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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 8 Ago - 17:22

CIEN
—Ahora mismo vuelvo, Nero. Quédate aquí y no te muevas —susurró Isabelle.
Quería saber quién estaba en la Hondonada. Estaba cerca de SaintMichel y de su familia, y los forajidos y desertores eran peligrosos. Uno le había robado y casi la mata.
Se subió la falda, se la ató y se metió en el agua. Por suerte, el río no estaba muy crecido, así que solo le llegaba hasta la rodilla. Se le estaban empapando las botas y la zapatilla que le había hecho Felix, pero no se atrevía a quitárselas y dejarlas en la orilla. Sin ellas, se movía despacio, y tal vez necesitara correr. Cuando llegó al otro lado, subió a la orilla, que estaba empinada y margosa. Se agarró a las retorcidas raíces de un árbol para salir. Procuró avanzar en silencio, puesto que no deseaba alertar a nadie de su presencia. Al llegar a lo alto del terraplén y asomarse, contuvo el aliento de golpe: ante ella había tiendas de campaña, cientos de ellas.
No en ordenadas filas, sino desperdigadas por todo el terreno. Estaban hechas de tela oscura y se camuflaban a la perfección entre los árboles. Entonces vio a los hombres, uniformados. Hablaban en voz baja mientras limpiaban los fusiles y afilaban las bayonetas. «Tiene que haber miles. ¿Son el ejército del rey? ¿Qué hacen aquí?», se preguntó.
Hasta ella llegaban fragmentos de conversaciones, aunque tan entrecortadas que no les encontraba sentido.
No obstante, al cabo de unos minutos fue capaz de unir los fragmentos y lo entendió todo. El terror la dejó sin aire en los pulmones. Los hombres pertenecían a un ejército, sí, pero no al del rey.
Era el ejército de Volkmar.


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Mensaje por yiniva Dom 9 Ago - 0:19

Rayos, lo que faltaba Vol se a cerca y los otros peleando por el mapa.
Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 9 Ago - 21:04

CIENTO UNO
Isabelle corrió a ocultarse detrás de un gran árbol, con el corazón desbocado.
Al cabo de unos segundos se asomó de nuevo y reprimió un grito: uno de los soldados iba derecho hacia ella con un puro encendido entre los dientes. ¿La había visto? Se agachó otra vez detrás del árbol para intentar abultar lo menos posible.
El hombre se detuvo al lado de su escondite, plantó los pies en la tierra y orinó. Isabelle no se movió; ni siquiera respiró. Mientras él seguía regando el otro lado del árbol, varios de sus compañeros lo llamaron. Isabelle oyó el nombre de Volkmar una y otra vez. Los hombres hablaban en voz baja pero emocionada. Por fin, el soldado se abotonó los pantalones y regresó con sus amigos. El cuerpo entero se le relajó de puro alivio. Se arriesgó a echar otro vistazo al campamento enemigo: todos los soldados salían corriendo de sus tiendas de campaña para acudir al centro del terreno.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Qué está pasando?».
Isabelle sabía que debía huir, que debía alejarse de allí mientras pudiera. ¿Qué iba a hacer si no? Estaba sola. Indefensa. No era más que una chica.
«Como Isabel —dijo una voz dentro de ella—. Como Yennenga. Abhaya Rani. Hubo un tiempo en que no fueron más que chicas, como tú».
Salió de detrás del árbol y, agazapada, avanzó entre las tiendas hacia el corazón del campamento enemigo. Dentro de ella, el lobo dejó de roer. Se quedó quieto. En tensión. Preparado.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 9 Ago - 21:04

CIENTO DOS
Estaban reunidos en varios círculos concéntricos.
En el centro de los círculos había un hombre de pie, hablando. Isabelle no lo veía (se lo tapaban los soldados), solo lo oía.
«Como me vea alguien..., como me encuentren...», le chillaba su miedo.
Lo silenció e intentó averiguar cómo acercarse más.
Más adelante había una roca. Si se subía a ella vería por encima de los hombres, pero si uno se volvía, también la vería a ella. Entonces localizó un pino cuyas ramas más bajas estaban desnudas, aunque las más grandes seguían cargadas de agujas. Si trepaba lo suficiente por el tronco, vería sin ser vista. Cerca del árbol había una tienda de campaña con estructura de madera, más grande que las demás. La tienda la taparía mientras subía por el tronco.
A pesar de los años transcurridos desde la última vez que Isabelle había trepado a un árbol, no le costó recordarlo. Subió con facilidad entre las ramas, en silencio, igual que cuando Felix y ella fingían trepar por el mástil del barco de Barbanegra. Siguió subiendo hasta asegurarse de encontrar un punto en el que nadie la vería; entonces se tumbó pegada a una rama y la bajó un poco para obtener una buena panorámica.
Habían colocado varios faroles en el centro del círculo interior para iluminar al hombre del tricornio. Su pelo oscuro con vetas grises estaba recogido en una coleta. Al moverse, una capa de viaje se arremolinaba en torno a él. Era alto, ancho de hombros, y caminaba con decisión. Una cicatriz le recorría la mejilla.
La luz de los faroles se reflejaba en sus ojos de color violeta. «Volkmar», pensó Isabelle, a la que, de repente, se le paró el corazón. «Está aquí».


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 9 Ago - 21:05

CIENTO TRES
La joven se quedó sentada, inmóvil, mientras Volkmar daba su discurso. Les decía a sus hombres que iban a atacar Saint-Michel. Que matarían a todos y cada uno de los habitantes del pueblo, como en Malleval. Por eso había tantos soldados.
Terminó de hablar y alargó un brazo. Al hacerlo, apareció otro hombre que permaneció al borde de la luz de los faroles, flanqueado por media docena de soldados de Volkmar.
Isabelle se llevó una mano a la boca. «No —pensó—. Que Dios nos ayude».
Era el gran duque.
El miedo le estalló en el estómago, y sus largos zarcillos se le enroscaron en el corazón. Las tropas de Volkmar lo habían atrapado. Lo habían emboscado mientras iba o venía entre París y el campamento de Cafard. ¿Cómo si no podían haberlo capturado? ¿Qué pensaban hacer con él? ¿Torturarlo? ¿Ejecutarlo? Era uno de los hombres más poderosos del reino. Solo el rey estaba por encima de él. Mientras Isabelle observaba, sin aliento, Volkmar von Bruch se acercó al gran duque.
Y lo abrazó.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 9 Ago - 21:06

