aquel diablillo cuando 
tuve la oportunidad. 
—¿Era un ángel? 
—No, su nombre es Angel. 
—¿Se llama Angel? 
—Sí. ¿Por qué? —pregunté, harta ya de aquel jueguecito de palabras. 
—Pensé que podría haber sido un ángel. 
—Es su nombre. Y, créeme, es cualquier cosa menos eso. 
Cuando terminó la era geológica en la que los organismos unicelulares 
evolucionaron para convertirse en presentadores de programas de entrevistas, el 
señor Café aún seguía haciéndome esperar. Me rendí y decidí ir a hacer pis. 
Tipo Muerto me siguió. Siempre me sig... 
—Eres muy... brillante —dijo. 
—Vaya, gracias. 
—Y también chispeante. 
—¿No me digas? 
Aquello no era nada nuevo. Por lo que me habían contado, los fallecidos me 
veían como una especie de faro en la oscuridad, como una entidad brillante (con 
énfasis en lo de «brillante») que podían divisar incluso desde otros continentes. 
Cuanto más cerca estaban, más chispeante me veían, si «chispeante» podía 
considerarse una palabra adecuada. Siempre he considerado lo de las chispas como 
un plus a lo de ser el único ángel de la muerte a este lado de Marte. Y como tal, mi 
trabajo era guiar a la gente hacia la luz. También conocida como «el portal». Alias 
«yo». Sin embargo, las cosas no siempre resultaban sencillas. Algo parecido a lo de 
«puedes llevar a un burro al río, pero no puedes obligarlo a beber» y todo ese rollo. 
—A propósito —añadí al tiempo que lo miraba por encima del hombro—, si 
ves a un ángel, a uno de verdad, corre. A toda velocidad. En la dirección opuesta. 
—No había ningún motivo para hacerlo, pero me divertía asustar a la gente. 
—¿En serio?
—En serio. Por cierto... —Me quedé callada y me volví para enfrentarme a 
él—. ¿Me tocaste? —Algo había irritado mi tobillo derecho, algo frío, y puesto que 
él era el único muerto en la habitación... 
—¿Qué? —replicó, indignado. 
—Antes, cuando estaba en la cama. 
—Por supuesto que no. 
Entorné los párpados y lo miré con expresión amenazadora antes de 
continuar mi camino hacia el cuarto de baño. 
Necesitaba una ducha. Con urgencia. Y no podía holgazanear todo el día. Al 
tío Bob le daría un infarto. 
Sin embargo, mientras me acercaba al baño, me di cuenta de que lo peor de 
la mañana, esa parte de «¡Que se haga la luz!», estaba a punto de llegar. Solté un 
gemido y consideré la posibilidad de haraganear sin tener en cuenta el estado de 
las arterias del tío Bob. 
Aguanta y punto, me dije. Había que hacerlo. 
Apoyé una mano temblorosa en la pared, contuve el aliento y presioné el 
interruptor. 
—¡Estoy ciega! —grité al tiempo que me protegía los ojos con los brazos. 
Intenté concentrarme en el suelo, en el lavabo, en la escobilla mágica Clorox. 
En cualquier cosa que no fuera aquel brillante resplandor blanco. 
Tenía que reducir la potencia eléctrica sin falta. 
Trastabillé hacia atrás, recuperé el equilibrio y luego me obligué a poner un 
pie delante del otro. Me negaba a retroceder. No podía vencerme una bombilla. 
Tenía un trabajo que hacer, maldita sea. 
—¿Sabes que tienes a un tío muerto en el salón? —preguntó. 
Me volví hacia el tipo muerto y luego eché un vistazo a la estancia donde se 
encontraba el señor Wong. Estaba de espaldas a nosotros, con la nariz enterrada en 
el rincón. Volví a concentrarme en el tipo muerto número uno y le pregunté: 
—¿Has oído el refrán de la sartén y la olla? ¿El de «aparta, que me tiznas»?
El señor Wong también era un tipo muerto. Uno diminuto. No mediría más 
de un metro y medio, y era gris. Todo él. Resultaba casi monocromo en su 
transparencia, con una especie de uniforme gris, cabello gris y piel gris. Parecía un 
prisionero de guerra chino. Y se quedaba en mi rincón un día tras otro, un año tras 
otro. Nunca se movía, nunca hablaba. Aunque no podía culparlo por no querer 
salir, dado su escaso colorido y todo eso, incluso yo pensaba que el señor Wong 
estaba como una cabra. 
Por supuesto, el mero hecho de tener un fantasma en el rincón no era lo más 
espeluznante, y en el instante en el que Tipo Muerto descubriera que en realidad el 
señor Wong no estaba de pie en el rincón, sino que levitaba con los pies a varios 
centímetros del suelo, entraría en estado de pánico. 
Uno de esos momentos que me alegraban la vida. 
—¡Buenos días, señor Wong! —dije casi a voz en grito. 
Tenía la corazonada de que el señor Wong no podía oír nada. Y mejor así, 
porque en realidad no tenía ni idea de cuál era su verdadero nombre. Me limitaba 
a llamarlo señor Wong hasta que dejara de ser el escalofriante fantasma del rincón 
para convertirse en el difunto normal y corriente que sería algún día, si yo tenía 
algo que decir en el asunto. Incluso la gente muerta necesitaba una saludable 
sensación de bienestar. 
—¿Se está tomando un respiro o algo así? 
Buena pregunta. 
—No tengo ni idea de por qué está en ese rincón. Lleva ahí desde que 
alquilé el apartamento. 
—¿Alquilaste el apartamento con un muerto en el rincón? 
Me encogí de hombros. 
—Quería el apartamento, y supuse que podría taparlo con una estantería o 
algo por el estilo. Pero la idea de tener a un difunto revoloteando sobre mi 
ejemplar de Torbellino de pasión me atormentaba. Además, no podía hacerle eso. Ni 
siquiera sé si le gustan las novelas románticas. —Volví la mirada hacia el nuevo ser 
incorpóreo que me había honrado con su presencia—. ¿Cómo te llamas tú, si puede 
saberse? 
—Ay, qué grosería por mi parte —dijo al tiempo que se enderezaba y se acercaba para estrecharme la mano—. Soy Patrick. Patrick Sussman. Tercero. —Se 
quedó callado de pronto, contempló su mano y luego retrocedió con expresión 
avergonzada—. Supongo que en realidad no podemos... 
Tomé su mano y le di un fuerte apretón. 
—En realidad, Patrick, Patrick Sussman Tercero, sí que podemos. 
Frunció el ceño. 
—No lo entiendo. 
—Ya, bueno —le dije mientras entraba en el cuarto de baño—, únete al club. 
Justo cuando cerré la puerta, a Patrick Sussman Tercero le entró el pánico 
por fin. 
—Ay, Dios mío. Ese hombre está... levitando. 
Hay que disfrutar de las cosas sencillas de la vida, y todo ese rollo. 
La ducha fue una especie de paraíso recubierto de sirope de chocolate 
caliente. Mientras el vapor y el agua se deslizaban sobre mí, realicé un repaso de 
cada músculo y le puse un asterisco mental a todos los que me dolían. 
El bíceps izquierdo necesitaba un asterisco, y era de lo más lógico. La noche 
anterior, el imbécil del bar me había retorcido el brazo con la aparente intención de 
arrancármelo. Algunas veces, ser detective privado significaba tener que vérselas 
con los personajes menos considerados de la sociedad, como por ejemplo el marido 
maltratador de una clienta. 
A continuación repasé todo el costado derecho. Sí, dolía. Asterisco. Lo más 
probable era que aquel dolor fuese resultado de la caída contra la gramola. Gracia 
y sigilo, cosas de las que carezco. 
Cadera izquierda, asterisco. Ni idea de por qué. 
Antebrazo izquierdo, doble asterisco. Posiblemente por intentar bloquear el 
puñetazo del imbécil. 
Y luego, por supuesto, estaban mi mejilla izquierda y la mandíbula, con un 
cuádruple asterisco, ya que mi bloqueo demostró ser del todo inútil. El imbécil era demasiado fuerte y demasiado rápido, y el puñetazo había sido demasiado 
inesperado. Caí como una vaquera borracha intentando bailar en fila al compás de 
Metallica. 
¿Embarazoso? Sí. Pero también esclarecedor, de algún extraño modo. Nunca 
antes me habían dejado sin sentido. Creía que dolería más. Cuando uno se queda 
inconsciente, el dolor no aparece hasta más tarde. Y entonces se convierte en una 
verdadera putada. 
Aun así, había conseguido superar la noche sin daños permanentes. Y eso 
era de agradecer. 
Mientras intentaba aliviar un poco el dolor del cuello, mis pensamientos 
regresaron al sueño que había tenido, el mismo sueño que tenía todas las noches 
desde hacía un mes. Cada vez me resultaba más y más difícil librarme de sus 
efectos al despertar, de los roces ardientes, de la neblina del deseo. Cada noche, en 
sueños, aparecía un hombre de los lugares más recónditos y oscuros de mi cerebro, 
como si hubiera estado esperando a que me quedara dormida. Su boca, grande y 
masculina, abrasaba mi carne. Su lengua, como una llama sobre mi piel, provocaba 
diminutas chispas que sacudían todo mi cuerpo. Y luego, cuando el tipo se 
deslizaba hacia abajo, los cielos se abrían y los coros empezaban a entonar aleluyas 
en perfecta armonía. 
Al principio, los sueños empezaban con poca cosa. Un roce. Un beso suave 
como la brisa. Una sonrisa que solo podía llegar a atisbar y que poseía una belleza 
que jamás habría esperado. Luego evolucionaron; se volvieron más fuertes, y 
aterradoramente intensos. Por primera vez en toda mi vida, llegué al clímax 
mientras dormía. Y no solo una vez. En el último mes, había llegado al orgasmo a 
menudo; la mayoría de las noches, de hecho. Y todo a manos (y otras partes 
corporales) de un amante de ensueño a quien no podía ver bien. Con todo, sabía 
que era el epítome de la sensualidad, el magnetismo y el encanto masculino. Y 
también sabía que me recordaba a alguien. 
Me daba la impresión de que alguien estaba invadiendo mis sueños, pero 
¿quién? Siempre había podido ver a los muertos. Al fin y al cabo, había sido un 
ángel de la muerte desde el día en que nací. El único ángel de la muerte, mejor 
dicho, aunque no descubrí ese maravilloso detalle hasta que empecé el instituto. 
Aun así, los muertos nunca habían sido capaces de colarse en mis sueños, de 
estremecerme, de excitarme o de, debo admitirlo, hacerme suplicar. 
Mi habilidad no tiene nada de especial. Los difuntos existen en un plano, la raza humana en otro, y de algún modo (ya sea por un extraño accidente, por 
intervención divina o por algún trastorno psicológico) yo existo en los dos. Un 
privilegio del angelmuertismo, supongo. Sin embargo, todo es bastante sencillo. 
Nada de trances. Nada de bolas de cristal. Nada de canales que llevan a los 
muertos de un plano al siguiente. Tan solo una chica, unos cuantos fantasmas y 
toda la raza humana. ¿Qué podría ser más fácil? 
Pero él era algo más. Algo... no muerto. Al menos lo parecía. La persona de 
mis sueños irradiaba calor. La gente muerta está fría, igual que en las películas. Su 
presencia origina nubes de vaho, provoca escalofríos y pone la piel de gallina. Sin 
embargo, el hombre de mis sueños, aquel oscuro y seductor desconocido al que me 
había vuelto adicta, era un horno. Era como el agua caliente que se deslizaba sobre 
mi cuerpo en aquellos momentos: una presencia ardiente y sensual que estaba en 
todas partes a la vez. 
Los sueños eran muy reales; los sentimientos y las respuestas a sus caricias, 
de lo más vívidos. Casi podía sentirlo también allí, bajo la ducha. Sentí sus manos 
ascendiendo por mis muslos, como si estuviera conmigo bajo el agua en aquel 
instante. Noté sus palmas sobre mis caderas, y su cuerpo tonificado apretado 
contra mi espalda. Eché la mano hacia atrás y deslicé los dedos sobre sus nalgas de 
acero cuando él me estrechó contra su torso. Sus músculos se contrajeron y se 
relajaron bajo mi palma, como los movimientos de la marea bajo el influjo de la 
luna. Cuando introduje una mano entre ambos y la deslicé por su abdomen para 
rodear su erección, él soltó un suspiro de placer y me abrazó con fuerza. 
Sentí su boca en mi oreja, su aliento en mi mejilla. 
Nunca habíamos hablado. La pasión y la intensidad de los sueños dejaban 
poco lugar para las conversaciones. Sin embargo, por primera vez, oí un susurro 
leve, casi imperceptible. 
—Holandesa. 
Los latidos de mi corazón se dispararon y empecé a mirar a mi alrededor en 
la ducha, buscando fantasmas en todas las grietas y hendiduras. Nada. ¿Me había 
quedado dormida? ¿En la ducha? No podía ser. Todavía estaba de pie. Aunque a 
duras penas. Me aferré a los grifos para mantenerme erguida mientras me 
preguntaba qué demonios acababa de suceder. 
Una vez que conseguí tranquilizarme, cerré el grifo y cogí una toalla. 
Holandesa. Había oído claramente la palabra «Holandesa».
Tan solo una persona en el mundo me había llamado Holandesa. Una vez, 
hacía muchísimo tiempo.


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Mensaje por Tatine Sáb 16 Sep - 16:13

gracias por el capi, quien será esa entidad hot que la visita?
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Mensaje por Veritoj.vacio Sáb 16 Sep - 21:21

Gracias , Empieza Bien. Me gusta su actitud


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Mensaje por mariateresa Dom 17 Sep - 9:55

Veritoj.vacio escribió:Gracias , Empieza Bien. Me gusta su actitud
Verito esta prota lo que mas le sobra es actitud....


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Mensaje por mariateresa Dom 17 Sep - 9:57

Tatine escribió:gracias por el capi, quien será esa entidad hot que la visita?
Tatine ese va a ser el quid del libro poder descubrir quien es el de los sueños hot...


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Mensaje por Invitado Lun 18 Sep - 23:35

Lectura #2 Septiembre 2017 Sin-ty10

Niñaaaas, les traigo la firmita para la lectura. Lectura #2 Septiembre 2017 1f60a 
Espero les agrade y que disfruten del libro.  Lectura #2 Septiembre 2017 1f495
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Mensaje por mariateresa Mar 19 Sep - 12:27

Gracias @mrs. Carmichael quedo divina!! Rangos...


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Mensaje por mariateresa Mar 19 Sep - 12:59

2


Tantos muertos y tan poco tiempo...
CHARLOTTE JEAN DAVIDSON


Desconcertada aún por la posible identidad del Hombre Onírico, me
envolví con la toalla y abrí la cortina de la ducha. Sussman eligió aquel momento
para asomar la cabeza a través de la puerta y mi corazón dio un salto mortal hacia
el estómago, donde quedó ensartado sobre las afiladas terminaciones nerviosas allí
presentes.
Me llevé la mano al pecho con un respingo, cabreada por lo fácil que
resultaba asustarme. Había visto a los difuntos aparecer de la nada miles de veces,
así que ya debería estar acostumbrada.
—¡Joder, Sussman! Ojalá aprendierais a llamar a la puerta.
—Soy un ser incorpóreo —dijo a modo de reproche.
Salí de la ducha y cogí un espray del tocador.
—Si pones un pie en el cuarto de baño, te borraré la cara con mi insecticida
trascendental.
Abrió los ojos como platos.
—¿De verdad?
—No —respondí al tiempo que desistía de mi pose agresiva. Tenía un
problema grave con lo de mentir a los difuntos—. Solo es agua. Pero no se lo digas
al señor Habersham, el muerto del 2B. Este bote es lo único que mantiene a ese
viejo verde alejado de mi cuarto de baño.
Sussman enarcó las cejas al reparar en mi falta de ropa.
—Debo admitir que no puedo culparlo.
Después de asesinarlo con la mirada, abrí la puerta de golpe para
atravesarle la cara y dejarlo desorientado. Sussman se llevó una mano a la frente y
apoyó la otra en el marco de la puerta mientras esperaba a que se le pasara el
mareo. Era muy fácil librarse de los novatos. Le concedí un segundo para
recuperarse antes de señalar con el dedo el cartel colgado por fuera del baño.
—Memorízalo —le ordené antes de volver a cerrar de un portazo.
—«Prohibido el paso de gente muerta más allá de esta puerta» —leyó en
voz alta desde el otro lado—. «Y sí, si de repente posees la capacidad de atravesar
las paredes, estás muerto. No estás tumbado en alguna cuneta a punto de
despertar. Acéptalo de una vez. Y mantente bien lejos de mi cuarto de baño.»
—Volvió a asomar la cabeza a través de la puerta—. Esto es un poco cruel, ¿no te
parece?
Tal vez el cartel fuera algo brutal para los nuevos, pero por lo general solía
transmitir con claridad mi mensaje. Salvo al señor Habersham. Con él tenía que
utilizar las amenazas. A menudo.
Incluso con el cartel, solía lavarme el pelo como si el apartamento estuviese
en llamas. Me ponía de los nervios descubrir que había un muerto conmigo en la
ducha después de enjuagarme. Si un muerto con un tiro en la cabeza aparece de
repente mientras tomas el té o te relajas en la sauna, nunca vuelves a ser la misma.
Lo señalé con el dedo índice.
—¡Fuera! —ordené, y luego volví a darle la espalda para contemplar en el
espejo el espectáculo de mi rostro, hinchado y lleno de cardenales.
Aplicarse el maquillaje después de recibir una paliza era más un arte que
una ciencia. Requería paciencia. Y muchas capas. Pero después de la tercera, se me
agotó la paciencia y me lavé la cara para quitarme todo el potingue. En serio,
¿quién iba a verme a esas horas de la madrugada? Para cuando terminé de
recogerme el cabello castaño chocolate en una coleta, casi había conseguido
convencerme de que los moratones y los ojos negros le daban un je ne sais quoi a mi
apariencia. Un poco de corrector de ojeras, un toque de barra de labios y voilà,
estaba lista para enfrentarme al mundo. No obstante, la cuestión era: ¿estaba el
mundo listo para enfrentarse a mí?
Salí del cuarto de baño con una sencilla camisa blanca y unos pantalones
vaqueros. Albergaba la esperanza de que la generosa extensión de busto que había
dejado al descubierto me ayudara a conseguir un sólido 9,2 en una escala de 10.
Tengo pecho para dar y tomar. Solo por si acaso, desabroché el botón superior a fin
de mostrar aún más el canalillo. Tal vez así nadie se fijara en el hecho de que mi
cara parecía un mapa topográfico de Norteamérica.
—Vaya... —dijo Sussman—. Estás como un tren, a pesar de las leves
desfiguraciones.

Me detuve para volverme hacia él.
—¿Qué has dicho?
—He dicho... ¿que estás como un tren?
—Deja que te pregunte una cosa —le dije mientras me acercaba a él. El tipo
dio un cauteloso paso atrás—. Cuando estabas vivo, hace unos cinco minutos, más
o menos, ¿le habrías dicho a una chica que acababas de conocer que estaba como
un tren?
Lo pensó un momento antes de responder.
—No. Mi esposa me habría pedido el divorcio.
—En ese caso, ¿por qué los tíos tenéis la equivocada idea de que podéis
decirle lo que queráis a quien queráis desde el momento en que morís?
Aquello también se lo pensó un momento.
—¿Porque mi esposa no puede oírme? —sugirió.
Lo atravesé con todo el poder de mi mirada mortal, que seguramente lo
dejaría ciego para toda la eternidad, antes de coger el bolso y las llaves. Justo antes
de apagar las luces, me di la vuelta.
—Gracias por el cumplido —le dije con un guiño.
Él sonrió y me siguió afuera.

Al parecer, si estaba como un tren, como aseguraba Sussman, se trataba de
un tren que atravesaba Siberia. Hacía un frío que pelaba. Y, como era de esperar,
había olvidado coger la chaqueta. Me dio mucha pereza regresar a buscarla, de
modo que corrí hacia mi Jeep Wrangler rojo cereza. Lo llamaba Misery, en honor al
maestro del terror y todas las cosas espeluznantes. Sussman atravesó la puerta
para ocupar el asiento del acompañante.
—Así que el ángel de la muerte, ¿eh? —preguntó mientras me ponía el
cinturón de seguridad.
—Sí.

No sabía que estuviera al tanto del título de mi trabajo. Angel y él debían de
haber hablado bastante. Giré la llave y Misery empezó a ronronear. Treinta y siete
cuotas más y ese pequeño sería todo mío.
—No te pareces al ángel de la muerte.
—No lo has conocido, ¿o sí?
—Bueno, no, en realidad no —respondió.
—Tengo la túnica en la tintorería.
El comentario le hizo soltar una risilla avergonzada.
—¿Y la guadaña?
Le dirigí una sonrisa maligna y encendí la calefacción.
—Hablando de crímenes... —dije para cambiar de tema—, ¿viste al que te
disparó?
—Ni un solo pelo de la cabeza.
—Así que la respuesta es no.
El tipo se subió las gafas con el dedo índice.
—No. No vi a nadie.
—Mierda. Eso no ayuda. —Giré a la izquierda hacia Central—. ¿Sabes
dónde estás? ¿Dónde está tu cuerpo? Nos dirigimos al centro de la ciudad. El
cadáver que hay allí podría ser el tuyo.
—No. Acababa de llegar a la puerta de mi casa. Mi esposa y yo vivimos en
Heigths.
—¿Estás casado, entonces?
—Desde hace cinco años —dijo con un tono teñido de tristeza—. Tengo dos
hijos. Dos niñas. De cuatro y dieciocho meses.
Detestaba sobre todo esa parte. La parte de la gente que quedaba atrás.
—Lo siento mucho.
Sussman me miró con la típica expresión de
puedes-vermuertos-así-que-debes-de-tener-todas-las-respuestas, la misma con la
que tantos otros me habían mirado antes que él. Estaba a punto de quedar muy
decepcionado.
—Va a ser muy duro para ellas, ¿verdad? —inquirió.
Me sorprendió mucho la dirección que habían tomado sus pensamientos.
—Sí, lo será —respondí con sinceridad—. Tu esposa gritará, llorará y se
sumirá en una depresión de mil demonios. Luego descubrirá que posee una fuerza
que jamás supo que tenía. —Lo miré a los ojos—. Y vivirá. Por las niñas, vivirá.
Eso pareció satisfacerlo por el momento. Asintió con la cabeza y miró por la
ventana. El resto de viaje hacia el centro transcurrió en silencio, lo que me dio un
tiempo que no deseaba para pensar en el amante de mis sueños.
Si no me equivocaba, se llamaba Reyes. No tenía ni la menor idea de si
Reyes era su nombre o su apellido; tampoco sabía de dónde era, dónde se
encontraba en aquellos momentos ni nada concreto, la verdad. Lo único que sabía
era que se llamaba Reyes y era muy guapo. Por desgracia, también era peligroso.
Solo lo había visto una vez hacía años, cuando ambos éramos adolescentes.
Nuestro único encuentro había estado lleno de amenazas y de tensión. Sus labios
habían estado tan cerca de los míos que casi pude saborearlos. No había vuelto a
verlo desde entonces.
—Es ahí —dijo Sussman, sacándome de mis cavilaciones.
Señaló la escena del crimen a varias manzanas de distancia. Las luces rojas y
azules parpadeaban sobre los edificios y atravesaban la negrura de la madrugada.
Cuando nos acercamos con el coche, vimos que los brillantes focos que habían
colocado los investigadores iluminaban la mitad de la calle. Parecía que el sol
hubiera salido únicamente en esa zona. Vi el monovolumen del tío Bob y aparqué
en la zona de estacionamiento de un hotel que había cerca.
Antes de salir del coche, me volví hacia Sussman.
—Oye, ¿no verías a nadie en mi apartamento, verdad?
—¿Te refieres a alguien más aparte del señor Wong?
—Sí. ¿No viste a ningún... tío?

