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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 1:38

OCHENTA Y CUATRO
A Isabelle se le heló la sangre en las venas. Su cuerpo se quedó rígido en la silla; era incapaz de moverse.
—¿Qué queréis decir con... un marido, Tantine? —preguntó en voz baja.
—Bueno, pues lo que he dicho... ¡Un hombre! ¡Un hombre alto y apuesto con sus calzones, sus botas y todo! Lo que desea cualquier muchacha.
—¿Isabelle? —preguntó Hugo, que parecía sorprendido—. Pero creía... creía que Tavi se casaría primero. Es la mayor.
Tavi no dijo nada; la sorpresa la había dejado muda.
Maman, sin embargo, estaba encantada.
—¡Maravillosas noticias! —exclamó—. ¿De quién se trata? ¿De un barón? ¿De un vizconde? —Miró a Tantine, después a Avara y vuelta a empezar, pero no respondieron—. ¿No? Bueno, no importa. Un escudero también es aceptable. Al fin y al cabo, son tiempos difíciles.
—¿Será pronto la boda? —preguntó Hugo.
—En cuestión de días —contestó Tantine.
—¡Sí! —exclamó Hugo—. Díganos, Tantine —la urgió, retrepándose de nuevo en la silla—. ¿Quién es? ¿Quién se casará con Isabelle?
La anciana se inclinó sobre la mesa y cubrió una de las manos de Hugo con las suyas.
—Ay, mi querido muchacho, ¿no lo has adivinado ya? ¡Tú!


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Mensaje por IsCris Miér 5 Ago - 9:37

Ya esto si está loco, que será lo que traba Tantine
Me parece que con lo que hizo Isa con Félix aclaró su corazón, esperemos que ella y Hugo alcen la voz y se nieguen a esa barbaridad


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Mensaje por yiniva Miér 5 Ago - 17:17

No puede ser, lo que faltaba, como les gusta ir destruyendo la vida de los demás, y ahora cómo se zafaran de eso?
gracias Luz


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 21:58

OCHENTA Y CINCO
Todo pasó a la vez.
Hugo se cayó de espaldas con estrépito y se golpeó la cabeza tan fuerte que perdió el conocimiento. Maman se desmayó. Tavi se levantó de un salto para revivirla a la vez que madame corría a atender a Hugo. Mientras tanto, Isabelle apretó tanto la taza de café que la rompió y se llenó las manos de café caliente. Ni siquiera lo notó. Apenas podía respirar. El corazón le aporreaba el pecho; repetía su nombre, «Hu-go, Hugo, Hu-go», una y otra vez, como una marcha fúnebre.
No podía creerse lo que había hecho Tantine. Unos segundos antes albergaba la esperanza de que la anciana las ayudara a encontrar otro sitio en el que vivir. De repente se sentía como un animal atrapado. ¿Por qué lo había hecho? Isabelle jamás había demostrado ningún interés por Hugo, ni él por ella.
—Tantine, no puedo... Hugo y yo, no..., nunca... —dijo, intentando encontrar las palabras adecuadas.
Tavi, que le tomaba el pulso a su madre, acudió en su ayuda.
—¡Hugo e Isabelle no se soportan! Es una idea horrenda, Tantine. Estamos en el siglo dieciocho, no el diez. ¡No tiene por qué hacerlo!
—Chicas, chicas, ¡tranquilas! Por supuesto que Isabelle no tiene que casarse con Hugo. No tiene que casarse con nadie, si no quiere —las tranquilizó Tantine —. Pero sería una pena que no lo hiciera. Veréis, creo que se me ha olvidado mencionar un par de detalles. ¿La herencia de Hugo? Solo la recibirá si se casa. ¿Cómo va a continuar su linaje sin una esposa? Y, la verdad, ¿qué muchacha no iba a querer a un joven tan espléndido, sobre todo si tiene una granja y cincuenta acres? —Hizo una pausa; miró a Isabelle a los ojos. La muchacha se sentía empujada sin remedio a un frío abismo gris—. Isabelle es libre de rechazar la propuesta, sin duda. Y también de abandonar la granja y buscarse un nuevo hogar para ella y su familia.
La joven sentía que las profundidades grises se la tragaban. Luchó por salir a la superficie. Tenía que encontrar el modo de sortear las dos imposibilidades que le había presentado Tantine.
Madame —dijo, volviéndose hacia la madre de Hugo—, no soy lo bastante buena para vuestro hijo, ni de lejos.
—Cierto —respondió ella con la boca llena de tortilla—. Pero, como ha dicho tu propia madre, son tiempos difíciles y no se puede ser exigente.
No eres guapa, pero a las vacas no les importa el aspecto, ni tampoco a las coles. Trabajas bien, lo reconozco, y eso es lo que cuenta en una granja. Además, eres fuerte y resistente, con un buen par de caderas para parir hijos y un buen pecho para alimentarlos. Creo que servirás para eso.
Las mejillas de Isabelle se tiñeron de un rojo intenso, poco acostumbrada a que hablaran de ella como si fuera una yegua de cría.
—¡Ea! Pues todo arreglado, ¿verdad? —exclamó Tantine alegremente mientras le servía más tortilla a Isabelle—. Ahora cómete el desayuno, niña. Vas a necesitar fuerzas. Hay que preparar una boda. Estoy pensando en el sábado que viene. Dentro de una semana justa. Con eso bastará para los preparativos. ¿Qué te parece, Avara?
A Isabelle le daba igual lo que le pareciera. Miró la tortilla fría que
esperaba en su plato y sintió náuseas. Se levantó. —Perdonadme, por favor —dijo, y salió corriendo hacia la puerta.
—Seguro que necesita recuperar la compostura. Derramar un par de lágrimas de alegría en privado —dijo Tantine—. Las novias son criaturas muy sensibles.
Isabelle abrió la puerta de golpe, corrió al exterior y vomitó su desayuno sobre la hierba.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 21:58

OCHENTA Y SEIS
—Una semana —dijo Isabelle sin emoción, apoyada en la pared del establo—. Es lo único que tengo.
—Pensaremos en algo —respondió Tavi, que estaba sentada en el mismo banco que ella—. Tiene que haber una forma de salir de esta.
Hugo, que había recuperado la consciencia, estaba sentado entre ellas, con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas, gruñendo.
Se había acabado el desayuno. Habían retirado los platos. Maman, inconsolable al saber que Isabelle se iba a casar con un granjero en vez de con un aristócrata, se había recluido en el pajar. Madame atendía a una gallina enferma. Tantine se había retirado a sus aposentos. Isabelle, Tavi y Hugo estaban ocupados pasando del pánico a la desesperación y vuelta a empezar.
—No hay escapatoria —respondió Isabelle con tristeza—. O sigo adelante con esto o nos morimos de hambre.
—No puedo hacerlo —dijo Hugo, que alzó la cabeza—. Es que no puedo. ¿Por qué tuvisteis que venir aquí? ¿Por qué? —gruñó de nuevo.
—Déjalo ya. Suenas como un ternero con cólico —repuso Tavi, irritada.
—Eres una bruja, ¿lo sabías? —le dijo Hugo, volviéndose hacia ella.
—Menuda noticia, Hugo.
—Al menos podrías sentir algo de compasión. Me encuentro en una situación horrible —resopló Hugo—. No tenía que haber pasado así.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Tavi, entornando los ojos.
—Nada —respondió a toda prisa Hugo, con cara de alarma... y de culpa.
Pero Tavi no se lo tragó.
—Sabes algo de esto. Cuéntanoslo.
—Es que... —empezó él, atrapado—. Le dije a Tantine que os teníais que ir. Le pedí que ejerciera de casamentera, que te buscara un marido a ti, Tavi — reconoció—. Creía que, si te casabas, te irías y te llevarías a Isabelle y a vuestra madre contigo. Quería que os marcharais porque no os soporto, pero también porque pensaba que así sería más sencillo convencer a mi madre para que permitiera mi matrimonio con Odette. Sería más receptiva si hubiera menos bocas que alimentar. —Hugo miró a Tavi y después a Isabelle—. Eso es lo que... um... pensaba.
—¡Así que es culpa tuya! —exclamó Isabelle, enfadada—. ¡Ibas a arruinarle la vida a Tavi y al final has arruinado la mía!
—Haznos un favor, Hugo, no pienses más —dijo Tavi mientras se restregaba las sienes—. Nunca.
—No lo haré —respondió él con fervor—. Lo prometo. Pero sácame de este lío, Tavi, por favor. No puedo casarme con Isabelle. Quiero a Odette. No dejo de soñar con ella. Tengo esa sensación.
—¿De qué sensación me hablas?
—La de querer poseer a alguien en cuerpo y alma, la de desear robársela a los demás para que sea tuya por siempre jamás —respondió en tono soñador—. Se llama amor.
—No, se llama secuestro —respondió Tavi.
Un pozo de desesperación se abrió en el pecho de Isabelle al oír a Hugo.
Dejó caer la cabeza entre las manos.
Tavi la vio.
—Yo lo haré, Iz —dijo, impetuosa—. Yo me casaré con él.
—Ay, Tav —respondió ella, apoyando la cabeza en el hombro de su hermana.
—Lo haría. De verdad. Me sacrificaría por ti —se ofreció de nuevo Tavi con valentía.
—¿Sacrificarte? —repitió Hugo, ofendido.
Isabelle estaba conmovida. Sabía que su seria y serena hermana no hablaba por hablar. Si decía algo, lo decía de verdad.
—Lo harías, ¿verdad? Aceptarías un destino peor que la muerte por mí.
—¿Peor que la muerte? —repitió Hugo.
—Lo es. Imagínanos a los dos casados —le respondió Isabelle—. Ordeñando vacas y fabricando queso durante el resto de nuestras vidas.
—Juntos —dijo Hugo, que había palidecido—. En la misma casa. En la misma cocina —añadió, lúgubre.
—En la misma cama —intervino Tavi.
—¡Dios, Tavi, calla! —exclamó su hermana, avergonzada.
—No hago más que añadir ese aspecto a la ecuación.
—Bueno, ¡pues no lo hagas!
—Seguro que roncas, Isabelle. Tienes toda la pinta —dijo Hugo.
—¿Ah, sí, Hugo? Bueno, seguro que tú te pasas la noche tirándote pedos.
—Seguro que babeas sobre la almohada.
—Seguro que te apesta el aliento.
—Seguro que te apestan los pies.
—No tanto como a ti. De hecho, los tuyos apestan tres veces más.
—Desayunando juntos. Comiendo. Cenando. Mirándonos desde el otro lado de la mesa durante los próximos veinte años. Treinta. Cincuenta, si tenemos muy mala suerte —dijo Hugo.
—Cincuenta años —gruñó Isabelle—. Dios mío, ¿te lo imaginas?
Hugo, con el rostro tan blanco como la manteca, respondió:
—Tiene que haber una forma de evitarlo. —Isabelle esperaba que dijera algo desagradable, un insulto hiriente. Pero no. Se miró las manos y añadió: Me aterras, Isabelle. Es la primera vez que conozco a una chica como tú. Eres una luchadora, feroz como una leona. Nunca te rindes. No sabes cómo hacerlo. Nunca había visto a nadie cortar coles tan deprisa con tal de conseguir un cuenco de la horrible sopa de mi madre. No necesitas a nadie. Y está claro que no me necesitas a mí. —Levantó la vista—. Tampoco quiero casarme contigo, Tavi. No das miedo. Pero eres rara. —Gracias —respondió ella.
—No quiero una chica feroz. Ni una chica rara. Quiero una chica dulce. Una chica que crea que soy todo su mundo, no que pretenda darle al mundo la vuelta.
—Dejó caer la espalda sobre la pared del establo—. Tavi, ¿no se te ocurre nada?
—Lo intento. Con todas mis fuerzas.
—¿Dónde está Leo Newdanardo cuando se le necesita? —preguntó Hugo con un suspiro.
—Eso, ¿dónde? —repuso Tavi entre risas desganadas.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 21:59

