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Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne

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Guadalupe Zapata
Alison19
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Mensaje por Maga Miér 20 Feb - 23:22

7

 
Llamo a Helene por la mañana para decirle que no tengo resaca pero que debo resolver unos asuntos personales y llegaré un poco tarde. Ella tiene la gentileza de decirme que descanse y que me tome el día libre.
«Descansa, y termina la solicitud para el puesto, querida. Mañana se acaba el plazo.»
Me estoy perdiendo un día de camisa de color amarillo claro. El color de las paredes del cuarto infantil cuando el bebé no ha nacido y su sexo es una sorpresa. El color de mi alma cobarde.
Anoche, una vez que Joshua se alejó con expresión culpable, me adecenté, volví a sentarme con Danny y conseguí salvar la velada. Danny y yo tenemos varias cosas en común. Sus padres poseen una granja familiar, así que mi confesión de que me crie en una plantación de fresas no desató los habituales comentarios despectivos, divertidos y condescendientes.
Lo cual me animó a hablar más del tema de lo que suelo hacer normalmente. Intercambiamos anécdotas de la vida en una granja. Yo espiaba las expresiones que cruzaban su rostro como quien estudia las nubes. Pero la verdad es que pasamos juntos varias horas riéndonos como viejos amigos. Tan cómodos como con unas zapatillas mullidas.
Debería estar contenta y excitada. Debería estar puliendo mi solicitud. Debería estar pensando en una segunda cita. Pero termino haciendo lo único que no debería hacer. Me tumbo en la cama con los ojos cerrados, evocando el beso.
«Mira, Fresita, si estuviéramos coqueteando, te habrías dado cuenta.»
Quizá se le olvidó que yo era Lucinda Hutton, la complaciente Fresita, y me transformé para él en algo distinto. Un espacio cerrado, un maquillaje distinto, mi vestido corto, el perfume reciente... Me convertí en objeto de su deseo en un arrebato de locura que se prolongó mientras bajamos de la décima planta al sótano. Y durante ese tiempo fue totalmente mío.
 
«Quería comprobar una teoría que tenía desde hace un tiempo.» ¿Qué teoría? ¿Cuánto tiempo es «un tiempo»? Si yo era una especie de experimento, él debería haber tenido la decencia de explicarme su conclusión.
Cuando pienso en cómo me mordía suavemente el labio inferior, siento una tensión palpitante entre las piernas. Cuando pienso en el contacto de su mano en la cara posterior de mi muslo, me veo obligada a extender el brazo y a palparme la zona en la que se desplegaron sus dedos. ¿Y la dureza de su cuerpo? Me quedo sin aliento unos momentos. Me pregunto qué sabor tuve yo para él. Qué sensación le produje.
Estoy ganduleando en pijama a las tres de la tarde, paralizada por el plazo límite de entrega de la solicitud, cuando oigo el timbre del interfono y me sobresalto. Lo primero que pienso es que es Joshua, que viene a arrastrarme a la oficina. Pero no: es un repartidor con unas flores. Un enorme ramo de rosas de intenso color rojo. Abro el sobrecito. En la tarjeta hay sólo cuatro palabras.
«Tú siempre estás preciosa.»
No está firmada, pero tampoco hace falta. Ya me imagino la expresión dulcificada de Jeanette al darle a Danny un pósit con mi dirección y añadir por lo bajini: «Esto yo no te lo he dado». Incluso las damas de RR. HH. son capaces de infringir las normas por amor.
Le envío un mensaje de texto.
 
¡Muchas gracias!
 
Él responde casi en el acto.
 
Me lo pasé muy bien. Me encantaría volver a verte.
 
Yo respondo:
 
¡Por supuesto!
 
Me quedo mirando las flores, con los brazos en jarras. Esta inyección para mi ego no podría haberme llegado más oportunamente. Me siento frente al ordenador. El puesto será mío. Y Joshua tendrá que largarse.
—Acabemos esto de una vez.
 
Cuando entro el viernes en la oficina, él es un gran borrón de color mostaza en la esquina de mi campo visual. Cuelgo la gabardina y me voy directa al despacho de Helene. Por una vez, ha llegado temprano. Sería capaz de rodearla con mis brazos y estrecharla con fuerza.
—Aquí estoy. —Ella me indica que pase y yo cierro la puerta.
—¿Ya lo has enviado? Asiento.
—Joshua también ha enviado el suyo. Y hay dos candidatos externos por ahora. ¿Qué tal la cita? ¿Te encuentras bien?
Ella siempre la viva imagen de la compostura. Hoy lleva un blazer sobre una camiseta que seguramente es de seda y una falda de lana. Nada tan vulgar como el algodón para Helene. Espero que cuando se muera me deje su guardarropa.
Me acomodo en una silla.
—Estuvo bien. Era con Danny Fletcher, del Departamento de Diseño. Espero que no haya problema. La semana que viene deja la empresa para trabajar por su cuenta.
—Lástima. Trabaja bien. Desde luego, no habrá ningún problema en que lo veas.
Me viene a la cabeza el beso a Joshua en el ascensor. Eso sí que es un problema.
—Pero algo sucedió —aventura Helene.
—Antes de la cita, tuve una tremenda discusión con Joshua y consiguió alterarme. Y ayer por la mañana me sentía más bien inestable. Con la sensación de que, si venía aquí, acabaríamos los dos saliendo en camilla y bañados en sangre.
Helene me observa con aire especulativo.
—¿Sobre qué fue la discusión?
Quizá no sea tan buena idea desahogarme con Helene y explicarle mis cuitas. No es nada profesional por mi parte. Me arden las mejillas y, como no se me ocurre una mentira, abrevio la historia.
—Él pensaba que yo mentía, que no era verdad que tuviera una cita. Soy muy aburrida, según él.
—Interesante —dice despacio—. ¿Has analizado esto a fondo?
Me encojo de hombros. Lo he analizado obsesivamente, hasta el extremo de no poder dormir.
 
—Estoy enfadada conmigo misma por dejar que me saque de mis casillas. Pero no puede imaginarse lo duro que es estar sentada frente a él, aguantando sus constantes ataques.
—Me hago cierta idea. Se llama guerra a muerte, querida. —Señala la pared con el pulgar.
Helene es la persona ideal para las confidencias de este tipo. El señor Bexley está ahora mismo al otro lado de esa pared, tramando formas de asesinarla. Ella sigue mi mirada. Oímos débilmente un estornudo, un pedo y unos gruñidos.
—¿Por qué pensaba Joshua que mentías? Y a ti... ¿por qué te molestó tanto que lo pensara? —Helene va dibujando espirales en su libreta y yo me siento medio hipnotizada. Se ha convertido en mi terapeuta.
—Él me considera cómica. Siempre se está riendo de lo que hacen mis padres. Seguro que se ríe del lugar donde estudié. De mi ropa. De mi estatura. De mi cara.
Helene asiente con paciencia, observando cómo me esfuerzo en desplegar esos pensamientos enmarañados.
—Me molesta que tenga este concepto de mí. Es eso lo que me confunde.
Lo único que quiero es que me respete.
—Tú siempre has procurado que te vean como una persona simpática y tratable —comenta Helene—. Le caes bien a todo el mundo. Él es el único que se resiste.
—Él está empeñado en destruirme. —Quizá estoy dramatizando un poquito más de la cuenta.
—Y tú, empeñada en destruirlo a él —señala Helene.
—Sí. Pero yo no deseo ser así.
—Bueno, evita hoy el contacto con él. Te puedes instalar unos días en el despacho vacío de la tercera planta. Te desviaremos allí las llamadas.
Meneo la cabeza.
—Es muy tentador, pero no. Soy capaz de manejar la situación. Prepararé el borrador del informe trimestral y no le diré ni una palabra. Me olvidaré de que existe.
Todavía recuerdo el sabor de su boca. Estuve respirando su cálido aliento hasta que se me llenaron los pulmones del todo. Tenía su aliento en mi interior. Y en sólo dos minutos me enseñó cosas que no había descubierto en mi vida. O sea, que olvidar su existencia será todo un desafío, pero este trabajo es así: un desafío constante.
Cierro suavemente la puerta del despacho de Helene y trato de calmarme.
Me vuelvo y ahí está, encorvado sobre su mesa.
—Eh —dice. Una versión abreviada de Cómo estás.
—Hola —respondo rígidamente, y me dirijo a mi mesa como si caminara con unos zancos diminutos.
Lo que dice a continuación me deja estupefacta.
—Lo siento, Lucy. Lo siento muchísimo.
Le creo. La imagen de su atormentada expresión cuando se alejó de mí, en el bar, me ha impedido dormir casi del todo durante dos noches seguidas. Ahora es la ocasión. Ahora podría volver a situarnos a ambos en la posición habitual. Podría lanzarle una pulla y él se apresuraría a devolvérmela. Pero no: yo no deseo ser así.
—Ya sé que lo sientes. —Ambos estamos a punto de sonreír y cada uno observa la boca del otro. El fantasma del beso en el ascensor sigue flotando entre nosotros.
Él no está tan impecable como siempre. Se le ve algo desaliñado, probablemente a causa de un par de noches durmiendo mal. El tono mostaza de su camisa me parece el color más feo que he visto en mi vida. Tiene el nudo de la corbata mal hecho, y una sombra de barba en la mejilla. El pelo lo lleva desgreñado, con un mechón erizado en un lado que parece un cuerno de demonio. Casi parece un Gamin hoy. Está realmente divino y me mira con un recuerdo flotando en los ojos.
Deseo correr hasta que me duelan las piernas. Deseo barrer el contenido de su escritorio de un mandoble. Noto el contacto de la ropa sobre mi piel desnuda. Así es como me hacen sentir sus ojos cuando me mira.
—Vamos a bajar las armas, ¿de acuerdo? —Alza las manos para mostrar que está desarmado. Esas manos son lo bastante grandes para abarcar mis tobillos. Trago saliva.
Para disimular mi incomodidad, hago la pantomima de sacarme una pistola del bolsillo y arrojarla a un lado. Él se lleva la mano a una imaginaria pistolera de hombro, saca la pistola y la deja sobre su agenda. Yo desenfundo un cuchillo invisible de mi muslo.
—Todas —digo, señalando bajo el escritorio.
Él se agacha y simula que se saca un revólver del tobillo.
 
