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Lectura Octubre 2018

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Celemg
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Mensaje por yiniva Lun 26 Nov 2018, 2:25 pm

si que les toco difícil, muchas gracias Maguita


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yiniva
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Mensaje por Maga Mar 27 Nov 2018, 5:51 pm

Incendio





La señorita Winter pareció intuir la llegada de Judith, porque cuando el ama de llaves asomó la cabeza por la puerta, nos encontró calladas. Me llevó una taza de chocolate en una bandeja, pero también se ofreció a relevarme si deseaba dormir. Negué con la cabeza.
—Estoy bien, gracias.
La señorita Winter también negó con la cabeza cuando Judith le recordó que ya podía tomar más pastillas de las blancas si las necesitaba.
Cuando Judith se marchó, la señorita Winter cerró nuevamente los ojos.
—¿Cómo está el lobo? —pregunté.
—Tranquilo en un rincón —dijo—. ¿Y por qué no iba a estar tan tranquilo? Está seguro de su victoria. No le importa esperar. Sabe que no voy a montar ningún escándalo. Hemos llegado a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
—Él dejará que yo acabe mi historia y después yo dejaré que él acabe conmigo.
La señorita Winter me contó la historia del incendio mientras el lobo llevaba la cuenta atrás de las palabras.
 
 
Antes de su llegada, yo no me había detenido a pensar demasiado en el bebé. Como es lógico, había meditado sobre los aspectos prácticos de esconder a un bebé en la casa y había trazado un plan para su futuro. Si conseguíamos mantenerlo oculto durante un tiempo, daría a conocer su existencia más adelante. Aunque levantara rumores, podríamos presentarlo como el hijo huérfano de un familiar lejano, y por mucho que los vecinos llegaran a preguntarse sobre su parentesco exacto, nada podrían hacer para obligarnos a desvelar la verdad. Mientras trazaba esos planes solo había considerado al bebé un problema por resolver. No había tenido en cuenta que era sangre de mi sangre. No había esperado quererle.
Era hijo de Emmeline, lo cual ya era razón suficiente para quererlo. Era de Ambrose. En eso prefería no pensar. Pero también era mío. Me maravillaban su piel perlada, sus labios rosados y carnosos, los tímidos movimientos de sus manitas. La intensidad de mi deseo de protegerle me sobrecogía; quería protegerlo por Emmeline, protegerlo por él mismo, protegerlos a los dos por mí. Cuando los veía juntos, no podía apartar mis ojos de ellos. Eran tan bellos. Mi único deseo era mantenerlos a salvo. Y no tardé en comprender que necesitaban un guardián que velara por su seguridad.
Adeline estaba celosa del bebé. Más celosa de lo que lo había estado de Hester, más celosa de lo que lo estaba de mí. Era lógico; aunque Emmeline se había encariñado con Hester y a mí me quería, ninguno de esos dos afectos habían podido rivalizar con su amor por Adeline. Pero el bebé, ah, el bebé era otra cosa. El bebé lo usurpó todo.
La intensidad del odio de Adeline no debería haberme sorprendido. Sabía lo terrible que podía ser su ira, había presenciado el alcance de su violencia. Pero el día en que comprendí por primera vez hasta dónde era capaz de llegar, casi no pude creerlo. Ese día pasé frente al dormitorio de Emmeline y abrí la puerta con sigilo para comprobar si todavía dormía. Encontré a Adeline en la habitación, inclinada sobre la cuna, junto a la cama de Emmeline, y algo en su postura me alarmó. Al oír mis pasos se sobresaltó, se dio la vuelta y salió precipitadamente de la habitación. En las manos llevaba un cojín.
Guiada por el instinto, corrí hasta la cuna. El pequeño dormía profundamente, con la mano hecha un ovillo junto a la oreja, respirando con su aliento ligero y delicado.
¡Lo había salvado!
Hasta que ella volviera a intentarlo.
Empecé a espiar a Adeline. El tiempo que había vivido como fantasma volvió a serme útil para poder espiarla escondida detrás de cortinas y tejos. Actuaba sin orden ni concierto; dentro o fuera de casa, sin reparar en la hora o el clima, se enfrascaba en actividades reiterativas y carentes de sentido. Obedecía dictados que escapaban a mi entendimiento. Poco a poco, no obstante, una actividad suya en concreto atrajo mi atención. Una, dos, tres veces al día, Adeline entraba en la cochera y en cada ocasión salía con una lata de gasolina en la mano. Dejaba la lata en el salón, en la biblioteca o en el jardín. Después parecía perder interés por las latas. Ella sabía lo que estaba haciendo, pero de una forma vaga, olvidadiza. Cuando ella no miraba, yo las devolvía a su lugar. ¿Qué pensaba de las latas que desaparecían? Quizá que tenían vida propia, que podían desplazarse a su antojo. O tal vez confundía el recuerdo de haberlas movido con sueños o planes todavía pendientes de ejecución. Sea como fuere, no parecía extrañarle que no estuvieran donde las había dejado. Y pese a la rebeldía de las latas, ella seguía sacándolas de la cochera y escondiéndolas en diferentes rincones de la casa. Yo me pasaba la mitad del día devolviendo latas de gasolina a la cochera, pero un día en que no quise dejar solos a Emmeline y el bebé mientras dormían, dejé una en la biblioteca, fuera de la vista, detrás de los libros, en uno de los estantes superiores. Y entonces pensé que quizá ése sería el mejor lugar, pues al devolver las latas siempre a la cochera solo conseguía que aquel juego continuara, como un tiovivo. Si las retiraba por completo del circuito, quizá pudiera ponerle fin.
 
