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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por IsCris Sáb 18 Jul - 9:05

Me gusta que a pesar de todo Isabella tenga pasiones, que se sienta bien trabajando con su caballo, lastima que debe volver a montar

Me parece bien que Isa se de cuenta que era igual que Celine, por qué las dos hirieron personas

Y bueno, le ganó el Parca a Azar, esperemos que llegue pronto a ver en qué es que ayudará a Isa, sinceramente la veo viviendo con el y su grupo, todos en algún punto sufrieron y ahora viven bien, ella podría ser hasta la jinete estrella


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Mensaje por yiniva Sáb 18 Jul - 13:46

Pobre Isa todo mundo la trata mal y de feas a ella y su hermana no la bajan


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 18 Jul - 18:00

VEINTIUNO
En el interior de la Maison Douleur, el péndulo de un alto reloj de pie oscilaba adelante y atrás como una guadaña que cortaba los minutos.
Maman y Tavi estaban en la cama, pero Isabelle no podía dormir. Sabía que se limitaría a dar vueltas si lo intentaba, así que se quedó en la cocina, sentada junto al fuego, picoteando de la cena que había preparado para su madre.
Hubo un tiempo en que esperaba con alegría la caída de la noche. Bajaba por la tupida enredadera que crecía junto a la ventana de su dormitorio y se reunía con Félix. Juntos contemplaban el cielo nocturno y contaban estrellas fugaces, y a veces, si se quedaban inmóviles como estatuas y tenían suerte, veían a un búho caer sobre su presa o a un ciervo salir del bosque silvestre con las astas adornándole la noble cabeza como si de una corona se tratara.
Ahora, la oscuridad la inquietaba. Veía fantasmas por todas partes. En espejos y ventanas. En el reflejo de una olla de cobre. Los oía en el crujido de una puerta. Los sentía revoloteando en las cortinas. No obstante, no era la oscuridad lo que la obsesionaba, sino ella misma. Los fantasmas no son los muertos que regresan de la tumba para atormentar a los vivos; los fantasmas ya están aquí. Viven dentro de nosotros, se lamentan entre las cenizas de nuestras penas, se quedan atrapados en el espeso lodo de nuestros remordimientos.
Mientras Isabelle contemplaba las ascuas moribundas de la chimenea, los fantasmas se abalanzaron sobre ella.
Tavi, Ella, Isabelle y maman dentro de su carruaje. Su madre elogiaba a Ella sin mesura: «¡Qué guapa estás hoy! —ronroneaba—. ¿Has visto cómo te miraba el hijo del alcalde?».
Otras imágenes cobraron vida. Maman observando con el ceño fruncido la labor de Tavi y diciéndole que debía practicar hasta coser tan bien como Ella. Maman haciendo una mueca mientras Isabelle cantaba y pidiéndole después una canción a Ella.
La envidia, el rencor, la vergüenza... Su madre había restregado todo eso contra su corazón y el de Tavi hasta dejarlos en carne viva. Era sutil; era lista. Había empezado pronto. Había ido poco a poco. Sabía que, aunque las heridas sean diminutas, si no se curan, se infectan, se inflaman y te vuelven negro el corazón.
Llegaron más fantasmas. El fantasma de un semental negro. El fantasma de un niño. Pero Isabelle no los soportaba, así que se levantó para llevar su plato al fregadero.
El reloj dio las doce mientras lo hacía, y sus repiques retumbaron con un eco agorero por la casa. Se dijo que era la hora de irse a la cama, hasta que recordó que no había echado la llave a la puerta de los establos ni encerrado a los pollos en el corral. Con la conmoción provocada por su madre, se le había olvidado.
Cuando cojeaba de vuelta al hogar para alimentar las brasas, un movimiento veloz le llamó la atención: un ratón se había atrevido a meterse en la chimenea y estaba excavando en una grieta entre las piedras. Mientras escarbaba con furia, dos diminutos ratoncitos corrieron a su lado. Un segundo después, la ratona se irguió sobre las patas traseras y chilló, triunfante: tenía una lentejita verde en la pata. La partió por la mitad de un bocado y entregó las dos partes a sus hijos, que se pusieron a mordisquearla con glotonería.
Los dedos fríos y delgados de la culpa se aferraron al corazón de Isabelle al recordar cómo había llegado hasta allí aquella lenteja.
Su hermanastra había oído a maman decirles a Isabelle y a Tavi que el príncipe celebraba un baile y que a él estaban invitadas todas las doncellas del reino. Le había preguntado si ella podía ir y, a modo de respuesta, maman había cogido un cuenco de lentejas y había lanzado su contenido a la chimenea.
—Había cien lentejas en ese cuenco. Sácalas todas de las cenizas y entonces podrás ir —le había dicho, con una cruel sonrisa bailándole en los labios.
Era una tarea imposible, pero Ella lo había conseguido. Isabelle acababa de descubrir cómo: gracias a la ayuda de los ratones. Cuando entregó el cuenco lleno a su madrastra, ella se lo quitó de las manos, lo vació sobre la mesa de la cocina y contó las lentejas. Después anunció en tono triunfal que faltaba una y que Ella no podía ir al baile.
«¿Cómo sería para Ella estar tan sola, no tener más amigos que los ratones?», se preguntó Isabelle. Entonces, con una punzada de dolor, descubrió que no tenía que preguntárselo, puesto que ya lo sabía.
Los ratoncitos terminaron su comida y miraron a su madre, pero ella no tenía nada más que ofrecerles y ni siquiera había comido. —¡Esperad! —les dijo Isabelle—. ¡Esperad ahí!
Corrió de vuelta a la bandeja de la cena, pero se movió con tal torpeza que asustó a los animales, que escaparon corriendo.
—¡No! ¡No os vayáis! —gritó la muchacha, destrozada.
Cogió un trozo de queso de la bandeja y volvió cojeando a la chimenea; los ratones no se veían por ninguna parte.
—Volved —les suplicó mientras los buscaba—. Por favor.
Arrodillada junto a las cenizas, colocó el queso en una piedra. Después volvió a sentarse en su silla a esperar, anhelante. Sin embargo, los ratones no volvieron. Creían que iba a hacerles daño. ¿Y por qué no iban a creerlo? Es lo que solía hacer.
Las voces del mercado retumbaron en la cabeza de Isabelle sin que lograra frenarlas. Tantine diciéndole que la gente ni perdonaría ni olvidaría. Cecile llamándola fea. Las peores eran las palabras de la mujer del panadero: «Fuiste cruel con una muchacha indefensa».
El remordimiento se le enroscó en el corazón como una serpiente y lo apretó. Las lágrimas le caían por las mejillas. Inclinó la cabeza, así que no vio la sombra que ocupaba la ventana de la cocina. Ni la mano, pálida como la luz de la luna, que se apretaba contra ella.
Para cuando Isabelle levantó la cabeza, la sombra ya no estaba. Se secó los ojos y se levantó. El establo y el corral seguían esperándola.
Arrastró los pies hasta la puerta, cogió el farol que colgaba del gancho que había al lado y se internó en la noche, con la tristeza colgada de ella como una mortaja.
De haberse esperado unos segundos más, habría visto a la mamá ratona salir de entre las sombras y volver a la chimenea. Habría visto a la hambrienta criatura mordisquear el queso. La habría visto mirar hacia la ventana, donde estaba la sombra, con los bigotes temblorosos.
Y después estremecerse y salir corriendo.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 18 Jul - 18:01

VEINTIDÓS
Isabelle se alegró de llevar el farol.
Había luna llena, pero la ocultaban las nubes. Aunque antes era capaz de recorrer el terreno de la Maison Douleur a oscuras, hacía mucho tiempo que no se atrevía a salir después de medianoche.
Los edificios anexos estaban situados al oeste de la mansión. Isabelle siguió el camino de piedras blancas planas que atravesaba el patio, rodeaba el tilo, pasaba por debajo de la puerta de una valla de madera y bajaba por una pequeña colina.
Bertrand, el gallo, abrió un ojo suspicaz cuando la joven iluminó el corral. Tras contar rápidamente a sus moradores, Isabelle cerró el pestillo y se dirigió al establo. Martin dormía en su compartimento. Se despertó un instante cuando la vio, resopló, irritado, y se volvió a dormir. La joven cerró con llave la puerta del establo y regresó a la mansión. Sucedió cuando estaba cerrando la valla.
Como llegada de ninguna parte, la suave brisa nocturna se transformó en un fuerte viento. Le soltó el cabello, cerró la puerta de la valla de golpe y le apagó el farol. Y se paró.
Isabelle se llevó una mano al pecho, sobresaltada. Por suerte, el viento también había dispersado las nubes, y ahora la luz de la luna iluminaba las piedras blancas que serpenteaban por la hierba y le permitía ver el camino. Cuando el sendero la llevaba junto al tilo, sus frondosas ramas se agitaron con la brisa, llamándola.
Se acercó más al árbol y recordó la paloma que había advertido al príncipe de su engaño. ¿Estaría posada entre aquellas ramas, observándola? La idea la estremeció.
Dejó el farol en el suelo y contempló el tilo mientras recordaba los días pasados trepando por aquellas ramas, cada vez más alto, fingiendo que se subía al mástil de un barco pirata o que trepaba por los muros de una fortaleza enemiga.
Los fantasmas que antes había intentado espantar volvieron a acosarla. Se vio de niña, abriéndose paso sin miedo entre las ramas del árbol. Vio a Tavi con su pizarra y sus ecuaciones, y a Ella con sus guirnaldas de margaritas. Entonces eran inocentes, las tres. Y muy felices juntas. Estaban bien y a ninguna le faltaba nada.
Los remordimientos que antes le apretaban el corazón, ahora se lo aplastaban.
—Lo siento. Lo siento mucho —les susurró a las tres niñas, destrozada de dolor y anhelo—. Ojalá todo fuera distinto. Ojalá yo fuera distinta.
Las hojas murmuraron y suspiraron. Casi parecía que el árbol hablaba con ella. Sacudió la cabeza por pensar semejante tontería y siguió su camino.
Al cabo de unos cuantos pasos, lo vio: algo se movía en la oscuridad. Se quedó inmóvil. El miedo hizo que se le disparara el corazón.
No estaba sola.
Alguien más se encontraba a la sombra del tilo.
Y la observaba.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 18 Jul - 18:03

