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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 1 Ago - 19:11

SESENTA Y NUEVE
Isabelle se levantó. Tenía las manos despellejadas y la sangre que le brotaba del hombro le manchaba la manga del vestido.
Miró a su hermana, a Hugo y a Martin, que se alejaban ya por el camino, pero, en vez de seguirlos, recogió su farol y se metió de nuevo entre las ruinas.
La desesperación la envolvía como una densa niebla, aunque se negaba a ceder a ella. Y a rendirse.
Cuando se agachó para mover una madera, notó que algo tiraba de su falda. Segura de que se había enganchado el vestido en un clavo, miró abajo, dispuesta a pegarle un tirón, y vio que no se trataba de un clavo.
Era un ratón.
El animalito había clavado sus uñas diminutas en el dobladillo de Isabelle y se aferraba a él con todas sus fuerzas, con las patas traseras casi despegadas del suelo.
—¡Fuera! —le dijo Isabelle—. No quiero pisarte.
Pero el ratón no se soltaba.
«Se le habrán enganchado las uñas», pensó mientras se agachaba para soltarlas. Sin embargo, al hacerlo, el ratón soltó el dobladillo, se levantó sobre las patas traseras y chilló.
Isabelle reconoció al animal: era la misma mamá ratona que había visto buscando lentejas en las grietas de las piedras de la chimenea, la ratona a la que le había dejado el queso.
—Hola. No tengo comida para ti. Ojalá la tuviera. Pero...
La madre ratona levantó una pata, como un padre que silencia a un niño parlanchín. Chilló otra vez. Y otra.
Al principio solo se oía un susurro. Un murmullo bajo, como la brisa silbando entre la hierba. Pero después creció y se volvió más urgente, y brotaba de todos los rincones de las ruinas.
Isabelle alzó el farol y contuvo el aliento, pasmada. A su alrededor, sobre las piedras, bajo las maderas, con bigotes temblorosos, ojos negros relucientes y rabos doblados en alto como signos de interrogación, había muchos ratones. Cientos de ellos.
Tras otro chillido de la madre, desaparecieron entre los escombros. La joven los oía escarbar, arañar, chillar y gritar.
Desconcertada, miró a la madre ratona.
—¿Adónde han ido? —le preguntó—. ¿Qué están...?
Con cara de fastidio, la ratona alzó de nuevo la pata. Estaba escuchando algo con atención, le temblaban las grandes orejas.
Isabelle también prestó atención, pero no sabía qué oía el animal. Levantó la vista. Las estrellas se desdibujaban. La oscuridad remitía. Le quedaba poco tiempo.
Entonces, una serie de chillidos resonaron por los escombros. La madre ratona respondió, emocionada, saltando de una pata a la otra.
Después llamó a Isabelle con un gesto y señaló algo. La joven dejó el farol en el suelo y se arrodilló para ver mejor lo que indicaba el animal. Al hacerlo, otro ratón fornido y alto salió de las ruinas.
Llevaba algo en la cabeza. Parecía una corona.
—¿Es tu rey? —preguntó Isabelle, ya completamente perpleja—. ¿Quieres que conozca a tu rey?
Otros ratones volvieron a salir de entre las ruinas y respondieron a la pregunta de la joven con extraños ruiditos que sonaban a risa. La madre llamó al ratón más grande, que miró a la muchacha con cautela y sacudió la cabeza. La madre ratona dio un pisotón, y el ratón grande se acercó a ellas.
Se quitó la corona de la cabeza con las dos patas y se la ofreció a Isabelle. Sin saber bien qué otra cosa hacer, ella la aceptó y la acercó al farol. Cuando se percató de que no se trataba de una corona, en absoluto, dejó escapar un gritito.
Era un anillo de oro.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 1 Ago - 19:13

SETENTA
El corazón de Isabelle rebosaba gratitud. Por un momento no fue capaz de hablar.
Reconocía el anillo: maman se lo había regalado. Era fino, con una amatista pequeña. Aun así, tenía que valer cuatro libras. Puede que más.
—Gracias —logró decir al fin.
Dos ratones más salieron de entre las piedras arrastrando algo. Se lo ofrecieron: era una pulsera de pequeños eslabones de oro; un corazoncito dorado con un rubí en el centro colgaba de uno de ellos. Su padre se la había regalado. Estaba cubierta de hollín, pero eso podía limpiarse.
Con el anillo compraría a Nero. Con la pulsera compraría su libertad. Podía venderla y usar los beneficios para alquilar una habitación en la aldea para ella y su familia. Se librarían de Avara, sus vacas y sus coles.
Muy agradecida por los regalos, Isabelle puso la mano en el suelo, con la palma hacia arriba, delante de la mamá ratona. Ella vaciló, pero al final se subió en ella. La joven la levantó hasta tenerla a la altura de los ojos.
—Gracias —repitió—. Gracias de todo corazón. No sabes lo que esto significa para mí. Jamás seré capaz de devolverte un favor tan grande.
Le dio un beso en la cabeza y la dejó en el suelo con mucho cuidado.
Después se levantó, con las joyas en la mano, y salió de la casa en ruinas.
El sol ya asomaba por el horizonte. Los pájaros cantores daban la bienvenida al alba. Para cuando llegó a la carretera, Isabelle corría.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 1 Ago - 19:20

SETENTA Y UNO
—Has regresado —dijo el hombre corpulento al abrir el cerrojo de la puerta—. Creía que no lo harías. ¿Tienes mi dinero?
Isabelle, que había llegado allí un minuto antes que él, estaba agachada con las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento. No había parado de correr desde la Maison Douleur al matadero.
—Tengo esto —dijo tras enderezarse. Se metió la mano en el bolsillo, sacó el anillo y se lo dio.
Él se lo devolvió, ofendido.
—Te dije cuatro libras, ¡no un anillo! ¿Te parezco un prestamista?
El pánico la atenazó. Ni por un segundo había considerado la posibilidad de que no lo aceptara.
—Pero es... es de oro. Vale más de cuatro libras —tartamudeó.
El otro descartó sus protestas con un gesto de la mano.
—Tendré que vendérselo al joyero, que es un agarrado. Mucho lío.
—Por favor... —le suplicó Isabelle, y se le rompió la voz.
El hombre la miró y después intentó apartar la vista, pero no fue capaz. La chica tenía la cara manchada de hollín, el vestido empapado de sudor y una manga manchada de sangre.
—Por favor, no matéis a mi caballo.
El encargado del matadero miró más allá de ella, hacia la calle. Soltó una palabrota y masculló que era un blando, que siempre lo había sido y que eso sería su perdición. Después se guardó el anillo.
—Ve a por él —le dijo, señalando el matadero con la cabeza—. Pero date prisa, antes de que cambie de idea.
Isabelle no le dio esa oportunidad.
—¡Nero! —gritó.
El caballo estaba al otro extremo del patio, atado a un poste, y alzó las
orejas cuando oyó la voz de Isabelle. Sus ojos oscuros se abrieron como platos. La joven corrió por el barro hacia él y se abrazó a su cuello. El animal resopló y le dio un empujoncito con la nariz.
—Sí, tienes razón, hay que salir de aquí —dijo ella. Después lo desató y lo condujo hacia la puerta.
En sus prisas por salir, no había visto a los demás caballos del matadero, pero ahora sí. Había dos. «Los habrán traído después de irme ayer», pensó. Estaban huesudos y comidos de moscas. Tenían el pelaje mate y las colas llenas de pinchos.
Apartó la mirada. No podía hacer nada por ellos. Habían llegado más hombres. El corpulento estaba preparando café en una estufita negra dentro de un desvencijado cobertizo. Los demás estaban a su alrededor, esperando una taza, aunque no tardarían en recoger los mazos y los cuchillos, y empezar su trabajo.
Isabelle pasó por delante de ellos con Nero y salió por las puertas.
Cuando estaba a punto de marcharse con él, volvió la vista atrás.
Nadie los había alimentado ni les había dado agua. ¿Para qué? ¿Por qué malgastar comida en unos animales que iban a morir? Estaban viejos, acabados. No valían nada. No tenían esperanza.
Isabelle agarró tan fuerte la correa de Nero que se le acalambraron las manos. La pulsera, la que pensaba usar para comprar su libertad y la de su familia, le pesaba en el bolsillo. Y le pesaba aún más en el corazón.
Alzó la mirada al cielo.
—¿Qué estoy haciendo? —preguntó, como si esperara una respuesta de las nubes.
Después ató a Nero a la valla, se sacó la pulsera del bolsillo y entró de nuevo en el matadero.
«Menuda idiota está hecha —diría mucha gente—. Hay que ser muy tonta para dar su pulsera por una causa perdida».
No hay que escuchar nunca a esa clase de personas, las de almas estrechas.
El perro huesudo que aparece en tu puerta. El pájaro con un ala rota al que le devuelves la salud. El gatito que encuentras llorando a un lado
de la carretera.
Crees que los estás salvando, ¿verdad?
Ah, la ingenuidad, ¿es que no lo ves?
Son ellos los que te están salvando a ti.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 1 Ago - 19:21