Espiar a Adeline me dejaba exhausta, pero ¡ella nunca se cansaba! Con una pequeña cabezada tenía cuerda para rato. Podía estar levantada y dando vueltas por la casa a cualquier hora de la noche. Y a mí empezaba a vencerme el sueño. Una noche Emmeline se fue a la cama temprano. El niño estaba en la cuna. Se había pasado el día llorando, aquejado de un cólico, pero en aquel momento estaba mejor y dormía profundamente.
Cerré las cortinas.
Era hora de ir a ver qué hacía Adeline. Estaba harta de estar siempre en vela. Vigilaba a Emmeline y a su hijo cuando dormían, vigilaba a Adeline cuando estaban despiertos, así que yo apenas dormía. Qué paz reinaba en la habitación. La respiración de Emmeline me sosegaba, me relajaba, y también los suaves soplos del bebé a su lado. Recuerdo que me quedé oyendo sus respiraciones, su armonía, pensando en lo tranquilas que eran, pensando en cómo describirlas — mi principal entretenimiento consistía en buscar palabras para las cosas que veía y oía—, y pensé que tendría que describir la forma en que su respiración parecía penetrar en mí, apoderarse de mi aliento, como si los tres fuéramos parte de una misma cosa: Emmeline, nuestro bebé y yo, los tres una misma respiración. Esa idea se apoderó de mí y me hundí con ellos en el sueño.
Algo me despertó. Como un gato, me puse en guardia antes incluso de abrir los ojos. No me moví, mantuve la respiración controlada y observé a Adeline a través de las pestañas.
Se inclinó sobre la cuna, levantó al bebé y salió de la habitación. Pude gritar para detenerla, pero no lo hice. Si hubiera gritado, Adeline habría postergado su plan, mientras que si la dejaba seguir con él, podría descubrir sus intenciones y pararle los pies de una vez por todas. El bebé se retorció en sus brazos. Estaba empezando a despertarse. No le gustaba estar en unos brazos que no fueran los de Emmeline, ni siquiera una gemela puede engañar a un bebé.
La seguí hasta la biblioteca y me asomé a la puerta; Adeline la había dejado entornada. El bebé estaba sobre la mesa, junto a la ordenada pila de libros que yo nunca devolvía a sus estantes por la frecuencia con que los releía. Divisé movimiento entre los pliegues de la manta. Oí sus suaves lloriqueos; ya estaba despierto.
Arrodillada ante la chimenea estaba Adeline. Cogió carbón del cubo, leños del cesto que había junto al hogar y los colocó de cualquier manera en la chimenea. Adeline no sabía preparar un fuego como es debido. Yo había aprendido del ama la disposición correcta del papel, las astillas, el carbón y los leños. Los preparativos de Adeline eran disparatados y el fuego nunca prendía.
Poco a poco comprendí cuáles eran sus intenciones.
No lo conseguiría. Apenas había un resto de calor en las cenizas, insuficiente para encender el carbón o los leños, y yo nunca dejaba astillas ni cerillas a mano. Aquella disposición suya era tan absurda que no podía prosperar, estaba segura de que no. Aun así, me sentía intranquila. Con su ansia bastaba para hacer fuego. Adeline solo tenía que mirar algo para que echara chispas. La magia incendiaria que poseía era tan fuerte que podía prender fuego al agua si lo deseaba con suficiente intensidad.
Horrorizada, vi cómo colocaba al bebé, todavía envuelto en la manta, sobre el carbón.
Después miró a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?
Cuando se dirigió a la puerta y la abrió, retrocedí de un salto y me oculté entre las sombras. No me había visto. Buscaba otra cosa. Dobló por el pasillo que se extendía por debajo de la escalera y desapareció.
Corrí hasta la chimenea y rescaté al bebé de la pira. Envolví un cojín cilíndrico que había en el diván con la manta y lo coloqué sobre el carbón, pero no tuve tiempo para huir. Oí pasos en las losetas de piedra y el sonido de una lata de gasolina arañando el suelo. La puerta se abrió justo en el instante en que yo retrocedía hacia uno de los vanos de la biblioteca.
Chist, supliqué en silencio, no llores ahora, y estreché al bebé contra mi cuerpo para que no extrañara el calor de la manta.
De vuelta en la chimenea, con la cabeza ladeada, Adeline se quedó mirando el fuego. ¿Qué ocurría? ¿Había notado el cambio? Pero no. Volvió a mirar a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?
El bebé se revolvió, sacudió los brazos, agitó las piernas, tensó la columna con ese movimiento que suele anunciar el llanto. Lo reacomodé, apreté su cabeza contra mi hombro, noté su respiración en mi cuello. No llores. Por favor, no llores.
Se tranquilizó y seguí observando. Mis libros. Sobre la mesa. Aquellos libros por delante de los cuales no podía pasar sin abrirlos al azar por el simple placer de leer unas pocas palabras, de darles un saludo rápido. Qué incongruencia verlos en sus manos. ¿Adeline con un libro? Demasiado extraño. Cuando abrió uno, pensé durante un largo y extraño instante que iba a leer… Arrancó páginas y páginas a puñados. Las esparció por toda la mesa; algunas cayeron al suelo. Cuando terminó, cogió manojos enteros e hizo bolas con ellos. ¡Deprisa! ¡Como un torbellino! Mis pequeños volúmenes, de repente una montaña de papel. ¡Pensar que un libro podía contener tanto papel! Quise gritar, pero ¿qué? Todas esas palabras, esas hermosas palabras, arrancadas y arrugadas, y yo, oculta en las sombras, enmudecida.
Reunió una brazada y la volcó sobre la manta. Tres veces la vi ir y venir entre la mesa y la chimenea con los brazos llenos de páginas, hasta que la chimenea rebosó de libros destripados. Jane Eyre, Cumbres borrascosas, La dama de blanco… Decenas de bolas de papel resbalaban de la pira, algunas rodaban hasta la alfombra, uniéndose a las que se le habían caído por el camino.
Una se detuvo a mis pies. Con sumo sigilo, me agaché para recogerla.
¡Oh! Indignada al ver el papel arrugado; palabras descontroladas, sin sentido, volando en todas direcciones. Se me rompió el corazón.
La rabia me inundó, me transportó como un objeto naufragado incapaz de ver o respirar, bramó como un océano en mi cabeza. Quise aullar, salir de mi escondite como una demente y abalanzarme sobre ella, pero tenía en mis brazos el tesoro de Emmeline, de modo que temblando, sollozando en silencio, me limité a contemplar cómo su hermana profanaba mi tesoro.
Finalmente se dio por satisfecha con su pira, pero era absurda la miraras por donde la miraras. « Está todo al revés —habría dicho el ama—, nunca prenderá, el papel tiene que ir debajo» . No obstante, aunque Adeline hubiera preparado un fuego como es debido, tampoco habría importado. No podía encenderlo: no tenía cerillas. Y aunque las hubiera tenido, no habría logrado su objetivo, porque el niño, su víctima, estaba en mis brazos. Y he aquí la mayor locura de todas: si yo no hubiera estado allí para detenerla, si no hubiera rescatado al bebé… ¿Cómo podría haber creído Adeline que quemando al hijo de Emmeline la recuperaría como hermana?
Era el fuego de una loca.
El bebé se agitó en mis brazos y abrió la boca para llorar. ¿Qué podía hacer? A espaldas de Adeline, retrocedí con sigilo y huí a la cocina.
Tenía que esconder al bebé en un lugar seguro antes de ocuparme de Adeline. Mi mente trabajaba frenéticamente, pasando de un plan a otro. A Emmeline ya no le quedará ni una pizca de amor para su hermana cuando se entere de lo que ha intentado hacer. Ya solo seremos ella y yo. Contaremos a la policía que Adeline mató a John-the-dig y se la llevarán. ¡No! Le diremos a Adeline que si no se marcha de Angelfield hablaremos con la policía… ¡No! ¡Ya lo tengo! ¡Nosotras nos iremos de Angelfield! ¡Sí! Emmeline y yo nos iremos con el bebé y empezaremos una nueva vida, sin Adeline, sin Angelfield, pero juntas.
De repente todo parece tan sencillo que me sorprende que no se me haya ocurrido antes.
De un gancho de la puerta de la cocina cuelga el zurrón de Ambrose. Desabrocho la hebilla y envuelvo al bebé entre sus pliegues. Con el futuro brillando con tanta intensidad que se me antoja más real que el presente, guardo también la página de Jane Eyre en el zurrón, para protegerla, y una cuchara que descansa sobre la mesa de la cocina. La necesitaremos en nuestro viaje hacia una nueva vida.
Y ahora, ¿adónde? A un lugar cercano a la casa, donde el bebé esté a salvo, donde pueda estar abrigado los pocos minutos que tarde en regresar a la casa, coger a Emmeline y convencerla de que me siga…
La cochera no; Adeline suele ir allí. La iglesia. Adeline nunca entra en la iglesia.
Echo a correr por el camino, cruzo la entrada del cementerio y entro en la iglesia. En las primeras filas hay cojines tapizados para arrodillarse a rezar. Hago una cama con ellos y coloco encima al bebé dentro del zurrón de lona.
Y ahora, a casa.
Estoy a punto de llegar cuando mi futuro se rompe hecho añicos. Fragmentos de cristal volando por los aires, una ventana reventada, luego otra, y una luz viva, siniestra, a sus anchas por la biblioteca. El marco vacío de la ventana me muestra un fuego líquido lloviendo sobre la estancia, latas de gasolina estallando con el calor. Y dos siluetas.
¡Emmeline!
Corro. El olor del fuego invade mis fosas nasales en el vestíbulo aunque el suelo y las paredes están frías porque el fuego todavía no ha llegado ahí, pero cuando alcanzo la puerta de la biblioteca me detengo: las llamas se persiguen por las cortinas, las estanterías escupen fuego, la chimenea es un infierno. En el centro de la habitación, las gemelas. En medido del calor y el fragor del fuego, me quedo paralizada, atónita. Porque Emmeline, la dócil y pasiva Emmeline, está devolviendo todos los golpes, todas las patadas, todos los mordiscos que ha recibido. Hasta entonces nunca había tomado represalias contra su hermana, pero ahora golpea, patea, muerde. Por su hijo.