CIENTO CUATRO
Fue como si estuviera hecha de hielo. Se le quedó el corazón congelado. La sangre, sólida en las venas. El aliento, escarcha. Si movía un músculo, se haría añicos.
El gran duque, que había jurado proteger al rey y al país, estaba confabulado con Volkmar von Bruch. Con Volkmar, que había masacrado a miles de soldados franceses, quemado pueblos y asesinado a las personas
que huían. Isabelle pensó en su familia. En Felix. En la aldea. Pensó en Remy, en la cruz de plata que le había dado, en su amigo Claude y en todos los demás jóvenes soldados que quizá no regresaran nunca a casa.
Observó, impertérrita, a los soldados de Volkmar alzar los puños en silencioso saludo a su líder y al gran duque. Los vio retirarse a sus tiendas de campaña con el fuego de la guerra iluminándoles el rostro, mientras que Volkmar y el gran duque se dirigían a la tienda del primero (la que estaba en la base del árbol al que se había subido Isabelle) y se sentaban en las dos sillas de lona frente a la puerta. Siguió mirando y vio a un joven soldado raso aparecer con faroles, una caja de puros, una licorera con brandy y dos copas de cristal.
El miedo había desaparecido. Ahora solo sentía una emoción: una furia fría y letal. Sin embargo, la furia ya no la controlaba, sino al contrario: Isabelle era su dueña y permitió que la ayudara, en vez de herirla.
Descendió del árbol despacio, tan silenciosa como una sombra, bajando los pies descalzos de uno en uno, de rama en rama, sin mover ni una aguja de pino.
Siguió hasta encontrarse un metro por encima de sus cabezas. Y, entonces, escuchó.
—Por el nuevo regente francés —dijo Volkmar, brindando con el gran duque —. En cuanto derrote al rey, el país será mío y vos lo gobernaréis por mí. El gran duque sonrió e inclinó la cabeza. Después le entregó a Volkmar un pergamino enrollado.
—Un regalo.
Volkmar lo tomó, rompió el sello de cera (el sello del rey de Francia) y lo desplegó.
—Un mapa... —dijo mientras lo examinaba.
—Que muestra el tamaño y la ubicación de todos los batallones que le quedan al rey.
—¡Bien hecho! —exclamó Volkmar—. Así nos resultará mucho más sencillo cazarlos a todos. —Le dio un buen trago al brandy—. ¿Está todo preparado para mañana?
—Sí. Atacaréis el campamento de Cafard al anochecer. Acaba de enviar cuatro regimientos a París, así que solo le queda uno. Cuando acabéis con sus tropas, id al hospital de campo y matad a los heridos. No me sirven de nada. Dejad a Cafard vivo, por supuesto, y tomadlo como prisionero, por las apariencias. Recibirá su recompensa cuando termine la guerra. Ha sido un aliado leal.
Volkmar examinó de nuevo el mapa.
—Los civiles de Saint-Michel... ¿Creéis que se resistirán?
—¿Con qué? —preguntó el gran duque, entre risas—. ¿Con cucharas de madera? He estado recorriendo todo el territorio pidiéndoles que donaran sus armas al ejército. Están indefensos.
El joven soldado raso, el sirviente de Volkmar, apareció de nuevo. Su comandante le entregó el mapa, y le pidió que lo guardara en la tienda y les llevara comida.
—Quiero atacar las demás guarniciones del rey en cuanto terminemos con Saint-Michel. Acabar con ellas una a una hasta que lleguemos al rey en persona.
—Yo sugiero que ataquemos primero al rey —dijo el gran duque—. Se rendirá, y así aplastaremos las esperanzas de las tropas que sobrevivan.
—¿Y si no se rinde?
—Lo hará. Estoy seguro. No olvidéis que tenemos una baza muy valiosa.
—No os gusta demasiado vuestro joven soberano, ¿no? —comentó Volkmar, arqueando una ceja.
—El rey es un idiota —repuso el gran duque, al que se le había agriado el rostro—. Podía elegir entre todas las princesas que quisiera de las grandes casas reales, y decidió hacerlo con una criada. Y le permite seguir con sus estúpidas causas: asistir a los heridos, alojar a los huérfanos en las residencias de los nobles... Cuando sería mucho menos oneroso para las arcas de la corona dejar que se murieran, sin más. Mi propio château está abarrotado de los mocosos de los campesinos. —Negó con la cabeza, asqueado—. El rey ha degradado la corona. Mientras él guerrea, una muchacha de baja cuna se sienta en el trono de Francia. Peor aún, la sangre de una plebeya correrá por las venas del heredero al trono.
—No os preocupéis por eso —dijo Volkmar—. El rey tiene los días contados. No vivirá lo suficiente para engendrar un hijo.
—A no ser que lo haya hecho ya —repuso el gran duque tras vaciar su copa.
Volkmar guardó silencio mientras le servía más brandy a su invitado.
Después se acomodó de nuevo y respondió: —Ningún heredero reclamará su derecho a mi trono, no puedo permitirlo. Ya comprendéis lo que eso significa.
El gran duque le dio un largo trago a su copa y miró a Volkmar a los ojos.
—Significa que la reina también debe morir.


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Mensaje por IsCris Lun 10 Ago - 14:46

Me di un gran maratón para ponerme al día. 

Taniquill es la mejor, y sin dudas está pensando en el bien de Isabelle, el resto de su trabajo está en ella, como bien decía el peor enemigo es uno mismo

Espero que Isa se vuelva valiente u piensa bien antes de actuar y mate a Volkar, y seguro que lo hace porque ahora con la cabeza de Ella en juego, es más personal todo esto


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Mensaje por yiniva Lun 10 Ago - 16:50

Si, se dio cuenta de que hay traición y obvió hará algo para proteger a Ella
Gracias Luz


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Mensaje por carolbarr Lun 10 Ago - 21:00