SETENTA Y DOS
Isabelle, con la cabeza gacha, caminaba por la carretera de vuelta del matadero, dejando atrás las afueras de Saint-Michel, con los tres caballos detrás.
«Madame me va a matar —pensó, preocupada—. Ni siquiera quería a Martin, que se gana su sustento. ¿Qué dirá cuando vea a Nero y a estos dos pobres despojos?».
Entonces se le ocurrió algo mucho más preocupante: «¿Y si madame se enfada tanto que amenaza con echarnos a la calle otra vez?».
No había tenido en cuenta esa posibilidad cuando regateaba por las vidas de los caballos, lo único que le importaba entonces era salvarlos, pero ahora era una amenaza real. Tantine había logrado convencer a Avara para que las permitiera quedarse después del desastre del perro muerto sudoroso; Isabelle dudaba que fuera capaz de salvarlas por segunda vez.
—¿Isabelle? ¿Eres tú? ¿Qué haces?
Isabelle levantó la mirada al oír la voz y logró esbozar una sonrisa rota.
—No lo sé, Félix. Los ratones me encontraron un anillo y una pulsera. Y pensaba usarlos para alejarnos de madame y sus malditas coles. Pero he acabado dándolos en el matadero para salvar a Nero y a estos dos. No podía permitir que murieran. Dios mío. ¿Qué he hecho? —dijo muy deprisa.
Félix, al que habían enviado al herrero a por clavos, ladeó la cabeza.
—Espera... ¿Ese es Nero? ¿Qué ratones? ¿Por qué sangras?
Isabelle se lo explicó todo.
Félix apartó la mirada mientras hablaba. Se limpió los ojos. Isabelle, que le daba patadas nerviosas a la tierra, no vio el brillo plateado en ellos.
Estaba terminando su historia cuando un ruidoso grupo de niños que subía en tropel del río la interrumpió.
—A ver... ¿Son tres caballos o cuatro? —gritó uno.
—¡Tres caballos y una chica fea con cara de caballo! —gritó otro.
Todos se partieron de risa. Isabelle hizo una mueca.
—Salid de aquí antes de que os dé una patada en el culo —los amenazó Félix, acercándose.
Se desperdigaron.
—No les hagas caso —le dijo a Isabelle—. Lo que dicen... no es cierto.
—Entonces, ¿por qué lo dicen? —preguntó ella en voz baja.
Félix la miró. A esta chica. Que estaba cansada, sucia, ensangrentada y empapada de sudor, pero seguía desafiante. Esta chica. Que había sacado del matadero a tres criaturas desamparadas a las que nadie quería.
—Esa no es la pregunta, Isabelle —respondió en voz baja—. La pregunta es: ¿por qué te lo crees?


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Mensaje por IsCris Dom 2 Ago - 16:20

Que lindo leer que Isabelle poco a poco esté recuperando su corazón, estoy segura que antes no habría dado su pulsera por más caballos blandos.
 Me gustó también lo que le dijo Félix, que se de cuenta que la gente puede decirle lo que quiera pero quien permite si le afecta o no es ella misma


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Mensaje por yiniva Dom 2 Ago - 18:01

Me emocione cuando encontro el anillo y la pulsera, tiene un corazonsote y rescato a todos, esa ultima frase de Felix, uff
Gracias Luz


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 2 Ago - 22:35

SETENTA Y TRES
—¡Nelson, Bonaparte, Lafayette, Cornwallis! —gritó Azar—. ¡Teníais razón desde el principio, caballeros! ¡No volveré a viajar dentro!
Azar estaba de pie sobre su carruaje, con las piernas abiertas para guardar el equilibrio, mientras este se lanzaba con gran estruendo por el camino hacia Saint-Michel. En breves minutos empezaría una partida de cartas en una habitación sobre la herrería, y no quería llegar tarde. Sus cuatro capuchinos estaban con él, persiguiéndose entre ellos mientras chillaban de placer.
—¡Más deprisa, más deprisa! —le gritó al conductor.
—¡Si vamos más deprisa, volaremos! —respondió el conductor.
Nelson eligió ese momento para agarrar el pañuelo que Azar se había atado alrededor de la cabeza al estilo pirata (el sombrero había salido despedido varios kilómetros antes) y corrió con él hacia el otro lado del techo. Azar lo persiguió y, al hacerlo, vio a un jinete a medio galope por los campos que bordeaban el camino. Estaba casi en paralelo a su carruaje.
Era una joven con las faldas hinchadas por el viento. Se le había soltado el pelo. Cabalgaba a horcajadas, como un hombre, no a la amazona. Tenía la cabeza baja, pegada al cuello del caballo, y el cuerpo tenso. Saltó por encima de un muro de piedra, sin miedo, completamente unida a su magnífico caballo negro. Emocionado, Azar se dio cuenta de que la conocía.
—¡Mademoiselle! ¡Isabelle! —gritó, pero ella no lo oyó.
«Ese es Nero, tiene que serlo —se dijo, con el pulso acelerado—. ¡Ha recuperado su caballo!».
Le quitó el pañuelo a Nelson y lo agitó, lo que por fin llamó la atención de Isabelle. Lo miró dos veces y se rio. Azar, incapaz de resistirse a una apuesta, una competición o un reto, señaló adelante. Había una iglesia a lo lejos, en lo alto de una colina. Ahuecó las manos en torno a la boca.
—¡Una carrera! —gritó.
Isabelle sonrió; le brillaron los ojos. Le dio unos golpecitos con los talones a los flancos de su caballo y salió al galope. Sin esfuerzo, el animal saltó por encima de una valla y dos arroyos, y corrió por un campo. Estaba dejando a Azar atrás en una nube de polvo, pero cuando llegó al final del campo apareció un seto vivo, una alta pared de arbustos que separaba el campo de un granjero del de otro. Alcanzaba el metro y medio de altura, y tenía al menos un metro de grosor.
—¡Hurra, amigos míos! —exclamó Azar dirigiéndose a los monos—. ¡La victoria es nuestra! No puede saltar eso. Tendrá que...
Se le atragantaron las palabras en la garganta. «Rodearlo», iba a decir. Sin embargo, Isabelle no lo rodeaba: iba derecha hacia él.
—¡No, no lo hagáis! ¡Es demasiado alto! ¡Os vais a partir el cuello! — gritó Azar—. No puedo mirar.
Se tapó los ojos, aunque después abrió los dedos y se asomó entre ellos.
Isabelle alzó las manos para dejarle la cabeza libre. El semental se acercó al seto. Se impulsó sobre las fuertes patas traseras, dobló las delanteras y voló por encima. Azar no los vio aterrizar (el arbusto le tapaba la vista), pero sí que los oyó. Isabelle dejó escapar un grito de alegría, el caballo relinchó y después la llevó colina arriba hasta el final del camino.
Estaba trotando con él en círculos para que se recuperara cuando Azar y su conductor llegaron al camino de la iglesia.
—¡Mademoiselle, sois peligrosa! ¡Una temeraria insensata! ¡Una imprudente! —gritó, enfadado, con las manos en las caderas. Después
sonrió—. ¡Creo que vamos a ser grandes amigos!
—¿Que yo soy imprudente? —preguntó ella entre risas—. Excelencia, ¡estáis encima de vuestro carruaje!
Azar se miró los pies.
—Es cierto, se me había olvidado. —Alzó la vista de nuevo—. Mis monos estaban pasándoselo muy bien, así que he pensado, ¿por qué yo no? Decidme, ¿de dónde habéis sacado ese maravilloso caballo?
—Lo he rescatado. Era mío, después dejó de serlo, y lo he encontrado en el matadero. Es una larga historia.
«¿Matadero? —pensó Azar, indignado—. Seguro que esa miserable vieja ha tenido algo que ver».
—¿Cómo se llama? —preguntó como si nada.
—Nero.
«¡Ja! —se jactó Azar para sí. Tuvo que contenerse para no bailar una giga encima del carruaje—. Su caballo... ¡Ha recuperado el segundo fragmento de su corazón!».
Había estado vigilando de cerca el mapa de Isabelle y había descubierto dos líneas nuevas. Una se desviaba hacia el bosque silvestre y se cruzaba con el camino de Felix. La otra torcía hacia el matadero. Azar no había sido capaz de adivinar por qué Isabelle tomaba el segundo rodeo. Ahora lo sabía.
«El chico, el caballo —pensó—; ya solo queda la hermanastra». Azar sabía que, si deseaba ayudar a Isabelle a encontrar el tercer fragmento, tenía que mantenerla allí un poco más, conseguir que siguiera hablando y, con suerte, sacar así el tema de Ella. La Parca le había prohibido a Isabelle visitar el Château Rigolade y a él visitar la granja de los LeBenêt. Aquella era la primera oportunidad que tenía para hablar con ella desde que Nelson había disparado al ladrón de pollos.
Se sentó en lo alto del carruaje, con las piernas colgando.
—Lo montáis como si lo hubieseis criado —comentó mientras alargaba una mano. Nero se le acercó y dejó que le rascara la nariz.
—No lo crie —respondió ella, dándole unas palmadas en el cuello al caballo —. Me lo dieron cuando era un potrillo. Cuando cumplí once años.
Fue un regalo del padre de Ella... Digo, del padre de la reina, mi padrastro. Tavi y yo somos las hermanastras fe...
—Sois sus hermanastras, sí, lo sé. Me lo dijo mi maga. Qué regalo tan maravilloso. ¿Octavia se puso celosa? ¿Y Ella?
—A Tavi le habían regalado una edición en cuero de los Principios matemáticos de la filosofía natural, de Newton, un mes antes, por su cumpleaños. Si nuestro padrastro me hubiera regalado una manada de elefantes, ni se hubiera dado cuenta. Y Ella nunca se ponía celosa. Le daba
miedo Nero, eso sí. Le daba miedo que me matara con él. —Isabelle sonrió con nostalgia al recordarlo—. Se preocupaba cada vez que salía a galopar con él. Normalmente con Félix. Vuestro carpintero. Era uno de nuestros mozos de cuadra...
—¿Ah, ¿sí?  —preguntó Azar, como si nada.
—Ella nos rodeaba con sus brazos cada vez que regresábamos y nos besaba, como si temiera que un día no volviéramos vivos... —Dejó que se le apagara la voz con la frase—. Siempre era muy dulce, muy cariñosa.
—La echáis de menos —comentó Azar, aprovechando la oportunidad.
—Todos los días —dijo la muchacha con la mirada fija en las riendas—. Cuesta reconocerlo.
—¿Por qué?
—Porque seguro que ella no me echa de menos a mí —respondió con una carcajada triste—. Me odia.
—¿Lo sabéis con certeza?
—¿Cómo no iba a odiarme?
—Porque sois audaz y elegante. ¿Quién no iba a querer a una joven así?
—Sois muy amable, excelencia, pero no me conocéis. No fui... No fui buena con ella.
—Conozco a oficiales de caballería incapaces de saltar ese seto. Sé reconocer a un alma valiente cuando la veo.
—¿Estáis diciéndome que debería...? —preguntó Isabelle, mirándolo con curiosidad.
—¿Intentar ver a vuestra hermanastra? ¿Intentar reparar el daño? ¡Bueno, niña, me leéis la mente!
—¿Creéis que querrá verme? —preguntó ella, vacilante. Y llena de esperanza.
Azar se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas.
—Creo que todos cometemos errores. Lo que importa es impedir que nuestros errores nos definan.
La campana de la iglesia empezó a dar la hora: las ocho. Azar puso una mueca: seguro que la partida de cartas ya había empezado.
—Debemos despedirnos, me temo. Tengo unos asuntos que tratar en el pueblo. París no está lejos, joven Isabelle.
Bajó de un salto y abrió la puerta del carruaje. Una vez dentro, bajó la ventana, se asomó fuera y cerró la puerta. El conductor dio media vuelta para regresar a la carretera.
Azar e Isabelle se despidieron con un gesto de la mano, y Azar se dejó caer en su asiento.
Todo iba bien. Isabelle se estaba abriendo su propio camino. El caballo era suyo. El chico, también. O, mejor dicho, lo sería si dejaban de pelearse. Además, iba a ver a su hermanastra.
Debería haber estado encantado ante la perspectiva, pero se sentía inquieto. Tenía el mapa de Isabelle. Lo miraba todos los días y, por mucho que la joven progresara, la horrible calavera de cera del pie del pergamino seguía oscureciéndose. Calculaba que solo le quedaban unos días para volverse negra por completo.
Encontrar a Ella y obtener la ayuda de la reina de las hadas... era su única esperanza. Y la de él.
Azar se asomó de nuevo por la ventana, en busca de Isabelle. La avistó galopando por los campos, cada vez más pequeña.
—Adelante, radiante muchacha —susurró—. Cabalga con ganas. Cabalga deprisa. Aprópiate de tu camino. Date prisa.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 2 Ago - 22:36