OCHENTA Y SIETE
—Solo quiero que sepas que, al margen de lo que hayas oído, no es cierto. Te lo juro por Dios.
Felix estaba en el taller de su maestro, tallando la insignia de un regimiento en la tapa de un elegante ataúd de teniente. Se volvió poco a poco. —¿Qué has hecho ahora, Isabelle? —preguntó con una sonrisa bailándole en los labios.
La muchacha, que se retorcía el bajo de la chaqueta, miró el suelo cubierto de serrín.
—Me he prometido con Hugo.
El escoplo de Felix se estrelló contra la tapa del ataúd.
—¿Qué?
—¡Pero no es culpa mía! —exclamó ella, levantando la cabeza de inmediato.
Los otros dos hombres que trabajaban en el taller alzaron también la
cabeza y miraron con curiosidad a Isabelle. Felix, con las mejillas sonrosadas, agarró la mano de la joven y tiró de ella. Atravesaron el largo taller, dejaron atrás los ataúdes sobre caballetes y los bancos de trabajo cubiertos de herramientas, y salieron por la puerta trasera del edificio hacia los establos anexos, donde el maestro guardaba el carro de reparto y los caballos que tiraban de él.
En cuanto cerró la puerta tras ellos, Isabelle, hablando a un millón de kilómetros por minuto, le contó a Felix lo sucedido y que Tantine los presionaba tanto a ella como a Hugo para que se casaran aquella misma
semana.
—Vamos a encontrar el modo de salir de esta, Felix, Hugo, Tavi, yo... Todos estamos intentando encontrar una solución. —Miró las puertas abiertas del establo y añadió—: Te-tengo que regresar al mercado. He dejado a Hugo solo con el carro, y esta mañana hay mucha gente... Desde el desayuno en casa de madame, dos días atrás, Isabelle había estado deseando ver a Felix para contarle lo sucedido y que no tenía intención alguna de seguir adelante con el compromiso antes de que él se lo oyera a otra persona. Tantine le había contado lo de la boda a todo el que quería escuchar. Había encargado una tarta elegante en la panadería, informado al sacerdote de que pronto necesitarían sus servicios e incluso se había ofrecido a pagar un vestido de novia.
Mientras Isabelle hablaba, Felix guardaba silencio, los brazos pegados a los costados, la mirada gacha. No se movía ni hablaba, ni siquiera después de que ella terminara.
—¿Felix? Felix, di algo —le suplicó, ya que le preocupaba que se hubiera enfadado o estuviera dolido.
—Sería un buen marido. —Isabelle parpadeó, muda—. No es tan malo.
—¡Pues cásate tú con él!
—Lo único que digo es que quizá debieras pensártelo.
Isabelle dio un paso atrás, destrozada. Se sentía traicionada por sus palabras, desconcertada por la extraña expresión de tristeza de su rostro. Un segundo antes parecía conmocionado por la noticia, y de repente le decía que debería considerar la posibilidad de seguir adelante con el matrimonio.
—Felix, ¿por qué me dices eso? —preguntó—. Hugo no me quiere. Está enamorado de Odette. Y yo no lo quiero. Te... te quiero a ti.
Sus palabras fueron como un cuchillo que atravesó el corazón de Felix. Ella se daba cuenta, y eso la mataba.
—¿No debería haberlo dicho? ¿Se supone que el chico debe decirlo primero? ¿Es esa la regla? —preguntó, completamente perpleja—. Nunca acierto con las reglas. Si las supiera, quizá fuera capaz de seguirlas, pero creía que tú... Pensaba que nosotros...
—Siéntate —le dijo él, señalando un banco de madera.
—¡No me voy a casar con Hugo! —exclamó ella, enfadada, mientras las lágrimas pugnaban por salir.
—De acuerdo, Isabelle. No tienes que hacerlo. No tendrás que hacerlo. «¿Qué quiere decir? ¿Por qué se comporta de este modo tan extraño?», se preguntó.
No tardó en aclarar sus dudas.
Cuando se sentó, él se metió la mano en el chaleco y sacó un monedero de cuero bien cerrado por arriba. Se arrodilló junto a sus piernas, abrió el monedero y volcó el contenido en su regazo. Seis relucientes monedas de oro la iluminaron como una promesa.
—Cógelas —dijo—. Bastará para llegar a Roma. Para llevar contigo a tu hermana y a tu madre. Puedes buscar una habitación pequeña. Gastar poco. Allí estarás a salvo, Isabelle. Lejos de esta guerra.
—¿Qué quieres decir con que me las lleve? ¿Por qué iba a aceptar tu dinero?
¿Y por qué dices que estaré a salvo? ¿Y tú qué?
—No me voy a Italia.
—No.… no lo entiendo, Felix —dijo ella, con el corazón desbocado—. Hace unos días me dijiste que te ibas. Que querías que fuera contigo...
—Sí, es verdad, pero las cosas han cambiado —respondió él, bajando
la vista.
—Te has arrepentido. No me quieres. No estás enamo...
—Sí que te quiero —la cortó él—. Siempre te he querido y siempre te querré —añadió, apasionado—. Más que a mi vida.
—Entonces, ¿por qué?
Felix le tomó las manos. Sus ojos azules encontraron los de Isabelle.
—Isabelle, me he alistado.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 5 Ago - 22:00