Llegó el momento de la verdad, Ver de que esta hecha Isabelle y su lobo

Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 10 Ago - 22:15

CIENTO CINCO
Isabelle se subió a una rama más alta y se sentó con la espalda apoyada en el tronco, las manos alrededor de las ramas más pequeñas y los pies colgando.
De los grandes comandantes se decía que mantenían la sangre fría en el infierno de la batalla. Que el rugido de los cañones, los gritos de los moribundos, el humo, el sudor y la sangre les aguzaban la percepción y les permitían ver mejor cómo ganar ventaja. En aquel momento, Isabelle sentía esa misma claridad. Estaba en un árbol a pocos metros de dos hombres sedientos de sangre que la matarían sin pensárselo dos veces en caso de descubrirla. Sin embargo, se quedó allí sentada, meditando con calma sobre sus opciones, hasta que decidió qué camino seguir.
Volkmar quería matar al rey y a la reina; tenía que encontrar el modo de detenerlo. Podía intentar ir a París de nuevo para ver a Ella o acudir al rey y contarle lo que había averiguado, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo ni tampoco sabía si la creerían si, de algún modo, lograba acceder a ellos.
De repente, un recuerdo salió a la superficie, como un pez que salta en un lago. Estaba en la Maison Douleur. La sangre de su pie mutilado caía sobre la tierra. El gran duque caminaba hacia Ella con el zapato de cristal en un cojín de terciopelo cuando, de repente, tropezó y lo dejó caer.
Isabelle recordaba el ruido que hizo al romperse. El hombre dijo que había sido un accidente. Pero no: había tropezado adrede, y ella lo había visto.
Porque no quería que Ella se casara con el príncipe. Porque la muchacha no era de alta cuna. No era lo bastante buena. Su hermanastra, que era amable y compasiva. Su hermanastra, que era más bella que el sol. El gran duque la había definido con un par de palabras frías y la había descartado.
Entonces, Isabelle oyó otra voz: la del viejo comerciante que le había hecho lo mismo a ella. La había llamado fea. La había definido antes de que ella tuviera la oportunidad de definirse sola. En cuestión de un segundo, aquel hombre había decidido todo lo que era y todo lo que sería.
Sin embargo, ahora Isabelle veía algo que no había visto antes: que el comerciante no había actuado solo. Tenía un cómplice: ella misma. Le había prestado atención. Se lo había creído. Había permitido que le dijera lo que era. Y, después de él, maman, los pretendientes, el gran duque, Cecile, la mujer del panadero, los habitantes de Saint-Michel.
—Me arrebataron lo que yo era, pedazo a pedazo —le susurró a la oscuridad —, pero fui yo la que les entregó el cuchillo.
La voz del comerciante todavía le resonaba en la cabeza. Se le unieron otras.
«... no eres más que una chica... Monito feo... Hermanastra fea... Fuerte... Rebelde... Cruel...».
Isabelle prestó atención a las voces para intentar encontrar la suya entre ellas. Hasta que lo logró: «El mapa —decía—. Tienes que conseguir ese mapa».
La voz no era aguda ni temerosa, sino clara, tranquila y parecía surgir del mismo núcleo de su ser. Isabelle la reconoció. Cuando era niña, era la única voz que oía. Nunca la había llevado por el mal camino y tampoco lo haría ahora.
Si conseguía el mapa, detendría el ataque de Volkmar. Lo leería y después cabalgaría como el viento al campamento militar leal más cercano. El comandante sin duda querría saber cómo había acabado enposesión de un mapa secreto con el sello del rey. Ella se lo explicaría, y él enviaría a sus tropas al rescate de Saint-Michel. Tenía hasta el día siguiente, al anochecer, puesto que a esa hora atacaría Volkmar. El sirviente de Volkmar había dejado el mapa dentro de la tienda. Isabelle sabía que tenía que entrar, robarlo y volver a salir. Al bajar la vista comprobó que Volkmar y el gran duque seguían absortos en su conversación. El soldado les había preparado una mesa a las puertas de la tienda y les había llevado la cena. Les quedaba más de la mitad. «Ahora o nunca», pensó, y bajó del árbol. Agachada, avanzó con sigilo hasta la parte de atrás de la tienda. Escuchó un momento para asegurarse de que no hubiera nadie dentro y después levantó la lona y se metió por debajo. En medio del espacio había una gran mesa plegable. Sobre ella, plumas, un tintero, cartas, un catalejo... y el mapa.
El corazón le dio un bote en el pecho. «Puedes hacerlo —se dijo—. Cógelo y vete».
Tan concentrada estaba en encontrar el mapa que sus ojos habían ido derechos a la mesa en vez de recorrer primero el habitáculo. Al correr hacia la mesa, un movimiento a su derecha le llamó la atención. Se paró en seco, con el corazón en la boca.
Allí, sentada en un catre de lona, con las manos atadas y una cruel mordaza en la boca, había una muchacha. Los ojos de Isabelle se abrieron como platos.
Dio un paso hacia ella.
Y susurró una palabra:
—¿Ella?


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 10 Ago - 22:16

CIENTO SEIS
Isabelle se dejó caer sobre sus rodillas y se deslizó hacia el catre. Después le quitó la mordaza a su hermanastra.
—¡Isabelle! —susurró Ella, reprimiendo un sollozo.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo has acabado aquí? —le susurró Isabelle, horrorizada al verla atada como si fuera un animal.
—El gran duque. Se suponía que sus guardias y él debían acompañarme a una mansión al este de Saint-Michel. Iba a ver si podían alojar a algunos huérfanos de guerra. A medio camino, nos salimos de la carretera. Ordenó a sus hombres que me ataran y me trajo aquí.
Volkmar...
—Lo sé —la interrumpió Isabelle en tono lúgubre—. Lo he oído hablar con el gran duque. Voy a recuperar el mapa del rey. Después, nos vamos de aquí.
—¿Cómo, Isabelle? ¡En este campamento hay miles de soldados!
—Si he entrado, podré salir.
—Pero mis ataduras...
Ella alzó las manos e intentó decir más, pero se deshizo en llanto.
Isabelle le sujetó el rostro entre las manos.
—Escúchame, Ella —le dijo, severa—. Tienes que confiar en mí. Sé que no tienes razones para hacerlo, pero te sacaré de este sitio. Te lo prometo. Y...
—¿Dónde está ese maldito crío? Da igual, iré yo mismo... —rugió una voz.
Procedía del exterior de la tienda. Y pertenecía a Volkmar.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 10 Ago - 22:17

