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Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne

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Guadalupe Zapata
Alison19
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Mensaje por Maga Sáb 9 Feb - 20:03

Saludos chicas, las invito a participar en esta nueva lectura. Iniciamos el lunes 11/02


Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne 2Q==


SINOPSIS 
Lucy Hutton es la asistente de una editora de la vieja escuela, preocupada por la calidad de los títulos que publica. La editora se ve obligada a fusionar su pequeña editorial con una gran editorial comercial, y Lucy se ve obligada a trabajar con Joshua Templeman, el asistente del editor en jefe de la otra editorial, preocupado únicamente por las ventas. Lucy y Joshua se convierten inmediatamente en enemigos, pero del odio al amor ya sabemos que hay sólo un paso…

Además aquí les dejo esta hermosa firma del club, por si desean usarla 


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Código:
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Mensaje por Invitado Sáb 9 Feb - 20:30

se ve interesante!
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Mensaje por yiniva Dom 10 Feb - 0:20

Siiiiiiii, ya estamos de regreso Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne 3750877588
Me uno


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Mensaje por Alison19 Dom 10 Feb - 0:25

Omg, yo quería este


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Mensaje por berny_girl Dom 10 Feb - 10:22

Me uno a esta lectura


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Mensaje por Maga Dom 10 Feb - 15:50

Bienvenidas todas!!!!!!!!


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Mensaje por Maga Lun 11 Feb - 0:02

1
Tengo una teoría. Odiar a una persona se parece de forma inquietante a estar enamorado de ella. He tenido mucho tiempo para comparar el amor y el odio, y éstas son las observaciones que he ido haciendo.
El amor y el odio son viscerales. Ya sólo de pensar en esa persona se te retuerce el estómago. El corazón te palpita con fuerza en el pecho: casi se te ve a través de la carne y la ropa. Pierdes el apetito y el sueño. Cada contacto con esa persona te llena la sangre de un tipo peligroso de adrenalina y te coloca al borde de una reacción radical: luchar o huir. Apenas conservas el dominio sobre tu cuerpo. Te consumes. Tienes miedo.
El amor y el odio son versiones especulares del mismo juego; y tú has de ganar a toda costa. ¿Por qué? Por tu corazón y por tu ego. En serio, sé de lo que hablo.
Es viernes por la tarde. Todavía voy a seguir encadenada a mi escritorio unas horas más. Me gustaría estar confinada en soledad, pero lamentablemente tengo un compañero de celda. Cada tictac de su reloj viene a ser como un dígito en la cuenta atrás, como una muesca raspada en la pared de la celda.
Estamos enzarzados en uno de nuestros juegos pueriles: un juego que no requiere palabras. Como todo lo que hacemos, es terriblemente inmaduro.
Lo primero que hay que saber de mí: me llamo Lucy Hutton. Soy ayudante de dirección de Helene Pascal, la codirectora general de Bexley&Gamin.
En otros tiempos, nuestra pequeña editorial, Gamin Publishing, estaba al borde de la quiebra. Con la crisis económica, la gente no tenía dinero para pagar la hipoteca, y la literatura se había convertido en un producto de lujo. Por toda la ciudad cerraban librerías, como velas apagadas de un soplo. Nosotros nos preparábamos para un cierre prácticamente seguro.
En el último momento, sin embargo, llegamos a un acuerdo con otra editorial en apuros. Gamin Publishing se vio obligada a contraer un matrimonio de compromiso con el tambaleante imperio del mal conocido como Bexley Books, dirigido por el insoportable señor Bexley en persona.
Convencida cada una de las empresas de estar salvando a la otra, ambas recogieron sus bártulos y se trasladaron a su nuevo hogar conyugal. Ninguna de las dos partes estaba contenta, ni mucho menos. Los Bexleys recordaban el viejo futbolín de su comedor con una nostalgia de color sepia. No acababan de creer que los vanos y fantasiosos Gamins hubieran sobrevivido tanto tiempo con su aproximativo cumplimiento de los objetivos de rendimiento y su soñadora idea de la literatura como un arte. Los Bexleys creían que los números eran más importantes que las palabras. Los libros eran «unidades». Hay que vender las unidades previstas. Felicita a tu equipo. Vamos allá.
Los Gamins se estremecían de horror al ver cómo sus bulliciosos hermanastros prácticamente arrancaban las páginas de sus Brontës y sus Austens. ¿Cómo era posible que Bexley hubiera llegado a reunir a tantos tipos encorbatados de ideas clónicas que habrían encajado mejor en contabilidad o en asuntos legales? A los Gamins la idea de los libros como «unidades» les ofendía en lo más profundo. Los libros eran, y serían siempre, algo digno de respeto y dotado de magia.
Al cabo de un año, aún es posible deducir a simple vista la compañía de la que procede un empleado simplemente por su apariencia física. Los Bexleys son geometría pura y dura; los Gamins son trazos suaves y sinuosos. Los Bexleys se mueven como una manada de tiburones, siempre hablando de cifras y acaparando la sala de conferencias para celebrar sus espantosas reuniones de planificación. De maquinación, habría que decir más bien. Los Gamins se acurrucan en sus cubículos, como dulces palomas en un campanario, y examinan manuscritos en busca de la próxima sensación literaria. El aire que los rodea huele a té de jazmín y a papel impreso. Tienen en la pared a Shakespeare, como si fuera un chico de calendario.
El traslado a un nuevo edificio fue algo traumático, especialmente para los Gamins. Basta con tomar un plano de esta ciudad, trazar una línea recta entre los antiguos edificios de las dos empresas y marcar en rojo el punto situado exactamente a medio camino... Ahí es donde estamos. La nueva sede de Bexley & Gamin es una achaparrada mole gris de cemento junto a una importante vía de acceso, abarrotada de tráfico a partir de mediodía. Allí dentro hace un frío ártico por la mañana y un calor asfixiante por la tarde. El edificio, aun así, tiene un punto favorable: un parking subterráneo con algunas plazas libres, normalmente acaparadas por los empleados más madrugadores, o tal vez debería decir por los Bexleys.
 
Antes de la mudanza, Helene Pascal y el señor Bexley recorrieron el edificio y coincidieron, cosa insólita, en una cosa. La planta superior era insultante. ¿Únicamente un despacho ejecutivo? Hacía falta una reforma integral.
Tras una reunión de una hora para aportar ideas —una reunión tan cargada de hostilidad que los ojos de la interiorista brillaban de lágrimas contenidas—, el único término que consensuaron Helene y el señor Bexley para describir el estilo que buscaban fue «reluciente». Ése habría de ser su último acuerdo. La reforma cumplió fielmente el plan de diseño. La décima planta es ahora un cubo de cristal, acero y azulejos negros. Podrías depilarte las cejas usando como espejo cualquiera de las superficies: las paredes, los suelos, el techo. Hasta nuestros escritorios están hechos con enormes láminas de vidrio.
Estoy concentrada en el gran reflejo que tengo frente a mí. Levanto la mano y me miro las uñas. El reflejo sigue mi movimiento. Me paso los dedos por el pelo y me estiro el cuello de la blusa. Me he quedado en trance un momento. Casi se me ha olvidado que estoy jugando a ese jueguecito con Joshua.
Si estoy aquí con un compañero de celda es porque cada general enloquecido por el poder tiene un segundo en el mando para hacerle el trabajo sucio. La posibilidad de compartir un ayudante de dirección no llegó a considerarse nunca, porque habría implicado una concesión por parte de uno de los directores generales. Así pues, nos colocaron frente a las puertas de los dos nuevos despachos de dirección y nos abandonaron aquí, para que nos defendiéramos por nuestra cuenta.
Fue como si me hubieran arrojado a la arena del Coliseo y hubiera descubierto enseguida que no estaba sola.
Levanto otra vez la mano derecha. Mi reflejo me sigue ágilmente. Apoyo la barbilla en la palma de la mano y suelto un profundo suspiro, que enseguida encuentra eco. Arqueo la ceja izquierda, porque sé que él no puede hacerlo, y, como había previsto, su frente se arruga inútilmente. He ganado el juego. La satisfacción no se manifiesta en la expresión de mi rostro. Me mantengo tan apacible e inexpresiva como una muñeca. Permanecemos con la barbilla apoyada en la mano y nos miramos a los ojos.
Nunca estoy sola en esta oficina. Sentado frente a mí está el ayudante de dirección del señor Bexley. Su secuaz, su fiel criado. La segunda cosa y la más esencial que hay que saber de mí es ésta: odio a Joshua Templeman.
Ahora mismo está copiando cada movimiento que hago. Es el Juego del
 
Espejo. A los ojos de un observador superficial, no resultaría tan evidente de entrada: él es sutil como una sombra. Pero para mí está más que claro. Cada uno de mis movimientos encuentra réplica en su lado de la oficina con un ligero retraso. Alzo la barbilla de la mano y me vuelvo hacia mi escritorio; él hace otro tanto con toda fluidez. Tengo veintiocho años, pero da la impresión de que me he caído por una grieta entre el cielo y el infierno y he acabado en el purgatorio. En un jardín de infancia. En un manicomio.
Tecleo mi clave de acceso: ODIO@JOSHU@FOREVER. Mis claves anteriores han sido siempre variaciones de lo mucho que odio a Joshua. Estoy casi segura de que su clave debe de ser ODIO@LUCIND@FOREVER. Suena mi teléfono. Julie Atkins, de derechos de autor, otro de mis tormentos. Me dan ganas de desenchufar el teléfono y tirarlo a un incinerador.
—Hola, ¿qué tal? —Siempre le imprimo una dosis adicional de simpatía a mi voz cuando hablo por teléfono.
Al otro lado de la oficina, Joshua pone los ojos en blanco mientras aporrea el teclado con saña.
—Quiero pedirte un favor, Lucy.
Casi soy capaz de anticipar sus palabras siguientes mientras las va pronunciando.
—Necesito una prórroga para el informe mensual. Me parece que me está entrando migraña. Ya no puedo seguir mirando esta pantalla más tiempo.
Julie es de esas personas insufribles que dicen «migraña», como si se tratara de una dolencia particular suya.
—Claro, entiendo. ¿Cuándo podrás tenerlo terminado?
—Eres un sol. Estará el lunes después del mediodía. Es que necesito llegar un poco más tarde.
Si acepto, el lunes tendré que quedarme hasta última hora para que el informe quede listo para la reunión del martes a las nueve. Ya empieza a ponerse chunga la semana que viene.
—De acuerdo. —Se me encoge el estómago mientras lo digo—. Pero lo más pronto que puedas, por favor.
—Ah, y Brian tampoco puede terminar hoy el suyo. Eres un cielo. Te agradezco tu amabilidad. Justo ahora estábamos comentando que ahí arriba, en la planta ejecutiva, tú eres la mejor: la persona más tratable de todas. Algunos, y no digo nombres, son una verdadera pesadilla.
Sus empalagosas palabras alivian un poco mi rabia.
 
—No tiene importancia. Hablamos el lunes. —Cuelgo el teléfono, y ni siquiera me hace falta mirar a Joshua. Ya sé que está meneando la cabeza.
Al cabo de un rato, le echo un vistazo. Me mira fijamente. Es como si faltaran dos minutos para la entrevista más importante de tu vida y bajaras un momento la vista a tu blusa blanca; tu pluma ha soltado tinta y te ha manchado el bolsillo (¡de color azul pavo real!). Sueltas mentalmente una obscenidad y sientes un espasmo de pánico en el estómago. Eres una idiota, la has pifiado. Bueno, pues ésa es la expresión que tiene Joshua en los ojos cuando me mira.
Ojalá pudiera decir que es feo. Tendría que ser un monstruito bajo y gordo, con el paladar hendido y los ojos llorosos. Un jorobado cojo. Con granos y verrugas. Con los dientes amarillentos y pestazo a cebolla. Pero no. Es más bien lo contrario. Una prueba más de que no hay justicia en este mundo.
Mi correo emite un pitido. Aparto bruscamente los ojos de la no-fealdad de Joshua y veo que Helene me ha pedido las cifras de previsión del presupuesto. Abro el informe del mes pasado como referencia y me pongo manos a la obra.
Dudo que la previsión de este mes vaya a presentar alguna mejora. La industria editorial va cada día más cuesta abajo. He oído resonar varias veces por estos pasillos la palabra «reestructuración», y ya sé cómo acaban estas cosas. Cada vez que salgo del ascensor y veo a Joshua ahí sentado, me pregunto: ¿por qué no me busco otro trabajo?
Yo me he sentido fascinada por las editoriales desde una excursión escolar que hice a los once años y que para mí fue decisiva. Ya entonces era una apasionada devoradora de libros. Mi vida giraba en torno a la visita semanal que hacía a la biblioteca del pueblo. Tomaba prestado el número máximo de títulos permitidos y era capaz de identificar a cada bibliotecario por el ruido de sus pisadas en los pasillos. Hasta esa excursión escolar, yo misma estaba totalmente decidida a convertirme en bibliotecaria. Incluso puse en práctica un sistema de clasificación para mi colección personal. En fin, era lo que se dice un ratón de biblioteca, una friki de los libros.
Antes de nuestra visita a la editorial, nunca me había parado a pensar en cómo llega a existir un libro. Para mí, fue una revelación. ¿Así que podías cobrar un sueldo por buscar autores, por leer libros y, en definitiva, por crearlos?
¿Libros con cubiertas nuevecitas, con las páginas perfectas, sin doblar y sin anotaciones a lápiz? Me quedé pasmada. A mí me encantaban los libros nuevos. Eran los que más me gustaba llevarme de la biblioteca. Al volver a casa, les dije a mis padres: «Cuando sea mayor, trabajaré en una editorial».
 
Es fantástico que esté cumpliendo un sueño infantil. Pero ahora mismo, si he de ser sincera, la principal razón de que no me busque otro trabajo es sencillamente ésta: no puedo permitir que Joshua acabe ganando.
Mientras trabajo, lo único que oigo son sus pulsaciones de ametralladora sobre el teclado y el zumbido del aire acondicionado. De vez en cuando, coge la calculadora e introduce unas cifras. Me atrevo a apostar a que el señor Bexley también le ha ordenado que saque la previsión del presupuesto. Así, los dos codirectores generales podrán marchar hacia la batalla armados con cifras que quizá no coincidan. El combustible ideal para avivar las llamas de su odio.
—Disculpa, Joshua.
Él no me hace ni caso durante un minuto entero. Sus pulsaciones se intensifican. Beethoven al piano no le llega a la suela del zapato.
—¿Qué hay, Lucinda?
Ni siquiera mis padres me llaman Lucinda. Aprieto la mandíbula, pero enseguida relajo los músculos con sentimiento de culpa. Mi dentista me ha suplicado que haga un esfuerzo para evitar estas tensiones tan dañinas.
—¿Estás trabajando en la previsión presupuestaria del próximo trimestre? Él levanta las dos manos del teclado y me mira fijamente.
—No.
Yo suelto la mitad del aire de mis pulmones y me vuelvo otra vez hacia mi escritorio.
—Ya la he terminado hace dos horas —dice, poniéndose a teclear de nuevo. Miro fijamente mi hoja de cálculo y cuento hasta diez.
Los dos trabajamos deprisa y tenemos fama de resolutivos... Es decir, somos el tipo de empleado que termina las tareas pesadas y desagradables que los demás evitan a toda costa.
Yo prefiero sentarme con la gente y hablar las cosas cara a cara. Joshua, en cambio, funciona estrictamente por email. Al pie de sus mensajes siempre pone:
«Sdos., J.». ¿Acaso se moriría por escribir «Saludos, Joshua»? Demasiadas pulsaciones, por lo visto. Seguro que ya tiene calculados cuántos minutos al año ahorra a B&G con esa fórmula.
Estamos al mismo nivel, pero somos como la noche y el día. Yo me esfuerzo por tener un aspecto corporativo, pero todo lo que llevo está ligeramente fuera de lugar en B&G. Soy una Gamin hasta la médula. Mi pintalabios es demasiado rojo; mi pelo, demasiado rebelde. Mis zapatos resuenan excesivamente en las baldosas del suelo. No me decido a utilizar mi tarjeta de
 
crédito para comprarme un traje de chaqueta negro. Nunca tuve que llevar uno cuando estaba en Gamin, y me niego en redondo a asimilarme a los Bexleys. Mi vestuario se compone de prendas de punto con un toque retro. Como una especie de bibliotecaria elegante y chic; o eso espero.
Tardo cuarenta y cinco minutos en terminar la previsión presupuestaria. Trabajo contra reloj, aunque los números no sean mi fuerte, porque me imagino que Joshua ha tardado una hora. Incluso dentro de mi cabeza compito con él.
—¡Gracias, Lucy! —Oigo que me dice Helene, desde el otro lado de la puerta del despacho, cuando le mando el documento.
Vuelvo a revisar el buzón de mi correo. Lo tengo todo al día. Echo un vistazo al reloj. Las 15.15. Reviso mi pintalabios en el reflejo de los azulejos que hay junto a la pantalla del ordenador. Le echo un vistazo a Joshua, que me mira con expresión ceñuda y desdeñosa. Le sostengo la mirada. Ahora estamos jugando al Juego de las Miradas.
Debería aclarar que el objetivo último de nuestros juegos es conseguir que el otro sonría, o se eche a llorar. O algo parecido. Lo sabré con certeza cuando haya ganado.
Cuando conocí a Joshua, cometí un grave error: le sonreí. Le dediqué mi sonrisa más radiante, con todos los dientes y con los ojos centelleando de estúpido optimismo, convencida como estaba de que la fusión empresarial no iba a ser lo peor que me ha ocurrido en la vida. Él me escrutó de arriba abajo, de la coronilla a la suela de los zapatos. Yo sólo mido uno cincuenta y dos, o sea, que no tardó demasiado. Luego desvió la mirada hacia la ventana. No me sonrió; y yo tengo la sensación de que ha llevado guardada mi sonrisa en el bolsillo de la pechera desde ese día fatídico. Me saca un punto de ventaja. Tras ese comienzo poco afortunado, nos bastaron unas semanas para sucumbir a nuestra mutua hostilidad. Como cuando van cayendo gotas en la bañera y, al final, acaba rebosando.
Bostezo tapándome con la mano y miro el bolsillo de la pechera de Joshua, situado sobre su pectoral izquierdo. Cada día lleva una camisa de vestir idéntica, en distintos colores. Blanco, blanco crudo, crema, amarillo claro, mostaza, azul celeste, azul turquesa, gris perla, azul marino y negro. Las lleva siempre en esta secuencia invariable.
Dicho sea de paso, la que más me gusta es la azul turquesa, y la que menos, la de color mostaza, que es la que lleva ahora. Todas las camisas le sientan bien. Todos los colores le favorecen. Si yo llevara una blusa de color mostaza, tendría
 
aspecto de cadáver. Él, en cambio, ahí está: tan bronceado y saludable como siempre.
—Hoy, mostaza —comento en voz alta. ¿Por qué me empeñaré en buscarle las cosquillas?—. Estoy deseando que llegue el azul celeste del lunes.
Me dirige una mirada engreída e irritada.
—Te fijas mucho en mí, Fresita. Pero te recuerdo que los comentarios sobre apariencia física van contra las normas del Departamento de Recursos Humanos de B&G.
Ah, el Juego de RR. HH. Hacía mucho tiempo que no jugábamos a eso.
—Deja de llamarme así o informaré a Recursos Humanos.
Cada uno lleva un registro de agravios del otro. Deduzco que él lo lleva, porque parece recordar todas mis transgresiones. El mío es un documento protegido con clave que tengo oculto en el disco duro y que recoge puntualmente todos los malos rollos que ha habido entre nosotros. Los dos nos hemos quejado a RR. HH. cuatro veces a lo largo del pasado año.
Él ha recibido una advertencia, de palabra y por escrito, acerca del apodo que me ha puesto. Yo he recibido dos advertencias; una de ellas por agresión verbal y por una travesura que se me fue de las manos y de la que no me siento orgullosa.
Ahora no acierta a encontrar una respuesta y ambos volvemos a mirarnos fijamente en silencio.
 