—No. ¿Había alguien más allí?
—Da igual. Olvídalo.
Aún tenía que averiguar cómo se las había apañado Reyes para hacer el
truquito de la ducha. A menos que hubiera adquirido de repente la extraña
habilidad de quedarme dormida de pie, estaba claro que podía hacer algo más que
colarse en mis sueños.
Cuando bajamos del coche (aunque Sussman más bien se cayó de él),
busqué al tío Bob. Se encontraba a unos cuarenta metros de distancia. Uno de los
focos proyectaba un resplandor espectral a su alrededor mientras me observaba.
Me dio la sensación de que me estaba echando un mal de ojo. Ni siquiera era
italiano. No tenía claro que aquella mirada fuese legal.
El tío Bob, o Ubie, como a mí me gustaba llamarle (aunque casi nunca a la
cara), es hermano de mi padre, y uno de los detectives del Departamento de Policía
de Albuquerque. Supongo que la suya era una sentencia de por vida, a diferencia
de la de mi padre, quien dejó la policía hace años y compró un bar en Central.
Mi edificio de apartamentos está situado justo detrás del bar. De vez en
cuando consigo un dinerillo extra atendiendo la barra en su lugar, lo que eleva mi
número de trabajos a 3,7. Soy detective privado cuando tengo clientes, camarera
cuando mi padre me necesita y, técnicamente, también estoy en la nómina del
Departamento de Policía. Sobre el papel, soy una asesora, quizá porque suena más
importante; pero en la vida real, soy el secreto del éxito del tío Bob, del mismo
modo que fui el de mi padre cuando todavía era poli. Mi don los hizo ascender, un
puesto tras otro, hasta que ambos llegaron a detectives. Es verdaderamente
increíble lo fácil que resulta resolver crímenes cuando puedes preguntarle a las
víctimas quién lo hizo.
El 0,7 restante viene de mi ilustre carrera como ángel de la muerte. Si bien es
una actividad que consume una considerable cantidad de mi tiempo, jamás saco
provecho económico de esa parte de mi vida, así que aún no sé si debería
considerarse un trabajo o no.
Pasamos bajo la cinta policial a las cinco y media en punto. El tío Bob estaba
lívido, pero, cosa extraña, no tenía síntomas de infarto.
—Son casi las seis —dijo mientras le daba unos golpecitos con el dedo al
reloj de su muñeca.

Cómo no.
Llevaba puesto el mismo traje marrón que el día anterior, pero se había
afeitado, se había arreglado el bigote y olía a una de esas colonias ni caras ni
baratas. Me sujetó la barbilla con dos dedos y me obligó a ladear la cara para poder
ver bien los moratones.
—Son las cinco y media pasadas —aseguré.
—Te llamé hace casi una hora. Y tienes que aprender a agacharte.
—Me llamaste a las cuatro y treinta y cuatro —le dije antes de apartarle los
dedos de un manotazo—. Odio las cuatro y treinta y cuatro. Creo que las cuatro y
treinta y cuatro debería borrarse y ser remplazada por una hora más razonable
como, por ejemplo, las nueve y doce.
El tío Bob dejó escapar un largo suspiro y tiró de la banda de goma que le
rodeaba la muñeca para darse un latigazo. Según me había dicho, esa clase de
autocastigo formaba parte del programa de control de la furia, pero a mí no me
entraba en la cabeza cómo era posible que el dolor ayudara a controlar la furia.
Aun así, siempre estaba dispuesta a apoyar la causa de un pariente arisco.
Me incliné hacia él.
—No me importaría darte una descarga con la pistola eléctrica, si crees que
puede servirte de algo.
Volvió a fulminarme con la mirada, pero esa vez con una sonrisa, lo cual me
hizo feliz.
Al parecer, el supervisor de Departamento Forense ya había hecho su parte,
así que podíamos adentrarnos en el escenario del crimen. Pasé por alto la plétora
de miradas de soslayo que me dirigieron mientras lo hacíamos. Los demás agentes
nunca han comprendido cómo hago lo que hago, cómo resuelvo los casos tan
rápido, de modo que siempre me observan con abierta suspicacia. Supongo que no
puedo culparlos por eso. Espera un momento. Sí, sí que puedo hacerlo.
Justo entonces me di cuenta de que Garrett Swopes, también conocido como
«el buscapersonas insoportable», estaba de pie junto al cadáver. Puse los ojos en
blanco, tanto que casi alcancé a verme el cerebro. No se trataba de que Garrett no
fuera bueno en su trabajo. Había estudiado con el legendario Frank M. Ahearn,
quizá el más famoso rastreador de personas desaparecidas del mundo. Según los

rumores, gracias a la instrucción del señor Ahearn, Garrett habría podido
encontrar a James Hoffa si se lo hubiera propuesto.
También era un hombre agradable a la vista. Tenía el pelo negro y corto,
espaldas anchas, una piel del color del chocolate maya y unos ojos grises
ahumados capaces de atrapar el alma de cualquier chica que se atreviera a
contemplarlos durante demasiado tiempo.
Gracias a Dios, mi capacidad de atención era la de un mosquito.
De haber tenido que hacer una apuesta, habría dicho que solo era medio
afroamericano. El tono de piel más claro y los ojos grises hablaban a gritos de una
mezcla. Lo único que no tenía claro era si la otra mitad era latina o anglosajona. En
cualquier caso, caminaba con aplomo y tenía una sonrisa fácil que atraía miradas
allí por donde pasaba. Así pues, el aspecto no era un tema en el que tuviera que
mejorar.
No, Garrett era insoportable por otras razones. Cuando entré en la zona
iluminada, observó los moratones de mi mandíbula y esbozó una sonrisa.
—¿Una cita a ciegas?
Hice ese gesto típico que consiste en rascarse la ceja mientras le muestras el
dedo corazón a alguien. Se me da bien hacer varias cosas a la vez. Garrett se limitó
a sonreír con sorna. Otra vez.
Vale, lo de ser un imbécil no era culpa suya. Nos llevábamos más o menos
bien hasta que el tío Bob, sumido en el estupor alcohólico, le contó nuestro
pequeño secreto. Como era de esperar, Garrett no creyó ni una sola palabra.
¿Quién lo habría creído? Aquello había ocurrido más o menos un mes atrás y, a
partir de entonces, nuestra amistad cayó en picado desde el estatus de superficial
al de inexistente. Me ha catalogado como loca de atar. Y al tío Bob también, por
creer que puedo ver a los difuntos de verdad. Hay gente que no tiene imaginación.
—¿Qué haces aquí, Swopes? —le pregunté, bastante molesta por tener que
vérmelas con él.
—Creí que la víctima podría ser una de mis personas desaparecidas.
—¿Lo es?
—No, a menos que los adictos a las metanfetaminas lleven trajes de tres
piezas y mocasines de Crisci de mil quinientos dólares.
—Es una lástima. Estoy segura de que te resulta mucho más fácil cobrar los
honorarios cuando la persona desaparecida está muerta.
Garrett Swopes se encogió de hombros en un gesto casi afirmativo.
—En realidad —dijo el tío Bob—, fui yo quien le pidió que viniera a echar
un vistazo. Ya sabes, siempre es mejor contar con otro par de ojos.
Hice cuanto pude por mantener la vista apartada del cuerpo (aunque no
llevo mal lo de la gente muerta, no puedo decir lo mismo de los fiambres), pero
percibí un movimiento por el rabillo del ojo que me hizo concentrarme en el
cadáver.
—Bueno, ¿percibes algo? —inquirió el tío Bob, quien aún sigue creyendo
que soy una especie de médium.
A pesar de todo, estaba demasiado ocupada mirando al hombre muerto que
había en el cuerpo muerto como para responderle.
Me acerqué un poco y le di un golpecito al cadáver con la punta del pie.
—Oye, colega, ¿qué haces ahí todavía?
El difunto me miró con los ojos abiertos como platos.
—No puedo mover las piernas.
Solté un resoplido.
—Tampoco puedes mover los brazos, ni los pies, ni los malditos párpados.
Estás muerto.
—Madre del amor hermoso... —dijo Garrett con los dientes apretados.
—Oye... —Me volví para mirarlo a la cara—, tú juega en tu lado del patio y
yo jugaré en el mío. ¿Capisci?
—Yo no estoy muerto.
Le había dado la espalda, así que me volví de nuevo.
—Cielo, estás tan muerto como mi tía abuela Lillian. Y créeme, esa mujer se
encuentra ahora en un perpetuo estado de descomposición.

—No, no lo estoy. No estoy muerto. ¿Por qué nadie intenta reanimarme?
—Bueno... ¿Tal vez porque estás muerto?
Oí que Garrett murmuraba algo por lo bajo antes de alejarse. A los
escépticos les encanta ser las reinas del drama.
—De acuerdo, vale. Si estoy muerto, ¿cómo es que estoy hablando contigo?
¿Y por qué eres tan... chispeante?
—Es una larga historia. Créeme, amigo. Estás muerto.
El sargento Dwight eligió aquel preciso instante para acercarse, atildado y
formal con su uniforme de la policía y su porte militar.
—Señorita Davidson, ¿acaba de darle una patada a ese cadáver?
—Por el amor de Dios... ¡Que no estoy muerto!
—No.
El sargento Dwight intentó machacarme con una mirada mortal. Yo intenté
no echarme a reír.
—Yo me encargo de esto, sargento —dijo el tío Bob.
El sargento se volvió hacia él y ambos se miraron a los ojos durante un largo
minuto.
—¿Le importaría no contaminar mi escenario del crimen con sus parientes?
—dijo al final.
—¿Su escenario del crimen? —inquirió el tío Bob. La vena de su sien
empezó a palpitar.
Consideré la posibilidad de tirar de la banda de goma que llevaba en la
muñeca, pero aún tenía dudas sobre su eficacia.
—Oye, tío Bob —le dije al tiempo que le daba unas palmaditas en el
brazo—, vamos a alejarnos un poco para charlar, ¿vale?
Me di la vuelta y empecé a andar sin esperarlo, con la esperanza de que me
siguiera. Lo hizo. Dejamos atrás los focos en dirección a un árbol, donde asumimos
una postura de charla insustancial. Le dirigí una sonrisa condescendiente al

sargento Dwight Yokel. Creo que él soltó un gruñido. Es una suerte que no me
preocupe caerle bien o no a la gente.
—¿Y bien? —preguntó el tío Bob mientras Garrett volvía a reunirse con
nosotros de mala gana.
—No lo sé. No quiere salir de su cuerpo.
—¿Que no quiere qué? —Garrett se pasó una mano por el pelo—. Qué típico
es esto...
Pasé por alto su comentario y observé cómo Sussman se acercaba a una
tercera persona muerta que había aparecido en el escenario, una rubia
despampanante con un traje de falda rojo locomotora. Todo en ella hablaba a gritos
de poder y femineidad. Me cayó bien de inmediato. Sussman le estrechó la mano.
Y luego ambos se volvieron para mirar al único difunto presente que yacía en un
charco formado por su propia sangre.
—Creo que se conocen —dije.
—¿Quiénes? —preguntó el tío Bob, que miraba a su alrededor como si
pudiera verlos.
—¿Se sabe la identidad de ese tío?
—Por supuesto.
Al ver cómo sacaba su libreta, me acordé de que debía pasarme por Staples.
Todas mis libretas estaban llenas a reventar. En consecuencia, tenía que escribirme
la información relevante en la mano, y a veces la borraba sin querer.
—Se llama Jason Barber. Es un abogado del bufete...
—Sussman, Ellery y Barber —dijo Sussman al mismo tiempo que el tío Bob.
—¿Eres abogado? —le pregunté a Patrick.
—Pues claro. Y esta es mi compañera, Elizabeth Ellery.
—Hola, Elizabeth —dije mientras extendía el brazo para estrecharle la
mano.
Garrett se pellizcó el puente de la nariz.

—Señorita Davidson, Patrick me ha dicho que podía vernos —comentó ella.
—Sí.
—¿Cómo...?
—Es una larga historia. Pero primero —dije para interrumpir la oleada de
preguntas—, aclaremos un par de cosas: los tres sois compañeros en el mismo
bufete, y los tres moristeis anoche, ¿es así?
—¿Quién más murió anoche? —inquirió el tío Bob mientras tomaba
anotaciones en su libreta.
—Lostresfuimos asesinados anoche —corrigióSussman—. Todos sufrimos
una perforación doble en la cabeza provocada por una nueve milímetros.
Elizabeth lo miró con sus dos perfectas cejas enarcadas.
—¿Perforación doble?
Sussman sonrió con timidez e intentó darle una patadilla a la hierba que
tenía junto a los pies.
—Oí lo que decían los polis.
—Solo tengo dos homicidios.
Levanté la vista para mirar al tío Bob.
—¿Solo tienes dos homicidios de anoche? Pues hubo tres.
Garrett permaneció en silencio. Seguramente se estaría preguntando qué
estaba tramando, cómo podía saber algo así si no era posible que viera a los
muertos y, por lo tanto, no era posible que los muertos me dijeran que estaban
muertos. Para él, todo aquello era una ridiculez.
El tío Bob repasó su libreta.
—Tenemos a Patrick Sussman, que fue hallado al lado de su casa en la zona
de Mountain Run, y a ese tipo, el tal Jason Barber.
—Vale, aquí con nosotros están Patrick Sussman... Tercero —dije antes de
mirar a Sussman con una sonrisa—, y Jason Barber. Aunque este último se
encuentra en fase de negación. —Eché un vistazo al forense, que en aquellos

momentos cerraba la cremallera de la bolsa para cadáveres.
—¡Socorro! —gritó Barber, que se retorcía como un loco—. ¡No puedo
respirar!
—Ay, por el amor de Dios... —suspiré en voz alta—. ¿Quieres levantarte de
una vez?
—¿Y? —quiso saber el tío Bob.
—Elizabeth Ellery también fue asesinada —dije, aunque no me gustó tener
que hacerlo mientras ella estaba de pie a mi lado. Me pareció de mala educación.
Garrett me miraba ya con abierta hostilidad. La ira es una respuesta común
cuando la gente se enfrenta a cosas que le resulta imposible creer. Pero a Garrett le
tocó joderse y aguantarse. Una pena.
—¿Elizabeth Ellery? No tenemos a ninguna Elizabeth Ellery.
La abogada miraba con atención a Garrett.
—Este parece un poco cabreado.
Asentí con la cabeza.
—No cree que pueda veros, chicos. Le fastidia que hable con vosotros.
—Es una lástima. —Inclinó la cabeza para estudiar su espalda—. Está de
muy buen ver.
Me reí por lo bajo, y ambas chocamos los cinco de forma discreta, lo que
hizo que Garrett se sintiera aún más incómodo.
—¿Sabes dónde está tu cuerpo? —le pregunté a Elizabeth.
—Sí. Iba a visitar a mi hermana, que vive cerca de la Escuela India y de
Chelwood. Llevaba un regalo para mi sobrino. Me perdí su fiesta de cumpleaños
—dijo con tristeza, como si en aquel momento se hubiera dado cuenta de que se
perdería también todas las demás—. Oí a los chicos jugando en el patio de atrás y
decidí entrar a hurtadillas para sorprenderlos. Eso es lo último que recuerdo.
—Entonces ¿tú tampoco viste quién te disparó? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.

—¿Oíste algo? Si te dispararon, está claro que...
—No lo recuerdo.
—Utilizó un silenciador —dijo Sussman—. El disparo sonó extraño,
amortiguado, como una especie de portazo.
—El asesino utilizó un silenciador —le comuniqué al tío Bob—. Y ninguno
de estos dos vio quién lo hizo. ¿Dónde está tu cadáver exactamente? —le pregunté
a Elizabeth. Le repetí la dirección al tío Bob mientras ella me la decía—. Está en el
camino que da al patio de atrás de la casa. Hay un montón de arbustos, lo cual
explica por qué nadie la ha encontrado.
—¿Qué aspecto tiene? —quiso saber el tío Bob.
—Mmm... mujer blanca, de alrededor de un metro y setenta y ocho
centímetros de estatura —aventuré después de restar los diez centímetros de tacón.
—Oye, eres muy buena —dijo ella.
Sonreí a modo de agradecimiento.
—Pelo rubio, ojos azules y una pequeña marca de nacimiento en la sien
derecha.
Elizabeth se frotó la sien con un gesto cohibido.
—Creo que esto es sangre.
—Ay, lo siento. Los colores son a veces algo borrosos. —Señalé la libreta del
tío Bob—. Tacha lo de la marca de nacimiento. —En aquel momento lo miré a los
ojos—. Seguro que será la única muerta por allí ataviada con un traje rojo de
diseño y zapatos con tacón de aguja.
Garrett estuvo a punto de gruñirme.
—Sube a mi furgoneta —ordenó con los dientes apretados—, y tráete a la
muerta contigo. —La última frase rezumaba sarcasmo.
Me volví hacia el tío Bob.
—¿Vas a dejar que me hable de esa manera?
El tío Bob se encogió de hombros.

—Tiene un historial de arrestos impresionante.
—Está bien —repliqué con furia.
Podía apañármelas con Garrett. Solo quería quejarme. Sin embargo, antes de
marcharme debía encargarme de Barber. Elizabeth, Sussman y yo nos acercamos a
la ambulancia mientras el agente de criminalística hablaba con el sargento Dwight.
La nariz de Barber asomaba por encima de la bolsa de cadáveres.
—Tío, en serio, tienes que salir de tu cuerpo. Me estás poniendo de los
nervios.
El difunto se incorporó lo suficiente para que pudiera verle la cara.
—Es mi cuerpo, maldita sea. Conozco la ley, y la propiedad es cerca del
noventa por ciento de ella. En cuanto a ti —dijo al tiempo que sacaba un dedo de la
bolsa para apuntarme—, ¿no se supone que estás aquí por nosotros? ¿Para
ayudarnos en momentos de necesidad? ¿No es eso lo que haces?
—No, si puedo evitarlo.
—Bien, pues déjame decirte dos palabras: insensibilidad emocional —espetó
en tono acusatorio.
Me volví hacia Sussman con un suspiro.
—Nadie aprecia mi incapacidad para apreciar su situación. ¿Te importaría
hacerle entrar en razón?
Garrett aguardaba junto a su furgoneta, cabreado porque no lo había
seguido como un perrito faldero.
—¡Davidson! —gritó por encima del techo del vehículo.
—¡Swopes! —chillé en respuesta, burlándome de la arraigada costumbre de
dirigirse a los compañeros por el apellido. Volví a mirar a mis abogados—. Nos
veremos en mi oficina más tarde.
Sussman asintió y luego fulminó con la mirada al señor No Estoy Más
Muerto Que Mi Abuela.
Elizabeth caminó a mi lado hasta el vehículo de Garrett.
—¿Puedo sentarme al lado del tío bueno?

Le dirigí la sonrisa más amplia que conseguí esbozar.
—Es todo tuyo.


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Lectura #2 Septiembre 2017 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Mar 19 Sep - 13:03

3


Nunca llames a la puerta de la muerte.
Toca el timbre y sal corriendo. Detesta que hagan eso.
(Camiseta)


Mientras avanzábamos hacia el centro, Garrett sacó una de esas bolsas de
gel frío y la agitó antes de arrojármela.
—Tienes un lado de la cara hinchado.
—Tenía la esperanza de que nadie lo notara.
Le guiñé un ojo a Elizabeth. Estaba sentada entre nosotros, pero había
olvidado comentarle aquel pequeño detalle a Garrett. Algunas cosas era mejor no
decirlas.
Garrett me miró con expresión irritada.
—¿Creíste que nadie lo notaría? Podría decirse que vives en tu puto
universo paralelo, ¿verdad?
—Vaya —dijo Elizabeth—, este tío no tiene pelos en la lengua, ¿eh?
—Lo que podría decirse es que me incordias bastante, así que vete a la
mierda —dije. Pero a Garrett, no a Elizabeth.
Un nombre como Charley Davidson conlleva cierta responsabilidad. No
tolera objeciones. No acepta gilipolleces de nadie. Y genera una sensación de
familiaridad con mis clientes. Hace que se sientan como si ya me conocieran. Algo
así como si me llamara Martha Washington o Ted Bundy.
Eché un vistazo al retrovisor lateral y vi el coche patrulla que nos seguía
hacia la dirección en la que el detective Robert Davidson, gracias a una pista
anónima, creía que podríamos encontrar otra víctima. El tío Bob recibía un montón
de llamadas anónimas. Garrett estaba empezando a encajar las piezas.
—De modo que tú eres su misteriosa fuente omnipotente, ¿no?
Solté una exclamación ahogada.