OCHENTA Y OCHO
Era un suicidio.
Felix era un soñador, un artista, no un guerrero.
Isabelle intentó zafarse de él. Intentó razonar, pero él se aferró a sus manos con fuerza y no la dejaba hablar.
—No tenía elección. No después de lo de Malleval. Apenas puedo trabajar.
No duermo. Veo a los muertos en sueños.
Isabelle recordó el olor a humo en el aire, los cadáveres en el campo.
—¿Puedes culparme por ello? —le preguntó Felix.
La rabia de Isabelle, sus razonamientos..., no valían nada.
—No —le dijo—. No puedo.
—¿Recuerdas tu libro? ¿Una historia ilustrada de los mejores comandantes del mundo? En todas esas historias que leíamos, los mejores iban a la guerra de mala gana. Volkmar es diferente.
—No es un guerrero, es un asesino —respondió ella con voz dura.
—¿Y si saquea Saint-Michel? Si no hago nada para detenerlo, no sería capaz de seguir adelante con mi vida.
—¿Cuándo te vas?
—Dentro de cuatro días.
Isabelle se quedó sin aliento.
—¿Tan pronto? —preguntó ella cuando recuperó el habla.
—El sargento reclutador quería que me fuera ya, pero lo dije que necesitaba algo de tiempo. Tengo que terminar un ataúd. Y una mano. Y un general para mi ejército de soldados de madera.
La muchacha bajó la mirada para que Felix no viera sus lágrimas. Las monedas de oro seguían en su regazo. Las recogió, las metió en el monedero y lo cerró.
—Te esperaré. Regresarás. Lo harás —insistió mientras se lo devolvía.
Sin embargo, Felix no quería aceptarlo.
—Has visto tan bien como yo los carros cargados de heridos que regresan al campamento. Y las cruces de madera que florecen en los campos de al lado. Ambos sabemos que no se me dan bien los fusiles.
—Felix, no, no digas esas cosas —le suplicó, y apoyó su cabeza en la del joven.
Sus palabras la habían hundido. Acababa de encontrarlo y ya iba a perderlo de nuevo. ¿Cómo podían las Parcas ser tan crueles?
—Vete, Isabelle. Vete, por los dos. Abandona Saint-Michel. Y las vacas y las coles. Deja a Hugo y esa vida que no deseas. Aquí no hay nada para ti. Nunca lo ha habido.
—Estabas tú.
Felix le soltó las manos y se levantó. Le brillaban los ojos y no quería que ella lo viera. Ahora era un soldado. Y los soldados no lloran.
—¿Nos volveremos a ver? ¿Antes de que te vayas? —le preguntó la joven.
—Es muy doloroso, Isabelle.
Ella asintió. Lo entendía. Era doloroso decirle adiós a la persona amada. Era insoportable.
—Te escribiré si puedo —le dijo Felix.
«Mientras puedas, quieres decir —pensó ella—. Antes de que te encuentre una bala».
Se volvió para marcharse, pero ella lo agarró por el brazo y lo detuvo.
Después le sujetó el rostro entre las manos y lo besó. Lo besó hasta que se llenó el corazón de él. Y el alma. Lo besó para que le durara una vida entera.
Cuando por fin se apartó de él, tenía las mejillas húmedas, aunque las lágrimas no eran suyas. Felix sacudió la cabeza; la apartó. Después la abrazó hasta aplastarla. Y se fue. Isabelle se quedó sola.
Se imaginó a Felix en el campo de batalla, corriendo entre el barro y el humo. Oyó los disparos de los cañones, el atronador estruendo de los caballos al cargar, los gritos de batalla y los chillidos agónicos. Vio a Volkmar, enloquecido por la sed de sangre, blandiendo su temible espada.
Varias emociones desgarradoras se apoderaron de ella: el sufrimiento, la rabia, el terror, la pena. Y una más. Una que había aparecido envuelta en una niebla verde, como un hada mala furiosa por no haber sido invitada a la fiesta. Una con la que Isabelle estaba muy familiarizada, aunque no entendía por qué surgía en aquel momento. La envidia.


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Mensaje por yiniva Jue 6 Ago - 0:13

Noo, por qué  llorón
Cuando pienso que esta por arreglarse todo, tiene que pasar algo.
Gracias Luz


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Mensaje por IsCris Jue 6 Ago - 10:02

Esto va de mal en peor Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly - Página 7 2208211734


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Mensaje por martenu1011 Jue 6 Ago - 16:08

Por qué  la Parca no deja tranquila a las hermanas?  No entiendo en que sería beneficioso un matrimonio arreglado...
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Mensaje por carolbarr Vie 7 Ago - 14:22

Ay Dios pobres todos, no solo esta afectando el destino de Isabelle sino la de todos

Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:07

OCHENTA Y NUEVE
—Antes había muchas arañas por aquí. Ahora nunca las veo. ¿No te parece raro? ¿Ni una araña? ¿En un establo?
—Rarísimo, Hugo —respondió Isabelle, distraída, mientras colgaba el arnés de Martin.
Hugo y ella acababan de regresar del mercado. Habían llevado el carro vacío al campo, listo para cargarlo de nuevo por la mañana; después habían metido a Martin en el establo. Después de meterlo en su compartimento con su avena y agua fresca, limpiaron sus arreos y los guardaron.
Hugo frunció el ceño.
—Has estado muy callada. Apenas has dicho palabra en todo el camino de vuelta a casa del mercado. ¿Ocurre algo?
«Sí, acaban de arrancarme lo que quedaba de mi corazón, Hugo — pensó—. Eso ocurre».
Lo único en lo que podía pensar era en Felix y las monedas de oro que le había dado. Todavía no había decidido qué hacer con ellas. Al principio pensó en esconderlas y guardarlas, como si al no gastarlas se asegurara el regreso del muchacho de la guerra.
Se casaría con Hugo y sacrificaría su felicidad si así conseguía que Felix sobreviviera. Sin embargo, al pensarlo, se dio cuenta de que aferrarse a una bolsa de monedas no le garantizaría la vida y, además, sacrificaría también la felicidad de Hugo. Y la de Odette. Puede que también la de Tavi y maman. Y se percató de que no tenía derecho a hacerlo.
Para cuando Martin entró en el camino de los LeBenêt, ya había tomado una decisión: les contaría a Hugo y a Tavi lo del dinero, y juntos decidirían qué hacer con él.
—Hugo, quédate aquí un momento, por favor.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
—A buscar a Tavi. Enseguida vuelvo.
Isabelle encontró a su hermana en la vaquería. Le pidió que volviera con ella al establo y después los condujo a ambos hasta un compartimento vacío y les pidió que se sentaran en el heno.
—¿Por qué nos escondemos aquí? —preguntó Hugo.
—Para que no nos vea nadie. Ni nos oiga.
Tavi la miró, curiosa.
—Esto es muy misterioso, Iz.
Isabelle esperó a que se acomodaran y dijo:
—Felix nos ha ofrecido una forma de evitar la boda. Si queremos aceptarla.
—¡Sí! —gritó Hugo, poniéndose en pie de un salto—. ¡Claro que queremos! ¡Sin duda!
—¡Calla! —le pidió Isabelle entre dientes; lo agarró de un brazo y lo sentó de nuevo.
Cuando estuvo quieto, les contó lo que había sucedido. Ambos le aseguraron que Felix regresaría y ambos pensaban que el dinero para abandonar Saint Michel era el único modo de evitar la boda.
Isabelle los escuchó, aunque se sentía incómoda con la decisión.
—Tiene que haber otro modo.
—Te escuchamos —dijo Tavi.
—Podría usar el dinero para alquilar habitaciones para nosotras aquí mismo, en Saint-Michel —sugirió—. Si lo hacemos, Hugo y yo no tendríamos que casarnos, pero maman, tú y yo tendríamos un techo.
—Sí, vamos a alquilar habitaciones —respondió Tavi—. En medio del pueblo, si es posible. Así Cecile, la mujer del panadero y quienquiera que nos quemará la casa lo tendrá mucho más fácil para llamarnos feas y lanzarnos cosas. ¡A lo mejor tenemos suerte y nos rompen las ventanas todos los días!
Isabelle, picada por su sarcasmo, le lanzó una mirada asesina.
—Tavi tiene razón. La gente de aquí no lo olvidará. Y no permitirá que lo olvidéis vosotras —dijo Hugo—. Empieza de nuevo, Isabelle. En otro lugar. Es lo que Felix quiere para ti. Es para lo que te ha dado el dinero. ¿No lo entiendes?
Isabelle sabía que Hugo estaba en lo cierto. Y también Tavi; el maltrato no acabaría nunca si se quedaban allí.
—Será difícil llegar a Italia, Tavi. Y, cuando estemos allí, tendremos que vivir con muy poco para que nos dure el dinero. Una habitación para las tres. Pocos placeres y menos lujos —le advirtió Isabelle.
—Quizá sea difícil, pero no malo —repuso su hermana, encogiéndose de hombros—. Al menos para mí. De hecho, será maravilloso. Tan maravilloso como la vida aquí, en la granja. Puede que incluso más.
—¿Maravilloso? —repitió Isabelle, incrédula—. Por si no te habías dado cuenta, has estado viviendo en un pajar. Ordeñando vacas, cortando coles y desenterrando patatas todo el día. ¿Qué tiene eso de maravilloso?
—Mis vestidos ardieron, el fuego destruyó mis zapatos de satén y mis corsés de seda —respondió Tavi, que se miraba las manos, callosas por el trabajo—. Las fiestas y los bailes son cosa del pasado. Ya no acuden pretendientes a mi puerta. El mundo me llama fea y no se me acerca.
A Isabelle le dolió el corazón al oírla, aunque después Tavi alzó la cabeza y su hermana vio que no estaba triste; sonreía.
—Y, así, el mundo me deja libre —añadió, y su sonrisa era aún más amplia —. Los días son duros, sí. Pero por la noche tengo una vela, tranquilidad y mis libros. Y eso es lo que siempre he querido. Así que, sí, maravilloso. ¿No lo ves? Una chica guapa debe agradar a los demás, mientras que una fea es libre para ser ella misma.
—De acuerdo, entonces —dijo Isabelle, que se tragó el nudo de la garganta —. Nos vamos.
Tavi sonrió. Hugo la abrazó. Y después los tres empezaron de inmediato a trazar su plan.
Isabelle no quería ni oír hablar de dejar a Nero, así que Tavi, maman y ellas cabalgarían hasta Italia. Se las habían apañado para rescatar dos monturas de los establos cuando ardió la Maison Douleur; y Hugo les dijo que podían llevarse también una de las suyas. Dormirían en las posadas del camino, aunque necesitarían comprar comida, cantimploras para el agua e impermeables, por si llovía. También vestidos nuevos, ya que los suyos no eran más que harapos, y ropa de abrigo para el tiempo frío. Aunque era septiembre, cuando llegaran a su destino sería bien entrado el otoño.
Isabelle había trasladado los otros dos caballos rescatados del matadero al prado de la Maison Douleur para contentar a madame. Allí se
habían hartado de dulce hierba y habían desarrollado algo de músculo. Tavi podía montar uno y maman, el otro. Martin tendría que quedarse atrás. A Isabelle se le formaba un nudo en la garganta al pensarlo, pero era demasiado viejo para el viaje.
—No pienso ir a no ser que me jures por tu vida que cuidarás bien de Martin —le dijo a Hugo.
—Lo haré.
—Júralo, Hugo, ¡o me quedo para casarme contigo!
Hugo lo juró con rapidez y vehemencia.
Tavi calculaba que tardarían cuatro días en reunir los suministros, lo que significaba que se marcharían el viernes, un día antes de la boda. Las chicas se turnarían para ir al mercado con Hugo y comprar las provisiones mientras estuvieran allí. Decidieron no contar sus planes ni a maman (ya que no podían confiar en que guardara un secreto) ni a Tantine, ni a la madre de Hugo. Avara y Tantine se enfurecerían cuando supieran que no habría boda, y los jóvenes no querían arriesgarse a que echaran a Isabelle y su familia antes de estar listas.
Se levantaron y salieron juntos del compartimento y del establo. Estaban decididos a seguir con sus tareas y rutinas para no despertar sospechas. Cuando salieron a la reluciente tarde no tenían ni idea de que había alguien más en el establo. De haber levantado la vista, la habrían visto: una muchacha de pelo negro sentada en las vigas, con las piernas colgando.
Observando. Escuchando.
Comiendo arañas.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:15