CIENTO SIETE
«Simple es lo contrario de difícil —pensó Isabelle—. Fácil es lo contrario de difícil. Pero simple no es lo mismo que fácil. En absoluto. Seguro que Tavi tiene un teorema para eso».
Isabelle parloteaba para sí, en silencio. Para calmar el tremendo latido de su corazón. Para obligarse a respirar. Para distraerse del hecho de que las enormes botas negras de Volkmar von Bruch estuvieran a pocos centímetros de su cara.
Lo que tenía que hacer era simple (salir de allí con Ella), aunque ni mucho menos fácil. Y que Volkmar entrara en la tienda acababa de multiplicar la dificultad por diez.
En cuanto había oído su voz, le había puesto de nuevo la mordaza a su hermanastra. Después se había metido bajo el catre, procurando que no le asomara la falda. Estaba paralizada, sin respirar apenas, cuando él abrió la tienda y entró.
—Ah, alteza, ¿estáis cómoda? ¿No? Bueno, no tendréis que soportarlo mucho más. Mañana, el gran duque y yo mismo atacaremos el campamento de vuestro marido y le pediremos que se rinda a cambio de vuestra vida. Por supuesto, no tengo intención alguna de cumplir mi parte del trato, pero no os preocupéis, ninguno de los dos sufrirá. Los hombres de mi pelotón de fusilamiento tienen una puntería excelente.
«Una baza muy valiosa», había dicho el gran duque. La baza era Ella. Isabelle apretó los puños. Olía a Volkmar: alcohol, sudor y el grasiento cordero que acababa de comerse.
—Bueno, ¿dónde está el brandy? —lo oyó preguntar—. ¡Ah! ¡Aquí está!
El hombre salió de la tienda. En un abrir y cerrar de ojos, Isabelle salió de debajo del catre y se puso en pie. Después le quitó la mordaza a Ella, cogió una daga de la mesa y la usó para cortar las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos. Su hermanastra se levantó, tambaleante.
—¡Camina! —le susurró Isabelle—. ¡Así volverás a sentir las piernas! ¡Deprisa!
Mientras Ella daba unos pasos, Isabelle cogió el mapa de la mesa y lo enrolló. Al hacerlo, descubrió un documento que se escondía debajo. Se trataba de otro mapa, uno en el que se veía la localización de las tropas de Volkmar. A la muchacha se le aceleró el pulso: aquello supondría un importante revés para el invasor y aquella víbora del gran duque.
Enrolló el segundo mapa sobre el primero y, en silencio, llamó a Ella. Las dos jóvenes salieron de la tienda por donde había entrado Isabelle.
Una vez fuera, Isabelle se llevó un dedo a los labios y escuchó. El campamento estaba en silencio. La reunión del gran duque y Volkmar se había disuelto. La mayor parte de los soldados se resguardaba en sus tiendas..., aunque no todos. Algunos todavía se movían entre ellas. Isabelle los oía hablar.
Tras asegurarse de que no había nadie cerca, le dio la mano a Ella y emprendió el camino de vuelta. Agachadas, moviéndose con premura, ocultándose detrás de las tiendas de campaña, procurando evitar ramitas, pendientes de cualquier movimiento. Tuvieron que retroceder y buscar otra ruta cuando una tienda se abrió y un soldado dejó sus botas fuera, y también cuando estuvieron a punto de darse de bruces con un grupo de hombres que fumaban bajo un árbol.
A pesar de su miedo y de desorientarse en la creciente oscuridad, Isabelle al final consiguió llegar a las afueras del campamento. Sin embargo, justo entonces, alguien dio la alarma. Voces tensas hicieron correr la voz a toda prisa: la reina había escapado y debían encontrarla.
Agachadas detrás del mismo árbol que había ocultado a Isabelle al descubrir el campamento, vieron que los soldados salían de sus tiendas armados con espadas y fusiles. Entonces, Isabelle agarró la mano de Ella y, a ciegas, corrió a la orilla. Medio patinando, medio trastabillando, consiguieron bajar por el terraplén hasta el río.
Cuando llegaron al agua, Isabelle se subió la falda con una mano, sostuvo los mapas en alto con la otra y se metió. La reina, que llevaba unos delicados zapatos de seda, se los quitó, se recogió la falda y la siguió. Las rocas del río eran traicioneras. Tras dar unos pasos, resbaló y cayó. Al hacerlo, perdió los elegantes zapatos que llevaba en la mano, y las rápidas aguas del río se los llevaron. Empapada, lastrada por la ropa mojada, consiguió levantarse e intentó recuperar los zapatos, pero volvió a caer.
—¡Déjalos! —le dijo su hermanastra entre dientes.
Las caídas de Ella habían sido bastante ruidosas. ¿Las habría oído alguien? Isabelle, nerviosa, se metió los mapas en la parte delantera del vestido para mantenerlos secos y miró atrás. Después se acercó a Ella y le ofreció una mano. Ella la aceptó. Isabelle tiró de su hermanastra y, juntas, las muchachas avanzaron con cautela sobre las piedras.
Cuando estaban en mitad del río, oyeron una voz potente:
—¡Quedaos donde estáis! ¡Manos arriba! ¡Si os movéis, disparo!