—¿Besas a tu madre con esa boca? Eso ha sonado fatal. Aunque me gusta la
parte de omnipotente. —Puesto que Garrett se limitó a lanzarme una mirada
asesina, añadí—: Sí. Soy su fuente anónima. Desde que tenía cinco años.
Su expresión se tornó incrédula.
—¿Tu tío te llevaba a los escenarios de los crímenes cuando tenías cinco
años?
—No seas ridículo. El tío Bob sería incapaz de hacer algo así. Además, no
necesitaba hacerlo. Era mi padre quien me llevaba. —Me eché a reír cuando vi que
se había quedado con la boca abierta—. Es broma. No me hacía falta acudir a las
escenas de los crímenes. Las víctimas siempre conseguían encontrarme sin ayuda.
Al parecer, soy brillante.
Garrett giró la cabeza y contempló los tonos rosas y anaranjados que el
amanecer de Nuevo México dibujaba en el horizonte.
—Tendrás que perdonarme si no creo ni una sola palabra de lo que dices.
—No, no pienso hacerlo.
—Vale —añadió con tono exasperado—, si todo esto es tan real, dime qué
llevaba puesto mi madre en su funeral.
Genial. Una de las típicas.
—Mira, lo más probable es que tu madre fuera a otra parte. Ya sabes, hacia
la luz —comenté mientras agitaba los dedos a modo de ilustración—. La mayoría
de la gente lo hace. Y no poseo el anillo decodificador secreto para ese plano de
existencia. Mi acceso sin restricciones expiró hace años.
Garrett soltó un resoplido.
—Qué casualidad...
—No te preocupes, Swopes —dije cuando por fin reuní el coraje suficiente
para colocarme la bolsa de gel frío sobre la mejilla. El aguijonazo de dolor me llegó
hasta la mandíbula, así que apoyé la cabeza sobre el asiento y cerré los ojos—, no
pasa nada. No es culpa tuya que seas un imbécil. Hace mucho tiempo que aprendí
que no debía contarle la verdad a la gente. El tío Bob no debería haberte dicho
nada.

Hice una pausa a la espera de una respuesta. Como no obtuve ninguna,
continué.
—Todos nos hacemos una cierta idea de cómo funciona el universo, y
cuando aparece alguien que desafía esa idea, no sabemos cómo afrontarlo. No
estamos hechos de esa manera. Nos resulta muy difícil cuestionarnos todo aquello
que siempre hemos dado por sentado. Así que, como ya te he dicho, no es culpa
tuya. Puedes creerme o no, pero sea cual sea tu elección, tendrás que lidiar con las
consecuencias. De modo que toma tu decisión con sabiduría, pequeño saltamontes
—añadí mientras la parte no hinchada de mi boca se curvaba en una sonrisa.
Puesto que no recibí una de sus réplicas marca de la casa, abrí los ojos para
ver qué hacía y descubrí que me miraba fijamente. A través de Elizabeth, pero aun
así... Aprovechó el tiempo que permanecimos parados frente a un semáforo en rojo
para analizarme con sus sentidos de supermegarastreador. Sus ojos grises, que
destacaban gracias a su piel oscura, mostraban un brillo de curiosidad.
—Ya se ha puesto en verde —dije para librarme de su encantamiento.
Garrett parpadeó y apretó el pedal del acelerador.
—Creo que le gustas —comentó Elizabeth.
Como no le había dicho a mi acompañante que ella estaba allí, le dirigí a
Elizabeth una versión abreviada de mi mirada mortal. Ella se echó a reír.
Dejamos atrás unos cuantos edificios más antes de que Garrett hiciera la
pregunta del millón de dólares.
—Bueno, ¿quién te ha pegado?
—Te lo dije —comentó Elizabeth.
Apreté los dientes e hice una mueca mientras bajaba un poco la bolsa de gel
frío.
—Estaba trabajando en un caso.
—¿Un caso te golpeó?
Percibí en sus palabras un atisbo del viejo Garrett, el que no era un
gilipollas.

—No, el marido del caso me golpeó. Me estaba encargando de mantenerlo
ocupado mientras el caso se subía a un avión con dirección a México capital.
—No me digas que te metiste en un caso de violencia doméstica.
—Vale.
—Pero lo hiciste, ¿no?
—Sí.
—Joder, Davidson, ¿es que no te he enseñado nada?
Entonces me llegó el turno de mirarlo con incredulidad.
—Colega, fuiste tú quien me enseñó lo que Frank Ahearn te enseñó sobre
cómo enseñar a la gente a desaparecer. ¿Para qué creías que necesitaba esa
información?
—No para involucrarte en un asunto doméstico.
—Todos mis clientes son «domésticos». ¿A qué crees que se dedican los
detectives privados?
Por supuesto, él también tenía licencia de investigador privado y podía
darme cien vueltas en aquel trabajo, pero se concentraba en los casos de personas
desaparecidas. Los honorarios de un recuperador eran mayúsculos cuando uno era
tan bueno como él.
Y, para ser sincera, debía darle la razón. Me había metido en un asunto que
me venía grande. Pero al final todo había salido bien.
El caso, también conocido como Rosie Herschel, consiguió mi número
gracias a un amigo de un amigo, y me llamó una noche para pedirme que acudiera
a uno de los supermercados Sack-N-Save que hay en Westside. Todo fue bastante
clandestino. Le dijo a su marido que necesitaban leche para poder salir de casa, y
nos reunimos en un oscuro rincón del aparcamiento del súper.
El hecho de que ella tuviese que poner una excusa solo para ausentarse de
casa me dio muy mala espina. Debería haber renunciado en aquel mismo
momento, pero la mujer estaba tan desesperada, tan asustada y tan harta de que su
pareja pagara con ella los platos rotos de ser un fracasado, que no fui capaz de
abandonarla. El aspecto de mi mandíbula no podía compararse con el del horrible

ojo morado que tenía ella la primera vez que la vi. Rosie creía, y yo estaba de
acuerdo, que si intentaba dejar a su marido sin ayuda, jamás llegaría a vivir otro
cumpleaños.
Puesto que había nacido en México y tenía parientes allí, organizamos un
plan para que se reuniera con su tía en la capital. Más tarde, ambas viajarían al sur
con dinero en efectivo suficiente para abrir un pequeño motel, o una posada, en
una playa cercana al pueblo de sus abuelos.
Por lo que me contó Rosie, su marido nunca había llegado a conocer a
ninguno de sus familiares mexicanos. Las probabilidades de que encontrara a los
Gutiérrez adecuados en la capital eran casi inexistentes. Sin embargo, por si las
moscas, conseguimos nuevas identidades para las dos. Y aquello ya fue toda una
aventura en sí.
Entretanto, envié un mensaje anónimo al señor Herschel en el que fingía ser
una admiradora y lo invitaba a tomar unas copas en un bar de Westside. Aunque
me sentí tentada de elegir la seguridad del bar de mi padre, no podía arriesgarme a
que a alguien se le escapara mi verdadero nombre. Así pues, dejé a Rosie en el
aeropuerto para que cogiera el avión que la llevaría más allá de Río Grande. Aún
faltaban unas cuantas horas para que el avión despegara, no obstante, tenía un
plan para mantener ocupado a Herschel toda la noche. Lo azuzaría para que me
golpeara y presentaría cargos.
No fue tan sencillo.
Requería cierta destreza coquetear como una perra en celo y luego tirar del
freno de mano y dar marcha atrás. Era como una bofetada en plena cara. Y, como
era de esperar, un tipo como Herschel se tomó fatal que lo hubieran excitado sin
motivo. Solo hizo falta soltar unos cuantos insultos sobre penes pequeños y un par
de risillas tontas para que los puños empezaran a volar.
Aunque podría haberlo emborrachado hasta las trancas y haberlo dejado
tirado en cualquier callejón, no tenía margen para correr riesgos; tenía que
asegurarme de que Herschel no descubría que Rosie se había largado hasta la
mañana siguiente. Lo único que necesitábamos era una noche entre rejas.
En aquellos momentos, mi caso ya estaba en camino hacia una exitosa
carrera como posadera.
—Es ahí —señaló Elizabeth.

—Ah, para aquí —dije para que la información también le llegara a
Garrett—. ¿Esa casa de la esquina?
Ella asintió.
Y su cadáver estaba justo donde dijo que estaría. Primero vi sus zapatos,
rojos, de tacones altísimos y caros; después a la difunta Elizabeth. Correspondencia
absoluta. Ya había hecho mi parte. Regresé al porche y me senté mientras Garrett y
el agente se encargaban de avisar a las autoridades.
Mientras me regañaba a mí misma por no examinar el cuerpo y la escena del
crimen en busca de pruebas, tal y como haría un auténtico detective privado,
percibí un movimiento por el rabillo del ojo que llamó mi atención. No se trataba
de un movimiento normal, del tipo que todo el mundo puede percibir. Era más
siniestro, más... sólido.
Volví la cabeza tan rápido como pude, pero ya lo había perdido. Otra vez.
Aquello me sucedía muchas veces últimamente; notaba movimientos oscuros en la
periferia de mi campo de visión. Era evidente que o bien Superman había muerto y
se paseaba por la ciudad a la velocidad de la luz (porque los muertos normales no
se mueven tan rápido; aparecen de la nada y desaparecen de la misma forma), o
bien padecía montones de esos miniinfartos que algún día desembocarían en una
gigantesca y devastadora hemorragia cerebral.
Tenía que hacerme un análisis de colesterol sin falta.
Por supuesto, había otra posibilidad. Una que ni siquiera quería considerar.
Una que explicaría muchas cosas.
A diferencia de otras personas, nunca he temido lo desconocido. Jamás me
han dado miedo la oscuridad ni los monstruos ni el hombre del saco. De lo
contrario, no me habría convertido en un buen ángel de la muerte. Pero algo o
alguien me acechaba. Durante las últimas semanas había intentado convencerme
de que era cosa de mi imaginación. Sin embargo, solo había visto una cosa en toda
mi vida que se moviera tan deprisa. Y era la única cosa del mundo, y del Más Allá,
que me aterrorizaba.
Nunca había logrado averiguar qué era lo que me causaba aquel miedo
irracional, ya que aquel ser jamás me había hecho daño. A decir verdad, me había
salvado la vida en varias ocasiones. Cuando de niña estuve a punto de ser
secuestrada por un pederasta en libertad condicional, me salvó. Cuando Owen
Vaughn intentó atropellarme con el Suburban de su padre en el instituto, me salvó.

En la facultad, cuando empezaron los acosos que a la postre culminaron en un
ataque, me salvó.
En aquella época no me tomaba lo del acoso muy en serio. Hasta que me
ocurrió. Solo entonces comprendí, casi demasiado tarde, que mi vida había corrido
auténtico peligro.
Así pues, podría decirse que debería sentirme agradecida.
Sin embargo, la cuestión no era que me hubiera salvado la vida, sino cómo
lo hizo. Que alguien sea capaz de partir en dos la médula espinal de un hombre sin
dejar ninguna evidencia visible de lo que ha ocurrido resulta un poquito
desconcertante.
Y en el instituto, cuando los demás adolescentes intentaban
desesperadamente descubrir quiénes eran, dónde encajaban en el mundo, aquel ser
se encargó de decirme qué era yo. Me susurró al oído el papel que tendría en la
vida mientras me aplicaba brillo de labios en el baño de las chicas. Fueron unas
palabras que nunca oí; unas palabras que impregnaron el aire a la espera de que yo
las respirara, de que aceptara quién era y en qué me convertiría. Aunque había
muchas chicas revoloteando a mi alrededor para poder mirarse en el espejo, yo
solo lo veía a él, de pie ante mí. Una gigantesca figura ataviada con una túnica con
capucha que se cernía sobre mí como un sofocante vacío negro.
Quince minutos después de que el resto de las chicas se marcharan, de que
aquel ser desapareciera, yo seguía en el mismo lugar. Apenas respiraba, y no pude
moverme hasta que la señora Worthy descubrió que me había saltado las clases y
me envió al despacho del director.
Aquel ser era, en esencia, siniestro y espeluznante; aparecía en mi vida de
vez en cuando para regalarme algún jugoso bocadito de sabiduría del Más Allá, y
para darme un susto de muerte. Sus visitas me dejaban aterrada. Al menos, yo era
un brillante y chispeante ángel de la muerte. Él era oscuro y peligroso, y la muerte
parecía emanar de su presencia como el humo del hielo seco.
Cuando era niña, decidí ponerle un nombre corriente, uno que no sonara
amenazador, pero Peluchín no le pegaba. Al final, lo bauticé como el Malo
Malísimo.
—Charlotte —dijo Elizabeth, que estaba sentada detrás de mí.
Parpadeé y miré a mi alrededor.

—¿Has visto a alguien?
Ella examinó también la zona.
—Creo que no.
—¿Un movimiento? ¿Una especie de borrón... oscuro?
—No, nada de eso.
—Ah, vale, lo siento. ¿Qué pasa?
—No puedo permitir que mis sobrinas y mi sobrino vean el cadáver. Estoy
justo debajo de sus ventanas.
Yo también había pensado en eso.
—Tienes razón —dije—. Deberíamos darle la mala noticia a tu hermana.
Asintió con tristeza. Le pedí a Garrett que se acercara y ambos acordamos
que el agente y yo llamaríamos a la puerta e informaríamos a la hermana de
Elizabeth. La abogada me ayudaría a saber qué debía decirle. Su presencia haría
que las cosas nos resultaran mucho más fáciles.
Al menos, eso pensaba yo.
Una hora después, estaba en el monovolumen de mi tío, respirando dentro
de una bolsa de papel.
—Deberías haberme esperado —dijo él, siempre tan servicial.
Nunca más. Era evidente que había familiares que se querían de verdad los
unos a los otros. ¿Quién lo habría imaginado? La mujer había sufrido un colapso
emocional entre mis brazos. Lo que pareció perturbarla más fue el hecho de que el
cuerpo de Elizabeth hubiese permanecido al lado de su casa toda la noche sin que
ella se diera cuenta. Habría sido mejor no contarle esa parte.
Se aferró a mis hombros, me clavó las uñas en la piel y agitó su cabello
alborotado por el sueño (una mezcla entre el estilo disco y el peinado de una adicta
al crack) en mudas negaciones; luego se desplomó sobre el suelo y comenzó a
llorar. Una crisis emocional en toda regla.
Lo peor fue que yo también me derrumbé en el suelo y lloré con ella. No
tenía problemas con la gente muerta. Por lo general, los muertos ya no sufrían

ataques de histeria. La histeria estaba reservada para las personas a quienes
dejaban atrás. Lo más duro.
Nos abrazamos durante un buen rato, hasta que llegó el tío Bob y me alejó
de ella. El cuñado de Elizabeth ya había despertado a los niños y había salido con
ellos por una puerta lateral para ir en coche hasta la casa de la abuela.
En resumen, en aquella familia había mucho amor.
—Tranquilízate —dijo el tío Bob mientras yo jadeaba dentro de la bolsa—. Si
hiperventilas y te desmayas, no pienso sujetarte. Me hice daño en el hombro el otro
día, jugando al golf.
En mi familia también había mucho amor.
Intenté respirar más despacio, pero no podía dejar de pensar en la pobre
mujer que había perdido a su hermana, a su compinche. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo
saldría adelante? ¿De dónde sacaría el coraje para seguir sin ella? Empecé a llorar
de nuevo, así que el tío Bob se rindió y me dejó a solas en el monovolumen.
—Estará bien, cielo.
Observé a Elizabeth en el espejo retrovisor y sorbí por la nariz.
—Es fuerte —añadió.
Sabía que ella estaba conmocionada, y también que yo no era de mucha
ayuda en aquel estado.
Sorbí de nuevo por la nariz.
—Lo siento. No debería haber entrado en la casa.
—No. Aprecio mucho que hayas consolado a mi hermana, que no haya
tenido que recibir las noticias de labios de un puñado de polis insensibles. En
ocasiones, los tíos no saben cómo hacer las cosas.
Eché un vistazo a Garrett, que en ese momento estaba hablando con el tío
Bob, y vi cómo negaba con la cabeza antes de mirarme inexpresivo.
—Sí, supongo que eso es cierto.

Necesitaba largarme de allí cuanto antes, pero Elizabeth deseaba ir a casa de
su madre para ver cómo estaban las cosas, así que quedamos en encontrarnos en
mi oficina más tarde. Luego le pedí a otro agente que me llevara hasta mi jeep.
El trayecto me relajó bastante. La gente salía de su casa de camino al trabajo.
El sol, que aún se cernía sobre el horizonte, proyectaba un suave resplandor en el
cielo despejado y le daba a Albuquerque la perspectiva de un nuevo comienzo. Las
casas de estilo hacienda, con cuidadas zonas ajardinadas, dieron paso al distrito
comercial, donde los edificios viejos y nuevos ocupaban cada centímetro del
terreno disponible.
—Bueno, ¿se siente mejor ya, señorita Davidson?
Observé con detenimiento al agente Taft. Era uno de esos polis jóvenes que
intentaban ganar puntos con mi tío Bob, y había accedido a llevarme solo porque
pensaba que eso podría suponer un impulso para su carrera. Me pregunté si sabía
que tenía a una niña muerta en el asiento de atrás. Lo más probable era que no.
—Mucho mejor, gracias.
Sonrió. Puesto que ya me había hecho la pregunta educada de rigor, podría
ignorarme el resto del camino.
Y aunque por regla general me da igual que pasen de mí, lo cierto era que
quería hacerle unas cuantas preguntas sobre aquella rubita de alrededor de nueve
años que lo miraba con cara de adoración, como si el policía acabara de salvar el
planeta de la destrucción total. Sin embargo, esa línea de interrogatorio requería
tacto. Destreza. Sutileza.
—¿Es usted el agente que vio morir a una niña en su coche patrulla hace
poco?
—¿Yo? —inquirió sorprendido—. No. Al menos, espero que no. —Rió entre
dientes.
—Ah, bien. Me alegro.
Taft se removió con incomodidad en su asiento, como si sopesara lo que
acababa de decirle.
—No me había enterado de eso. ¿Es que alguien...?
—Bueno, es solo un rumor, ya sabe.

Era muy posible que el agente Taft hubiera oído algún cotilleo sobre mí de
boca de los demás chicos en el patio. El recreo era un buen caldo de cultivo para
los chismes.
Estaba claro que él deseaba mantener la charla al mínimo, pero me
consumía la curiosidad.
—¿No ha muerto ninguna niña cercana a usted recientemente? ¿Una rubita?
En aquel momento, Taft empezó a mirarme como si se me cayera la baba y
me hubiera vuelto bizca de repente. Me pasé la manga por el lado hinchado de la
cara, por si acaso.
—No. —Luego lo pensó bien—. Pero murió una niña rubia en un caso que
atendimos hace un mes. Le practiqué la reanimación cardiopulmonar, pero ya era
demasiado tarde. Fue muy duro.
—Seguro que sí. Lo siento.
La niña suspiró.
—¿No es el mejor?
Solté un resoplido.
—¿Qué pasa? —inquirió el agente.
—Nada, nada. Solo pensaba en lo duro que debió de ser.
—Cuidado, zorra.
Concentré cada fibra de mi ser en no permitir que mis ojos se abrieran como
platos a causa de la sorpresa. A los vivos les resulta extraño que reacciones ante
algo que ellos no pueden ver ni oír. Me volví un poco hacia la niña, fingiendo que
me interesaba por el paisaje que dejábamos atrás, y enarqué las cejas en una
expresión interrogativa.
—No puedes quedarte con él, ¿vale? —dijo ella desde el otro lado de la reja
de hierro.
—Mmm... —susurré.
El agente Taft me miró.

—Es un vecindario muy bonito.
—Sí, supongo que sí.
—Te arrancaré los ojos de esa cara fea que tienes.
¿Fea? Ya estaba bien. Había llegado el momento de sacar el teléfono móvil.
—Vaya... —dije mientras rebuscaba en el bolso—. Me parece que mi móvil
ha empezado a vibrar. —Lo abrí—. ¿Hola?
—Yo en tu lugar dejaría lo del maquillaje brillante. No te sirve de nada.
—Yo no llevo maquillaje brill...
—Y será mejor que dejes de mirarlo. Él se merece a una mujer mucho más
guapa.
—Mira, encanto —dije al tiempo que me daba la vuelta para mirar por la
ventana y fingía hablar por teléfono con la esperanza de no parecer alguien que
charlaba con una muerta sentada en el asiento de atrás—, yo ya mantengo una
relación imposible con un tipo que está fuera de mi alcance. ¿Capisci?
La niña apretó los puños sobre sus caderas, enfundadas en un pantalón de
pijama, y me fulminó con la mirada.
—Solo te aviso, zorra.
—¿Te importaría dejar de llamarme eso, pequeña...?
Me di cuenta de que el agente Taft había fruncido el ceño en un gesto
preocupado.
—La familia, ya sabe —dije encogiéndome de hombros.
Por supuesto, el truquito del teléfono funcionaba mucho mejor cuando
estaba activado el modo silencio. No había hecho más que empezar a explicarle a la
niña que había una luz cerca y que debería ir hacia ella cuando empezó a sonar la
melodía de la Quinta sinfonía de Beethoven, lo que significaba que tenía una
llamada entrante del tío Bob. Estuve a punto de dejar caer el móvil a causa del
susto, pero conseguí sonreírle a Taft.
—La llamada anterior debe de haberse cortado. —No me atreví a comentar
el hecho de que, supuestamente, el teléfono estaba en modo vibración momentos

antes.
El poltergeist del asiento trasero soltó una risotada maligna. ¿De dónde
demonios había salido aquella niña? Y entonces caí en la cuenta. Quizá aquel fuera
el problema. Quizá fuera un demonio de verdad.
—Hola.
—Solo quieres que vaya hacia la luz para poder ligártelo —aseguró Niña
Demonio.
—¡De eso nada!
—Vale —replicó el tío Bob con tono hastiado—. No volveré a decirte hola.
—Lo siento, tío Bob, creí que eras otra persona.
—Me confunden muchas veces con Tom Selleck.
Taft se animó de repente.
—¿Su tío necesita algo? ¿Un café? ¿Un café con leche?
Hacer la pelota era algo muy poco viril.
—Necesita que alguien se haga cargo de su hijo ilegítimo, si está usted
interesado.
Los labios de Taft se apretaron en una fina línea mientras volvía a clavar la
vista en la carretera.
Vale, lo admito. Había sido un comentario muy grosero. Y el demonio del
asiento de atrás pensaba lo mismo. Intentó darme un puñetazo.
Lo esquivé agachándome para recoger el bálsamo labial con sabor a cereza,
que había dejado caer a propósito, y me eché a reír.
—Me tomaré eso como un «estoy a tu disposición» —dijo el tío Bob.
—Vale, está bien. A las nueve en punto en mi oficina. Me pasaré un
momento por el apartamento para picar algo y después iré hacia allí.
—Gracias, jovencita. Por cierto... ¿estás bien?