NOVENTA
Isabelle contemplaba las vigas del techo del pajar.
Maman y Tavi estaban dormidas, oía sus respiraciones acompasadas, mientras que ella no lograba conciliar el sueño por mucho que lo intentaba. Aunque solo vestía una fina camisola, estaba sudando. Hacía calor. El aire estaba estancado. Se había pasado varias horas dando vueltas, incapaz de sentirse cómoda.
Se levantó con un suspiro, cruzó la habitación y se sentó en el suelo, junto a las puertas abiertas del pajar, con la esperanza de que la brisa soplara y le procurara alivio.
La luna ya casi estaba llena. Sus rayos caían sobre la granja e iluminaban sus campos y huertos. El estanque y los pastos. El gallinero. La vaquería. La pila de leña. Y, para sorpresa de Isabelle, un zorro. Estaba sentado en el tocón que usaban para cortar, junto al hacha, y tenía la cola bien enrollada en las patas.
—Majestad —la saludó Isabelle, con una inclinación de cabeza.
Nerviosa, se percató de la razón de su visita.
—Lo habéis oído, ¿verdad? Sabéis que me voy.
La raposa asintió. Fue un gesto pequeño y veloz, pero en él Isabelle leyó el disgusto y la decepción de la reina de las hadas.
Isabelle agachó la cabeza, avergonzada.
—Encontré dos de los fragmentos. Encontré a Nero. Y no permitiré que nadie me lo vuelva a quitar. Encontré a Felix... justo a tiempo de volver a
perderlo. —Se le rompió la voz. Llevaba todo el día reprimiendo las lágrimas, y esta vez no logró detenerlas—. No va a volver, Tanaquill. Por mucho que digan Tavi y Hugo. Es demasiado bueno para clavarle una bayoneta a otro ser humano. —Se secó los ojos con el dorso de la mano —. El tercer pedazo es Ella, ¿verdad? Intenté ir a verla, intenté decirle que lo sentía. Pero no lo hice. Y ahora nunca tendré la oportunidad.
Alzó la cabeza y miró de nuevo a la zorra a los ojos.
—Me temo que he fracasado. No conseguí todos los fragmentos. ¿Por eso me duele tanto el corazón? —Se lo apretó con la palma de la mano, angustiada —. Algo dentro de él no deja de mordérmelo, y a veces creo que nunca lo hará, que me atormentará hasta que esté en la tumba. ¿Qué
es este dolor? ¿Lo sabéis?
La raposa no contestó.
—Ah, bueno —dijo Isabelle con una carcajada—. Supongo que mi destino no era ser guapa, y las chicas feas no viven felices para siempre, ¿verdad? — Guardó silencio un instante y después añadió—: Gracias por vuestros regalos. La espada y el escudo me salvaron la vida. Al parecer, no voy a descubrir para qué sirve el tegumento, aunque me gustaría quedarme los tres, si es posible. Para recordaros. Y al tilo. Y mi hogar.
La zorra asintió. Después, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció. Isabelle sabía que no volvería a ver a la reina de las hadas, y aquella certeza le pesaba. No volvería a ver el bosque silvestre ni Saint Michel. La desazón que le provocaba marcharse aumentó hasta estar convencida de que irse estaba mal. Sin embargo, sabía que Hugo y Tavi así lo querían. Y la decisión ya estaba tomada; tendría que seguir adelante con el plan.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —le preguntó a la oscuridad. Fue entonces cuando una cara pequeña y peluda apareció en el umbral abierto.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:17

NOVENTA Y UNO
Isabelle retrocedió a cuatro patas, asustada.
Entonces se dio cuenta de que no era más que Nelson, vestido con sus perlas de siempre.
—¡Me has dado un buen susto! —lo regañó susurrando para no despertar a nadie—. ¿Qué haces aquí? Y ¿cómo has recuperado esas perlas? ¡Se las di a la diva!
Nelson alzó una pata. En ella llevaba un trozo de papel doblado varias veces.
Isabelle lo cogió y lo desdobló. Espirales y florituras de tinta dorada decoraban el borde. En el centro había una invitación escrita con letras cursivas: Su excelencia, el marqués del Azar, solicita su presencia en el Château Rigolade para el estreno de su nueva obra teatral, Una historia ilustrada de los mejores comandantes del mundo.
—Qué raro —dijo ella, despacio—. Es el título de un libro. Uno que tuve hace mucho tiempo. —Miró al mono, perpleja—. ¿Cómo puede ser? Nelson apartó la vista. Se tocó las perlas.
—¿Cuándo es? ¿Mañana?
Nelson agarró el trozo de papel y se lo sacudió en la cara. Ella lo miró de nuevo, con más atención, y vio una palabra escrita en la parte de abajo: «Ahora».
Cerró los ojos con fuerza.
—Esto es un sueño. Estoy soñando. Tiene que ser eso.
Abrió los ojos. Nelson seguía allí. El mono le cogió un mechón de cabello y tiró de él tan fuerte que Isabelle chilló.
—Vale, no estoy soñando —dijo tras zafarse del mono—. Pero es noche cerrada. Y el château está a varios kilómetros de distancia. Y es un château, y Azar es un marqués, y habrá invitado a más personas. Y todos serán muy importantes e irán vestidos con elegancia. Yo solo tengo un vestido y está lleno de agujeros. No puedo ir. Sería una vergüenza.
Nelson miró a Isabelle y después se miró las perlas. Tras dejar escapar un suspiro ansioso, se quitó el collar y se lo dio. El gesto conmovió a Isabelle, ya que sabía que aquellas perlas significaban mucho para el animalito.
—¿Me las prestarías? ¿De verdad?
Nelson contempló con anhelo su tesoro, ahora en manos de la joven. Isabelle se daba cuenta de cuánto le costaba aquella decisión al monito, que, aun así, asintió.
—De acuerdo —dijo ella, y se puso el collar en el cuello—. Vamos. Iba a ver una obra. En la propiedad de un marqués, con un mono, en plena noche.
—Todavía estoy soñando —dijo mientras se ponía el vestido—. Al menos, espero que así sea, porque si no es que he perdido la cabeza.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:19