Y a su alrededor, sobre sus cabezas, una explosión de luz tras otra a medida que las latas de gasolina explotan y llueve fuego sobre la estancia.
Abro la boca para gritar a Emmeline que el bebé está a salvo, pero el calor que inhalo me ahoga.
Salto por encima del fuego, lo rodeo, esquivo las llamas que me caen de arriba, me sacudo el fuego con las manos, aporreo las llamas que crecen en mis ropas. Cuando llego hasta las hermanas no puedo verlas, pero alargo los brazos a ciegas a través del humo. Cuando las toco se sobresaltan y se separan en el acto. En un momento dado veo a Emmeline, la veo con claridad, y ella me ve a mí. Agarro con fuerza su mano y la arrastro a través de las llamas, a través del fuego, hasta la puerta. Cuando cae en la cuenta de lo que estoy haciendo — alejándola del fuego, llevándola a un lugar seguro—, me frena. Tiro de ella.
—El bebé está a salvo. —Mis palabras emergen roncas pero son lo bastante claras.
¿Por qué no me entiende?
Lo intento de nuevo.
—El bebé. He salvado al bebé.
Tiene que haberme oído. Inexplicablemente, Emmeline se resiste al tirón de mi mano y logra soltarse. ¿Adónde ha ido? Solo veo negrura.
Me interno a trompicones en las llamas, choco contra su cuerpo, la agarro y tiro de ella.
Pero ella se resiste a acompañarme, irrumpe de nuevo en la biblioteca.
¿Por qué?
Está ligada a su hermana.
Está ligada.
Ciega y con los pulmones ardiéndome, la sigo.
Yo romperé ese vínculo.
Con los ojos cerrados contra el calor y los brazos extendidos, me sumerjo en la biblioteca, buscándola. Cuando mis manos la encuentran entre el humo, no la dejo escapar. No dejaré que muera. Voy a salvarla. Y aunque se resiste, tiro ferozmente de ella y la saco de la habitación.
La puerta es de roble. Es una puerta pesada. No arde con facilidad. La cierro y corro el pasador.
A mi lado, Emmeline se adelanta con intención de abrirla. La fuerza que la impulsa hacia esa habitación es más fuerte que el fuego.
La llave que descansa en la cerradura, que no había sido usada desde que se fue Hester, arde. Me quema la palma de la mano cuando la giro. Hasta entonces no había sentido ningún dolor, pero la llave me abrasa la palma de la mano y huelo a carne quemada. Emmeline alarga una mano para agarrar la llave y abrir. Al sentir el metal ardiendo tarda un poco en reaccionar y entonces le aparto la mano.
Un fuerte grito me perfora la cabeza. ¿Un grito humano? ¿El fragor del fuego? No sé si viene de dentro o de fuera de la biblioteca. Tras un arranque gutural gana fuerza, alcanza su punto álgido de estridencia, y cuando creo que está al final de su aliento, persiste, increíblemente bajo, increíblemente largo, un sonido inagotable que inunda el mundo, lo envuelve y lo contiene.
Entonces calla y ya solo se oye el rugido del fuego.
Ya estamos fuera. Llueve. La hierba está empapada. Nos derrumbamos, rodamos por la hierba mojada para humedecer nuestras ropas y cabellos inflamados, notamos el agua fría en nuestra piel chamuscada. Descansamos boca arriba, con la espalda pegada a la tierra. Abro la boca y bebo la lluvia que cae sobre mi cara. Me refresca los ojos y por fin vuelvo a ver. Nunca ha existido un cielo igual, de un añil intenso y atravesado por raudos nubarrones negros como la pizarra, la lluvia cayendo como cuchillas de plata, y de vez en cuando un penacho, un rocío naranja intenso, un manantial de fuego, que sale volando de la casa. Un relámpago parte el cielo en dos, una vez, y otra, y otra. El bebé. Debo decírselo a Emmeline. Se alegrará al saber que he salvado a su bebé. Eso arreglará las cosas.
Me vuelvo hacia ella y abro la boca para hablar.
Su cara… Su pobre cara, su preciosa cara, está negra y roja, toda humo, sangre y fuego.
Su ojos, su verde mirada, arrasados, perdidos, ajenos.
Miro su cara y no puedo encontrar en ella a mi amada.
—¿Emmeline? —susurro—. ¿Emmeline?
No contesta.
Siento morir mi corazón. ¿Qué he hecho? ¿He…? ¿Es posible que…?
No soporto saberlo. No soporto no saberlo.
—¿Adeline? —Mi voz es apenas un susurro.
Pero ella —esta persona, este alguien, ésta o la otra, esta que podría ser o no ser, esta preciosidad, este monstruo, esta que no sé quién es— no contesta. Se acerca gente. Corriendo por el camino de grava, voces apremiantes gritando en la noche. Me pongo de cuclillas y me alejo. Mantengo el cuerpo bajo. Me escondo. Llegan hasta la muchacha en la hierba y cuando me aseguro de que la han visto, les dejo con ella. En la iglesia me cuelgo del hombro el zurrón, aprieto al bebé contra mi costado y salgo. En el bosque reina la calma. La lluvia, ralentizada por el dosel de hojas, cae suavemente sobre la maleza. El niño gimotea, luego se duerme. Mis pies me llevan a una casita situada en la otra linde del bosque. Conozco la casa; la he visto muchas veces en mis años de fantasma. Una mujer vive allí, sola. Cuando desde la ventana la veía tejer o preparar pasteles, siempre pensaba que parecía una buena mujer, y cuando leo acerca de abuelas y hadas madrinas bondadosas, les pongo su cara. Le entregaré al bebé. Me asomo a la ventana, como he hecho tantas otras veces, la veo en su lugar de siempre junto al fuego, tejiendo. Pensativa y tranquila. Está deshaciendo los puntos que ha tejido, tirando de ellos uno por uno. Tiene las agujas al lado, sobre la mesa. En el porche hay un lugar seco. Dejó ahí al bebé y espero detrás de un árbol. Abre la puerta. Levanta al pequeño. Al ver la expresión de su cara sé que estará seguro con ella. La mujer alza la vista y mira a su alrededor, en mi dirección, como si hubiera visto algo. ¿He movido las hojas desvelando así mi presencia? Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite. Seguro que la mujer me ayuda. Dudo, y el viento cambia de dirección. Huelo el fuego al mismo tiempo que ella. Se vuelve, dirige la vista al cielo, suelta un grito ahogado al ver el humo que se eleva por encima de la casa de Angelfield. Y el desconcierto se dibuja en su cara. Se acerca el bebé a la nariz y olisquea. Por el contacto con mi ropa, huele a fuego. Tras un último vistazo al humo entra con determinación en su casa y cierra la puerta.
Estoy sola. Sin nombre. Sin hogar. Sin familia. No soy nada. No tengo adónde ir. No tengo a nadie. Me miro la palma abrasada, pero no puedo sentir dolor. ¿Qué soy? ¿Estoy siquiera viva? Podría ir a cualquier lugar, pero regreso a Angelfield. Es el único lugar que conozco. Emergiendo de los árboles, me acerco a la casa. Un coche de bomberos. Aldeanos con cubos, algo apartados, aturdidos y con la cara tiznada, viendo cómo los profesionales lidian con las llamas. Mujeres contemplando hipnotizadas el humo que se eleva hacia el cielo negro. Una ambulancia. El doctor Maudsley arrodillado sobre una silueta en la hierba. Nadie me ve. En la linde del campo donde se desarrolla toda esa actividad me detengo, invisible. Quizá sea cierto que no soy nada. Quizá nadie pueda verme. Quizá perecí en el incendio y todavía no me he dado cuenta. Quizá, por fin, soy lo que siempre he sido: un fantasma. Una de las mujeres se vuelve hacia mí.
—Mirad —grita, señalándome—. ¡Está ahí!
Y todos se vuelven. Me clavan sus miradas. Una de las mujeres corre a avisar a los hombres. Los hombres apartan los ojos del fuego y me miran también.
—¡Gracias a Dios! —exclama alguien.
Abro la boca para decir… no sé el qué. Pero no digo nada. Me quedo quieta, haciendo muecas con la boca, sin voz, sin palabras.
—No intentes hablar. —El doctor Maudsley está ahora a mi lado.
Tengo la mirada fija en la muchacha que yace en la hierba.
—Sobrevivirá —dice el médico.
Miro la casa. Las llamas. Mis libros. No creo que pueda soportarlo. Recuerdo la página de Jane Eyre, la pelota de palabras que salvé de la pira. La he dejado con el bebé. Empiezo a sollozar.
—Está bajo el efecto del trauma —le dice el médico a una de las mujeres—. Manténgala abrigada y quédese con ella mientras metemos a su hermana en la ambulancia.
Una mujer se me acerca chasqueando la lengua con preocupación. Se quita el abrigo y me envuelve en él, con ternura, como si estuviera vistiendo a un bebé, y murmura:
—No te preocupes, te pondrás bien, tu hermana se pondrá bien. Oh, mi pobre chiquilla.
Levantan a la muchacha de la hierba y la trasladan a la camilla de la ambulancia. Luego me ayudan a subir. Me sientan frente a ella. Y nos llevan al hospital. Ella tiene la mirada perdida. Los ojos abiertos y vacíos. Tras un primer instante desvío los ojos. El hombre de la ambulancia se inclina sobre ella, se asegura de que respira y se vuelve hacia mí.
—¿Qué me dices de esa mano?
Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha. El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.
—Cicatrizará —me dice—. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline? Señala a la otra muchacha.
—¿Ella es Emmeline?
No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.
—No te preocupes —dice—. Todo a su tiempo.
Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:
—Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.
El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, « Siéntate, cariño» . La silla avanza. Una voz a mi espalda: « No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline» .
 