Estoy deseando que las camisas de Joshua se oscurezcan. Hoy toca azul marino; luego viene el negro. El Maravilloso Día de Cobro Negro.
Mis finanzas son de un color similar. Estoy a punto de hacer a pie un trayecto de veinticinco minutos desde B&G para recoger mi coche en el taller de Jerry, el mecánico, y fundir mi tarjeta de crédito casi hasta el límite. Mañana es día de cobro; entonces abonaré todo el saldo de la tarjeta...
Por desgracia, el coche sigue rezumando un líquido aceitoso durante todo el fin de semana, cosa que yo sólo advierto cuando las camisas de Joshua vuelven a ser tan blancas como el lomo de un unicornio. Llamo a Jerry. Le llevo otra vez el coche y subsisto con un presupuesto espartano. Las camisas se oscurecen de nuevo. Tengo que hacer algo con ese coche.
 
Ahora mismo, Joshua está apoyado en la entrada del despacho del señor Bexley. Su cuerpo ocupa la mayor parte del umbral. Lo sé porque estoy espiándole en el reflejo de la pared que hay junto a mi pantalla. Oigo una risa ronca, nada que ver con los rebuznos de asno del señor Bexley. Me paso las palmas por los brazos, alisando los pelillos. No voy a volverme para mirar directamente, porque me pillará in fraganti. Siempre me pilla. Y entonces me ganaré una mirada ceñuda.
El reloj se arrastra lentamente hacia las 17.00. Veo por los ventanales las nubes grisáceas. Helene se ha marchado hace una hora: una de las ventajas de ser codirectora general consiste en trabajar las mismas horas que un colegial y en delegar todas las tareas en mí. El señor Bexley pasa más horas en su oficina porque su silla es extremadamente cómoda y, cuando el sol de la tarde entra por la ventana, suele dar una cabezada.
No pretendo dar a entender que Joshua y yo llevamos todo el peso de la planta superior, aunque a veces lo parece, la verdad. Los equipos de finanzas y ventas informan a Joshua directamente y él filtra esa enorme cantidad de datos, la convierte en un informe minúsculo y luego se ocupa de administrárselo a cucharadas a un señor Bexley que no deja de revolverse y protestar, con toda la cara roja.
A mí me informan el equipo editorial, el administrativo y el de marketing, y yo condenso sus informes mensuales en uno solo para Helene... Y supongo que también se lo sirvo a cucharaditas. Se lo encuaderno con espiral para que pueda leerlo en la cinta del gimnasio. Y utilizo su tipo de letra preferido.
Cada día en esta oficina es un desafío, un privilegio, un sacrificio y una frustración. Pero cuando pienso en todos los pasos que he ido dando para alcanzar este puesto, empezando desde los once años, vuelvo a ver las cosas en perspectiva. Recuerdo lo que me ha costado. Y me siento dispuesta a soportar a Joshua un poco más de tiempo.
Yo suelo llevar pasteles caseros a mis reuniones con los jefes de departamento, y todos me adoran. Dicen que «valgo mi peso en oro». Joshua lleva a sus reuniones malas noticias, y su peso suele medirse con otras sustancias menos nobles.
El señor Bexley pasa junto a mi mesa, maletín en mano. Supongo que debe de comprar la ropa en la tienda de tallas grandes y pequeñas de Humpty Dumpty1. ¿Cómo encuentra, si no, unos trajes tan cortos y tan anchos? Está medio calvo, tiene manchas de vejez y es asquerosamente rico. Su abuelo fundó
 
Bexley Books. Una de las cosas que más le gustan es recordarle a Helene que ella simplemente fue contratada para ocupar su puesto (no lo heredó, como él). Es un viejo degenerado, tanto según Helene como según mis propias observaciones.
Me obligo a sonreírle. Su nombre de pila es Richard, pero yo lo llamo para mis adentros Fat Little Dick.2
—Buenas noches, señor Bexley.
—Buenas noches, Lucy. —Se detiene junto a mi mesa para mirar desde lo alto la pechera de mi blusa de seda roja.
—Espero que Joshua le haya dado el ejemplar de The Glass Darkly que he recogido para usted. El primero.
Fat Little Dick tiene una estantería enorme con todas y cada una de las novedades de B&G. Cada libro es el primero que llega de la imprenta. Es una tradición que inició su abuelo. A él le gusta alardear de esa colección ante las visitas, aunque una vez eché un vistazo a los anaqueles y vi que los lomos no tenían una sola grieta: estaban intactos.
—Ah, lo ha recogido, ¿eh? —El señor Bexley se vuelve para mirar a Joshua
—. No me ha dicho usted nada, doctor Josh.
Seguramente Fat Little Dick lo llama así, «doctor Josh», por su frialdad clínica. Una vez oí comentar que, cuando las cosas se pusieron realmente feas en Bexley Books, Joshua planeó y dirigió la extirpación quirúrgica de un tercio de la plantilla. No sé cómo se las arregla para dormir por las noches.
—Con tal de que lo acabe recibiendo, no importa —responde Joshua sin alterarse, y Bexley recuerda entonces que el jefe, en realidad, es él.
—Sí, claro —resopla mientras vuelve a bajar los ojos hacia mi blusa—.
Buen trabajo, pareja.
Cuando se mete en el ascensor, examino mi blusa. Tengo todos los botones abrochados. ¿Qué demonios verá? Levanto la vista hacia los azulejos de espejo del techo y apenas distingo un diminuto triángulo de escote, velado por las sombras.
—Si te abotonas más, no te veremos la cara —dice Joshua, mirando su pantalla, mientras finaliza la sesión.
—Quizá podrías decirle a tu jefe que me mire a la cara de vez en cuando.
—Yo también apago el ordenador.
—Seguramente trata de verte los circuitos de la placa base. O se pregunta con qué combustible funcionas.
 
Me encojo de hombros, ya con el abrigo puesto.
—Mi combustible es el odio que me provocas.
Josh tuerce la boca un instante; esta vez casi lo he pillado. Observo cómo se rehace y adopta una expresión neutral.
—Si tanto te molesta, deberías decírselo tú. Defenderte por ti misma. Bueno, ¿y cuál es el plan esta noche?, ¿pintarte las uñas desesperadamente sola?
¿Habrá acertado por chiripa?
—Sí. ¿Y tú, qué? ¿La pasarás masturbándote y llorando en la almohada, doctor Josh?
Él mira el botón superior de mi blusa.
—Sí, exacto. Y no me llames así. Me trago una risotada.
Nos empujamos sin la menor simpatía al subir al ascensor. Él pulsa el botón del sótano; yo, el de la planta baja.
—¿Vas en autostop?
—Tengo el coche en el taller.
Me pongo los zapatos planos y guardo los de tacón en el bolso. Ahora aún se me ve más baja. En el reflejo deslustrado de las puertas del ascensor, observo que apenas le llego a la mitad del bíceps. Parezco un chihuahua al lado de un gran danés.
Las puertas del ascensor se abren en el vestíbulo del edificio. En el exterior de B&G hay una neblina azulada, llueve ligeramente y hace un frío de cámara frigorífica; y, además, acechan montones de violadores y asesinos. Una triste hoja de periódico pasa volando por la calle justo en ese momento.
Él sujeta la puerta del ascensor con una mano enorme y se asoma para echar un vistazo fuera. Luego vuelve esos ojos de color azul oscuro hacia los míos y frunce la frente. Una burbuja conocida se perfila en mi mente: «Ojalá fuese mi amigo». Me apresuro a pincharla con una aguja.
—Te llevo en mi coche —balbucea.
—Uy, ni hablar —contesto por encima del hombro, y me alejo corriendo.


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Mensaje por yiniva Lun 11 Feb - 14:22

Gracias, los dos se pican la cresta y ya sabemos que del odio al amor...


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Mensaje por Guadalupe Zapata Mar 12 Feb - 12:13

Cómo me alegra que éste haya sido el libro elegido. Ojalá os guste. Procuraré releer con vosotras.
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Mensaje por Maga Mar 12 Feb - 17:00

2
 
Es miércoles, camisa crema. Joshua se ha ido a un almuerzo. Últimamente me ha hecho varios comentarios sobre mis gustos y mis costumbres. Unos comentarios tan certeros que estoy casi segura de que ha estado fisgoneando entre mis cosas. El conocimiento es poder, y yo no tengo demasiado.
Primero llevo a cabo un examen forense de mi escritorio. Tanto Helene como el señor Bexley desprecian los calendarios informáticos, así que hemos de llevar sendas agendas de papel como si fuéramos pasantes de una novela de Dickens. En la mía, sólo figuran las citas de Helene. Yo bloqueo obsesivamente mi ordenador hasta para ir a la impresora. ¿Dejar el ordenador desbloqueado a merced de Joshua? Sería como pasarle los códigos nucleares.
En Gamin Publishing, mi escritorio era una fortaleza construida a base de libros. Los bolígrafos los guardaba en los huecos entre los lomos. Cuando estaba instalándome en la nueva oficina, vi lo impoluto que mantenía Joshua su escritorio y me sentí terriblemente infantil. Volví a llevarme a casa mi calendario con la frase del día y mis figuritas de los pitufos.
Antes de la fusión, yo tenía una amiga íntima en el trabajo. Val Stone se llamaba. Val y yo nos sentábamos en los gastados sofás de cuero de la sala de personal y nos entregábamos a nuestro juego favorito: pintarrajear sistemáticamente las fotos de la gente guapa de las revistas. Yo le ponía un bigote a Naomi Campbell, Val le borraba un diente con tinta negra, y al final la cara de la modelo se convertía en un verdadero engendro cubierto de cicatrices, con un ojo tapado por un parche y otro inyectado en sangre, e incluso con unos cuernos diabólicos. Cuando la foto estaba totalmente arruinada y empezábamos a aburrirnos, pasábamos a la siguiente.
Val fue una de las empleadas que despidieron y se enfureció conmigo porque no la había avisado de ningún modo. Tampoco es que hubiera podido hacerlo, aun en el caso de haberlo sabido. Pero ella no me creyó. Me vuelvo lentamente, y mi reflejo gira simultáneamente en veinte superficies distintas. Me veo reproducida en todos los tamaños: como una figurita de caja de música y
 
como un monstruo de pantalla panorámica. Mi falda de color rojo cereza revolotea suavemente; doy otra vuelta sobre mí misma por simple capricho, tratando de sacudirme la desagradable sensación que me entra siempre que pienso en Val.
Bueno, mi auditoría confirma que hay un bolígrafo rojo, uno negro y uno azul en mi mesa. Pósits de color rosa. Un pintalabios. Una caja de pañuelos para limpiarme el pintalabios y las lágrimas de frustración. Mi agenda. Nada más.
Ejecuto unos pasos arrastrados de claqué por la superautopista de mármol. Ahora estoy en Territorio Joshua. Me siento en su silla y lo examino todo con sus ojos. Tiene la silla tan alta que no toco el suelo con la punta de los pies. Meneo el trasero un poco más a fondo en el asiento de cuero. Una sensación totalmente obscena. Mantengo todo el rato un ojo fijo en el ascensor y con el otro examino su escritorio buscando pistas.
El suyo es una versión masculina del mío. Pósits azules. Un lápiz bien afilado junto a tres bolígrafos. Una lata de pastillas de menta, en vez del pintalabios. Le robo una y la guardo en el diminuto bolsillo de la falda. Me imagino a mí misma en la sección de laxantes de una farmacia buscando una pastillita similar y no puedo evitar una risita. Sacudo el cajón del escritorio. Cerrado con llave. El ordenador igual: bloqueado con una clave. Esto es Fort Knox. Muy listo, Templeman. Hago unos cuantos intentos con la clave de acceso. En vano. Desde luego no es ODIO@LUCIND@FOREVER. A lo mejor no me odia tanto.
No tiene en el escritorio la típica fotografía enmarcada con su pareja o un ser querido. Ni sonrisas a la cámara, ni perro dando alegres saltos ni recuerdo de una playa idílica. Dudo mucho que quiera a nadie lo suficiente para tenerlo en un retrato. Durante una de sus exaltadas diatribas en una reunión de ventas, Fat Little Dick le soltó con tono sarcástico: «Tenemos que buscarle una novia, doctor Josh».
Joshua respondió: «Tiene razón, jefe. Ya he visto en otras personas los estragos de una sequía demasiado prolongada». Y mientras lo decía, me miraba a mí. Recuerdo perfectamente la fecha. La consigné en mi registro de agravios para RR. HH.
Noto un leve hormigueo en mis narinas. ¿La colonia de Joshua? ¿Las feromonas que segrega por los poros? ¡Qué asco! Abro su agenda y observo una cosa: unos códigos a lápiz que recorren de arriba abajo las columnas de cada día.
 
Sintiéndome como en una película de James Bond, alzo mi teléfono móvil y consigo sacar una foto.
Una sola, porque en ese momento oigo los cables en el hueco del ascensor y me levanto de un salto. Me sitúo rápidamente al otro lado de su escritorio y acierto a cerrar la agenda de golpe antes de que se abran las puertas del ascensor y aparezca Joshua. Veo de reojo que su silla aún gira lentamente.
Pillada in fraganti.
—¿Qué estás haciendo?
El móvil ya lo tengo a buen recaudo en el elástico de las bragas. Nota mental: desinfectar el teléfono.
—Nada. —Hay un temblor en mi voz que me condena en el acto—. Estaba mirando si va a llover esta tarde. Y he chocado con tu silla. Perdona.
Él avanza como un Drácula flotante. Su aire amenazador, sin embargo, se ve arruinado por la bolsa de una tienda de deportes que lleva en la mano y que va crujiendo contra su pierna. A juzgar por la forma, contiene una caja de zapatos.
Me imagino al pobre dependiente que ha tenido que ayudarle a escoger calzado: «Necesito unos zapatos adecuados para acabar con los objetivos que asesino por encargo en mis horas libres. Deben tener la mejor relación calidad- precio posible. Mi número es el cuarenta y dos».
Antes que nada, examina su escritorio: la pantalla del ordenador y su inocuo cuadro de acceso; la agenda cerrada. Suelto el aire disimuladamente con un suspiro controlado. Joshua deja la bolsa en el suelo y se me acerca tanto que sus mocasines de cuero rozan la punta de mis zapatos de charol.
—¿Por qué no me explicas qué estabas haciendo exactamente junto a mi escritorio?
Nunca hemos jugado al Juego de las Miradas a tan escasa distancia. Me siento como una mocosa de metro cincuenta y dos. Ésa es la cruz que he llevado a cuestas toda mi vida. Mi corta estatura es un tema de conversación mortificante. Joshua mide al menos uno noventa. Un metro noventa. Quizá más. Un gigante. Y está hecho de materiales resistentes, además.
Animosamente, le sostengo la mirada. Yo puedo estar donde me plazca en esta oficina. Que le den. Como un animal amenazado que intenta parecer más grande, pongo los brazos en jarras y adopto una expresión desafiante.
No es feo, la verdad, ya lo he dicho antes, pero siempre me cuesta describirlo. Hace un tiempo, mientras cenaba sentada en el sofá, vi en la tele una
 
noticia sobre un viejo cómic de Superman que había alcanzado un precio récord en una subasta. Una mano con guante blanco iba pasando las páginas, y aquellos anticuados dibujos de Clark Kent me recordaron a Joshua.
Como en el caso de Clark Kent, la estatura y la complexión de Joshua quedan ocultas bajo unas ropas pensadas para disimular y pasar desapercibido entre la gente. Nadie en el Daily Planet sabe nada acerca de Clark. Bajo esas camisas tan formales, Joshua podría tener un físico anodino o estar tan cuadrado como Superman. Quién sabe. Es un misterio.
No tiene el rizo en la frente ni las gafitas de pasta negra, pero sí la mandíbula recia y viril, y también la boca bonita y enfurruñada. Yo siempre había pensado que su pelo era negro, pero ahora que lo veo de cerca observo que es castaño oscuro. No se lo peina con tanta pulcritud como Clark. Y no hay duda: tiene los ojos del color de la tinta azul y una mirada láser, y probablemente otros superpoderes.
Pero Clark Kent es un encanto, un chico torpe y blando, y Joshua, en cambio, no se distingue por sus suaves modales. Él es un cínico y sarcástico bizarro, el doble imperfecto de Clark Kent (y de Superman) que aterroriza a todo el mundo en la redacción y atormenta a la pobre Lois Lane hasta hacerla llorar por las noches sobre la almohada.
A mí no me gustan los tipos grandotes. Son como caballos. Podrían pisotearte si te cayeras al suelo. Ahora está haciendo una auditoría de mi apariencia, con los ojos entornados. Yo hago igual. Me gustaría saber qué aspecto tiene mi coronilla. Seguro que él sólo fornica con amazonas. Nuestras miradas chocan frontalmente. Es posible que lo de comparar sus ojos con una mancha de tinta haya sido excesivo. Pero la verdad es que estos ojos son un derroche en un tipo como él.
Para no morir de asfixia, inspiro de mala gana una bocanada de aire con aroma a cedro y pino. Huele como un lápiz recién afilado. Como un árbol de Navidad en una habitación fría y oscura. Aunque empiezo a sentir calambres en los tendones del cuello, no me permito por nada del mundo bajar la mirada. Si lo hiciera, tal vez le miraría la boca, pero ya la veo lo suficiente cuando se pone a lanzarme insultos desde el otro lado de la oficina. ¿Por qué habría de querer verla más de cerca?
Suena la campanilla de las puertas del ascensor, como atendiendo a mis plegarias, y entra Andy, el mensajero.
Andy tiene toda la pinta de un extra de película que luego, en los créditos,
 
aparece simplemente como «Mensajero». Curtido, cuarentón, ataviado con un uniforme amarillo fosforito. Las gafas de sol las lleva sobre la cabeza como una diadema. Igual que la mayoría de los mensajeros, ameniza su jornada coqueteando con todos los miembros del sexo femenino por debajo de los sesenta con los que se tropieza.
—¡Ay, la preciosa Luce! —Lo suelta con tal entusiasmo que oigo a Fat Little Dick despertar con un resoplido en su oficina.
—¡Andy! —digo, escabulléndome hacia mi mesa.
Sería capaz de darle un abrazo por interrumpir lo que ya empezaba a ser un juego nuevo un tanto extraño. Trae un paquetito en la mano, no más grande que un cubo de Rubik. Tiene que ser mi pitufina de 1984 con uniforme de béisbol. Una pieza superrara, una verdadera monada. Siempre he deseado tenerla y he seguido con ansia su trayecto a través del número de pedido.
—Ya sé que prefieres que te avise desde el vestíbulo cuando llegan tus pitufos, pero nadie respondía.
He desviado mi línea fija al teléfono móvil, que ahora mismo se encuentra situado junto a mi cadera, bajo el elástico de las bragas. Así que el hormigueo que sentía era eso. Uf, qué alivio. Ya creía que tenía que hacerme revisar la azotea.
—¿Pitufos? —Joshua nos mira con los ojos entornados, como si hubiéramos perdido la chaveta.
—Bueno, seguro que tienes mucho trabajo, Andy. No te entretengo más. — Me apresuro a coger el paquetito, pero ya es demasiado tarde.
—Es la pasión de su vida. Se muere por los pitufos. Son esos pequeños personajes azules. Como así de grandes. Con un gorro blanco. —Andy separa un centímetro el índice y el pulgar.
—Ya sé lo que son los pitufos —dice Joshua irritado.
—No es que me muera por ellos, qué exagerado. —El tono de mi voz delata que estoy mintiendo.
A Joshua le entra una tos repentina que suena sospechosamente como una risita.
—Pitufos, ¿eh? Así que eso es lo que contienen esas cajitas. Yo creía que estabas comprando tus diminutas prendas online. ¿Te parece apropiado hacer que te entreguen cosas personales en tu lugar de trabajo, Lucinda?
—Tiene un armario lleno de esos muñequitos. Incluso tiene... ¿Cómo era?
¿Un pitufo de Thomas Edison? Es una pieza única, Josh. Se la regalaron sus
 