VEINTITRÉS
La figura salió de la oscuridad.
Isabelle, todavía con el corazón latiéndole muy deprisa, vio que se trataba de una mujer: alta, esbelta, pálida como el hueso. Una larga melena caoba flotaba alrededor de sus hombros. Lucía una alta corona de escaramujo negro adornada con polillas vivas de alas de color verde azulado. Posado en su hombro, descansaba un halcón de ojos amarillos.
Los de ella eran de color esmeralda; los labios, negros. El vestido que llevaba era del color del musgo.
La mujer tenía a un conejo agarrado por el cogote, y el animal no dejaba de moverse intentando liberarse. Mientras la miraba, se llevó al animal a la cara, olió su aroma y se humedeció los labios. Sus afilados dientes reflejaron la luz de la luna.
Isabelle no la había visto nunca, pero la reconocía.
Cuando Ella era pequeña le gustaba contar fantasiosas historias sobre una criatura mágica que vivía en el hueco de la base del tilo. A veces era una mujer; otras veces, un zorro. Se trataba de un ser salvaje, majestuoso y bello, aunque también astuto y feroz. Isabelle siempre había creído que las historias de Ella no eran más que eso: historias.
Hasta ahora.
La mujer le sonrió, y era la misma sonrisa que había dedicado al conejo justo antes de atraparlo junto a un campo de tréboles. Después avanzó hacia ella, despacio, paso a paso.
A pesar de que el instinto le gritaba que huyera, la joven no pudo, estaba hipnotizada. Aquella no era una criatura de alas de gasa que bebía el rocío de los pétalos de las flores. Ni una vieja madrina rolliza y afable, toda sonrisas y rimas.
Aquel ser era oscuro y peligroso.
Se trataba de Tanaquill, la reina de las hadas.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 18 Jul - 18:05

VEINTICUATRO
—Me has llamado —dijo la reina de las hadas, que se detuvo a medio metro de Isabelle.
—N-no. Creo que no. ¿Sí? —tartamudeó la muchacha, con los ojos como platos.
Los ojos de Tanaquill emitían un brillo oscuro. De cerca, sus dientes parecían más afilados. Tenía largas uñas negras al final de los dedos.
—Tu corazón me ha llamado —dijo, y dejó escapar una risa fría—. Bueno, lo que queda de él.
Le puso una pálida mano en el pecho y ladeó la cabeza, escuchando. Isabelle notó que las uñas de la reina de las hadas se introducían en la tela de su vestido. Oyó el latido de su corazón amplificado bajo la mano de Tanaquill. Cada vez más fuerte. Por un momento temió que la reina se lo arrancara del pecho, rojo y palpitante.
Por fin, Tanaquill apartó la mano.
—Te lo han sacado pedazo a pedazo a pedazo —dijo—. A tu hermanastra no.
«¿Cómo lo sabe?», se preguntó. Y entonces, de repente, lo supo.
—Fuisteis vos —susurró, asombrada—. ¡Vos ayudasteis a Ella a ir al baile!
Tavi y ella habían intentado averiguar cómo su hermanastra había adquirido una carroza, caballos, lacayos, un vestido y zapatos de cristal. Y cómo había escapado de su habitación después de que Isabelle la encerrara allí al llegar el príncipe. Ahora lo sabía.
—Una calabaza transformada en carruaje, unos ratones transformados en caballos, un par de lagartos para conseguir lacayos... Un juego de niños — respondió Tanaquill con desdén. Volvió a mirar el conejo.
A Isabelle se le aceleró el pulso. «Si la reina de las hadas es capaz de convertir una calabaza en una carroza, ¿qué más será capaz de hacer?».
Por un momento se le olvidó tener miedo. Una chispa de esperanza prendió en su interior.
—Por favor, alteza, ¿podríais ayudarme a mí también? —preguntó.
Tanaquill apartó la mirada del animal.
—Fue sencillo ayudar a Ella, pero no puedo ayudar a una chica como tú. Estás demasiado llena de amargura. Rellena el hueco donde antes estaba tu corazón —respondió, dándole la espalda.
—¡No! ¡Esperad! —gritó Isabelle, que corrió tras ella—. ¡Esperad, por favor!
La reina de las hadas se volvió con los labios torcidos en un gruñido.
—¿Para qué, niña? Tu hermanastra sabía cuál era el mayor anhelo de su corazón. ¿Lo sabes tú?
Isabelle vaciló, asustada, pero su ansia la envalentonaba. Una docena de deseos brotaron de su interior, todos nacidos de sus recuerdos más felices. En su mente veía espadas y libros, caballos, el bosque silvestre.
Días de verano. Guirnaldas de margaritas. Recordaba una promesa y un beso.
Isabelle abrió la boca para pedir todo aquello. Sin embargo, justo cuando las palabras iban a abandonar su lengua, se las tragó.
A lo largo de su vida siempre había querido y amado lo que no debía. Lo que la metía en líos. Lo que le rompía el corazón. Todo aquello no era para ella; el mundo se lo había dicho. Entonces, ¿para qué pedirlo? No serviría más que para hacerle daño de nuevo.
No obstante, había algo que podría arreglarlo todo. Que evitaría que los demás la siguieran odiando. Que la convertiría en lo que maman quería que fuera, en lo que la esposa del panadero, Cecile, los aldeanos, el viejo comerciante, todos los pretendientes que acudían a la casa y el mundo entero exigían que fuera.
Isabelle miró a Tanaquill a los ojos y dijo:
—Deseo ser guapa.
Tanaquill dejó escapar un gruñido grave, así que Isabelle tuvo la sensación de haber dado la respuesta equivocada, aunque la reina de las hadas no la rechazó de inmediato, sino que dijo:
—Los deseos nunca se conceden sin más. Hay que ganárselos.
—Haré lo que sea —le aseguró la joven con vehemencia.
—Es lo que decís siempre los mortales —respondió la reina con una carcajada de desprecio—. Que haríais lo que fuera. Lo que fuera, salvo lo que debe hacerse. Solo existe una cosa capaz de librarte de tu amargura. Si la haces, quizá pueda ayudarte.
—La haré. Lo juro —respondió Isabelle, juntando las manos—. ¿Qué es?  
—Encuentra los fragmentos perdidos de tu corazón.


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Mensaje por carolbarr Dom 19 Jul - 3:46

A veces es difícil entender que los villanos, tuvieron o tienen sentimientos y que pueden ser también víctimas de las circunstancias

Gracias por los capítulos


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Mensaje por berny_girl Dom 19 Jul - 5:16

Capítulo 17 al Capítulo 20
En verdad que estas dos chicas me dan lastima, su fuerte está enfocado en algo más que la belleza, pero son crucificadas por las faltas de ella y no premiadas por su inteligencia.
Isabelle al final esta como al medio de algo, pero ella aun no lo sabe… entre Azar y la vieja, la cosa para la chica no se verá fácil.
 
Capítulo 21 al Capítulo 24
Isabelle no la tiene fácil para nada… ahora la hada le pide que busque los fragmento, que doy por sentado que ni ella sabe bien como los fue perdiendo…


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Mensaje por IsCris Dom 19 Jul - 16:01

Esa sombra habrá sido Azar o alguien malo que vino hacerle daño a Isa?

Y ojalá al final se de cuenta que no importa verse bonita por fuera si por dentro sigue igual de fea; espero que cuando tenga la oportunidad de pedir un deseo de nuevo sea el de ser feliz


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Mensaje por yiniva Dom 19 Jul - 22:04

Si, quién será el que la acosaba, entiendo su obsesión por querer ser linda, pero es cierto es mejor ser buena persona la belleza sale sobrando