/////
La señorita Winter dormía. Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven.
Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar. No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?
No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaba tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo. No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez? « Le daré el mensaje a su hermana» . Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes. No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.


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Mensaje por Maga Mar 27 Nov 2018, 6:06 pm

INICIOS



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Mensaje por Maga Mar 27 Nov 2018, 6:11 pm

Nieve
La señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.
Desperté al atardecer.
La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.
El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.
La nieve nos había sumergido en un lapso de tiempo paralelo y cada uno de nosotros encontró su propia forma de sobrellevarlo. Judith, imperturbable, hizo sopa de verduras, limpió el interior de los armarios de la cocina y cuando se le acabaron las tareas, se hizo la manicura y se preparó una mascarilla facial. Maurice, irritado por el confinamiento y la inactividad, hacía interminables solitarios, pero cuando tuvo que beber el té solo por falta de leche, Judith se prestó a jugar al rummy con él para distraerlo de su amargura.
En cuanto a mí, pasé dos días redactando mis últimas notas y, cuando terminé, me extrañó que no me apeteciera leer. Ni siquiera Sherlock Holmes conseguía encontrarme en ese paisaje atrapado en la nieve. Sola en mi habitación, pasé una hora examinando mi melancolía, tratando de poner nombre a lo que pensaba que era un nuevo elemento en ella. Entonces me di cuenta de que echaba de menos a la señorita Winter. Deseosa de compañía humana, bajé a la cocina. Maurice se alegró de poder jugar a cartas conmigo aun cuando yo solo conociera juegos de niños. Luego, mientras las uñas de Judith se secaban, preparé chocolate caliente y té sin leche, y después dejé que Judith me limara y pintara las uñas. De ese modo los tres y el gato pasamos los días, encerrados con nuestros muertos y con la sensación de que el viejo año se estiraba indefinidamente.
Al quinto día me dejé invadir por una inmensa tristeza. Yo había fregado los platos y Maurice los había secado mientras Judith hacía un solitario en la mesa. A todos nos apetecía un cambio. Y cuando terminé de recoger, renuncié a su compañía y me retiré al salón. La ventana daba a la parte del jardín resguardada del viento. Ahí la nieve estaba más baja. Abrí la ventana, salí al paisaje blanco y caminé por la nieve. Todo el dolor que durante años había mantenido a raya sirviéndome de libros y estanterías me asaltó de repente. En un banco resguardado por un seto de tejos altos me abandoné a una tristeza vasta y profunda como la nieve, tan inmaculada como ésta. Lloré por la señorita Winter, por su fantasma, por Adeline y Emmeline. Por mi hermana, mi madre y mi padre. Y sobre todo, y lo más terrible, lloré por mí. Mi dolor era el dolor del bebé recién separado de su otra mitad; de la niña sorprendida por el contenido de una vieja lata al descubrir el significado, un significado repentino, espeluznante, de unos documentos; y el de una mujer adulta llorando en un banco, envuelta en la luz y el silencio de la nieve.
Cuando salí de mi ensimismamiento el doctor Clifton estaba a mi lado. Me rodeó con un brazo.
—Lo sé —dijo—. Lo sé.
Por supuesto, él no sabía nada. O no con exactitud. Y, sin embargo, eso fue lo que dijo y a mí me reconfortó oírlo. Porque sabía a qué se refería. Todos tenemos nuestras aflicciones, y si bien el perfil, el peso y el tamaño del dolor son diferentes para cada persona, el color del dolor es el mismo para todos.
—Lo sé —dijo, porque era humano y por tanto, en cierto modo, algo sabía.
Me llevó adentro, para que entrara en calor.
—Dios Santo —dijo Judith—. ¿Le traigo un chocolate caliente?
—A ser posible con un chorrito de coñac —dijo el doctor Clifton.
Maurice me acercó una silla y se dispuso a avivar el fuego. Bebí el chocolate a sorbos lentos. Había leche: el médico la había traído cuando llegó con el granjero en el tractor. Judith me arrebujó con un chal y se puso a pelar patatas para la cena. De vez en cuando ella, Maurice o el médico comentaban cualquier cosa —lo que podríamos cenar, si la capa de nieve era o no más fina, cuánto tardarían en restablecer la línea telefónica— y de esta manera reactivaron el laborioso proceso de volver a poner en marcha la vida después de la parálisis que la muerte nos había provocado. Poco a poco los comentarios se fueron enlazando y derivaron en una conversación.
Escuché sus voces, y al rato, me sumé a ellas.


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Mensaje por yiniva Jue 29 Nov 2018, 1:12 pm

no puede ser, Adeline era capaz de hacer culaquier cosa
gracias Maguita


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Mensaje por Maga Sáb 01 Dic 2018, 4:34 pm

Feliz cumpleaños

Fui a casa.
A la librería.
—La señorita Winter ha muerto —le dije a mi padre.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú? —preguntó.
—Viva.
Sonrió.
—Háblame de mamá —le pedí—. ¿Por qué es como es?
Y me lo contó:
—Estaba muy enferma cuando os dio a luz. No pudo veros antes de que se os llevaran. Nunca vio a tu hermana. Tu madre estuvo a punto de morir. Cuando volvió en sí, ya os habían operado y tu hermana…
—Mi hermana había muerto.
—Sí. Era imposible saber qué sería de ti. Yo iba de su cabecera a la tuya… Temí perderos a las tres. Recé a todos los dioses de los que había oído hablar para que os salvaran. Y atendieron a mis oraciones, en parte. Tú sobreviviste. Tu madre en realidad nunca volvió.
Había otra cosa que necesitaba saber.
—¿Por qué no me dijisteis que tenía una hermana gemela?
Me miró con el rostro devastado. Tragó saliva y cuando habló, tenía la voz ronca.
—La historia de tu nacimiento es triste. Tu madre pensó que era demasiado dura para que una niña cargara con ella. Yo habría cargado con ella por ti, Margaret, si hubiera podido. Habría hecho cualquier cosa por ahorrártela.
Nos quedamos callados. Pensé en todas las demás preguntas que habría formulado, pero ya no necesitaba hacerlo. Busqué la mano de mi padre al mismo tiempo que él buscó la mía.
 