padres cuando se graduó en secundaria. —Andy continúa humillándome alegremente.
—¡Silencio, Andy! ¿Tú cómo estás? ¿Todo bien? —Con mano sudorosa, firmo conforme he recibido el paquete en su dispositivo portátil. Será bocazas.
—¿Te compraron un pitufo al graduarte? —Joshua se sienta, como desplomándose, y me estudia con cínico interés. Espero no haber calentado el cuero de la silla.
—Sí, bueno, seguro que a ti te compraron un coche o algo así. —Me siento horriblemente mortificada.
—Todo bien, cielo —me informa Andy mientras vuelve a coger el chisme, pulsa unos botones y se lo guarda en el bolsillo.
Ahora que la parte administrativa de su misión ha finalizado, esboza una sonrisita seductora.
—Y mejor todavía después de verte. Te lo aseguro, amigo mío —añade, mirando a Joshua—, si yo tuviera sentada delante a esta despampanante criatura, no podría dar ni golpe.
Andy mete los pulgares en los bolsillos y me sonríe. No quiero herir sus sentimientos, así que pongo los ojos en blanco con expresión simpática.
—Sí, es una lucha —dice Joshua con sarcasmo—. Tú tienes la suerte de poder largarte.
—Debe tener el corazón de piedra —me dice Andy.
—Sin duda. Si consigo noquearlo y meterlo en un cajón, ¿podrías mandarlo a algún país remoto? —Me inclino sobre mi mesa y examino el paquetito.
—Las tarifas internacionales han subido —me advierte Andy. Joshua menea la cabeza, con aire aburrido, y empieza a introducir la clave en su ordenador.
—Tengo mis ahorrillos. Y seguro que a Joshua le encantarían unas vacaciones de aventura en Zimbabue.
—Tú tienes una vena malvada, ¿eh? —dice Andy.
Suena un pitido en su bolsillo y empieza a rebuscar mientras camina hacia el ascensor.
—Bueno, preciosa. Ha sido un placer, como siempre. Nos veremos pronto, seguro. Después de la próxima subasta online.
—Adiós, Andy. —En cuanto ha desaparecido en el ascensor, me vuelvo hacia mi escritorio, adoptando automáticamente una expresión neutra.
—Absolutamente patético.
 
Suelto un pitido de advertencia, como el de los programas de preguntas y respuestas.
—¿De qué hablas, Joshua Templeman?
—De Lucinda coqueteando con los mensajeros. Patético.
Ya está aporreando el tecleado. No cabe duda de que domina la mecanografía al tacto. Paso junto a su escritorio y me siento gratificada al ver que está pulsando repetidamente la tecla de retroceso.
—Soy amable con él.
—¿Tú?, ¿amable?
Me sorprende lo dolida que me siento.
—Soy una persona encantadora. Pregúntale a cualquiera.
—Vale. A ver, Josh, ¿a ti te parece encantadora? —se pregunta a sí mismo
—. Hmmm..., déjame pensar.
Coge su lata de pastillas de menta, abre la tapa, las examina, vuelve a cerrarla y levanta la vista hacia mí. Yo abro la boca y saco la lengua como un enfermo mental ante la ventanilla de la medicación.
—Bueno, tiene algunas cosas encantadoras, supongo.
Alzo el dedo en señal de advertencia y pronuncio secamente las palabras:
—Recursos Humanos.
Él se endereza en la silla, pero la comisura de sus labios se mueve ligeramente. Ojalá pudiera estirárselos con los pulgares hasta arrancarle una enorme sonrisa de perturbado. Mientras la policía me sacara esposada de la oficina, yo gritaría: «¡Sonríe de una vez, maldito!».
Hemos de ponernos a la par, porque esto no es justo. Él tiene una de mis sonrisas, y, además, me ha visto sonreír a infinidad de personas. En cambio, yo nunca le he visto sonreír ni he podido verle más que una cara inexpresiva, aburrida, malhumorada, suspicaz, vigilante y resentida. A veces, después de una de nuestras discusiones, tiene otra expresión en la cara. Su expresión de asesino en serie.
Regreso a la fila central de las baldosas y noto que él vuelve la cabeza.
—No es que me importe tu opinión, pero yo soy muy apreciada aquí. Todo el mundo está entusiasmado con mi club de lectura. Que tú ya dejaste claro que consideras insulso, pero que servirá para fomentar el espíritu de equipo. Lo cual tiene mucha importancia en el lugar donde trabajamos.
—Eres una auténtica líder.
—Me encargo de las donaciones a las bibliotecas. Organizo la fiesta de
 
Navidad. Dejo que los becarios observen cómo trabajo. —Voy contando con los dedos a medida que repaso mis méritos.
—No estás haciendo demasiado para convencerme de que no te importa mi opinión. —Se echa más hacia atrás en la silla, entrelazando los dedos relajadamente sobre el abdomen. El botón junto a su pulgar está medio suelto. Algo en mi expresión le impulsa a bajar la mirada y a abrochárselo bien.
—Lo que tú pienses me tiene sin cuidado. Pero quiero caerle bien a la gente normal.
—Conseguir que la gente te adore es toda una adicción para ti. —Lo dice de un modo que me provoca náuseas.
—Bueno, ya me disculparás por hacer lo posible para mantener una buena reputación. Por intentar ser positiva. A ti lo que te provoca adicción es que te odien. Fíjate si nos parecemos.
Me siento y sacudo el ratón del ordenador unas diez veces con todas mis fuerzas. Sus palabras me hieren en lo más vivo. Joshua es como un espejo que me muestra las peores partes de mí misma. Es como volver al colegio otra vez: la diminuta Lucy, la renacuaja del grupo, explotando su patético atractivo para evitar que la pisotearan los mayores. Yo siempre he sido la mascota, el amuleto de la suerte, la enana a la que empujaban en el columpio o llevaban en carretilla. Siempre mimada y consentida. Quizá sí es cierto que soy un poco patética.
—Alguna vez deberías intentar que no te importara una mierda la opinión de los demás. Es una sensación liberadora, te lo aseguro. —Sus labios se tensan, y una extraña sombra cruza su rostro. Es sólo un instante, enseguida desaparece.
—No te he pedido consejo, Joshua. Lo que me da rabia es que siempre acabas arrastrándome y haciendo que me rebaje a tu nivel.
—¿Y a qué nivel crees que te arrastro exactamente? —Su voz adopta un dejo aterciopelado. Se muerde el labio inferior—. ¿Al nivel horizontal tal vez?
Mentalmente, pulso «Intro» en mi registro de agravios y empiezo a redactar otra línea para Recursos Humanos.
—Eres repugnante. Vete a la mierda. —Creo que voy a darme el gusto de bajar al sótano a pegar un grito.
—Ahí está. Conmigo no tienes problema para mandarme a la mierda. Ya es un comienzo. Te sienta bien. Ahora inténtalo con otros. Ni siquiera te das cuenta de cómo abusa la gente de ti. ¿Cómo pretendes que te tomen en serio? Deja de conceder prórrogas cada mes a las mismas personas.
—No sé a qué te refieres.
 
—A Julie.
—No es cada mes.
Lo odio. Porque tiene razón.
—Ya lo creo, cada mes. Y tú tienes que partirte el lomo trabajando hasta las tantas para cumplir tu propio plazo de entrega. ¿Alguna vez me has visto a mí hacer eso? No. Esos gilipollas de abajo siempre me entregan el informe a tiempo.
Recurro a una frase del libro de autoayuda sobre reafirmación personal que tengo en la mesita de noche.
—No quiero continuar esta conversación.
—Te estoy dando un buen consejo; deberías aceptarlo. Y deja ya de recogerle a Helene la ropa de la tintorería. Esa tarea no te corresponde a ti.
—Voy a poner fin a esta conversación. —Me levanto. Quizá salga a dar una vuelta para desahogarme.
—Y al mensajero, por Dios, déjalo tranquilo. El pobre tipo cree que coqueteas con él.
—Eso es lo que dice la gente de ti. —Es una réplica desafortunada, pero me ha salido automáticamente, sin pensarlo. Trato de rebobinar la escena. No funciona.
—¿Crees que es eso lo que hacemos tú y yo? ¿Coquetear?
Se arrellana en la silla de una forma que a mí nunca me sale. El respaldo de la mía no se mueve cuando intento reclinarme. Sólo consigo rodar hacia atrás y chocar con la pared.
—Mira, Fresita. Si estuviéramos coqueteando, te habrías dado cuenta. Nuestros ojos se encuentran y siento un vuelco extraño en mi estómago.
Esta conversación está tomando un giro peligroso.
—¿Quizá porque estaría traumatizada?
—Porque te dedicarías a recordarlo más tarde, cuando estuvieras en la cama.
—Así que has estado imaginándote mi cama, ¿no? —acierto a replicar.
Él pestañea. Una extraña expresión se extiende por su rostro. Como si supiera algo que yo no sé. Una expresión engreída y masculina que me provoca una oleada de odio.
—Apuesto a que es una cama muy pequeña.
Casi echo fuego por la boca. Me entran ganas de rodear su escritorio, apartarle los pies y plantarme entre sus piernas separadas. Así colocada, pondría
 
la rodilla en el reducido triángulo del asiento justo por debajo de su ingle, me subiría encima y le haría gemir de dolor.
Le aflojaría la corbata y le desabotonaría el cuello de la camisa. Rodearía con las manos su recio cuello bronceado y apretaría con todas mis fuerzas. Sentiría su piel caliente bajo mis dedos, su cuerpo forcejando, y el aroma a cedro y pino entre ambos, abrasándome las narinas como un humo fragante.
—¿Qué te estás imaginando? Tienes una expresión obscena.
—Que te estrangulo. Con las manos desnudas. —Apenas consigo articular las palabras. Me sale una voz más ronca que la de una operadora de línea sexual después de un doble turno.
—Así que es eso lo que te pone. —Sus ojos empiezan a oscurecerse.
—Sólo cuando se trata de ti.
Mientras sus ojos se vuelven completamente negros, alza las cejas y abre mucho la boca, pero no consigue decir palabra.
Qué maravilla.
 
Es un día de camisa azul celeste cuando recuerdo la foto que saqué de su agenda. Después de leer el Informe trimestral de previsión editorial y de hacerle un resumen a Helene, envío la fotografía desde el móvil a mi ordenador. Enseguida echo un vistazo alrededor como si fuera una criminal.
Joshua se ha pasado la mañana en el despacho de Fat Little Dick, y las horas han transcurrido de un modo lento y extraño. Esto se queda muy tranquilo sin alguien a quien odiar.
Pulso «Imprimir», cierro el ordenador y cruzo el pasillo con un repiqueteo de tacones. Saco dos fotocopias sucesivas de la hoja impresa para oscurecer la imagen y hacer más visibles las líneas a lápiz. Huelga decir que trituro todas las pruebas desechables. Ojalá pudiera triturarlas dos veces.
Joshua ha empezado ahora a guardar la agenda bajo llave.
Me apoyo en la pared y giro la hoja hacia la luz. La foto abarca el lunes y el martes de hace un par de semanas. Distingo fácilmente las citas del señor Bexley. Pero junto al lunes hay una V. Y junto al martes una F. Hay una serie de rayitas que suman ocho en total. Puntos cerca de la hora del almuerzo. Una hilera de cuatro X y seis pequeñas barras oblicuas.
 
Disimuladamente, le doy vueltas al asunto toda la tarde. Me entra la tentación de bajar a seguridad y pedirle a Scott las cintas de vigilancia de ese período, pero Helene podría enterarse. E implicaría malgastar los recursos de la empresa; eso sin contar las fotocopias ilícitas y la desatención a mi trabajo.
Pasan las horas sin que se me ocurra una solución. Ahora ya es media tarde y Joshua vuelve a ocupar su lugar frente a mí. Su camisa azul reluce como un iceberg. Cuando finalmente comprendo cómo descifrar las marcas de lápiz, me doy una palmada en la frente. Me parece increíble lo lenta que he sido.
—Gracias. Me moría de ganas de hacer eso desde hace rato —dice Joshua sin apartar los ojos de su pantalla.
Es bien sencillo. Él no sabe que he visto su agenda y sus códigos secretos: observaré cuándo utiliza el lápiz y averiguaré la correlación.
Que empiece el Juego del Espionaje.


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Mensaje por yiniva Miér 13 Feb - 14:54

Como que esta un poco más obsesionada Lucy en fregarle la vida a Josh, que el a ella.
Gracias


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Mensaje por Guadalupe Zapata Miér 13 Feb - 18:08

yiniva escribió:Como que esta un poco más obsesionada Lucy en fregarle la vida a Josh, que el a ella.
Gracias

¿Por qué será?   Shocked
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Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne Empty Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne

Mensaje por Maga Miér 13 Feb - 20:14

3
 
No obtengo resultados rápidos en el Juego del Espionaje. Pasan los días, y, para cuando Joshua se presenta con camisa gris perla, me siento en un punto muerto. Él ha percibido mi redoblado interés en sus actividades y se ha vuelto incluso más furtivo y suspicaz. Habré de engatusarlo de algún modo. Nunca voy a ver ese lápiz en movimiento si lo único que hace es mirar la pantalla con el ceño medio fruncido.
Empiezo un juego que yo llamo «Eres tan...». Funciona así:
—Eres tan... Bah, no importa. —Suspiro. Él muerde el anzuelo.
—Guapo. Inteligente. No, espera. Superior a todos. Empiezas a entrar en razón, Lucinda.
Cierra su ordenador y abre la agenda. Su mano planea sobre la taza de los lápices y bolígrafos. Contengo la respiración. Él frunce el ceño y vuelve a cerrar la agenda de golpe. La camisa gris perla tendría que darle aspecto de androide, pero siempre se las arregla para parecer guapo e inteligente. Es insoportable.
—Eres tan... previsible. —Intuyo de algún modo que eso le herirá en lo más vivo. Sus ojos se convierten en ranuras fulgurantes de odio.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
El juego Eres tan... ofrece a ambos jugadores la oportunidad de decirse sin tapujos lo mucho que se odian.
—Camisas. Humores. Pautas. Las personas como tú no pueden triunfar. Si alguna vez te salieras de tu papel y me sorprendieras, me moriría del shock.
—¿Debo tomármelo como un desafío personal? —Baja la vista a su mesa, con aire pensativo.
—Me gustaría ver cómo lo intentas. Eres tan... inflexible.
—¿Y se supone que tú eres tan flexible?
—Mucho. —Me ha pillado, pero es cierto: podría tocarme la cara con el pie ahora mismo. Me recupero del golpe arqueando una ceja y contemplando el techo con una sonrisita. Cuando vuelvo a mirarle a los ojos, mi boca es un
 
pequeño capullo neutro reflejado en un centenar de superficies relucientes.
Él baja lentamente la vista al suelo. Yo extiendo las piernas y cruzo los tobillos, recordando demasiado tarde que me he quitado antes los zapatos. Es difícil ejercer de archienemiga cuando se te ven las uñas de los pies pintadas de rojo.
—O sea, que si hiciera algo saliéndome de mi papel, ¿te morirías del shock?
Veo mi cara reflejada en los paneles que tiene junto al hombro: una versión de mí misma ojinegra y desmelenada. Mi pelo oscuro cae en torno a mis hombros en llamaradas escaladas.
—Entonces quizá sí me valdría la pena.
De lunes a viernes, él me convierte en una mujer de aspecto espeluznante. Parezco una adivina gitana anunciando a gritos una muerte inminente. O una loca furiosa, segundos antes de arrancarse los ojos con las uñas.
—Vaya, vaya. Lucinda Hutton. La pequeña chica flexible.
Está otra vez reclinado en su silla, con los dos pies en el suelo apuntando hacia mí como revólveres en un tiroteo del salvaje Oeste.
—Recursos Humanos —le digo cortante. Estoy perdiendo este juego y él lo sabe. Apelar a RR. HH. es rendirse prácticamente.
Él coge el lápiz y aprieta la punta afilada sobre la almohadilla de su pulgar. Supongamos que un ser humano pudiera sonreír sin mover la cara: es justo lo que acaba de hacer.
—Quería decir que eres tan... flexible en tu forma de abordar las cosas. Debe de ser por el modo que te han educado, Fresita. ¿A qué habías dicho que se dedicaban tus padres?
—Sabes perfectamente a qué se dedican. —Estoy demasiado ocupada para estas tonterías. Cojo un montón de pósits antiguos y empiezo a clasificarlos.
—Cultivan... —dice, alzando la vista al techo, como si estuviera devanándose los sesos—. Sí, cultivan... —Deja la frase flotando en el aire una eternidad.
Es una auténtica agonía. Hago un esfuerzo para no llenar el silencio, pero la palabra que tanto le divierte sale de mi boca como una maldición.
—Fresas. —De ahí el apodo que me ha puesto. Me doy el gusto de rechinar los dientes. Mi dentista no se enterará.
—Fresas Sky Diamond. Qué mono. Mira, he añadido el blog a mis marcadores. —Hace doble clic con el ratón y gira su pantalla hacia mí para
 