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 14:54

VEINTICINCO
Isabelle parpadeó.
—¿Que encuentre los fragmentos de mi corazón? —repitió, como si no hubiera oído bien a la reina de las hadas—. No... No lo entiendo. ¿Cómo se encuentran los fragmentos de un corazón? ¿Cómo lo hizo Ella?
—No tuvo que hacerlo.
—Por supuesto que no —resopló Isabelle—. Seguro que le bastó con una sonrisa.
Sus palabras, nacidas del resentimiento, fueron agrias y poco respetuosas. Los ojos color esmeralda de Tanaquill se endurecieron; le dio la espalda a la joven.
El pánico estalló dentro de Isabelle como un cristal al caer al suelo. ¿Por qué no era capaz de contenerse?
—Lo siento. Decidme cuáles son los fragmentos. Decidme cómo encontrarlos. Por favor —le suplicó mientras corría tras ella.
—Ya sabes cuáles son —respondió Tanaquill, algo ablandada.
—¡Pero es que no lo sé! —protestó Isabelle—. ¡No tengo ni idea!
—Y debes encontrar tu propio camino hasta ellos.
—¿Cómo? Enseñádmelo —le imploró la joven, cada vez más desesperada—. Ayudadme.
Todavía agarrada al inquieto conejo, la reina se agachó junto a la base del tilo y, con la mano libre, rebuscó entre los huesecillos tirados por la hierba que lo rodeaba. Recogió una quijada pequeña y fina, que pertenecía a un animal rápido y astuto (una comadreja o una marta), y la mitad de una nuez vacía, y se las dio a Isabelle. Después acercó la mano al denso escaramujo negro que trepaba por el tronco del tilo, sacó un tegumento erizado de entre sus afiladas espinas y también se lo entregó.
—Estos regalos te ayudarán a conseguir lo que tu corazón anhela —dijo.
Isabelle miró los objetos que sostenía y, al hacerlo, las emociones que intentaba reprimir le subieron como una fiebre y debilitaron toda la fuerza y la entereza que albergaba en su interior. Notaba la sangre aguada, las tripas líquidas y los huesos frágiles como mortero viejo.
Palabras de enfado, de celos, le brotaron de los labios.
—¿Regalos? ¿Esto? —gritó mientras contemplaba el hueso, la nuez y el tegumento—. ¡A Ella le regalasteis un precioso vestido y zapatos de cristal! Una carroza y caballos. Eso sí son regalos. ¡A mí me habéis dado un puñado de basura!
Levantó la vista, pero Tanaquill le había dado la espalda de nuevo. La reina de las hadas desapareció dentro del hueco, en un torbellino de pelo rojo y faldas verdes. Isabelle cojeó detrás de ella, pero, al hacerlo, oyó un chillido agudo que se cortó de golpe: el grito de agonía del conejo. Dio un cauteloso paso atrás.
Volvió a mirar los objetos de su mano. La reina de las hadas se burlaba de ella, estaba convencida, y esa certeza le resultaba dolorosa.
—Fea —dijo mientras tocaba la quijada—. Inútil —dijo mientras rozaba la nuez—. Hiriente —añadió cuando notó el pinchazo del tegumento en los dedos —. Como yo.
Lanzaría las tres cosas a la chimenea a la mañana siguiente. Al menos servirían para alimentar el fuego. Se las metió en el bolsillo de la falda y recorrió el camino de vuelta a casa convencida de que no había ayuda ni
esperanza para ella. Solo el duro peso de la desesperación sobre lo que quedaba de su corazón destrozado.
Casi todos luchan cuando tienen alguna esperanza de ganar, por pequeña que sea. Y se les llama valientes. Son pocos los que siguen luchando cuando no queda esperanza. Y se les llama guerreros.
Isabelle antes era una guerrera, aunque se le había olvidado. ¿Lo recordará? No tiene buena pinta. Por otro lado, pocas cosas tienen buena pinta en mitad de la noche. Las oscuras horas de la madrugada han destruido a muchos. La luz de las velas proyecta sombras sobre las paredes de nuestras almas, sombras que transforman un ratón en monstruo y un revés en desastre.
Si alguna vez, a esas horas, decides colgarte, bueno, la decisión es tuya.
Pero no vayas a buscar la cuerda hasta que se haga de día. Para entonces, seguro que le has encontrado mejor uso.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 14:55

VEINTISÉIS
Mientras Isabelle subía las escaleras camino de su dormitorio, la Parca atravesaba el bosque silvestre.
Tras avistar un árbol caído, se detuvo, sacó un ciempiés de la madera podrida y le arrancó la cabeza de un mordisco.
—Perfecto —dijo tras lamerse las gotitas negras de los labios—. La sangre amarga hace tinta amarga.
Después de soltar el cuerpo todavía en movimiento en la cesta que llevaba, miró hacia las altas ramas que había sobre ella y dijo:
—Necesito acónito. Presta atención. Tampoco me vendría mal una ramita de belladona.
El cuervo que estaba posado en el pino salió volando, y la Parca continuó con su paseo. A la cesta fueron también una gorda araña marrón, un mohoso cráneo de murciélago, flores blancas de cactus
orquídea y hongos venenosos moteados, todos ellos ingredientes para las tintas que fabricaba.
La Parca estaba moviendo las costillas blanqueadas de un ciervo muerto tiempo atrás con la esperanza de que algunos escarabajos salieran huyendo, cuando su cuervo bajó volando y aterrizó a su lado. Un instante después, una muchacha se encontraba en el lugar donde antes estuviera el cuervo, una joven de ojos brillantes y vestido negro. Dejó una flor morada en la cesta de la Parca.
—¡Ah! Veo que has encontrado la belladona. Bien hecho, Losca. Sus bayas le dan un bonito lustre a las tintas más oscuras, como «Duda» o «Negación». Por supuesto, debo recuperar el mapa de la chica antes de hacer ningún cambio. Azar cree que él será capaz de redibujarlo, pero quizá descubra que no es tan sencillo como espera. ¿Algún rastro de él? Losca negó con la cabeza.
—Vendrá, Azar jamás ha renunciado a una apuesta. Ganaré, aunque no sin luchar por ello. A menudo toma la delantera brevemente, por su pura imprevisibilidad. Los mortales pierden la cabeza a su lado. Sus esperanzas renacen, y empiezan a creer en sus sueños, los pobres idiotas.
Azar consigue que se crean capaces de cualquier cosa. —Chascó la lengua —. Y tiene la desfachatez de llamarme cruel a mí.
La Parca siguió caminando, rebuscando y escarbando, contenta de poder salir durante unas horas de la incómoda casa de la agria madame LeBenêt. Losca la seguía. Absortas en su búsqueda de ingredientes, no se percataron de que habían llegado al borde del bosque hasta que oyeron voces.
—¿Qué tenemos aquí? —masculló la Parca, asomada entre las ramas de un árbol frondoso. No tardó en ver que una colina cubierta de hierba descendía desde donde se encontraban hasta un amplio prado. En él, unas pulcras hileras de tiendas de lona se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Las fogatas salpicaban el lugar. Un caballo relinchó.
Alguien tocaba una melodía dulce y triste con un violín.
La Parca se echó la capucha de su capa sobre la cabeza. Sentía curiosidad por ver de cerca el campamento del coronel Cafard.
—Toma esto —le dijo a Losca, pasándole la cesta. Mientras lo hacía, se percató de que la cola de una pequeña serpiente colgaba de la boca de la joven. La Parca la miró, enojada—. ¿Qué te he dicho sobre comerte los
ingredientes? —la regañó.
Avergonzada, Losca sorbió la cola y se la tragó, como una niña con un espagueti.
—Quédate cerca de mí y no hagas ruido —le advirtió la Parca. Losca asintió.
Las dos se mantuvieron en los límites del campamento para no ser vistas. Aunque era tarde, había hombres reunidos en torno a las hogueras, incapaces de dormir. Hablaban de Volkmar y de lo que le harían cuando lo atraparan. La Parca oía la bravata en sus voces, pero veía el miedo en sus ojos. Un sargento canoso se sentaba entre ellos e intentaba animarlos contándoles historias de antiguas glorias en el campo de batalla... Hasta que un grito desgarrador acabó de golpe con su narración.
La Parca oyó el aleteo y después un peso que se le posaba en el hombro. La cesta que llevaba Losca estaba tirada en el suelo.
—Tranquila, tranquila, pequeña. No hay nada que temer —murmuró mientras acariciaba el lomo del pájaro.
Recogió la cesta y buscó el origen del grito. Su búsqueda la condujo hasta el otro extremo del campamento, donde se encontraba el hospital.
Allí yacían los hombres en catres, retorciéndose y gimiendo, algunos heridos de muerte, otros entre delirios provocados por el dolor y la fiebre.
Un cirujano y su ayudante se movían entre ellos, cortando y cosiendo, administrando morfina y secando frentes empapadas.
Entre ellos también se movía una mujer.
Elegante y esbelta, lucía un vestido del color de la noche, con mangas vaporosas y cuello alto. Llevaba el largo cabello suelto hasta la cintura.
Parecía fuera de lugar entre los soldados, imposible no verla, pero nadie se fijaba en ella.
Un hombre gritó. Llamó a su amada y después suplicó la muerte. La mujer se le acercó. Se arrodilló junto a su catre y le tomó la mano. Al tocarlo, el hombre echó la cabeza atrás, con los ojos abiertos al cielo, y su torturado cuerpo quedó inmóvil.
La mujer se levantó, y la Parca vio lo que el soldado había visto: no un rostro, sino una calavera, con los ojos vacíos como pozos negros y la boca abierta en una amplia sonrisa sin alegría. Saludó con la cabeza a la Parca y pasó al siguiente soldado, un muchacho de dieciséis años que llamaba a su madre a gritos.
—La muerte está muy ocupada esta noche —comentó la anciana en tono lúgubre—. No tiene tiempo para convenciones sociales.
La Parca ya había visto suficiente; dio media vuelta y regresó a la acogedora oscuridad del bosque silvestre. Cuando llegó a los árboles, lanzó una última mirada al campamento y a la aldea dormida más allá de él.
—Volkmar está ahí fuera, lo presiento —dijo—. Oculto en las colinas y las hondonadas. Cada día más cerca. ¿Qué infierno desatará sobre esta pobre gente inocente?
El cuervo sacudió las plumas y movió el pico.
—¿Que quién es el responsable? Ah, Losca, ¿acaso es necesario que lo preguntes? —dijo la Parca, suspirando—. Es culpa suya, por supuesto. Todo. ¿Es que ese imprudente imbécil de ojos ambarinos no aprenderá nunca?