En tres días asistí a tres entierros. Al primero acudió una multitud llorosa por la pérdida de la señorita Winter. La nación lamentaba la muerte de su narradora favorita y miles de lectores acudieron a presentar sus respetos. Me marché en cuanto tuve la oportunidad de hacerlo, pues yo ya me había despedido de ella. El segundo fue un entierro discreto. Tan solo estábamos Judith, Maurice, el médico y yo para presentar nuestros respetos a la mujer a la que se refirieron durante todo el oficio como Emmeline. Después nos despedimos y cada uno se fue por su lado. El tercero fue aún más solitario. En un crematorio de Banbury solo yo estuve presente cuando un clérigo de rostro desabrido supervisó el traspaso a las manos de Dios de una colección de huesos sin identificar. A las manos de Dios, aunque fui yo quien recogió la urna más tarde « en nombre de la familia Angelfield» .
 
Había campanillas de invierno en Angelfield. Al menos los primeros brotes, abriéndose paso en el suelo helado y mostrando sus puntas verdes y frescas por encima de la nieve.
Al levantarme oí un ruido. Aurelius llegaba a la entrada del cementerio. La nieve cubría sus hombros y llevaba un ramo de flores.
—¡Aurelius! —¿Cómo podía su rostro haberse vuelto tan triste, tan pálido?—. Has cambiado —dije.
—Me he dejado la piel en una búsqueda inútil. —El azul de sus ojos siempre afables había adquirido el tono descolorido del cielo de enero; eran tan transparentes que pude ver su decepcionado corazón—. Toda mi vida he querido encontrar a mi familia. Quería saber quién era yo. Y últimamente me había hecho ilusiones. Creía que existía alguna posibilidad, pero me temo que estaba equivocado.
Caminamos entre las tumbas por el sendero herboso, sacudimos la nieve del banco y nos sentamos antes de que volviera a cubrirse. Aurelius hurgó en su bolsillo y sacó dos trozos de bizcocho. Me alargó uno distraídamente e hincó los dientes en el suyo.
—¿Eso es todo lo que tienes para mí? —me preguntó mirando la urna—. ¿Eso es todo lo que queda de mi historia?
Le tendí la urna.
—Es ligera, ¿verdad? Ligera como el aire. Y sin embargo…
Se llevó la mano al corazón; buscó un gesto para mostrar cuánto le pesaba, pero al no encontrarlo, dejó la urna a un lado y dio otro mordisco a su bizcocho.
Cuando hubo digerido el último bocado, habló y se puso en pie:
—Si era mi madre, ¿por qué no estaba con ella? ¿Por qué no perecí con ella en este lugar? ¿Por qué me dejó en casa de la señora Love y regresó luego aquí, a una casa incendiada? ¿Por qué? No tiene sentido.
Le seguí mientras abandonaba el camino principal y se adentraba en el laberinto de estrechos arriates dispuestos entre las sepulturas. Se detuvo frente a una tumba que yo ya había visto y dejó sobre ella las flores. La lápida era sencilla.
Jane Mary Love
Siempre recordada
Pobre Aurelius. Estaba agotado. Cuando me cogí de su brazo apenas pareció notarlo, pero luego se volvió para mirarme de frente.
—Tal vez sea mejor no tener una historia a tener una que cambia constantemente. Me he pasado la vida persiguiendo mi historia sin llegar nunca a darle alcance; corriendo tras ella sin darme cuenta de que tenía a la señora Love. Ella me quería, ¿sabes?
—Nunca lo he dudado. —Había sido una buena madre. Mejor de lo que lo habría sido cualquiera de las gemelas—. Tal vez sea mejor no conocer la historia de uno —sugerí.
Desvió la mirada de la lápida y contempló el cielo blanquecino.
—¿Realmente eso crees?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo dices?
Retiré el brazo y metí mis ateridas manos en las mangas de mi abrigo.
—Es lo que diría mi madre. Cree que una historia ingrávida es preferible a una historia demasiado pesada.
—Entonces la mía es una historia pesada.
No respondí, y cuando el silencio se alargó, no le conté su historia, sino la mía.
—Yo tenía una hermana —comencé—. Una hermana gemela.
Se volvió para mirarme. Sus hombros se alzaban anchos y sólidos contra el cielo. Aurelius escuchó serio la historia que vertí sobre él.
—Nacimos unidas. Por aquí… —Y deslicé una mano por mi costado izquierdo—. No podía vivir sin mí. Ella necesitaba que mi corazón latiera para poder vivir, pero yo no podía vivir con ella. Me estaba chupando la fuerza. Nos separaron y ella murió.
Mi otra mano se unió a la primera y apreté fuerte mi cicatriz.
—Mi madre nunca me lo dijo. Creyó que sería mejor para mí no saberlo.
—Una historia ingrávida.
—Sí.
—Pero lo sabes.
Apreté más fuerte.
—Lo descubrí por casualidad.
—Lo siento —dijo.
Tomó mis manos en la suya, envolviéndolas con su enorme puño. Luego me atrajo con su otro brazo. A través de las capas de ropa sentí la ternura de su barriga y un ruido ajetreado resonó en mi oído. Son los latidos de su corazón, pensé. Un corazón humano. A mi lado. De modo que esto es lo que se siente. Escuché.
Luego nos separamos.
—¿Y es mejor saber? —me preguntó.
—No sé qué decirte, pero en cuanto sabes, ya no puedes dar marcha atrás.
—Y tú conoces mi historia.
—Sí.
—Mi verdadera historia.
—Sí.
Apenas titubeó, simplemente respiró hondo y pareció agrandarse un poco más.
—En ese caso, harás bien en contármela —dijo. Se la conté. Y mientras lo hacía anduvimos paseando; cuando terminé de contársela habíamos llegado al lugar donde las campanillas de invierno descollaban sobre el blanco de la nieve.
 