mostrármelo.
Me entra una vergüenza tan brutal que se me tuerce algo por dentro. ¿Cómo lo habrá averiguado? Mi madre debe de estar llamando ahora mismo a mi padre.
«¡Nigel, cariño! ¡El blog ha tenido una visita!»
El «Diario de Sky Diamond». Sí, en serio. «Diario.» Yo no lo miro desde hace tiempo; no consigo mantenerme al día. Mamá trabajaba en el periódico local cuando conoció a papá, pero lo dejó para tenerme a mí, y luego abrieron la granja. Conociendo sus antecedentes, las entradas diarias del blog cobran sentido: un sentido más bien melancólico. Miro la pantalla de Joshua guiñando los ojos. La crónica de hoy va sobre irrigación.
Nuestra granja abastece a tres mercadillos agrícolas locales y a una cadena de comestibles. Hay un campo para que los turistas recojan ellos mismos las fresas, y mamá vende tarros de conservas. Cuando hace calor, prepara helado artesano casero. Sky Diamond recibió hace dos años el certificado de producto orgánico, lo cual fue superimportante para ellos. El negocio funciona con altibajos, dependiendo del clima.
Todavía ahora, cuando voy a casa, tengo que hacer mi turno en la verja de entrada y explicar a los visitantes las diferencias de sabor entre las fresas Earliglow y Diamante. Entre las Camino Real y las Everbearer. Parecen nombres de elegantes coches antiguos. Poca gente ve mi placa de identificación y relaciona mi nombre con el de la granja. Los fanáticos de los Beatles3 que se dan cuenta se sienten profundamente complacidos, no sin un punto de engreimiento.
No hace falta mucha imaginación para adivinar lo que como cuando siento añoranza.
—No, no es posible...
—Y, ¿sabes?, hay una preciosa fotografía familiar en alguna parte... Mira, aquí está.
Vuelve a clicar, casi sin necesidad de mirar la pantalla. Sus ojos se iluminan con una expresión divertida y maligna mientras observa mi reacción.
—Qué bonito. Son tus padres, ¿verdad? Y esta adorable niñita de pelo negro... ¿quién es? ¿Tu primita? No... Es una foto bastante antigua. —La pincha y la imagen llena toda la pantalla.
Me estoy poniendo más roja que una condenada fresa. Soy yo, claro. Es una fotografía que no creo haber visto nunca. Las borrosas plantas del fondo me ayudan a situarme enseguida. Yo tenía ocho años cuando mis padres pusieron esas nuevas hileras de fresas en la parte oeste de la parcela. El negocio empezaba
 
a prosperar entonces, de ahí la sonrisa orgullosa de mis padres. No me avergüenzo de ellos, pero toda esta historia les parece siempre muy divertida a los que se han criado en la ciudad. La mayoría de los gilipollas encorbatados como Joshua la encuentran «encantadora» y «pintoresca». Suponen que mis padres son unos simples palurdos de pueblo que viven en una montaña cubierta de plantas trepadoras. Para la gente como Joshua, las fresas vienen directamente del supermercado empaquetadas en cajas de plástico.
En la foto aparezco tumbada como un potrillo a los pies de mis padres. Voy con un peto de pantalones cortos, todo manchado, y tengo mi pelo rizado hecho un desastre. Llevo mi cartera de retazos de colores en bandolera, sin duda llena hasta los topes de libros de El Club de las Canguro y de anticuadas historias de caballos. Tengo en una mano una planta y en la otra un montón de fresas. Estoy roja a causa del sol y quizá de una sobredosis de vitamina C. Quizá por eso soy tan bajita. Las vitaminas entorpecieron mi crecimiento.
—¿Sabes?, se te parece un montón. Tal vez debería enviar el enlace en un mensaje dirigido a todo el personal de B&G, preguntando quién creen que podría ser esta pequeña salvaje.
Ahora tiembla visiblemente, conteniendo la risa.
—Te mataré.
Realmente tengo un aspecto salvaje en esa foto. Se me ven los ojos muy claros, más claros que el cielo, mientras los guiño frente al sol y sonrío con mi sonrisa más radiante. La misma sonrisa que he tenido toda la vida. Empiezo a sentir una presión en la garganta, un ardor en los senos nasales.
Miro a mis padres. Se les ve muy jóvenes. Mi padre tiene la espalda erguida en la foto; ahora, cada vez que voy a casa está un poquito más encorvado. Vuelvo los ojos hacia Joshua; no parece que tenga más ganas de reírse. Empiezo a notar en los ojos el escozor de las lágrimas hasta que me paro a pensar dónde estoy y en quién tengo enfrente.
Él vuelve a poner lentamente su pantalla en posición normal y se toma su tiempo para cerrar el navegador: un gesto de incomodidad típicamente masculino ante las lágrimas de una mujer. Me giro y miro hacia el techo, tratando de hacerlas volver al lugar de donde han venido.
—Pero, en realidad, estábamos hablando de mí —dice al fin—. ¿Qué podría hacer para parecerme a ti y no ser tan inflexible? —Si alguien estuviera escuchando a hurtadillas, pensaría que ahora su tono es casi amable.
—Podrías tratar de ser menos gilipollas. —Estas palabras me salen en un
 
murmullo. En el reflejo del techo, veo que empieza a arrugar la frente. Ay, Señor. Preocupación.
Nuestros ordenadores emiten un pitido de aviso: reunión de todo el personal dentro de quince minutos. Me aliso las cejas y me repaso los labios usando la pared como espejo. No sin cierta dificultad, me recojo el pelo en un moño bajo con la goma elástica que llevo en la muñeca. Estrujo un pañuelo de papel en una bola y me la aplico a las comisuras de los ojos.
La palabra «añorada», aun sin pronunciarla, sigue sacudiéndome por dentro. «Sola.» Cuando abro los ojos, advierto que él está de pie y que ve mi reflejo. Tiene el lápiz en la mano.
—¿Qué? —digo.
Él ha ganado. Me ha hecho llorar. Me levanto y cojo una carpeta. Él coge otra y, sin solución de continuidad, nos vemos metidos en el Juego del Espejo. Ambos llamamos levemente dos veces a la puerta de nuestros respectivos jefes.
—Adelante —nos dicen simultáneamente.
Helene está concentrada en su ordenador, con el ceño fruncido. A ella le cuadran más las máquinas de escribir. Usaba una, de hecho, antes de que nos trasladáramos aquí, y a mí me encantaba escuchar el rítmico tableteo de las teclas que salía de su despacho. Ahora la tiene guardada en uno de sus armarios. Le daba miedo que Fat Little Dick se burlara de ella.
—Hola. Tenemos una reunión con todo el personal dentro de quince minutos, ¿recuerda? Abajo, en la sala de juntas.
Ella suspira hondamente y alza sus ojos hacia mí: unos ojos enormes, oscuros, expresivos, enmarcados por unas pestañas escasas y unas finas cejas. No detecto ni rastro de maquillaje en su rostro, aparte del pintalabios rosa.
Helene vino de Francia con sus padres cuando tenía dieciséis años y, aunque ahora pasa de los cincuenta, todavía conserva en la voz los restos de un ronco ronroneo.
Es esa clase de mujer que no es consciente de ser elegante, lo cual hace que lo sea todavía más. Lleva el pelo corto e impecable. Las uñas, que nunca se deja largas, se las pinta de color rosa cremoso. Toda la ropa se la compra en París cuando va a ver a sus padres, que ya son mayores y viven en Saint-Étienne. El sencillo jersey de lana que tiene puesto ahora seguramente le costó más que tres carritos de la compra llenos.
Por si no ha quedado bastante claro, yo la idolatro. Ella es la razón de que haya dejado de ponerme tanto maquillaje en los ojos. Quiero ser como ella
 
cuando sea mayor.
Su palabra favorita es «querida».
—Lucy, querida —me dice, extendiendo la mano. Deposito la carpeta en ella—, ¿estás bien?
—Es la alergia. Me pican los ojos.
—Hmmm. Eso no es bueno.
Echa un vistazo a la agenda. Para las reuniones importantes hacemos más preparativos, pero estas citas con todo el personal resultan muy fáciles porque quienes llevan la voz cantante son los jefes de departamento. Los directores generales asisten más que nada para demostrar su implicación.
—¿Alan ha cumplido cincuenta?
—He encargado un pastel. Lo sacaremos al final.
—Será bueno para levantar los ánimos —responde Helene con aire ausente. Abre la boca, titubea. Veo que trata de elegir las palabras adecuadas—. Bexley y yo vamos a hacer un anuncio hoy. Es algo que te afecta directamente. Hablaremos en cuanto termine la reunión.
Se me encoge el estómago. Estoy despedida, seguro.
—No, no. Son buenas noticias, querida.
La reunión transcurre según el plan previsto. Yo no me siento al lado de Helene en estas reuniones; prefiero sentarme con los demás, mezclarme con la gente. Es mi modo de recordarles que también formo parte del equipo, pero no dejo de percibir cierta reserva en ellos. ¿De veras creen que me voy a chivar a Helene sobre sus quejas y sus cuitas de mierda?
Joshua se sienta junto a Fat Little Dick en la cabecera de la mesa. Ambos son personajes detestados y parecen encerrarse juntos en una burbuja de invisibilidad.
Alan se pone rojo y me mira complacido cuando saco el pastel. Es un viejo y arisco Bexley que trabaja en las entrañas del Departamento Financiero, lo cual hace que me sienta aún mejor por haber hecho el esfuerzo. Ha sido como pasar una oferta de paz cubierta de azúcar glaseado sobre la línea divisoria entre ambos bandos. Así es como funcionamos los Gamins. En territorio Bexley seguramente festejan los cumpleaños regalando una pila nueva para la calculadora.
La sala está atestada de gente que se ha presentado a última hora. Charlan apoyados en las paredes o en el alféizar de la ventana, y el murmullo de sus conversaciones resulta abrumador comparado con el silencio de la décima
 
planta.
Joshua no ha tocado las porciones de pastel que tiene al alcance de la mano. No es aficionado a picar, ni tampoco un gran comilón. Yo inundo nuestra cavernosa oficina con un rítmico crujido de zanahorias masticadas y manzanas mordisqueadas. Las bolsas de palomitas y los yogures desaparecen en el pozo sin fondo de mi estómago. Cada día me ventilo un pequeño y crujiente surtido de chucherías. Él, en cambio, sólo consume pastillas de menta. ¡Pero si es dos veces más grande que yo, por el amor de Dios! Está visto que no es humano.
Antes, cuando he echado un vistazo al pastel, he soltado un quejido en voz alta. De todas las decoraciones posibles que el pastelero podría haber usado... Adivínalo.
Avezado en leerme el pensamiento, Joshua se inclina sobre la mesa y coge una fresa. Aparta el glaseado y observa el grumo de color marfil que le ha quedado en el pulgar. ¿Qué hará? ¿Lamerlo? ¿Limpiárselo con un pañuelo con monograma? Debe de captar mi expectación porque sus ojos se vuelven hacia mí. Yo me sonrojo y aparto la mirada.
Me apresuro a preguntarle a Margery por los progresos de su hijo con la trompeta (lentos) y a Dean por su operación de rodilla (pronto). Se sienten halagados al ver que lo recuerdo y responden sonrientes. Supongo que es verdad que siempre estoy observando, escuchando y coleccionando trivialidades. Pero no lo hago con intenciones perversas. Es más que nada porque soy una pobre pringada.
Me pongo al día sobre la nieta de Keith (está enorme) y sobre la remodelación de la cocina de Ellen (una pesadilla). Y, mientras tanto, los siguientes pensamientos circulan en bucle por mi cabeza: «Chúpate ésa, Joshua Templeman. Soy un encanto. Caigo bien a todo el mundo. Formo parte de este equipo. Tú estás solo».
Danny Fletcher, del Departamento de Diseño, me hace una seña desde el otro lado de la mesa de juntas.
—Vi el documental que me recomendaste. Me devano los sesos, pero no recuerdo nada.
—Ah. Hmmm..., ¿cuál?
—Fue hace un par de reuniones. Estuvimos hablando del documental sobre Da Vinci que habías visto en el canal de historia, y me lo bajé.
Suelo hacer un montón de comentarios intrascendentes en las reuniones. Nunca había pensado que nadie se detuviera a escucharlos. En el margen de su
 
libreta de notas, hay un intrincado dibujo que intento fisgonear disimuladamente.
—¿Te gustó?
—Uy, sí. Da Vinci fue el ser humano más completo que ha habido, ¿no?
—Sin la menor duda. Yo soy un completo fracaso. Todavía no he inventado nada.
Danny se echa a reír ruidosamente. Levanto la vista de su libreta y lo miro a la cara. Seguramente es la primera vez que lo miro de verdad. Siento una punzada de sorpresa en el estómago al desconectar el piloto automático. Uau. Es mono.
—En fin, ¿sabes que voy a dejar pronto la editorial?
—No. ¿Por qué? —El atisbo de coqueteo estalla en mi estómago como una burbuja. Se acabó la historia.
—Estoy montando con un amigo una plataforma de autoedición. Me marcho dentro de un par de semanas. Ésta es mi última reunión con todo el personal.
—Vaya, qué pena. No por mí, digo. Por B&G. —La aclaración es tan poco sutil que parece digna de una colegiala colada.
Soy única, la verdad, para no reparar en un chico mono en mi entorno. ¡Si lo tenía sentado delante en todas las reuniones, por el amor de Dios! Y ahora resulta que se marcha. Gran suspiro. Ya es hora de que le eche un buen vistazo a Danny Fletcher. Atractivo, delgado, en forma, con el pelo rubio corto y rizado. No es alto, lo cual ya me viene bien. Es un Bexley, pero no de los típicos. La camisa, aunque almidonada impecablemente, la lleva arremangada. Su corbata tiene un sutil estampado de tijeras y sujetapapeles minúsculos.
—Bonita corbata.
Él baja la vista y sonríe.
—Es que hago mucho recorta y pega.
Miro de reojo a la gente del departamento, integrado básicamente por Bexleys que visten como directores de funeraria. No me extraña que haya decidido dejar B&G y librarse del equipo de diseño más aburrido del planeta.
Luego le miro la mano izquierda a Danny. No lleva anillo en ningún dedo y tamborilea ligeramente sobre la mesa.
—Bueno, si un día quieres aportar algún invento, estoy disponible —dice con una sonrisa pícara.
—¿Así que te dedicas a los inventos en general, además de reinventar la autoedición?
 
—Exacto. —Le ha gustado mi juego de palabras.
Aquí, en el trabajo, nunca he dejado que nadie coqueteara conmigo de verdad. Le lanzo una mirada furtiva a Joshua. Está hablando con el señor Bexley.
—Resultará difícil inventar algo que no se les haya ocurrido ya a los japoneses.
Él reflexiona un momento.
—¿Como esos pijamas de bebé que tienen mopas en brazos y piernas, para que gateen y frieguen el suelo a la vez?
—Sí. ¿Y has visto esas almohadas-marido con forma de hombro masculino, para las mujeres que duermen solas?
Tiene una mandíbula angulosa, cubierta de barba incipiente plateada, y una de esas bocas de aspecto ligeramente cruel, al menos hasta que sonríe. Cosa que hace ahora, mientras me mira directamente a los ojos.
—Seguro que tú no necesitas una almohada como ésa, ¿no? —Ahora baja la voz, casi susurra por debajo del bullicio general. Sus ojos centellean, desafiándome.
—Quizá sí. —Hago una mueca melancólica.
—Estoy seguro de que podrías encontrar un voluntario.
Trato de llevar otra vez la conversación a terreno seguro. Por desgracia, la frase que se me ocurre utilizar suena como si estuviera haciéndole proposiciones.
—A lo mejor sería divertido inventar algo.
Helene está dando golpecitos sobre la mesa con su fajo de documentos, para ordenarlos y llamar al orden, y yo vuelvo de mala gana a mi silla. Joshua me dirige una mirada fulminante, con el entrecejo fruncido. Uso mis ondas cerebrales para enviarle un insulto. Él lo encaja y se pone más erguido.
—Una cosa más antes de concluir —dice el señor Bexley.
Helene trata de mantener la compostura. No soporta que él actúe como si fuera el único que dirige las reuniones, así que se apresura a intervenir.
—Tenemos que anunciar una reestructuración del equipo directivo —dice. El señor Bexley tensa los labios con irritación y la interrumpe a su vez.
—Se va a crear un tercer escalón en el organigrama: director ejecutivo. Joshua y yo sufrimos una especie de sacudida eléctrica en nuestros asientos.
—Será un cargo situado por debajo de Helene y de mí. Queremos dar categoría formal a este puesto encargado de supervisar las operaciones diarias, dejando que los directores generales podamos concentrarnos en tareas más estratégicas.
 
Le lanza una tensa sonrisa a Joshua, que asiente enérgicamente. Helene busca mi mirada y arquea las cejas con aire insinuante. Alguien me da un codazo.
—La convocatoria se hará pública mañana, con todos los datos del cargo, en el portal de contratación y en internet —añade Bexley. Lo dice como si internet fuera una simple moda.
—El puesto está abierto tanto a candidatos internos como externos. — Helene ordena sus papeles y se pone de pie.
Fat Little Dick se levanta también y coge al pasar otra porción de pastel. Helene lo sigue, meneando la cabeza. La sala se llena de murmullos. La caja del pastel pasa de mano en mano por encima de la mesa. Joshua aguarda junto a la puerta y, al ver que yo permanezco sentada, se escabulle discretamente.
—Parece que tienes trabajo por delante —me dice Danny.
Asiento, trago saliva y me pongo de pie. Agito la mano, despidiéndome de todos en general, demasiado abrumada para hacer una salida airosa. En cuanto abandono la sala de juntas, echo a correr y subo los peldaños de dos en dos hasta nuestra planta. Veo cómo se cierra la puerta del señor Bexley, me cuelo a toda prisa en el despacho de Helene y, frenando en seco, cierro la puerta con el trasero.
—¿Cómo queda la línea jerárquica?
—Tú serás la jefa de Josh, si es eso lo que quieres saber.
Me invade una increíble sensación de euforia. La JEFA de Joshua. Deberá hacer todo lo que yo diga, lo cual incluye entre otras cosas tratarme con respeto. Ahora mismo corro el riesgo de mearme en las bragas.
—Mucho me temo que ese nuevo esquema sea un desastre, pero yo quiero que tú ocupes el puesto.
—¿Un desastre? —Me desplomo en una silla—. ¿Por qué?
—Tú y Josh no trabajáis bien juntos. Sois como el agua y el aceite. Y añadir una dinámica de poder como ésa... —Chasquea la lengua dubitativamente.
—Pero yo puedo hacer ese trabajo.
—Desde luego, querida. Y yo quiero que tú ocupes el puesto.
Mi entusiasmo va en aumento a medida que hablamos de las funciones del cargo. Hay otra reestructuración en ciernes, pero esta vez yo podría intervenir directamente. Podría salvar empleos, en lugar de recortarlos. La responsabilidad es mayor; el aumento de sueldo, considerable. Podría ir a ver a mis padres con más frecuencia. Podría comprarme un coche nuevo.
 
—Debes saber que Bexley quiere darle el puesto a Josh. Tuvimos una tremenda discusión al respecto.
—Si Joshua se convierte en mi jefe, tendré que dimitir. —La frase me sale instantáneamente. Como una réplica de película.
—Razón de más para que consigamos el puesto, querida. Si me hubiera salido con la mía, habríamos anunciado tu ascenso hace un momento.
Me mordisqueo el pulgar.
—Pero ¿cómo puede ser un proceso justo? Joshua y el señor Bexley intentarán sabotearme.
—Ya lo he pensado. Las entrevistas las hará un panel independiente de consultores. Podrás competir en un terreno neutral. También habrá candidatos de fuera de la empresa. Candidatos muy fuertes probablemente. Quiero que estés bien preparada.
—Lo estaré. Eso espero.
—Una parte de la entrevista es una presentación. Tienes que empezar a trabajar en ello. Querrán conocer tus ideas sobre la estrategia de futuro de B&G.
Ya estoy deseando volver a mi escritorio. He de actualizar mi currículum.
—¿Le importa que trabaje en mi solicitud durante las pausas del almuerzo?
—Querida, me tiene sin cuidado si trabajas todo el día en ello hasta que termine el plazo. Lucy Hutton, directora ejecutiva de Bexley and Gamin. Suena bien, ¿no?
Una gran sonrisa se expande por mi rostro.
—El puesto es tuyo. Lo presiento. —Helene hace como si se cerrara con cremallera los labios—. En marcha. A por ello.
Me siento ante mi mesa y desbloqueo el ordenador para abrir mi currículum, lamentablemente anticuado. Estoy entusiasmada con esta nueva oportunidad. Todo ha cambiado de golpe. Bueno, casi todo.
Cuando llevo varios minutos revisando el currículum, noto que una sombra se alza a mi lado. Inspiro. Aroma a cedro. La hebilla de su cinturón me lanza un guiño. Yo no dejo de teclear.
—El puesto es mío, Fresita —dice Joshua.
Cuento hasta diez para no levantarme y darle un puñetazo en el estómago.
—Qué curioso. Es lo que acaba de decirme a mí Helene.
Veo en la reluciente superficie de mi mesa cómo se aleja su trasero y me prometo a mí misma que Joshua Templeman va a perder el juego más importante al que hemos jugado jamás.