—Así está mejor. —Me desplomo en mi silla y cierro los ojos.
—Eres una persona muy rara, Fresita. —Su tono no es desagradable. Me fuerzo a abrir los ojos. El Juego de las Miradas casi me mata. Sus ojos son del mismo azul que el pecho de un pavo real. Es como si todo estuviera cambiando.
—¿Vas a denunciarme a Recursos Humanos?
Algo vuelve a cerrarse en mi pecho con una punzada de dolor. O sea, que por eso tiene este aspecto de mierda. Debió de pasar un día infernal ayer, imaginando cómo lo sacarían del edificio los guardias de seguridad en cuanto yo volviera. Mi escritorio vacío debió de ser una visión terrorífica para él. Ya se veía a sí mismo encerrado en una celda por abusar de mujeres diminutas. Ahora lo entiendo todo. Mira que soy idiota.
—No. Pero ¿podríamos no volver a mencionar... eso... nunca más, por favor? —Me salen las palabras algo roncas. Lo estoy soltando del anzuelo, en lugar de tomarle el pelo con el destino que le espera. Un paso más para convertirme en la persona que me gustaría ser.
Pese a todo, él frunce el ceño como si se sintiera profundamente ofendido.
—¿Es eso lo que quieres?
Asiento, pero soy una mentirosa de cuidado. «Lo único que quiero es besarte hasta quedarme dormida. Quiero deslizarme entre tus sábanas y descubrir qué ocurre en tu cabeza, y también debajo de tu ropa. No quiero quedar como una tonta por ti.»
La puerta del señor Bexley está entreabierta, así que bajo la voz todo lo posible.
—Me está volviendo loca todo esto.
Él puede apreciar claramente que es cierto. Tengo una mirada desesperada y enloquecida. Asiente, con un gesto terminante. Control + A. Borrar. Ese beso no ha existido.
Rezo para que surja alguna distracción. Un simulacro de incendio. Una llamada de Julie para anunciarme que nunca más cumplirá un plazo de entrega. Y yo no soy la única que está rezando para que el suelo se hunda bajo nuestros pies.
—¿Y qué tal... tu cita? —dice con voz apagada. Tiene los nudillos blancos de tan crispados. Ser amable conmigo le exige un gran esfuerzo.
—Bien. Tenemos muchas cosas en común. —Trato inútilmente de despertar a mi ordenador de su letargo.
—Sí, claro. Los dos sois bajitos. —Mira su pantalla, con el ceño fruncido, como si esta conversación fuera la más ardua de su vida. Actuar amigablemente no le sale con naturalidad.
—Ni siquiera se burló de mí por lo de las fresas. Danny es... simpático. Es mi tipo. —Es lo único que se me ocurre.
—Lo que quieres es un tipo simpático, entonces.
—Es lo que quiere todo el mundo. Mis padres llevan una eternidad rogándome que me busque un buen chico. —Mantengo un tono ligero, pero dentro de mí empieza a formarse una burbuja de esperanza. Estamos hablando como amigos.
—Y el señor Simpático ¿te acompañó a casa? Ya veo lo que quiere saber.
—No. Tomé un taxi. Volví sola.
Deja escapar el aire audiblemente. Se restriega la cara de puro cansancio y luego me mira entre los dedos.
—¿A qué jugamos ahora?
—¿Qué te parece a Compañeros Normales? ¿O al Juego de la Amistad? Hace tiempo que me muero de ganas de probar alguno de los dos. —Levanto la vista, conteniendo el aliento.
Él se incorpora en la silla y me mira ceñudo.
—Los dos serían una pérdida de tiempo, ¿no crees?
—Ay, qué pena. —Si lo digo sarcásticamente, no sabrá que lo proponía en serio.
Veo que abre su agenda, con el lápiz en la mano. Se pone a hacer tal cantidad de anotaciones que yo me vuelvo hacia mi ordenador. Ya no voy a preocuparme más de su estúpida agenda, de su lápiz y de mis pesquisas detectivescas. Todo eso se acabó. Ha sido una pérdida de tiempo.
Me digo a mí misma que debo estar contenta.
 
Hoy es un espléndido día de camiseta negra. Anótalo en tu diario. Cuéntaselo en el futuro a tus nietos. Aparto los ojos, pero ellos se deslizan otra vez hacia allí al cabo de un momento. Bajo esa camiseta hay un cuerpo capaz de empañar las gafas de una vieja bibliotecaria. Me parece que las bragas se me están arrugando como una pavesa de papel quemado.
 
Ha transcurrido una semana desde el beso en el que nunca pienso. La plantilla al completo de Bexley & Gamin va subiendo como un rebaño a un autocar.
—Exenciones —va diciendo Joshua a la gente, que le entrega el documento por el que renuncia a cualquier demanda por daños—. Las exenciones, a mí. El dinero, a Lucinda. Eh, esta hoja no está firmada. Fírmala. Exenciones.
—¿Quién es Lucinda? —pregunta alguien al final de la cola.
—El dinero, a Lucy. Esta persona ridículamente bajita de aquí. Pelo.
Pintalabios. Lucy.
Yo sé de uno que va a quedar cubierto de pintura muy pronto. La gente de la cola avanza en una brusca oleada y a punto está de dejarme planchada contra el autocar.
—Eh. No os he dicho que la pisoteéis.
Joshua los hace retroceder a todos y me endereza junto a él como si fuese un bolo tambaleante. La calidez de su mano sobre mi blusa me quema a través de la tela. Julie me toca el otro brazo y yo doy un respingo del susto.
—Perdona por no llegar al plazo el otro día. Me muero de ganas de poder dormir toda una noche. Estoy medio zombi.
Me entrega sus veinte dólares y veo que lleva las uñas con manicura francesa. Yo flexiono los dedos para esconder mis uñas ligeramente astilladas.
—Quería pedirte un favor —dice.
Por encima de su hombro, veo a Joshua poniendo la oreja como si fuera una antena parabólica. Espiar las conversaciones es indecoroso. Me llevo a Julie un poco aparte, sin dejar de extender la mano para que la gente siga poniendo sus veinte dólares.
—Bueno, dime, ¿de qué se trata? —Ya se me está encogiendo el estómago.
—Mi sobrina tiene dieciséis años y necesitaría hacer un período de prácticas. El consejero de su colegio cree que le serviría para adquirir cierta perspectiva. Ella no puede andar saltándose clases y durmiendo todo el día. Los adolescentes no tienen ni idea de lo que es el trabajo.
—Habla con Jeanette. Seguro que tendrá algo que ofrecerte. —Cojo otro billete—. Los jóvenes siempre quieren trabajar en el Departamento de Diseño.
—No, yo quiero que trabaje de becaria contigo.
—¿Conmigo? ¿Por qué? —Me dan ganas de salir corriendo.
—Eres la única persona aquí que tendría paciencia con ella. Es una chica algo testaruda.
 