Con la urna en las manos, Aurelius titubeó.
—Me temo que estamos infringiendo las normas.
Yo también lo creía así.
—¿Qué podemos hacer?
—Las normas no son válidas para este caso, ¿verdad?
—Nada sería más adecuado.
—Entonces, adelante.
Con el cuchillo del pastel cavamos un hoyo en la tierra congelada que cubría el féretro de la mujer que yo conocía como Emmeline. Aurelius volcó las cenizas en el hoyo y volvimos a taparlo con tierra. Aurelius la apretó con todo el peso de su cuerpo y encima colocamos las flores para ocultar nuestra obra.
—Se igualará cuando se derrita la nieve —dijo, y se sacudió la nieve de las perneras del pantalón.
—Aurelius, debo contarte algo más sobre tu historia.
Lo llevé a otra zona del cementerio.
—Ahora ya sabes quién es tu madre, pero también tenías un padre. —Le señalé la lápida de Ambrose—. La A y la S en el trozo de papel que me enseñaste correspondían a su nombre. Y el zurrón también era suyo. Lo utilizaba para echar dentro las aves que cazaba. Así se explica que hubiera una pluma.
Callé. Aurelius tenía que asimilar demasiada información. Cuando después de un largo rato asintió, continué.
—Era un buen hombre. Te pareces mucho a él.
Aurelius tenía la mirada atónita, aturdida. Más información. Más pérdida.
—Está muerto.
—Eso no es todo —proseguí en voz baja.
Se volvió lentamente hacia mí y en sus ojos leí el miedo a que la historia de su abandono no tuviera fin. Le tomé una mano y sonreí.
—Después de que tú nacieras, Ambrose se casó. Tuvo otro hijo.
Aurelius tardó unos instantes en comprender lo que eso implicaba, pero después un espasmo de entusiasmo reavivó su cuerpo.
—Eso significa que tengo… Y que ella… él… ella…
—¡Sí! ¡Una hermana!
Una enorme sonrisa se dibujó en su cara. Proseguí.
—Y ella tuvo a su vez dos hijos. ¡Un niño y una niña!
—¡Una sobrina! ¡Y un sobrino!
Tomé sus manos en las mías para que dejaran de temblar.
—Una familia, Aurelius. Tu familia. Ya los conoces, te están esperando.
Apenas podía seguirle cuando cruzamos la entrada del cementerio y caminamos por la avenida hasta la casa blanca del guarda. Aurelius no miró atrás ni un sola vez. Solo al llegar a la casa del guarda nos detuvimos; fui yo quien le hizo parar.
—¡Aurelius! Casi se me olvida darte esto.
Cogió el sobre blanco y lo abrió, distraído por la alegría. Sacó la tarjeta y me miró.
—¿Qué? ¿En serio?
—Sí, en serio.
—¿Hoy?
—¡Hoy! —Algo me poseyó en ese momento. Hice algo que no había hecho antes en mi vida y que no esperaba llegar a hacer jamás. Abrí la boca y grité a voz en cuello—: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS!
Probablemente había perdido la cabeza. Sentí vergüenza, pero a Aurelius no le importó. Él estaba totalmente inmóvil, con los brazos caídos, los ojos cerrados y la cara apuntando al cielo. Toda la felicidad del mundo estaba cayendo sobre él junto a la nieve.
En el jardín de Karen la nieve mostraba las huellas de juegos y carreras, huellas pequeñas y otras aún más pequeñas persiguiéndose en amplios círculos. No podíamos ver a los niños, pero al acercarnos oímos sus voces saliendo del nicho abierto en el tejo.
—Representemos Blancanieves.
—Es una historia de niñas.
—¿Qué historia quieres representar?
—Una historia sobre cohetes.
—Yo no quiero ser un cohete. Seamos barcos.
—Ayer ya fuimos barcos.
Al oír el pestillo de la verja sacaron la cabeza del árbol. Con las capuchas ocultándoles el pelo eran difíciles de distinguir.
—¡Es el señor de los pasteles!
Karen salió de la casa y se acercó por el césped.
—¿Queréis saber quién es? —preguntó a los niños mientras sonreía tímidamente a Aurelius—. Es vuestro tío.
Aurelius miró a Karen, después a los niños y de nuevo a Karen. Sus ojos apenas le alcanzaban para abarcar todo lo que deseaba. Se había quedado sin palabras, pero Karen le tendió una mano vacilante y él se la estrechó.
—Todo esto es un poco… —comenzó.
—Lo sé —coincidió ella—. Pero nos acostumbraremos, ¿verdad?
Él asintió.
Los niños contemplaban con curiosidad aquella escena de los mayores.
—¿Qué vais a representar? —preguntó Karen para distraerlos.
—No lo sabemos —dijo la niña.
—No nos ponemos de acuerdo —añadió su hermano.
—¿Conoces alguna historia? —le preguntó Emma a Aurelius.
—Solo una —dijo.
—¿Solo una? —La niña le miró sorprendida—. ¿Salen ranas?
—No.
—¿Dinosaurios?
—No.
—¿Pasadizos secretos?
—No.
Los niños se miraron. Estaba claro que no sería una buena historia.
—Nosotros conocemos un montón de historias —dijo Tom.
—Un montón —le secundó su hermana con ojos soñadores—. De princesas, ranas, castillos encantados, hadas madrinas…
—Orugas, conejos, elefantes…
—Toda clase de animales.
—Sí.
Guardaron silencio, absortos en su recreación de incontables mundos diferentes.
Aurelius los miraba como si fueran un milagro.
Finalmente regresaron al mundo real.
—Millones de historias —dijo el muchacho. —¿Quieres que te cuente una historia? —preguntó la niña.
Pensé que quizá Aurelius ya había tenido suficientes historias aquel día, pero asintió con la cabeza.
 
Emma recogió un objeto imaginario y lo colocó en la palma de su mano derecha. Con la izquierda hizo ver que abría la tapa de un libro. Levantó la vista para asegurarse de que sus compañeros la atendían. Entonces devolvió la mirada al libro que sostenía en la mano y comenzó.
—Érase una vez…
Karen, Tom y Aurelius: tres pares de ojos concentrados en Emma y su narración. Seguro que les iría bien juntos.
Con sigilo, retrocedí hasta la verja y me alejé por la calle.


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Mensaje por Maga Sáb 01 Dic 2018, 5:20 pm

El cuento número trece




No publicaré la biografía de Vida Winter. Quizá el mundo se muera por conocer su historia, pero no me corresponde a mí contarla. Adeline y Emmeline, el incendio y el fantasma, son historias que ahora pertenecen a Aurelius. Y también las tumbas del cementerio y el cumpleaños que ahora podrá celebrar como desee. La verdad ya es lo bastante pesada sin la carga adicional del escrutinio del mundo sobre sus hombros. Si los dejan tranquilos, él y Karen podrán pasar página, empezar de nuevo. Pero el tiempo pasa. Un día Aurelius ya no estará y un día también Karen abandonará este mundo. Sus hijos, Tom y Emma, se encuentran más lejos de los acontecimientos que he narrado aquí que su tío. Con la ayuda de su madre han empezado a forjar sus propias historias; historias fuertes, sólidas y verdaderas. Llegará un día en que Isabelle y Charlie, Adeline y Emmeline, el ama, John-the- dig y la niña sin nombre pertenezcan a un pasado tan remoto que sus viejos huesos ya no tendrán poder para provocar miedo ni dolor. No serán más que una vieja historia incapaz de dañar a nadie. Y cuando llegue ese día —entonces también yo seré vieja— entregaré este documento a Tom y Emma. Para que lo lean y, si quieren, lo publiquen. Confío en que ellos sí lo publiquen, pues el espíritu de la niña fantasma me perseguirá hasta entonces. Rondará por mis pensamientos, habitará en mis sueños, mi memoria será su único lugar de recreo. Como vida póstuma no es mucho, pero no caerá en el olvido. Con ello bastará hasta el día que Tom y Emma publiquen este manuscrito y la niña fantasma pueda existir con mayor plenitud después de muerta de lo que pudo en vida. Así pues, la historia de la niña fantasma tardará muchos años en ser publicada, en caso de que lo sea. Sin embargo, eso no significa que yo no tenga nada que dar al mundo en estos momentos para satisfacer su curiosidad con respecto a Vida Winter. Porque sí hay algo. Al finalizar mi última reunión con el señor Lomax, ya me disponía a marcharme cuando el hombre me detuvo. « Solo una cosa más» . Abrió su escritorio y sacó un sobre. Llevaba ese sobre conmigo cuando me marché sigilosamente del jardín de Karen y me encaminé de nuevo hacia las verjas de entrada de la casa del guarda.
El terreno para el nuevo hotel había sido allanado y cuando intenté recordar la vieja casa, en mi memoria solo encontré fotografías. Entonces recordé que la casa siempre había dado la impresión de estar mirando en la dirección equivocada. Eso iba a cambiar. El nuevo edificio estaría mejor orientado. Miraría directamente a quien se acercara a él. Me desvié del camino de grava para cruzar el césped nevado en dirección al coto de caza y el bosque. La nieve se amontonaba en las negras ramas y caía a mi paso en suaves tiras. Finalmente llegué al claro situado en lo alto de la loma. Desde allí se puede contemplar todo el panorama. La iglesia con su cementerio, las coronas de flores radiantes sobre la nieve. Las verjas de la casa del guarda, blancas como la tiza contra el cielo azul. La cochera, despojada de su mortaja de espinos. Solo la casa había desaparecido, y lo había hecho por completo. Los obreros de casco amarillo habían reducido el pasado a una página en blanco. Había llegado el momento clave. Ya no podía considerarse un edificio en demolición. Al día siguiente, quizá ese mismo día, los obreros regresarían y se convertiría en un solar en construcción. Demolido el pasado, había llegado el momento de empezar a construir el futuro. Saqué el sobre de mi bolso. Había estado esperando el momento adecuado, el lugar adecuado.
Las letras del sobre eran extrañamente deformes. Los irregulares trazos se desvanecían en la nada o dejaban una profunda marca en el papel. Aquella caligrafía no era fluida; daba la impresión de que cada letra había sido escrita por separado, con gran esfuerzo, acometida como una nueva y colosal empresa. Era la caligrafía de un niño o de un anciano. Iba dirigida a la señorita Margaret Lea. Levanté la solapa del sobre; saqué el contenido y me senté en un árbol caído porque nunca leo de pie.
 