—¿Yo? Siempre —contesté mientras el demonio de pelo dorado se
abalanzaba hacia delante para sacarme los ojos. Cayó fuera del coche en algún
lugar entre Carlisle y San Mateo—. Pero debo decirte, tío Bob, que acabo de
descubrir pruebas irrefutables del motivo por el que algunas especies devoran a su
progenie.


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Mensaje por Tatine Mar 19 Sep - 16:34

Gracias. Es entretenida la prota
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Mensaje por Veritoj.vacio Miér 20 Sep - 0:49

Muchas gracas, me recuerda mucho a Jessica Jones


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Mensaje por mariateresa Miér 20 Sep - 17:11

4



Me encantan los niños,
pero creo que no podría comerme uno entero.
(Pegatina de parachoques)

Me preocupaba que Niña Demonio me siguiera hasta el apartamento y
continuara dando por saco, así que me aseguré de que no estaba a la vista antes de
subirme a Misery y salir pitando hacia mi casa. De cualquier forma, por si acaso,
entré en el edificio a toda prisa, saludé brevemente al señor Wong, y saqué mi
equipo de exorcismos del mueble del televisor. Lo guardaba allí porque, como el
resto de cosas que se guardan en esos muebles, los exorcismos no eran más que un
entretenimiento.
Y no, en realidad no puedo exorcizar a nadie, a pesar de lo conveniente que
es mi trabajo como ángel de la muerte. Solo puedo ayudar a los difuntos a
averiguar por qué siguen en la Tierra y luego persuadirlos para que avancen al
plano del Más Allá. No puedo obligarlos a hacerlo contra su voluntad. Al menos,
eso creo. En realidad nunca lo he intentado. Lo que sí puedo, no obstante, es
engañarlos. Unas cuantas velas, un rápido encantamiento y voilà, exorcismo al
canto. Los muertos se lo tragan siempre y acaban cruzando a regañadientes.
Excepto el señor Habersham, el del apartamento que hay al fondo del pasillo, que
no hizo más que reírse cuando intenté exorcizarlo. Qué vejestorio más plasta.
A pesar de la presencia del señor Habersham (y, bien pensado, también del
señor Wong), me encanta vivir en este apartamento. Mi edificio, el Causeway, no
solo está situado justo detrás del bar de mi padre, y por tanto también de mi
oficina, sino que es algo así como un punto de referencia local.
Llevaba viviendo allí algo más de tres años, pero cuando era joven,

demasiado joven para conocer la existencia del mal, aquel viejo bloque de
apartamentos se había grabado en mi memoria, aunque por razones ajenas a él.
Más tarde, cuando mi padre compró el bar, entré en el aparcamiento trasero y
volví a ver el edificio por primera vez en una década. Al contemplar los
enrevesados grabados medievales de la entrada, algo muy inusual en
Albuquerque, una avalancha de recuerdos, siniestros y dolorosos, me dejó
petrificada. Sentí una opresión en el pecho y me quedé sin aliento. A partir de
aquel momento, me obsesioné con el edificio.
Compartíamos una historia, una horrible pesadilla relacionada con un
delincuente sexual en libertad condicional en busca de una víctima. Pensé que tal
vez vivir allí me sirviera para vencer a mis demonios de algún modo.
Naturalmente, aquello funcionaba mejor si los demonios no eran de los que hacían
visitas.
Puse en marcha la cafetera y me dirigí al baño para comprobar si tenía los
ojos tan hinchados como la mandíbula. Llorar como una estrella de cine en pleno
tratamiento de rehabilitación no era el mejor tratamiento de belleza. No obstante,
me di cuenta enseguida de que la hinchazón rojiza resaltaba el tono dorado de mis
ojos. Genial. Abrí a tope el grifo del agua caliente y me dispuse a esperar los diez
minutos de rigor que tardaba en salir caliente.
Y luego dicen que en Nuevo México hay escasez de agua. Mi casero no debe
de opinar lo mismo.
En aquel momento oí que Cookie, mi
vecina-barra-mejor-amiga-barra-recepcionista, atravesaba la puerta con una taza
de café en la mano. Cookie se parecía mucho a Kramer, el de la serie Senfield,
aunque no era tan nerviosa. Era como Kramer bajo los esfectos de Prozac. Y sabía
que tenía una taza de café en la mano porque siempre tenía una taza de café en la
mano. Creo que le resultaba difícil formar frases completas sin ella.
—¡Cielo, estoy en casa! —gritó desde la cocina.
Sí, la llevaba en la mano.
—¡Yo también! —exclamó otra voz suave y risueña.
Conocí a Cookie cuando me mudé al Causeway. Ella también acababa de
trasladarse después de un divorcio horrible (según sus propias palabras), y nos
hicimos amigas de inmediato. Pero tenía una hija, Amber, que también entraba en
el paquete. Si bien Cookie y yo congeniamos al instante, la chica me preocupaba un

poco. Nunca me habían gustado mucho las criaturas de metro veinte con la extraña
capacidad de detectar todos mis defectos en menos de treinta segundos. Y, solo
para que conste, también sé leer sin mover los labios. Con todo, estaba decidida a
ganarme a Amber a cualquier precio. Y después de una única partida de minigolf,
me tuvo comiendo de la palma de su mano.
—Saldré dentro de un momento —dije desde el cuarto de baño.
La señora Lowestein, que vivía al otro lado del pasillo, debía de estar
haciendo la colada, ya que el agua no tardó tanto como acostumbraba en alcanzar
los mil grados. El vapor flotaba a mi alrededor mientras me lavaba la cara. Cuando
me miré en el espejo, tuve que rendirme una vez más. Debía agradecer que el dios
de mis sueños no me viera en semejantes condiciones. Me sequé con cuidado los
ojos con la toalla y empecé a retroceder lentamente al ver que aparecía una palabra
en letras mayúsculas en la condensación del espejo: «Holandesa».
Me quedé sin respiración. Holandesa. No había sido cosa de mi
imaginación. El Hombre Onírico, también conocido como Reyes, alias Dios de las
Fantasías y de la Sensualidad, me había llamado «Holandesa» en la ducha, de eso
ya no cabía ninguna duda. ¿Quién más podría haber sido?
Eché un vistazo al cuarto de baño. Nada. Permanecí en silencio, pero lo
único que oí fue los ruidos que Cookie hacía en la cocina.
—¿Reyes? —Miré detrás de la cortina de la ducha—. ¿Estás ahí, Reyes?
—¡Necesitas una cafetera nueva! —me gritó Cookie—. Esta tarda una
eternidad.
Con un suspiro, renuncié a la búsqueda y tracé el recorrido de las letras del
espejo con los dedos. Me temblaba la mano, así que la aparté a toda prisa y,
después de echar una última mirada a mi alrededor, salí del cuarto de baño
preparada para todos los «¡Ay!» y los «¡Madre mía!» que mi rostro estaba a punto
de provocar.
—Madre del amor hermoso... —Cookie dejó la taza de café. Volvió a cogerla
y comenzó de nuevo—. ¿Qué te ha pasado?
—¡Ay, madre! —ronroneó Amber, que se acercó para verme mejor.
Sus enormes ojos azules se abrieron de par en par mientras estudiaba mi
mejilla y mi mandíbula. Parecía un hada sin alas, y la promesa de la elegancia era

evidente en cada uno de sus pasos. Tenía un largo cabello oscuro que caía en
cascada sobre su espalda, y sus labios formaban una curva perfecta.
Me reí entre dientes al ver que la curiosidad formaba arrugas de
preocupación en su frente.
—¿No deberías estar en el colegio? —pregunté.
—Esta mañana me recogerá la madre de Fiona. Vamos a ir de excursión al
zoo, y la madre de Fiona es una de las cuidadoras, así que le dijo al señor González
que nos reuniríamos con el resto de la clase allí. ¿Te duele?
—Sí.
—¿Devolviste los golpes?
—No. Me quedé inconsciente.
—¡No fastidies!
—Sí fastidio.
Cookie apartó a su hija para echarle un vistazo a mi mandíbula.
—¿Te han examinado?
—Sí, me examinó un tío bueno rubio que estaba sentado en el rincón del bar
y me miraba con ojos codiciosos.
Amber soltó una risilla.
—Me refiero a si te ha visto un médico.
—No, pero un enfermero calvo que estaba como un tren dijo que me
pondría bien.
—Vaya, ¿y era un experto?
—En el coqueteo, sí —contesté. Amber se echó a reír de nuevo. Me
encantaba aquel sonido, similar al de un carrillón mecido por la brisa.
Cookie la castigó con una de esas miradas típicas de las madres y le dio de
nuevo la espalda para mirarme a mí. Era una de esas mujeres grandes a las que no
les servían las tallas únicas, y detestaba a los artífices de esa ropa. En una ocasión

llegamos incluso a considerar la posibilidad de bombardear todas las compañías
que fabricaban tallas únicas. Aparte de eso, era una persona bastante realista. El
cabello, negro y fuerte, le llegaba un poco más abajo de los hombros, y encajaba
bastante bien con su reputación de bruja. No era bruja, por supuesto, pero las
miradas de soslayo resultaban de lo más graciosas.
—¿Ya está listo el café?
Cookie se rindió y comprobó la cafetera.
—En serio, esto es un tormento. Es como esa tortura china del agua, solo
que más cruel.
—Mamá tiene el síndrome de abstinencia. Anoche nos quedamos sin café.
—Oh, oh... —dije al tiempo que miraba a Cookie con una sonrisa.
Se sentó junto a la encimera conmigo mientras Amber hurgaba en las
alacenas en busca de galletas Pop-Tart.
—Ah, olvidé decírtelo —comentó Cookie—. Amber quiere que tu padre
consiga una máquina de teriyaki para poder cantarles algo a los solitarios
parroquianos del bar.
—Se me da bien cantar, mamá. —Solo alguien de doce años sería capaz de
conseguir que la palabra «mamá» sonara como una blasfemia.
Me incliné hacia Cookie.
—¿Sabe Amber que no se llama as...?
—No —respondió ella en un susurro.
—¿Piensas decírselo?
—No. Así es mucho más divertido.
Me reí por lo bajo, y luego recordé que Cookie había tenido una cita en el
médico el día anterior.
—¿Qué tal te fue con el médico? ¿Alguna nueva enfermedad incapacitante
que deba conocer?
—No, aunque he reafirmado mi respeto por el gel lubricante.

—¡Ya ha llegado Fiona! —exclamó Amber, que guardó el teléfono móvil y
salió disparada hacia la puerta. Luego regresó a la carrera, le dio un beso a su
madre y otro a mí (en la mejilla sana), y volvió a salir pitando.
Cookie la siguió con la mirada.
—Es como un huracán metanfetamínico.
—¿Has pensado en el Valium? —le pregunté.
—¿Para ella o para mí? —Soltó una carcajada y se acercó a la cafetera—. La
primera taza para mí.
—¿Cuándo no lo es? Bueno, ¿qué te dijo el médico? —A Cookie no le
gustaba hablar sobre ello, pero había padecido un cáncer de mama que había
estado a punto de ganarle la partida.
—No lo sé —respondió con un gesto de indiferencia—. Me ha enviado a
otro médico, una especie de gurú de la comunidad médica.
—¿En serio? ¿Cómo se llama?
—Doctor... Mierda, no me acuerdo.
—Ah, ese... —Esbocé una sonrisa—. ¿Y es bueno?
—Supuestamente. Creo que inventó los órganos internos o algo así.
—Bueno, eso es una suerte.
Sirvió dos tazas y volvió a sentarse a mi lado.
—Estoy bien. —Añadió leche y azúcar a su café—. Creo que mi médico solo
quiere cerciorarse de que la historia no vuelve a repetirse.
—Es cauto —señalé mientras removía el café de mi taza—. Agradezco esa
cualidad en las personas, sobre todo en las que tienen la vida y la muerte en sus
manos.
—No quiero que te preocupes. Hacía muchos años que no me sentía tan
bien. Creo que tú me mantienes joven. —Me guiñó un ojo por encima del borde de
la taza.
Después de dar un largo sorbo, le pregunté:

—¿No es ese el trabajo de Amber?
Cookie soltó un resoplido.
—Amber aprovecha cualquier oportunidad para recordarme lo vieja y lo
poco interesante que soy. «No te pareces en nada a Charley», me dice. Demasiado
a menudo. Creo que está casi convencida de que fuiste tú quien puso la luna en el
cielo.
—Me alegra que alguien piense eso —señalé al tiempo que enarcaba las
cejas.
—Vaya —replicó ella mientras soltaba la taza de café—. ¿Es que has tenido
otro encontronazo con ese rastreador macizorro?
Me recliné en la silla, molesta por el mero hecho de que él saliera a relucir en
nuestra conversación. Y en mi propio apartamento, nada menos.
—Es un imbécil.
—Así que la respuesta es sí —dijo Cookie, cuyo rostro empezó a iluminarse.
Estaba bastante encaprichada con Garrett. Y eso resultaba... perturbador—. Venga,
desembucha. —Se inclinó para acercarse más—. ¿Qué dijo? ¿Tuvisteis unas
palabritas? ¿Llegasteis a las manos? ¿Un polvo furioso?
—Puaj —exclamé arrugando la nariz—. No me acostaría con él ni aunque
fuera el último rastreador del planeta.
—Entonces, ¿qué ocurrió? Tienes que contármelo. —Me agarró el cuello de
la camisa con la mano libre. Intenté no echarme a reír—. ¿Cuándo te has dado
cuenta de que vivo la vida indirectamente a través de ti?
—¿Eso es lo que haces?
—Pues claro. —Me alisó el cuello de la camisa y volvió a coger la taza de
café—. Tengo una hija preadolescente. No sé lo que es la vida social. No hay nada
en mi agenda que no esté relacionado con el Disney Channel. Y en lo que se refiere
al sexo... —Hizo un gesto dramático con la mano—. De eso mejor ni hablar. No he
mantenido relaciones sexuales con algo que no tenga pilas desde hace años.
Necesito todos los detalles, Charley.
En cuanto me recobré del comentario sobre las pilas, le dije:

—Traté de concertarte una cita con Dave Repartos.
—¿El chico del pan? —Lo pensó y compuso una mueca—. Supongo que
podría ser peor.
Se me escapó una risotada, y ella sonrió.
—Bueno, ¿piensas contarme lo que ocurrió anoche o no? —preguntó.
—Ah, sí, lo de anoche. —Le conté lo que había ocurrido con el capullo del
marido de Rosie, y le aseguré que me había encargado de que Rosie volara fuera
del país, a un lugar seguro. Luego le hablé de mi mañana con el otro capullo,
Garrett, el rastreador escéptico. Y luego le narré el horrible momento que había
pasado con la hermana de Elizabeth. Por último le conté la mejor parte. La parte de
Reyes.
—Así que Reyes, ¿eh?
—Sí.
Soltó una carcajada.
—¿Podrías repetir eso con un suspirillo más?
Sonreí y unté una capa de crema de queso y fresas sobre un panecillo de
arándanos, lo que me libraba de mi ración diaria de frutas, lácteos y cereales de
una sola tacada.
—La primera y única vez que lo vi fue la noche que estuve con Gemma en
South Valley.
—¿Qué noche? —Un instante después, los ojos de Cookie se abrieron como
platos—. ¿Hablas en serio?
—En serio. Si no me equivoco, se trata de él.
Ella conocía la historia. Se la había contado una docena de veces. Por lo
menos. Puesto que Cookie se había quedado sin habla, volví a repasar lo que sabía
de Reyes. Aunque, por desgracia, no era mucho.
La única vez que lo vi, estaba en primero de secundaria y la psicópata de mi
hermana Gemma iba al último curso. Fiel a sus costumbres, Gemma estaba
intentando graduarse con un semestre de antelación para poder empezar la

facultad a pleno rendimiento; pero para graduarse antes de tiempo debía realizar
un proyecto de clase que era demasiado gallina para llevar a cabo sola. Y ahí era
donde entraba Charlotte Davidson, la superhermana, santa y realizadora de
proyectos.
Aunque no sin quejas, que conste. Por extraño que parezca, podía recordar
nuestra conversación como si la hubiésemos mantenido el día anterior. Sin
embargo, habían pasado doce años desde aquella noche terrible y hermosa. Una
noche que nunca olvidaría.
—Si quieres saber mi opinión —le había dicho a través de la bufanda roja
que me cubría la nariz y la boca—, no merece la pena morir por ningún proyecto,
ni siquiera por los diez puntos extra en créditos que conlleva.
Gemma se volvió hacia mí y bajó la cámara de mi padre para apartarse un
rizo rubio de la cara. El frío de aquella medianoche de diciembre le añadía un
brillo metálico a sus ojos azules.
—Si no consigo esos créditos —dijo, y su aliento formó una nube de vaho en
el aire congelado—, no podré graduarme antes de tiempo.
—Lo sé —repliqué, intentando no parecer demasiado molesta—. Pero, en
serio, si muero dos semanas antes de Navidad, regresaré de entre los muertos para
atormentarte. Durante toda tu vida. Y, créeme, sé muy bien cómo hacerlo.
Gemma hizo un gesto despreocupado antes de volver a tomar fotografías de
Albuquerque. Las luminarias alineadas a lo largo de las aceras y los edificios
proyectaban siniestras sombras en las calles desiertas. Para el final que debía
despertar la conciencia comunitaria, Gemma optó por hacer un vídeo. Quería
filmar la vida en las calles del Southside. Chicos problemáticos en busca de
aceptación. Drogadictos en busca del siguiente chute. Gente sin hogar en busca de
cobijo y comida.
Hasta el momento, lo único que había conseguido grabar era a un chico
dándose un trastazo con un monopatín en Central y a una prostituta pidiendo un
refresco en Macho Taco.
Ya había pasado nuestra hora de regresar a casa, pero seguíamos a la
espera, acurrucadas en las sombras de una escuela abandonada, temblando y
haciendo lo posible por resultar invisibles. Los miembros de las bandas no habían
dejado de importunarnos, ya que querían saber qué hacíamos allí. Habíamos
estado cerca del desastre dos veces, y yo había conseguido un par de números de

teléfono, pero en general la noche había sido bastante tranquila. Probablemente
porque la temperatura estaba por debajo de cero grados centígrados.
En cierto momento me di cuenta de que había un chico acurrucado bajo las
escaleras de la escuela. Llevaba una camiseta más o menos blanca y unos vaqueros
sucios. Aunque no tenía abrigo, no temblaba de frío. A los difuntos no les afecta el
frío.
—Hola —dije mientras me acercaba.
Él levantó la vista con la sorpresa pintada en la cara.
—¿Puedes verme?
—Claro.
—Nadie puede verme.
—Bueno, pues yo sí. Me llamo Charley Davidson.
—¿Como las motos?
—Algo parecido —contesté con una sonrisa.
—¿Por qué brillas tanto? —inquirió al tiempo que entrecerraba los
párpados.
—Soy un ángel de la muerte. Pero no te preocupes, no es algo tan malo
como parece.
Sus ojos se llenaron de miedo de todas formas.
—No quiero ir al infierno.
—¿Al infierno? —Me senté a su lado e ignoré los suspiros molestos de
Gemma, a quien le cabreaba que estuviera hablando sola otra vez—. Créeme, cielo,
si tuvieras una cita con la encarnación del mal, no estarías aquí en estos momentos.
El alivio inundó sus expresivos ojos.
—Bueno, ¿pasabas por aquí o qué? —le pregunté.
No me costó mucho descubrir que era un chico de trece años, miembro de
una banda, que había muerto recientemente. Se llamaba Angel, y había recibido un

disparo de una nueve milímetros en el pecho durante un paseo en coche. Él
conducía. A mis ojos, su redención llegó cuando descubrí que no tenía ni la menor
idea de que la intención de su amigo era matar a todo hijo puta que se colara en su
territorio hasta que las balas empezaran a volar. En un intento por detener a su
colega, Angel había estrellado el coche de su madre y luego había forcejeado con
su amigo por la pistola. Al final, fue la única persona que murió aquella noche.
Mientras me mantenía ocupada dándole una charla a Angel sobre las
virtudes de los chalecos antibalas, la escena que tenía lugar en una ventana
distante llamó mi atención. Salí de las sombras para verla mejor. Un fuerte
resplandor amarillo iluminaba la cocina de un pequeño apartamento, pero no era
aquello lo que había llamado mi atención. Al principio me pregunté si la vista me
había jugado una mala pasada. Parpadeé unas cuantas veces, volví a enfocar y
luego contuve el aliento mientras el horror trepaba por mi columna vertebral.
—Gemma —susurré.
El impertinente «¿Qué?» de mi hermana fue seguido de inmediato por una
exclamación ahogada. Ella también lo vio.
Un hombre que llevaba puestos unos calzoncillos y una camiseta mugrienta
tenía a un adolescente atrapado contra la pared. El chico arañaba la mano que le
apretaba la garganta mientras un puño seboso se abalanzaba hacia él. Le dio en la
mandíbula con tanta fuerza que su cabeza voló hacia atrás y se estrelló contra la
pared. Se quedó inmóvil, pero solo durante un instante. Después, levantó las
manos a ciegas para defenderse de los ataques. Por una efímera fracción de
segundo, la mirada desorientada del chico se clavó en la mía. Justo antes de que el
hombre lo golpeara de nuevo.
—Ay, Dios mío, Gemma, ¡tenemos que hacer algo! —grité. Corrí hacía la
abertura de la malla metálica que rodeaba la escuela—. ¡Tenemos que hacer algo!
—¡Charley, espera!
Sin embargo, yo ya había atravesado la valla y corría hacia el apartamento.
Levanté la mirada a tiempo para ver que el hombre luchaba con el chico sobre la
mesa de la cocina.
La escalera que conducía al apartamento no estaba iluminada. Subí los
escalones a trancas y barrancas antes de empujar la puerta cerrada sin ningún
éxito. Una ventanilla similar a las de las oficinas de correos permitía vislumbrar un
pasillo oscuro y desierto.