SETENTA Y CUATRO
Madame LeBenêt estrelló la masa de pan contra la mesa como si pretendiera matarla.
—¡Dos veces, Tantine! —exclamó, resentida—. No una, sino dos veces se han aprovechado esas chicas de mi amabilidad. Primero el queso, ¡y ahora los caballos!
—Isabelle tiene buen corazón, Avara. Como tú —dijo Tantine.
Hablaba en tono tranquilizador, con expresión plácida, aunque por dentro estaba furiosa. Justo cuando tenía todo encarrilado, su plan se desmoronaba. Aquel maldito semental tendría que haber estado muerto, no pastando felizmente en el campo de los LeBenêt. La Parca se lo había
comprado a una viuda pobre y lo había vendido al matadero diciéndoles que era demasiado salvaje para cabalgarlo, un asesino, por lo que el sacrificio era la única opción.
Por si el mero hecho de que siguiera con vida no fuese poco, a la hora de comer (los mismos alimentos parcos y sosos de siempre), Isabelle había anunciado que iría a París a caballo al día siguiente para intentar ver a su hermanastra. La Parca había fingido alegrarse por el deseo de reconciliación de la muchacha. Avara no había fingido en absoluto, pero Isabelle le había prometido que se encargaría de ordeñar las vacas antes de marcharse y que volvería a tiempo para ordeñarlas por la noche.
Además, era domingo, el supuesto día de descanso, así que poco más podía decir Avara al respecto.
El caballo, el chico y ahora la hermanastra... ¿Estaba Isabelle abriendo sus propios caminos sola? ¿O se los había dibujado Azar en el mapa?
Todavía lo tenía, por supuesto. ¿Y si había aprendido a fabricar tintas más fuertes? La Parca se estremeció al pensar en el caos que aquel sinvergüenza desataría con tal poder al alcance de la mano.
—Tres caballos ha traído del matadero, ¡tres! —se quejaba Avara, enfurecida, clavando el pulpejo de las manos en la masa con tanta fuerza que la mesa temblaba.
—¿Has visto a Losca? —le preguntó la anciana, que ya no aguantaba más la diatriba de la señora—. Tiene que remendarme una cosa.
—Estará en el jardín. Creo que es su lugar favorito —contestó Avara—. Esa chica sí que no causa problemas. Es callada, servicial y come como un pajarillo.
La mujer dijo algo más, pero la Parca, que ya estaba fuera, no la oyó. Losca estaba en el jardín, efectivamente, sentada al lado de las tomateras: quitaba las gordas orugas verdes de las plantas y se las metía en la boca. Tenía las mejillas sonrojadas y el cuello del vestido empapado en sudor.
Parecía exhausta.
—¿Dónde has estado? —le preguntó la Parca.
Losca, con la boca llena, no podía responder. Así que cogió algo que había en el suelo, a su lado, y se lo dio a su señora.
A la Parca se le iluminaron los ojos al ver lo que era: el mapa de Isabelle.
—¡Eres una muchacha maravillosa! ¿Cómo lo has conseguido?
Losca se tragó las orugas y se lo explicó a la Parca con su voz aguda y ronca: había volado hasta el Château Rigolade por la mañana temprana, antes de que despertaran sus residentes. Se había metido por la ventana abierta de un dormitorio y había bajado con sigilo hasta el comedor. El mapa estaba abierto sobre la mesa, aunque Azar estaba sobre él, roncando.
En la misma mesa, cerca de él, había una licorera de coñac y, a su lado, una baraja y una pila de monedas de oro. Sin dejar su forma de cuervo, por si tenía que huir a toda prisa, agarró una esquina del mapa con el pico y tiró de él con precaución, centímetro a centímetro, hasta liberarlo. Azar había gruñido y se había movido en sueños, pero no se había despertado. Tras enrollar el mapa con el pico, Losca lo había sujetado con las garras, había salido por la ventana y había regresado volando. No pretendía aterrizar en las tomateras, pero volar tantos kilómetros con el mapa la había dejado muerta de hambre y mareada.
—Descansa, Losca, y come lo que te plazca —le dijo la Parca—. Te mereces una recompensa especial por el trabajo bien hecho. Iremos a pasear por el bosque esta noche por si encontramos algún animalillo muerto repleto de jugosos gusanos.
Losca sonrió y siguió cazando orugas.
La Parca corrió a su habitación y desplegó el mapa en la mesa. Con un dedo torcido y arrugado recorrió el camino de Isabelle. Aliviada, comprobó que, aunque la joven se había labrado sus propios desvíos, el camino principal de su vida seguía inalterado, al igual que su fin.
Azar no había logrado cambiarlos. La calavera de cera era del negro azulado del ala de un cuervo. La Parca calculaba que, dentro de cuatro días, cinco a lo sumo, estaría tan negro como una tumba.
Aun así, sabía que no era el momento de despreocuparse. ¿Y si de verdad lograba una audiencia con su hermanastra? ¿Y si Ella la perdonaba y la invitaba a vivir en palacio?
—Puede que haya llegado el momento de acelerar un poco el proceso — caviló la Parca en voz alta—. Quizá logre reducir esos cuatro o cinco días a uno.
Se sentó a la mesa, cogió una pluma y la mojó en una botella de tinta. Con movimientos precisos y expertos, esbozó nuevos contornos en el paisaje ya existente. Cuando terminó, resaltó las colinas con «Maldición», de un gris turbio, y sombreó las hondonadas con «Derrota», un morado tan oscuro y moteado como un cardenal.
Mientras trabajaba en el mapa, Losca entró en el dormitorio. Se había
recuperado del esfuerzo: los ojos ya le brillaban como siempre y las mejillas lucían su habitual palidez.
—¡Ah, Losca! Me alegro de verte aquí.
Le explicó que Isabelle partiría al día siguiente hacia París y que quería que el cuervo saliera volando temprano y preparara el terreno para el viaje de la muchacha. Cuando terminó de hablar, regresó al mapa, aunque, en lugar de enrollarlo y guardarlo, frunció el ceño. Todavía faltaba algo.
Eligió otra tinta, «Destrucción», de un rojo intenso, y punteó con ella el camino de Isabelle, sin mesura.
—Sí —dijo con una sonrisa de satisfacción—. Con eso debería bastar.
Quizá en vez de intentar evitar que la chica cambie su destino ha llegado el momento de enviarla de cabeza a él.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 2 Ago - 23:11