Una gran primicia mundial, sin duda, pero ahora casi preferiría que Josh nos interrumpiera. Que pasara algo. Por favor. Estoy enviando mensajes a su antena parabólica pero no los recibe. «Joshua, socorro, SOS. Haré cualquier cosa por ti si nos interrumpes.»
—Tiene un montón de problemas. Con las drogas y con otras cosas.
¿Podrías hacerlo, por favor? Significaría mucho para su madre, y quizá servirá para ponerla otra vez en vereda.
—Hmmm. ¿Me das un tiempo para pensarlo? —Aparto los ojos de Joshua, que ahora ha dejado de disimular y se ha vuelto a mirarnos, con la mano en la cadera.
—Tengo que saberlo ahora, porque ella se reúne con el consejero escolar dentro de media hora. Y se supone que debería tener algo pensado. —Julie me mira con una sonrisa expectante.
—¿Cuánto tiempo sería? Digamos, ¿un día?
Julie se me acerca un poco más, estrujándome el brazo con su mano bellamente decorada.
—Serían dos semanas, durante las próximas vacaciones escolares. Eres un sol. Gracias. Voy a mandarle un mensaje ahora mismo. Ella no estará contenta, pero tú la convencerás.
—Espera —empiezo, pero ya está subiendo al autocar.
—Bueno, lo has bordado. ¿Sabes lo que le hubiera soltado yo? —me dice Joshua.
Me paso la mano por el pelo. Me pica el cuero cabelludo.
—Cierra el pico.
—Le habría dicho una palabra muy corta. Es fácil, deberías probarlo alguna vez. Repite conmigo. No.
—Eh —dice Danny con una sonrisa, poniéndose en la cola.
—No. Hola. —Saco mi sonrisa más encantadora. Espero que se haya puesto protector solar en esa preciosa piel tan blanca—. Al final has venido. Supongo que un partido de paintball es una buena forma de celebrar tu último día.
—Sí, será divertido. Mitchell me ha dicho que no hacía falta que viniera, pero a mí me apetecía. El departamento me montó un almuerzo de despedida también.
Yo ya sé la mayor parte de estas cosas. Nos hemos estado comunicando por email toda la semana, y yo misma le ayudé a llevar unas cajas a su coche. El icono del sobrecito que hay en la barra de tareas me ha ido proporcionando pequeñas punzadas de emoción. Hoy he pasado toda la mañana acalorada e inquieta. Con un ligero mareo. Estoy colada, no cabe duda.
—Exención —dice Joshua, interrumpiendo. Danny le da la hoja sin apartar los ojos de mí.
—Me encanta tu pelo hoy —me dice.
Yo bajo la cabeza, halagada. Es el comentario más correcto que se me puede hacer. Tengo una absurda vanidad sobre mi pelo. Mi acondicionador probablemente cuesta más que treinta gramos de cocaína.
—Gracias. Se me ha alborotado un poco. Hace mucha humedad, me parece.
—Bueno, me gusta un poco alborotado. —Danny toca los bucles caóticos que me caen sobre el brazo. Nos miramos a los ojos y empezamos a reírnos.
—No lo dudo, sinvergüenza —digo, meneando la cabeza.
—Dale el dinero y sube al autocar —ordena Joshua lentamente, como si Danny fuese un tarado. Se miran con antipatía. Yo cojo sus veinte dólares y le dedico una sonrisa Lanzallamas.
—¿Quieres que seamos compañeros de equipo?
—Sí —contesto al mismo tiempo que Joshua ladra:
—No.
Se le da muy bien decir esa palabra, no cabe duda.
—Los equipos ya están formados —añade.
Danny me lanza una mirada que viene a decir: «¿Qué mosca le ha picado a éste?».
—Yo esperaba que... —empieza. Pero Joshua le lanza a su vez una mirada agresiva: «No sé qué pretendes, pero olvídalo».
La última persona de la cola me da su dinero y nos quedamos los tres ahí de pie, envueltos en un tenso y extraño silencio.


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Mensaje por yiniva Jue 21 Feb - 15:31

Gracias,  hay Lucy no puedes tratar de quedar bien con todos, luego por eso la gente abusa


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Mensaje por Maga Jue 21 Feb - 23:44

8

 
—Hablamos luego —me promete Danny y sube al autocar.
No le culpo. Joshua tiene los brazos cruzados como un gorila de discoteca.
—¿A qué demonios venía eso? —le pregunto. Él menea la cabeza.
Helene y el señor Bexley salen a toda velocidad en sus respectivos Porsche y Rolls para reunirse allí con nosotros. Por supuesto, ellos no van a participar en la actividad para fomentar el espíritu de equipo. Ellos se sentarán en el balcón desde el que se domina el parque de paintball, tomarán café y se dedicarán a odiarse a muerte, que es su actividad favorita.
—Vamos —dice Joshua, empujándome para que suba.
Sólo quedan dos asientos libres y están en la primera fila. Joshua los ha dejado reservados poniendo un montón de sujetapapeles encima. Danny se inclina en el pasillo y me mira con pesar, encogiéndose de hombros.
Joshua envió un mensaje a todo el mundo indicando que nos cambiáramos a la hora del almuerzo y nos pusiéramos ropa informal. Prendas que no nos importara arruinar del todo. Yo llevo unos tejanos ceñidos y una camiseta vintage de Elvis muy estirada. Era de mi padre. El Elvis gordo, con un traje de lentejuelas y el micrófono pegado a los labios. Está tan dada de sí que se me escurre por el hombro. El look que pretendía imitar era el de Kate Moss en un festival de música. A juzgar por la cara de Joshua al verme, parezco una pringada patética. Aunque él sí se ha fijado en el tirante verde esmeralda de mi sujetador deportivo. De eso estoy completamente segura.
Joshua también se ha puesto ropa informal. Mientras doblaba sobre el escritorio su camisa negra de vestir con la pulcritud de un dependiente de boutique, he visto mi reflejo en la pared de enfrente: una máscara boquiabierta y embobada de lujuria. Para empezar, Joshua lleva tejanos: están muy gastados y hechos polvo, con salpicaduras de pintura azul, y se le tensan sobre los muslos cuando se sienta. No puedo poner ningún reparo a esos tejanos.
 
Para continuar, lleva una camiseta cuyo suave y raído algodón se funde con su torso cuando se arrellana en el asiento. Y las formas que se dibujan bajo esa camiseta son... Las mangas se ciñen sobre unos bíceps que me están poniendo... Pero es su estómago completamente plano lo que me... Sin hablar de la piel, que es de un tono dorado...
—¿Necesitas algo? —pregunta, alisándose la camiseta. Mis ojos siguen el recorrido de su mano. Quisiera estrujar esa camiseta, hacerla una bola y comérmela con una cucharita de postre.
—No me habría imaginado que llevarías... —Señalo vagamente ese torso fabuloso.
—¿Creías que jugaría a paintball con un traje de Hugo Boss?
—Hugo Boss, ¿eh? ¿Ellos no diseñan uniformes nazis?
—Lucinda, por Dios. —Cierra los ojos durante casi un minuto entero. Se pinza el puente de la nariz. Juraría que está haciendo un esfuerzo para no reír, o gritar.
Lo miro bizqueando, le saco la lengua y digo: «Buuu». Pero no se ríe. Derrotada, me doy la vuelta y miro por encima de los asientos hasta que diviso el pelo enmarañado de Danny. Nos saludamos con la mano y ponemos caritas para indicar lo descontentos que estamos con nuestros compañeros de asiento. Entonces se me ocurre que debo de tener las tetas a un par de centímetros de la cabeza de Joshua y vuelvo a sentarme.
—¿Tú y él? La cosa empieza a resultar un poco patética —dice Joshua de mal humor.
Sus palabras me hieren en lo más vivo. «Patética.» Ya me lo ha dicho otras veces. Hemos vuelto a la posición en la que nos sentimos más cómodos. Yo me había preguntado cómo serían las cosas después del beso, de las lágrimas, de la tristeza dolorida de sus ojos. De la disculpa. Del silencio que se ha extendido desde entonces a lo largo de cada jornada.
Para él, hemos vuelto al odio. Pero yo no lo resistiré mucho tiempo. No puedo seguir la pelea. Me quita demasiada energía. Lo que antes me resultaba tan fácil como respirar ahora se me hace cuesta arriba. Estoy tan cansada que me duele todo.
—Seguro. Soy patética. —Miro la carretera que se extiende por delante. Él empieza el Juego de las Miradas, ahora de soslayo. No le hago caso. Nadie nos ve, salvo la conductora si echa un vistazo; pero ella está ocupada con el tráfico.
—Fresita.
 