—¡Charley! —Gemma estaba de pie en la calle, al lado del apartamento.
Puesto que la ventana estaba situada a cierta altura, había tenido que alejarse un
poco para ver lo que ocurría—. ¡Date prisa, Charley! ¡Lo está matando!
Corrí hasta ella, pero no pude ver al chico.
—Lo está matando —repitió.
—¿A dónde han ido?
—No sé. A ningún sitio. No han ido a ninguna parte —dijo, aturullada por
las emociones—. Cayó. El chico cayó y el hombre...
Hice lo único que se me ocurrió. Corrí de nuevo hasta la escuela
abandonada y cogí un ladrillo.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió Gemma cuando atravesé la verja y me
acerqué a ella a la carrera.
—Conseguir que nos maten, seguramente —respondí mientras apuntaba—.
O peor aún, que nos castiguen sin salir.
Gemma permaneció apartada mientras yo lanzaba el ladrillo hacia la
ventana de la cocina. El enorme cristal se hizo pedazos, pero aguantó durante un
agonizante momento, como si el impacto lo hubiera pillado desprevenido. Un
instante después, el estruendo de los cristales rotos que caían en la acera rompió el
silencioso ambiente nocturno. El hombre apareció de inmediato.
—¡Voy a llamar a la policía, pedazo de cabrón! —Traté de sonar lo bastante
convincente como para asustarlo.
El tipo nos fulminó con la mirada; la furia retorcía los rasgos de su rostro.
—Malditas zorritas... Pagaréis por esto.
—¡Corre! —Los instintos entraron en juego. Agarré el brazo de Gemma—.
¡Corre!
Aunque mi hermana intentó dirigirse calle abajo, la arrastré hacia el mismo
edificio de apartamentos del que queríamos escapar.
—¿Qué haces? —preguntó a gritos; el miedo había agudizado su tono de
voz—. Tenemos que llegar hasta el coche.

Busqué el refugio de las sombras. Arrastré a Gemma hasta la estrecha calleja
que separaba el edificio de apartamentos y una tintorería.
—Podemos atravesar el arroyo. Será más rápido.
—Está demasiado oscuro.
El corazón me palpitaba en los oídos mientras sorteaba cartones y ajadas
cajas de madera. El frío ya no era un problema. No sentía nada excepto la
necesidad de ayudar. De salvar a aquel chico.
—Tenemos que encontrar un teléfono —dije—. Hay un pequeño
supermercado al otro lado del arroyo.
Cuando salimos del callejón nos encontramos otra verja metálica que nos
bloqueaba el paso.
—¿Y ahora qué? —gimió Gemma, tan servicial como siempre.
El arroyo seco estaba al otro lado, y el supermercado un poco más allá. Tiré
de mi hermana mientras examinaba la verja en busca de algún agujero. A pesar de
la luz de emergencia que había en la parte de atrás de la tintorería, no dejamos de
tropezarnos y resbalarnos en aquel suelo congelado e irregular.
—Charley, espera.
—Tenemos que conseguir ayuda. —Era lo único que me importaba.
Tenía que ayudar a aquel chico. No había presenciado tanta violencia en
toda mi vida. La adrenalina y el miedo habían llevado la bilis hasta la parte
posterior de mi garganta, así que tragué saliva con fuerza y di una profunda
bocanada de aire frío para calmarme.
—Espera, espera. —El ruego jadeante de Gemma consiguió por fin que
aminorara el paso—. Creo que es él.
Me detuve y me di la vuelta. El chico estaba de rodillas al lado de un
contenedor; se sujetaba el vientre mientras su cuerpo se convulsionaba entre
arcadas secas. Me dirigí hacia él. Aquella vez fue Gemma quien me agarró del
brazo y luchó por mantener el equilibrio mientras arrastraba los pies detrás de mí.
Cuando llegamos hasta él, el chico intentó ponerse en pie, pero había
recibido una paliza brutal. Débil y tembloroso, volvió a caer de rodillas y apoyó un

brazo en el contenedor. Los largos dedos de la otra mano se enterraron en la
gravilla del suelo mientras intentaba recuperar el aliento con enormes bocanadas
de aire frío. Solo llevaba una camiseta fina y unos pantalones grises de chándal.
Debía de estar congelándose.
Con un nudo de compasión en el pecho, me arrodillé a su lado. No sabía
qué decir. El chico respiraba de manera rápida y superficial. Sus músculos,
contraídos por el dolor, se marcaban bajo la piel de sus brazos, donde pude
apreciar el sutil relieve de un tatuaje. Un poco más arriba, el cabello, oscuro y
abundante, se rizaba por encima de la oreja.
Gemma levantó la cámara a la altura de su cuello para iluminar los
alrededores. El chico alzó la vista. Entornó los párpados para protegerse de la luz y
levantó una mano sucia para cubrirse los ojos.
Y tenía unos ojos increíbles. De un maravilloso color castaño rico y oscuro,
con motas verdes y doradas que resplandecían bajo la luz. Un reguero oscuro de
sangre recorría uno de los costados de su cara. Parecía uno de esos guerreros de las
películas que emiten por la noche, un héroe que se había lanzado a la batalla a
pesar de que las probabilidades en su contra eran abrumadoras. Por un momento
me pregunté si me había equivocado y aquel chico estaba en realidad muerto, pero
luego recordé que Gemma también lo había visto.
Parpadeé un par de veces antes de preguntar:
—¿Te encuentras bien? —Era una pregunta estúpida, pero fue la única que
se me ocurrió.
Me miró fijamente durante un buen rato, volvió la cabeza para escupir
sangre en la oscuridad y luego me miró de nuevo. Era mayor de lo que había
pensado al principio. Diecisiete años, quizá dieciocho.
Intentó ponerse en pie una vez más. Me incorporé de un salto para
ayudarlo, pero él se alejó para evitar que lo tocara. Pese a la abrumadora y casi
desesperada necesidad de ayudarlo, di un paso atrás y me limité a observar sus
esfuerzos para levantarse.
—Tenemos que llevarte a un hospital —dije en cuanto lo consiguió.
Me parecía lo más lógico, pero el chico me miró con una mezcla de
hostilidad y recelo. Aquella fue mi primera lección sobre la irracionalidad de la
población masculina. Escupió de nuevo antes de encaminarse hacia el callejón que

acabábamos de atravesar utilizando como apoyo la pared de ladrillos.
—Mira —dije mientras lo seguía por la calleja. Gemma se había agarrado
con todas sus fuerzas a mi abrigo y me daba tirones de vez en cuando. Era
evidente que no deseaba continuar, pero la arrastré conmigo de todas formas—,
nosotras vimos lo que ocurrió. Tenemos que llevarte a un hospital. Nuestro coche
no está lejos.
—Largaos de aquí —dijo él al final con una voz grave teñida de dolor. Se
encaramó a una caja con mucho esfuerzo para agarrarse al alféizar de una ventana.
Su cuerpo esbelto y musculoso temblaba visiblemente cuando se alzó para echar
un vistazo al interior del apartamento.
—Pero ¿vas a volver ahí dentro? —pregunté, alucinada—. ¿Estás loco o
qué?
—Charley —susurró Gemma a mi espalda—, quizá sería mejor que nos
fuésemos.
Como era de esperar, no le hice ni caso.
—Ese hombre ha intentado matarte.
El chaval me miró con furia antes de volverse de nuevo hacia la ventana.
—¿Qué parte de «Largaos de aquí» no has entendido?
Vacilé, lo admito. Pero no quería ni imaginarme lo que ocurriría si él
regresaba a aquel apartamento.
—Voy a llamar a la policía.
Volvió la cabeza a toda velocidad. Haciendo gala de una impresionante
agilidad, como si se hubiera librado de los efectos de la paliza de repente, saltó
desde las cajas y aterrizó con soltura delante de mí.
Me puso una mano sobre la garganta, aunque solo con la fuerza suficiente
para hacerme saber que estaba allí, y me empujó contra la pared de ladrillos del
edificio. Se limitó a mirarme durante un buen rato. Su rostro mostraba un millón
de emociones. Ira. Frustración. Miedo.
—Eso sería una muy mala idea —dijo al final. Era una advertencia. Su voz
suave tenía un marcado tinte desesperado.

—Mi tío es poli, y mi padre lo era. Puedo ayudarte. —Su cuerpo irradiaba
calor, y de pronto comprendí que debía de tener fiebre. Estar en medio de aquel
ambiente gélido en camiseta no podía ser bueno.
Mi audacia pareció desconcertarlo. Estuvo a punto de echarse a reír.
—Cuando necesite la ayuda de una mocosa de Heights, te lo haré saber.
La hostilidad de su tono echó por tierra mi determinación, pero solo por un
instante. Me recobré enseguida y volví a la carga.
—Si entras ahí otra vez, llamaré a la policía. Hablo en serio.
Apretó los dientes a causa de la frustración.
—Solo conseguirías empeorar las cosas.
Negué con la cabeza.
—Lo dudo mucho.
—No sabes nada sobre mí. Ni sobre él.
—¿Es tu padre?
Titubeó y me miró con expresión impaciente, como si tratara de decidir cuál
era la mejor manera de librarse de mí. Luego tomó una decisión. Lo vi en su rostro.
Sus rasgos se volvieron más siniestros. Dio un paso hacia delante, apretó su
cuerpo contra el mío y se inclinó para susurrarme al oído:
—¿Cómo te llamas?
—Charley —respondí.
De pronto tenía miedo, demasiado para no responder. Intenté añadir el
Davidson, pero él me bajó la bufanda para verme mejor la cara, y mi apellido salió
en una mezcla aturullada que se pareció más a...
—¿Holandesa? —inquirió al tiempo que fruncía el ceño.
Aquel chico era lo más hermoso que había visto en mi vida. Firme, fuerte y
feroz. Y vulnerable.

—No —repliqué en un susurro mientras él deslizaba los dedos hacia abajo y
me rozaba el pecho sin muchos disimulos—. Davidson.
—¿Te han violado alguna vez, Holandesa?
Sabía que solo quería darme un susto de muerte, sin embargo, eso no
suavizó el impacto de la pregunta. Me quedé sin habla y completamente
aterrorizada. Intenté resistir el impulso de huir, traté de mantenerme en mis trece,
pero resulta difícil ignorar el instinto de supervivencia. Eché una rápida miradita a
Gemma en busca de ayuda, aunque no me sirvió de nada. Mi hermana nos miraba
con la boca abierta y los ojos desorbitados; sujetaba la cámara como si aún fuera
una cuestión importante, y de algún modo consiguió no grabar ni un solo instante
en la cinta.
—No —contesté sin aliento.
Su mejilla rozó la mía mientras su mano me apresaba de nuevo la garganta.
Cualquiera que pasara cerca nos tomaría por amantes que coqueteaban en la
oscuridad.
Introdujo una rodilla entre mis piernas para separármelas y consiguió
acceso a la zona más íntima de mi cuerpo. Jadeé ante aquel contacto mientras él
introducía la mano libre entre mis piernas, y supe de inmediato que estaba a punto
de perder la cabeza. Le sujeté la muñeca con ambas manos.
—Para, por favor.
Se detuvo, pero dejó los dedos en mi entrepierna. Coloqué una mano sobre
su pecho y lo empujé con delicadeza para animarlo a soltarme.
—Por favor.
El chico retrocedió y me miró a los ojos.
—¿Te irás?
—Me iré.
Siguió mirándome a los ojos un buen rato más, y luego levantó los brazos
para apoyarlos en la pared de ladrillos, a ambos lados de mi cabeza.
—Vete —dijo con aspereza.

No era una sugerencia. Me agaché para pasar bajo sus brazos y eché a correr
antes de que cambiara de opinión, arrastrando a Gemma conmigo.
Cuando empezamos a rodear el edificio, me di la vuelta y me detuve. El
chico se había subido a una caja y se había sentado encima para mirar por la
ventana. Apoyó la cabeza en la pared con un suspiro abatido, y fue entonces
cuando comprendí que no pensaba volver a entrar en el apartamento. Solo quería
vigilar aquella ventana. Me pregunté a quién habría dejado dentro.
Lo descubrí dos días después, cuando hablé con la furiosa casera. La familia
del 2C se había marchado en mitad de la noche y le había dejado a deber dos
meses de alquiler y la carísima reparación del cristal de la ventana. Cuando por fin
conseguí que dejara de darme la tabarra con sus cuantiosas pérdidas económicas,
me contó que había oído a un anciano llamar al chico Reyes. Ya tenía su nombre.
Sin embargo, aún quedaba por saber a quién había dejado dentro. La casera me lo
contó.
Una hermana. Había dejado dentro a una hermana. A solas con un
monstruo.
—No puedo creerlo —dijo Cookie, arrastrándome de nuevo al presente—.
¿Crees que está... ya sabes, muerto?
Cookie había descubierto mucho tiempo atrás que yo podía ver a los
muertos. Y nunca lo había utilizado en mi contra.
—Eso es lo más extraño —dije—. No lo sé. No he experimentado nada
parecido en toda mi vida. —Consulté mi reloj—. Mierda, tengo que ir a la oficina.
—Sí, es una buena idea. —Se echó a reír por lo bajo—. Estaré allí en un
santiamén.
—Vale, vale —repliqué antes de cruzar el umbral y hacer un gesto de
despedida con la mano—. Te veré dentro de un momento. ¡Proteja el fuerte, señor
Wong!


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Mensaje por mariateresa Miér 20 Sep - 17:17

5


Jenio.
(Camiseta)


Mientras recorría los quince metros del callejón que conducía a la entrada
posterior del bar de mi padre, consideré los posibles motivos por los que aquellos
tres abogados se habían quedado atrás y no habían avanzado hacia la luz. Mis
cálculos (con un margen de error del doce por ciento y basados en el radio
correspondiente al intervalo de confianza y en las advertencias quirúrgicas
generales) concluyeron que lo más seguro era que no se hubieran quedado en
tierra por los tacos.
Me tomé un momento para guardar las gafas de sol en el bolso de piel y
permitir que mis ojos se acostumbraran a la penumbra del bar. Por decirlo
suavemente, el bar de mi padre era un lugar extraordinario. La sala principal tenía
el techo de una catedral, con oscuros paneles de madera que cubrían todas las
superficies disponibles. Y dichos paneles estaban ocultos casi en su totalidad por
medallas, insignias y cuadros enmarcados, recordatorios honoríficos de los éxitos
en el cumplimiento del deber. Desde la entrada trasera, la barra quedaba a la
derecha; en la parte central había mesas redondas con sillas, y varias mesitas altas
de taberna se alineaban junto a las paredes. Sin embargo, lo más glorioso del lugar
era la obra de arte centenaria de hierro forjado que rodeaba la sala principal como
una antigua corona. Formaba una espiral alrededor y concentraba la atención en la
pared occidental, donde se erguía, alto y orgulloso, un magnífico ascensor de
hierro forjado, de esos que solo se ven en las películas y en los hoteles muy
antiguos. Uno de esos ascensores que muestran todos sus engranajes y poleas para
el disfrute de la audiencia. El tipo de ascensor que tarda una eternidad en subir a la
planta superior.
Mi despacho de detective privado ocupaba la mayor parte de la primera
planta y tenía entrada independiente en uno de los lados del edificio, una
pintoresca escalera de estilo Nueva Inglaterra. Sin embargo, dudaba de mi
capacidad para poder subir dicha escalera sin sufrir un dolor innecesario. Y puesto
que catalogaba todos los dolores como innecesarios, decidí coger el ascensor del
bar a pesar de sus limitaciones.
La voz de mi padre llegó flotando hasta mis oídos y esbocé una sonrisa. Mi

padre era como la lluvia en un desierto abrasador. Durante mi infancia, evitó que
me secara y me marchitara por dentro. Algo que habría sido asqueroso.
Me adentré en el bar y localicé su figura alta y delgada sentada a una mesa
en compañía de mi malvada madrastra y mi no-hermanastra mayor. Si mi padre
era la lluvia, ellas eran los escorpiones, y había aprendido mucho tiempo atrás que
debía mantenerme alejada de su presencia. Mi verdadera madre murió cuando
nací (tuvo una hemorragia mortal al darme a luz, algo que nunca ha formado parte
de mis recuerdos favoritos), y papá se casó con Denise antes de que yo llegara a
cumplir un año. Sin pedirme mi opinión al respecto. Denise y yo jamás llegamos a
llevarnos bien.
—Hola, cielo —dijo mi padre mientras volvía a ponerme las gafas de sol
para intentar pasar de largo sin que me vieran. A decir verdad, no tengo claro por
qué creí que las gafas me ayudarían a pasar desapercibida.
Estaba a punto de enfadarme por haber sido descubierta cuando comprendí
que jamás lo habría conseguido. El viejo ascensor hacía más ruido que un enorme
Chevy antiguo, y subía a paso de tortuga coja. Seguro que Denise habría notado
que una chica de pelo oscuro con gafas de sol empezaba a subir a su lado.
Me acerqué a la mesa que ocupaban.
—Desayuna algo —dijo mi padre—. Compartiré mi plato contigo.
Denise y Gemma le habían llevado el desayuno a papá. Al parecer, yo no
estaba invitada (menuda sorpresa), a pesar de que vivía a unos dos centímetros al
sur de la puerta de atrás.
Gemma no se molestó en levantar la vista del burrito que se estaba
zampando. El movimiento podría haberle descolocado algún pelo. Denise se limitó
a soltar un suspiro al escuchar la oferta de mi padre y empezó a cortar el burrito
para darme un trozo.
—No te molestes —le dije—. Ya he desayunado.
La mujer levantó la vista para mirarme, de lo más molesta. Yo solía causarle
aquel efecto.
—¿Qué has comido? —preguntó con un tono de voz tan afilado como una
cuchilla de afeitar.
Vacilé. Era una trampa, lo sabía. Fingía preocuparse por el contenido

nutricional de mi desayuno para hacerme creer que le importaba. Sellé mis labios a
cal y canto, ya que me negaba a caer en una emboscada tan evidente.
Sin embargo, ella me fulminó con su poderosa mirada láser y me vine abajo.
—Un panecillo de arándanos.
Denise puso los ojos en blanco con un gesto exasperado antes de volver a
concentrarse en el burrito.
Puf. Había estado cerca. ¿Quién habría imaginado que la mención de un
panecillo de arándanos pudiera irritar tanto a mi madrastra? Quizá debería haber
buscado apoyo en la crema de queso y fresas. Resultaba difícil ser una fuente
constante de decepciones para la mujer que me había criado, pero yo lo intentaba
con todas mis fuerzas, maldita sea. Denise se habría sentido decepcionada aunque
hubiera inventado la rueda. O las notas Post-it. O la médula ósea.
Mi padre se levantó de la silla para darme un beso y ahogó una exclamación
al reparar en mi mandíbula. Estaba casi segura de que Denise también se había
fijado (había visto cómo entornaba ligeramente los párpados antes de recobrar la
compostura), pero puesto que ella había decidido no decir nada, yo también había
mantenido la boca cerrada.
Me bajé las gafas con rapidez y miré a mi padre antes de negar con la
cabeza. Él se quedó callado, frunció el ceño en un gesto que decía a las claras lo
mucho que le disgustaba que no quisiera explicar nada delante de mi malvada
madrastra, y luego me dio un beso en la frente.
—Subiré dentro de un momento. —Con aquello me dio a entender que no
me libraría de darle una explicación.
—Allí estaré —repliqué mientras abría la reja del ascensor—, si tienes
suerte.
Rió por lo bajo.
Denise suspiró.
Mi madrastra nunca había tenido mucho instinto maternal. Creo que lo
gastó todo con su hija mayor y que cuando me conoció ya se había quedado sin
existencias. No obstante, sí que me leyó la cartilla en los momentos apropiados.
Fue ella quien me informó de que tenía la capacidad de atención de un mosquito;
en realidad, dijo que tenía la capacidad de atención de un mosquito con audición

selectiva. Al menos, creo recordar que me dijo eso. No le prestaba demasiada
atención. Ah, y también fue ella quien me dijo que los hombres solo querían una
cosa.
A ese respecto, debo dar gracias a los dioses de que así sea. Yo tampoco
quiero otra cosa de ellos.
Pero, a decir verdad y en defensa de mi madrastra, ¿quién podría culparla?
Tenía a Gemma. Gemma Vi Davidson. La gran Gemma Vi Davidson.
Era difícil competir con ella. Sobre todo porque Gemma y yo éramos polos
opuestos. Gemma tenía el pelo rubio y los ojos azules. Yo no.
Gemma siempre fue una estudiante de sobresaliente. Yo era una estudiante
de notables... de notables esfuerzos por darlo todo.
A Gemma le iban las ciencias; a mí, saltarme las clases.
A Gemma se le daban bien los idiomas; a mí se me daba bien el italiano
macizorro que vivía calle abajo.
Y mientras que Gemma fue a la facultad y tardó tres años y medio en
obtener una licenciatura magna cum laude en psicología, yo fui a la facultad y
tardé tres años y medio en obtener una licenciatura en sociología, solo que la mía
fue summa cum laude.
Gemma jamás me perdonó que la superara. Pero eso la impulsó a continuar
sus estudios en un interminable esfuerzo por ganar nuestra eterna lucha de
superación mutua, que es una especie de lucha por la supervivencia, solo que no
tan noble. Sin embargo, no se detuvo al conseguir el máster. Fue a por el
doctorado. Un profesor casado conocido como doctor Roland. Luego obtuvo su
propio doctorado a la edad de treinta años.
Sin duda, tendría que haberse acostado con el profesor un poco más.
Mi madrastra, su madre, tampoco me había perdonado jamás. Cuando
Gemma se graduó, los ojos de Denise estaban llenos de lágrimas de alegría.
Cuando yo me gradué, los ojos de Denise estaban más en blanco que los de una
adicta a la heroína sin problemas de presupuesto. Creo que le molestó tener que
perderse su cita de los sábados con el club de jardinería para acudir a la ceremonia.
O quizá fuera la camiseta que llevaba bajo mi flamante túnica de graduación, en la
que ponía «Jenio».