SETENTA Y CINCO
La raposa adelantó a Isabelle.
Entonces se detuvo y se sentó en el tocón de un árbol, a un lado de la carretera, mientras Isabelle, que cabalgaba sobre Nero, la alcanzaba.
—Fuisteis vos, ¿verdad, Tanaquill? —preguntó al detenerse a pocos metros del tocón. A diferencia de Martin, a Nero no le daban miedo los zorros.
La zorra de ojos esmeralda parpadeó.
—Perseguisteis a Martin hasta el matadero para que viera a su viejo amigo.
Me devolvisteis a Nero. Gracias. Es uno de los fragmentos, lo sé.
La raposa alzó el hocico y ladró.
Isabelle asintió.
—Supongo que estaba equivocada desde el principio. Los pedazos no eran la bondad, la amabilidad y la caridad. Me dijisteis que me habían sacado el corazón pedazo a pedazo, pero no se puede sacar nada que antes no estuviera allí.
La zorra se lamió la pata.
—Ahora voy de camino a París. Para ver a Ella. Creo que ella también es otro pedazo —conjeturó Isabelle, a la espera de la reacción del animal. Pero si la raposa estaba de acuerdo, no dio indicios de ello.
—Nero me hizo mejor persona. Me dio valor —continuó—. ¿Y Ella? Si alguna vez fui buena, aunque fuera un poquito, es por ella.
La zorra se lamió la cola.
—Tavi cree que Felix también es un pedazo. Pero no lo es. Sé que no lo es. ¿Me podéis decir cuál es el fragmento que me falta? ¿Darme una pista? ¿Un empujoncito? ¿Algo, majestad?
La raposa giró la cabeza y observó el camino fijamente, como si viera u oyera algo. Isabelle siguió su mirada, pero no vio qué le llamaba la atención. Cuando volvió de nuevo la vista hacia el animal, la criatura había desaparecido.
—Ahora hablo con los zorros. Es casi tan malo como hablar con las coles — dijo, y Nero y ella siguieron su camino. Ya habían recorrido diez de los treinta y dos kilómetros que los separaban de la ciudad, y la muchacha se había pasado todo el camino preguntándose si estaría loca.
Todo el mundo pensaba que ir a ver a Ella era una malísima idea. Tantine le dijo que los guardias no le permitirían pasar. Tavi le dijo que Ella no querría verla. Madame le dijo que le robarían, la asesinarían y la tirarían en una zanja antes de recorrer medio camino.
Solo a maman le pareció buena idea. Le dijo a Isabelle que buscara a un duque con el que casarse mientras estuviera allí. Y, por supuesto, el marqués quería que fuera.
Su resolución vaciló durante un momento, aunque después recordó al marqués encima de su carruaje en marcha, con el viento tirándole de las trenzas e hinchándole la chaqueta.
La mayoría habría gritado de terror; él se reía a mandíbula batiente y alzaba los brazos al cielo.
Recordaba sus ojos chispeantes y que, cuando la miraba con ellos, sentía que la suerte estaba de su parte, que todo era posible.
Entonces chascó la lengua y urgió a Nero a seguir.
Llevaban algo más de un kilómetro a medio galope cuando vieron a un hombre caminar por el borde de la carretera. Era un domingo tranquilo, así que apenas habían visto a nadie más, salvo por unos cuantos carros y carruajes.
No le dio demasiada importancia al hombre hasta que se acercaron y se percató de que reconocía la forma de sus hombros y sus grandes zancadas.
Era Félix.
Se le formó un nudo en el estómago. No quería verlo. Siempre que pasaban juntos más de dos minutos, algo malo sucedía. Discutían. Gritaban. Él la había besado y después se había ido. Podía ser asombrosamente amable o increíblemente cruel.
Isabelle decidió adelantarlo al galope y fingir no haberlo visto, pero entonces él oyó que se acercaba un jinete y se volvió; así que la joven perdió su oportunidad.
—Isabelle —dijo sin emoción alguna al darse cuenta de que era ella. Al parecer, tampoco se alegraba demasiado de verla.
—Hola, Felix —respondió con frialdad—. Voy a París. Me temo que no tengo tiempo para pararme.
—Qué pena.
Su tono de voz la irritó, así que frunció el ceño, aunque Félix no vio su reacción pues no la miraba a ella, sino a Nero.
El caballo había enderezado las orejas al oír la voz del joven. Trotó hasta él, lo olisqueó y dejó escapar un resoplido.
—Gracias, chico —le dijo Félix, riéndose mientras se limpiaba el húmedo aliento de caballo de la cara.
Se le había ablandado la expresión. Isabelle sabía que adoraba a Nero y que su amor era correspondido. El caballo bajó la cabeza para invitarlo a que le rascara las orejas. El enojadizo Nero, que evitaba el contacto de todo el mundo salvo el de Isabelle, el que era más propenso a morder y cocear que a comportarse.
«Chaquetero», pensó Isabelle.
—¿Por qué vas a París?
—A ver a Ella.
Félix alzó la vista bajo el ala de su sombrero.
—Una audiencia con la reina. No es algo que pase todos los días. ¿Cuándo te ha convocado?
—Bueno, no ha sido así exactamente —vaciló—. No me ha convocado.
—¿Así que vas a pasarte a ver a la reina de Francia, sin más?
El tono escéptico del muchacho la hizo vacilar, y eso la irritó más todavía. De nuevo se preguntó si la idea del marqués no sería un poco loca. Y si ella no lo estaría también.
—Voy a intentar verla —se corrigió—. Lo necesito. Tengo... tengo que decirle una cosa.
—¿Isabelle?
—¿Qué?
—Sea lo que sea lo que le tengas que decir a Ella..., díselo, no se lo grites. Hay guardias en palacio. Muchos. Con espadas y fusiles. Tampoco les lances cosas. Ni huevos ni nueces.
—¿Adónde vas tú? —preguntó ella de mal humor, deseando cambiar de tema. Estaba claro que Félix se había enterado del incidente con los huérfanos.
—También voy a París —respondió mientras acariciaba el cuello de Nero—.
Voy a entregar una cara. Bueno, media cara.
—¿Otro herido de guerra? —preguntó Isabelle, olvidada su irritación por un momento.
—Sí, la metralla le ha destrozado la mejilla izquierda a un capitán. Y el ojo. No puede salir a la calle, la gente se le queda mirando. Se apartan de él. He fabricado media máscara para tapar la herida. Espero que ayude.
Isabelle estaba a punto de responder que, seguro que así sería, pero él se le adelantó.
—Nero está sudando —dijo con el ceño fruncido—. Deberías bajar y caminar un rato. Dale un descanso. Todavía os quedan muchos kilómetros para llegar a París.
—¿Me estás diciendo cómo tengo que cuidar de mi propio caballo? — preguntó Isabelle, aunque también se inclinó hacia delante para tocarle el cuello a Nero.
—Sí. —Isabelle, casi hirviendo de rabia, no cedió.
—¿Te da miedo? —le preguntó Félix en tono de mofa.
—¿El qué?
—Que vuelva a besarte.
Isabelle le lanzó una mirada asesina, aunque se bajó del caballo porque él estaba en lo cierto, maldito fuera: Nero estaba sudando un poco. —Tú eres el que tienes miedo —respondió ella mientras pasaba las riendas por encima de la cabeza del caballo para conducirlo desde el suelo.
—¿Ah, ¿sí?
—Tiene que ser eso, porque cada vez que me besas, huyes.
Félix resopló, lo que fue un error.
El gesto grosero, el desdén de su cara..., consiguieron llevar la rabia de Isabelle a ebullición. Se paró de golpe en medio de la carretera, le enganchó un brazo al cuello y tiró de él. El beso que le dio no fue ni dulce ni suave; fue un choque caliente y duro, lleno de furia y deseo.
Lo besó con todo lo que tenía dentro hasta que ya no pudo respirar y lo soltó.
Félix trastabilló hacia atrás. Se le cayó el sombrero.
—Corre. Ve —le dijo ella, señalando la carretera—. Es lo que haces siempre.
El dolor se arremolinaba en los ojos de Félix. A Isabelle le dolía saber que ella era la causante, aunque no podía refrenar la ira que sentía. La había contenido durante demasiado tiempo.
—¿Por qué, Félix? Solo dime por qué —le exigió—. Me lo debes. ¿Cambiaste de idea? ¿Encontraste otra chica mejor? ¿Una chica bonita?
La expresión de Félix era la de alguien que había recibido una puñalada en el corazón.
—No, Isabelle. Esperé. Solo en el bosque. Noche tras noche. A que acudiera alguien que me juró que acudiría y nunca lo hizo. Esperé hasta que empezó el frío y tuve que abandonar el bosque silvestre y Saint- Michel para buscar trabajo. Creía que eras tú la que había cambiado de idea. Que habías encontrado a un chico rico. Al hijo de un noble.
La incertidumbre correteó por el corazón de la muchacha como ratoncitos por una pared.
—Eso no es verdad —dijo despacio mientras negaba con la cabeza—. Después de que maman nos descubriera y obligara a tu familia a marcharse, me dijiste que volverías a por mí. Me prometiste dejar un mensaje en el tilo, pero no lo hiciste.
Félix se pasó una mano por el pelo. Miró al cielo.
—Dios mío. Todo este tiempo... Durante todo este tiempo has pensado que...
—Sí, Félix, pensé que me amabas —respondió ella con tono amargo.
—Pero, Isabelle, sí que te dejé una nota.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 2 Ago - 23:11

SETENTA Y SEIS
Isabelle negó con la cabeza.
Era como pisar un estanque que parecía congelado por completo y, de repente, notar que el hielo se resquebrajaba bajo tus pies.
—No —insistió—. Lo comprobé. Todas las noches.
—Y yo esperé todas las noches. Justo donde te dije que estaría. Donde vimos a la cierva y sus cervatillos.
—No, no es verdad —dijo Isabelle, aunque con menos convicción.
—Lo es, te lo juro.
—Entonces, ¿qué pasó con la nota?
—No.… no lo sé —respondió él, alzando las manos al cielo—. No entiendo cómo podría haberle pasado algo. Me preocupaba que saliera volando, así que le puse una piedra encima para evitarlo.
«No puede ser cierto. Debe de estar mintiendo —pensó Isabelle—. No tiene sentido».
Hasta que, de repente, lo tuvo. El hielo se rompió, y la helada conmoción de la verdad arrastró a Isabelle bajo el agua.
Maman —dijo—, siempre estaba vigilando. Seguro que te vio esconderla. Seguro que la cogió y la quemó.
Isabelle sentía que se ahogaba. El dolor, la pena, la amargura... Todas esas emociones que había arrastrado durante años, emociones que habían sido tan reales para ella, ahora veía que eran falsas. Sin embargo, un sentimiento nuevo amenazaba con arrollarla, con atraparla y enredarla, con ahogarla en sus profundidades: la melancolía.
Se vio corriendo al tilo noche tras noche con la vana esperanza de encontrar una nota. Vio a Felix esperándola en el bosque silvestre. Y después vio a los dos rendirse. Creer lo peor el uno del otro. Y de sí mismos.
—Ay, Félix —dijo, y su voz angustiada no era más que un susurro—. Si hubiera encontrado esa nota... ¿Cómo habrían sido nuestras vidas? Ahora estaríamos en Roma, felices.
—Puede que viviendo junto a un mar turqués en Zanzíbar. O en lo alto de una fortaleza de montaña en el Tíbet. —Se rio él, sin ganas—. O muertos. De hambre. Por congelación o pura estupidez. Tampoco es que planeáramos mucho el viaje. Yo tenía ahorradas unas cuantas monedas. Tú ibas a llevar huevos duros y tarta de jengibre.
Isabelle estaba desesperada por liberarse, por salir a la superficie, por encontrar algo de esperanza en el agua oscura y turbulenta, y usarla para emerger. ¿Podría?
Puso una mano en el pecho de Felix. Sobre su corazón. Y después lo besó.
—¿Vas a marcharte otra vez? —le preguntó después, apoyando la frente en su pecho—. No lo hagas. Prométeme que no lo harás.
—No te puedo prometer eso, Isabelle.
Ella alzó la mirada, afligida, e intentó retirarse, pero él le agarró la mano y se la sujetó con fuerza.
—Voy a dejar a maese Jordan y Saint-Michel. Me marcho de Francia — dijo a toda prisa.
—No.… no lo entiendo...
—Me voy a Roma, Isabelle. A convertirme en escultor, como siempre he querido. —Se llevó su mano a los labios y la besó—. Ven conmigo.