NOVENTA Y DOS
La luna iluminó el camino de Nero, que llevaba a Isabelle y a Nelson por los prados y colinas en dirección al Château Rigolade. Habían tomado un atajo, así que aparecieron en el bosque de la parte de atrás de la casa. Isabelle se sorprendió al descubrir que el edificio estaba completamente a oscuras. No obstante, una espeluznante luz amarilla brotaba de otra zona de la propiedad: el claro detrás del château. Isabelle recordaba que allí era
donde Felix había montado el escenario. Dirigió a Nero hacia allí. Al acercarse a la estructura, vio que eran las candilejas las que proyectaban el brillo. Iluminaban el escenario, con su cortina de terciopelo y sus guirnaldas de rosas frescas enroscadas en el arco. Curiosamente, el escenario en sí y el terreno circundante estaban vacíos. Esperaba ver a docenas de personas elegantes hablando y riendo; joyas rebotando en las curvas de los escotes; cabellos inflados como merengues; el frufrú de la seda; sillas doradas dispuestas en fila. Sin embargo, una única silla esperaba frente al escenario. La recorrió un escalofrío. «Es como si me esperase a mí y solo a mí», pensó, inquieta.
Nelson bajó de un salto de la grupa de Nero y salió correteando por el suelo. Isabelle también bajó y se acercó a la silla.
—¿Marqués del Azar? —lo llamó.
No respondió ni él ni nadie. Isabelle se dio cuenta de que se encontraba en un lugar desconocido, en plena noche, ella sola.
—Creo que será mejor volver —le dijo a Nero.
Entonces, un hombre enmascarado salió de detrás de las cortinas.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:41

NOVENTA Y TRES
La muchacha retrocedió con cautela y apretó las riendas de Nero. El hombre le hizo una reverencia. Isabelle se relajó al ver que se trataba del marqués. Aunque llevaba máscara y disfraz, reconoció sus largas trenzas. Se enderezó y empezó a hablar en un tono profundo y resonante: «Invitada de honor, os saludamos, a petición de Azar aquí estamos.
 
» Aguardad.
Os suplicamos que os quedéis
y nuestra obra disfrutéis.
» Estos no son los cuentos
oídos en versos hablados o
leídos de reyes y
emperadores, de guerreros y
caballeros,
matando por sus fueros.
» Estos cuentos son poco sabidos, de
poderosos generales y reyes
aguerridos, cuyo valor y astucia,
habilidad e ingenio, se acompañaban de una voluntad de
hierro.
» Todos héroes, aunque poco
conocidos, por el tiempo a polvo y
huesos reducidos, pero en este
escenario, vuelven a nacer,
de la pluma de nuestro autor, tal es
su poder.
» Escuchad sus historias, casi perdidas.
Observad su auge y su
caída. Algunos fracasarán y
algunos ganarán.
 
Sentaos, nuestra obra va a comenzar».
En cuanto las últimas palabras brotaron de los labios de Azar, las candilejas aumentaron su brillo y sorprendieron tanto a Isabelle que trastabilló y cayó sentada en la silla. El telón se levantó. Sonaron las trompetas. Atronaron los tambores. Entrechocaron los platillos. La joven se aferró a los brazos del asiento, con el corazón acelerado. Miró a su alrededor en busca de Nero. Con el susto, había soltado las riendas. No tardó en verlo a pocos metros, impasible a pesar del ruido, pastando tan tranquilo en el césped del marqués. Su tranquilidad la calmó. Se volvió de nuevo hacia el escenario. El telón, al abrirse, había desvelado un libro. Estaba colocado en vertical y medía al menos dos metros y medio de alto. En la cubierta habían escrito en letras enormes: Una historia ilustrada de los mejores comandantes del mundo.
¿Sabía el marqués que Isabelle tenía un ejemplar de aquel libro y lo mucho que significaba para ella? ¿O era pura coincidencia? Mientras miraba, fascinada, la cubierta se abrió poco a poco. Las páginasse movían como si un dedo invisible las pasara, hasta que, de repente, se pararon. El libro se quedó abierto por el capítulo sobre los generales más importantes de la antigua Roma. Entonces, una puerta abierta en la página se abrió, y un hombre vestido con una coraza de cuero y una falda de tela corta salió por ella. En la cabeza llevaba un casco de acero con una pluma roja. En la mano blandía una espada imponente.
Isabelle lo reconoció: se trataba de Escipión el Africano. Había contemplado su retrato y leído su historia mil veces. Las hojas se movieron de nuevo, y a Escipión se le unió Aquiles. Después, Gengis Kan. Pedro el Grande. Y Sun Tzu. Todos vestidos y preparados para la batalla. Juntos marcharon al frente del escenario, las armas en alto, los escudos dispuestos.
El romano habló primero, declamando sus palabras con una potente voz de actor:
 
«Yo, Escipión, con valentía y fuerza, luché
en batalla larga y cruenta contra mis
enemigos de los valles de Cartago,
y con su derrota la gloria de Roma
alcanzamos.
» Después llegó Aquiles.
» En las fraguas de la guerra me forjaron,
de la sangre de mis enemigos
atiborrado, hijo de Ares, nacido para la
gloria,
todos tiemblan ante mi historia.
» A continuación llegó el turno de
Gengis Kan.
» Conquistador mongol sin igual, rey guerrero; para su pueblo, divinidad...».
 
—¡Pero bueno, basta ya! —exclamó una voz desde fuera del escenario. Isabelle buscó su origen. Vio que la cortina de la derecha se movía y después oyó unos pasos fuertes e indignados. Segundos después, una mujer salió de las bambalinas.
Era delgada, de espalda recta, y llevaba el cabello rojo intenso recogido en lo alto de la cabeza. Un rígido cuello de encaje le enmarcaba la cara. En una mano enjoyada cargaba con un cubo de pintura; en la otra blandía una brocha.
Pedro el Grande dio un paso adelante, sacando pecho.
—¿Quién sois vos, señora?
—Isabel I. Aparta —respondió ella, y les hizo un gesto con la brocha a todos para que se quitaran de en medio.
Estupefactos y balbuceantes, obedecieron y, arrastrando los pies, la mitad se dirigió a la derecha del escenario y la otra mitad, a la izquierda. Isabel recorrió el camino que habían dejado libre y se acercó al enorme libro.
Le dio una patada con un pie calzado con elegancia, y la cubierta se cerró.
Después mojó la brocha en el cubo, tachó la palabra los del título, mojó de nuevo la brocha y escribió las.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:43

NOVENTA Y CUATRO
Isabelle se echó adelante en el asiento, hipnotizada.
—Esto no estaba en el libro —susurró.
Mientras observaba, Isabel se acercó al frente del escenario y se dirigió a ella.
—Soy la hija de Enrique VIII de Inglaterra —dijo—. Fui una decepción para él porque no era el hijo que deseaba. Sobreviví a su negligencia, al odio de mi hermanastra, a los ataques a mi país y a los intentos de asesinato hasta convertirme en el mejor monarca que ha conocido Inglaterra. —Esbozó una sonrisa engreída y añadió—: Y en la mejor que conocerá.
El libro retrocedió. Las candilejas brillaron con fuerza de nuevo. Los actores que interpretaban a Escipión y a sus compañeros se agacharon y usaron las manos para proyectar sombras de caballos y caballeros en las paredes.
Surgió un estrépito de órdenes a gritos, relinchos y fanfarria. Se oyó un cañonazo, un relámpago y, después, la pared izquierda del teatro cayó al suelo con un estruendo, seguida de la derecha. A continuación, cayó la del fondo y se llevó el arco consigo. Y entonces, ante la mirada atónita de Isabelle, las sombras cobraron vida. Caballos de guerra con cota de malla patearon el suelo entre resoplidos, montados por oficiales. Los soldados se reunieron a su lado cargados de arcos, picas, espadas y alabardas. El claro protegido por los robles se convirtió en un campamento militar a las orillas del Támesis. E Isabel, la que poco antes luciera un vestido, ahora llevaba una coraza de acero y cabalgaba sobre un caballo blanco. Sujetaba las riendas en una mano y blandía una espada en la otra. La melena roja le caía por la espalda.
—¡Campamento de Tillbury, 1588! —le gritó a Isabelle—. El rey español envía a su armada, la fuerza naval más poderosa del mundo, para invadir mi país. Su sobrino, el duque de Parma, se une a él. Tienen temibles barcos de guerra, tropas y armas. —Sonrió—. ¡Pero Inglaterra me tiene a mí! Espoleó el caballo y cabalgó hacia sus tropas.
—¡Mi fiel pueblo! —dijo, dirigiéndose a ellos—. He acudido aquí... decidida, en el calor y el fulgor de la batalla, a vivir y morir entre vosotros; pongo mi honor y mi sangre a disposición de Dios, mi reino y mi gente, ¡aunque sea entre el polvo!
La joven, fascinada, vio que el río Támesis se convertía en un agitado mar azul y que daba comienzo una batalla naval. Los veloces barcos de guerra ingleses disparaban de costado a los navíos españoles. Retumbaban los cañones. Ardían las velas. El aire se cargaba de humo.
Cuando por fin se disipó, la armada había perdido. Inglaterra se alzaba victoriosa.
La escena cambió. Las campanas sonaban mientras la reina Isabel recorría las calles de Londres. Lanzaban rosas a su paso. Llegó hasta Isabelle y desmontó. Un mozo de cuadra se llevó su caballo; los vítores pararon.
—Fue la mayor victoria de Inglaterra, y también la mía. Pero hay más batallas, más guerras, más victorias. Que no se cuentan en ningún libro.
Agitó una mano. Se oyeron trompetas. Y, entonces, una mujer salió de los árboles hacia ella. Y otra. Y otra. Hasta que hubo decenas. Cientos. Cuando estuvieron todas reunidas, la reina Isabel las presentó una a una.
—Yennenga, una princesa dagomba —anunció, y una joven mujer ghanesa vestida con túnica y pantalones de tela roja, negra y blanca dio un paso adelante. Llevaba una jabalina. Londres dio paso a unas frondosas llanuras. Dos leones salieron de entre la alta hierba y se sentaron a ambos lados de la princesa.
—Yo dirigí mi propio batallón y luché contra los enemigos de mi país —dijo —. No tenía rival a caballo.
Lanzó la jabalina, que atravesó el cielo nocturno y estalló en una fuente plateada de estrellas fugaces.
Isabelle apenas podía respirar, estaba emocionada. Durante toda su vida le habían contado que las mujeres que gobernaban no eran más que mascarones de proa, que las mujeres no eran capaces de luchar ni de
dirigir a los soldados en la guerra. Se puso de pie sobre su silla para ver mejor a aquellas extraordinarias criaturas.
—Abbakka Chowta —dijo la reina Isabel mientras una joven de la India, vestida con un sari de seda rosa, caminó hasta el centro del escenario—. Una mujer que disparó flechas de fuego desde su montura, una mujer tan valiente que la llamaron Abhaya Rani, la reina sin miedo. Abhaya Rani colocó una flecha en el arco que portaba, apuntó al cielo y la soltó. La flecha estalló en resplandecientes llamas azules. La joven sonrió a Isabelle.
—Me enfrenté a los invasores de mi país durante cuarenta años. Me capturaron, pero morí como viví, luchando por la libertad.
Isabelle temió que le estallara el corazón. Una a una, reinas, piratas, emperatrices y generales de todos los rincones del mundo le contaron sus historias, la saludaron con la cabeza y abandonaron el escenario. Aquellas mujeres no eran guapas. La palabra guapa no servía ni para empezar a describirlas.
Eran inteligentes. Poderosas. Astutas. Orgullosas. Peligrosas.
Eran fuertes.
Eran valientes.
Eran bellas.
Al final, después de lo que a Isabelle le parecieron pocos minutos, aunque fueran horas, solo quedó la reina Isabel sobre el escenario.
—Es curioso que las historias que nunca nos cuentan sean las que más necesitamos escuchar, ¿verdad? —dijo, y entonces ella también la saludó
con la cabeza y se perdió en la oscuridad.
Isabelle se dio cuenta de que la obra acababa.
—No —susurró con ansia—. No os vayáis.
El marqués, todavía con su máscara, apareció de nuevo. En una mano llevaba un pesado candelabro de plata con una vela encendida. Dio un paso adelante y empezó a hablar:
 