Mi padre, sin embargo, estaba orgulloso de mí. Durante mucho tiempo,
fingí que con eso me bastaba. Creía que algún día Denise se daría cuenta de que
poseía la capacidad sobrehumana de enorgullecerse de más de una persona al
mismo tiempo.
Aquel día nunca llegó. Así que, en un último intento de rebeldía, hice
exactamente lo que Denise esperaba que hiciera: decepcionarla. Otra vez. Puesto
que Denise pensaba que el lugar de una mujer estaba al frente de un aula, me
presenté a la reunión de reclutamiento que se celebraba en el campus de la
universidad y me uní al Cuerpo de Paz. Decepcionarla era mucho más fácil que
romperme los cuernos intentando no hacerlo. Y las breves miradas de reojo y los
suspiros exasperados no dolían tanto cuando eran merecidos. Por no mencionar
que empecé a trabajar con militares en muchos proyectos y, cosa sorprendente, el
ejército está lleno a rebosar de hombres uniformados. Más que suficientes para mis
necesidades, sin duda. ¡Hoo-yah!*
El ascensor llegó por fin a la planta superior y me despedí de mi padre con
la mano antes de adentrarme en el pasillo que conducía a la entrada trasera de mi
oficina. La entrada principal exterior, la que solía utilizar, daba directamente al
área de recepción, y la oficina estaba justo detrás.
Había una tercera entrada algo más complicada que implicaba el uso de la
escalera de incendios. Así que cuando vi que Garrett me esperaba en el pasillo,
apoyado en la puerta del despacho, comprendí que debía de haber saltado desde la
escalera de incendios y después se había colado por la ventana.
Presumido.
—¿Acaso no recuerdas que mi padre es un ex poli? ¿Qué haces aquí?
—pregunté con una voz brusca consecuencia del enfado.
Garrett llevaba una camiseta blanca, una chaqueta oscura y unos vaqueros
que le sentaban muy bien. Se enderezó y enarcó una ceja.
—¿Por qué has utilizado un ascensor que se desliza a la velocidad de la miel
en enero en lugar de la escalera?
Garrett estaba muy bueno, maldito fuera, con su piel oscura y sus ardientes
ojos grises, pero eso a mí ya me daba igual. Cualquier inapreciable grado de
atracción que pudiera haber sentido en algún momento por él estaba enterrado
bajo una gruesa capa de resentimiento y rencor. Y, si de mí dependía, allí se iba a
quedar.

Dejé que mi expresión irritada respondiera en mi lugar, abrí la pesada
puerta de madera de la oficina y miré a Garrett a través de los tres visitantes
difuntos que también me esperaban.
—Me alegra que te hayas unido a nosotros —le dije a Barber—. Eres mucho
más alto cuando estás de pie.
Sussman le dio a su compañero un pequeño codazo de broma mientras
Garrett entraba en mi oficina. Al parecer, se negaba a contemplar cómo hablaba
con el papel de las paredes.
—Siento haberme comportado así —dijo Barber—. Supongo que estaba un
poco perdido.
Sus disculpas me hicieron sentir culpable por no ser más... no sé, más
comprensiva. Tal vez me viniera bien desarrollar mi sensibilidad. Una vez me
apunté a una clase de control de la ira, pero el monitor acabó por sacarme de
quicio.
—No tengo ningún derecho a juzgarte —le dije al tiempo que le daba unas
palmaditas en el hombro—. Yo nunca he muerto. Al menos, no de manera oficial.
—¿Oficial? —preguntó Sussman.
—Es una larga historia.
—Ya, ya —dijo Elizabeth—. ¿Podemos entrar? Supongo que no tenemos
mucho tiempo, y quiero comerme con los ojos a ese morenazo alto y escéptico todo
lo que pueda. ¿Por qué no lo conocí ayer? Habría muerto feliz.
Sabía exactamente cómo se sentía. A mí me pasaba lo mismo con Reyes.
Entramos en la oficina, que también servía como galería de arte de una
amiga mía llamada Pari. Mis paredes estaban repletas de oscuras obras abstractas
que reflejaban la vida en el centro de la ciudad. Una de ellas era una perturbadora
imagen de una chica gótica haciendo la colada y lavando la sangre de sus mangas.
La chica se parecía a mí; era algo así como una especie de broma, ya que yo
detestaba hacer la colada. Por suerte, resultaba difícil discernir mi imagen bajo el
frenesí de grises que rodeaban la escena.
Pari también trabajaba como tatuadora en una tienda cercana. Había
diseñado el tatuaje de mi omóplato izquierdo. El del pequeño ángel de la muerte
ataviado con una vaporosa túnica y unos enormes ojos inocentes que asomaban

bajo la capucha. A Pari le encantaban las bromas.
Garrett se volvió hacia mí. Me negué a reconocer su presencia mediante un
contacto visual. En lugar de eso, colgué el bolso y puse en marcha la cafetera justo
en el momento en que Cookie aparecía en la puerta principal.
—¿Estás ahí, cielo?
—Aquí atrás —respondí—. Acabo de encender la cafetera. —Había
colocado la cafetera en la oficina con la falsa excusa de controlar la ingesta de
cafeína de Cookie. En realidad, era mi alternativa a los ambientadores florales.
—Café. Gracias a los dioses —dijo Cookie mientras abría la puerta que
separaba su oficina de la mía—. Vaya. —Vio a Garrett—. Señor Swopes, no sabía
que...
—El señor Swopes estaba a punto de marcharse —le dije con mucho
aplomo.
Garrett me miró con sorna antes de dedicarle una de sus impresionantes
sonrisas torcidas a Cookie.
Menudo cabrón.
—Madre del amor hermoso —dijo Elizabeth, quizá con demasiado
entusiasmo—. A eso es a lo que me refería.
Contuve un suspiro de impotencia y observé cómo Cookie balbucía algo
sobre papeleo y se despedía con un gesto de la mano antes de cerrar la puerta para
concedernos un poco de privacidad.
—Sé exactamente cómo se siente esa mujer —ronroneó Elizabeth.
Me dejé caer en la silla situada junto al escritorio mientras Garrett se
acomodaba en la que había frente a mí.
—¿Y bien? —pregunté.
—¿Y bien? —me imitó él.
—No has venido de visita, Swopes. ¿Qué quieres? Tengo que resolver tres
asesinatos.
Mi tono resuelto pareció hacerle gracia.

—Estaba pensando que deberíamos salir a tomar café de vez en cuando.
—Maldita sea —dijo Elizabeth—. ¿Vais a salir a tomar café? ¿Puedo mirar?
La miré con el ceño fruncido.
—No vamos a salir a tomar café.
Garrett agachó la cabeza, como si se obligara a mostrarse paciente.
—Mira —le dije, harta de su actitud—, ya te lo he dicho. Aceptar o no mi
habilidad es cosa tuya. Prefiero que no lo hagas. Ahí está la puerta. Que tengas un
buen día. Vete a la mierda.
Alzó la cabeza. Su expresión era seria, pero no enfadada, cosa que yo había
dado por hecha después de mandarlo a la mierda.
—En primer lugar —dijo con una voz cargada de exasperación—, aún no
me he acostumbrado a todo esto, señorita Vinagre. Dame un poco de tiempo.
—No.
—En segundo lugar —añadió sin perder un instante—, solo quiero hablar
contigo de ello.
—No.
—En serio, ¿cómo funciona?
—Muy bien.
—¿Ves muertos todo el rato?
—Cada dos fines de semana y en vacaciones.
—¿Están..., ya sabes, por todas partes?
—¿El culo de las ranas es impermeable? —pregunté al tiempo que me
reclinaba en la silla y apoyaba los pies sobre el escritorio, con las botas de montaña
llenas de barro y todo.
Crucé las piernas, uní las yemas de los dedos de las manos y le lancé una
mirada asesina para enfatizar mi impaciencia mientras aguardaba, atacada de los
nervios, a que Garrett tomara su decisión. Creer o no creer.

Solía llamar a aquella parte «el despertar», la parte en que la gente empieza
a preguntarse si realmente puedo ver a los muertos. En esa fase todavía tienen
dudas. La mayoría de la gente se estruja el cerebro en un intento por encontrar una
explicación, cualquiera, de cómo hago lo que hago.
Y Garrett Swopes se esforzaba por encontrar eso mismo delante de mis
propias narices. A fin de cuentas, los muertos no andan por ahí intentando
descubrir quién los ha asesinado. Los fantasmas no existen. Todo lo que yo
afirmaba era imposible.
El despertar era como una bifurcación en el camino, y el proverbial viajero
debía tomar una dirección u otra. Por desgracia, la dirección que llevaba a
Charley-ve-muertos era mucho más escabrosa que el camino más transitado y
seguro de Charley-está-chiflada. Nadie quiere quedar como un tonto. Nueve veces
de cada diez, esa única razón sirve para que la gente no se permita creer.
Garrett me devolvió la mirada durante unos segundos y luego se concentró
en mis dedos. Casi pude ver cómo giraban los engranajes de su cerebro. Después
de unos instantes, comencé a pensar que aquellos engranajes necesitaban un buen
lubricante.
—Pero ¿cómo sabías dónde encontrar el cadáver de la señora Ellery?
—preguntó al final.
—No pienso explicártelo otra vez, Swopes.
—En serio...
—No.
—¿Llevas haciendo esto desde los cinco años? —preguntó después de una
larga pausa.
Solté un resoplido.
—Veo a los muertos desde que nací. Fue mi padre quien tardó cinco años en
creerme. Pero cuando le dije dónde encontrar el cadáver de una niña desaparecida,
se dio cuenta de que podría convertirme en una gran ventaja.
—La niña Johnson —señaló Garrett.
Intenté disimular mi estremecimiento. Aquel recuerdo no era uno de mis
favoritos. De hecho me costaría muchísimo decidir cuáles son mis recuerdos

favoritos, si alguien me lo pidiera. El día del fiasco de la niña Johnson, como me
gustaba denominarlo, Denise tomó el camino transitado y seguro; decidió no
creerme y me hizo prometer que nunca volveríamos a hablar del tema. También
fue el día que comprendí que lo que hacía no era normal. Y que algunas personas,
personas muy próximas a mí, me despreciarían por ello. Por supuesto, el hecho de
que mi madrastra me abofeteara sin ton ni son delante de docenas de espectadores
tampoco consiguió que me encariñara con aquel suceso en particular.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber Sussman.
Casi había olvidado que estaban allí. Asentí de manera discreta.
—¿Sabes? —dijo Elizabeth—, creo que en realidad trata de mantener una
actitud abierta.
Fruncí el ceño con evidente incredulidad. Fue un gesto mezquino, porque
ella solo intentaba ayudar.
—¿Están aquí ahora? —inquirió Garrett.
Suspiré, ya que en realidad no deseaba su antipatía. Pero él lo había
preguntado.
—Sí.
Sacó su libreta.
—¿Puedes preguntarle a la señora Ellery cuándo es su cumpleaños?
—No.
Elizabeth dio un paso adelante.
—Es el veinte de junio.
La miré.
—Ya sabe cuándo es tu cumpleaños; solo quiere comprobar si puedo
hacerlo.
—¿No? —preguntó Garrett.
Parecía decepcionado, como si deseara que se lo dijera, como si deseara
creer. Al menos durante cinco minutos. Eran los creyentes interesados los que más

me inquietaban. Tenían la asquerosa costumbre de atizarme un puñetazo mortal
cuando menos lo esperaba.
—Díselo y ya está —me pidió Elizabeth.
—No lo entiendes —repliqué—. La gente como él nunca llega a creérselo, no
del todo. Siempre tendrá dudas. Siempre me pondrá a prueba, me pedirá
información que ya posee solo para ver si la cago. —Volví a mirar a Garrett—. Que
se joda.
—Elizabeth —dijo Sussman—, tal vez deberíamos...
—¡No! —exclamó ella, y el grito me hizo dar un respingo que atrapó por
completo la atención de Garrett—. Díselo. —Se acercó a toda velocidad al escritorio
y se inclinó hacia delante—. Necesita superar sus prejuicios y creerte. No sabe lo
que se está perdiendo. Se pasará toda la vida con esa visión unidimensional del
mundo en el que vive. No entenderá nada, no sabrá que los seres queridos a los
que pierde van a un lugar mejor, que estarán bien.
Me di cuenta de que Elizabeth ya no hablaba de Garrett. Hablaba de sí
misma.
Me puse en pie y caminé a su alrededor.
—¿Qué pasa, Elizabeth?
Estaba a punto de llorar. Vi las lágrimas que brillaban en sus ojos claros.
—Hay muchas cosas que me gustaría decirle a mi hermana, pero ella es
como él... Como yo. Yo tampoco te habría creído nunca. —Me miró con una
expresión culpable, abatida—. Lo siento, Charlotte, pero no lo habría hecho. Ni en
un millón de años. Y ella tampoco te creerá.
Una sonrisa aliviada se abrió camino en mi rostro. ¿Eso era todo? Me había
encontrado con aquel problema en multitud de ocasiones.
—Elizabeth —le dije—, de todos los problemas a los que nos enfrentamos
ahora, ese es el único que tiene una solución fácil.
Garrett observó nuestra conversación (o mejor dicho, mi conversación), pero
debo decir en su favor que su expresión permaneció serena. He pensado muchas
veces en lo ridícula que debo de parecerle a los vivos cuando hablo conmigo
misma, cuando gesticulo sin cesar o abrazo el aire que hay delante de mí. Pero no

siempre tengo elección. Si Garrett se negaba a irse, tendría que lidiar con mi
mundo. No estaba dispuesta a modificar mi comportamiento en mi propia oficina
para apaciguar su delicado sentido del decoro.
Elizabeth sorbió por la nariz.
—¿A qué te refieres? ¿Qué solución?
—Deja una nota.
—¿Una nota?
—Claro. Es lo que hago siempre. Me evita muchas explicaciones —le
aseguré al tiempo que movía el brazo a mi alrededor—. Díctame una nota y yo la
escribiré en el ordenador, aunque le pondré una fecha anterior a tu muerte, por
supuesto. Más tarde, esa nota será descubierta milagrosamente entre tus
posesiones. Una especie de carta de esas de «En caso de que me sucediera algo».
Cuéntale a tu hermana todo lo que quieras que sepa y fingiremos que la escribiste
antes de morir. Tengo incluso a un chico que puede falsificar tu firma si quieres.
—¿A quién? —inquirió Garrett.
Lo fulminé con la mirada a modo de advertencia. Lo que hacía con los
muertos no era asunto suyo.
El hermoso rostro de Elizabeth se llenó de asombro.
—Es una idea brillante. Soy abogada. Soy mucho más organizada que el
sistema decimal de Dewey. Ella se lo creerá.
—Por supuesto que se lo creerá —le dije al tiempo que le daba unas
palmaditas en la espalda.
—¿Puedo escribirle a mi esposa? —inquirió Sussman.
—Claro.
En aquel momento, todos miramos a Barber, suponiendo que él también
querría escribirle a alguien.
—Yo solo tengo a mi madre, y ya sabe lo que siento por ella —aclaró. Me
pregunté si debía sentirme feliz por eso, o si debía entristecerme que solo tuviera a
su madre.

—Me alegro —le dije—. Ojalá hubiera más gente que se tomara la molestia
de mostrar sus sentimientos.
—Ya te digo. La he odiado desde que tenía diez años, así que no podría
añadir mucho más en una carta.
Intenté ocultar mi sorpresa.
Pero él la notó de todas formas.
—El sentimiento es mutuo, puedes creerme.
—Vale. En ese caso, solo dos notas.
—Oye —dijo Elizabeth, que de pronto tenía un aire pensativo—, ¿qué día
empieza el verano?
—¿Piensas quedarte por aquí tanto tiempo? —le pregunté.
Se encogió de hombros y señaló a Garrett con un gesto de la cabeza antes de
subir y bajar sus cejas perfectas unas cuantas veces.
—Ah. —Intenté no echarme a reír—. El 20 de junio, aunque a veces...
Garrett soltó una exclamación. Elizabeth cruzó los brazos y sonrió con
satisfacción.
—Tienes razón —dijo Garrett—. Elizabeth Ellery nació el 20 de junio.
La miré con aire abatido.
—Me has tendido una trampa.
—Soy abogada —señaló, como si aquello lo explicara todo. Sí, Elizabeth me
caía muy bien.
Regresé a mi silla y me senté con mi acostumbrada aparatosidad y falta de
elegancia.
—Ella me ha engañado —le aseguré a Garrett.
Él sonrió. Pero su sonrisa era diferente. Había cambiado, y comprendí por
qué.

—No. No, no, no, no, no —dije mientras lo señalaba con el dedo—. Ni se te
ocurra empezar con toda esa mierda.
—¿Qué mierda? —inquirió él, todo inocencia y candor.
—La mierda en la que empiezas a mirarme como si yo tuviera las respuestas
a todas las preguntas del universo conocido. No las tengo. No puedo ver el futuro.
No puedo ver tu pasado. Y ten por seguro que no puedo leerte la mano, sea eso lo
que sea. No puedo...
—Pero eres una médium, ¿no?
—Colega —dije antes de inclinarme sobre el escritorio—, para tu
información, estoy tan cerca de ser una médium como de ser una zanahoria.
—Pero...
—¡Sin peros! —Tenía un serio problema con aquella palabra que empezaba
por «m». Nunca nos habíamos llevado bien. Me tapé los oídos con las manos y
empecé a canturrear por lo bajo.
—Eso es madurez y lo demás, cuento.
Tenía razón. De todas formas, le saqué la lengua antes de bajar las manos.
—Oye, tengo más preguntas que respuestas. Estoy casi segura de que mis
habilidades están más cerca de la esquizofrenia que de algo sobrenatural.
Pregúntale a cualquiera. Si fuera comestible, sería un pastel de frutas.
—Esquizofrenia —repitió él con incredulidad.
—Escucho voces en mi cabeza. ¿Cuánto se acerca eso a la esquizofrenia?
—Pero acabas de decir...
Levanté el dedo índice para hacerlo callar. Aunque quizá el dedo corazón
habría servido mejor a mis propósitos, debía explicarme antes de perder el terreno
que acababa de ganar.
—Mira, cuando la gente se encuentra en la posición en la que tú estás ahora,
cuando están a punto de creer en lo que soy capaz de hacer, utiliza todos sus
recursos. Me interrogan, me hacen preguntas estúpidas. Quieren saber dónde
ocurrirá el próximo terremoto o cuál será el número ganador de la lotería. En serio,

¿has visto alguna vez un titular que diga «Médium gana la lotería»? No soy una
médium. Ni siquiera sé si existen los médiums, joder.
—Dile lo que eres —intervino Elizabeth con cierto nerviosismo mientras
Garrett ojeaba su libreta.
Le dirigí una de esas miradas desesperadas de «Cállate o muere». No
obstante, no sirvió de nada. Seguramente porque ya estaba muerta.
—En serio —añadió—. Díselo sin más. Ahora empieza a creerte. Pensará
que es algo asombroso.
—No, no pensará eso —susurré con los dientes apretados, olvidando que yo
era la única persona en la estancia que podía oírla.
—«Persona sensible a cosas que están más allá del rango natural de
percepción.» —Garrett levantó la vista para mirarme—. Es la definición de
médium.
—Ah, vale, de acuerdo. Tal vez —dije—. Pero aun así, detesto esa palabra. Y
sus implicaciones.
—Me parece bien —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Y qué es lo que no
pensaré?
—Que es algo asombroso.
—¿El qué? ¿Tu habilidad?
—No exactamente.
—¿Qué, entonces?
¿Qué, entonces? Si de verdad deseaba saberlo, le daría con toda la enchilada
en las narices. Después de todo, estaba en racha. ¿Por qué parar? Ni siquiera mi
padre o mi tío Bob sabían con exactitud lo que era en realidad. Además, como me
daba igual lo que Garrett pensara de mí...
—Vale —le dije con tono desafiante—. Te lo contaré todo. ¿Te marcharás si
lo hago?
Después de un instante, mostró su acuerdo con un asentimiento de cabeza
casi imperceptible.

—Soy... Soy una especie de... Soy algo así como un... Mierda. —Apreté los
dientes y lo solté sin más—: Soy un ángel de la muerte. Bueno, en realidad, el ángel
de la muerte.
Ahí quedaba eso. Lo había dicho. Había puesto mis cartas sobre la mesa,
aclarado las cosas, desnudado mi alma, y todo ello sin dejarme ningún cliché. Pero
él ni se inmutó. No se echó a reír. No se levantó de un salto de la silla ni corrió
hacia la puerta. De hecho, no se movió. Ni un milímetro. Me pregunté si aún
respiraba, pero luego lo entendí todo. Aquella era su cara de póquer. Sus ojos
grises se clavaron en los míos mientras aguardaba su reacción, pero no iba a haber
ninguna. Tuve que admitirlo: su cara de póquer era bastante buena. No tenía ni la
menor idea de qué pensaba.
—Me parece que te cree —dijo Elizabeth, que se inclinó hacia delante para
observarlo con detenimiento antes de volver a mirarme.
Compuse mi expresión con muchísimo cuidado, de manera que ella no
tuviera más remedio que apreciar el escepticismo que sentía en cada uno de los
rasgos de mi cara.
—¿Cómo funciona eso? —preguntó Garrett al final.
Volví a concentrar mi atención en él.
—Dijiste que te marcharías.
—Si... —contraatacó— me lo contabas todo.
Maldición.
—Vale, así que quieres saber cómo funciona. Pues no tengo ni idea, joder.
Funciona y ya está.
—Lo que quiero saber es qué haces.
—Ah. Ayudo a la gente a cruzar.
—¿A cruzar?
—¿A cruzar al otro lado?
Me pregunté hasta dónde llegaba su supuesta ignorancia.
—¿Cómo?