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Mensaje por berny_girl Lun 3 Ago - 4:22

Capítulo 59 al Capítulo 66
En verdad me tiene un poco desesperada el asunto de que juegan con la vida de Isabelle, ella está intentando en todas sus formas ser mejor y poder obtener algo bueno es su vida… pero de uno u otro modo estos dos rivales ponen las cosas patas para arriba y la chica sale perjudicada…
Me alegro que de una forma parcial, la pusieron delante de su caballo… y espero sinceramente que pueda comprarlo.
Hugo al final solo pelea con Tavi porque si, él ya tiene a su amada, lástima que no puede estar con ella.


Capítulo 67 al Capítulo 72
Isabelle cada vez me cae mejor… y con eso de salvar a los caballos me termino por caer mucho mejor…
Felix por fin apareció de nuevo… deseo  que todos los malos entendidos entre ellos se resuelvan.


Capítulo 73 al Capítulo 76
Tenía razón la mama tenía que ver con todo… lo bueno que descubrieron el mal entendido… pero la propuesta de Felix no es precisamente la mejor y menos aún en el momento en el que están…
Isabelle tiene mucho sobre sus hombros y no creo que pueda dejar a su familia… aunque con la juga maestra de la Vieja, puede que no siquiera llega a finalizar el día.


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Mensaje por IsCris Lun 3 Ago - 8:38

Aquí la villana siempre fue la Mamá, pero bueno eso es subjetivo, porque quienes trazan sus mapa son las Parcas 

Que lindo que ya Félix e Isabelle se entendieran, espero que puedan llegar a ser felices, que Isa pueda detener la oscuridad de la carabela de su mapa


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 3 Ago - 14:27

SETENTA Y SIETE
Isabelle y Felix caminaban en silencio por la carretera, con Nero detrás.
Había pasado media hora desde que le pidiera a Isabelle que se fuera con él a Roma.
Al principio, ella se había reído, pensando que se trataba de una broma impulsiva, pero no había tardado en darse cuenta de que iba en serio.
«Tengo trabajo con un maestro escultor —le había explicado Felix—. Me escribió hace un mes. Me encargaría de las peores tareas, las que nadie más quiere hacer, pero es un comienzo. Ya he dado aviso y he comprado el billete».
«Felix, ¿cuándo...? ¿Cómo...?», había preguntado ella, aturdida. «He estado ahorrando el dinero que he ganado con cada trabajo de los últimos dos años. Con todos los pies, manos, ojos y dientes que he tallado por mi cuenta. Y con el ejército de madera. Lo he vendido. Lo ha comprado un noble de París, que ya ha enviado el dinero. Solo me quedan tres oficiales para terminarlo. En cuanto le envíe su trabajo, su criado vendrá a recogerlo. —Hizo una pausa y añadió—: Basta para comprarte a ti otro billete. Para alquilar un desván en alguna parte. Ven conmigo».
Isabelle quería decir que sí más que nada en el mundo, pero era imposible y lo sabía.
«No puedo ir, Felix. Mi madre ha perdido la cabeza, y la de Tavi siempre está en las nubes. Si me marcho, ¿quién cuidará de ellas? Apenas logramos sobrevivir tal como estamos. Sin mí no durarían ni una semana».
—No puedo recuperarte para perderte de nuevo —repuso él tras aquellos minutos de silencio—. Tiene que existir un modo. Lo encontraremos.
Isabelle logró esbozar una sonrisa, aunque no tenía ni idea de cuál sería ese modo.
—Tengo que irme —dijo.
Felix iba a pasar la noche en la ciudad, en la casa del capitán para el que había fabricado la máscara, pero ella tenía que llegar a París y regresar a SaintMichel en un día.
—Quédate otro kilómetro conmigo. Ahí está la señal —dijo, señalando con la cabeza un poste blanqueado que estaba más adelante—. Estamos casi a medio camino.
—De acuerdo. Un kilómetro más.
Unos minutos después dejaron atrás el poste. Sobre él, un cartel nuevo y recién pintado señalaba el camino a París, a la izquierda. Otro, a Malleval, a la derecha. Sin mirarlo apenas, Isabelle y Felix torcieron a la izquierda.
De no haber estado sus emociones tan a flor de piel, de no haber estado tan distraídos hablando de Roma, de no haberse parado en medio de la carretera para otro beso, quizá se hubieran fijado en que el cartel no solo era nuevo, sino que la pintura blanca todavía estaba húmeda. Y que unas letras negras espectrales asomaban por debajo: París debajo de Malleval y Malleval debajo de París.
Quizás hubieran visto las huellas de botas en la base del cartel y la tierra removida a pocos metros de él. De haberse molestado en escarbar en esa tierra, habrían encontrado dos botes de pintura vacíos y dos brochas usadas, todo robado aquella mañana temprana en una granja cercana.
Pero no vieron nada de eso, así que siguieron su camino.
En cuanto estuvieron lo bastante lejos, el cuervo negro como el carbón que había estado posado en una rama frondosa aleteó con ganas y salió volando.
No necesitaba quedarse. Su señora se lo había dicho.
La muchacha y el joven que iba con ella no regresarían.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 3 Ago - 14:28

SETENTA Y OCHO
Lo primero que llamó la atención de Isabelle fue el humo.
Olor a heno quemado. Acre y fuera de lugar en la brisa veraniega.
Los granjeros quemaban sus campos para librarse de malas hierbas y rastrojos en otoño, cuando tocaba la cosecha. No en agosto.
—¿Hueles eso? —preguntó a Félix.
—Sí —respondió él mientras miraba a su alrededor en busca del origen del humo.
Nero relinchó, inquieto. Tiró de sus riendas. Isabelle se percató de que nada de lo que los rodeaba le resultaba familiar. Había ido antes a París, varias veces, para comprar vestidos con Tavi y su madre, pero no recordaba aquel enorme huerto de manzanos a la derecha de la carretera.
Ni el viejo granero de piedra a medio derruir de la izquierda.
—Vamos por la carretera correcta, ¿no? —le preguntó a Félix al darse cuenta de que apenas había mirado la señal.
—Seguro. Recuerdo haber visto que el cartel de París señalaba a la izquierda. Y por ahí hemos ido.
Siguieron caminando. Unos minutos después divisaron otra señal. Un hombre estaba sentado bajo ella, con la espalda apoyada en el poste de madera y la cabeza gacha, descansando. Llevaba la ropa basta de los granjeros: botas maltrechas, pantalones largos, camisa roja. El sombrero de paja le tapaba la cara.
Al acercarse, vieron que en el poste solo había una señal en la que se leía Malleval.
—No puede estar bien —dijo Félix—. Malleval está en dirección contraria.
Isabelle decidió preguntar. Le dio las riendas de Nero a Felix y se acercó al hombre que descansaba.
—Perdonadme, señor, ¿es esta la carretera que lleva a París?
El hombre no respondió.
—Está dormido como un tronco —dijo Isabelle.
Odiaba tener que despertarlo, pero necesitaba saber dónde estaban y no podía perder más tiempo.
—¿Señor? Perdonadme... —dijo.
Pero el hombre siguió durmiendo. Isabelle se agachó y le sacudió un poco el brazo. El sombrero le salió volando. La cabeza le cayó sobre el hombro de un modo muy poco natural. Su cuerpo se volcó como si fuera un saco de harina.
Entonces fue cuando Isabelle se dio cuenta de que no echaba la siesta ni llevaba una camisa roja: vestía una camisa blanca que se había tornado roja. Le habían cortado el cuello de oreja a oreja. La sangre le había brotado en cascada de la herida y le había empapado la pechera. Todavía goteaba.
El terror se apoderó de ella.
—¡Que alguien nos ayude! Por amor de Dios, ¡ayuda! —gritó.
Félix acudió al instante a su lado y se quedó pálido al ver al hombre muerto. Agarró a Isabelle del brazo y tiró de ella. A Nero, al oír los gritos y oler la sangre, se le desorbitaron los ojos. Isabelle se lo quitó a Felix para intentar calmarlo mientras el joven gritaba de nuevo pidiendo ayuda.
Nadie respondió. Nadie acudió.
Se levantó la brisa y, con ella, llegó el olor a humo. Fue como una bofetada; le devolvió la cordura a Isabelle. Se percató de lo estúpidos que habían sido.
—El que haya matado a este hombre sigue cerca —le dijo a Félix—. Y acabamos de avisarlo de que estamos aquí.
—Si ese cartel está en lo cierto, Malleval debe de estar a poca distancia respondió el muchacho—. Allí estaremos a salvo. Podemos contarles lo sucedido. Enviarán a alguien a por este pobre hombre.
Tras echar un temeroso vistazo a su alrededor, Isabelle puso el pie en el estribo. Félix la empujó hasta la silla y se subió detrás de ella.
—Adelante —dijo mientras se aferraba a su cintura.
Isabelle espoleó a Nero, que galopó el kilómetro y pico que los separaba del pueblo. Sin embargo, cuando lo tuvieron a la vista, se detuvo, alzó la cabeza y dejó escapar un relincho ensordecedor.
Isabelle abrió mucho los ojos. Se llevó una mano al pecho.
—No —susurró—. Por Dios bendito, no... No recibirían ayuda de los habitantes de Malleval.
Ni entonces ni nunca.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 3 Ago - 14:30