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Mensaje por yiniva Jue 14 Feb - 15:08

Huy, saltarán chispas.
Gracias


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Mensaje por Maga Vie 15 Feb - 21:16

4

 
Hoy toca camisa de color blanco crudo. Tengo en mi agenda una gran cruz roja destacando el próximo viernes. Me apostaría cien dólares a que hay otra cruz igual en la agenda de Joshua. Hemos de entregar las solicitudes para optar al puesto.
Estoy medio enloquecida de tanto releer mi solicitud. Me he obsesionado con mi presentación hasta tal extremo que sueño con ella. Me hace falta un descanso. Bloqueo mi ordenador y observo con interés que Joshua hace lo mismo. Estamos situados frente a frente, como jugadores de ajedrez. Entrelazamos las manos. Aún no he visto su lápiz en movimiento.
—¿Cómo estás, Pequeña Lucy? —Su tono animado y su expresión apacible indican que estamos jugando a un juego al que casi nunca jugamos.
Se llama «¿Cómo estás?» y empieza a jugarse como si no nos odiásemos mutuamente. O sea, actuamos como dos compañeros normales que no desean hundir las manos en las vísceras del otro. Resulta inquietante.
—Muy bien, gracias, Grandísimo Josh. Y tú... ¿Cómo estás?
—Perfecto. Voy a buscar un café. ¿Te traigo un té? —Tiene su pesada taza negra en la mano. Aborrezco esa taza.
Bajo la mirada, ya con mi taza de topos rojos en la mano. Josh sería capaz de escupir dentro. ¿Cree que estoy loca?
—Te acompaño.
Caminamos resueltamente hacia la cocina con paso sincronizado — izquierda, derecha, izquierda, derecha—, como los fiscales que se dirigen hacia la cámara en la presentación de Ley y orden. Lo cual me obliga prácticamente a doblar el paso. La gente interrumpe sus conversaciones y nos mira intrigada. Joshua y yo nos miramos el uno al otro, enseñando los dientes. Es hora de actuar de modo civilizado. Como ejecutivos.
—Ja, ja, ja —nos decimos afablemente, compartiendo un chiste imaginario
—. Ja, ja, ja.
 
Doblamos la esquina. Annabelle se vuelve desde la impresora y a punto está de tirar sus papeles al suelo.
—¿Qué sucede?
Joshua y yo la saludamos con un gesto y seguimos adelante a grandes zancadas, unificados en nuestro juego interminable por desbancar y aventajar al otro. Mi vestido corto de rayas ondea impulsado por la fuerza gravitacional.
—Mamá y papá os quieren mucho, niños —dice Joshua en voz baja, de forma que sólo yo pueda oírle. A los ojos de cualquier observador, simplemente está charlando con educación. Varias cabezas asoman al estilo suricata por encima de las paredes de los cubículos. Somos figuras legendarias, por lo visto
—. A veces nos acaloramos y discutimos. Pero no tengáis miedo. Aunque discutamos, no es por culpa vuestra.
—Son cosas de mayores —digo, también en voz baja, a las caras asustadas frente a las que vamos pasando—. A veces papá duerme en el sofá, pero no importa. Os queremos igual.
Ya en la cocina, mientras pongo la bolsita de té en mi taza, las ganas de reírme casi me derriban como una ola del océano. Me sujeto al borde de la encimera y tiemblo en silencio.
Joshua no me presta atención mientras deambula de aquí para allá preparando su café. Alzando la vista, veo cómo sus manos abren un armario situado a kilómetros por encima de mi cabeza y noto el calor de su cuerpo a unos centímetros de mi espalda. Es como la luz del sol. Se me había olvidado que las personas son cálidas. Percibo el olor de su piel. Las ganas de reírme se desvanecen.
No he tenido ningún contacto humano desde que mi peluquera, Angela, me dio un masaje en la cabeza, ahora debe de hacer ocho semanas. Imagino que me dejo caer hacia atrás sobre su cuerpo, aflojando todos mis músculos. ¿Qué haría él si me desmayara? Probablemente dejaría que me desmoronara en el suelo y luego me daría un toque con la punta del zapato.
Surge otra imagen congelada en mi mente. Joshua sujetándome, impidiendo que caiga al suelo. Sus manos en mi cintura, sus dedos hundiéndose en mi piel.
—Eres tan gracioso... —digo, dándome cuenta de que llevo un rato callada
—. Tan gracioso... —Trago saliva audiblemente.
—Igual que tú —responde, yendo a la nevera.
Jeanette, de RR. HH., se materializa en el umbral como un fantasma rechoncho y exhausto. Es una buena mujer, pero está harta de nuestras chorradas.
—¿Qué pasa aquí? —Pone los brazos en las caderas. O, por lo menos, eso creo.
Jeanette tiene forma triangular por debajo de ese tintineante poncho tibetano que debe de haber conseguido en un trueque en su última expedición espiritual. Ella es una Gamin, por supuesto.
—¡Hola, Jeanette! Estoy preparando un café. ¿Te apetece? —Joshua agita su taza hacia ella; ella lo rechaza con gesto irritado. Lo odia a muerte. Es el tipo de mujer que a mí me gusta.
—He recibido una llamada de urgencia. Estoy aquí en calidad de árbitro.
—No hace falta, Jeanette. Todo va bien. —Sumerjo la bolsita de té en la taza y observo cómo el agua se tiñe de rojo.
Joshua pone una cucharada de azúcar en mi taza.
—No está lo bastante dulce, ¿no crees?
Suelto una risita falsa sin apartar la vista del armario que tengo delante y me pregunto cómo sabe él cómo me gusta el té. ¿Cómo sabe algo de mí? Jeanette nos observa con suspicacia.
Joshua la mira con calma.
—Estamos preparándonos unas infusiones. ¿Qué tiene eso de particular en la esfera de los recursos humanos?
—A los dos litigantes en serie de la empresa no se los debe dejar solos. — Una esquina del poncho señala la cocina.
—Pues vaya problema, porque estamos solos en la misma oficina todo el día. Me paso entre cuarenta y cincuenta horas a la semana con esta excelente mujer. Completamente a solas.
Su tono es amable, pero el sentido implícito de su discurso es: «que te den».
—Yo les he hecho algunas recomendaciones al respecto a vuestros jefes — dice Jeanette enigmáticamente. El sentido implícito de la frase es el mismo.
—Bueno, yo pronto seré el jefe de Lucinda —contesta Joshua. Lo miro a los ojos, pero él no se arredra—. Soy un profesional, o sea, que estoy capacitado para dirigir a cualquiera.
Su forma de decir «cualquiera» da a entender que me considera una deficiente mental.
—En realidad, yo seré pronto su jefa. —Lo digo con tono almibarado. Las manitas de Jeanette emergen de debajo del poncho. Se restriega los ojos, emborronándose el rímel.
 
—Entre los dos me tenéis ocupada a tiempo completo —comenta en voz baja, con un dejo de desesperación. Siento una punzada de remordimiento. Mi conducta no es propia de un inminente alto cargo de la empresa. Ya es hora de arreglar las cosas.
—Sé que en el pasado la comunicación entre el señor Templeman y yo ha sido un tanto... tensa. Estoy deseando resolver ese problema y reforzar el espíritu de grupo en B&G.
Empleo mi tono más profesional mientras observo cómo ella frunce la cara con recelo. Joshua vuelve sus ojos hacia mí como si fueran dos rayos láser.
—Le he presentado una propuesta a Helene para montar una actividad destinada a fomentar el espíritu de equipo con los Departamentos de Administración, Diseño, Dirección y Finanzas.
Ésa ha sido mi última idea. ¿Qué le parecerá al panel de selección el día de la entrevista? Buenísima, seguro. Excelente.
—Yo también firmaré la propuesta para mostrar mi compromiso —dice Joshua, el muy pirata, tratando de apropiarse de la idea. Me tiembla la muñeca de las ganas que me entran de tirarle el té caliente a la cara.
—No te preocupes lo más mínimo —le digo a Jeanette—. Todo irá bien. Su poncho tintinea tristemente mientras nos alejamos.
—Cuando yo sea tu jefe, te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien
—suelta Joshua con una voz ronca y sucia.
Yo estoy haciendo un esfuerzo para mantenerme a su altura y derramo un poco de té sobre la moqueta.
—Cuando yo sea tu jefa, harás todo lo que yo diga y con una gran sonrisa en la cara. —Saludo a Marnie y a Alan con un gesto educado cuando pasamos por su lado.
—Cuando yo sea tu jefe, voy a imponer un uniforme corporativo. Se acabaron tus pequeños y estrafalarios trajes retro. Ya lo he escogido en el catálogo de Corporate Wear. Un vestido gris recto. —Hace una pausa teatral—. De poliéster. Creo que llega hasta la rodilla; así que a ti te llegará a los tobillos.
Soy demencialmente sensible acerca de mi estatura y, además, odio a muerte las fibras sintéticas. Abro la boca y me sale un gruñido animal monísimo. Me adelanto y empujo con la cadera la puerta de cristal del área ejecutiva.
—¿Eso necesitarías para dejar de mirarme con lujuria? —le suelto. Él alza la vista hacia el techo y suelta un gran suspiro.
—Me has pillado, Fresita.
 
—Ya lo creo.
Ambos respiramos con un poquito más de agitación de lo que podría justificar la situación en sí. Dejamos las tazas en las mesas y nos enfrentamos cara a cara.
—Yo nunca trabajaré para ti. No habrá vestido de poliéster ni nada parecido. Si tú consigues el puesto, presentaré mi dimisión, está de más decirlo.
Joshua me mira sinceramente sorprendido durante una fracción de segundo.
—Ah, en serio...
—Como que tú no te marcharías si lo consiguiera yo.
—No     estoy    seguro. —Ahora              me         mira       de          una        forma   penetrante, especulando.
—Joshua, debes dimitir si consigo yo el ascenso.
—Yo no soy de los que abandonan. —Su voz adquiere un ribete acerado mientras se pone una mano en la cadera.
—Yo tampoco soy de las que abandonan. Pero si tan seguro estás de que lo conseguirás tú, ¿por qué te cuesta tanto prometer que dimitirías en caso contrario?
Observo cómo reflexiona.
Yo deseo que sea mi subordinado, que se retuerza de los nervios mientras examino alguno de sus informes, que por supuesto haré trizas ante sus narices. Quiero verlo arrodillado a mis pies, recogiendo los trozos, farfullando disculpas por su incompetencia; lloriqueando en el despacho de Jeanette, recriminándose a sí mismo por su ineptitud. Quiero ponerlo tan nervioso que se arme un lío de mil demonios.
—De acuerdo. Acepto. Si tú consigues el ascenso, prometo presentar mi dimisión. Tienes otra vez ese brillo obsceno en los ojos —añade, dando media vuelta y sentándose.
Abre su cajón con la llave, saca la agenda y pasa las páginas con aire atareado.
—¿Otra vez estrangulándome mentalmente?
Está haciendo una marca con lápiz, una simple raya recta, cuando observa mi expresión.
—¿A qué viene esa sonrisita? —pregunta.
Creo que traza una raya en su agenda cuando discutimos.
 
—Será mejor que me acueste.
Estoy hablando con mis padres. Al mismo tiempo voy limpiando con un cepillo de dientes infantil el pitufo de dos dólares que compré en eBay y que recibí hace unas semanas. Suena de fondo un episodio de Ley y orden (en este momento siguen una pista falsa). Llevo en la cara una mascarilla de arcilla blanca y acabo de ponerme esmalte en las uñas de los pies (ahora se está secando).
—Muy bien, pitufina —gorjean mis padres como un monstruo de dos cabezas. Aún no han descubierto que no hace falta que estén con las mejillas pegadas para caber en la ventana del videochat. O tal vez sí lo saben, pero les gusta más así.
Papá tiene la cara peligrosamente bronceada, aparte de la silueta blanca de las gafas: una especie de efecto mapache inverso. Él es un hombre charlatán y reidor, así que veo un montón de veces el diente que se partió comiendo costillas. Lleva puesta una sudadera que tiene desde que yo era cría y que me provoca una absurda añoranza.
Mi madre nunca mira directamente a la cámara. Se distrae con esa ventanita en la que ve su propia cara en la pantalla. Yo creo que se dedica a examinar sus arrugas. Eso le confiere cierta desconexión a nuestras charlas y hace que la eche todavía más en falta.
Su piel clara no resiste la intemperie, y así como papá se ha bronceado, ella está llena de pecas. Tenemos el mismo tipo de tez, así que ya sé lo que ocurrirá si dejo de ponerme protector solar. Las pecas le motean cada centímetro cuadrado de la cara y de los brazos. Incluso tiene algunas en los párpados. Con sus ojos azules y su pelo negro, recogido con el moño habitual en lo alto de la cabeza, siempre consigue que le echen un buen vistazo allí donde va. Papá está subyugado por su belleza. Lo sé a ciencia cierta, porque él mismo se lo estaba diciendo a su manera hace sólo diez minutos.
—Tú no te preocupes en absoluto. Eres la persona con más determinación que hay en esa empresa, estoy seguro. Querías trabajar en una editorial y lo conseguiste. ¿Y sabes qué? Pase lo que pase, siempre serás la dueña de Fresas Sky Diamond. —Papá lleva un rato explayándose sobre todos los motivos por los que debería obtener el ascenso.
—Ay, papá. —Me río para disimular la emoción que aún me embargaba desde el berrinche que he tenido delante de Joshua por el blog de mamá—. Mi primer acto como directora ejecutiva es ordenaros a los dos que os acostéis temprano por una vez. Buena suerte con Lucy Cuarenta y Dos, mamá.
Mientras cenaba, me he puesto al día con las últimas entradas del blog. Mamá escribe con un estilo claro y objetivo. Yo creo que habría acabado ocupando un puesto importante si no lo hubiera dejado. Annie Hutton, periodista de investigación. Ahora, en cambio, se pasa el día arrancando malas hierbas, cargando cajas para el reparto y creando, en plan Frankenstein, variedades híbridas de fresas. A mi modo de ver, que dejara el trabajo de sus sueños por un hombre es una auténtica tragedia, por muy maravilloso que sea mi padre, o el hecho mismo de que yo esté aquí de resultas de aquella decisión.
—Espero que no salgan como Lucy Cuarenta y Uno. Nunca había visto nada igual. Parecían normales por fuera, pero estaban completamente huecas por dentro. ¿Verdad, Nigel?
—Eran como globos de fruta.
—La entrevista te irá bien, cielo, ya lo verás. En cinco minutos se darán cuenta de que te apasiona la industria editorial. Todavía me acuerdo de cuando volviste de esa excursión escolar. Era como si te hubieras enamorado. —La mirada de mamá se llena de recuerdos—. Sé cómo te sentiste. Me acuerdo de la primera vez que entré en la imprenta de un periódico. El olor de la tinta era como una droga.
—¿Aún tienes problemas con Jeremy en la oficina? —Papá sabe perfectamente el nombre de Joshua a estas alturas. Pero opta adrede por no usarlo.
—Es Joshua. Y sí. Sigue odiándome. —Cojo un puñado de anacardos y empiezo a masticar con cierta agresividad.
Papá se queda halagadoramente desconcertado.
—Imposible. ¿Quién podría odiarte?
—Quién, la verdad —repite mamá, alzando la mano y tocándose la piel junto al ojo—. Es bajita y mona. Nadie odia a una chica bajita y mona.
Papá le da la razón inmediatamente y ambos se ponen a hablar como si yo no estuviera delante.
—Es la chica más dulce del mundo. Está claro que Julian debe de tener algún complejo de inferioridad. O es uno de esos sexistas que quiere machacar a los demás para sentirse mejor. Complejo de Napoleón. Complejo de Hitler. Algo no le funciona bien. —Va contando las posibilidades con los dedos.
—Todo a la vez, papá. Oye, pon un pósit sobre la pantalla para que mamá no se vea a sí misma. No hay forma de que me mire como es debido.
 
—Tal vez está perdidamente enamorado de ella —apunta mamá con optimismo, mirando por primera vez a la cámara directamente. A mí se me encoge el estómago. Capto un atisbo de mi propia cara: soy una estatuilla de horror y sorpresa.
Papá ridiculiza la idea sin contemplaciones.
—Una manera absurda de demostrarlo, ¿no crees? El tipo ha convertido la oficina en un suplicio para ella. Te lo digo, si llego a tropezarme con él, tendrá que suplicar de rodillas. ¿Has oído, Luce? Dile que se comporte o que tu padre subirá a un avión y tendrá unas palabras con él.
La imagen de ambos, cara a cara, me resulta rara.
—No te preocupes, papá.
Mamá aprovecha la ocasión para cambiar de tema.
—Hablando de aviones, podríamos poner dinero en tu cuenta para que reserves un vuelo y vengas a vernos, ¿no? Hace mucho que no vienes. Mucho tiempo, Lucy.
—No es por el dinero. Es cuestión de encontrar el momento —empiezo, pero ellos me interrumpen e intervienen a la vez, en una combinación ininteligible de ruego, súplica y discusión—. Iré en cuanto encuentre un hueco, pero tal vez no sea posible durante un tiempo. Si consigo el ascenso, estaré muy ocupada. Y si no... —Me quedo mirando el teclado.
—¿Sí? —dice papá, cortante.
—Tendré que buscar otro trabajo —confieso. Levanto la vista.
—Pues claro. Tú jamás trabajarás para el gilipollas de Justin. —Se vuelve hacia mamá y añade—: Aunque estaría bien tenerla aquí en casa. Las cuentas no acaban de cuadrar. Necesitamos un cerebro empresarial adicional.
Veo que mamá aún está preocupada por mi situación en el trabajo. Ella es más bien tacaña, y lleva viviendo en una granja el tiempo suficiente para imaginar que la ciudad es una metrópolis bulliciosa y espantosamente cara. Claro que tampoco está tan equivocada. Yo gano un buen sueldo, pero, una vez que el banco me descuenta el alquiler, me queda un presupuesto muy ajustado. La idea de tener que buscar una compañera de piso me produce escalofríos.
—Pero ¿cómo se las arreglará...?
Papá la hace callar y agita las manos, ahuyentando la mera idea del fracaso como si fuera una ráfaga de humo.
—Todo saldrá bien. Será Johnnie el que acabe sin empleo y durmiendo bajo un puente, no ella.
—Eso a Lucy nunca le pasará —dice mamá, alarmada.
—¿Ya has hecho las paces con esa amiga que trabajaba contigo? Valerie,
¿no? —pregunta papá.
—No le preguntes eso. La vas a disgustar —lo regaña mamá. Él levanta las manos, en señal de rendición, y mira el techo.
Es cierto, me disgusta hablar del tema. Pero aun así mantengo el tono normal.
—Después de la fusión, conseguí quedar con ella para tomar un café y explicarme. Pero Val perdió su empleo y yo no. No me pudo perdonar. Me dijo que una verdadera amiga la habría prevenido.
—Pero tú no lo sabías —empieza papá. Asiento. Es verdad. Pero la pregunta con la que me he estado debatiendo desde entonces es: ¿debería haber tratado de averiguarlo por ella?
—Sus amigos habían empezado a convertirse en amigos míos... Y ahora, aquí estoy otra vez, en la casilla de salida.
Una triste y solitaria pringada.
—Pero seguro que debe de haber otras personas en el trabajo de las que podrías hacerte amiga —apunta mamá.
—Nadie quiere ser amigo mío. Temen que vaya a contar sus secretos al jefe. ¿Cambiamos de tema? Esta semana estuve hablando con un chico —digo, y me arrepiento en el acto.
—Ooooh —entonan los dos a la vez—. Ooooh. Intercambian una mirada rápida.
—¿Es buen chico?
Ésa es siempre la primera pregunta que hacen.
—Uy, sí. Muy buen chico.
—¿Cómo se llama?
—Danny. Está en el Departamento de Diseño. No hemos salido juntos ni nada, pero...
—¡Ay, qué maravilla! —dice mamá.
—¡Ya iba siendo hora! —exclama papá casi al mismo tiempo. Luego tapa el micrófono con el pulgar y los dos empiezan a cuchichear, enzarzados en un sinfín de especulaciones.
—Ya digo, no hemos tenido ninguna cita. Tampoco sé si él lo pretende. — Pienso en Danny, en la mirada de soslayo que me lanzó, con los labios fruncidos.
 