No le hago caso.
—Fresita.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Juega un minuto conmigo —me pide al oído. Yo vuelvo la cara hacia la suya, procurando controlar la respiración.
—Recursos Humanos —acierto a decir.
Tiene la cara tan cerca de la mía que puedo saborear su aliento, ese gusto caliente y dulce a menta. Veo las vetas diminutas del iris de sus ojos: trazos inesperados de color verde y amarillo. Hay tantos azules que me hacen pensar en galaxias. En pequeñas estrellas.
—¿Tus rosas siguen vivas?
¿Es que hay algo que este hombre no sepa? Nuestros codos se rozan ligeramente, pero procuro no hacer caso. Los codos no son erógenos. O, al menos, yo no creía que lo fueran.
—¿Quién te lo ha contado?
—Bueno, todo el mundo sabe que Danny Fletcher es el hombre de tus sueños. Rosas y todo lo que haga falta. Almuerzos para dos con velas en la cocina de la empresa. —Me mira los labios; yo me los lamo. Mira el tirante de mi sujetador y yo junto las rodillas con fuerza.
—¿Quién es tu fuente?
Sus ojos se están oscureciendo por momentos. La pupila va devorando el azul, y yo me acuerdo de sus ojos en el ascensor. Ojos asesinos. Ojos apasionados. Ojos de demente.
—¿Mi infiltrado, quieres decir? ¿Como hacen las revistas con los famosos?
¿Acaso eres una celebridad, Lucinda?
—No entiendo cómo sabes tantas cosas.
—Soy perspicaz. Me entero de todo.
—Y deduces que tengo unas rosas en mi dormitorio..., ¿a santo de qué?,
¿por mi lenguaje corporal? ¿Porque me lees el pensamiento? Mientes más que hablas. Seguro que me espías por la ventana con un telescopio de larga distancia.
—Quizá tengo un apartamento delante del tuyo.
—Ya te gustaría, pervertido. —Empiezo a notar un hormigueo de sudor en la espalda. Si tuviera ese apartamento, probablemente sería yo la que se pasaría las horas en la oscuridad con unos prismáticos.
—Bueno, ¿están vivas aún?
—Se han marchitado. He tenido que tirarlas esta mañana.
 
Su mano se desliza a lo largo de mi brazo, lenta y suavemente, presionando los puntitos de carne de gallina. Tiene la mano tan fría que levanto la mirada hacia su rostro, instalado en su expresión ceñuda habitual.
—Estás muy caliente —me dice.
—Es sabido que provoco incendios —contesto sarcástica, apartando la mano.
El autocar se bambolea al tomar una curva. Siento un leve mareo que me enturbia la visión y un principio de náusea en el estómago. No es que vaya a vomitar. Seguramente es una reacción de mi cuerpo ante tantas tensiones: el proceso de solicitud, el beso, el brillo asesino en los ojos de Joshua.
—¿Preparada para ser aniquilada?
Le suelto la mejor réplica que se me ocurre.
—Voy a destruirte. El Juego del Odio. Tú contra mí. Es la única forma posible de acabar con esto.
—Muy bien —responde Joshua con brusquedad, levantándose y poniéndose de rodillas en el asiento para dirigirse a nuestros compañeros. Todos dejan de hablar de mala gana. Detecto un ambiente de motín.
Me arrodillo también en el asiento y saludo a la gente con la mano. Todos sonríen. El policía bueno, despreciado por todos. Observo que los Gamins están sentados a la izquierda y los Bexleys a la derecha.
—Hoy tendréis que superar seis desafíos —empieza Joshua.
—Siete, si lo incluís a él —añado, cosechando algunas risas. Él me mira de soslayo, con el ceño fruncido.
—Habrá cada vez seis equipos de cuatro personas, luchando de dos en dos. En cada partido estaréis en un equipo distinto. El objetivo es conseguir que conozcáis a vuestros compañeros en una actividad al aire libre. Tendréis que idear estrategias en equipo para ser los primeros en capturar la bandera.
La gente lo mira sin comprender; él suelta un hondo suspiro.
—¿En serio? ¿Nadie ha jugado nunca al paintball? Debéis intentar apoderaros de la bandera antes que el equipo contrario. La norma principal es que no se puede disparar al árbitro. Ni a la cara del adversario, ni tampoco a la entrepierna.
Maldita sea. ¡Si era eso lo que yo estaba deseando!
—Marion, Tim, Fiona, Carey. Vosotros seréis los árbitros. Debéis valorar el juego de cada equipo desde vuestra posición estratégica junto a la bandera. Podéis puntuar a los jugadores si queréis.
 