SETENTA Y NUEVE
Isabelle se bajó del caballo y avanzó dando tumbos por los campos de trigo que bordeaban Malleval, como si estuviera borracha. Félix la siguió.
Nero se quedó en la carretera, donde lo habían dejado, con las riendas arrastrándose por el polvo.
Tirados en la tierra, entre los tallos cortados de trigo, había cadáveres. De hombres, mujeres y niños. Les habían disparado y apuñalado. A muchos, por la espalda. Había un hombre con un agujero enorme en el costado, todavía agarrado a su horqueta. Había una anciana con una herida de bayoneta en el pecho.
El humo gris se arremolinaba por encima de ellos. Los hogares de la aldea, sus establos y granjas, tenían tejados de paja, y todos ardían. Empezó a temblar con tanta violencia que era incapaz de parar. Le cedieron las piernas. Cayó sobre el trasero al lado de una madre muerta con su hijo muerto. Un sonido agudo le subió del pecho a la garganta hasta salir convertido en un aullido salvaje de dolor, seguido de unos sollozos estrangulados. Se dobló sobre sí misma, agarrada a la tierra del suelo, y lloró.
Un rato después (¿minutos, una hora?) oyó voces. Voces de hombres.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. No eran de Felix. Él cargaba con una anciana ensangrentada por un campo, corriendo con ella hacia una de las casas que no ardían.
Entonces, Isabelle vio a los hombres. Soldados. Se habían reunido al borde del campo, donde hablaban y reían. Algunos sostenían las riendas de sus caballos; otros, sacos con lo que habían robado.
Uno de ellos se volvió, vio a la muchacha y esbozó una fea sonrisa.
Empezó a caminar hacia ella a través del humo, de la lluvia de ceniza, como un demonio surgido del infierno. Dos más fueron a seguirlo, pero les indicó que pararan. Ella iba a ser su juego, solo para él.
Aunque nunca lo hubiera visto antes, lo conocía. Por los rumores y las historias. Por una visión que tuvo cuando un carro cargado de soldados heridos pasó junto a ella camino de Saint-Michel. Blandía una espada en una mano y un escudo en la otra. No llevaba chaqueta. Tenía el chaleco de cuero y la camisa blanca manchados de sangre; el pelo, negro con vetas de plata, peinado hacia atrás; una cicatriz le arrugaba la mejilla; y sus ojos ardían con un fuego oscuro.
Era Volkmar.
Dentro de Isabelle, debajo de su corazón, el lobo dormido despertó.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 3 Ago - 14:31

OCHENTA
Estaba aterrada. Iba a morir; lo sabía. Sin embargo, no pensaba huir; se enfrentaría a Volkmar.
Se puso en pie a toda prisa y, mientras buscaba un arma, rezó porque Félix se quedará con la anciana dentro de la casa. Tenía que haber algo con lo que luchar: una horqueta, una pala, un rastrillo. Apuntaría al cuello de Volkmar, si podía. A su muslo. A su muñeca. Haría todo lo posible por herirlo.
Volkmar se acercó. El corazón de Isabelle intentaba salírsele del pecho.
La sangre le bombeaba en las orejas como un tambor. No obstante, por encima de todo aquello, oyó otro ruido: tela al rasgarse. Notó un peso repentino que le tiraba de la ropa.
Miró abajo y vio que el bolsillo se le había roto. Porque la nuez estaba creciendo.
Isabelle la sacó a toda prisa antes de que le destrozara el vestido. Al hacerlo, se aplastó y dilató hasta medir la mitad que ella. Unas correas de cuero aparecieron en el lado que tenía más cerca. Se dio cuenta de que sostenía un escudo. Metió los brazos por las correas y lo levantó sobre la cabeza.
Justo a tiempo.
Una fracción de segundo después, la hoja de Volkmar cayó sobre él. Isabelle ahora era fuerte, tenía los brazos musculosos gracias a las interminables labores de la granja, así que consiguió mantenerse firme. Sin el escudo, el golpe la habría partido por la mitad.
Se metió la mano de nuevo en el bolsillo al recordar el primer regalo de Tanaquill. Sus dedos se cerraron en torno al hueso. Lo sacó y, al hacerlo, se transformó en la misma temible espada que había usado para defenderse del ladrón de pollos.
—¡Cobarde! —le escupió—. ¡Asesino! ¡Era gente inocente!
El horror y la pena se habían esfumado. Ahora su cuerpo era rabia pura.
La sonrisa de Volkmar se transformó en un rugido. Las palabras de la joven lo habían ofendido, así que no bastaría con atravesarle el corazón, sino que apuntaría al cuello y le cortaría la cabeza de un tajo.
Alzó la espada, como ella sabía que haría. Isabelle se agachó, y la hoja de Volkmar le pasó por encima de la cabeza. Las piernas de la joven la impulsaron para enderezarse de nuevo, y la punta de su espada le acertó en el costado y le dejó un corte irregular en las costillas. El hombre aulló, sorprendido, y retrocedió tambaleándose.
A Isabelle el corazón le latía como un tambor de guerra. La sangre le zumbaba. Volkmar se llevó la punta de los dedos a la herida. Se le mancharon de rojo.
—La rata tiene dientes afilados —dijo, y cargó contra ella de nuevo.
La muchacha era consciente de que solo le quedaba una oportunidad. La próxima herida que le infligiera no podía ser un mero arañazo. Alzó la cabeza y levantó la espada, pero, antes de usarla, se oyó una corneta. Dos hombres se acercaban al galope por el campo a su izquierda, seguidos de un caballo sin jinete.
—¡La caballería del rey! —gritó uno de ellos—. ¡Subid! ¡Deprisa!
Los jinetes pasaron junto a ellos, el caballo sin montura frenó a medio galope, y Volkmar tiró sus armas y lo agarró por la brida. Corrió junto al animal unos cuantos pasos y después se subió a la silla de un salto. Y, en un instante, los tres desaparecieron entre el humo.
Isabelle bajó la espada y el escudo. Al hacerlo, volvieron a ser una quijada y una cáscara de nuez. Se los guardó en el bolsillo. Unos segundos después, cuarenta soldados a caballo entraron galopando en la aldea, rodearon a Isabelle y le preguntaron por lo sucedido. Ella se lo contó, señaló la dirección por la que había huido Volkmar y les pidió que se apresuraran.
El capitán gritó órdenes a sus hombres y salieron a toda velocidad.
La joven los observó marcharse y deseó cabalgar con ellos y perseguir a Volkmar. Después, mareada y agotada, fue en busca de Félix. Ahora estaba atendiendo a un hombre moribundo: se había quitado la camisa para apretarla contra el costado del desconocido e intentar así evitar que lo que le quedaba de vida se le derramara por el suelo.
Mientras Isabelle lo observaba, arrodillado entre la obscena cosecha de muertos, con el cuerpo manchado de sangre y el rostro surcado de lágrimas, un dolor profundo e intenso le arrancó un grito. Era peor que todo lo que había sucedido aquel día. Se llevó una mano al pecho. Se dobló con la respiración acelerada para intentar calmarse.
Dentro de ella, el lobo, al que se le había negado lo que era suyo por derecho, enseñó los afilados dientes y le desgarró el corazón.


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Mensaje por yiniva Lun 3 Ago - 18:33

No puede ser que por un malentendido se hayan quedado esperando, Isa debió dejar a su mamá que se quejará en la casa, y ahora aparece un lobo, esperó que pueda llegar con Ella pronto.
Gracias Luz


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Mensaje por martenu1011 Mar 4 Ago - 2:28

Vemos que la naturaleza actúa a favor de Isabel. Es una clara manifestación de que de a poco, esta mujer está revirtiendo su situación, el rencor,  el dolor y aquellos sentimientos que endurecieron su corazón,  van mutando y podemos ver en estos actos que tiene humanidad. Se preocupa y ocupa por los menos afortunados, los que no tienen oportunidades.
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Mensaje por martenu1011 Mar 4 Ago - 2:37

Me encantó la pregunta  de Felix! Porque con esas simples palabras logró rebatir una idea limitante y planteó una nueva manera de observar la realidad de Isabelle. Nos sigue mostrando lo vulnerable que es ella ante la mirada o la opinión del otro.
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Mensaje por martenu1011 Mar 4 Ago - 3:00

Sí,  lobo. Es necesario que enseñes tus dientes afilados. Es un grito de impotencia,  de rabia, de valentía  lo que la moviliza, la lleva a pelear y defender lo suyo...
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Mensaje por IsCris Mar 4 Ago - 8:32

Definitivamente quien destruirá a Volkar será Isabelle, la Parca y Lorca no se esperaban que ella tuviera el coraje para enfrentar lo que se le presenta, que bien por Isa


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Mensaje por carolbarr Mar 4 Ago - 20:15

Que fuerte, los regalos de la reina de las Hadas la han salvado, El malo supongo querrá venganza 

Despertaron las ganas de luchar, ya encontró dos piezas de su corazón y va por la tercera

A pesar se que la Parca quiere un destino para Isabelle, ella se empeña en seguir de propio camino

Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 1:35

OCHENTA Y UNO
El grito desbocado destrozó la plácida tarde.
Al grito lo siguieron un fuerte estruendo y el ruido de pies al correr.
La Parca, que pelaba manzanas en la mesa de la cocina, levantó la vista, alarmada. Avara, que removía una sopa al fuego de la chimenea, dejó caer el cucharón en las cenizas.
—¿Qué demonios pasa ahí fuera? —gritó—. ¡Hugo! ¡Huuugo!
La Parca y Avara llegaron juntas a la puerta y vieron un cuenco de cerámica rota a los pies de los escalones de piedra. Unos guisantes verdes chillón yacían desparramados a su alrededor. Dos gallinas habían acudido a toda prisa y los picoteaban con fruición.
La Parca no tardó en ver que la del grito había sido maman, y Tavi la que había soltado el cuenco. Corrían por el camino. Dos figuras se acercaban por él. La primera, Felix, sin camisa, el largo cabello castaño mojado y lacio, suelto sobre la espalda; llevaba los pantalones manchados de sangre y la mirada hacia el interior, como concentrado en algo que solo él veía. Llevaba un brazo sobre el cuello de Isabelle, posesivo, protector, como si temiera que se la arrebatasen. La falda de Isabelle estaba manchada de carmesí, y tenía la cara cubierta de sudor y tierra. El pelo, salpicado de ceniza, se le había soltado del cuidadoso moño.
—Por todos los santos, ¿qué ha pasado? —gritó Avara, que sorteó el destrozo de los escalones para unirse a los demás.
Hugo salió de los establos, limpiándose las manos en un trapo. Lo dejó caer y corrió al ver a Isabelle y a Felix.
La Parca se quedó en el umbral.
—No puede ser —siseó entre dientes—. ¿Cómo puede seguir viva?
Al percatarse de que quedaría como una desalmada si permanecía
donde estaba, la Parca también corrió al camino. Maman lloraba y apretó el rostro de Isabelle entre sus manos un minuto mientras preguntaba por el nombre del valiente caballero que estaba con ella. Tavi la mandó callar. Felix se disculpó por ir con el pecho descubierto y tan sucio. Se había dejado la camisa ensangrentada en Malleval y había intentado lavarse bajo la bomba de agua del pueblo, pero no se había ido todo. Después les contó lo sucedido. Que habían acabado en Malleval después de que Volkmar masacrara a sus habitantes. Que Isabelle había encontrado de algún modo una espada y un escudo y se había enfrentado a él. Que habían descartado sus planes de ir a París y habían reemprendido el largo camino de vuelta a casa.
Cuando terminaron, todos guardaron silencio. Nadie hablaba.
Entonces, Tavi, con la voz temblorosa de rabia, dijo:
—Podrían haberte matado, Isabelle. ¿En qué estabas pensando?
—En que quería matar a Volkmar —respondió ella con voz monótona y sombría—. En que quería sacarle su negro corazón y verlo desangrarse a mis pies. En eso estaba pensando.
En silencio y con la mirada vacía, condujo a Nero a los establos para quitarle los arreos.
Todas la observaron alejarse, y después Hugo se volvió hacia Felix ydijo:
—Entra. Siéntate. Bebe algo.
—Voy al campamento —respondió él tras negar con la cabeza—. Para avisar al coronel Cafard. Cuanto antes llegue, mejor.
Hugo insistió en llevarlo. Le explicó que estaba a punto de ir para allá de todos modos, ya que el cocinero le había mandado a alguien pidiendo leche. Como los hombres habían partido al frente aquella mañana, habían usado todos los carros del campamento para transportar tiendas, personas y munición. No quedaba nadie que pudiera ir a por comida para los que quedaban.
Felix le dio las gracias y le pidió una camisa prestada. En circunstancias normales, Avara habría protestado y habría importunado a Felix diciéndole que no la manchara ni desgastara los codos, pero no se quejó en ningún momento. La preocupación le arrugaba la piel alrededor de los ojos, y su mirada vagaba por sus campos, sus huertos, su ganado y su hijo.
La Parca sabía lo que pensaba, lo que todos pensaban: Malleval se encontraba a poco más de quince kilómetros.
—Volkmar no vendrá aquí —la tranquilizó; la mentira le brotó de los labios como si nada—. No se atreverá, no con el coronel Cafard acampado a las afueras del pueblo.
Avara asintió, aunque las arrugas permanecieron.
—Tienes razón, Tantine. Claro que sí —dijo. Después respiró hondo—. Octavia, ¡me has roto el cuenco! ¿Tienes idea de lo que cuesta? ¡Limpia
este destrozo y desenvaina el resto de los guisantes! —exclamó, aunque su voz había perdido el tono agrio habitual.
Tavi se agachó para recoger los pedazos de barro. Hizo una bolsa con el delantal y los echó dentro. Su madre la ayudó. Avara regresó a su sopa. Y la Parca se quedó fuera, observando a Felix ponerse la camisa de Hugo y subirse al carro a su lado. Mientras los dos jóvenes se alejaban por el camino, los brillantes ojos de la anciana buscaron a Isabelle por el patio. La localizaron junto al estanque. Había llevado a Nero hasta el agua, y el caballo se había metido hasta los hombros y estaba bebiendo.
Isabelle se metió detrás de él, vestida salvo por las botas y las medias. Mientras la Parca la observaba, se sumergió. Después salió, se sentó en la orilla, se restregó las manchas de sangre del vestido y se restregó las manos con fuerza, como si lo que las manchara no fuera a limpiarse nunca.
Cuando terminó, agachó la cabeza y lloró. A pesar de la distancia, la anciana vio que le temblaban los hombros y se le estremecía el cuerpo. «¿Cómo es posible que Volkmar no lograra matarla? —se preguntó—. No es más que una muchacha. Una muchacha que se desmorona después de ser testigo de un baño de sangre». La Parca quería obtener la respuesta a aquella pregunta. Tras excusarse diciendo que estaba cansada por culpa del alboroto, abandonó el cuenco de manzanas, se encerró en su habitación y sacó el mapa de Isabelle del baúl. Se movía en silencio. Losca estaba dormida en una cama nido, con la cabeza bajo el brazo.
Alisó el mapa sobre la mesa, se sentó y lo examinó. Había intentado recortar el camino de Isabelle hacia la muerte, pero no había funcionado. ¿Eran sus tintas? Quizá los ingredientes no fueran de la mejor calidad. La luz era mala en aquel cuarto; puede que su arte se hubiera visto afectado por ello.
Pero no, no era ninguna de las dos cosas. Los ojos expertos de la Parca encontraron el problema. Había dibujado un camino nuevo para Isabelle, un atajo a Volkmar a través de Malleval, e Isabelle lo había seguido... casi hasta el final. En el último momento se había desviado y había regresado
a su antiguo camino
La Parca se acomodó en la silla y tamborileó en el brazo. «¿La he subestimado?», se preguntó.
Isabelle se había negado a abandonar a su madre en una casa en llamas. Había salvado las vidas de tres caballos a expensas de su propia libertad. Se había enfrentado a Volkmar. No era la misma chica que había permanecido impasible mientras maman convertía a Ella en una criada o que había encerrado a su hermanastra en su dormitorio cuando el príncipe acudió a buscarla. Si hasta caminaba más erguida, con más confianza...
«Al menos no ha logrado ver a Ella», pensó, aliviada. Era el único punto positivo del día.
No obstante, el muchacho, el primer fragmento, la preocupaba. Le había echado el brazo por encima durante el camino a casa. Parecían haber intimado. La Parca consultó el mapa de nuevo para examinar mejor el desvío que había tomado y después estrelló un puño en la mesa. El ruido despertó a Losca, que se enderezó con los ojos relucientes, entre parpadeos.
—¡Se han reconciliado! —exclamó la anciana. El chico le había fabricado una zapatilla. Por eso caminaba más erguida—. ¡Si hasta le ha pedido que se vaya con él a Italia! —Miró de nuevo el mapa—. Le respondió que no podía... Eso es bueno. Aunque él le ha prometido encontrar un modo. —Sacudió la cabeza, disgustada—. ¿Y si lo consigue? ¿Y si Isabelle se marcha?
La Parca se levantó y se puso a dar vueltas.
—Eso no puede ocurrir.
Sabía que debía encontrar el modo de mantener a la joven en Saint- Michel, pero se estaba quedando sin trucos. Acalorada por sus paseos, se acercó a la ventana para abrirla. Era un marco con ventana batiente y bisagras metálicas, una de las cuales emitía un desagradable chirrido.
—Tengo que ir detrás de Hugo para arreglarlo —masculló.
Hugo.
La Parca se volvió rápidamente, corrió a su escritorio y garabateó una apresurada nota en un trozo de pergamino.
—¡Arriba, chica! —le ladró a Losca cuando terminó.
Losca se levantó y se alisó el vestido.
—Lleva esto a monsieur Albert, director del banco de Saint-Michel.
Estará en casa dando cuenta de su cena de los domingos. Necesito una buena suma de dinero. Más de lo que guarda en su cámara. Tardará un par de días en reunirlo, sin duda, y debemos darnos prisa. ¡Corre! ¡Ve! Acompañó a Losca más allá de su dormitorio, atravesó con ella la casa, dejaron atrás a Tavi, que desenvainaba guisantes, y bajaron por el camino mientras le daba instrucciones para llegar a la casa de monsieur Albert. La
joven echó a correr con la carta en la mano.
La Parca la observó hasta que desapareció por la carretera y después regresó a la casa. Un movimiento le llamó la atención: era Isabelle, que montaba a Nero por el prado. Había fabricado un espantapájaros con el cuerpo de ramas y una col por cabeza. Estaba subido a un poste de la valla, que había clavado en una zona blanda del suelo. La muchacha llevaba algo en la mano derecha. La anciana entornó los párpados y vio que se trataba de una vieja espada que pertenecía a monsieur LeBenêt y que había estado colgada en los establos.
Mientras la observaba, Isabelle cargó contra el espantapájaros con la espada en alto y le cortó la cabeza. Después tiró de Nero con fuerza para dar media vuelta y cargó de nuevo. El espantapájaros perdió un brazo.
Después le cortó el torso en dos. A la Parca no le gustaba lo que veía. El semblante se le oscureció aún más cuando volvió a pasar junto a Tavi y vio que usaba los guisantes desenvainados para formar ecuaciones. Contempló a la chica.
Unas semanas antes, después del incidente del queso, Hugo había acudido a ella para quejarse amargamente de Tavi, y le había pedido a la anciana que la casara con alguien.
Entonces le había parecido innecesario, pero quizá hubiera llegado el momento de prestar atención a la sugerencia de Hugo. Con unas ligeras modificaciones.
Una boda sería un feliz acontecimiento.
—Para todos —susurró, enigmática—, menos para los novios.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 1:36