Claro que quiere.
Papá grita tanto que el micrófono distorsiona a veces su voz.
—Deberías preguntárselo. Debe de ser agotador pasarse diez horas al día en la oficina tirándole pullas a James. Sal y vive un poco la vida. Ponte tu vestido rojo de fiesta. Quiero que la próxima vez que hablemos me digas que lo has hecho.
—¿Está permitido salir con compañeros? —pregunta mamá.
Papá la mira enfurruñado. Pensar de modo negativo e imaginarse el peor de los casos no le interesa. De todos modos, ella ha planteado un punto importante.
—No, no lo está, pero Danny está a punto de dejar la empresa. Va a trabajar como freelance.
—Un buen chico —le dice mamá a papá—. Tengo un buen presentimiento.
—Debería acostarme ya —les recuerdo. Doy un bostezo y mi mascarilla de arcilla se agrieta.
—Buenas noches, cielo; buenas noches, cariño —gorjean.
Oigo que mamá dice «Pero ¿por qué no viene a casa...?» mientras papá pulsa el botón y corta la llamada.
¿La verdad? No voy más a menudo porque me tratan como si fuera una celebridad de visita, una triunfadora total y absoluta. Su forma de alardear ante sus amigos resulta francamente ridícula. En fin, cuando voy a casa me siento una farsante.
Mientras me lavo la cara, intento olvidar mi culpabilidad de mala hija pensando en las cosas que me llevaría si tuviera que vivir bajo un puente. Saco de dormir, cuchillo, paraguas, esterilla de yoga. Sobre todo, la esterilla. Puedo usarla para dormir y también para hacer yoga y mantenerme en forma. Los pitufos podría meterlos todos en una caja de aparejos de pesca.
Tengo la fotocopia de la agenda de Joshua al pie de la cama. Es hora de jugar a los detectives. Resulta inquietante pensar que un trozo de Joshua Templeman ha invadido mi dormitorio. Mi cerebro me susurra teatralmente:
«Imagínate». Me apresuro a condenar la idea a la guillotina.
Estudio atentamente la fotocopia. Una rayita: eso son las discusiones. Lo anoto en el margen de la hoja. Seis discusiones en ese día en concreto. Suena plausible. Las barras oblicuas no tengo ni idea de lo que pueden significar. Pero
¿y las X? Pienso en tarjetas de San Valentín y en besos.4 Nada de ese género tiene lugar en nuestra oficina. No; esto tiene que ser su registro de agravios para RR. HH.
 
Cierro el portátil y lo guardo. Luego me cepillo los dientes y me meto en la cama.
La pulla de Joshua sobre la ropa que llevo en el trabajo —mis «pequeños y estrafalarios trajes retro»— me ha impulsado a separar el vestido corto negro que tengo en el fondo del armario para ponérmelo mañana. Es exactamente lo contrario de un vestido recto hasta los tobillos. Me realza la cintura y me marca por detrás un culo increíble. Como en una combinación de Pulgarcita y Jessica Rabbit. ¿Se cree, el muy idiota, que ya lo ha visto todo en cuestión de vestidos cortos? Que se prepare.
Las chicas menuditas como yo suelen resultar más monas que despampanantes, así que voy a sacar toda la artillería: las medias de rejilla, tan sutiles que parecen al tacto un suave papel de lija; y mis zapatos de tacón rojos, que me propulsan a la imponente altura de un metro sesenta y cinco.
Mañana no oiré hablar de fresitas ni una sola vez. A Joshua Templeman se le saldrá el café por las narices cuando haga mi entrada. No sé muy bien por qué quiero dejarlo patidifuso, pero sé que quiero hacerlo.
Qué idea más confusa para ponerse a dormir.


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Mensaje por berny_girl Lun 18 Feb - 0:56

Capitulo 1
Un introducción un poco larga para mi gusto, espero que sea necesario para entender el desarrollo general de su odio del uno para el otro... aunque creo que es mas departe de ella.

Capitulo 2
Lucy parece estar mas preocupara de Joshua, que el de ella... hasta ahora creo que la enemistad es mas por parte de ella, buscando algo para perjudicar al otro, es un poco extremos a mi gusto.

Capitulo 3
Creo que la pelea por el nuevo puesto, sera una entretenida batallas de habilidades... ambos terminaran sacándose los ojos por no quedar bajo la jerarquía del otro.

Capitulo 4
Lucy por fin cuneta algo fuera de la oficina... me hacia falta algún dato mas personal... aunque su vida esta rodeada por Joshua...


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Mensaje por yiniva Lun 18 Feb - 16:22

Es cierto Berny es Josh esto Josh lo otro, ella tiene mucha presión


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Mensaje por Maga Lun 18 Feb - 17:40

5
 
El hecho de haberme quedado dormida con su nombre en la cabeza debe de ser lo que explica mi sueño. Estoy tendida boca abajo, a medianoche, con la mejilla apoyada en la almohada. Él me abraza por detrás, pegado a mi espalda, cálido como la luz del sol. Su voz resuena susurrante y caliente en mi oído mientras remueve las caderas para amoldarse a mi trasero.
«Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien. Las jodidas. Tuercas. A base de bien.»
Saco una nítida impresión de su tamaño y su dureza. Empujo hacia atrás, contra su cuerpo, para volver a sentir la impresión, pero él masculla mi nombre en tono de reprimenda y se arrastra hacia arriba sobre mí, flanqueando mis caderas con las rodillas. Sus dedos se deslizan suavemente junto a mis pechos. Noto su aliento caliente en el cuello. No consigo aspirar una bocanada decente de aire. Él está demasiado tieso y yo demasiado excitada. Algunas partes sensibles y olvidadas de mí cobran vida con una llamarada. Restriego las sábanas con los dedos hasta que empiezan a quemar a causa de la fricción.
El descubrimiento de que tengo un sueño erótico con Joshua Templeman me causa una repentina sacudida y me deja tambaleándome en los límites del despertar. Aun así, mantengo los ojos cerrados. Quiero ver adónde va a parar mi mente. Al cabo de unos minutos, vuelvo a sumirme en el sueño.
«Haré lo que quieras, Lucinda. Pero me lo tendrás que pedir.»
Lo dice con el tono lánguido que emplea a veces, cuando me mira con cierta expresión. Como si me hubiera visto por un agujero y supiera el aspecto que tengo desnuda.
Me vuelvo un poco y atisbo su muñeca junto a mi cabeza, con la manga de la camisa abierta, sin gemelo. Veo sólo un centímetro de muñeca: el vello, las venas, los tendones. La mano se crispa en un puño cerrado, y a mí la sola idea de que vaya a explotar me estremece por dentro.
 
No le veo la cara. Aun a riesgo de estropearlo todo, me doy la vuelta y me pongo boca arriba. Las mantas y las sábanas se me enganchan en los pies. Estoy enredada en sus brazos y sus piernas. Tomo conciencia de mi excitación, y comprendo que debo de estar mojada justo cuando miro sus relucientes ojos azules. Dejo escapar teatralmente un grito de horror. Él asiente con una risotada ronca.
«Me temo que sí.» No parece nada apenado.
Noto un peso delicioso sobre mí, estrujándome. Las caderas y las manos. Me muevo sinuosamente contra Joshua-Soñado; advierto que reprime un gemido y descubro algo chocante.
«Me deseas desesperadamente.»
Las palabras salen de mi boca, verídicas e innegables. Un beso en mi mejilla palpitante confirma lo que ya sé. Es más fuerte que una atracción, más oscuro que el deseo. Es una agitación entre ambos que no ha encontrado una salida adecuada hasta ahora. Las sábanas crema arden contra mi piel.
«Estás enredado sobre mí, enmarañado como un montón de jodidos nudos.» Siento unas manos deslizándose por mi cuerpo, calibrando curvas, arrancando botones, desplegando costuras. Pelada como una naranja, inspeccionada. Mordida con dientes afilados, devorada. Nunca había visto a nadie ardiendo por mí de este modo. Me siento vergonzosamente excitada, y, a pesar de estar debajo, la expresión de sus ojos me dice que soy yo quien está ganando este juego. Trato de atraerlo hacia mí para que me bese, pero él se mantiene a distancia, burlón.
«Tú siempre lo has sabido», dice, y su sonrisa encendida me empuja por el borde del abismo.
Me despierto temblando. Aparto la mano de la costura de mi pijama mojado. La cara me arde en la oscuridad. No logro decidir qué hacer. ¿Acabar la faena o darme una ducha fría? En definitiva, todo lo que hago allí es mentira.
Mi vestido negro cuelga amenazante a los pies de la cama y me mira fijamente hasta que recobro, lentamente, la respiración. Miro el despertador digital. Me quedan cuatro horas para reprimir este recuerdo.
 
Son las siete y media de la mañana, día de camisa crema. El reflejo de las puertas del ascensor confirma que mi gabardina es más larga que mi diminuto vestido, así que tengo toda la pinta de una prostituta de alto standing que se dirige al ático de un hotel llevando sólo lencería debajo.
Hoy he tenido que tomar el autobús. Apenas he podido subir del bordillo al primer escalón sin enseñar las bragas; y cuando las puertas se han cerrado a mi espalda, he comprendido que este vestido era un catastrófico error. Los bocinazos entusiastas de un camionero mientras andaba tambaleante por la acera hacia la editorial me lo han acabado de confirmar. Si Target estuviera abierto a estas horas, entraría en un salto y me compraría unos pantalones.
Con todo, creo que puedo superar la situación. Eso sí, tendré que quedarme sentada todo el santo día. Las puertas del ascensor se abren y Joshua, por supuesto, ya se encuentra en su mesa. ¿Por qué tendrá que estar siempre tan pronto en la oficina? ¿Llega a irse a casa siquiera? ¿Duerme en un cajón para fiambres en el cuarto de las calderas? Aunque supongo que él podría decir lo mismo de mí.
Yo esperaba poder pasar uno o dos minutos sola en la oficina, para prepararme para este largo día sentada. Pero aquí está, el muy pelmazo. Me escondo tras el perchero y finjo hurgar en el bolso para ganar un poco de tiempo. Si me concentro en la cuestión del vestido, podré hacer caso omiso de los recuerdos del sueño de esta noche. Joshua alza los ojos de su agenda, con el lápiz en la mano, y me mira fijamente. Empiezo a desabrocharme el cinturón de la gabardina, pero no puedo seguir adelante. El azul de sus ojos es más vívido
que en mi sueño. Me mira como si estuviera tratando de leerme el pensamiento.
—Hace frío aquí, ¿no?
Él frunce la boca en un mohín de irritación y agita la mano como diciendo:
«déjate de cuentos». Fortaleciéndome con un hondo suspiro, me quito la gabardina y la cuelgo en mi percha especial acolchada. Mientras me dirijo hacia mi escritorio, noto en los muslos la fricción de los diminutos rombos de las medias. Me siento como si estuviera en traje de baño.
Veo que baja otra vez la vista hacia la agenda. Sus pestañas oscuras dibujan una media luna de sombra en sus mejillas. Parece más joven por un momento... hasta que vuelve a mirarme, ahora con unos ojos de hombre, duros y especulativos. Mis tobillos vacilan sobre los tacones.
—¡Córcholis! —exclama, y veo que su lápiz traza alguna marca en la agenda—. ¿Tienes una cita, Fresita?
—Sí —miento de forma automática. Él se pone el lápiz detrás de la oreja con aire cínico.
—Cuenta, cuenta.
 
Poso mi trasero en el borde de la mesa con fingida despreocupación. Noto el cristal frío en la parte posterior de los muslos. Ha sido un terrible error adoptar esta posición, pero ahora no puedo volver a incorporarme, quedaría como una idiota. Ambos contemplamos mis piernas.
Bajo la vista a mis zapatos rojos de tacón. Las baldosas del suelo están tan relucientes que entreveo las sombras por debajo de mi propio vestido. Me dejo caer el pelo sobre un ojo. Si me concentro en este absurdo vestido, olvidaré que mi cerebro desea que Joshua me lama, me muerda, me desnude.
—¿Qué pasa? —Por una vez, emplea un tono normal—. ¿Qué te ha pasado?
Me arreglo vagamente un rombo irregular del muslo. Seguro que llevo escrito el sueño en la cara. Noto un calorcillo en las mejillas. Él luce una camisa crema, tan suave y sedosa como las sábanas de mi sueño. Mi subconsciente es un pervertido. Intento sostenerle la mirada, pero me acobardo, miro para otro lado y, al final, consigo acercarme dignamente a mi silla. Ojalá pudiera salir de aquí con decoro y volverme a casa.
—Eh —dice, ahora con más energía—. ¿Qué pasa? Dime.
—He tenido... un sueño. —Lo suelto como quien dice: «la abuela se ha muerto». Me siento en mi silla y junto las rodillas con tanta fuerza que me rechinan los huesos.
—A ver, cuéntamelo. —Tiene otra vez el lápiz en la mano y yo parezco un terrier siguiendo el movimiento de un tenedor y un cuchillo. Empezamos a jugar al Pasapalabra. Pierde el primero que no encuentre una respuesta.
—Te has puesto completamente roja.
—Deja ya de mirarme. —Tiene razón, claro. Esta oficina, una bola de espejos como quien dice, lo confirma repetidamente.
—No puedo. Estás justo en mi línea de visión.
—Bueno, inténtalo.
—Es que no veo todos los días en la oficina un atuendo tan curioso y sumamente revelador. En el manual de Recursos Humanos sobre atuendo adecuado...
—Podrías apartar los ojos de mis muslos aunque sólo fuera el tiempo necesario para consultar el manual. —Es cierto: desvía la mirada hacia el suelo, pero al cabo de un segundo el puntito rojo de su mirilla de francotirador reaparece en mi tobillo y empieza a deslizarse hacia arriba.
—Me sé de memoria ese manual.
 
—Entonces deberías saber que los muslos no son un tema de conversación apropiado. Si acabo con ese vestido de poliéster tipo saco, ya puedes despedirte de ellos.
—Me encantaría... Conseguir el ascenso, quiero decir. No despedirme de...
Bueno, olvídalo.
—Ni lo sueñes. —Tecleo mi clave. La anterior ya ha caducado. Ahora es:
«¡MUERE-JOSH-MUERE!»—. Ese puesto es mío.
—Bueno, ¿y con quién es la cita?
—Con un chico. —Encontraré alguno antes de que termine la jornada. Lo contrataré, si hace falta. Llamaré a una agencia de modelos y preguntaré por el pescado del día. El chico me recogerá con una limusina delante de B&G y Joshua se quedará con un palmo de narices.
—¿A qué hora has quedado?
—A las siete —digo a voleo.
—¿Dónde? —Hace lentamente una marca con el lápiz. ¿Una X? ¿Una barra oblicua? No lo veo.
—Te noto muy interesado. ¿A qué viene tanto interés?
—Los estudios demuestran que si los jefes fingen interesarse por la vida personal de sus subordinados consiguen inyectarles ánimos y hacer que se sientan más valorados. Estoy empezando a practicar antes de convertirme en tu jefe. —Su discursito profesional contrasta con la extraña intensidad de sus ojos. Está realmente cautivado.
Yo le lanzo mi mirada más fulminante.
—He quedado para tomar una copa con él en el bar deportivo de Federal Avenue. Y tú jamás serás mi jefe.
—Qué coincidencia. Yo voy allí esta noche para ver el partido. A las siete. Mi ingeniosa mentirijilla ha sido un error táctico. Lo observo con atención, pero no consigo descifrar dónde termina su cara impertérrita y empieza la falsedad.
—Quizá nos veamos —continúa. Es diabólico.
—Claro, quizá. —Adopto un tono hastiado para que no note que estoy furiosa y sufriendo un ataque de pánico a la vez.
—Y en ese sueño... salía un hombre, ¿no?
—Sí, ya lo creo. —Mis ojos viajan sin permiso hacia él. Creo atisbar la silueta de su clavícula—. Era tremendamente erótico.
 
—Debería redactar un email para Jeanette —dice débilmente, tras una pausa para aclararse la garganta. Hace una pantomima poco convincente de teclear en su ordenador sin mirar siquiera la pantalla.
—¿He dicho erótico? Quería decir esotérico. Me he confundido. Me mira guiñando un ojo.
—¿Era un sueño... misterioso?
Bueno, que sea lo que Dios quiera. Ha llegado el momento de arriesgarme ante el detector de mentiras.
—Estaba lleno de símbolos y de significados ocultos. Yo me había perdido en un jardín y me encontraba a un hombre. Alguien a quien veo con mucha frecuencia, sólo que esta vez parecía un extraño.
—Continúa —dice. Resulta muy extraño hablar con él cuando no adopta esa máscara de aburrimiento.
Cruzo las piernas con toda la elegancia posible y sus ojos se deslizan durante un instante bajo mi escritorio para volver enseguida a centrarse en mi cara.
—Yo      no          llevaba nada      encima,               salvo     una        sábana —digo  en          tono confidencial. Hago una pausa—. Esto quedará estrictamente entre nosotros, ¿no?
Él asiente, embelesado; yo choco mentalmente esos cinco conmigo misma por haber ganado la partida de Pasapalabra.
He de prolongar este momento. No todos los días tengo la sartén por el mango. Me pongo pintalabios usando la pared como espejo. El color se llama Lanzallamas y es una de mis marcas distintivas. Un rojo violento, cruel, venenoso. Rojo de muñecas seccionadas. «El color de los calzoncillos del demonio», según dice papá. Tengo tantos pintalabios que siempre hay alguno al alcance de mi mano. Yo soy una chica en blanco y negro, pero gracias a Lanzallamas me convierto en una chica en tecnicolor. Vivo aterrorizada por el temor de que el fabricante lo deje de producir; por eso acumulo tantas reservas.
—El caso es que voy avanzando por ese jardín y el hombre camina justo detrás de mí. —Me estoy volviendo una mentirosa patológica. Es el efecto que tiene en mí Joshua Templeman—. Justo detrás. Digamos, pegado a mí. Arrimado a mi trasero.
Me pongo de pie y me doy una palmada en el culo lo bastante sonora para recalcar bien la idea. Las palabras suenan extremadamente verídicas, porque en gran parte lo son. Joshua asiente muy despacio; su garganta se contrae, tragando saliva, mientras sus ojos descienden por mi vestido.
 