Era persistente, eso no había forma de negarlo.
—Perdona. —Me puse en pie, acerqué mi versión de oficina de un sofá de
dos plazas, y luego volví a sentarme. Los abogados se aproximaron, ya que
también deseaban escuchar todos los detalles de la historia—. ¿Queréis tomar
asiento, chicos? Me pone de los nervios que revoloteéis así.
—Ah, por supuesto —dijeron antes de apretujarse en el sofá.
Tuve que contener una risotada.
—¿Cómo? —repitió Garrett.
De vuelta al tercer grado. Dejé escapar un largo suspiro mientras
consideraba lo que iba a contarle. Todo aquello podría utilizarse como munición en
mi contra. Ya me había ocurrido antes, con gente en la que confiaba mucho más
que en Garrett. Aun así, habíamos llegado bastante lejos.
—En esencia —dije, exagerando la renuencia de mi tono de voz—, intento
ayudarlos a averiguar por qué no han cruzado. Y luego los guío hasta la luz.
—¿Qué luz?
—La luz. La única luz que conozco —repliqué, echando mano de las tácticas
de evasión y fuga que había aprendido de un teniente con el que salía en la
facultad.
—Venga —dijo él, impertérrito—. ¿Qué luz?
Titubeé. Había cierta información que era más sagrada que otra. Partes
reservadas tan solo a los difuntos. Además, contarle todo lo que hacía no serviría
para que me creyera. En todo caso, le haría salir pitando hacia la puerta. Aunque
bien pensado...
—Yo —dije con una pizca de merecida arrogancia al tiempo que alzaba la
barilla.
Me sentí como si estuviera de nuevo en el colegio, suplicándoles a los
abusones que me desafiaran.
—¿Tú? —preguntó Garrett tras pensárselo un momento.
—Yo —repetí, casi con la misma arrogancia. Adelante, señor Escéptico,

alégrame el día. Desafíame. Demuestra que estoy equivocada. Demuestra lo
indemostrable—. Al parecer, soy muy brillante.
De pronto me di cuenta de lo que había hecho. Había dicho demasiado.
Había permitido que mi orgullo entrara en juego y había acabado haciendo un
casting para Girls Gone Wild. Qué desastre.
Garrett se reclinó en la silla y dejó que su mirada recorriera todas las partes
de mi cuerpo que quedaban a la vista antes de volver a clavarse en mis ojos.
—Y los ayudas a averiguar por qué no han cruzado...
Ya no había forma de escabullirse de aquella maldita conversación. No era
de extrañar que el orgullo estuviera incluido en los siete pecados capitales.
—Sí —contesté.
—Y luego los guías hacia la luz.
—Sí.
—Que eres tú.
—Sí.
—Entonces, cuando crucemos —dijo Sussman—, ¿lo haremos a través de ti?
Lo miré de reojo. Supuse que lo asustaba el concepto (un concepto que
podría haberse considerado sacrílego en un millón de planetas diferentes), pero
parecía fascinado.
—Sí, cruzaréis a través de mí. Soy el ángel de la muerte —dije a modo de
explicación.
—¡Vaya! —intervino Barber—. Creo que eso es lo más guay que he
escuchado en todo el día.
—Tú eres un portal —dijo Garrett.
Me encogí de hombros.
—Supongo que esa es una de las formas de verlo.
Una sonrisa intrigada se extendió por su rostro mientras me estudiaba, una

sonrisa que me puso los nervios de punta.
—Le gustas mucho —dijo Elizabeth.
Hice caso omiso del comentario y consulté mi reloj.
—Mierda, mira qué hora es.
¿Dónde narices estaba el tío Bob?
—Así que los espíritus que no pueden cruzar se limitan a vagar por la tierra
y a caminar entre nosotros sin ninguna otra preocupación en el mundo, ¿no?
—inquirió Garrett, que no estaba dispuesto a dejar el interrogatorio.
Suspiré. Aquello podría durar días.
—No. Existen en el mismo tramo de tiempo y espacio, aunque en un plano
diferente. Como una fotografía de doble exposición. Lo que pasa es que yo soy
capaz de estar en ambos planos al mismo tiempo.
—Eso te convierte en alguien extraordinario —señaló con un brillo de
apreciación en los ojos.
Aquello era demasiado. Aún me costaba asimilar que creyera algo de lo que
le había contado.
—Bueno, ¿qué te parece la idea de ir a tomar un café? —sugirió una vez
más.
—Ya te lo he explicado todo.
—Cielo, dudo que apenas hayas arañado la superficie. —Al ver que yo
vacilaba, añadió—: Podemos tomar café solo como amigos.
Fruncí el ceño un poco.
—No somos amigos, ¿recuerdas? —le dije—. Eso es algo que has dejado
muy claro durante el último mes. No somos colegas ni camaradas ni ninguna otra
cosa que se parezca remotamente a amigos.
—¿Amantes de fin de semana? —ofreció.
Punto y final. No tenía ni la menor idea de a qué juego jugaba (aunque
estaba bastante segura de que no era el Monopoly... ni las damas), pero me negaba

a seguir jugando. Me puse en pie y rodeé el escritorio para poder mirarlo desde
arriba. Con aire amenazador. Como Darth Vader, aunque con una capacidad
pulmonar mayor. Le señalé la salida con expresión siniestra.
—Tengo trabajo que hacer.
Garrett contempló la puerta que le señalaba, la puerta por la que le sugería
que se marchara.
—¿Tienes trabajo que hacer? ¿En esa puerta? —inquirió con tono de guasa.
—¿Qué?
—¿Vas a pintarla?
—No.
—Te sugiero un castaño rico y profundo que haga juego con tu pelo. —Se
levantó, con lo que pasó a ser él quien me miraba desde arriba. Compuso una
expresión siniestra, aunque tenía un significado muy diferente, y luego se inclinó
para agregar con suavidad—: O dorado, como tus ojos.
—Creo que acabo de tener un orgasmo —dijo Elizabeth.
Los otros dos abogados, después de aclararse la garganta, tuvieron la
decencia de abandonar la sala. Elizabeth los siguió a regañadientes hasta la zona
de recepción, también conocida como
territorio-sagrado-de-Cookie-y-será-mejor-que-no-loolvides.
Mientras Garrett aguardaba a que accediera a tomar un café con él, lo vi por
el rabillo del ojo. El borrón oscuro supermaniano. Se movió tan rápido que cuando
conseguí volver la cabeza para seguirlo ya había desaparecido. Se trasladó al otro
lado de mi cuerpo, me rozó el brazo, me acarició la boca y luego se introdujo en mi
interior; se acumuló en mi vientre y desde allí empezó a circular por todo mi
cuerpo.
Mis entrañas se estremecieron y eché la cabeza hacia atrás con una
exclamación de sorpresa. Garrett avanzó y me sujetó por los brazos para evitar que
cayera. Y solo entonces pude apreciar la expresión perpleja de su rostro. Me acercó
más a él. En aquel momento, lo que estaba en mi interior decidió abandonarme y
Garrett salió disparado hacia atrás, como si una fuerza violenta lo hubiera
empujado.

Trastabilló, recuperó el equilibrio y luego me miró. Nos quedamos
inmóviles, ambos aturdidos y alucinados. Me arrastré hasta el escritorio y me
apoyé antes de que me fallaran las rodillas.
—¿Ha sido... uno de ellos? —inquirió Garrett, que se frotaba con aire
distraído la zona del pecho donde había recibido el empujón. Examinó los
alrededores con aire frenético antes de mirarme con el ceño fruncido. Estaba
desconcertado.
—No —dije mientras intentaba recuperar el aliento—. Ha sido algo muy
diferente.
No sabía qué era ese algo. Pero podía imaginarlo, y no me gustaba la
dirección que tomaban mis pensamientos. ¿Podría tratarse del Malo Malísimo? Y
de ser así, ¿por qué en aquel lugar? ¿Por qué en aquel momento? Mi vida no
parecía correr un peligro inmediato.
Me resultaba difícil ocultar el miedo que sentía. Tenía miedo en muy raras
ocasiones. Y seguro que Garrett lo había notado. La idea de que me viera asustada
me fastidió más de lo que debería.
De pronto, otra idea apareció en mi mente. En todas las ocasiones que había
visto al Malo, jamás me había rozado. Nunca me había tocado, y desde luego no se
había dado un chapuzón en mis entrañas. Quizá no se tratara del Malo, después de
todo.
Examiné la habitación, probablemente con una expresión algo desesperada.
¿Era Reyes? ¿Podría ser él? ¿Estaría... celoso? ¿De Swopes? ¿En serio?
Me acerqué a la puerta a toda prisa.
—¿Habéis visto algo? ¿Salió por aquí? —les pregunté a todos los presentes.
Elizabeth, que se había sentado en el sofá verde salvia de la zona de
recepción, se levantó de un salto.
—¿Lo has perdido? ¿Cómo es posible? —dijo.
—No me refiero a Garrett —expliqué con tono impaciente—, sino al tipo
oscuro y borroso.
Cookie comenzó a darse cuenta de que teníamos compañía. Se alejó de su
silla como si hubiera una cobra encima del escritorio.

—Charley, cielo, ¿tenemos clientes?
—Sí, desde luego. Olvidé mencionártelo. Chicos, esta es Cookie. Cookie, han
venido a vernos tres abogados que fallecieron anoche. Los mismos de los que te
hablé. Estamos trabajando en su caso con el tío Bob. Bueno, venga, ¿alguien lo ha
visto?
Los abogados intercambiaron miradas interrogantes de soslayo y luego se
encogieron de hombros. Dejé escapar un suspiro y me derrumbé contra el marco
de la puerta.
Cualquiera diría que siendo un ángel de la muerte y todo eso debería tener
ciertas conexiones, ciertas formas de obtener información sobre la identidad del
Tipo Borrón. Pero puesto que mi única conexión con el otro lado había sido
siempre el Malo, también conocido como la encarnación de la muerte, las
investigaciones resultaban muy difíciles.
En aquel momento percibí una sombra extraña en el rincón, una sombra que
fluctuaba bajo la luz de la mañana. Debía de ser él. Tenía que serlo. Me enderecé,
salté el marco de la puerta y me adentré en la estancia muy despacio para no
asustarlo.
—¿Puedo verte? —pregunté con voz trémula.
Todo el mundo miró hacia el rincón, pero solo los abogados podían ver lo
mismo que yo. Los tres dieron un cauteloso paso atrás con tanta sincronización
como si siguieran una extraña coreografía. Yo avancé poco a poco, con expresión
suplicante.
—Por favor, deja que te vea.
La sombra se movió, se desintegró, se desvaneció y reapareció ante mí al
mismo tiempo. Y entonces me llegó el turno de retroceder. Trastabillé hacia atrás
cuando se alzó una larga voluta de humo que, de repente, se transformó en un
brazo apoyado en la pared que había detrás de mi cabeza. Era un brazo muy largo
unido a un hombro muy alto.
Los abogados ahogaron una exclamación cuando la entidad se materializó
ante ellos, cuando el humo se convirtió en carne y las moléculas se fusionaron
formando sólidos músculos, uno tras otro. Recorrí con la mirada desde el brazo
hasta la mano que estaba apoyada en la pared (una mano hermosa, a pesar de las
señales de trabajo duro que mostraba), y luego hasta la fuerte curva de un

antebrazo que parecía hecho de acero. Una manga enrollada, de un color
extrañamente brillante, rodeaba el brazo por debajo del codo, pero por encima, el
bíceps tensaba el grueso tejido, dejando bien claro la fuerza que contenía. Levanté
la mirada un poco más arriba, hasta un hombro amplio, poderoso e indoblegable.
La criatura se inclinó hacia delante antes de que pudiera verle la cara, apretó
su cuerpo cálido contra el mío y agachó la cabeza para susurrarme algo al oído.
Estaba tan cerca que solo pude atisbar una mandíbula con barba de dos días y un
cabello oscuro que necesitaba un corte.
Sus labios rozaron mi oreja y me provocaron un escalofrío que descendió
por mi espalda.
—Holandesa —susurró.
Me derretí contra él.
Aquella era mi oportunidad, la ocasión perfecta para preguntarle si era
quien yo creía que era, quien yo esperaba que fuera. Sin embargo, me sumergí en
mi mundo de ensueño, donde nada funcionaba bien. Mis manos cobraron vida
propia y se alzaron hasta su pecho. Los huesos de mis piernas se disolvieron. Mi
boca solo deseaba una cosa. A él. Su sabor. Su textura. Olía como la lluvia durante
una tormenta, terrenal y eléctrica.
Aferré con las manos su camisa, aunque no tenía claro si deseaba apartarlo o
acercarlo más. ¿Por qué no podía verlo? ¿Por qué no lograba echarme a un lado
para mirarlo?
En aquel momento, su boca cubrió la mía y perdí todo sentido de la
realidad. Mi mundo tomó su forma, se convirtió en su cuerpo, en las manos que se
deslizaban sobre mí y recorrían todos los valles y colinas de mi anatomía. Me
convertí en su luna, en el satélite seducido por su órbita, por la fuerza de su
gravedad.
El beso se volvió más intenso, más apremiante, y mi cuerpo respondió con
un estremecimiento de deseo. Él soltó un gemido y me estrechó con más fuerza.
Introdujo la lengua entre mis labios, pero no solo para saborearme, sino para
absorber todo lo que había en mí, para fundir mi alma con la suya.
Apartó una de mis manos de la camisa y la colocó sobre la zona de los
pantalones que le cubría la erección. Aspiré con fuerza y percibí el calor que
emanaba de él. Sentí una mano que se introducía entre mis piernas, y un fuego

líquido acumulado en mi abdomen. Lo deseaba sobre mí, a mi alrededor, dentro
de mí. No podía pensar en otra cosa que no fuera la increíble sensualidad de aquel
ser perfecto.
Mi deseo parecía una entidad impenetrable hasta que escuché que alguien
pronunciaba mi nombre a lo lejos y la niebla comenzó a disiparse.
—¿Charley?
Salí de pronto del sueño y recobré el sentido. Todo el mundo presente en la
sala me miraba con la boca abierta. El tío Bob estaba junto a la puerta y me
observaba con el ceño fruncido en una expresión interrogante. Garrett también me
observaba, pero sus ojos tenían un brillo agitado. Se dio la vuelta y caminó con
grandes zancadas hacia la puerta, donde saludó con un brusco asentimiento de
cabeza al tío Bob antes de marcharse.
Y fue entonces cuando me di cuenta de que había desaparecido. Se había
ido. Incapaz ya de cargar con mi propio peso, me derrumbé en el suelo e intenté
asimilar mi propio asombro.
—¿Estabas poseída? —preguntó Cookie un rato después con una voz
sobrecogida—. Porque deja que te diga una cosa: si eso era una posesión, estoy
más que dispuesta a vender mi alma.


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Mensaje por Tatine Miér 20 Sep - 21:58

Gracias. No creo que la entidad y reyes sean el mismo
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Mensaje por Veritoj.vacio Jue 21 Sep - 15:42

Uh yo creo que si son el mismo Reyes y la entidad. pero ¿que es el?


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Mensaje por mariateresa Jue 21 Sep - 18:20

6


TDA. Toda una vida de distracciones.
(Camiseta)


Aunque no había nada que deseara más que preguntarles a mis queridos
difuntos sobre Reyes (¿Lo habían visto bien? ¿De qué color eran sus ojos? ¿Les
había parecido... muerto?), el tío Bob se empeñó en hablar sobre el caso. Entretanto,
mi cordura pendía de un hilo. Y mi frágil sensación de bienestar. Y mi capacidad
para lidiar con las rutinarias realidades de la realidad. Por no mencionar mi vida
sexual.
¿Acaso no había nada sagrado?
—¿Has conseguido la identidad del asesino? —preguntó el tío Bob mientras
volvíamos a mi despacho, conocido también como la Zona Muerta.
—No. —En aquellos momentos, la estancia me pareció fría, aunque
probablemente se debiera a que acababa de vivir una experiencia cercana al sexo
con una criatura incendiaria. Encendí la calefacción y me serví un café antes de
sentarme.
El tío Bob tomó asiento frente a mí.
—¿No? Bueno ¿ellos están... ya sabes, aquí?
—Sí. —¿Cómo era posible que hubiera sucedido algo así? Estaba claro que
Reyes no era un fiambre corriente y moliente. Si de verdad era Reyes. Si de verdad
era un fiambre.
—¿No has hablado sobre el tema con ellos, entonces?
—No. —Si estaba muerto, ¿cómo era tan... ardiente? Porque ardía, en
sentido literal. Y si estaba vivo, ¿cómo podía ser algo inmaterial? ¿Cómo se movía
tan rápido? ¿Cómo pasaba de un estado molecular a otro? Nunca había visto nada
parecido.
El tío Bob chasqueó los dedos delante de mi cara. Parpadeé con sorpresa y
luego lo fulminé con la mirada.

—No te enfades. —Me mostró las palmas de las manos en un gesto de
paz—. Estás en otra parte, y te necesito aquí. Anoche se produjo otro homicidio.
No creen que esté relacionado con esto, pero necesito saberlo con seguridad.
—¿Otro? —pregunté mientras él abría la carpeta que llevaba para sacar una
foto de autopsia—. ¿Por qué no me llamaste?
—Lo hice. Tienes el teléfono apagado.
—Huy.
—El alcalde no deja de darme la lata con este caso. La noticia del asesinato
de tres abogados en la misma noche no queda bien en el telediario nocturno.
Comprobé el teléfono móvil.
—Lo siento, se me ha agotado la batería. —Supongo que nada estaba a salvo
en la Zona Muerta.
En cuanto coloqué el móvil en el cargador, el tío Bob situó la foto encima del
escritorio. Un rostro ensangrentado, lleno de manchas púrpuras y azules, apareció
ante mí. Tenía costras de sangre alrededor de varias heridas hinchadas, como si el
sujeto hubiera sufrido un accidente. Sin embargo, dadas las circunstancias, dudaba
mucho que las heridas fueran accidentales. Quienquiera que fuese, no había tenido
una muerte fácil.
—¿Qué le ocurrió? —quise saber.
—Lo torturaron antes de matarlo. Pero no buscaban información. —Señaló
la boca y la garganta del hombre—. Le cubrieron la boca con cinta adhesiva y le
apretaron la tráquea para evitar que gritara. Así que o bien les había
proporcionado ya la información que necesitaban, o bien sabían de antemano lo
que había hecho.
Dejé que mi mirada vagara por la estancia en un intento por no parecer
escrupulosa.
—Los asaltantes deseaban infligirle el mayor dolor posible antes de matarlo.
Me da que habló más de la cuenta de quien no debía. Este tipo de tortura se
reserva normalmente para los traidores, ya sea para los que traicionan a un
miembro importante de alguna banda o para los que traicionan a todo un grupo u
organización. Hoy en día, los sindicatos del crimen están más jerarquizados que la
nobleza británica.

Los abogados se reunieron en torno al escritorio, de modo que cogí la foto y
la coloqué de manera que pudieran verla mejor. Sussman compuso una mueca y
dio un paso atrás. Era de los míos. Sin embargo, Elizabeth y Barber la estudiaron
con detenimiento.
—Resulta difícil reconocerlo —dijo Elizabeth—. Quizá si no estuviera tan
amoratado...
—Ayudaría que tuviéramos una foto del expediente de arresto, y no una de
la autopsia.
—Todavía no lo hemos identificado —me dijo el tío Bob antes de coger el
teléfono móvil, que había comenzado a sonar.
Sussman contempló a Barber a través de sus gafas de montura redonda.
—¿Reconoces a este hombre, Jason?
Eché un vistazo a Barber. Parecía sorprendido, sin habla y pálido, a pesar de
que la palidez era una imposibilidad fisiológica en su estado. Porque carecía por
completo de sangre.
—Es él —dijo Barber—. Es el tipo que me pidió que me reuniera con él.
Elizabeth volvió a examinar la foto.
—¿Ese es tu hombre misterioso? —inquirió.
—Yo diría que sí —replicó él.
Sussman dio un paso adelante y volvió a examinar la foto.
—¿Estás seguro?
Barber asintió, estremecido.
—Aunque no apostaría mi vida ni nada de eso.
—De todas formas, ya es demasiado tarde para eso —señaló Elizabeth, que
no había dejado de observar la foto con distintos grados de repulsión.
El tío Bob cerró su teléfono móvil.
—Carlos Rivera. Tiene un historial de arrestos tan grande como mi

legendaria y envidiada capacidad de memoria.
—En ese caso, seguro que no hay antecedentes —dije, conteniendo una
risotada.
Mi tío entrecerró los ojos y se dio unos golpecitos en la sien con el dedo
índice.
—Esto es como una trampa de acero.
—Ya, pues parece que has olvidado aquella vez que se suponía que debías
sacarme del coche de papá y meterme en la cama mientras él se tomaba unos
margaritas. Me desperté a las dos de la mañana, casi congelada en el asiento
trasero, mientras tú lo pasabas en grande con la señora Dunlop en la puerta de al
lado.
El tío Bob se ajustó la corbata.
—Creo que ese fue un incidente relacionado con el alcohol —masculló. Un
rubor extrañamente favorecedor se extendió por su rostro, haciendo que todo
aquello hubiera merecido la pena.
Solo para echar sal sobre la herida, sacudí la cabeza con fingida
desaprobación.
—Si creer eso te ayuda a dormir por las noches, tío Casi Homicidio por
Negligencia...
Elizabeth rió por lo bajo.
Pero el tío Bob no.
—Podríamos dejarles lo de presentar cargos a los de la fiscalía del distrito.
—Antes de que pudiera protestar, añadió—: Encontramos el cadáver del señor
Rivera en el Río Grande.
—Quizá tuviera sed —sugerí.
—¿Alguna vez has probado el agua del Río Grande?
—Últimamente no —dije, y me pregunté si él lo había hecho. Y por qué. Y si
padecía alguna enfermedad parasitaria a causa de ello—. Barber cree que puede
ser el mismo tipo que le pidió que se reuniera con él en secreto.