«Ahora nuestras reinas han contado sus
historias de batallas ganadas, de conquistas y
glorias. Pero el poder es traidor, su aguijón
es dulce, su beso causa dolor, y, si la
memoria no me falla,
nunca se regala, sino que se gana.
» Las reinas, muchachas también fueron,
órdenes sobre cómo ser recibieron.
No eran guapas, ni agradables, sino bastas.
 
Poca cosa, defectuosas, no aptas.
» Hasta que los heridos, los muertos en
batalla importaron más que las voces
canallas y su voluntad desplegaron como
una bandera
Idos ahora, muchacha. Un mundo nuevo os espera».
 
El marqués hizo una reverencia, se llevó la vela a los labios y sopló. La mayoría de las candilejas se habían apagado ya, aunque unas cuantas emitían un brillo tenue. Gracias a su luz, Isabelle vio que el marqués y sus intérpretes se habían ido. El escenario estaba vacío y en silencio. Lo único que oía eran los latidos de su corazón.
El hechizo de la obra se había roto. Miró a su alrededor y se percató de que seguía de pie sobre su silla. Se bajó con los puños apretados. La emoción, la maravilla y la pura alegría que había sentido antes se esfumaron. La tristeza, atroz e intensa, rellenó el hueco que dejaban.
—¿Por qué me enseñáis esto? —gritó a la oscuridad, sintiéndose desdichada —. ¿Por qué me enseñáis algo que nunca tendré? ¿Algo que
nunca seré?
Allí no había nadie. Isabelle hablaba sola.
Se quitó las perlas de Nelson del cuello y las dejó en el asiento de terciopelo, donde seguro que las encontraría. Unos minutos después, Nero y ella galopaban de vuelta por la propiedad del marqués. Justo antes de desaparecer en el bosque, miró atrás. Al escenario destrozado. Al château a oscuras.
—Malditos seáis —susurró—. Malditos.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:44

NOVENTA Y CINCO
Tavi se enderezó y después se estiró para soltarse los nudos de la falda.
—Cuando me vaya de aquí no quiero volver a ver una col en toda mi vida — dijo.
Isabelle estaba de acuerdo con ella. El día en el campo, cosechando bajo un sol de justicia, había sido largo y agotador. El vestido de la joven estaba empapado de sudor. Tenía las botas asquerosas de caminar por la tierra negra. Estaba deseando sumergirse en el estanque de los patos y, después, dejarse caer en su cama del pajar.
Llevaba todo el día cansada, ya que había pasado mala noche. En un sueño muy extraño, Nelson había aparecido en el pajar, y juntos habían cabalgado a medianoche al Château Rigolade, donde el marqués y sus amigos habían representado una obra para ella.
Por muy real que le hubiera parecido, no lo era. No podía serlo. Todas aquellas mujeres... que conducían a sus ejércitos a la batalla, que luchaban por sus reinos... no eran más que una fantasía fabricada por su desbordante imaginación. Un ingenuo deseo infantil.
—Necesitáis una pistola. No habíamos pensado en eso. Vais a ser tres mujeres que viajan solas.
Hugo, que había estado trabajando en el campo de al lado desenterrando patatas, se unió a Isabelle y a Tavi. Sus palabras disiparon
lo que quedaba de las imágenes del sueño de Isabelle.
—Si somos tres, no estamos solas —repuso Tavi.
Hugo la miró como si fuera idiota.
—No os acompaña ningún hombre. Por supuesto que estáis solas. Podríais comprar una pistola de segunda mano en la aldea cuando vayamos mañana al mercado. Usad parte del dinero de Felix. También vais a necesitar pólvora y balas.
Tavi recogió su cuchillo y la cesta que usaba para llevar las coles al carro. Su hermana hizo lo mismo. Hugo se apoyó la pala en el hombro, y juntos regresaron al establo mientras charlaban sobre su plan secreto.
Faltaban tres días para la partida de Isabelle y Tavi, y todavía quedaba mucho que hacer.
Mientras rodeaban el lateral de la casa, Isabelle estaba algo inclinada sobre Tavi, concentrada en lo que decía su hermana. Miraba al suelo. De haber prestado más atención, habría visto las pistas que le indicaban lo que sucedía.
Las huellas de cascos en la tierra.
El borrón de uniformes azules junto a los establos.
El alto y arrogante coronel Cafard, que miraba el caballo que habían
traído del pasto siguiendo sus órdenes.
Un caballo negro. Su caballo.
Nero.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 7 Ago - 17:45