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 14:56

VEINTISIETE
Isabelle, todavía con los ojos medio cerrados y el pelo recogido en una torpe trenza, se puso un vestido limpio y se lo abotonó.
Había dormido mal, se había pasado toda la noche despierta, pensando en Tanaquill. Al salir el sol ya se había convencido de que había soñado con la reina de las hadas. Esas criaturas no existían.
Sin embargo, al recoger del suelo el vestido del día anterior para echarlo en la cesta de la ropa sucia, algo se le cayó del bolsillo. Isabelle se agachó para recuperarlo. Tenía unos cinco centímetros de largo, era negro y estaba cubierto de pequeñas espinas.
Un tegumento.
Metió la mano en el bolsillo y sacó dos objetos más: una cáscara de nuez y una quijada. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar de dónde habían salido: el oscuro ser que había conocido junto al tilo no era un sueño.
«Deseo ser guapa», le había dicho a la reina de las hadas. Y la reina le había respondido que debía encontrar los fragmentos perdidos de su corazón.
Isabelle examinó los tres regalos uno a uno. Tanaquill le había asegurado que la ayudarían, pero ¿cómo? No lo tenía ahora más claro que la noche anterior. «Puede que se conviertan en otra cosa», razonó. ¿Acaso no había transformado Tanaquill una calabaza y unos ratones para Ella?
Le dio vueltas en la mano a la cáscara de nuez. «Esto podría convertirse en un precioso sombrero», pensó. Al recorrer con el dedo los diminutos dientes de la quijada, se imaginó que se transformaba en un bonito peine. Después miró el tegumento, aunque no se le ocurría cómo aquella cosita nudosa y espinosa se podría convertir en algo bonito.
Frustrada, Isabelle se metió los tres objetos en el bolsillo y tiró el vestido sucio a la cesta. Después se puso las botas y bajó las escaleras. Ya había tenido bastante misterio sobrenatural por el momento. Le quedaba mucho trabajo por delante.
Mientras recorría el vestíbulo de camino a la cocina, le llegó un aroma penetrante y amargo. «Tavi está levantada y ha preparado una cafetera —pensó —. Espero que también haya cocinado huevos revueltos». Atrás quedaron los días en los que, al bajar las escaleras, se encontraba con un desayuno completo servido por sus criados. Ahora, si Tavi y ella querían algo, tenían que preparárselo solas.
Encontrar comida en el verano no era difícil. Las gallinas ponían huevos, los árboles frutales estaban cargados y en el huerto crecían cosas ricas. Sin embargo, ¿qué pasaría al llegar el invierno? Unos días antes,
Isabelle había decidido intentar hacer conservas de verduras, y Tavi le había prometido ayudar. Hoy parecía un buen día para ponerse. El huerto estaba repleto de pepinos y habían comprado sal en su viaje al mercado.
Si tenía éxito en su empresa, guardarían los botes en el sótano para los meses fríos. Abrió la puerta de la cocina, deseando ver lo que su hermana había preparado para el desayuno.
Al final resultó que nada. Salvo un desastre impresionante.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 14:57

VEINTIOCHO
Tavi estaba sentada a la larga mesa de madera, mirando a través de una lupa.
La superficie estaba cubierta de platos y cuencos con comida, aunque toda podrida. Una rebanada de pan cubierta de moho. Un cuenco de leche cortada.
Una ciruela seca arrugada.
—¿Qué estás haciendo, Tavi? ¡Esto es asqueroso! —exclamó Isabelle. Era habitual que su hermana realizara experimentos, aunque solía usar palancas, rampas y poleas, no moho.
Tavi bajó la lupa.
—Estoy buscando organismos muy pequeños, puede que unicelulares —dijo, emocionada—. Dejé esto hace días en uno de los estantes altos de la despensa. He elegido uno alto porque el aire caliente sube, por supuesto, lo que acelera el crecimiento de los organismos. ¡Mira lo que han progresado!
Isabelle arrugó la nariz.
—Pero ¿por qué?
Tavi sonrió.
—Me alegro de que me lo preguntes —dijo—. La teoría predominante de la enfermedad postula que las dolencias ocurren cuando se respiran los efluvios o el mal aire de la materia podrida. Pero yo creo que se produce cuando un organismo, uno invisible para el ojo humano, pasa de una persona enferma a otra sana. —Señaló la pila de libros sobre la mesa —. En fin, no hay más que leer los escritos de Tucídides sobre la Plaga de Atenas. O a Girolamo Fracastoro en De contagione et contagiosis morbis.
—Te lo preguntaré de otra manera: ¿por qué te pones a buscar organismos ahora? Se supone que hoy íbamos a encurtir pepinos. Prometiste ayudarme.
—Justo por eso estoy investigando —contestó Tavi—. Cuando mencionaste lo de conservar comida, empecé a preguntarme por el proceso en sí: mecánico, químico, biológico.
—Por supuesto que sí —repuso Isabelle, que reprimía una sonrisa. Su felicidad al ver de nuevo color en las mejillas de Tavi y fuego en sus ojos superaba con creces la irritación que le producía aquel desbarajuste.
Lo único capaz de apartar a Tavi de las matemáticas era la ciencia. Al mirar a su hermana, Isabelle se preguntó cómo era posible que alguien la considerara fea. Deseaba decirle a Tavi que la intensidad de su mirada y la pasión de su voz le quitaban el aliento, igual que el vuelo de un halcón, que la quietud de un lago al alba o que una alta luna de invierno. Sin embargo, un nudo en la garganta le impidió decirlo.
—Por ejemplo, la mermelada —siguió explicando Tavi—. Se aplica calor a la fruta y se le añade azúcar, ¿correcto?
Isabelle tragó saliva y asintió.
—¿Por eso no se pudre la mermelada? ¿El calor mata a los organismos? ¿Tiene alguna función el azúcar? ¿Y qué pasa con el encurtido? ¿El vinagre inhibe el crecimiento de los organismos? ¡Según el tipo de organismo del que se trate y lo que colonice (leche, col, masa o un cuerpo humano), consigues queso, chucrut, pan o la peste! —exclamó la joven alegremente—. Pero ¿qué es ese organismo, Iz? Eso es lo que me muero por saber. ¿Tú no?
—No. Yo me muero por saber cuándo piensas dejar de teorizar sobre encurtidos para ayudarme a hacerlos.
—¡Pronto, pronto! —dijo Tavi mientras cogía de nuevo la lupa—. He preparado café. Sírvete.
—No, gracias. —Isabelle negó con la cabeza—. He perdido el apetito. Voy a dar de comer a Martin y a dejar salir a los pollos.
Isabelle se acercó a la puerta de la cocina, pero a medio camino se volvió y miró a su hermana, que seguía observando a través de su lupa, y pensó: «Tavi es muy inteligente. Tal vez me ayude a averiguar lo que
tengo que buscar».
Isabelle se metió la mano en el bolsillo y empezó a cojear de vuelta a la mesa, pero se detuvo. Tavi era tan lógica, tan escéptica, que probablemente no se creyera lo de Tanaquill. Y si le contaba lo de la reina de las hadas, tendría que contarle cuál había sido su deseo, y le daba vergüenza reconocer que había pedido ser guapa. Su hermana se mofaría.
Se burlaría.
Como si percibiera su presencia, Tavi levantó la mirada.
—De acuerdo, iré —resopló, impaciente.
—¿Adónde? —preguntó Isabelle, desconcertada.
—A los establos. Al corral. Es lo que me ibas a pedir, ¿no? Que abandonara mis investigaciones científicas para encargarme del importantísimo trabajo de recoger estiércol de caballo.
—No hay prisa —respondió su hermana, que ya había decidido no hablarle de Tanaquill.
«El sarcasmo es el arma de los heridos —pensó—. Y Tavi lo blande con precisión letal».
Mientras Tavi garabateaba números en un cuaderno, Isabelle recogió la cesta de los huevos de su gancho. Después agarró una navaja de un estante, se la metió en el bolsillo y salió de la cocina. Un minuto después estaba bajando por la colina camino del corral. Al acercarse al final de la pendiente, un zorro de ojos verdes y pelaje rojizo intenso salió corriendo delante de ella. La joven se detuvo para observar al animal que volaba entre la hierba.
En las historias que contaba Ella, Tanaquill a veces adoptaba la forma de un zorro. «¿Será ella? —se preguntó—. ¿Me está vigilando? ¿Espera a ver si llevo a cabo su tarea?».
No tuvo mucho tiempo para meditarlo porque, justo cuando el zorro desaparecía en un arbusto, un chillido agudo y espeluznante desgarró el aire. Solo había una criatura capaz de emitir un sonido tan horroroso.
—El gallo Bertrand —susurró Isabelle antes de salir corriendo.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 14:59

VEINTINUEVE
Otro chillido.
«Ese zorro no es la reina de las hadas —pensó Isabelle—, sino un ladrón de pollos. Y me parece que todavía queda uno dentro del corral».
Tavi, maman y ella dependían de las gallinas para tener huevos. Perder una era un desastre.
La joven siguió corriendo tan deprisa como pudo sin fijarse en lo mucho que le dolía el pie malo.
—¡Aguanta, Bertrand! —gritó—. ¡Ya voy!
El gallo era una criatura feroz con afiladas espuelas curvas en las patas. Había perseguido a Isabelle muchas veces. Sin embargo, no era rival para un zorro.
«Ni para un lobo», pensó. Se le heló la sangre al pensarlo. Estaba tan asustada por Bertrand y las gallinas que había corrido al corral sin coger ni un palo con el que defender tanto el gallinero como a ella.
Al pasar junto a los establos, roja y jadeante, vio el gallinero: la puerta estaba abierta y colgaba de las bisagras.
También vio que lo que le robaba los pollos no era un zorro ni un lobo, sino un hombre. Un hombre sucio, delgado y desesperado.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 15:19