Querida Margaret:
Aquí tiene el relato del que le hablé.
He intentado terminarlo, pero veo que ya no puedo. Por tanto, tendrá que bastar esta historia por la que el mundo ha armado tanto alboroto. Es una cosa endeble: apenas nada. Haga con ella lo que quiera.
En cuanto al título, me viene a la mente El hijo de Cenicienta, pero conozco lo suficiente a mis lectores para saber que independientemente de cómo decida titularlo, siempre será conocido por un solo título, que por supuesto no será el mío.
 
No había firma ni nombre.
Pero había una historia.
Era una versión de la historia de Cenicienta que no había leído antes. Lacónica, dura y rabiosa. Las palabras de la señorita Winter eran astillas de cristal brillantes y letales.
Así comenzaba la historia:
 
Imagina esto. Un muchacho y una muchacha; él rico, ella pobre. Casi siempre es la muchacha la que no tiene dinero y así ocurre en la historia que estoy contando. No hizo falta que hubiera un baile. Un paseo por el bosque bastó para que ellos dos se cruzaran en sus respectivos caminos. Hubo una vez un hada madrina, pero el resto de ocasiones no apareció. Esta historia trata de una de esas ocasiones. La calabaza de nuestra muchacha es solo una calabaza, y la muchacha se arrastra hasta su casa después de medianoche con sangre en las enaguas, violada. Al día siguiente no habrá un lacayo en la puerta con zapatillas de piel de topo. Ella lo sabe. No es tonta. Pero está embarazada.
 
La historia cuenta entonces que Cenicienta da a luz a una niña, la cría en la pobreza y la miseria y transcurridos unos años la deja en el jardín de la casa de su violador. La historia termina bruscamente.
 
A medio camino de un sendero de un jardín en el que no ha estado antes, hambrienta y muerta de frío, la niña de repente se da cuenta de que está sola. Detrás de ella está la puerta del jardín que lleva al bosque. Está entornada. ¿Sigue su madre ahí, detrás de la puerta? Delante de ella hay un cobertizo que, para su mente infantil, tiene el aspecto de una casita. Un lugar donde podría refugiarse. Quién sabe, puede que dentro hasta haya algo de comer.
¿La puerta del jardín o la casita?
¿Puerta o casa?
La niña duda.
Duda…
Y ahí termina la historia.
¿El primer recuerdo de la señorita Winter? ¿O simplemente una historia? ¿La historia inventada por una niña imaginativa para llenar la laguna que había dejado la ausencia de su madre?
El cuento número trece. La última, la célebre, la historia inacabada.
Leí la historia y lloré.
Poco a poco mis pensamientos se desviaron de la señorita Winter hacia mí.
Quizá no fuera perfecta, pero por lo menos tenía una madre. ¿Era demasiado tarde para hacer algo por nosotras? Pero eso era otra historia.
Guardé el sobre en mi bolso, me levanté y me sacudí la capa de polvo de los pantalones antes de echar a andar hacia la carretera.
 