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 10 Ago - 22:18

CIENTO OCHO
Isabelle no veía al hombre que gritaba las órdenes. No veía nada. Los soldados apuntaban hacia ellas con faroles y la cegaban. Intentó protegerse los ojos con las manos alzadas. Oía perros ladrando y gruñendo. Fusiles al hombro, gatillos preparados. El estómago se le encogió de miedo.
Entonces, una voz dijo:
—Ah, ahí estáis, alteza. Me preguntaba dónde os habríais metido. Y ¿quién está con vos?
—¡Bajad los faroles, idiotas! —ordenó el gran duque.
Los soldados obedecieron. Isabelle levantó las manos por encima de los ojos.
—Es la hermanastra de la reina. La chica que se cortó los dedos de los pies —explicó el gran duque—. La reconozco.
—Yo también —repuso Volkmar—. Nos conocimos en Malleval. —Un
brillo malicioso le iluminó los ojos—. Ahora podremos terminar lo que allí empezamos.
Bajó hacia la orilla.
«No puede matarnos a las dos a la vez —pensó Isabelle—. Y está oscuro. Los soldados que nos apunten podrían fallar».
—¡Corre, Ella, ¡corre!  —le susurró—. Nero está en el camino al bosque silvestre. Lo conseguirás.
Ella se echó a llorar.
—No te dejaré —dijo.
—Las lágrimas no son necesarias, alteza —se burló Volkmar—. No voy a mataros. Todavía. Solo a vuestra hermanastra fea. Deberíais darme las gracias por ello.
Sacó la espada de su funda. Al verla, Isabelle recordó con sorpresa que ella también tenía una. Y un escudo. Siguiendo su instinto, se metió la mano en el bolsillo, donde guardaba los regalos de la reina.
—¡No bajes las manos! —gritó un soldado—. ¡O te pego un tiro!
Volkmar llegó a la orilla y se metió en el río. A Isabelle se le licuaron las entrañas. El miedo amenazaba con atenazarla, pero, antes de que lo lograra, la joven notó un pinchazo en el muslo. Bajó la vista: tenía un bulto cada vez más grande en el bolsillo; unas espinas negras curvas atravesaban la tela del vestido.
«¡El tegumento! —pensó, con un atisbo de esperanza—. ¡El último regalo de Tanaquill!».
No obstante, Volkmar también lo vio.
—¿Qué tienes ahí? —ladró.
El tegumento aumentó de tamaño. Pugnaba por salir de la tela, la destrozaba.
El hueso y la nuez cayeron al agua.
—¡No! —gritó Isabelle, desesperada.
Ya solo le quedaba el tegumento. Quizá también se transformará en un arma. Si es que conseguía alcanzarlo. Sin embargo, mientras lo observaba, se abrió de golpe. Las semillas, que eran rojas, relucientes y del tamaño de canicas, cayeron al agua y se hundieron. Tras ellas cayó la cáscara puntiaguda y la corriente se la llevó a toda prisa. Su última esperanza murió con ella.
Volkmar estaba cerca. Isabelle sabía que la mataría allí mismo y dejaría que el río arrastrara su cadáver. Después usaría a Ella para llevar a cabo su despiadado plan. Perderían la vida. Perderían Saint-Michel. Lo perderían todo.
El invasor levantó la espada, dispuesto a descargarla sobre ella. La reina gritó. Isabelle se preparó para morir. Pero el golpe no llegó. Porque, un segundo después, la espada de Volkmar salió volando por los aires. Y, acto seguido, Volkmar también lo hizo.


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Mensaje por martenu1011 Mar 11 Ago - 1:56

Espero que Isabelle escuche los pensamientos de Tanaquil y comprenda que es ella misma quien debe decidir sobre su futuro.


Última edición por martenu1011 el Mar 11 Ago - 16:04, editado 1 vez
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Mensaje por IsCris Mar 11 Ago - 11:51

Ya quiero leer que ha sucedido!
Seguro Taniquill está protegiendo a Isa, ya si creo que el corazón de ella se está aclarando al fin se dio cuenta que el daño se lo hacia ella en creer lo que otros le decían


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Mensaje por martenu1011 Mar 11 Ago - 16:08

Qué gran verdad! Uno es cómplice de la maldad que cometen los demás,  porque les permitimos que nos lastimen con sus palabras, sus actitudes y sus  acciones. Bravo, Isa!
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Mensaje por carolbarr Mar 11 Ago - 16:30

Ahora si! 

Ya quiero saberlo todo!

Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 11 Ago - 18:50

CIENTO NUEVE
—Isabelle, ¿qué está pasando? —preguntó Ella, con la voz temblándole de miedo.
—No... no lo sé, Ella —respondió Isabelle mientras buscaba de nuevo la mano de su hermanastra.
Una enredadera tan gruesa como el brazo de un hombre había salido del agua y se agitaba con violencia. Había agarrado la espada de Volkmar y la había lanzado hacia las copas de los árboles; después había estrellado a Volkmar contra la orilla. Unas espinas de treinta centímetros de largo habían brotado de la enredadera y le habían abierto franjas rojas en el pecho.
—Escaramujo negro —susurró Isabelle. Como los que crecían en el tronco del tilo, la misma planta de la que Tanaquill había arrancado el tegumento.
Otra enredadera surgió del agua ante los ojos de la joven y, después, otra, a una velocidad asombrosa. Hasta que aparecieron decenas de ellas.
Subían en espiral, restallaban como látigos, atrapaban fusiles, lanzaban perros por los aires, derribaban a los soldados y obligaron al gran duque a retirarse. Al retorcerse la planta, sus espinas se enganchaban y se enredaban en sus víctimas.
Algunas enredaderas habían salido disparadas del agua frente a las muchachas; otras, detrás de ellas.
—¡Nos vamos a quedar atrapadas! —gritó Isabelle—. ¡Vamos, Ella, ¡corre!
Tiró de su hermanastra para colocarla delante de ella. La chica resbalaba sobre las resbaladizas piedras, tropezaba, se golpeaba los dedos de los pies y caía de rodillas. Cada vez que caía, Isabelle la levantaba, hasta que por fin llegaron al otro lado.
Cuando salieron dando tumbos del río, Isabelle volvió la vista atrás. Las ramas del escaramujo se habían unido para formar un muro impenetrable de seis metros de altura. Oyó que gritaban órdenes detrás de él, que sonaban disparos, que los perros ladraban, pero nada atravesaba la enredadera. Las dos hermanastras estaban a salvo. Por el momento.
—Tenemos que irnos —dijo Isabelle, todavía de la mano de Ella.
—¿Qué es esa cosa, Isabelle? —preguntó la reina, que contemplaba el escaramujo.
—La magia de Tanaquill.
—¿Encontraste a la reina de las hadas? —preguntó la reina, emocionada, volviéndose hacia Isabelle.
—Ella me encontró a mí. Te lo contaré después. No podemos quedarnos aquí.
—Isabelle, ¿cómo me has encontrado? —le preguntó Ella mientras corrían entre la maleza—. ¿Qué hacías en el campamento de Volkmar? Isabelle no sabía por dónde empezar. —Estaba huyendo. Con Nero.
—¿Nero? Pero si maman lo vendió...
—Lo recuperé. Pero madame LeBenêt... Nuestra vecina, ¿la recuerdas? La casa se quemó y...
—¿Qué?
—Estábamos viviendo en su pajar, y ella quería que me casara con Hugo...
—¡¿Hugo?!
—Para que Tantine le diera una herencia. Pero no quiero a Hugo. Y está claro que él no me quiere.
La reina se paró en seco y paró también a Isabelle.
—¿Cómo ha podido pasar todo eso? —preguntó, afectada.
—No tenemos tiempo, Ella —protestó su hermanastra, que volvió la vista atrás—. Te lo contaré después. Te...
Dejó la frase en el aire. Tan concentrada estaba en sacar a Ella del campamento que no había tenido tiempo de pensar en nada más. En aquel momento fue consciente del tremendo peligro al que se enfrentaban. El gran duque era un traidor, aliado con Volkmar, las tropas de Volkmar estaban ocultas en la Hondonada del Diablo y la reina lo sabía todo. Volkmar y el gran duque intentarían detenerlas a toda costa. Puede que ni siquiera lograran ponerse a salvo, que ni siquiera salieran del bosque o, incluso, que ni siquiera llegaran vivas al final de aquel sendero.
Bien podía ser su única oportunidad de decirle a Ella lo que necesitaba decirle.
Así que lo hizo. Le contó todo lo ocurrido desde el día en que se marchó con el príncipe. Lo de Tanaquill. El incendio. El marqués. Los LeBenêt. El ultimátum de Tantine. Y, por último, la nota de Felix, y que maman la había destruido y les había causado un gran dolor a ambos.
—Todo habría sido muy distinto, Ella. De haber huido como teníamos previsto, si mi madre no hubiera encontrado y destruido la nota, yo sería muy distinta. Mejor. Más amable.
—Isabelle...
—No, déjame terminar. Necesito hacerlo. Lo siento. Siento haber sido cruel. Haberte hecho daño. Eras preciosa. Yo no. Lo tenías todo, y yo lo había perdido todo. Y estaba celosa. —La vergüenza le quemaba bajo la piel. Se sentía indefensa y expuesta al decir todas aquellas cosas, como un animalito del desierto al que han sacado de su madriguera para morir al sol—. Tú no sabes lo que es eso.
—Tal vez sepa más de lo que crees —repuso la reina en voz baja.
—¿Podrás llegar a perdonarme?
Su hermanastra sonrió, aunque no era la sonrisa dulce a la que Isabelle estaba acostumbrada, sino otra amarga y triste.
—Isabelle, no sabes lo que me estás pidiendo.
Isabelle asintió. Agachó la cabeza. La frágil esperanza que había albergado al decirle a Ella que lo sentía acababa de hacerse pedazos.
Había encontrado a su hermanastra, había encontrado otro fragmento que le había sido arrebatado, pero no importaba. No habría perdón, no para ella. Las heridas que había infligido eran demasiado profundas. Las lágrimas le bañaron las mejillas. No sabía que el arrepentimiento fuera tan similar a la desdicha.
—Isabelle, no llores, por favor. Por favor, por favor, no llores. No...
Unos ladridos cortaron sus palabras en seco.
Isabelle levantó la cabeza.
—Tenemos que seguir —dijo, secándose los ojos—. Tenemos que buscarte un lugar seguro.
—¿Dónde?
—No lo sé. Ya pensaré en algo. Lo importante es llevarte sin que recibas un disparo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Isabelle le dio la mano. Su hermanastra la aceptó y se la sujetó con fuerza.
Las dos muchachas echaron a correr de nuevo.
Para salvar sus vidas.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 11 Ago - 18:51