TREINTA
El hombre llevaba un saco de tela que se movía y cloqueaba. En el suelo, cerca del corral, yacía Bertrand con el cuello roto. La rabia acabó con el miedo de Isabelle.
—¿Qué le has hecho a mi gallo? —gritó—. ¡Deja esas gallinas ahora mismo!
—¡Ah, perdonadme mademoiselle! —respondió el hombre con una sonrisa melosa—. La casa estaba cerrada a cal y canto. No tenía ni idea de que alguien viviese en ella.
—Pues ahora lo sabes. Vete —ordenó Isabelle mientras señalaba la carretera.
El hombre se rio entre dientes y salió del corral. Recorrió con la mirada a Isabelle, y se detuvo en sus caderas y sus pechos.
«La oportunidad de derrotar a un enemigo la ofrece el enemigo en sí». Esta vez, las palabras que sonaron en la cabeza de la joven no eran de Alejandro Magno, como al enfrentarse a Cecile, sino de Sun Tzu, un general chino que había vivido hacía más de dos mil años.
Procuró darles buen uso a sus palabras. Mientras el hombre se la comía con los ojos, ella lo observó a su vez y concluyó que no iba armado. No le colgaba ninguna espada de la cintura ni le sobresalía ninguna daga de la bota. También vio que había dejado una horca apoyada en un árbol, unos
cuantos metros detrás de él. Lo único que tenía que hacer era llegar hasta ella.
Él dejó de mirarla para mirar la casa.
—¿Por qué estáis aquí sola? ¿Dónde está vuestro padre? ¿Y vuestros hermanos?
Isabelle sabía que no debía contestar a esa pregunta.
—Esas gallinas son lo único que tiene mi familia. Si te las llevas, moriremos de hambre —dijo, en un intento de apelar a su humanidad.
—Y si no lo hago, seré yo el que muera de hambre. No he comido nada en condiciones desde hace semanas. Soy un soldado del ejército del rey y tengo hambre —repuso el hombre con justa indignación.
—¿Qué clase de soldado abandona los barracones para robar pollos?
—¿Me llamas mentiroso, muchacha? —preguntó el hombre mientras daba un paso amenazador hacia ella.
—Y desertor —añadió Isabelle, sin moverse del sitio.
El hombre entornó los ojos.
—Y, si lo soy, ¿qué pasa? Nos conducen a la batalla como cerdos al matadero. Volkmar conoce cada movimiento del rey antes de que el mismo rey lo conozca. Los demás pueden morir si así lo desean. Yo no.
—Puedes llevarte unos cuantos huevos, si tienes hambre —respondió Isabelle, inflexible—. Deja el saco.
El hombre se rio. Señaló con la cabeza la horca que tenía detrás.
—¿O qué? ¿Vas a perseguirme con esa herramienta oxidada que has estado mirando? ¿Acaso sabes manejar alguna herramienta? —Dio otro paso hacia ella y, esbozando una sonrisa lasciva, añadió—: ¿Quieres
manejar la mía?
—Vete. Ya. O te arrepentirás —respondió la joven sin prestar atención a su chiste obsceno.
—Me voy a llevar cuatro pollos. Y no hay más que hablar.
La furia estalló dentro de Isabelle. Su madre y su hermana no iban a pasar hambre para que aquel ladrón se atiborrara. Pero ¿qué podía hacer? El soldado se había colocado justo delante de la horca, así que no podía llegar a ella.
«Necesito un arma —pensó, y miró a su alrededor, desesperada—. Un rastrillo, una pala, lo que sea».
Recordó la navaja y soltó la cesta de los huevos que todavía sujetaba para meter la mano en el bolsillo. Notó un dolor agudo e inesperado en los dedos. Dejó escapar un gritito, aunque el desertor, que había regresado al interior del gallinero, no lo oyó.
Se sacó la mano del bolsillo y vio que se había cortado las puntas del índice y el corazón. Abrió bien el bolsillo y se asomó al interior pensando que se había abierto la navaja, pero no: un objeto blanco y fino, manchado de su sangre, sobresalía hacia ella. Se dio cuenta de que era la quijada que Tanaquill le había regalado. La sacó del bolsillo y vio que sus dientes diminutos eran lo que le había cortado los dedos. Con un crujido, la parte en ángulo de la quijada se enderezó de repente en su mano y le arrancó un grito ahogado. El extremo que antes estaba unido al cráneo del animal se había aplanado para formar una empuñadura. El otro se alargó hasta transformarse en una hoja serrada, con el borde repleto de dientes afilados como cuchillas.
Asombrada, Isabelle descubrió que blandía una espada, una bien equilibrada y mortífera. Mientras la contemplaba, sorprendida, el hombre salió del corral.
Avanzó hacia él sin perder ni un segundo.
—Vas a dejar ahí mis gallinas y te vas a marchar. Y no hay más que hablar.
Él levantó la vista, riéndose, pero la risa se le murió entre los labios al ver la temible espada que llevaba en la mano.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó.
Isabelle no estaba de humor para preguntas: atacó, y la espada le abrió un corte en el brazo. El hombre gritó y soltó el saco.
—Eso ha sido por Bertrand —dijo Isabelle. Ya no tenía la sangre helada, sino fuego en las venas.
El ladrón se llevó la mano a la herida. Cuando la retiró, estaba roja.
Miró a la joven a los ojos.
—Vas a pagar por eso.
—¿Isabelle? ¿Qué está pasando? ¿Es ese...? ¿Es ese Bertrand? ¿Qué le ha pasado?
—No te acerques, Tavi —le advirtió Isabelle. Su hermana había elegido el peor momento para aparecer—. Sal de aquí. Vete —le ordenó al hombre sin dejar de amenazarlo con la espada.
Como no se movía, atacó otra vez, aunque él dio un paso atrás justo a tiempo.
—Vale —dijo, levantando las manos poco a poco—. Tú ganas. «Se marcha —pensó Isabelle—. Gracias a Dios».
Y eso era justo lo que el ladrón quería que pensara.
La joven se había indignado tanto al descubrir al hombre saqueando el gallinero que no se había fijado en el saco que había en la hierba, a pocos metros, ni la espada tirada junto a él. El hombre se abalanzó a por el arma, la sacó de su funda y se volvió hacia ella, blandiéndola.
El miedo recorrió la columna vertebral de Isabelle como la lluvia fría que se cuela por la alcantarilla. Estuvo a punto de perder el valor. El ladrón había sido soldado en el ejército del rey y había aprendido a manejar una espada, mientras que ella había luchado contra Felix. Con el palo de una mopa.
—Voy a hacerte pedazos. Cuando termine contigo, los buitres se te llevarán trozo a trozo. ¿Qué me dices a eso, zorra estúpida?
Isabelle tragó saliva. En su interior, el lobo, dormido bajo su corazón durante tanto tiempo, abrió los ojos.
Alzó la espada y le devolvió la mirada al hombre.
—Te digo que en garde.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 15:20

TREINTA Y UNO
Hay quienes piensan que el miedo es un enemigo, uno que debe evitarse a toda costa.
Huyen en cuanto se asoma. Buscan refugio de la tormenta dentro de
casa y acaban aplastados cuando el tejado se les cae encima.
El miedo es la más incomprendida de las criaturas. Solo desea lo mejor para ti. Te ayudará si lo dejas entrar. Isabelle lo entendía. Escuchaba a su miedo y permitía que la guiara.
«¡Es más rápido que tú!», le gritó el miedo cuando el ladrón de pollos corrió hacia ella. Así que se retiró bajo las ramas bajas del árbol, que arañaron la cara del intruso y se le metieron en los ojos, lo que lo frenó.
«¡Es más fuerte que tú!», aulló su miedo. Así que lo condujo hacia las raíces nudosas del tilo para que tropezara.
Bloqueó todas las estocadas y arremetidas del desertor, y consiguió acertar de nuevo; le dejó una raja ensangrentada en el muslo. Entre maldiciones, el hombre retrocedió, se alejó del árbol y se presionó la herida. Por el rabillo del ojo, Isabelle vio que Tavi intentaba rodearlos para llegar a la horca.
«¡No, Tavi, no!», gritó en silencio.
Pero era demasiado tarde. El ladrón también la había visto y fue a por ella.
—¡Corre, Tavi! —gritó Isabelle, que salió del refugio del árbol para perseguirlo.
El otro la oyó y pivotó. Ahora la tenía en campo abierto. Con un rugido, corrió hacia ella, apuntando a la cabeza.
—¡No! —gritó Tavi.
Isabelle detuvo el golpe con su espada. El choque con el acero le vibró por los brazos.
Con todas sus fuerzas logró girar la hoja, alejarse de él dando tumbos y poner algunos metros de distancia entre ambos. El ladrón se limpió el sudor de la frente y cargó de nuevo. Fintó a la izquierda y atacó a la derecha. Isabelle se apartó de un salto, pero el talón le tropezó en una piedra y cayó. Al caer al suelo, rodó a la derecha por instinto. Las chispas saltaron cuando la espada del soldado dio en la piedra.
Mientras Isabelle se ponía en pie, el hombre alzó de nuevo la espada. Sin resuello, con los músculos de los brazos protestando de cansancio, la muchacha alzó su arma para volver a bloquearlo, pero él era más fuerte y de pie firme, y ella sabía que, esta vez, la fuerza del impacto haría que su espada saliera volando. Se quedaría indefensa cuando ocurriera, completamente a su merced. Se preparó para lo peor. Sin embargo, cuando el hombre atacó, un disparo retumbó en el aire. Isabelle se agachó, con el corazón acelerado. La hoja le pasó por encima de la cabeza sin herirla; la espada cayó al suelo.
«¿De dónde ha salido el disparo?», se preguntó, aturdida. Levantó la mirada hacia su atacante, que había levantado las manos.
Le chorreaba sangre de la palma de una de ellas: le faltaban dos dedos. No miraba a Isabelle, sino a algo, a alguien, que estaba detrás de ella. Tenía los ojos como platos.
—Me voy, lo... lo juro —tartamudeó—. Por favor, deja que recoja mis cosas.
Alzó la mano herida para rendirse y cogió su espada con la otra.
Retrocedió paso a paso, cogió sus pertenencias y huyó.
Isabelle dejó el arma y levantó las manos. Una espada no era rival para una pistola. Con la respiración entrecortada, se puso de pie y se volvió, despacio, convencida de que otro desertor había aparecido por detrás y le apuntaba a la cabeza con su arma.
O puede que un ladrón. Un salteador de caminos. Un bandolero de sangre fría.
Ni por un segundo se le pasó por la cabeza que se tratara de un mono con un collar de perlas.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 20 Jul - 15:21