OCHENTA Y DOS
—De nuevo desde el principio. ¡Ponedle pasión! —gritó Azar. Estaba de pie frente a su escenario, con un vaso en la mano, pendiente del ensayo de sus actores. Lo estaban haciendo fatal: perdían su pie, mezclaban los diálogos. La luz de las antorchas le bailaba en la cara y le marcaba nuevas arrugas alrededor de los ojos.
—¡Más alto, por favor! —chilló mientras alzaba la mano con la palma hacia arriba—. ¡Apenas os oigo!
La pitonisa gritó sus líneas. La actriz y la diva se le unieron en el escenario y dijeron las suyas a toda prisa. Azar les marcó un tempo rápido con palmadas para acelerarlas.
Una de las candilejas, a la que le faltaba la campana de cristal, estaba demasiado metida en el escenario. La falda de la pitonisa la rozó, la tela prendió, y el tragasables le gritó agitando las manos. Después corrió a apagar las llamas a pisotones. Asustada por el fuego, la pitonisa huyó, aunque no antes de que el pie del tragasables hubiera bajado sobre su dobladillo. Se oyó el desgarro de la tela y, de repente, la mujer se encontró en medio del escenario con las enaguas al aire.
El tragafuegos, en lo alto del cordaje, se asomó para ver lo que pasaba, perdió el equilibrio y cayó. El pie se le enredó en una de las cuerdas que estaba unida a un fondo pintado. El fondo salió disparado hacia arriba y se hizo añicos contra el cordaje. Sobre el escenario llovieron las astillas, que tiraron al suelo la peluca de la diva y la corona de la actriz.
El tragafuegos se quedó colgado a pocos centímetros de las tablas del escenario.
Azar cerró los ojos. Se pellizcó el puente de la nariz. El mapa de Isabelle había desaparecido. No le cabía duda de que la Parca lo estaba usando para acelerar el destino de la chica. Y ¿qué hacía él? Presidir una obra desastrosa. Abrió los ojos.
—Que alguien lo baje de ahí, por favor —dijo, señalando al tragafuegos, que seguía colgado boca abajo rotando en lentos círculos, como una plomada humana.
—Díselo tú —susurró una voz detrás de Azar.
—No, díselo tú.
—¿Dónde está el coñac? Vamos a llenarle la copa. Las malas noticias siempre se digieren mejor con una copa de coñac.
—Deberías decírselo tú, de verdad.
Azar se volvió.
—¿Decirme el qué?
El cocinero y la maga estaban detrás de él, con aire solemne.
—Isabelle no llegó a París —dijo la maga—. No vio a Ella.
Azar soltó un improperio. Después se volvió de nuevo hacia el escenario y lanzó la copa contra un árbol. Todos los actores dejaron de hacer lo que estaban haciendo. La compañía guardó silencio.
Azar echó la cabeza atrás y se tapó los ojos con las manos. Se sentía a un vacilante paso de la derrota.
—Tiene que ser la obra —dijo al bajar las manos—. Es mi última baza, lo único que me queda para convencer a Isabelle de que puede labrarse su propio destino. Si eso fracasa, yo fracaso. Lo que significa que Isabelle estará condenada.
Los actores empezaron a hablar todos a la vez. Después a chillar. A señalarse. A agitar los puños. El ruido era cada vez más fuerte.
Hasta que la pitonisa, todavía en enaguas, tomó el mando.
—¡Callaos todos! —gritó, dando un pisotón—. ¡A vuestros puestos! ¡Empezad otra vez desde el principio...!
—Buena chica. Pon todo tu empeño —la urgió la maga, que se acercó a Azar.
—Recitad esas líneas como si la vida de Isabelle dependiera de ello — dijo el cocinero, que se les había unido.
—Porque es así —añadió Azar, muy serio.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 1:37

OCHENTA Y TRES
—¡Octavia! ¡Isabelle! ¡Despertad!
Isabelle se sentó, aturdida. La habían despertado de un sueño profundo.
«¿Me ha llamado alguien?», se preguntó.
—¡Despertad, muchachas! ¡Tengo que hablar con vosotras!
Era madame LeBenêt. Isabelle cogió su vestido, se lo puso y corrió al borde del pajar mientras intentaba abrocharse los botones.
La señora estaba junto a la escalera, con las manos en las caderas.
—Venid a la casa —dijo, brusca—. Traed a vuestra madre.
La muchacha se quedó dónde estaba, mirando abajo y parpadeando como una tonta.
—¿A qué esperas? ¡Quítate el heno del pelo y muévete! —le ladró la mujer.
Giró sobre sus talones y se alejó del establo; cada uno de sus pasos era como una puñalada en el corazón de Isabelle. Empezó a sentir pánico.
Se preguntó qué habrían hecho esta vez. ¿Era por los caballos que había salvado? ¿Por el cuenco que había roto Tavi? «Madame nos va a echar. La hemos irritado demasiado».
—Tavi, maman, arriba. Vestíos. La señora quiere vernos —dijo, intentando que no le temblara la voz.
Cuando terminaron de arreglarse, las tres bajaron la escalera y cruzaron el patio que las separaba de la casa. Isabelle se alisó el pelo con la mano al llegar a la puerta y después llamó.
—¡Entrad! —chilló madame.
Con el corazón en la boca, Isabelle entró. Tavi y su madre la siguieron. Tantine estaba a la mesa, poniendo tazas. La señora sacaba una enorme sartén de cobre de la rejilla de la chimenea. Llevó la sartén a la mesa y le dio un golpe con el pulpejo de la mano. Una esponjosa tortilla de color amarillo cayó en una bandeja.
—¡Diez huevos, lleva! —gruñó—. Eso son diez huevos que no podré vender. —Venga, venga, Avara —la calmó la Parca.
Había una cafetera negra humeante en la mesa, junto con una jarra de sustanciosa nata para acompañarlo, rebanadas de pan, un plato con mantequilla fresca y otro con mermelada de fresa. Isabelle, que junto con Tavi y su madre había sobrevivido a base de pan y sopa aguada, sintió un doloroso retortijón en el estómago. Desesperada, deseaba ardientemente
que la señora les diera algo de comer antes de echarlas. Ver tanta comida
deliciosa era una tortura para una muchacha hambrienta; se volvió y se distrajo observando la habitación.
Solo había estado dentro de la casa de madame LeBenêt unas cuantas veces, y nunca demasiado tiempo. Ahora podía examinarlo todo. La habitación en la que se encontraban (que hacía las veces tanto de cocina
como de comedor) era pequeña y de techo bajo. No había cuadros en las paredes de piedra gris, ni jarrones con flores, ni alfombras en el suelo; nada cálido ni acogedor por ninguna parte. Sintió pena por Hugo, que vivía en una casa fría y sin amor, con una madre que rara vez pronunciaba una palabra amable.
—Sentaos, niñas —dijo madame, impaciente, señalando la mesa con la cuchara de madera que tenía en la mano.
Isabelle y Tavi intercambiaron miradas de desconcierto.
—¿Que nos sentemos? ¿A la mesa? —preguntó Isabelle.
—¿Nosotras? —añadió Tavi.
—Eso he dicho, ¿no?
—Bueno, ha dicho «niñas» —la corrigió Tavi.
La señora agarró la cuchara de madera como si quisiera ahogarla. Tantine, que había terminado de colocar las tazas, urgió a las tres mujeres a sentarse.
Isabelle no tenía ni idea de lo que sucedía. ¿Iba a permitir que se quedaran? ¿O quería darles un buen desayuno para calmar su conciencia antes de echarlas a la calle? No tuvo que esperar mucho para averiguarlo.
Cuando todas estuvieron sentadas alrededor de la mesa, madame contó las rebanadas de pan que había cortado de la gran hogaza de trigo.
—Son dos por persona. ¡Dos! —exclamó, airada—. Tantine, nos vas a arruinar.
—Avara, sirve el desayuno, por favor —respondió la anciana, apretando los dientes.
Madame, con los labios fruncidos, sirvió la tortilla.
—Debería explicaros por qué os hemos invitado aquí —dijo Tantine mientras les pasaba el pan—. Este desayuno es una especie de celebración. Como sabéis, mi difunto marido dejó una pequeña herencia a monsieur LeBenêt. Como monsieur falleció, quedaba a mi criterio decidir si se la concedía a otro miembro de su familia. Me alegra anunciar que he tomado una decisión: el dinero será para el siguiente varón de la familia, es decir, Hugo.
Hugo se quedó mudo, allí sentado, con la boca abierta como una trucha y sin parpadear, hasta que su madre le dio una patada por debajo de la mesa.
—¡Gracias, Tantine! —exclamó al fin.
Después hinchó el pecho y se echó tan atrás en la silla que casi se cayó. Al ver la mirada asesina de su madre, se sentó bien de nuevo, y las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con estrépito.
—¡Es maravilloso! —exclamó, dando una palmada sobre la mesa con ambas manos—. Eso significa que puedo...
Isabelle nunca lo había visto tan contento. Ni tampoco su madre, al parecer, porque su mirada de desaprobación pasó a ser de suspicacia.
—¿Que puedes hacer el qué? —preguntó.
Hugo agachó la cabeza con expresión furtiva.
«Casarse con Odette —pensó Isabelle—. Pero está demasiado asustado para decirlo».
—Que... um... puedo... —tartamudeó, hasta que se le iluminó el rostro —.
¡Que puedo tener algo de dinero!
—¡Úsalo para comprarte un cerebro! —susurró Tavi.
Tantine siguió hablando.
—La herencia basta para asegurar el futuro de esta granja y continuar el linaje de los LeBenêt, que es lo que mi difunto esposo deseaba. Pero... —alzó un dedo—, la suerte solo es buena si se comparte, y quiero que todas vosotras estéis bien cuidadas. No solo mi familia, sino también tú, Isabelle, y la tuya. Sois tres mujeres solas en el mundo. No podéis seguir viviendo en un pajar. ¿Qué clase de vida es esa? ¿Qué sucederá cuando llegue el invierno? Así que he tomado medidas. He dispuesto una solución.
Tantine alzó su taza de café y le dio un trago. Isabelle agarró con fuerza su servilleta. Sentía una chispa de esperanza. ¿Qué había hecho Tantine? ¿Les iba a dar dinero a ellas también? Había mencionado el pajar... ¿Acaso les había buscado un sitio mejor? Isabelle temía preguntar por si se rompía el hechizo, pero tenía que saberlo.
—¿Nos habéis encontrado otro alojamiento, Tantine? ¿Una habitación en alguna parte? ¿Una casita?
—Sí, niña. Una casa y algo más —respondió Tantine tras bajar la taza. Isabelle miró a Tavi y maman, emocionada.
—¿El qué? —preguntó.
Tantine dejó la taza sobre el platillo y, con una amplia sonrisa, respondió: — ¡Un marido!


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Luz Guerrero
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