—Creo reconocer su voz. —Hago una pausa de treinta segundos.
Me seco los labios y admiro la marca en forma de corazón del pañuelo de papel antes de estrujarlo y tirarlo a la papelera que tengo a los pies. Vuelvo a aplicarme pintalabios.
—¿Siempre has de hacer eso dos veces? —Joshua empieza a impacientarse con tanta interrupción y tamborilea con los dedos sobre la mesa.
Le guiño un ojo.
—No quiero que se corra. Ni que deje manchas al besar, ¿entiendes?
—¿Con quién es esa cita exactamente? ¿Cómo se llama?
—Con un chico, y punto. Me estás cambiando de tema, pero no importa. Lamento aburrirte. —Me siento y sacudo el ratón hasta que el ordenador cobra vida.
—No, no —dice Joshua débilmente, como si le faltara el aire—. No me aburres.
—De acuerdo. Así que voy por ese jardín, que es... completamente reflectante. Como si estuviera lleno de espejos.
Él asiente, con el codo sobre el escritorio y la barbilla apoyada en la mano.
Echa la silla hacia atrás.
—Y yo... —Hago una pausa, le lanzo una mirada—. Olvídalo.
—¡¿Qué?! —Levanta tanto la voz que doy un respingo.
—Yo le digo: «¿Quién eres? ¿Por qué me deseas tan desesperadamente?».
Y entonces, cuando me ha dicho su nombre, me he quedado tan patidifusa...
Joshua cuelga del extremo de mi sedal como un pez lustroso, todavía agitándose pero irremediablemente enganchado. Noto que el aire entre nosotros vibra de pura tensión.
—Ven aquí, te lo diré al oído —murmuro, mirando a uno y otro lado, aunque ambos sabemos que no hay nadie.
Joshua menea la cabeza reflexivamente y yo miro su regazo. Él no es el único que puede mirar por debajo del escritorio.
—Oh —digo, haciéndome la listilla.
Para mi asombro, las mejillas de Joshua empiezan a colorearse. Sí, Joshua Templeman se ha excitado en mi presencia. ¿Por qué será que me entran ganas de provocarle aún más?
—Ya me acerco yo a decírtelo. —Bloqueo la pantalla de mi ordenador.
—No hace falta.
—Necesito contarlo. —Avanzo lentamente y pongo las manos en el borde de su escritorio. Él mira mis medias de rejilla con una expresión tan torturada que casi me apiado de él.
—Esto no es nada profesional. —Alza la mirada hacia el techo, como buscando inspiración, y finalmente la encuentra—. Recursos Humanos.
—¿Ésa es nuestra contraseña para cortar el juego? Está bien, de acuerdo. — Bajo la luz de los fluorescentes, tiene un irritante aspecto bronceado y saludable, con la piel completamente impoluta. Aun así, hay un leve brillo en su rostro—. Estás un poco sudado. —Cojo un pósit de su escritorio y le planto lentamente un gran beso encima. Me lo desprendo de los labios y lo pego en medio de la pantalla de su ordenador—. Espero que no te esté entrando fiebre.
Me alejo hacia la cocina. Oigo el leve resuello que emiten las ruedas de su silla.
 
Vive un poco la vida.
El cubículo de Danny está medio desmontado y un tanto caótico. Hay cajas de embalar y montones de papeles y carpetas por todas partes.
—¡Hola!
Él se sobresalta y hace un borrón gris en la foto de autor que estaba retocando en Photoshop. Con tiento, Lucy.
—¡Perdona! Debería llevar una campanilla.
—No, no importa. Qué tal. —Pulsa «Deshacer» y «Guardar» y se vuelve hacia mí.
Sus ojos, rápidos como un relámpago, me recorren de arriba abajo y se quedan prendidos en el ruedo de mi vestido durante unos segundos de más.
—Bien. Me estaba preguntando si has encontrado algún invento en el que podamos empezar a trabajar.
Ni yo misma me creo lo directa que estoy siendo, pero, qué demonios, me encuentro en una situación desesperada. Está en juego mi orgullo. Necesito a alguien sentado a mi lado esta noche en un taburete de la barra. De lo contrario, Joshua se partirá el culo de la risa.
Una sonrisa se expande por su rostro.
—Tengo medio terminada una máquina del tiempo que podría mostrarte para que le eches un vistazo.
—Ah, ésas son sencillas. Yo te puedo echar una mano.
—Di el lugar y la hora.
 
—El bar deportivo de Federal Avenue, esta noche a las siete, ¿te parece?
—Suena fantástico. Toma, te voy a dar mi número. —Nuestros dedos se rozan cuando me da el papel. Ay, ay, ay. Qué chico tan simpático. ¿Dónde demonios estaba todo este tiempo?
—Nos vemos esta noche. Y tráete, hmmm, los planos.
Vuelvo sobre mis pasos sorteando cubículos y subo la escalera hasta la planta superior, sacudiéndome (mentalmente) el polvo de las manos. Asunto arreglado.
Ya es hora de ponerse a trabajar. Me desplomo en mi silla y empiezo a redactar nuestra propuesta para montar una actividad que fomente el espíritu de equipo. Dejo un espacio al final para dos firmas, pongo la mía y deposito la hoja en la bandeja de entrada de Joshua. Él tarda dos horas de reloj en cogerla. Cuando se digna a hacerlo, se lee la propuesta en unos cuatro segundos, estampa su firma al final y la deja en la bandeja de salida sin mirarme siquiera. Ha estado toda la mañana de un humor más bien raro.
Junto los dedos de ambas manos y comienzo el Juego de las Miradas. Transcurren unos tres minutos, pero finalmente da un suspiro y bloquea su pantalla. Nos miramos a los ojos con tal intensidad que es como si nos reuniéramos en un oscuro espacio virtual en 3D: no hay nada, salvo líneas de cuadrícula verdes y un profundo silencio.
—Bueno, ¿nerviosa?
—¿Por qué habría de estarlo?
—Por tu gran cita, Fresita. Hace bastante tiempo que no tienes una. Desde que yo te conozco, creo.
Hace el gesto de las comillas con los dedos al decir «gran cita». Está convencido de que es una trola.
—Es que soy muy exigente.
Él junta los dedos de las manos con tal fuerza que parece casi doloroso.
—De veras.
—Hay una tremenda carestía de hombres atractivos aquí.
—Eso no es cierto.
—¿Acaso estás buscando un soltero atractivo para ti?
—Yo..., no..., cierra el pico.
—Sí, será mejor que lo cierres. —Bajo la vista a su boca durante una fracción de segundo—. Al fin he encontrado a alguien en este lugar dejado de la mano de Dios. El hombre de mis sueños —añado, arqueando una ceja.
 
Él lo relaciona de inmediato con la conversación de primera hora de la mañana.
—Así que tu sueño era sobre alguien del trabajo.
—Sí. Pero va a dejar B&G muy pronto, o sea, que quizá tendré que dar un paso.
—¿Estás segura?
—Sí. —No recuerdo la última vez que ha parpadeado. Sus ojos están oscuros. Dan miedo—. Otra vez se te han puesto ojos de asesino en serie. —Me levanto y recojo la propuesta de la bandeja—. Voy a hacerte una copia para Fat Little Dick. Y no me vayas a fastidiar la propuesta, Joshua. Tú no tienes ni idea de cómo crear espíritu de equipo. Deja estas cosas a los que saben.
Cuando vuelvo de la fotocopiadora, parece algo menos sombrío, aunque tiene el pelo revuelto.
Coge el documento, donde he puesto el sello de «COPIA» y le echa un vistazo. Noto el momento exacto en que se le ocurre una idea. Es como la brusca pausa que hace un zorro al pasar frente a la puerta abierta de un gallinero. Levanta la vista, con los ojos centelleantes. Se muerde el labio, titubeando.
—Sea lo que sea, no lo hagas —le digo.
Coge un bolígrafo y escribe algo al pie. Intento mirar qué es, pero él se levanta y sostiene en alto la hoja, tan alto, de hecho, que roza el techo con una esquina. No puedo correr el riesgo de ponerme de puntillas con este vestido.
—¿Cómo iba a resistir la tentación? —Rodea su escritorio y me toca la barbilla con el pulgar al pasar por mi lado.
—¿Qué es lo que has hecho? —pregunto a su espalda, mientras él se dirige al despacho del señor Bexley. Yo entro apresuradamente en el de Helene, frotándome la barbilla.
—Estoy de acuerdo —me dice ella, dejando el documento después de leerlo—. Es una buena idea. ¿Te has fijado en que los Gamins y los Bexleys se sientan separados en la reunión del personal? Ya estoy harta. No hemos hecho nada como equipo desde el día de la fusión. Me tiene impresionada que Joshua y tú os hayáis avenido al mismo tiempo en este punto.
Confío en que mi perverso cerebro no archive la frase distorsionando el verbo obscenamente.
—Estamos puliendo nuestras diferencias —digo, sin que se me note que estoy mintiendo.
—Hablaré con Bexley en nuestra batalla campal de las cuatro. ¿Qué ideas tienes?
—He encontrado un centro de retiro corporativo que queda a sólo quince minutos de la autopista. Uno de esos sitios con pizarras blancas en todas las paredes.
—Suena caro —dice Helene, con una mueca. Ya tenía prevista esa reacción.
—He hecho números. Estamos por debajo del presupuesto de formación de este año.
—¿Y qué haremos en ese nidito corporativo?
—Ya se me han ocurrido varias actividades para fomentar el espíritu de equipo. Las haremos siguiendo un sistema de todos contra todos, rotando cada grupo de manera que los miembros de los equipos se mezclen regularmente. Me gustaría actuar como dinamizadora de las actividades. Quiero acabar con esta guerra entre Bexleys y Gamins.
—La gente odia a muerte las actividades en equipo —señala Helene.
No puedo discutírselo. Es una verdad corporativa universalmente reconocida que los empleados preferirían comer esqueletos de rata antes que participar en actividades grupales. Yo misma lo preferiría. Pero hasta que los sistemas para crear espíritu de equipo mejoren de forma significativa... esto es lo que hay.
—Habrá un premio al final para el participante que más se haya esforzado y que mayor aportación haya hecho a las actividades. —Hago una pausa teatral—. Un día libre pagado.
—Me gusta —dice, riendo.
—Joshua está tramando algo, sin embargo —le advierto. Ella asiente.
A las cuatro en punto, Helene entra en el Coliseo. Como de costumbre, los oigo gritar desde aquí.
A las cinco, Helene sale del despacho del señor Bexley y se acerca a mi escritorio en un estado de gran irritación.
—Josh —masculla, mirando por encima del hombro, con un tono impregnado de desagrado.
—¿Cómo está, señora Pascal? —responde Joshua haciéndose el inocente, como si tuviera un halo de santo en la cabeza.
Ella no le responde.
—Lo lamento, querida. Lo hemos echado a suertes con una moneda y he perdido. Hemos optado por la idea de Josh para fomentar el espíritu de equipo.
 
¿Cómo se llama esa tontada...? ¿Paintball?
No, por Dios.
—Pero si no era ésa la actividad recomendada. Y bien que lo sé, porque la propuesta la he redactado yo.
Joshua casi sonríe. Es como la luz trémula de un holograma cruzando su rostro y vibrando en oleadas.
—Me he tomado la libertad de ofrecerle una alternativa al señor Bexley. Un partido de paintball. Se ha demostrado que es una actividad efectiva para crear equipo. Aire fresco, actividad física...
—Heridas y demandas a la compañía de seguros —dice Helene, contando con los dedos—. Costes adicionales.
—La gente pagará veinte dólares de su propio bolsillo para disparar bolas de pintura a sus colegas —le asegura Josh, mirándome a mí—. A la empresa no le costará un centavo. Y todos firmarán un documento de exención, renunciando a cualquier demanda por daños. Los dividiremos en equipos.
—A ver, querido, ¿quieres decirme cómo fomentas el espíritu de grupo separando a la gente y dándoles pistolas de pintura?
Mientras ellos discuten con un tono falsamente educado, yo hiervo de furia. Joshua se ha apropiado de mi iniciativa corporativa y la ha rebajado a un nivel infantil y denigrante. Una maniobra típica de un Bexley.
—Quizá veamos cómo se forman alianzas inesperadas —le dice a Helene.
—En ese caso, quiero veros a vosotros dos juntos —sugiere ella astutamente.
Yo sería capaz de darle un abrazo. Joshua no puede disparar bolas de pintura a su compañera de equipo.
—Como digo, se formarán alianzas inesperadas. Pero, bueno, no pongamos nerviosa a Lucinda antes de su cita romántica.
—Ah, ¿de veras, Lucy? —Helene da unos golpecitos sobre mi escritorio—.
¿Una cita? Espero un informe completo por la mañana, querida. Y ven más tarde, si quieres. Trabajas demasiado. Vive un poco la vida.


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Mensaje por Guadalupe Zapata Lun 18 Feb - 18:15

berny_girl escribió:Capitulo 1
Un introducción un poco larga para mi gusto, espero que sea necesario para entender el desarrollo general de su odio del uno para el otro... aunque creo que es mas departe de ella.

Capitulo 2
Lucy parece estar mas preocupara de Joshua, que el de ella... hasta ahora creo que la enemistad es mas por parte de ella, buscando algo para perjudicar al otro, es un poco extremos a mi gusto.

Capitulo 3
Creo que la pelea por el nuevo puesto, sera una entretenida batallas de habilidades... ambos terminaran sacándose los ojos por no quedar bajo la jerarquía del otro.

Capitulo 4
Lucy por fin cuneta algo fuera de la oficina... me hacia falta algún dato mas personal... aunque su vida esta rodeada por Joshua...



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Mensaje por berny_girl Lun 18 Feb - 18:59

Lucy creo que está haciendo todo mal... Joshua está aprovechando de esas situaciones a su favor... para ganar una pequeña batalla.


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Mensaje por yiniva Mar 19 Feb - 12:36

Se gustan y no son novios ja, ja,  Lucy es toda una loquilla


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Mensaje por Guadalupe Zapata Mar 19 Feb - 16:12

Lucy es muy lista, pero no las ve venir.
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Mensaje por Maga Mar 19 Feb - 21:38

6

A las seis y media, empiezo a sacudir la rodilla nerviosamente.
—¿Piensas llegar tarde?
—No es asunto tuyo
Maldita sea, ¿es que no va a marcharse nunca? Lleva trabajando una jornada de once horas y sigue fresco como una rosa. Yo me derrumbaría con gusto en la cama.
—¿No has dicho a las siete? ¿Cómo vas a llegar allí?
—En taxi.
—Yo voy para allá. Te llevo. De veras, insisto. —Mientras mantenemos este pequeño diálogo, me observa con una expresión divertida. Está esperando que reconozca que he mentido. Él no sabe que tengo un as en la manga llamado Danny.
—Vale. Como quieras. —Mi furia por su apropiación de la propuesta corporativa ya se ha extinguido, dejando un poso amargo. Todo parece estar descontrolándose lentamente.
Me dirijo al baño de señoras, con el estuche de maquillaje en la mano. Mis pasos resuenan en el pasillo desierto. No he tenido una cita desde hace mucho. Estoy demasiado ocupada. Se me van las horas trabajando, odiando a Joshua Templeman y durmiendo. No me queda tiempo para nada más.
Joshua no puede creer que alguien esté dispuesto a salir conmigo. Para él, soy una pequeña arpía repugnante. Me hago la raya cuidadosamente con el delineador, trazando un diminuto ojo de gato. Me limpio el pintalabios hasta dejar sólo la mancha. Me echo un poco de perfume en el sujetador y me lanzo a mí misma un guiño y unas palabras de ánimo.
Tengo unos pendientes largos en el bolsillo lateral del estuche de maquillaje y me los pongo con cuidado. De la oficina a la vida nocturna, como dicen los artículos de las revistas. Me estoy subiendo el sujetador cuando me tropiezo a la salida del baño con Joshua, que trae mi gabardina y mi bolso. La impresión del contacto con su cuerpo me recorre de arriba abajo.

Él me mira de un modo extraño, como diciendo: «¿para qué haces todo esto?».
—Uf. Gracias.
Extiendo la mano y él me cuelga el bolso del brazo. Mantiene mi gabardina sujeta y pulsa el botón de llamada del ascensor.
—Bueno, al fin voy a ver tu coche —digo para romper el silencio. Esa idea me resulta más estresante que la perspectiva de encontrarme con Danny. El coche es un espacio estrecho y cerrado. ¿Alguna vez hemos estado Joshua y yo sentados el uno junto al otro? Lo dudo—. Llevo mucho tiempo imaginándomelo. He pensado que debe de ser un Volkswagen Escarabajo. Uno blanco y oxidado, como Herbie.
—Vuelve a intentarlo.
Abraza mi gabardina distraídamente. Sus dedos juguetean con la manga. Pegada a su cuerpo, parece la chaqueta de un crío. Me compadezco de esa pobre gabardina y extiendo la mano para cogerla, pero él no hace caso.
—Entonces será un Mini Cooper de principios de los ochenta. El asiento no se puede echar para atrás, de modo que has de poner las rodillas a cada lado del volante.
—Tienes una imaginación muy vívida. El tuyo es un Honda Accord de 2003. Plateado. Mugriento y desordenado por dentro. Con un problema crónico en la caja de cambios. Si fuese un caballo, ya le habrías pegado un tiro.
Llega el ascensor y se abren las puertas. Entro con cautela.
—Eres un asediador mucho más bueno que yo, no hay duda.
Siento un escalofrío de temor cuando veo cómo pulsa el botón del sótano con su enorme pulgar. Baja la vista hacia mí y me observa con ojos oscuros e intensos. Es evidente que está tramando algo.
Tal vez vaya a asesinarme ahí abajo. Acabaré muerta en un contenedor de basura. Los investigadores verán mis medias de rejilla y mis ojos maquillados y darán por supuesto que soy una puta. Seguirán todas las pistas falsas. Y, mientras, Joshua se limpiará con lejía los restos de mi ADN de los zapatos y se preparará tranquilamente un sándwich.
—Ojos de asesino en serie. —Ojalá no sonara tan asustada. Él mira su reflejo, por encima de mi hombro, en la pared reluciente del ascensor.
—Ah, ya veo lo que quieres decir. Tú tienes ese brillo caliente en los ojos.
—Mueve el dedo teatralmente sobre el panel de los botones del ascensor.
—Qué va. Ésta es mi mirada de asesina en serie también.