CIENTO DIEZ
Isabelle lanzó un guijarro a la ventana.
La piedra rebotó en el cristal y cayó de nuevo a la calle.
Estaba frente a un viejo edificio de piedra a las afueras de Saint- Michel. Miró nerviosa a un lado y a otro de la calle, recogió el guijarro y lo lanzó de nuevo. Y de nuevo. Y, por fin, la ventana se abrió.
Felix se asomó, vestido con una camisa de lino abierta por el cuello y sosteniendo una vela, mientras parpadeaba para intentar ver en la oscuridad.
—Felix, ¡eres tú! —exclamó Isabelle, sin aliento. El joven le había contado que vivía sobre la carpintería, pero no estaba segura de haber acertado con la ventana.
—¿Qué estás haciendo aquí, Isabelle? —preguntó con los ojos empañados de sueño.
—¿Podemos entrar? Estamos metidas en un lío. Necesitamos escondernos.
—¿Necesitamos?
—¡Felix, por favor!
Felix metió la cabeza dentro. Unos minutos después estaba en la puerta de la carpintería con la vela. Isabelle se reunió allí con él. Señaló al otro lado de la calle, donde Ella esperaba bajo el ancho arco del taller del cantero, sujetando las riendas de Nero. La joven corrió hacia ellos.
—Es Ella —le dijo Felix a Isabelle—. Tu hermanastra. La reina de Francia.
—Sí.
—Se me han olvidado los pantalones. La reina de Francia está en mi puerta, y yo voy en camisón. —Se miró—. Con las rodillas al aire.
—Me gustan tus rodillas —dijo Isabelle.
Felix se ruborizó.
—A mí también —dijo Ella.
—Alteza real —la saludó.
—Llámame Ella.
—Alteza Ella —se corrigió el joven—. Haría una reverencia, pero... Bueno, este camisón es tirando a corto.
La reina se rio.
Felix las invitó a entrar en el patio del taller. Después, se llevó rápidamente a Nero a la parte de atrás, donde estaban los establos. Tras darle de beber y meterlo en un compartimento vacío, regresó al patio y cerró la puerta. Con movimientos veloces y sigilosos, condujo a las dos muchachas a través del taller y por unas estrechas escaleras hasta su habitación. Allí dejó la vela en una mesita de madera del centro del dormitorio, recogió los bombachos de los pies de la cama y se los metió con torpeza.
—Sentaos —dijo, señalando un par de sillas desvencijadas a ambos lados de la mesa. La reina lo hizo con elegancia, pero Isabelle no era capaz. Estaba demasiado inquieta; se puso a dar vueltas.
—Está sangrando —comentó Felix, y apuntó al pie descalzo de Ella.
Un corte lo recorría por arriba. El chico buscó un trapo y agua para lavarlo, y después le pasó unas botas muy usadas.
—Son mías, las viejas. Te quedarán grandes, pero algo es algo. —Se volvió hacia Isabelle—. Bueno, ¿qué has hecho ahora?
—¿Qué te hace pensar que he sido yo?
—Que siempre eras tú la que se metía en líos, no Ella —respondió
Felix mientras bajaba de un estante una lámpara de aceite. Mientras Ella, exhausta, cerraba los ojos unos minutos y Felix le quitaba la campana de cristal a la lámpara, Isabelle le contó lo sucedido.
La rabia endureció los rasgos del joven mientras la escuchaba.
—Después de escapar de Volkmar, subimos por el camino y cabalgamos por el bosque silvestre —dijo Isabelle, terminando la historia —. No sabía a dónde ir. No puedo regresar a la granja de los LeBenêt. Puede que los hombres de Cafard me sigan esperando allí. Lo siento, Felix. No pretendía arrastrarte a este desastre.
—No lo sientas. Es un placer ayudaros. El problema es que no sé cómo hacerlo.
Mientras hablaba, acercó su vela a la mecha de la lámpara.
—Yo tampoco —repuso la joven, que se sentó frente a Ella.
Isabelle apartó los objetos que había en la mesa (escoplos, cuchillos, dientes
de madera) para apoyar los brazos en ella y poder descansar la frente sobre las manos.
—Tenemos que llevar los mapas que he robado y a Ella al campamento del rey —dijo—. Tenemos que evitar que Volkmar ataque Saint-Michel. Pero ¿cómo? Los soldados nos estarán buscando.
—¿Los hombres de Volkmar?
—Lo dudo. No se arriesgará a que lo vean. Todavía no. No hasta que borre del mapa a las tropas de Cafard. Es el gran duque el que me preocupa. Nadie sabe que Cafard y él se han aliado con Volkmar. Nadie, salvo Ella y yo. Puede que haya vuelto al campamento de Cafard para organizar partidas de búsqueda. Si encuentra a Ella, está acabada.
Felix recortó la mecha de la lámpara, que ahora ardía con fuerza, y colocó de nuevo la campana. Cuando la luz iluminó el gran desván, Ella dejó escapar un gritito, no de terror, sino de asombro.
—¿Qué pasa? —preguntó Isabelle, levantando la cabeza.
Y entonces los vio.
En los estrechos estantes que recorrían las paredes, en la repisa de la chimenea, sobre una cómoda, en filas bajo la cama, y revueltos en varias cajas y una gran cesta, había una multitud de soldados tallados en madera.
—Dios mío, Felix. Son cientos —dijo Ella, que se levantó para admirar su trabajo.
—Poco más de dos mil.
Isabelle se acercó a un estante y cogió uno. Era un fusilero, con antorcha y todo. Parecía cansado y macilento, como si supiera que iba a morir.
—Son preciosos —comentó Ella.
Felix, que había puesto a calentar una olla de café frío en las brasas de la pequeña chimenea, le dio las gracias con timidez.
—Debes de llevar muchos años trabajando en ellos —añadió Ella.
—Desde que dejé la Maison Douleur.
—Los dotas de emociones, las veo: amor, miedo, triunfo, pena... Está todo ahí.
—Tenía que volcarlas en alguna parte —respondió Felix, y miró a Isabelle.
La reina hizo una mueca, como si sus palabras le hubieran dolido. De repente, se levantó de su silla, se sujetó los codos y se acercó a la ventana.
Después se volvió y regresó, como si intentara huir de algo.
—¿Ella? ¿Estás bien? —le preguntó Isabelle.
La joven empezó a responder, pero el ruido de cascos en los adoquines interrumpió sus palabras. Procedía de la calle y entraba por la ventana abierta.
Felix, Isabelle y Ella intercambiaron miradas de preocupación.
—Soldados —dijo Isabelle, lacónica—. ¿Y si van puerta por puerta?
Felix se arriesgó a mirar por la ventana, y la tensión de su rostro se desvaneció. Sonrió.
—No son soldados, sino quizá nuestros salvadores.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 11 Ago - 18:52