Me contrataron para escribir la historia de la señorita Winter y he cumplido con mi obligación. Así ya he satisfecho las condiciones de mi contrato. Entregaré una copia de este documento al señor Lomax, que la guardará en la cámara acorazada de un banco y se encargará de enviarme una sustanciosa suma de dinero. Al parecer, ni siquiera tiene que comprobar que las páginas que yo le entregue no están en blanco.
—Ella confiaba en usted —me dijo.
Efectivamente, confiaba en mí. El propósito que formalizó en el contrato que nunca leí ni firmé es inequívoco. Quería contarme la historia antes de morir, quería que yo dejara constancia de ella. Lo que yo hiciera después con la historia era asunto mío. Le he explicado al abogado mis intenciones con respecto a Tom y Emma, y hemos fijado un día para reunirnos y formalizar mis deseos en un testamento, por si las moscas. Y ahí debería terminar todo.
Sin embargo, siento que me queda algo pendiente. No sé quién ni cuántas personas leerán finalmente mi trabajo, pero por pocas que sean, por mucho tiempo que deba transcurrir, me siento responsable ante ellas. Y aunque he contado cuanto hay que saber sobre Adeline, Emmeline y la niña fantasma, comprendo que para algunas personas no bastará. Sé lo que supone terminar un libro y encontrarte un día o una semana más tarde preguntándote qué le ocurrió al carnicero o quién se quedó con los diamantes o si la viuda se reconcilió con su sobrina. Puedo imaginarme a algunos lectores preguntándose qué fue de Judith y Maurice, si alguien conservó aquel espléndido jardín, quién acabó viviendo en la casa de Vida Winter.
Así pues, si ya os lo estáis preguntando, dejad que os lo cuente. La casa no fue puesta en venta y Judith y Maurice siguieron viviendo allí. La señorita Winter había dispuesto en su testamento que el jardín y la casa se convirtieran en una especie de museo literario. El verdadero valor, naturalmente, está en el jardín (« una gema insólita» , según una revista de horticultura), pero la señorita Winter era consciente de que sería su reputación como escritora y no sus aptitudes como jardinera lo que atraería a la multitud. Así pues, habrá visitas guiadas a las habitaciones, un salón de té y una librería. Los autocares que llevan a los turistas al Museo Brontë podrán visitar después el « Jardín secreto de Vida Winter» . Judith seguirá como ama de llaves y Maurice como jardinero jefe. La primera tarea de ambos, antes de poner en marcha la transformación, consistirá en vaciar las habitaciones de Emmeline. No habrá nada que ver en ellas, así que los turistas no se acercarán hasta allí.
Y ahora Hester. Creo que esto os sorprenderá; por lo menos a mí me sorprendió. Recibí una carta de Emmanuel Drake. Lo cierto es que me había olvidado por completo de él. Lenta y metódicamente, había continuado investigando y, por increíble que parezca, al final dio con ella. « Fue la conexión italiana lo que me despistó —explicaba en su carta— pues en realidad su institutriz se había marchado en la otra dirección, ¡a América!» . Hester trabajó durante un año como ayudante de un neurólogo universitario y al cabo de un tiempo, adivina quién se reunió con ella. ¡El doctor Maudsley! Su esposa había muerto (de algo tan poco sospechoso como una gripe, lo comprobé), y unos días después del entierro ya se había embarcado. Era amor. Ambos han fallecido ya, pero disfrutaron de una larga y feliz vida juntos. Tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos me ha escrito y le he enviado el original del diario de su madre para que lo conserve. Dudo que logre comprender más de una palabra de cada diez; si me pide alguna aclaración, le contaré que su madre conoció a su padre en Inglaterra, cuando él estaba casado aún con su primera mujer, pero si no me la pide, no le diré nada. En su carta incluía una lista de las publicaciones conjuntas de sus padres. Investigaron y escribieron docenas de artículos muy bien considerados (ninguno sobre gemelos; creo que supieron que había llegado el momento de decir basta) y los publicaron conjuntamente: Dr. E. y Sra. H. J. Maudsley.
¿H. J.? Hester tenía un segundo nombre: Josephine.
¿Qué más desearíais saber? ¿Quién se hizo cargo del gato? Sombra vive conmigo en la librería. Se sienta en los estantes, en los espacios entre libros, y cuando los clientes topan con él les devuelve la mirada con apacible ecuanimidad. De vez en cuando se sienta en la ventana, pero no por mucho tiempo. Le abruman la calle, los vehículos, los transeúntes y los edificios de enfrente. Le he enseñado el atajo hasta el río por el callejón, pero se niega a salir.
—¿Qué esperas? —dice mi padre—. Un río no le sirve a un gato de Yorkshire. Está buscando los páramos.
Creo que tiene razón. Expectante, Sombra salta a la ventana, contempla la calle y luego me clava una larga mirada de decepción.
No me gusta pensar que echa de menos su casa.
El doctor Clifton apareció un día en la librería de mi padre. Estaba de visita en la ciudad, dijo, y al recordar que mi padre tenía una librería pensó que valdría la pena visitarla, aunque le quedara un poco lejos, para ver si tenía un volumen de medicina del siglo XVIII en el que estaba interesado. Por casualidad lo teníamos, y el doctor Clifton y mi padre conversaron amigablemente sobre aquel libro hasta la hora de cerrar. Como compensación por habernos retenido hasta tan tarde, nos invitó a cenar. Fue una velada muy agradable y como todavía pasaría una noche más en la ciudad, mi padre le invitó a cenar al día siguiente con la familia. En la cocina mi madre me dijo que era « un hombre muy agradable, Margaret, muy agradable» . Aquélla sería su última tarde. Fuimos a dar un paseo por el río, pero esa vez él y yo solos, porque papá estaba demasiado ocupado escribiendo cartas para poder acompañarnos. Le conté la historia del fantasma de Angelfield. Él escuchó atentamente y cuando terminé, continuamos con nuestro paseo, despacio y en silencio.
—Recuerdo haber visto esa caja de los tesoros —dijo al rato—. ¿Cómo consiguió escapar al incendio?
Me detuve en seco, presa del pasmo.
—¿Sabe? Nunca se me ocurrió preguntárselo.
—Entonces ya nunca lo sabrá.
Me tomó del brazo y seguimos caminando.
En fin, volviendo al tema, o sea a Sombra y su añoranza, cuando el doctor Clifton visitó la librería de mi padre y reparó en la tristeza del gato, propuso acogerlo en su casa. No me cabe duda de que a Sombra le encantaría volver a Yorkshire, pero la oferta, por amable que sea, me ha sumido en un estado de dolorosa confusión, pues no estoy segura de que pueda soportar separarme de él. Sombra, estoy segura, soportaría mi ausencia con la misma calma con que aceptó la desaparición de la señorita Winter, pues es un gato; pero yo, que soy un ser humano, me he encariñado con él y preferiría, si es posible, tenerlo a mi lado.
En una carta revelé una parte de esos pensamientos al doctor Clifton; él contestó que a lo mejor los dos, Sombra y yo, podríamos ir a su casa de vacaciones. Nos invita a pasar un mes, en primavera. Cualquier cosa, dice, puede suceder en un mes, y cree que cuando haya tocado a su fin es posible que hayamos encontrado una solución satisfactoria para todos a mi dilema. No puedo evitar pensar que Sombra acabará teniendo su final feliz.
Y eso es todo.


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Mensaje por Maga Sáb 01 Dic 2018, 5:26 pm

Epílogo


 
O casi todo. Una piensa que algo ha terminado y de repente se da cuenta de que no.
Tuve una visita.
Sombra fue el primero en advertirlo. Yo estaba tarareando con la maleta abierta sobre la cama, guardando la ropa para irnos de vacaciones. Sombra entraba y salía de ella, jugando con la idea de hacerse un nido entre mis calcetines y rebecas, cuando de repente se detuvo y miró hacia la puerta que tenía a mi espalda.
No llegó como un ángel dorado, ni como el espectro de la muerte envuelto en un manto. Era como yo: una mujer más bien alta, delgada y morena, en la que no te fijarías si te cruzaras con ella por la calle.
Había cien, mil cosas que quería preguntarle, pero estaba tan emocionada que no podía ni pronunciar su nombre. Se acercó, me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su costado.
—Moira —conseguí susurrar—, estaba empezando a creer que no eras real.
Pero era real. Su mejilla contra la mía, su brazo sobre mis hombros, mi mano en su cintura. Unimos nuestras cicatrices y todas mis preguntas se desvanecieron al sentir su sangre correr con mi sangre, su corazón latir con mi corazón. Fue un momento de gloria, pleno y sereno; supe que recordaba ese sentimiento. Había estado encerrado dentro de mí, atrapado, y ella había aparecido para liberarlo. Este circuito dichoso; esta unidad que en otros tiempos fue normal y hoy es, ahora que la había recuperado, un milagro.
Ella había aparecido y estábamos juntas.
Comprendía que me había visitado para despedirse, que la próxima vez que nos viéramos sería yo quien fuera a su encuentro. Pero ese encuentro queda lejos. No hay prisa. Ella puede esperar y yo también.
Sentí la caricia de sus dedos en mi cara cuando le enjugué las lágrimas. Luego, jubilosos, nuestros dedos se encontraron y entrelazaron. Con su aliento en mi mejilla, su cara en mi pelo, hundí la nariz en la curva de su cuello y aspiré su dulzor.
¡Cuánta dicha!
No importaba que no pudiera quedarse. Había aparecido. Había aparecido.
No estoy segura de cómo ni cuándo se fue. Simplemente me di cuenta de que ya no estaba. Me senté en la cama, tranquila, feliz. Experimenté la curiosa sensación de mi sangre cambiando de rumbo, de mi corazón reajustando sus latidos solo para mí. Al tocar mi cicatriz mi hermana la había devuelto a la vida; y después, poco a poco, se fue enfriando hasta que dejé de sentirla diferente del resto de mi cuerpo.
Ella había aparecido y se había marchado. No volvería a verla a este lado de la tumba. Mi vida era ahora mi vida.
En la maleta, Sombra dormía. Acerqué una mano para acariciarle. Abrió un ojo verde, e impasible me miró un instante y volvió a cerrarlo.


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Mensaje por Maga Sáb 01 Dic 2018, 5:27 pm

FIN



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Mensaje por Maga Sáb 01 Dic 2018, 5:29 pm

Gracias Yiany y Yiniva por acompañarme. Fue una lectura bastante larga. Lamento tardar tanto, estoy full, ando con tres trabajos que me están volviendo loca. 


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Mensaje por yiniva Dom 02 Dic 2018, 3:04 pm

Muchísimas gracias Maguita, fue una lectura con muchas sorpresas, me encantó que Aurelius por fin tuviera una familia.


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Mensaje por Maga Dom 20 Ene 2019, 9:20 am

Maga escribió:
Gracias Yiany y Yiniva por acompañarme. Fue una lectura bastante larga. Lamento tardar tanto, estoy full, ando con tres trabajos que me están volviendo loca. 

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