Él deja escapar un hondo suspiro y pulsa el botón de emergencias. Nos detenemos con una sacudida.
—No me mates, por favor. Seguramente hay una cámara de vigilancia. — Doy un paso atrás, despavorida.
—Lo dudo.
Él se alza sobre mí con aspecto amenazador y extiende las manos. Yo empiezo a levantar los brazos para cubrirme como si estuviera en una de esas espantosas películas de terror de un cine al aire libre. Ya está. Me va a estrangular. Ha perdido el juicio.
Me levanta del suelo cogiéndome por la cintura y coloca mi trasero sobre una barandilla en la que nunca me había fijado. Mis brazos quedan sobre sus hombros; el vestido se me desliza hasta lo alto de los muslos. Joshua baja la vista y suelta un ronco jadeo. Como si yo lo estuviera estrangulando a él.
—Bájame. No tiene gracia. —Mis pies se menean inútilmente en espiral.
Ésta no es la primera vez en mi vida que un grandullón abusa de su fuerza conmigo. Marcus DuShay, en tercer curso, me lanzó sobre el capó del coche del director y luego huyó mondándose de risa. Los gajes de las personas bajas. No podemos vivir con dignidad en este mundo de talla grande.
—Hazme una visita por aquí arriba, sólo un segundo.
—¿Para qué demonios? —Intento bajarme, pero él me rodea la cintura con las manos y me aprieta contra la pared. Me agarro con fuerza de sus hombros y llego a la fundamentada conclusión de que su cuerpo es asombrosamente musculoso por debajo de esas camisas de Clark Kent—. ¡Santo cielo! —Su clavícula parece una barra de hierro bajo las palmas de mis manos. Farfullo estúpidamente las palabras que me vienen a la cabeza—. Músculos. Huesos.
—Gracias.
Nos estamos quedando sin aliento. Aprieto la pierna contra su cuerpo para mantener el equilibrio y él me rodea la pantorrilla con la mano.
Cuando me sujeta del maxilar con la otra mano y me echa la cabeza hacia atrás, me preparo para sentir la presión en el cuello. En cualquier momento, su palma caliente me estrujará la tráquea y empezaré a morir. Ahora casi nos rozamos las narices. Nos echamos mutuamente el aliento. Noto que pone un dedo detrás del lóbulo de mi oreja y me estremezco al sentir cómo lo desliza.
—Fresita.
El dulce diminutivo se disuelve en el aire. Trago saliva.
—No voy a matarte. Tú siempre tan dramática. —Y entonces pone suavemente su boca sobre la mía.
Ninguno de los dos cerramos los ojos. Seguimos mirándonos como siempre, esta vez más de cerca que nunca. El iris de sus ojos tiene un cerco negro azulado. Baja las pestañas y me mira con una expresión como de rencor.
Sus dientes apresan mi labio inferior en un leve mordisco. Se me pone la carne de gallina. Mis pezones se tensan. Los dedos de los pies se me curvan dentro de los zapatos. Lo rozo sin querer con la lengua cuando compruebo si tengo el labio lastimado, aunque en realidad no me ha hecho daño. Ha sido demasiado suave, demasiado cauto. Mi cerebro zumba inútilmente buscando explicaciones sobre lo que está sucediendo mientras mi cuerpo se remueve y se acomoda mejor.
Cuando él se inclina otra vez y empieza a mover la boca sobre la mía, abriéndola con suavidad, caigo por fin en la cuenta.
Joshua... Templeman... me... está... besando.
Durante unos segundos me quedo paralizada. Parece que se me ha olvidado cómo se besa. Ha pasado mucho tiempo desde que practicaba asiduamente. Sin que parezca que le moleste, él me explica las reglas con su boca.
El Juego del Beso funciona así, Fresita. Aprieta, retrocede, ladea la cabeza, respira, repite. Utiliza las manos para encontrar el ángulo correcto. Relaja los músculos, como en un lento y húmedo deslizarse. ¿No oyes la palpitación de la sangre en tus propios oídos? Sobrevive con minúsculas bocanadas de aire. No pares. No pienses siquiera. Deja escapar un suspiro estremecido, apártate un poco, deja que tu oponente te atrape con los labios o los dientes, y vuelve a zambullirte en un beso aún más profundo. Más húmedo. Siente cómo cobran vida tus terminaciones nerviosas con cada roce de la lengua. Siente una presión nueva entre las piernas.
El objetivo del juego es seguir así durante el resto de tu vida. A la mierda la civilización y todo lo que implica. Este ascensor es ahora tu hogar. Esto es lo que haremos ahora.
Ni se te ocurra parar, joder.
Me pone a prueba: se aparta durante una fracción de segundo. La regla primordial infringida. Atraigo su boca hacia la mía con el puño crispado que apoyo en su cogote. Soy una alumna rápida y él, un profesor perfecto.
Sabe a esas pastillitas de menta que siempre está masticando. ¿A quién se le ocurre masticar pastillas de menta? Yo lo probé una vez y me quedó la boca ardiendo. Él lo hace para molestarme; sus ojos destellan divertidos ante mis bufidos de irritación. Ahora, en justo castigo, lo mordisqueo yo. Pero eso lo incita a apretarse más contra mí, a estrecharme con ese cuerpo endurecido, transmitiéndome su calor allí donde entramos en contacto. Nuestros dientes entrechocan con un tintineo.
¿Qué coño sucede?, pregunto en silencio con mi beso.
Cierra el pico, Fresita. Te odio.
Si fuéramos actores de una película, estaríamos chocando contra las paredes, saltarían por el aire los botones, la rejilla de mis medias acabaría desgarrada, mis zapatos caerían al suelo. Pero no: éste es un beso decadente. Estamos apoyados en un muro iluminado por el sol, lamiendo soñadoramente unos cucuruchos de helado, sucumbiendo velozmente al golpe de calor y a unas absurdas alucinaciones.
Ven, un poquito más cerca. Se está derritiendo todo. Tú lame el mío y yo lameré el tuyo.
La gravedad me agarra del tobillo y empieza a apearme de la barandilla. Joshua me alza aún más arriba, sujetándome por la parte posterior del muslo. Suelto un gruñido de indignación en protesta por esa fugaz separación de su boca. Vuelve aquí, no te saltes las normas. Él tiene la sensatez de obedecer.
El ruido que emite como respuesta es una especie de «ajá», ese sonido divertido que hace la gente al descubrir algo inesperado pero agradable, como diciendo: «debería haberlo imaginado». Sus labios se curvan. La primera sonrisa que le sale a Joshua en mi presencia la esboza bajo la presión de mis labios. Me aparto, estupefacta, y en una fracción de segundo su rostro retoma la expresión seria, aunque ahora algo sofocada.
Bruscamente, sale un fuerte zumbido del altavoz del ascensor. Ambos nos sobresaltamos cuando una vocecita suelta un «ejem» y pregunta a continuación:
—¿Va todo bien ahí dentro?
Nos quedamos paralizados en un cuadro vivo titulado Pillados in fraganti.
Joshua es el primero en reaccionar. Se inclina y pulsa el botón del interfono.
—He chocado con el botón. —Me baja lentamente al suelo y retrocede unos pasos. Yo apoyo el codo en la barandilla para sostenerme, porque las piernas se me van para cualquier lado, como si llevara patines.
—¿Qué demonios ha sido esto? —pregunto, resollando, con mis últimos restos de aire.
—Al sótano, por favor.
—De acuerdo.

El ascensor desciende algo así como un metro y las puertas se abren. Si Joshua hubiera esperado medio segundo más, esto no habría sucedido. Mi gabardina está en el suelo, hecha un gurruño. Él se agacha y la recoge, y empieza a sacudirla con un cuidado sorprendente.
—Vamos.
Sale del ascensor sin mirar atrás. Los pendientes se me han enganchado en el pelo: me los ha enredado él con las manos. Miro alrededor, buscando alguna salida. No hay ninguna. Las puertas del ascensor se cierran a mi espalda. Joshua abre un coche deportivo negro de estilo arrogante. Cuando llego a la puerta del copiloto, nos miramos de frente. Yo tengo los ojos como platos. Él vuelve la cara para que no vea cómo sonríe. Capto el reflejo de sus dientes blancos en el retrovisor de una furgoneta cercana.
—Ay, Dios —dice lentamente, volviéndose de nuevo hacia mí y pasándose la mano por la cara para borrar la sonrisa—. Te he traumatizado.
—Pero..., pero...
—Vamos.
Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me sostendrían.
—Ni se te ocurra —me dice.
Me deslizo en su coche y a punto estoy de desmayarme. Su fragancia está intensificada aquí a la perfección: caldeada por el verano, preservada por la nieve, sellada y presurizada entre el metal y el vidrio. La inhalo como si fuera una perfumista profesional. Notas de salida: menta, café amargo y algodón. Notas corazón: pimienta y pino. Notas de fondo: cuero y cedro. Un olor tan lujoso como el cachemir. Si su coche huele así, imagínate su cama. Buena idea. Imagínate su cama.
Él sube y deja mi gabardina en el asiento trasero. Miro su regazo de reojo. Jooo-der. Aparto la mirada. Lo que tiene ahí es lo bastante impresionante para que mis ojos vuelvan furtivamente a echar un vistazo.
—Te has quedado muerta del susto —me reprende como un maestro de escuela.
A mí me sale una respiración temblorosa. Él se vuelve a mirarme con unos ojos oscuros. Levanta la mano y yo me estremezco. Frunce el ceño, se detiene un momento y luego gira mi pendiente con cuidado y lo coloca en su sitio.
—Creía que ibas a matarme.
—Todavía lo deseo. —Mueve la mano hacia el otro pendiente.
Tengo la cara interior de su muñeca al alcance para darle un mordisco. Él va apartando meticulosamente los mechones enganchados hasta liberar el pendiente del todo.
—Lo deseo. Con toda mi alma. No te haces una idea.
Arranca el coche, da marcha atrás y empieza a conducir como si no hubiera pasado nada.
—Tenemos que hablar de esto. —Me sale una voz ronca y lasciva. Sus dedos se contraen sobre el volante.
—Bueno, parecía el momento adecuado.
—Pero me has... besado. ¿Por qué lo has hecho?
—Quería comprobar una teoría que tenía desde hace un tiempo. Y tú me has devuelto el beso. Sin la menor duda.
Me remuevo en mi asiento. El siguiente semáforo está en rojo y Joshua frena. Mira mi boca y mis piernas.
—¿Tenías una teoría? Más bien querías confundirme antes de mi cita. — Los coches de detrás empiezan a tocar la bocina. Me vuelvo para echar un vistazo—. Vamos.
—Ah, exacto, tu cita. Tu famosa cita imaginaria.
—De imaginaria nada. He quedado con Danny Fletcher, del Departamento de Diseño.
La sorpresa y la confusión de su cara es un verdadero prodigio. Quiero encargarle a un retratista que refleje esa expresión en un óleo, para legárselo a las generaciones futuras. Es algo realmente impagable.
Los conductores empiezan a adelantarnos por ambos lados, tocando la bocina y pegando gritos. La retahíla de exabruptos y obscenidades consigue arrancarlo de su estupor.
—¿Cómo? —Finalmente, ve la luz verde del semáforo y acelera con brusquedad, aunque vuelve a frenar enseguida para esquivar a un coche que está girando. Se pasa una mano por la boca. Nunca lo he visto tan aturdido.
—Danny Fletcher. He quedado en ese bar con él dentro de diez minutos. Es ahí adonde me llevas, ¿recuerdas? ¿Qué te ocurre?
Él permanece callado durante varias manzanas. Yo me miro las manos sin poder pensar en nada, salvo en la sensación de su lengua en mi boca. En mi boca. Calculo que debe de haber habido diez mil millones de besos de ascensor en la historia de la humanidad. ¡Qué idiotas! ¡Mira que caer en ese cliché!
—¿Creías que estaba mintiendo? —Bueno, técnicamente estaba mintiendo, pero sólo al principio.

—Yo siempre doy por supuesto que mientes. —Cambia de carril con un viraje furioso. Un nubarrón negro y amenazador ensombrece su rostro.
Un dato contrastado. Odiar a alguien resulta agotador. Cada pulsación de la sangre en mis venas me acerca un poco más a la muerte, y yo estoy malgastando esos minutos preciosos con una persona que me desprecia profundamente.
Cierro los ojos para volver a evocar la escena. Estoy de los nervios mientras deposito con esfuerzo una caja sobre mi escritorio, en la décima planta del edificio recién estrenado de B&G. Hay un hombre junto a la ventana, observando el tráfico de primera hora de la mañana. Se vuelve y nos miramos a los ojos por primera vez.
Nunca recibiré otro beso como ése: nunca en toda mi vida.
—Ojalá pudiéramos ser amigos. —Lo digo en voz alta sin querer. He reprimido estas palabras tanto tiempo que me da la sensación de haber arrojado una bomba.
Él está tan callado que pienso que a lo mejor no me ha oído. Pero entonces me lanza una mirada tan tremendamente despectiva que me provoca un doloroso retortijón.
—Nosotros nunca seremos amigos, jamás —pronuncia «amigos» como si hubiera dicho «patéticos».
Frena delante del bar y yo me bajo antes de que el coche pare del todo y me alejo corriendo. Oigo que me llama a gritos, enfurecido. Observo que me ha llamado Lucy.
Veo a Danny en la barra, con una botella de cerveza en la mano, me abro paso a toda velocidad entre los corrillos y caigo prácticamente en sus brazos. Pobre Danny. Se ha presentado puntualmente, como un caballero, y no tiene ni idea de lo loca que está la mujer con la que ha quedado esta noche.
—Hola. —Danny está contento—. Has venido.
—¡Pues claro! —acierto a decir con una risita trémula—. Necesito una copa después del día que he pasado.
Me encaramo como un jockey en el taburete. Danny le hace una seña al barman. Dos bates de béisbol idénticos giran en las enormes pantallas situadas sobre la barra. Todavía siento la boca de Joshua en la mía. Me aprieto los labios con dedos temblorosos.
—Un gin-tonic bien grande. Lo más grande posible, por favor.
El barman me lo sirve y yo vacío la mitad de su contenido en mi boca y también un poquito por mi barbilla. Me lamo las comisuras de los labios.

Todavía noto el sabor de Joshua. Danny me mira a los ojos cuando bajo la copa.
—¿Va todo bien? Me parece que te conviene desahogarte.
Le echo un buen vistazo. Se ha puesto unos tejanos oscuros y una camisa de vestir a cuadros. Me gusta que haya hecho el esfuerzo de ir a cambiarse a casa.
—Tienes buen aspecto —le digo con sinceridad. Sus ojos relampaguean.
—Y tú estás preciosa —dice en tono confidencial. Apoya el codo en la barra y me observa con una expresión abierta, sin malicia. Siento una extraña burbuja de emoción en mi pecho.
—¿Qué? —Me limpio la barbilla, azorada. Un hombre que me mira como si no me odiara. Qué extraño.
—No he podido decírtelo en la oficina. Pero siempre he pensado que eres la chica más preciosa del mundo.
—Ah. Vaya. —Seguramente me pongo roja como un tomate. Siento que se me contrae la garganta.
—Veo que no te sientan bien los cumplidos.
—No recibo muchos. —Es la pura verdad. Él se ríe.
—Ya, seguro.
—Es la verdad. Salvo cuando hablo con mi madre y mi padre por Skype.
—Tendré que cambiar eso. Bueno. Háblame de ti.
—Trabajo para Helene, ya lo sabes —empiezo, indecisa. Él asiente, torciendo la boca.
—Y, bueno, eso es todo.
Danny sonríe, y a mí poco me falta para caerme del taburete hacia atrás. Me relaciono tan poco que apenas soy capaz de conversar con seres humanos normales. Quisiera estar en casa, en mi sofá, con todos los almohadones sobre la cabeza.
—Sí, pero yo quiero saber cosas sobre ti. ¿Qué haces para divertirte? ¿De dónde es tu familia?
Su expresión es totalmente sincera e inocente. Me hace pensar en los niños antes de que la vida los estropee.
—¿Te importa que vaya primero a refrescarme? Vengo directamente de la oficina. —Me bebo de un trago la otra mitad del vaso. El leve gusto a menta de mi lengua enmascara el sabor.
Él asiente y yo me voy directa hacia el baño. Me apoyo en la pared junto a la puerta, saco un pañuelo de papel de mi sujetador y me lo aplico en el rabillo de los ojos. «Preciosa.»
Una sombra oscurece el pasillo y yo deduzco sin más que es Joshua. Incluso en los márgenes de mi visión periférica, su físico me resulta más conocido que mi propia sombra. Trae la gabardina que me he dejado en el asiento trasero.
Me pongo a reír, y sigo riéndome hasta que las lágrimas surcan mis mejillas, arruinándome probablemente el maquillaje.
—Vete a la mierda —le digo, pero él continúa acercándose. Me coge de la barbilla y examina mi rostro.
El recuerdo del beso flota aún entre nosotros, y no me animo a mirarle a los ojos. Me acuerdo del gemido que he soltado en su boca. Me entra una sensación de humillación.
—No te acerques. —Lo ahuyento con la mano.
—Estás llorando.
Me abrazo a mí misma.
—No, no es verdad. ¿Para qué has venido?
—Aparcar por aquí es una pesadilla. Tu gabardina.
—Ah, mi gabardina. Sí, vale. Estoy demasiado cansada esta noche para pelearme contigo. Tú ganas.
Él parece confuso, así que me explico.
—Ya me has visto reír y llorar. Me has hecho besarte cuando debería haber abofeteado esa cara engreída. Así que has tenido un buen día. Ahora ve a ver tu partido y a comer pretzels.
—¿Crees que es ése el trofeo que pretendo conseguir? ¿Verte llorar? — Menea la cabeza—. No es eso en absoluto.
—Desde luego que sí. Y ahora lárgate. —Se lo digo más enérgicamente. Él retrocede y se apoya en la pared opuesta.
—¿Por qué te escondes aquí? ¿No deberías estar ahí fuera, deslumbrándolo con tus jodidos encantos? —Mira en dirección a la barra y se restriega la cara con la mano.
—Necesitaba un minuto. Y no siempre es tan fácil, créeme.
—Estoy seguro de que no tendrás ningún problema.
No suena sarcástico. Me seco las lágrimas y miro el pañuelo. Está bastante manchado de rímel. Doy un suspiro tembloroso.
—Estás perfecta. —Es el comentario más amable que me ha hecho jamás. Empiezo a tantear la pared, tratando de encontrar el acceso a otra dimensión, o al menos la puerta del baño. Cualquier cosa con tal de perderlo de vista. Él me pone la mano en el pelo; tiene una expresión agitada en la cara.
—De acuerdo, no debería haberte besado. Ha sido una estupidez por mi parte. Si quieres denunciarme a Recursos Humanos...
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Temes que te denuncie? —Levanto tanto la voz que varios clientes se vuelven a mirar. Inspiro hondo y continúo con un tono más discreto—. Has acabado totalmente conmigo. Ya ni siquiera sé cómo reaccionar cuando un chico me dice que soy preciosa.
La consternación se adueña de su rostro.
—Por eso estoy llorando. Porque Danny me ha dicho que soy una chica preciosa y yo he estado a punto de caerme del taburete. Has conseguido desmoronarme.
—Yo... —empieza a decir, pero no le sale nada—. Lucy, yo...
—Ya no puedes hacerme nada más hoy. Has ganado.
Por la expresión de su rostro, creo que le he dado un buen golpe. Su sombra se aleja por el pasillo y luego desaparece.



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Mensaje por berny_girl Mar 19 Feb - 21:45

No esperaba que se dieran un beso tan luego y más de esa forma... Pero Lucy está dramatizando toda la situación... No deja que Joshua se explique, solo comienza a hablar todo de una, sin permitir que nadie más se pueda comunicar... Además que patético culparlo por su poca autoestima, si eso es un problema de ella.


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Mensaje por yiniva Miér 20 Feb - 15:58

Púes si que me sorprendió el beso, yo ya quiero que se sienten hablar bien, y quiero saber quién se queda con el puesto.
Gracias


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