Estoy impresionada. Me inquietaba imaginarme a esos cuatro arrastrando sus cuerpos pesados y achacosos por una pista de paintball. Carey y Marion se miran y asienten con aire engreído, mientras Joshua pasa hacia atrás cuatro sujetapapeles. Me gustaría que hubiera comentado todo esto conmigo. Él lleva la batuta totalmente, lo cual no me gusta.
—Al final, nos reuniremos en la terraza para tomar café y analizar lo que hemos aprendido unos de otros a lo largo del día.
Dicho esto, vuelve a deslizarse en su asiento.
—¿Alguna pregunta? —Miro en derredor y veo algunas manos alzadas.
—¿Nos daréis monos para protegernos?
Joshua masculla algo entre dientes, que suena más o menos como «malditos idiotas».
Me encargo yo de responder.
—Cada uno tendrá un traje protector y un casco para cubrirse los ojos y la
cara.
A través de la camiseta, noto que Joshua suelta un largo suspiro sobre la
zona de mi cadera.
—¿Sí? —digo, señalando a Andy.
—¿Duelen las pelotas de pintura?
—Un montón —responde Joshua desde su asiento.
—Recordad todos que el objetivo no es hacerse daño. —Bajo la vista hacia Joshua—. ¡Por muchas ganas que tengáis!
—¿Vosotros dos estaréis en bandos opuestos? —pregunta alguien desde el fondo, provocando una oleada de risas.
La fama de nuestro odio mutuo se nos ha ido un poco de las manos, y la culpa en gran parte es mía. He de dejar de hacer chistes a costa de Joshua.
—Esto está pensado para unirnos a todos. Todos estaremos en algún momento en el mismo equipo, igual que una situación de trabajo. E incluso Joshua y yo conseguiremos encontrar puntos en común. Bueno. ¡Y atención al premio!
Todo el mundo estira el cuello.
—El premio —me interrumpe Joshua en voz alta, sin levantarse del asiento
— es un día libre extra pagado. Sí, señor. Un día libre. Pero habréis de ganároslo demostrando un compromiso excepcional con vuestro equipo.
Hay un murmullo general. Un día libre pagado. Un día fuera de la prisión. La idea oscila por encima de las cabezas como una apetitosa y suculenta zanahoria.
El campo de paintball se halla en una pequeña plantación de pinos. El terreno es de tierra desnuda y polvorienta. Los árboles parecen medio moribundos. Un cuervo vuela en círculo en lo alto, soltando graznidos siniestros. La gente forma un corro irregular junto a la entrada.
Un tipo con mono de camuflaje de paintball se sitúa junto a Joshua con la pose de un sargento del ejército. Ambos poseen el mismo físico espigado y musculoso de marine. Quizá Joshua pasa aquí todas sus horas libres. Parecen compañeros de armas. Compañeros que han vivido brutales combates (de colores) en este terreno baldío. Ambos me miran con expectación y yo deduzco que debo situarme también ahí delante con ellos.
Joshua hace una demostración para explicar cómo hay que ponerse el mono y el equipo de protección. Todo el mundo observa con interés. El sargento Paintball se encarga de las preguntas estúpidas con paciencia profesional. Todos recibimos el mono, el casco y las rodilleras. Luego nos dan las armas.
Somos adultos a punto de realizar una actividad para promover el espíritu de equipo en la empresa, pero nos pasamos varios minutos haciendo el idiota, ensayando poses con nuestros fusiles de paintball y emitiendo efectos de sonido como una pandilla de críos. Joshua y el sargento Paintball nos observan como celadores de un psiquiátrico. Alan, el reciente Chico del Cumpleaños, finge que acaba con todos nosotros. «¡Pam, pam, pam!», grita con su voz de barítono.
«¡Pam, pam, pam!»
Me escabullo de una refriega simulada. Empiezo a sentirme endeble y demasiado diminuta. Observo las largas piernas, los ojos sedientos de pintura de los demás. Quizá las tensiones se acaben desbordando; quizá se desmanden todos en una guerra de Gamins contra Bexleys, cambiando los fusiles de paintball por metralletas AK-47 de verdad.
Se me empieza a perlar de sudor la frente y el labio superior; y no sé qué me pasa en el estómago, pero no es nada bueno. El pintalabios se me ha convertido en una mancha rosada, y el pelo lo tengo aplastado bajo el pesado casco. El traje más pequeño que tenían es tan enorme que la gente se monda al verme. Qué elegancia. Qué garbo. Voy a tener que concentrarme de verdad para superar las próximas horas.
Helene me saluda con la mano. Está de pie en un balcón de observación, con una visera blanca, una blusa de lino crema y unos pantalones pitillo blancos, sorbiendo con una pajita una Coca-Cola light. Sólo Helene se atrevería a vestir de blanco en un campo de paintball. El señor Bexley está enfurruñado por algún motivo y permanece sentado, de brazos cruzados, como un sapo con pantalones caquis.
—¡Pasadlo bien todos! —grita Helene—. ¡Y recordad que os estamos mirando!
Con este inquietante comentario de «Gran Hermano» resonando en los oídos, empezamos a jugar.
Joshua lee en voz alta los nombres de los primeros equipos y resulta que yo estoy en el suyo. Nos situamos en medio con nuestros compañeros, Andy y Annabelle. Dos Gamins y dos Bexleys. El equipo contrario, compuesto con la misma proporción, se sitúa también en el centro. Joshua debe de haber configurado todos los equipos así.
Yo tendría que haber abierto la boca esta semana para preguntarle por los detalles, pero la tensión que hay entre nosotros ha resultado insuperable. Además, una vez que mi idea de reunirnos en un centro de retiro corporativo quedó totalmente desmantelada, he perdido el interés en el asunto. Ya que Joshua se apropió de la idea, que se ocupe de organizarlo todo.
Pero mientras el ambiente se llena de un entusiasmo palpable, me doy cuenta de que mi fantástica idea se ha convertido en un logro suyo. Soy una idiota integral.
Veo a Marion con la bandera. Nos saluda alegremente, con un bolígrafo entre los dientes y un sujetapapeles en la mano. Tiene unos prismáticos colgados sobre el pecho. Se está tomando en serio su papel falsamente importante.
—Bueno, ¿cuál es el plan, equipo? —pregunto. No veo a nuestros oponentes.
—¿Nos mantenemos juntos o nos dispersamos? —dice Annabelle indecisa.
—Hmmm, yo diría que nos mantengamos juntos, puesto que se trata de una prueba para fomentar el espíritu de grupo. —Me apoyo en unas ramas bajas de pino. Ojalá pudiera secarme la cara. Tengo tanto calor con este traje que estoy mareada.
—Deberíamos elegir a alguien para que vaya a buscar la bandera, y los demás nos encargaremos de protegerle —propone Andy, lo cual es una buena idea.
—Me gusta. ¿A quién escogemos?
Ambos miran a hurtadillas a Joshua. Es evidente que le tienen miedo. Curiosamente, el casco no le da un aspecto estúpido. Su mano enguantada parece lo bastante recia para atravesar una pared de ladrillo. Deberían fabricar una miniatura suya y venderla en las jugueterías para los niños violentos.
—Annabelle —decide Joshua—. Si le dan a ella, iremos a buscar la bandera en orden alfabético, según el nombre de pila.
Fantástico. Lo cual significa: Andy, Joshua y, por último, Lucy. En resumen, a mí nadie va a protegerme. Soy carne de cañón. Desfilamos por el campo y nos ponemos a cubierto. Andy percibe mi pánico creciente y sonríe con amabilidad.
—Todos cuidaremos de ti, Lucy, no te preocupes.
Ya sabía yo que Joshua encontraría la manera de fastidiarme. Saldré de aquí magullada, maltrecha y salpicada de pintura. Y ni siquiera puedo disparar contra él hasta que las rotaciones me sitúen en otro equipo.
La bocina de inicio me pilla subiendo a gatas trabajosamente por una pendiente. La tierra está suelta y me hace resbalar. Yo voy delante; lo cual es lógico, dada nuestra estrategia. Exploraré el terreno para avanzar. Soy la más prescindible.
Los brazos no me sostienen como es debido y acabo desmoronándome sobre la barriga. Annabelle me adelanta moviendo los miembros como molinillos, sin sigilo ni estrategia. Me incorporo de rodillas para decirle que vuelva. Una mano me agarra de la pantorrilla y me tira hacia atrás. Joshua se deja caer a mi lado, fusil en mano. Me indica con un gesto que me agache.
—Déjame —siseo.
—Te van a dar en la cara si te asomas así.
—¿Y cómo no has dejado que me dieran?
Su mano se extiende por la parte baja de mi espalda, pegándome al suelo con firmeza. En lo más recóndito de mi cerebro, reconozco que el peso de esa mano es delicioso. Las capas de tela entre nuestras pieles empiezan a irradiar calor.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—No me pasa nada. —Trato de escabullirme a rastras.
—Tienes una pinta horrible.
—Gracias. Hemos de cubrir a Annabelle.
Me incorporo y la veo avanzar bamboleante entre los delgados troncos de los árboles, completamente expuesta. Andy, con galantería, sale corriendo tras ella. A lo lejos se vislumbra el retal anaranjado de la bandera.
Me levanto y echo a correr, seguida de cerca por Joshua. Me parapeto detrás de una roca. Veo a Marnie, del equipo contrario, disparo un par de cartuchos y le doy en el hombro.
—Ay —exclama, y se retira con aire frustrado.
Me vuelvo hacia Joshua. Parece ligeramente impresionado.
—Genial.
He perdido de vista a Annabelle. El aire se llena de chasquidos y gritos de dolor. Tras varios esprints cortos, me encuentro a Andy arrodillado en el suelo, atándose los cordones de las botas. Tiene una gran mancha de pintura en el pecho.
—¡Ay, Andy!
Él levanta la vista y me mira con la expresión cansada de un veterano de Vietnam que ve cómo le sale la sangre a chorros del estómago y sabe que está a punto de morir. Me agarra de la rodilla con gesto melodramático.
—Ve a salvarla.
Se nota que ha visto muchas películas de acción; pero lo mismo puede decirse de mí, a juzgar por el arrebato responsable que me sale de dentro. Yo salvaré a Annabelle.
—Voy a buscar una Coca-Cola —dice Andy, arruinando el momento.
Sigo corriendo. Me falta el aliento y se me están empañando un poco las gafas. Oigo un chasquido y me meto de un salto detrás de una pirámide de barriles, sobre los que resuenan los impactos de los disparos. Bajo la vista. Por ahora no me han dado. Supongo que lo notaré. Me echo un vistazo en la parte posterior de las piernas.
—¡No tienes nada! —me grita Joshua.
Me vuelvo a mirarlo. Está agazapado muy cerca, detrás de un gran tocón. Sujeta el fusil con elegancia, apuntando hacia el cielo. Trato de imitarlo y poco me falta para que se me caiga el fusil.
—Serás tonta —comenta de modo totalmente innecesario. Debe de tener mucha fuerza en las muñecas.
—Cierra el pico.
Annabelle está agachada detrás de un arbolito miserable: un auténtico suicidio. Veo cómo levanta el arma y liquida a Matt, del equipo contrario. Doy un gritito de alegría; ella se vuelve y alza los pulgares, sonriendo ampliamente e indicándome que avance. La bandera ondea a unos treinta metros. De repente, recibe un disparo en el centro de la espalda y suelta un aullido de dolor. No me hace falta volverme hacia Joshua para saber que está meneando la cabeza.
 