CIENTO ONCE
Isabelle salió de la habitación y bajó las escaleras en un segundo. Había corrido a la ventana para ver de qué hablaba Felix y había visto a Martin, que tiraba de un carro cargado de patatas. Hugo estaba sentado en el asiento del conductor, con Tavi a su lado.
Isabelle apareció delante de ellos agitando los brazos.
—¿Por qué estáis en el pueblo tan temprano? —preguntó, ya que ni siquiera había amanecido.
Tavi le explicó que tenían que ir primero al campamento militar a llevar las patatas, después volver a la granja, ordeñar las vacas y llevar otra carga al mercado.
—El coronel Cafard se enfureció tanto cuando te marchaste que Tantine le regaló las patatas. Para ayudar en la guerra. Y para evitar que nos metiera a todos en la cárcel. Mi madre se ha pasado media noche echando humo. Muchas gracias, Isabelle —le dijo Hugo.
Isabelle no prestó atención a sus quejas.
—Habéis llegado justo a tiempo —dijo—. Os necesitamos.
—¿Quién nos necesita? —preguntó Tavi, mirando a su alrededor.
—El pueblo de Saint-Michel. El rey. Toda Francia. Y Ella.
—¿Ella? —repitió Tavi, incrédula.
—Los soldados enemigos intentan matarla. Y también a mí. Les explicó rápidamente lo sucedido desde su fuga. Tavi y Hugo la escucharon; después, Tavi, con los ojos relucientes de rabia, dijo: — Tenemos que detenerlos. No pueden hacer esto. No lo harán.
—Subid, deprisa —los urgió Isabelle.
Tavi bajó del carro y corrió a la habitación de Felix. Hugo ató a toda prisa a Martin a un poste y la siguió.
—Ella, ¿eres tú? —preguntó Tavi al entrar en el cuarto.
La joven asintió. La cara de pocos amigos de Tavi, esa que empleaba para mantener al mundo a distancia, se ablandó. Le brillaban los ojos.
—Creía que no volvería a verte —susurró—. Creía que no tendría la oportunidad de... Ay, Ella, lo siento, lo siento mucho.
—No pasa nada, Tavi —respondió la muchacha, y le dio la mano.
—Hola, Ella. Bonitas botas —la saludó Hugo con timidez, mirando las enormes botas de segunda mano que calzaba—. ¿Tengo que hacer una reverencia o algo?
—Tal vez después, Hugo.
—Tenemos que sacar de aquí a Ella e Isabelle antes de que toda la aldea despierte —explicó Felix mientras repartía tazas de café caliente—. ¿Y si las escondemos en el carro, debajo de las patatas, y nos dirigimos a un campamento leal al rey?
—Según el mapa que robé, el más cercano está a ochenta kilómetros —dijo Isabelle—. Martin no lo conseguiría.
La reina había soltado la mano de Isabelle y estaba de nuevo sentada
a la mesa, mirando por la ventana, con cara de preocupación.
—¿Podríamos usar a Nero? —preguntó Hugo.
—Nunca ha tirado de un carro —respondió Isabelle—. Lo haría trizas. La reina se tapó el rostro con las manos.
Por segunda vez, Isabelle notó su inquietud.
—¿Ella? ¿Qué te pasa? —le preguntó y dejó el café en la mesa.
—Estáis siendo tan amables conmigo. Tan buenos —contestó ella, bajando las manos—. Isabelle, me has salvado la vida. Pero... no me merezco tu cariño.
—No seas ridícula. Te mereces eso y más. Te...
—¡No, escúchame! —gritó Ella—. Te disculpaste conmigo en la Hondonada del Diablo, y ahora lo has hecho tú, Tavi. Y eso requiere valor. Mucho. Ahora me toca a mí ser valiente. Como debería haberlo sido hace años. —Las palabras salieron de su boca como si estuvieran envueltas en clavos—. Isabelle, antes me pediste perdón y te respondí que no sabías lo que me pedías. Lo dije porque yo soy la que necesita ese perdón.
—No te entiendo...
—La nota —dijo en un tono cargado de remordimiento—. La que Felix te dejó en el tilo. Me dijiste que maman la encontró y la destruyó, pero te equivocas. Yo soy la que la descubrió. La saqué y la quemé, y te arruiné la vida. Ay, Isabelle, ¿es que no lo ves? Soy la hermanastra más fea de todas.