TREINTA Y DOS
Isabelle tardó un minuto entero en creerse lo que veía.
Un monito negro con un círculo de pelo blanco alrededor de la cara estaba sentado a un metro de ella. Con un collar de perlas al cuello. Y blandiendo una pistolita de plata.
Mientras lo miraba, golpeó la pistola contra el suelo, se asomó al cañón y salió disparado hacia el lateral de los establos, todavía con el arma en la mano.
Isabelle se llevó una mano al pecho para intentar calmar su corazón.
—Tavi —la llamó—, ¡ten cuidado! —Dio un vacilante paso adelante—. Hay un mono... con... una... una pistola...
—¡Lo veo! —gritó su hermana mientras corría a su lado. Se había hecho con la horca y la aferraba como si le fuera la vida en ello.
A Isabelle le palpitaba el pie, pero cojeó detrás del mono de todos modos, ya que le preocupaba que se disparase con la pistola o que les pegase un tiro a Tavi o a ella.
—¿Mono? Monito, ¿estás ahí? —lo llamó, siguiendo el rastro del animal.
El mono salió chillando de un bebedero, cruzó el camino a saltos y corrió a toda velocidad hacia un abedul. Una mujer con peinetas enjoyadas en el pelo y el pecho rebosándole como un brioche del corsé del vestido estaba de pie junto a la base del árbol, mirando las ramas. Se volvió al oír el chillido del mono.
—¡Ahí estabas, Nelson! ¡Dame la pistola! ¡Vas a matar a alguien! —lo regañó.
El mono la esquivó a toda prisa y trepó por el tronco. Tres monos más ya estaban arriba. Los cuatro se dedicaron a jugar a tirarse la pistola mientras la mujer seguía abajo, sacudiendo el puño en su dirección.
Isabelle parpadeó. «Esto es una alucinación. Tiene que serlo», se dijo. Apretó los ojos con fuerza y los abrió de nuevo. La mujer seguía allí.
—¿Tú también ves esto? —le preguntó a su hermana.
Tavi asintió, sin habla.
Isabelle se acercó a la mujer con precaución y la esperanza de que no hubiera acudido también a robar pollos. Estaba bastante segura de que no le quedaba energía para otro combate de espada.
Madame, perdonadme, pero ¿qué estáis haciendo en nuestra propiedad? ¿Y con un mono? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—¿Cómo creéis? —le respondió ella volviendo la vista atrás mientras señalaba algo con el pulgar—. ¿Cómo acaba una en un pueblucho dejado de la mano de Dios en medio de ninguna parte?
Los ojos de Isabelle siguieron la dirección del gesto. Se le abrió la boca. Allí, en el camino, un poco más adelante pero visible desde el corral, se encontraba el carruaje más espléndido que había visto en su vida.


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Mensaje por yiniva Lun 20 Jul - 18:33

waou, pasa cada cosa, y yo que pensé que la quijada no serviría de nada, que suerte que apareciera el mono justo a tiempo, parece que salieron de la nada, bueno de un carruaje hermoso ja, ja.

gracias Luz


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 21 Jul - 20:36

TREINTA Y TRES
Delante del enorme carruaje pintado había cuatro caballos grises moteados que agitaban las cabezas y piafaban.
En el asiento del conductor se sentaba un hombre vestido con chaqueta de color verde jade y pantalones rosa. Una perla con forma de lágrima le colgaba de una oreja. Saludó a Isabelle y a Tavi con un gesto de
cabeza.
Con ojos como platos, le devolvieron el saludo. Detrás del conductor, una docena de baúles estaban atados al techo del vehículo. Encima se sentaba una compañía de acróbatas; uno de ellos llevaba los ojos vendados y hacía malabares con cuchillos. A su lado, un tragafuegos soplaba perezosos anillos de humo; una maga los atrapaba y los convertía en monedas. Los músicos sostenían sus instrumentos como si estuvieran en un auditorio, a la espera de su director. Isabelle estaba fascinada.
Entonces se abrió la puerta del carruaje y salió un hombre. Isabelle vio unos hipnóticos ojos color ámbar, una nube de trenzas negras y el destello de un pendiente de oro. El hombre empezó a aplaudir. Los demás se le unieron. El aplauso fue estruendoso, hasta que el desconocido agitó la mano y lo cortó en seco.
—¡Ha sido todo un duelo, mademoiselle! —le dijo a Isabelle—. Os vimos desde la carretera y nos acercamos a ayudar, pero antes de poder abrir la puerta Nelson decidió encargarse del asunto en persona. En animal, mejor dicho. Aunque no debería haber dejado mi pistola en el asiento. ¿Alguna vez habéis conocido a un mono capaz de resistirse a una pistola de plata? —De repente, chascó los dedos—. Perdonadme, no me he presentado.
Se quitó el sombrero, hizo una reverencia, se enderezó de nuevo y, con una sonrisa (una tan seductora que, tras pasar un solo día en Marsella, inspiró a tres capitanes para viajar al cabo de Hornos, a una duquesa para huir con su jardinero y a dos hermanos llamados
Montgolfier para inventar el globo aerostático), dijo: —Soy el marqués del Azar, a vuestro servicio.
En cuanto las palabras brotaron de sus labios, los músicos se pusieron en pie encima del carruaje y tocaron una entusiasta fanfarria.
—Un poco excesivo para la Francia rural, ¿no os parece? —les dijo tras poner una mueca.
La música paró. Los de las trompas se miraron los zapatos. El trompetista limpió una mota imaginaria de su instrumento.
Isabelle, que había hecho una reverencia y había tirado de Tavi para que la imitara, se enderezó.
—Isabelle de la Paumé, excelencia. Y esta es mi hermana, Octavia. Estamos... —«¿Qué? ¿Sorprendidas? ¿Pasmadas? ¿Completamente atónitas?», se preguntó—... encantadas de conoceros. —Me pregunto si podríais decirnos cómo llegar al Château Rigolade — dijo el marqués—. Me da la impresión de que se encuentra por aquí, en alguna parte, pero estamos un poco perdidos. Lo he ganado.
—¿Lo habéis... ganado? —preguntó Tavi sin ocultar su perplejidad.
—Sí, en una partida de cartas. Necesitaba un sitio adonde ir. Y también mi familia. —Señaló el carruaje—. París es un caos ahora mismo, con esa bestia de Volkmar arrasándolo todo. Y yo necesito paz y tranquilidad. Estoy escribiendo una obra.
—¿Sois dramaturgo, señor? —preguntó Isabelle.
—Ni por asomo —respondió el marqués—. Nunca antes había tomado la pluma. Pero siempre estoy haciendo cosas que no puedo hacer. De lo contrario, jamás llegaría a hacerlas.
Mientras Isabelle trataba de comprender su lógica, el marqués añadió:
—En fin, en cuanto al château...
La joven le indicó rápidamente cómo llegar:
—No está lejos. Torced a la izquierda al final de nuestro camino. Seguid la carretera durante kilómetro y medio. Cuando lleguéis a una bifurcación en el camino...
Al marqués se le iluminó la mirada.
—¡Una bifurcación en el camino! ¡Qué maravilla! ¡Me encantan las bifurcaciones! ¡Siempre conducen a una oportunidad!
—¡Cambio! —gritó un acróbata.
—¡Aventura! —trinó un músico.
—¡Emoción! —añadió el tragafuegos.
Isabelle miró primero al marqués y luego a sus amigos, vacilante.
—Sí, bueno... Cuando lleguéis a esta bifurcación en concreto, torced a la derecha. Seguid por esa carretera poco menos de un kilómetro y veréis el camino de entrada. El château está sobre una elevación del terreno. No tiene pérdida.
—Os estamos muy agradecidos. Pero, antes de marchar, me gustaría ofreceros un consejo...
El marqués se acercó a Isabelle y le tomó las manos. Ella contuvo el aliento. Su contacto era como si un relámpago acabara de atravesar el cielo; como si hubiera robado una bolsa de diamantes; como si hubiera encontrado un baúl lleno de oro.
No obstante, de cerca vio que la alegría que le iluminaba los ojos, el entusiasmo que animaba cada uno de sus movimientos, el chispeante desafío que se desprendía de su voz..., todo desaparecía para dejar paso a una intensidad repentina e inquietante.
—Sois buena con la espada, pero no lo bastante —le dijo—. Practicad. Sed más rápida. Mejor. Campan por Francia criaturas peores que los
ladrones de pollos. Mucho peores. Prometédmelo, joven Isabelle.
Prometédmelo.
Parecía muy importante para él que aprendiera a protegerse. Isabelle no tenía ni idea de por qué, pero estaba claro que el desconocido no pensaba soltarla hasta que accediera a su petición.
—Os... os lo prometo, excelencia.
—Bien —respondió él, y la soltó—. Ahora, damas, si me disculpáis...
¡Pum!
Otra bala rasgó el aire, acertó en la veleta de lo alto del granero y la hizo girar. Tavi corrió a buscar refugio.
También se asustaron los caballos.
Entre relinchos y con los ojos saltones, salieron disparados y tiraron del carruaje por el sendero circular con tal violencia que se puso a dos ruedas y titubeó de ese modo durante unos terribles segundos. El conductor se lanzó sobre el asiento. Los del techo se inclinaron. El marqués corrió tras el vehículo, atrapó la puerta abierta y colgó de ella todo su peso. Al final, las ruedas volvieron a bajar. El carruaje se escoró bajo el abedul y, al hacerlo, los monos saltaron de las ramas y cayeron encima. El marqués, ya a salvo en el interior, se estiró por encima de la maga y el cocinero, y se asomó por la ventana. —¡Gracias! —gritó—.
¡Adiós!
—¡Adiós, excelencia! —respondieron las dos hermanas.
Se quedaron junto a los establos, saludando con la mano, hasta que el vehículo bajó por el camino, se metió en la carretera y desapareció.
Con toda la conmoción, no vieron que el mono se había quitado las perlas del cuello, había sacado su peludo brazo por encima del techo del carruaje y las había lanzado a la hierba.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 21 Jul - 20:40