—Bueno, te toca avanzar. Yo te cubro —le digo—. Sólo quedamos tú y yo, compañero. Los viejos, primero.
—Fantástico. Soy hombre muerto. —Hace un breve esprint hasta mi escondite detrás de los barriles, revisa su munición y echa un vistazo por encima del hombro.
—¿Tus padres eran militares?
Eso explicaría muchas cosas. La rigidez de comportamiento, los modales bruscos e impersonales. La adicción a las normas y las secuencias lógicas. La pulcritud y la economía en todo lo que hace. De ahí la falta de amigos y la incapacidad para conectar también. Seguro que sus padres tuvieron varios destinos en el extranjero. Todo lo hace a la perfección, como un recluta aplicado.
—No —me dice, revisando mi arma—. Son médicos. Cirujanos. Bueno, eran.
 
 
—¿Es que han muerto? ¿Eres... huérfano?
—¿Qué dices? Están jubilados. Vivitos y coleando.
—Ah. ¿Tú eres de aquí? —Apoyo el cañón del fusil en el suelo. Estoy demasiado cansada. Ojalá me peguen un tiro. Necesito un descanso.
—Sólo mi hermano y yo vivimos en la ciudad. —Frunce el ceño y da un golpecito en mi fusil con el suyo—. Levanta el arma.
—¿Así que hay otro como tú? Que Dios nos asista. —Intento obedecer, pero me fallan los brazos.
—Te complacerá saber que no nos parecemos en nada.
—¿Lo ves a menudo?
—No. —Examina el terreno que tenemos delante.
—¿Por qué?
—No es asunto tuyo. Uf.
Veo a Danny a lo lejos, acechando entre los árboles, en la batalla que se desarrolla más allá, tras una cuerda de separación. Le hago un gesto de saludo y él me responde levantando el brazo y sonriendo. Joshua le apunta con su arma y le dispara dos veces en la parte posterior del muslo con una precisión de francotirador. Luego suelta un bufido burlón.
—Pero ¿qué te pasa? Yo no voy contra ti —grita Danny.
Pide la intervención de su árbitro y sigue adelante, ahora con una leve cojera.
—Eso ha estado de más, Joshua. Muy poco deportivo.
 
Empezamos a movernos. Él avanza a gachas, esquivando con sorprendente agilidad los disparos, y me empuja detrás de un árbol para que me ponga a cubierto. La bandera está muy cerca, pero aún quedan dos adversarios por ahí sueltos.
—Cuidado —nos susurramos a la vez, mirándonos a los ojos. No hay peor momento para jugar al Juego de las Miradas que en mitad de un partido de paintball.
Yo he de echar el casco hacia atrás y apoyarlo contra el tronco del árbol para poder mirarle bien. Tiene los ojos de un color que nunca le había visto. La emoción del combate en vivo le produce un efecto electrizante. Él aparta la mirada, para echar un vistazo a nuestra espalda. Una expresión ceñuda ensombrece su rostro. ¿Cómo es que consigo normalmente mantener la compostura bajo esos ojos feroces?
Estamos pegados el uno al otro. Mi piel se sensibiliza en el acto y, cuando miro de soslayo, capto un atisbo de su abultado bíceps. El corazón me da un respingo al recordar la sensación de su mano en mi barbilla, mientras me la sujetaba y ladeaba hacia arriba para buscarme los labios. Como quien saborea un dulce. Veo que ahora me mira la boca y deduzco que está recordando exactamente lo mismo que yo.


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Mensaje por yiniva Vie 22 Feb - 15:29

Que juego tan divertido, gracias


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Mensaje por Maga Vie 22 Feb - 22:27

9
 
—Estás sudando. —Joshua frunce el ceño. Tal vez no estamos pensando lo mismo, después de todo.
Oigo el chasquido de una rama y deduzco que alguien se nos acerca por detrás. Arqueo las cejas con recelo; él asiente en silencio. Ha llegado mi momento. Debo cubrirlo mientras él va a capturar la bandera. Lo sujeto del traje protector y lo coloco detrás de mí contra el árbol.
—Pero ¿qué...? —empieza a decir a mi espalda.
Yo estoy muy ocupada estudiando el terreno para ver si hay alguna emboscada en ciernes. Soy como Lara Croft cuando esgrime sus pistolas con un brillo justiciero en la mirada. Vislumbro el codo de un enemigo detrás de los barriles.
—¡Corre! —grito. Tanteo con mis gruesos guantes buscando el gatillo—.
¡Yo te cubro!
Todo sucede de un modo instantáneo. Pam, pam, pam. El dolor me irradia por todas partes: brazos, piernas, estómago, tetas. Suelto un aullido, pero siguen lloviendo los disparos, las salpicaduras blancas por todo mi cuerpo. Es una destrucción total, una cosa exagerada. Joshua me sujeta y nos hace pivotar a los dos a la vez, bloqueando los disparos con su corpachón. Noto cómo se sacude al recibir más impactos. Alza los brazos para proteger mi cabeza. ¿Puedo congelar el tiempo y hacer una pequeña siesta en este punto?
Él vuelve la cabeza y le chilla enfurecido a nuestro atacante. Los disparos se interrumpen. Oigo muy cerca a Simon soltando un grito triunfal. Está en lo alto del montículo, agitando la bandera por los aires. Maldita sea. Mi única misión era cubrirle a Joshua las espaldas, pero él no me ha dejado.
—Deberías haber corrido. Yo te cubría. Y ahora hemos perdido. —Una oleada de náuseas está a punto de tumbarme.
—Peeer-dón —replica él sarcástico.
Rob se nos acerca con el fusil bajado. Yo sigo gimiendo. Noto punzadas de dolor por todas partes.
 