NOVENTA Y SEIS
Isabelle no se dio cuenta de que algo iba muy mal hasta que dobló la esquina del edificio.
Nero estaba en el patio delantero, con su brida. Tenía los ojos desorbitados y se encabritaba. Un joven soldado intentaba sujetar la correa.
—¡Soltadlo! —gritó Isabelle, que corrió hasta el hombre y le quitó la
correa de las manos. El soldado no la había visto venir. Trastabilló, sorprendido, y cayó sobre el trasero. Los que lo acompañaban se rieron a carcajadas. Tantine, Avara y maman estaban cerca, con cara de preocupación.
—¡Parece que la chica es aún más peleona que el caballo! —gritó uno de los soldados—. ¡Tal vez también necesite unos azotes en las posaderas!
—¿También? —preguntó ella, volviéndose hacia él—. ¿Es que le has
pegado a mi caballo, idiota? El soldado dejó de reírse. Su mirada se tornó perversa.
—Puede que necesite que le partan la boca —dijo—. Y puede que yo sea el más indicado para hacerlo.
—¡Isabelle! —la llamó Tavi, alarmada. Acababa de alcanzarla, con Hugo pisándole los talones.
Pero su hermana no la oyó, ya que estaba concentrada en su adversario. Sin soltar la correa de Nero, dio un paso hacia el hombre.
—Puede que lo seas. Coge una fusta, que yo cogeré otra y lo comprobaremos. —Como el soldado no se movía, ella ladeó la cabeza—. ¿Asustado? Me ataré una mano a la espalda para que sea una pelea justa.
Los demás se echaron a reír.
—Eh, ¿no es una de las hermanastras feas? —preguntó el que había caído de culo.
—Sí. Y fea es con ganas —respondió el soldado al que había retado Isabelle.
La vergüenza de siempre desgarró a la muchacha, aunque, esta vez, no se ruborizó. Ni siquiera agachó la cabeza. Lo que hizo fue mirarlo a los ojos y decir: —Tan fea como el hombre que pega a un animal indefenso.
—¡Isabelle, por favor! —le suplicó su hermana entre dientes.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó Isabelle, sin prestarle atención—. ¿Qué hacéis con mi caballo? —preguntó a su antagonista.
Otro hombre, uno que llevaba bicornio y unas botas negras tan relucientes que podía mirarse en las puntas como en un espejo (cosa que hacía a menudo), dio un paso adelante.
—Me temo que ahora es mi caballo, mademoiselle —dijo.
—¿Quién demonios sois? —preguntó ella tras mirarlo de arriba abajo mientras agarraba con más fuerza la correa de Nero.
Tantine se colocó de inmediato a su lado.
—Es el coronel Cafard, Isabelle, el oficial al mando del campamento militar que hay junto al pueblo.
—Eso no le da derecho a llevarse mi caballo.
—En realidad, sí —repuso el coronel—. El ejército anda corto de monturas. Es el primer blanco del enemigo. Así que estamos requisando todos los animales sanos que encontramos.
—¿Por orden de quién? —preguntó la joven, presa del pánico.
—Del rey —contestó el coronel, que ya se estaba cansando de la conversación—. ¿Os basta? —¡Ya está bien, Isabelle! —dijo Tantine entre dientes—. ¡Entrega al animal antes de que nos encierren a todos! —Le quitó la correa del puño y se las entregó a un soldado. Después tiró de ella para apartarla—. ¡Estamos en guerra, niña tonta! —la regañó.
Isabelle se zafó de su mano. Después corrió hacia Cafard, dispuesta a suplicarle, a hincarse de rodillas y rogarle que no se llevara su caballo. Que sus soldados se rieran y burlaran, le daba igual. Lo único que veía en su cabeza era a su amado caballo cayendo en el campo de batalla, con el flanco destrozado por una bala.
—Coronel, por favor —dijo, juntando las manos—, por favor, no...
Entonces, Tantine volvió de nuevo a su lado y le clavó los dedos, fuertes como el acero, en el brazo.
—Por favor, no dejéis que gane Volkmar —dijo la anciana, ahogando las palabras de la joven—. Usad el caballo para derrotarlo. Es un honor ayudar a nuestro rey.
Cafard asintió con un gesto brusco. Después se alejó hacia su montura, una amedrentada yegua de color alazán. La yegua dio un respingo cuando el coronel se subió en ella. Los expertos ojos de Isabelle recorrieron al animal en busca de la razón, y no tardó en encontrarla: había sangre en los flancos del caballo, detrás de los estribos. Miró a Cafard: llevaba afiladas espuelas de plata. El corazón le dio un vuelco.
—¡Coronel! —gritó, y salió corriendo detrás de él.
Cafard se volvió. A pesar de la frágil sonrisa, no logró ocultar su enojo.
—¿Sí?
—No uséis las espuelas con él, por favor. Os escuchará si sois amable. Y hará lo que sea con tal de conseguir una manzana. Le encantan.
—A mis hombres también les encantan —repuso Cafard, que perdió la sonrisa—. Apenas las comen últimamente y, aun así, hacen lo que les
ordeno. — Señaló a Nero con la cabeza—. Esa criatura es un caballo, madeimoselle, y se le tratará como tal. A los animales indisciplinados hay que disciplinarlos.
Nero relinchó con fuerza; agitó la cabeza para volver a librarse del soldado que le sujetaba la correa. Como no funcionó, se volvió y le soltó una coz.
Isabelle recordó una imagen: la de la reina Isabel sobre su caballo de guerra blanco; la de Abhaya Rani disparando flechas de fuego sobre su montura. Ninguna de las dos mujeres habría permitido que nadie le quitara su caballo.
—Tiene hambre, señor —dijo—. Esta es su hora de comer. Si me dejáis alimentarlo, será más dócil durante el viaje al campamento.
Cafard examinó al caballo rebelde y a los hombres que intentaban controlarlo.
—Tenéis diez minutos —respondió. Después ladró a sus soldados que le entregaran el caballo.
Isabelle le susurró a Nero que se calmara. Con la cabeza gacha, lo condujo a los establos.
De haber visto los soldados la expresión decidida de la muchacha y el fuego de sus ojos, jamás se lo habrían permitido.


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Mensaje por yiniva Vie 7 Ago - 22:25

Mmm, estan pasando muchas cosas cada vez


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Mensaje por martenu1011 Sáb 8 Ago - 16:58

Me encanta Tavi con su mentalidad práctica y realista.  Se revela en ella ese humor inteligente que poco se encuentra. Y al  mismo tiempo es su máscara para que no le afecten los comentarios de Hugo, por ejemplo.
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Mensaje por martenu1011 Sáb 8 Ago - 17:05

En cuanto a la situación planteada en el capítulo 87 y 88, entre Felix e Isabelle, espero que ella decida irse con él al ejército... Eso la libaría del casamiento forzoso,  protegería a Felix y su hermama y madre con el dinero que él le dio pueden comenzar un nuevo viaje...
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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 8 Ago - 17:16

 NOVENTA Y SIETE
Isabelle caminó sin prisas hasta el establo. No quería levantar sospechas.
Había dos puertas: la que Nero y ella acababan de atravesar y la que había justo enfrente de esta y conducía al prado. Una amplia zona se abría entre ambas puertas. A la derecha estaban los compartimentos de los caballos; a la izquierda, los puestos de las vacas.
Isabelle caminaba despacio, algo desviada hacia la derecha, como si fuera a conducir a Nero a un compartimento. Mientras lo hacía, volvió la vista atrás, como si nada. Tres de los soldados hablaban con el coronel.
Otros esperaban por allí. Uno la observaba. La miró a los ojos; no apartó la vista. Ella se limpió los suyos con la esperanza de que pensara que lloraba. Funcionó. El soldado, avergonzado, se volvió hacia sus compañeros.
En cuestión de segundos, Nero y ella salieron por la otra puerta. Se tensó al abandonar el establo, esperando oír gritos y pasos. Pero no se oía nada. Nadie los había visto.
Había una vieja lechera bajo los aleros del establo. Isabelle la usó de escalón para montar. Una vez que estuvo a lomos de Nero, ató el extremo suelto de la correa al cabestro. Le serviría de riendas. No había tiempo de coger unas de verdad, ni tampoco la brida y la silla. Cuando terminó el nudo, le pidió a Nero en voz baja que avanzara. Recorrió el barro compacto que separaba el establo del prado en unas cuantas zancadas.
Isabelle sabía que, mientras mantuviera el establo entre ella y los soldados, no la verían alejarse. La rabia, ciega e irracional, la impulsaba. Nero le pertenecía; no permitiría que Cafard se lo llevase. Agarró las improvisadas riendas y chascó la lengua. Como si comprendiera su propósito, Nero saltó por encima de la valla de madera que rodeaba el prado y aterrizó en silencio sobre la hierba.
Isabelle le tocó los flancos con los talones, y el animal salió al galope. En cuestión de segundos llegó al otro extremo del prado y voló de nuevo por encima de la valla hasta encontrarse atravesando el campo camino del bosque. Nadie la perseguía. Todavía. Lo más probable era que Cafard tardara otro par de minutos en pedir a uno de sus hombres que fuera a ver por qué se demoraba tanto, pero ya sería demasiado tarde: nunca la encontrarían. No conocían tan bien como ella el bosque silvestre.
Miraba al frente. La vegetación era tupida, así que cabalgar por ella exigía toda su atención. Le temblaban las manos, tenía el corazón acelerado.
Se dirigía a la Hondonada del Diablo.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 8 Ago - 17:18