TREINTA Y CUATRO
Tras las emociones de la mañana, el resto del día transcurrió despacio para Isabelle, repleto de tareas en el exterior de la mansión y también dentro.
Al caer la noche se encontraba sentada a la mesa de la cocina. Tavi había preparado una deliciosa tortilla con estragón. Isabelle había acabado con su plato y estaba observando la espada que le había regalado la reina de las hadas, sumida en sus pensamientos. La había dejado colgada en un gancho junto a la puerta. Tavi le había preguntado por su procedencia, pero Isabelle le había contado una mentirijilla: que la había encontrado en un baúl de los establos hacía tiempo y que había ido a buscarla en cuanto vio al ladrón de pollos.
La voz de Tanaquill sonó en su cabeza: «Te lo han sacado pedazo a pedazo a pedazo...». Había dicho la palabra pedazo tres veces. «¿Será una pista? —pensó —. ¿Se supone que debo buscar tres pedazos?».
—Deberíamos lavar los platos, Iz —dijo Tavi.
—Sí —coincidió ella, aunque no se movió.
Tavi siguió su mirada.
—Llevas toda la cena mirando con el ceño fruncido esa espada. ¿Por qué?
—He estado dándole vueltas a algo, Tav —respondió ella, con la frente más fruncida todavía—. ¿Qué es un corazón, exactamente?
—Qué pregunta más extraña. ¿Por qué quieres saberlo?
—Pues... porque sí.
—Un corazón es un órgano de cuatro cámaras que funciona como una bomba para que la sangre circule por el cuerpo a través de contracciones rítmicas.
—No me refiero a eso. En los poemas y las canciones, el corazón es el lugar del que procede la bondad.
—¿Es que ahora escribes poesía? —le preguntó Tavi, estudiándola con atención.
—¡Sí! Ja, pues sí. ¿Cómo lo has adivinado? —exclamó Isabelle alegremente. Era otra mentira piadosa y se sintió mal al contarla, pero era la tapadera perfecta para averiguar lo que deseaba saber sin mencionar por qué quería saberlo—. En mi poema, la protagonista...
—¿Los poemas tienen protagonistas?
—Este sí, y es una joven que ha perdido el corazón. O, mejor dicho, algunos pedazos del corazón. Necesito encontrarlos. En el poema, me refiero. Para mi protagonista. ¿Tú cuáles crees que son los fragmentos que componen un corazón?
Tavi se acomodó en la silla con cara de profunda preocupación.
Después tomó el candelero que había sobre la mesa y acercó la llama de la vela a los ojos de Isabelle.
—¿Qué diantres haces? —preguntó su hermana, alejándose.
—Ver si las pupilas se te contraen y dilatan como es debido. Me preocupa que te hayas caído demasiadas veces de Martin. Que te hayas golpeado la cabeza más de la cuenta.
Isabelle alzó la mirada al techo, exasperada.
—No he perdido el juicio, si es lo que insinúas. Responde a mi pregunta, Tavi. Teóricamente.
—Bueno, digamos que, teóricamente, estamos hablando de ti. Diría que esa espada que has estado mirando es un pedazo de tu corazón.
Isabelle negó con la cabeza, tozuda.
—No lo creo. No.
—¿Por qué no? Antes te encantaban las espadas. Te encantaba la esgrima y.… y Félix. En fin, vosotros dos...
—Sí, es verdad —la cortó enseguida Isabelle, ya que las palabras de Tavi echaban sal en una herida que nunca se había cerrado—. Y ¿qué conseguí? Felix me hizo una promesa y la rompió. Y me rompió a mí, de paso. —Ya no estamos hablando teóricamente, ¿no?
—No —reconoció Isabelle, mirándose las manos.
—Lo siento. No debería haberlo mencionado.
Su hermana agitó una mano para indicarle que no era necesaria la disculpa.
—Sean cuales sean los pedazos de mi corazón, no lo incluyen a él. Ni a las espadas.
—Entonces, ¿qué incluyen? Y ¿cómo vas a encontrarlos?
—No lo sé —respondió Isabelle; se concentró un momento y añadió—: Como el corazón es de donde nace la bondad, quizá deba hacer buenas obras.
—¿Buenas obras? —preguntó Tavi, que se echó a reír—. ¿Tú?
—Sí, yo —dijo su hermana, ofendida—. ¿Qué tiene de gracioso?
—¡Que nunca has hecho ninguna!
—¡Claro que sí! —insistió Isabelle—. El otro día llevé a Tantine a casa de los LeBenêt. Es un comienzo.
—Ay, Izzy —dijo Tavi en voz baja. Después alargó el brazo sobre la mesa, le cogió la mano y se la apretó—. Es demasiado tarde para buenas acciones. La gente nos grita. Lanza piedras a nuestras ventanas. Solo nos queda ser malas y procurar que cada vez se nos dé mejor. Las buenas obras no cambiarán nada.
—Puede que me cambien a mí, Tavi —repuso su hermana, devolviéndole el apretón.
Tavi se levantó para fregar los platos, e Isabelle, viendo que oscurecía, le dijo que la ayudaría después de encerrar a los animales.
—Llévate la espada —le aconsejó Tavi—. Por si acaso.
Isabelle lo hizo. Al bajarla del gancho, se preguntó de nuevo cómo podría ayudarla el regalo de la reina de las hadas a conseguir lo que su corazón anhelaba. Se alegraba de tenerla, ya que gracias a ella había salvado la vida, pero las chicas guapas llevaban parasoles y se daban aire con abanicos, no blandían espadas.
No obstante, cuando Isabelle salió y sintió que la empuñadura de la espada le encajaba a la perfección en la mano y que la hoja estaba equilibrada al milímetro, no pudo evitar darle un mandoble al rosal y sonreír cuando varias flores de color rosa cayeron al suelo. Decapitó dos lilas mientras caminaba y después separó una descuidada hortensia azul de su tallo.
—El marqués me dijo que practicara —dijo en voz alta, algo culpable, como si una persona invisible la hubiera acusado de divertirse.
Peligrosos personajes campaban por sus respetos; debía asegurarse de saber defenderse, nada más.
Era mágica, aquella espada. Increíble. Arrebatadora. No lo negaba.
Pero no era su corazón.
Y nunca lo sería.
No lo permitiría.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 21 Jul - 20:42