—Perdona, Lucy —dice—. Lo siento mucho. Me he... entusiasmado un poco. Es que me gustan mucho los videojuegos. —Al ver la expresión de Joshua, retrocede unos pasos.
—Le has hecho daño de verdad —le responde Joshua.
Yo noto cómo me sostiene la cabeza con la mano. Sigue estrujándome contra el árbol, con una rodilla entre las mías. Miro a mi izquierda y veo que Marion nos observa con sus prismáticos. Enseguida los baja y escribe algo en su tablilla, con una sonrisita insinuándose en sus labios.
—Aparta. —Le doy un tremendo empujón. Su cuerpo es pesado y enorme, y yo me siento tan acalorada que quisiera arrancarme el traje y tumbarme en un charco de pintura fría.
Estamos todos jadeando mientras caminamos hacia el punto de partida, situado bajo el balcón. Yo cojeo un poco y Joshua me sujeta del brazo con brusquedad, seguramente para hacerme avanzar más deprisa. Veo a Helene al fondo, bajándose las gafas de sol. La saludo como un gatito alicaído de tira cómica.
Abundan los heridos. La gente gime y se palpa con cautela las partes pintadas de su cuerpo. Muchos recrean con detalle los momentos cumbre de sus refriegas. Bajo la vista y veo que la pechera de mi traje está casi totalmente cubierta de pintura. Joshua la conserva intacta, pero tiene la espalda hecha un estropicio. Incluso en esto somos opuestos.
Cuando me quito los guantes y el casco, Joshua me da su sujetapapeles y una botella de agua. Yo me la llevo a los labios. Parece vaciarse en unos instantes. Todo me resulta extraño. Joshua le pregunta al sargento si tiene una aspirina.
Danny avanza entre sus compañeros caídos para reunirse conmigo. Soy terriblemente consciente de que estoy hecha un adefesio. Él mira la pechera de mi traje.
—Uf.
—Ya ves, soy una magulladura andante.
—¿Tengo que vengarte?
—Claro, me encantaría. Rob, del departamento administrativo. Es lo que se llama un gatillo fácil.
—Me ocuparé de él, dalo por hecho. ¿Y tú qué..., Josh? Me has disparado en la pierna y yo estaba en otro partido.
—Perdona, me he confundido —responde él, con un tono que no suena nada sincero.
Danny lo mira protegiéndose los ojos con la mano; Joshua alza la vista hacia el cielo con una sonrisita. Nuestros compañeros se mueven tambaleantes, doloridos y embadurnados de pintura, sin saber bien qué hacer. Las cosas están empezando a desintegrarse. Consulto el sujetapapeles. Veo que Joshua me ha incluido en su equipo en cada rotación, seguramente a instancias de Helene. Pero ella no se enterará de nada: está haciendo un sudoku. Me apresuro a hacer un cambio con un lápiz antes de anunciar la composición de los siguientes equipos. La gente se agolpa a nuestro alrededor, quejándose.
—Espera, ahora traen el botiquín de primeros auxilios. Será mejor que te quedes sentada el resto de la tarde. No pareces estar bien —me dice Joshua.
Vuelvo a levantar la vista hacia Helene, miro a la gente que nos rodea. Yo podría estar muy pronto al mando de toda esta pandilla. La actividad de hoy es una prueba, no cabe duda. No voy a fallar ahora.
—Ya. Eso llevas diciéndome desde el día que nos conocimos. Disfruta del resto de la tarde. —Y me alejo sin mirar atrás hacia mi nuevo equipo.
Tengo la sensación de que ésta es la tarde más larga de mi vida, aunque, por otro lado, parece transcurrir a toda velocidad. La sensación de ser observada y acechada es inquietante, y en nuestros pequeños equipos se forman vínculos instantáneos. Agarro a Quintus (de contabilidad) y lo meto de un empujón en un búnker cuando empiezan a llover perdigones de color rosa sobre nosotros.
—¡Vamos! ¡Rápido! —grito como un jefe de las fuerzas especiales mientras Bridget corre a grandes zancadas hacia la bandera, entre explosiones de pintura.
Que me encuentro rematadamente mal acaba quedando claro al finalizar el tercer partido, una vez que me he apoderado de la bandera. Soy consciente de que resulta patético por mi parte sentirse tan victoriosa, pero la verdad es que tengo la impresión de haber subido a la cima del Everest. Mis compañeros gritan como locos y Samantha —una Bexley tan alta como una jugadora de baloncesto
— me levanta en brazos y empieza a girar sobre sí misma. A mí me sube un poco de vómito a la boca.
Me duelen los brazos de tanto sujetar el fusil. Todo me parece vagamente surrealista, como si en cualquier momento fuera a despertar de una siesta agitada. El cielo, por encima de mi cabeza, es como una cúpula de color blanco plateado.
Miro las caras brillantes de sudor que me rodean. Siento una profunda afinidad con esta gente. Veo que un Gamin y un Bexley chocan esos cinco entre risas. Estamos todos juntos en esto. Quizá Joshua ha tenido una buena idea, después de todo, al proponer la idea del paintball. Quizá la única forma de unir de verdad a la gente sea mediante el dolor y el combate. Mediante la confrontación y la competencia. Quizá lo esencial es haber sobrevivido juntos a una situación de peligro.
¿Y dónde está Joshua, por cierto? No lo veo durante el resto de la tarde, salvo en las pausas para cambiar de equipo. Con tanta gente acechando entre los árboles, mis ojos me juegan malas pasadas. Lo veo arrodillado, volviendo a cargar, haciendo fuego. Distingo la forma de sus hombros, la curva de su espalda. Pero entonces parpadeo y resulta que es otra persona.
Estoy esperándome el disparo fatal. Una gran salpicadura roja, directa al corazón.
«¿Dónde está Joshua?», pregunto a los árbitros, pero ellos se encogen de hombros. «Dónde está Joshua», pregunto a toda la gente con la que me cruzo.
«¿Dónde está Joshua?» Las respuestas empiezan a ser secas y malhumoradas.
Me paro a estirarme el traje de paintball, pese a los chasquidos y estampidos del fuego cruzado. Me bajo la tirilla del cuello inútilmente, para dejar al aire un centímetro de piel sudorosa. Luego vomito. No es nada: sólo agua y té. No me ha apetecido almorzar hoy. Ni tampoco desayunar. Echo tierra sobre el vómito con el pie y me limpio la boca con la mano. El mundo da vueltas demasiado deprisa. Me agarro de un árbol.
Ya empieza a refrescar cuando suena la última bocina y volvemos arrastrando los pies hacia la oficina central. La gente está visiblemente agotada y arma mucho alboroto mientras se quita los trajes. Todo el mundo se queja. El sargento Paintball parece estar calculando sus posibilidades de salir vivo. Joshua permanece de pie, con la mano en la cadera. Yo levanto el fusil instintivamente. Ha llegado el momento.
Lucy contra Joshua: aniquilación total.
Él se me acerca, sin hacer ningún caso de mi actitud belicosa, y me coge el fusil. Mientras me quito el casco, se coloca a mi espalda y me desliza los dedos por el cogote sudado. Es como si me hubiera tocado un cable eléctrico: me sale un extraño gorgoteo. Luego coge la cremallera del traje y la baja de un tirón. Me revuelvo para quitármelo, apartándole las manos.
—Estás enferma —dice en tono acusador. Me encojo de hombros evasivamente y subo tambaleante con el resto de la gente al piso superior, donde nos esperan Helene y Fat Little Dick.
 
—Bueno, parece que ha habido un excelente trabajo de equipo —comenta Helene.
Dejamos escapar unos vítores desmayados, apoyándonos unos en otros. Me alzo el borde la camiseta. Tengo las magulladuras de color morado. El olor del café me da náuseas. Me abro paso hacia la parte de delante. Joshua ha estado dirigiendo el cotarro demasiado tiempo. Aún puedo salvar la cara.
—¿Pueden acercarse los cuatro árbitros y explicar los actos de valor y de trabajo en equipo que han presenciado?
Procuro aguantar el tipo mientras ellos van haciendo sus observaciones. Al parecer, Suzie ha hecho una maniobra de distracción, armando un gran alboroto, para permitir que su compañero se deslizara a hurtadillas y capturara la bandera.
—Me he llevado cuatro tiros para lograrlo —dice Suzie, dándose una palmada en la cadera y haciendo una mueca de dolor.
—Pero ha soportado los disparos por su equipo —dice el señor Bexley, saliendo de su estupor, que empiezo a sospechar que está causado por alguna medicación—. Buen trabajo, jovencita.
—Y hablando de valentía —dice Marion. A mí se me encoge el estómago
—. La pequeña Lucy ha hecho algo extraordinario.
Se eleva una oleada de vítores. Yo los acallo con un gesto. Si alguien más me llama «pequeña», o «canija», o «ridículamente bajita», lo haré trizas a base de golpes de kárate.
—Ella ha recibido al menos diez disparos que iban dirigidos a su compañero de equipo para protegerlo de un atacante que se ha pasado de la raya y cuyo nombre prefiero callarme.
Mira con toda intención a Rob, que agacha la cabeza como un perro culpable. La gente lo mira frunciendo el ceño.
—Lucy se ha situado delante de su compañero con los brazos abiertos... ¡dispuesta a protegerlo a muerte!
Marion reproduce mi gesto, con los brazos extendidos como un espantapájaros, y va sacudiendo el cuerpo como si recibiera los impactos. Es una buena actriz.
—Y, para mi sorpresa, voy y descubro que ese compañero al que Lucy está protegiendo... ¡no es otro que Josh Templeman!
Hay una carcajada general. La gente se mira divertida. Dos chicas de RR. HH. Se dan un codazo.
—Pero entonces... Ah, entonces Josh la sujeta y le da la vuelta para protegerla a su vez, recibiendo un montón de disparos en la espalda. ¡Para protegerla a ella! Ha sido algo digno de ver.
Un dato curioso: Marion lee novelas románticas en la cocina a la hora del almuerzo. Capto la mirada de Joshua. Él se seca el sudor de la frente con el antebrazo.
—Bueno, parece que el paintball ha servido para unirnos a todos —acierto a decir.
Todos aplauden. Si esto fuera un episodio de la tele, habríamos alcanzado una pequeña moraleja: «Dejad de odiaros mutuamente». Helene, complacida, frunce los labios en una sonrisa astuta.
El premio del Día Libre se lo lleva Suzie, que recoge con una profunda reverencia un certificado simulado. Deborah ha sacado con su cámara algunas fotografías en plena acción y yo le pido que me las envíe por email para incluirlas en el boletín informativo del personal.
Helene me sujeta del brazo un momento.
—Recuerda que el lunes no iré a la oficina. Estaré meditando bajo un árbol. Todo el mundo baja la escalera para subir al autocar. Observo con satisfacción que ahora es más difícil distinguir a los Gamins de los Bexleys. Todos ofrecen un aspecto derrengado, con la ropa desaliñada y las caras enrojecidas y sudorosas. La mayoría de las mujeres tienen el rímel corrido y ojos de panda. Y, sin embargo, pese a la incomodidad y el agotamiento, reina una nueva sensación de camaradería.
Helene y el señor Bexley se largan otra vez a toda velocidad, como dos pilotos chiflados. A algunos empleados han venido a recogerlos sus esposas. Los coches van y vienen, levantando una gran polvareda. La conductora del autocar baja su periódico al ver que nos acercamos y abre la puerta.
—Espere un par de minutos, por favor —le digo, y vuelvo corriendo adentro. Consigo llegar al baño y vomito violentamente. Antes de comprobar que ya lo he sacado todo, suena un fuerte golpe en la puerta. Sólo conozco a una persona capaz de llamar con tanta impaciencia e irritación.
—Vete —le digo.
—Soy Joshua.
—Ya. —Vuelvo a tirar de la cadena.
—Estás enferma, te lo he dicho. —Sacude el picaporte.
—Ya volveré por mi cuenta. Lárgate.
Se hace un silencio. Supongo que ha vuelto al autocar. Vomito de nuevo.
 