NOVENTA Y OCHO
Algunas personas temen el bosque; otras solo se sienten a salvo bajo la protección de su dosel arbolado.
Isabelle era de las segundas. Los paisajes y aromas del bosque le resultaban familiares y reconfortantes. Había pasado los días más felices de su vida en aquel lugar.
Después de escapar con Nero, cabalgaron a través de los árboles más de media hora para poner distancia entre el coronel Cafard y ellos; después, Isabelle desmontó, deshizo el nudo de las improvisadas riendas y siguió a pie junto al caballo. Caía la noche cuando llegaron al camino que los conduciría a la Hondonada del Diablo. La joven quería estar allí abajo antes de que oscureciera. El sendero era traicionero cuando se veía y suicida cuando no.
El bosque silvestre cubría la suave pendiente de la falda sur de un monte y, a continuación, se encontraba la escarpada falda norte, repleta de barrancos. El estrecho paso a la Hondonada bajaba en zigzag por la cara norte y estaba tapado en algunas zonas por arbustos espinosos.
Serpenteaba a través de rocas y cantos rodados al llegar al fondo, y acababa en un río. Antes lo usaban los viajeros para llegar a Saint-Michel, pero al crecer el pueblo y mejorar las carreteras, el sendero a través de la Hondonada del Diablo había caído en desuso.
Isabelle y Nero avanzaron con cautela por el camino, a través de las rocas. Cuando por fin llegaron al río, a la joven le gruñía el estómago. Se dio cuenta de que no había comido nada desde el mediodía, y ya debían de ser casi las ocho. Nero tampoco había comido su ración nocturna de avena. Ni lo haría, puesto que no se había llevado nada. No tenía comida ni dinero para comprarla. Las monedas de Felix estaban en el pajar, al igual que todas las provisiones que Tavi y ella habían logrado reunir. Se metió la mano en el bolsillo con la vana esperanza de encontrar dentro una corteza de pan. Sin embargo, lo que encontró fueron los regalos de Tanaquill. Se pinchó los dedos con el tegumento.
También le pinchaba otra cosa: la conciencia. Caminaba despacio para asegurarse de que Nero no tropezara, hasta que se paró en seco, atenazada por una duda atroz.
—¿Qué he hecho? —se preguntó en voz alta.
Estaba tan decidida a salvar la vida del caballo que no se había parado a pensar ni por un segundo en las consecuencias que para los demás tendría su imprudencia. Había engañado a un coronel del ejército francés. ¿Y si descargaba su ira sobre su familia? ¿O sobre los LeBenêt y Tantine?
Se dio cuenta de que había permitido que la ira dictara sus actos, de nuevo. Justo como había hecho con Ella. Con la mujer del panadero. Con los huérfanos. Había sido egoísta. No quería que Nero muriese, pero había madres, esposas y niños que tampoco querían que sus hijos, maridos y padres murieran. Hombres que daban la vida en la guerra; Felix podría dar la suya.
Entre gruñidos, ocultó el rostro en el cuello de Nero. Quería ser mejor persona. Quería cambiar, pero allí estaba, poniendo en peligro a las personas que la necesitaban, huyendo de sus responsabilidades.
—Tengo que regresar —dijo, con el corazón roto. Era lo correcto, lo único que podía hacer.
En cuanto las palabras abandonaron sus labios, oyó unas voces que flotaban hacia ella desde el otro lado del río, procedentes de los árboles. Se quedó inmóvil, escuchando. El miedo la puso en tensión. ¿Tendrían razón los ancianos? ¿Estaba encantada la Hondonada? ¿O se trataría de una banda de forajidos o de desertores? ¿O pertenecerían las voces a los hombres de Cafard, que la perseguían? No, eso no era posible. Había otro modo de llegar a la Hondonada, pero suponía rodear las montañas a caballo por un camino estrecho y lleno de baches. Era poco probable que los soldados lo
hubieran recorrido tan deprisa.
Isabelle esperó a que hablaran de nuevo, pero no oyó nada más que la respiración de Nero.
—Quédate aquí, chico —le dijo mientras le enrollaba la correa en el cuello.
Se atrevió a acercarse más al agua para mirar hacia el otro lado. A la luz moribunda distinguió la otra orilla y la densa línea de árboles que la bordeaba, pero nada más. De vez en cuando crujían las hojas, aunque podía ser la brisa. Justo cuando estaba convencida de haberse imaginado las voces, las oyó de nuevo. Seguidas de un fuerte aroma a tabaco. Isabelle nunca había visto un fantasma. No sabía mucho sobre ellos, pero estaba segura de algo: los fantasmas no fumaban puros.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 8 Ago - 17:20

NOVENTA Y NUEVE
Nelson entró con sigilo por la ventana entreabierta. Se dejó caer en el banco de abajo y volvió la vista atrás, nervioso, hacia Azar.
—¡Ve! —le dijo él desde fuera, moviendo los labios sin emitir sonido —. ¡Recupera el mapa!
Desde donde estaba lo veía abierto sobre la mesa de la Parca; la calavera estaba negra como el ébano.
La Parca, ocupada buscando algo en su baúl, de espaldas a la ventana, no vio al animalito corretear por el suelo. Sin embargo, Losca, subida a lo alto del armario, sí.
Con un feo chillido, se abalanzó sobre él. El mono se subió de un salto a la cama. El cuervo dio la vuelta y se lanzó de nuevo a por él. Nelson rodó por el colchón, lo esquivó y le saltó encima.
La anciana se giró y vio a los animales enredados.
—Pero ¿qué...? —empezó a decir, hasta que un agudo chillido herrumbroso la cortó. Se trataba de la bisagra de la ventana batiente: Azar acababa de entrar por ella.
El marqués corrió hacia la mesa y el mapa que estaba enrollado sobre ella, pero la Parca llegó primero. Se colocó delante y lo bloqueó con un largo estilete de plata en la mano.
—Aparta, no quiero luchar contra ti —le advirtió Azar.
La Parca esbozó una sonrisa cruel, giró la muñeca y, en menos de una
fracción de segundo, el estilete volaba hacia el corazón del marqués. Azar pivotó a la derecha. La daga se clavó en la pared que tenía detrás.
Estaba a punto de avanzar de nuevo, cuando un zorro entró de un salto por la ventana y se abalanzó sobre los dos animales que seguían peleándose. El mono, aterrado, se catapultó a los brazos de Azar. El cuervo voló más alto, dio una vuelta por la habitación y aterrizó otra vez encima del armario.
Entre gruñidos y bocados al aire, la zorra aterrizó en la mesa de la Parca, agitó la cola y lanzó por los aires las tintas de la anciana. Las botellas se rompieron contra el suelo, y sus vistosos colores se colaron entre las grietas de las tablas. Bajó de la mesa y, unos segundos después, una mujer ocupó el lugar de la raposa, con el mapa en la mano.
—Basta —dijo Tanaquill, guardándose el pergamino entre los profundos pliegues de su capa.
—Ese mapa es mío —dijo la Parca, y dio unos pasos hacia ella—. Dámelo.
Tanaquill le enseñó los dientes.
—Venga, vieja, ven a por él —la retó.
Azar dio un paso adelante.
—Quedaos el mapa, Tanaquill, pero ayudad a Isabelle. Salvadla.
—La muchacha decidirá cuál es su siguiente paso. Ninguno de vosotros dos lo hará por ella. Ahora mismo solo existe una persona capaz de salvar a Isabelle, y es la propia Isabelle.
Transformada en un remolino de pelaje rojo, salió por la ventana y desapareció. La Parca y Azar se quedaron solos.
Azar sacó el estilete de la pared. Se lo devolvió a la anciana. Ella lo dejó en la mesa y miró a su alrededor, al caos que había desatado Tanaquill. Losca ya había bajado en forma humana del armario y estaba recogiendo los cristales rotos.
—Tengo una botella de oporto —comentó la Parca con un suspiro—. Al menos, no ha sido víctima de la reina de las hadas.
—¿De buena añada?
—Soy demasiado vieja para bebidas malas.
Azar se balanceó sobre los talones y sopesó su oferta.
—Lo cierto es que me gusta el buen oporto.
La Parca dio media vuelta y volvió a rebuscar en su baúl. De él salieron un par de copas artesanales de vidrio soplado; una bandeja de porcelana; el oporto; una caja de higos secos bañados en chocolate negro; almendras tostadas con sal; y un pedazo de parmesano envuelto en tela encerada.
—Haz algo útil —dijo la mujer—. Acerca las sillas al fuego.
Ya había un sillón bajo con blandos cojines junto a la chimenea, así que lo acercó más; después llevó la silla de madera que estaba al lado de la mesa. Vio un taburete y lo colocó entre ellas. La Parca dispuso las viandas en la bandeja y la colocó sobre el taburete. Tras servir dos copas de oporto, le dio una a Azar.
—Esto no cambia nada —le advirtió—. No he pedido clemencia...
—Ni te he ofrecido ninguna —terminó él.
—La calavera está negra como el carbón. Dudo que sobreviva a esta noche.
—Mientras siga respirando, hay esperanza —repuso él, desafiante.
La Parca sacudió la cabeza mientras mascullaba sobre locos y soñadores, aunque los dos antiguos adversarios se sentaron junto al fuego y disfrutaron de aquella pequeña tregua en su eterna guerra.
Bebieron a la salud de los idiotas humanos, que tropezaban y caían, que tomaban más decisiones equivocadas que correctas, que se rompían el corazón una y otra vez, pero, de algún modo, conseguían hacer bien alguna que otra cosa, entre ellas el buen oporto y el sabroso parmesano. Y, en la oscuridad, la zorra corría con el mapa en la boca. Corrió por los campos y saltó por encima de los muros de piedra, atravesó la alta hierba y las zarzas, y llegó a una casa en ruinas y al tilo que estaba junto a ella. Dejó el mapa en el hueco de la base del árbol, se volvió, y se sentó a observar y a esperar. Se guardaba sus pensamientos para ella. Pero los enviaba hacia Isabelle.
Deja de responsabilizar a los dioses. Deja de maldecir al diablo. Ellos no te abrirán camino. Te concedieron sus oscuros dones: la razón y el albedrío. Ahora eres tú la que debe abrirse paso. Lo que está hecho, hecho está, ya te lo hicieran a ti o lo hicieras tú, y no puedes cambiarlo.
Sin embargo, lo que no está hecho, sin hacer queda. Y ahí es donde residen la esperanza y el riesgo.
Créete capaz de elegir tu camino. O no te lo creas. En cualquier caso, tendrás razón.
Cada guerra es distinta, aunque todas las batallas son iguales. El enemigo no es más que una distracción. Porque siempre, siempre, luchas contra ti.


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