TREINTA Y CINCO
Mientras Isabelle practicaba en la oscuridad, Azar estaba cómodamente instalado en el Château Rigolade, observando el matraz de líquido argénteo que había elaborado.
A su alrededor, su séquito se ocupaba en sus menesteres. La única que no se veía por ninguna parte era la maga.
Concentrado en la botella, Azar apenas se fijaba en la gente de su alrededor. El líquido plateado hervía sobre un quemador en el centro de un sistema de destilado de diabólica complejidad. Brillaba con un color intenso, pero Azar no se sentía satisfecho.
Su científico había colocado el aparato en la enorme mesa del centro del comedor justo después de llegar. Estaba rodeado de balanzas de latón, prensas de distintas formas, un mortero y tarros de botica con todo tipo de ingredientes.
Azar cogió uno de los tarros, le quitó la tapa, sacó un trozo de encaje amarillento y lo echó en el matraz. Después añadió una cucharada de violetas secas, seguida de una telaraña, un pedazo de partitura, una magdalena desmigada y unos números arrancados de la esfera de un reloj.
El líquido burbujeaba y se arremolinaba después de cada incorporación, pero Azar seguía sin estar contento. Rebuscó entre los tarros para dar con el último ingrediente. Con un grito triunfal lo encontró: un par de relucientes alas de polilla. Al soltarlas en el matraz, el líquido adquirió un bello tono malva desvaído.
—¡Perfecto! —exclamó. Con unas pinzas y mucho cuidado, apartó el matraz de las llamas y lo depositó sobre una tabla de mármol para que se enfriara.
—Necesito un nombre para esta tinta —le dijo al científico, que estaba trabajando frente a él—. Un nombre para lo que se siente al volver a ver a alguien. Después de muchos años. Una persona a la que habías perdido. O eso pensabas. Y la recuerdas de un modo concreto. En tu cabeza, nunca envejece.
Pero, de repente, ahí está. Mayor. Cambiada por el tiempo. Diferente pero la misma.
El científico levantó la mirada de su trabajo. Miró a Azar por encima de sus gafas.
—¿Esa persona significaba algo para ti? —preguntó.
—Podría haberlo significado. Quizá. Casi. Lo habría significado — respondió Azar—. De haber sido el momento correcto. De haber sido tú más sabio. Más valiente. Mejor.
El científico, austero y riguroso, poco dado a castillos en el aire, se llevó una mano al corazón. Cerró los ojos. Una sonrisa nostálgica les asomó a los labios.
—Maravilla —dijo—. Ese es el nombre.
Azar sonrió. Escribió «Maravilla» en una etiqueta de papel, la pegó a la botella y la llevó al otro lado de la mesa. El mapa de la vida de Isabelle de la Paumé estaba allí, enrollado. A saber, cuándo podría producirse un reencuentro. Era importante estar preparado para cualquier contingencia.
Las otras tintas que había creado estaban repartidas alrededor del mapa. Estaba «Desafío», una turbulenta tinta de color naranja rojizo que había preparado con dientes de león molidos y sangre de toro. «Inspiración», que era de un dorado pálido, obtenida a partir de té negro mezclado con cacao, una pizca de tierra de la tumba de un poeta y cuatro gotas de las lágrimas de un lunático, que después había dejado fermentar a la luz de la luna llena. Y «Sigilo», del color de la medianoche, hecha de aliento de búho, plumas de halcón y los huesos pulverizados de los dedos de un carterista. «¿Son los pigmentos lo bastante audaces y las fórmulas lo bastante fuertes para dibujar nuevos caminos?», se preguntó Azar mientras dejaba la botella de «Maravilla». Había intentado fabricar tinta en otras ocasiones, muchas veces, pero nunca había sido capaz de crear una tan potente como para deshacer el trabajo de la vieja.
El miedo le picoteaba la cabeza. Se sirvió una generosa copa de coñac de un decantador de cristal para silenciarlo. Tras bebérselo de un trago, se sentó frente al mapa. Mientras lo desenrollaba y aplanaba, no pudo evitar asombrarse ante la belleza del trabajo de las Parcas. Nunca había visto un pergamino mejor ni unas tintas más exquisitas, y la calidad de sus dibujos no tenía parangón.
El nombre completo de Isabelle estaba escrito en la parte de arriba, a mano,
en griego, el idioma nativo de las Parcas. Por el resto del pergamino se desplegaba el colorido paisaje de su vida. Azar vio su lugar de nacimiento, otros lugares en los que había vivido y Saint-Michel. Vio picos y valles, las soleadas planicies y los bosques oscuros que había cruzado. Vio su camino, una gruesa línea negra, y los puntos, rayas y nacimientos de las líneas de otras vidas que se cruzaban con la suya.
Pero lo que lo ponía nervioso era lo que no veía.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 21 Jul - 21:52

TREINTA Y SEIS
—¿Están listas? —preguntó, impaciente.
El científico, que usaba un paño para limpiar unas gafas de montura metálica, asintió. Se las entregó a Azar.
—¿Son potentes? —preguntó al coger las gafas.
—Mucho. Las he preparado yo mismo. La izquierda te ofrece retrospectiva. La derecha, perspectiva.
Azar las acercó a la luz.
—¿Rosa? —preguntó al mirar a través de los cristales. No era su color preferido.
—Rosáceo —lo corrigió William—. Es difícil observar una vida mortal de cualquier otro modo. Si la miras a través de lentes transparentes, te rompe el corazón.
Azar se puso las gafas, enganchando los extremos curvos detrás de las orejas. Al examinar el mapa a través de ellas contuvo el aliento: el pergamino entero era como las páginas de esos ingeniosos libros infantiles troquelados en los que todo se convierte en una maqueta.
Nadie, sin duda ningún mortal y ni siquiera el mismo Azar, poseía la agudeza visual de las Parcas. Dibujaban cada detalle de un modo tan exhaustivo que era casi imposible ver todo su arte a simple vista. Azar les había robado muchos mapas a las hermanas, pero nunca antes había sido capaz de contemplar su obra con tanta claridad.
A lo largo del camino de Isabelle, los momentos de su vida se resaltaban a través de vibrantes escenas en tres dimensiones. La vio de niña, practicando esgrima con un niño. La vio de pie frente al espejo, ataviada con un elegante vestido, con lágrimas en los ojos. Y la vio en el mercado del pueblo, unos días antes, discutiendo con la mujer del panadero.
—Eres un genio —susurró.
El científico sonrió, complacido.
Sin embargo, Azar no le devolvió la sonrisa. Su placer ante la eficacia de sus nuevas gafas para ver con tanta claridad el pasado de la joven se mitigaba con la certeza de que también le revelarían los detalles de su futuro. Ya sabía lo que la esperaba al final del camino, puesto que lo había visto en el palacete de las Parcas, pero no lo que sucedería con exactitud.
Quizá tuviera semanas para evitarlo, puede que meses. O puede que unos cuantos días.
Sus ojos volaron al pie del mapa en busca de la respuesta a su pregunta. La leyenda estaba allí. Explicaba que una pulgada equivalía a un año e indicaba el año de nacimiento de Isabelle.
El sello de las Parcas también estaba allí. La vieja lo ponía en los mapas de todos los mortales después de terminarlos: dejaba caer cera roja fundida al pie del pergamino y apretaba su anillo de calavera contra ella. La impresión resultante era una fecha de fallecimiento, puesto que, cuanto más se acercaba un mortal al final de su camino, más oscura salía la calavera, que pasaba del rojo sangre al negro.
La calavera del mapa de Isabelle era de un sombrío bermellón, veteado de gris.
—Le quedan semanas. Semanas —dijo Azar, y se llevó una mano temblorosa a la cabeza—. ¿Cómo demonios voy a deshacer esto? — masculló.
Cogió su pluma de la mesa, la mojó en «Desafío» y empezó a dibujar un nuevo camino para Isabelle, uno que la alejara de su horrible destino.
La tinta brillaba con fuerza en el pergamino.
—¡Ja! ¡«Desafío», ¡por supuesto!  —exclamó, animado.
Sin embargo, un instante después, la tinta empezó a desvanecerse hasta desaparecer por completo; el pergamino la había absorbido como las arenas del desierto absorben la lluvia.
Azar cambió de táctica. Mojó de nuevo la pluma en «Desafío» e intentó tachar lo que esperaba al final del camino de Isabelle, pero, por mucho que lo emborronaba, el destino de Isabelle se seguía viendo, como un cadáver que sube a la superficie de un lago.
Entre juramentos, Azar dejó la pluma. Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Aquello era un desastre. Sus tintas no eran lo bastante fuertes para dibujar nada, ni siquiera un mísero desvío, así que mejor ni hablar de contrarrestar los violentos rojos y los cortantes negros que habían sido colocados allí no por las Parcas, sino por uno cuyo poder para cambiar los caminos crecía con cada día que pasaba.
El científico levantó la vista de su trabajo.
—¿Qué ocurre?
Azar estaba a punto de responder cuando se oyó un golpeteo fuerte e insistente en la puerta. El ruido retumbó por el château e hizo temblar los muebles y tintinear las ventanas.
El cocinero, que acababa de entrar en el comedor salido de la cocina, dejó en la mesa la bandeja de plata cargada de bonitos pasteles y salió corriendo al majestuoso vestíbulo para acercarse a la ventana que había junto a la puerta.
—El destino nos llama —les gritó a los demás tras echar un vistazo fuera.
El tragasables alzó las manos.
—¡Que todo el mundo deje de hablar! —susurró con urgencia—. ¡Puede que se marche!
—No seas ridículo. Sabe que estamos aquí —respondió la diva—. Toda la aldea lo sabe. No es que nos mimeticemos con el paisaje, precisamente. Llamaron de nuevo. Azar gruñó de frustración. Una visita de la vieja era lo que menos necesitaba en aquel momento.
—Abrid la puerta —dijo al fin—. Dejad que entre. Pero no le quitéis la vista de encima al mapa.


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Mensaje por berny_girl Miér 22 Jul - 1:52

Capitulo 25 al Capitulo 32
Tiene las cuentos de terror y los de fantasías todo en uno... cada capitulo pasa algo un poco mas espeluznante y luego algo fantástico al mismo tiempo...
Seria un milagro que las hermanastras no se vuelvan locas... cuando llegamos al final
 
Capitulo 33 al Capitulo 36
Ahora estoy toda confundida, no se quien es lo mejor para Isabelle, es Azar, la vieja, la hada madrina o al final nada y que su destino estime que las semanas son lo mejor... esta un poco confuso todo eso.


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Mensaje por yiniva Miér 22 Jul - 15:20

estoy igual que berny, no se que sea lo mejor para Isa, ella no tiene ni idea de cuales son las partes de su corazón que debe buscar y no esta de más que siga practicando con la espada por cualquer cosa
gracias Luz


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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly - Página 3 Empty Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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