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Mensaje por Luz Guerrero Mar 11 Ago - 18:53

CIENTO DOCE
Isabelle se sentó en la cama de Felix. Era como si Ella la hubiera derribado de una patada.
Su hermanastra había destruido la nota, no maman. Por muchas veces que se lo repetía, no tenía sentido.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque yo también estaba celosa.
—¿Celosa? ¿De quién?
—De ti, Isabelle. Eras intrépida y muy fuerte. Te reías como un pirata. Cabalgabas como un salteador. Y Felix te amaba. Te amó desde el día en que mi padre os trajo a maman, Tavi y a ti a la Maison Douleur. Era mi amigo, y tú me lo quitaste.
—Seguía siendo tu amigo, Ella. Siempre he sido tu amigo —repuso Felix, dolido.
—No era lo mismo —dijo la muchacha, volviéndose hacia él—. Yo no saltaba muros a lomos de sementales. No te retaba a carreras a la copa de los árboles más altos. —Miró de nuevo a Isabelle—. Felix y tú siempre corríais aventuras. Parecían maravillosas, y yo no lo soportaba. No soportaba que le gustaras tú más que yo. No soportaba quedarme atrás. Así que me aseguré de que no pasara.
Isabelle recordaba lo mucho que se preocupaba Ella cuando Felix y ella salían a caballo hacia el bosque silvestre y lo aliviada que estaba cuando
regresaban. «Debería enfadarme, debería enfurecerme», pensó. Sin embargo, solo estaba muy muy triste.
—Después me arrepentí mucho —continuó Ella—. Al ver lo desgraciada que eras. Pero me daba miedo contarte lo que había hecho. Creía que me odiarías por ello. Y después, todo cambió entre nosotras y me odiaste de todos modos.
Ella se levantó, cruzó la habitación y se sentó al lado de Isabelle.
—Di algo. Lo que sea —le suplicó—. Di que me odias. Di que desearías que estuviera muerta.
Isabelle dejó escapar un largo suspiro, como si llevara años conteniendo el aliento, no segundos ni minutos.
—Son como un incendio, Ella —dijo.
—¿El qué?
—Los celos. Arden con fuerza, con violencia. Te devoran hasta que no eres más que ruinas humeantes sin nada dentro.
—Solo cenizas —añadió Ella.
Isabelle cerró los ojos y rebuscó entre aquellas cenizas. Todo habría sido distinto si Ella no hubiese quemado la nota de Felix. No lo habría perdido. Ni a Nero. No se habría perdido ella. Pensó en el día de la marcha de Felix y en los años posteriores. En los tutores de música y los maestros de baile. En las pruebas de vestidos. Sentada durante horas y horas con su labor, cuando su corazón anhelaba volver con sus caballos y sus colinas. Las insoportables cenas con pretendientes que la miraban de arriba abajo, sus sonrisas forzadas, la forma en que cerraban los ojos para intentar ocultar su decepción. La dolorosa soledad de descubrir que nada encajaba. Ni los zapatos elegantes ni los corsés rígidos. Ni las conversaciones, ni las expectativas, ni las amistades, ni los deseos. Toda su vida había sido como un precioso vestido diseñado para otra persona.
—Lo siento, Isabelle. Lo siento mucho —dijo Ella.
Isabelle abrió los ojos. Las manos de Ella estaban cerradas sobre su regazo. Isabelle cogió una. Le abrió los dedos, los alisó y después metió los suyos entre ellos.
Sentía muchas cosas: lo sentía por su madre, que siempre había tenido que buscar la verdad en los espejos; lo sentía por Berthe, que lloraba cuando era mala; y por Cecile, que no lo hacía. Sentía que su hermana tuviera que escribir ecuaciones en las hojas de las coles.
Lo sentía por todas las muchachas de los cuentos sombríos, las que estaban encerradas en torres solitarias, atrapadas en casas de azúcar, perdidas en bosques oscuros mientras un cazador las perseguía para arrancarles el corazón.
Lo sentía por las tres niñas que habían recibido una manzana envenenada aquel bonito día de verano en que jugaban bajo un tilo.


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Mensaje por yiniva Mar 11 Ago - 19:42

Eso sí que no lo esperaba, así que Ella también tenía su secreto.
Gracias Luz


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Mensaje por carolbarr Mar 11 Ago - 19:51

Todos tenemos defectos, no somos perfectos...

Ya viene la parte más emocionante, como saldrán de allí?

Gracias


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Mensaje por IsCris Mar 11 Ago - 20:21

Oh vaya Ella ): 
Pero suerte fue solo eso y lo algo peor, aunque creo que si no hubiese sido Ella, Mamam hubiese echo que Félix y ella se separaran de igual forma, en ese entonces no estaban destinados y las Parcas ya tenían su mapa bien trazado 
Esperemos que salgan de esto, que busquen la ayuda de Azar


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Mensaje por martenu1011 Miér 12 Ago - 14:32

Los celos no discriminan. Ni la mas linda, ni la más fea, ni la más inteligente, ni la más  bondadosa o las valientes, se salvan. A todos nos afectan en mayor o en menor medida. Porque es un reflejo de la inseguridad, como también, de lo poco que aceptamos lo que nos toca vivir. Estamos pendientes de la suerte del otro.
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