El tío Bob se inclinó hacia delante, intrigado.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Barber me explicó el incidente y yo le transmití la información al tío
Bob, quien, por supuesto, lo anotó todo en su libreta.
—Ese tipo me llamó —dijo Barber, que tomó asiento en el sofá que yo había
acercado antes. Elizabeth lo imitó, pero Sussman se acercó a la ventana y
contempló el campus universitario que había al otro lado de la calle mientras
hablábamos—. Quería que me reuniera con él en un callejón, algo que me resultó
bastante extraño. Pero el caso es que me pareció, no sé, desesperado.
—¿Podría describir su comportamiento? —me preguntó el tío Bob.
—Estaba nervioso —dijo Barber—. Inquieto. No dejaba de mirar por encima
del hombro y de consultar el reloj. Supuse que necesitaba un chute, o algo así.
—Pero ¿escuchaste lo que tenía que decirte? —inquirí, interrumpiendo el
interrogatorio del tío Bob.
—Dijo que tenía información sobre uno de nuestros clientes —comentó
Elizabeth—. Jason no tuvo más remedio que escucharle.
—¿Qué información? —pregunté, aunque no pasé por alto aquella repentina
intervención en su defensa. Interesante.
Para el momento en que Barber finalizó su narración, habíamos descubierto
que, según el fallecido Carlos Rivera, había un hombre que iba a pasar mucho
tiempo en prisión a pesar de que su único crimen había sido verse involucrado en
un asunto de marihuana en la facultad. Por lo visto, admitió haber fumado.
Sin embargo, las evidencias forenses apuntaban hacia un crimen mucho más
grave. La policía había encontrado a un adolescente muerto en su jardín trasero, y
unas zapatillas deportivas manchadas de sangre en el interior de su casa. Las
zapatillas habían sido el último clavo de su ataúd. Junto con el testimonio de un
testigo presencial (una mujer de ochenta años con gafas de culo de vaso y
juanetes), habían sido la clave para encerrar al pobre hombre por homicidio. La
mujer declaró bajo juramento que había visto al acusado llevar al chico a su jardín
trasero y ocultarlo tras un cobertizo que hacía las veces de almacén. En una noche
oscura y tormentosa. Estaba claro la anciana había leído demasiadas novelas de
misterio.

—Pero estaba demasiado oscuro —dije—. Y llovía. Esa mujer podría haber
visto a mi tía abuela Lillian ocultar el cuerpo y dar por hecho que había sido
vuestro pobre cliente.
—Exacto —convino Barber—. De cualquier forma, fue condenado por
asesinato en segundo grado.
—¿Vuestro cliente conocía al chaval? —quiso saber el tío Bob. También
habría sido mi siguiente pregunta.
Barber negó con la cabeza.
—Dijo que no lo había visto en su vida.
—¿Cómo se llamaba vuestro cliente? —pregunté antes de que pudiera
hacerlo el tío Bob.
—Weir. Mark Weir. Me dio una llave de memoria USB —dijo Barber.
—¿Quién? ¿Tu cliente?
—¿Quién hizo qué? —inquirió el tío Bob sin apartar la vista de la libreta.
—Alguien le entregó a Barber una llave de memoria.
—¿Quién? —repitió.
Por el amor de Dios, ¿acaso no me había oído preguntarlo ya?
—No, el tío ese. —Barber señaló la foto con un gesto de la cabeza—. Rivera.
Aunque no llegó a decirme cómo se llamaba, me dio una dirección. Me dijo que
podría encontrar las pruebas que necesitaba para salvar al señor Weir en un
almacén de Westside. Me pidió que estuviera allí el miércoles por la noche.
—¿Hora? —quiso saber el tío Bob.
Al parecer, los buenos interrogatorios no precisaban frases completas. Tomé
nota mental de eso.
—Nunca llegó a decirme una hora. Creo que se dio cuenta de que alguien lo
había seguido. Se puso la capucha de la sudadera y entró en una pizzería antes de
que pudiera preguntarle nada más. —Barber volvió a estudiar la foto—. Supongo
que al final lo atraparon, que descubrieron lo que intentaba hacer.

—Hoy es miércoles —señalé—. ¿Cuándo ocurrió todo esto?
Sussman se dio la vuelta y los tres abogados intercambiaron una mirada. Al
final, fue Elizabeth la que respondió con voz triste.
—El día que morimos. —Echó un vistazo a Barber—. Parece que fue hace
una eternidad.
Barber cubrió las manos de la abogada con las suyas. El coraje de Elizabeth,
esa pose dura de no-juegues-conmigo, se vino un poco abajo.
—Esto sucedió ayer —le dije al tío Bob.
—Vale —replicó él antes de empezar con el interrogatorio al estilo nazi.
Formuló docenas de preguntas sobre docenas de cuestiones mientras
anotaba a toda prisa en su libreta las respuestas que yo le transmitía. Me pregunté
si habría oído hablar alguna vez de las grabadoras digitales.
—La llave de memoria se encuentra en el escritorio de su despacho —dije,
respondiendo a otra de las preguntas—. No, el tipo no dijo lo que contenía, pero a
Barber le dio la impresión de que se trataba de algún vídeo. Sí, este miércoles; hoy.
No, no vio quién seguía a Rivera. Ya habían presentado una apelación, pero
pasarán meses antes de que se celebre el juicio. Sí. No. El cliente todavía no había
sido trasladado. Quizá. Ni lo sueñes. Cuando se congele el infierno. Bueno, vale.
No, su otro testículo izquierdo.
Cuando el tío Bob se quedó sin preguntas (cosa de agradecer, ya que estas
se habían desviado bastante del tema principal), yo me quedé sin energía. No
tanto, sin embargo, como para apaciguar las molestas sospechas que tenía con
respecto a todo aquel asunto. Allí había algo mucho más importante que un pobre
hombre inocente, y me daba la sensación de que ese algo estaba relacionado con el
adolescente asesinado. Necesitaba más información sobre ambas cosas.
Bajamos a la planta inferior para comer algo. Mi padre hacía los mejores
Monte Cristo de aquel lado de la Torre Eiffel, y se me hizo la boca agua solo de
pensar en ellos. Cuando por fin tuve un momento de respiro, mis pensamientos
regresaron a Reyes. Resultaba difícil no pensar en un hombre cuya mera presencia
evocaba imágenes de un diablo decidido a pecar.
—Me encanta el nombre del bar de tu padre —dijo Elizabeth mientras
bajábamos las escaleras.

Me obligué a regresar al presente. Elizabeth había cambiado su forma de
actuar conmigo desde que estuve a punto de mantener una relación sexual con un
ser incorpóreo delante de ella. Sin embargo, no parecía enfadada. Ni ofendida.
Quizá fuera algo relacionado con Garrett. Quizá la abogada creyera que yo lo había
engañado o algo así, ya que Garrett parecía sentir algo por mí. Sentía algo por mí,
sí, pero no era nada agradable ni cálido.
—Gracias —repliqué—. Se lo puso por mí, para el eterno disgusto de mi
hermana —añadí con un resoplido.
Sussman rió por lo bajo.
—¿Le puso ese nombre por ti? ¿No se llama Calamity’s? ¿Calamidad?
—Sí. El tío Bob me llamó Calamidad durante años, por Calamity Jane. Y
cuando mi padre compró el bar, le pareció que el nombre le pegaba.
—Me gusta —aseguró Elizabeth—. Una vez tuve un perro que se llamaba
como yo.
Intenté no echarme a reír.
—¿De qué raza?
—Era un pitbull. —Una sonrisa maliciosa apareció en su rostro.
—Ahora entiendo por qué le pusiste tu nombre —dije con una risotada.
Elegimos un rincón oscuro y aislado en el que esperaba poder hablar con
mis clientes sin que nadie nos viera. Tras una rápida introducción (una versión
abreviada de mi noche con el marido maltratador en el bar que explicaba el estado
de mi cara), le pregunté a mi padre si tenía algún mensaje para mí.
—¿Aquí? —inquirió—. ¿Esperas alguno?
—Bueno, sí y no.
Se suponía que Rosie Herschel, mi primer caso de desaparición asistida, me
llamaría si se metía en problemas, así que el hecho de que no hubiera noticias era
una buena noticia en sí. No queríamos arriesgarnos a entablar otro tipo de
comunicación, cualquier cosa que pudiera relacionarla conmigo o con mi trabajo y
que revelara que había escapado de la patética vida que llevaba con su marido.
Aunque lo cierto era que el tipo no vivía lo bastante cerca de la ciudad Inteligencia

como para ser capaz de averiguar lo que había ocurrido.
—«Sí y no» no responde a mi pregunta —dijo mi padre, que esperó a que
me explicara.
—Claro que sí.
—Ah —replicó. Había entendido la indirecta—. Asuntos oficiales. Ya lo he
pillado. Te haré saber si llega algún mensaje.
—Gracias, papá.
Esbozó una sonrisa y la mantuvo durante unos instantes antes de inclinarse
hacia mí.
—Pero si alguna vez vuelves a entrar en mi bar con la cara hinchada y llena
de cardenales —me susurró al oído—, tendremos una conversación muy seria
acerca de tus asuntos oficiales y todo lo que eso conlleva.
Mierda. Creí que me había salido con la mía. Creí que lo había convencido
de que la paliza había sido una experiencia más educativa que peligrosa.
Me vine abajo.
—Está bien —dije añadiendo un leve gimoteo a mi voz sobria normal.
Me dio un beso en la mejilla y regresó a atender la barra. Al parecer, Donnie
aún no había llegado. Donnie era un tranquilo nativo americano con el pelo largo y
negro y unos pectorales de muerte. Yo no le gustaba lo suficiente como para darme
el alegrón del día, pero lo cierto era que ya tenía el alegrón del día cubierto. Y
Donnie estaba de muy buen ver.
El tío Bob colgó el teléfono móvil y concentró toda su atención en mí. Algo
de lo más inquietante.
—Bueno —dijo—, ¿te importaría contarme qué era lo que ocurría cuando
entré en tu oficina esta mañana?
Ah, eso. Me removí en la silla, incómoda. Enrollarse con la nada debía de
parecer algo ridículo para un espectador accidental.
—¿Tan malo fue? —le pregunté.
—No fue malo, supongo. Pensé que te había entrado un ataque de pánico o

algo parecido. Pero luego me di cuenta de que Cookie y Swopes se limitaban a
mirarte fijamente, así que imaginé que, fuera lo que fuera, no corrías un peligro de
muerte.
—Ya, porque de lo contrario Swopes habría estado encima de mí,
haciéndome el boca a boca o algo igual de heroico.
El tío Bob inclinó la cabeza hacia un lado mientras se lo pensaba.
—En realidad, lo que me chocó más fue la expresión de anhelo del rostro de
Cookie.
Una carcajada ascendió por mi garganta. Podía imaginarme a la perfección
la cara de euforia de Cookie. El tío Bob se sentó con aire paciente y enarcó las cejas
en una pregunta que aguardaba una explicación.
Bien, pues no iba a recibir ninguna.
—¿Sabes, tío Bob? Deberíamos dejar a un lado ese asunto en particular, ya
que eres mi tío y todo eso.
—Está bien —dijo al tiempo que se encogía de hombros con aire
despreocupado, fingiendo que dejaría el tema. Dio un sorbo del té helado y luego
añadió—: Swopes parecía bastante cabreado. Supongo que sabrás por qué.
—Claro. Porque es un imbécil.
—Es algo temperamental en ocasiones, eso debo admitirlo.
—También lo era Josef Mengele.
—Pero en su defensa —continuó en un intento por apaciguarme—, debo
decir que todo este malentendido que hay entre vosotros es culpa mía. Debería
haber mantenido la boca cerrada. Malditas sean las cervezas.
—Bueno, no fueron las cervezas las que transformaron a Swopes en un
imbécil. Estoy casi segura de que ya nació así.
El tío Bob respiró hondo y luego dejó el tema de verdad.
—Ya veo que esto no me va a llevar a ningún sitio. Pero, maldita sea,
Charley, tengo un trabajo que hacer. —Parpadeé, sorprendida, y él sonrió—. Tengo
que fastidiar a tu padre como sea. —Se levantó de la mesa y me dio unas

palmaditas en el hombro, que era su forma de decir que no había problemas entre
nosotros.
Cubrí su mano con la mía.
—Fastídialo un poco de mi parte, ¿quieres?
Tras darme un suave apretón, el tío Bob se acercó a la barra y declaró (en
voz bien alta) que era un investigador del CCPE. Di un respingo. Había pocas
cosas que le hicieran menos gracia a mi padre que pensar en una visita del Centro
de Control y Prevención de Enfermedades. Aquella posibilidad ocupaba algún
lugar entre una auditoría de Hacienda y una demanda colectiva.
—¿Sabes cuándo es tu funeral? —le preguntó Elizabeth a Sussman con voz
triste.
Él agachó la cabeza.
—No. Se reunirán con el organizador del funeral esta tarde.
Elizabeth tomó sus manos.
—¿Cómo lo está llevando Michelle?
—No muy bien. Tengo que volver con ella.
Oh, oh. Iba a ser uno de esos difuntos que se quedaban atrás para cuidar de
sus familias. Al igual que la palidez de Barber, el hecho de que un fantasma se
hiciera cargo de su familia era fisiológicamente imposible. Tendría que intentar
sacarle esa idea de la cabeza en cuanto resolviéramos aquel asunto.
—¿Y tú? —le preguntó Barber a Elizabeth—. ¿Sabes cuándo es tu funeral?
—Yo tampoco me he enterado. —Se acercó a él—. ¿Piensas ir al tuyo,
entonces?
Barber se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Tú vas a ir al tuyo?
—Supongo que debería.
—¿Ah, sí?

Elizabeth sonrió y se acercó un poco más.
—Haré un trato contigo.
—Madre mía...
—Si me acompañas a mi funeral, yo iré contigo al tuyo.
Barber se lo pensó durante un momento y luego se volvió a encoger de
hombros a regañadientes. Intenté no echarme a reír. Eran como los novatos del
instituto, que intentan convencerse a sí mismos de que en realidad no quieren
asistir al baile del colegio.
—Supongo que podríamos hacerlo —dijo Barber—. ¿Te apuntas, Sussman?
—¿Qué? —Sussman se encontraba a un centenar de sistemas solares de
distancia. Se obligó a concentrarse en sus colegas—. No lo sé. Me parece un poco
morboso.
—Vamos —dijo Elizabeth—. Podremos escuchar un montón de
maravillosos comentarios sobre nosotros de boca de los parientes que más nos
detestaban.
Sussman suspiró.
—Puede que tengas razón.
—Por supuesto que la tengo. —Elizabeth le dio unas palmaditas en la mano
y luego me miró—. ¿Crees que debería asistir a su funeral, Charlotte?
—¿A su funeral? —repetí. Me había pillado desprevenida—. Ah, bueno,
claro. ¿Quién no querría asistir a su propio funeral?
—¿Lo ves? —dijo ella antes de darle otras cuantas palmaditas.
—Espero que no nos entierren en el mismo cementerio —comentó Barber—.
No sé si podría soportar la eternidad con vosotros dos como vecinos.
Sussman resopló y Elizabeth le dio un golpe en el brazo.
—Solo bromeaba —aclaró con una sonrisa cuando Elizabeth fingió
fulminarlo con la mirada. Después se volvió hacia mí—. Bueno, ángel de la muerte,
¿y ahora qué?

Tuve que pensármelo.
—En primer lugar —dije al tiempo que lo apuntaba con el dedo índice—,
para ti soy la señora ángel de la muerte, colega.
Se echó a reír.
—Y en segundo, me parece que debería echarle un vistazo a vuestros
expedientes sobre este caso.
—Claro —dijo Elizabeth—. Tenemos una llave de emergencia escondida en
las oficinas.
—¡Anda! —exclamé mientras levantaba la mano y me removía en la silla
como una niña de escuela con infección del tracto urinario—. ¿Está en una de esas
piedras falsas que parecen piedras reales pero son falsas?
—No —respondieron los tres al unísono.
—Ah, perdón. Continúa —le pedí a Elizabeth, ya que había sido a ella a
quien había interrumpido.
—Y tendremos que darte el código de seguridad, por si acaso Nora no está
allí. Si está, puede que tengas ciertas dificultades para entrar sin una orden.
—Cierto. No había pensado en eso. Estoy segura de que el tío Bob puede
conseguirme una.
—Si no —dijo Sussman—, podrías considerar la idea de entrar a hurtadillas
esta noche y robar los archivos.
Todos nos volvimos hacia él. No parecía un tipo dado a los allanamientos.
—¿Qué? No es ilegal si nosotros damos nuestro consentimiento.
Muy cierto.
—Aunque me parece que las autoridades no estarían muy de acuerdo
contigo, la idea me gusta.
Sussman sonrió.
—Tenía la corazonada de que te gustaría.

—Chicos, ¿puedo haceros un par de preguntas sobre lo que ocurrió esta
mañana? —dije al darme cuenta de que tal vez fuera un buen momento para sacar
a colación a Reyes.
—Por supuesto —dijo Barber.
Elizabeth bajó la mirada, como si se distanciara. No lo consigo siempre, pero
lo cierto es que suelo interpretar a la gente lo bastante bien como para saber
cuándo ha cambiado el ambiente. Sentía curiosidad por saber lo que había pasado,
y me intrigaba saber qué era lo que hacía que Elizabeth se mostrara tan renuente a
hablar de ello conmigo.
Volví a lo de Reyes y decidí dejar la parte bochornosa a un lado.
—He decidido dejar la parte bochornosa a un lado —dije. Era mejor decir
aquellas cosas a las claras—. Espero que, puesto que vosotros podíais verlo, no
creyerais que me dedicaba a hacer gilipolleces, como seguramente pensaron
Cookie y Swopes. Porque vosotros podíais verlo, ¿no? Decidme que no parecía que
me estaba dando el lote con el aire...
Se miraron unos a otros con aire confundido.
—¿Lo visteis? —quise saber.
—Por supuesto que lo vimos —respondió Elizabeth—. Pero tú no te estabas
dando el lote con nadie. No te moviste, si eso es lo que piensas. Al menos, no
mucho.
Me incliné hacia delante.
—¿Qué quieres decir?
—Te quedaste allí de pie —dijo Sussman, que se levantó las gafas con el
dedo índice—, con la espalda apoyada en la pared y las manos aplastadas a los
costados. Tenías la cabeza inclinada hacia atrás y jadeabas como si acabaras de
correr la maratón de Duke City, pero no te movías.
Su descripción me distrajo durante unos instantes. ¿Tenía los brazos a los
costados? ¿La cabeza echada hacia atrás?
—Pero él estaba allí. Lo visteis. Estábamos...
—¿El uno encima del otro como el verde sobre el guacamole? —preguntó

Barber.
—Bueno, algo así, supongo.
—Oye, que no me estoy quejando —dijo él con un gesto negativo de las
manos—. Ni mucho menos. Fue de lo más excitante.
De algún modo, tratar de no ruborizarme solo consiguió que me ruborizara
aún más. Sentí el calor en mi rostro y solo me quedó rezar para que el rojo no se
mezclara con los azules y los morados que ya estaban presentes.
—Pero no te moviste —señaló Elizabeth—. No físicamente.
—Lo siento, pero sigo sin entender nada.
—Tu alma, tu espíritu, como quieras llamarlo, fue lo que se movió. Te
transformaste en algo parecido a nosotros, solo que con mejor color.
—Sí —dijo Barber—, te desprendiste de tu cuerpo para... estar con él. Fue
alucinante.
Me quedé desconcertada. No era de extrañar que me pareciera un sueño.
¿Había realizado algún tipo de proyección astral? Esperaba que no. No creía en las
proyecciones astrales. Aunque tal vez, solo tal vez, las proyecciones astrales
creyeran en mí.
—¿Cómo narices pude salir de mi cuerpo? —pregunté, mareada y confusa,
aunque no a causa de ninguna sustancia ilegal.
—Eres el ángel de la muerte —comentó Barber al tiempo que se encogía de
hombros—. Dínoslo tú.
—No lo sé. —Contemplé las palmas de mis manos como si la respuesta
estuviera allí—. No sabía que eso fuera posible.
—No te sientas mal. Yo no creía que nada de esto fuera posible.
—Me siento derrotada —susurré.
Se suponía que yo era la que sabía cosas. ¿Qué ventaja tenía ser un ángel de
la muerte si todo lo bueno se revelaba solo cuando era necesario? Yo era un portal,
maldita sea. Necesitaba saber.
—Pero el tío estaba como un tren.

Eso me llevó de vuelta al presente a la velocidad del rayo. Miré a Elizabeth.
—¿En serio? ¿Pudisteis verlo bien? Tengo que deciros la verdad: yo no
tengo claro cómo es.
—¿Te refieres a que no sabías que está como un tren? —inquirió Elizabeth.
—Bueno, en realidad esa parte sí la sabía.
Ella se echó a reír. Dejamos de hablar cuando mi padre me trajo el bocadillo
y dijo que me daría diez mil dólares si lo libraba del tío Bob; luego se marchó con
mi cuchillo para la mantequilla metido en la cinturilla del pantalón. Al parecer,
pensaba encargarse de mi tío personalmente. Pensé en advertir a Ubie, pero
¿dónde estaría la diversión entonces?
—Elizabeth, tengo que preguntarte algo —dije, dejando a un lado el
bocadillo por un momento.
—Claro, ¿de qué se trata?
—Me da la impresión... Bueno, creo que desde esta mañana te muestras un
poco distante.
—Lo siento —replicó ella, que dio por cierto el comentario sin ofrecer una
explicación. En otras palabras: intentaba librarse de tener que darla.
—No, no te disculpes —me apresuré a añadir—. Solo estaba un poco
preocupada. ¿Ocurrió algo?
La abogada tomó una honda bocanada de aire, otro acto fisiológicamente
superfluo.
—Es solo que ese tipo que se materializó de la nada, tu tipo, era... Era muy
guapo —dijo.
—A mí me lo vas a decir. —Asentí con la cabeza para mostrar mi acuerdo.
—Y asombroso.
—Sí, también lo es.
—Y sexy.
Me incliné hacia delante.

—Me gusta el rumbo que está tomando esto.
—Pero...
—Ay.
—La verdad es que me pareció muy raro.
—¿Raro?
—Sí. —Ella también se inclinó hacia delante—. Charlotte, aquel tipo llevaba
puesto... un uniforme de prisión.


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