Tiro una vez más de la cadena, salgo y me lavo las manos, apoyando las piernas contra la pila. Acabo salpicándome los tejanos. Elvis se me pega húmedamente al torso.
—Me encuentro mal —le confío a mi reflejo. Me siento febril y me brillan los ojos. Estoy azul, gris y blanca. La puerta se abre con un chirrido, y doy un respingo del susto.
—Joder. —Joshua frunce el entrecejo—. Tienes mal aspecto. Apenas consigo enfocar la vista. El suelo me da vueltas.
—No voy a poder. No voy a aguantar el viaje en autocar.
—Podría llamar a Helene para que vuelva a recogerte. No debe de estar muy lejos.
—No, no. Ya me las arreglaré. Ella se va a un centro de salud. Sé cuidar de mí misma.
Él se apoya en el umbral, con expresión preocupada.
Para darme fuerzas, cojo un poco de agua fría en la mano y me la echo por el cuello. El moño se me ha soltado y tengo el pelo pegado a la nuca. Me enjuago la boca.
—Vale, ya estoy bien.
Mientras volvemos, él me sujeta por el codo con dos dedos como si yo fuera una bolsa de basura. Percibo las miradas ávidas que nos observan desde detrás de los vidrios ahumados del autocar. Recuerdo a las dos chicas que se daban codazos y me libero de su brazo.
—Podría dejarte aquí y volver a buscarte. Pero tardaría al menos una hora.
—¿Tú? ¿Venir a buscarme? Me pasaría aquí la noche.
—Oye, no vuelvas a hablarme así, ¿vale? Está enfadado.
—Sí, sí. Recursos Humanos. —Subo tambaleante al autocar.
—¡Ay, madre! —grita Marion—. Tienes una pinta terrible, Lucy.
—¡Lucy! —dice Danny desde la parte trasera—. ¡Te he guardado un asiento!
Está tan al fondo del autocar que la idea resulta claustrofóbica. Si me siento ahí atrás, seguro que vomito encima de todo el mundo. «Lo siento», le digo a Danny con los labios. Ocupo el asiento de delante y cierro los ojos.
Joshua me pone el dorso de la mano en la frente.
—Tienes la mano fría —susurro.
—Estás ardiendo. Hemos de llevarte a que te vea un médico.
 
—Estamos a viernes y es casi de noche. ¿Qué posibilidades hay de encontrar ahora un médico? Lo que necesito es acostarme.
El viaje de vuelta resulta espantoso. Estoy atrapada en un interminable bucle temporal. Soy como el insecto de un frasco de cristal agitado por un niño. El autocar, sofocante y mal ventilado, avanza bamboleándose, y yo noto cada bache y cada curva. Me concentro en la respiración y en el contacto del brazo de Joshua, que está pegado al mío. Al doblar una curva cerrada, pone el hombro para mantenerme derecha en el asiento.
—¿Por qué? —farfullo.
Noto que Joshua se encoge de hombros.
Nos dejan frente al edificio de la editorial. Varias mujeres se congregan alrededor. Intento comprender lo que están diciendo. Joshua me sujeta por el cuello de la camiseta humedecida y les dice que no se preocupen.
Mantiene un vivo debate con Danny, que me pregunta una y otra vez:
«¿Estás segura?».
—Claro que está segura, joder —ruge Joshua. Luego nos quedamos solos.
—¿Has venido en coche?
—Jerry necesita unos días más. El mecánico. Iré en autobús.
Él me hace avanzar: una marioneta jadeante y sudada. Tengo un gusto ácido en la boca. Joshua baja la mano desde mi cogote, engancha un dedo en la presilla trasera de mis tejanos y me sujeta por el codo con la otra mano. Noto la presión de sus nudillos justo sobre la raja del culo y suelto una risotada.
La escalera que baja al parking del sótano es muy empinada, y me detengo un momento, pero él me empuja hacia delante sujetándome con más fuerza. Pasa la tarjeta por el lector, abre la puerta y me lleva hacia su coche negro. Percibo un olor a aceite y a gases de escape. Ahora lo huelo todo. Doy una arcada sin vomitar detrás de una columna. Él me pone indecisamente una mano entre los omóplatos y me frota un poco la espalda. Yo me estremezco bajo otro acceso de náuseas.
Me ayuda a subir al asiento del copiloto y deja detrás el bolso, del que yo ya me había olvidado. Arranca el motor. Apoyo la cabeza de lado y me miro en el retrovisor. Tengo las mejillas manchadas de sudor y de rímel corrido.
—Bueno. ¿Vas a vomitar en mi coche, Fresita? —No parece impaciente ni enfadado. Abre mi ventanilla unos centímetros.
—No. Quizá. Bueno, posiblemente.
 
—Usa esto si te hace falta —dice, pasándome un vaso de plástico vacío.
Pone la marcha atrás—. Dime adónde vamos.
—Vete al infierno. —Empiezo a reírme otra vez.
—O sea, que es de ahí de donde vienes.
—Cierra el pico. A la izquierda. —Le voy dando indicaciones hasta mi bloque de apartamentos. En los intervalos del trayecto, mantengo cerrados los ojos, voy contando mi respiración y no vomito. Todo un logro.
—Aquí. Justo delante, ya está bien.
Él niega con la cabeza y yo me doy por vencida y le indico cómo llegar a mi plaza de aparcamiento vacía. Me ayuda a bajarme del coche. Me caigo sobre él, desfallecida. Mi mejilla reposa un momento en algo que debe de ser su pecho. Mi mano se agarra a su cintura.
Joshua pulsa el botón y permanecemos apoyados en lados opuestos del ascensor. El Juego de las Miradas está cargado ahora con los recuerdos calientes y sudorosos de la última vez que montamos en ascensor juntos.
—Tenías ojos de asesino en serie aquel día. —Debo de haber vomitado mi filtro, me temo.
—Tú también.
—Me gusta tu camiseta. Mucho. Te queda genial. Él baja la vista, desconcertado.
—No es nada del otro mundo. A mí... me gusta la tuya. Es casi tan grande como un vestido.
Se abren las puertas del ascensor. Salgo dando tumbos. Por desgracia, me sigue.
—Es aquí —digo, apoyándome en la puerta. Él busca las llaves en mi bolso y abre.
Nunca he visto a nadie tan muerto de ganas de que lo invitara a entrar. Asoma la cabeza, con las manos en el marco de la puerta, como si fuera a caerse dentro.
—No es como me imaginaba. No tiene mucho... colorido.
—Gracias. Adiós. —Me meto en la cocina y cojo un vaso. Al final, bebo directamente del grifo.
—Yo creo que podríamos encontrar alguna clínica de urgencias —dice Joshua a mi espalda, cogiendo el vaso antes de que se me caiga al suelo.
Coloca la tostadora recta contra la pared y, para llenar el incómodo silencio, dobla un trapo de cocina y rasca con la uña una miga pegada a la encimera. Ay,
 
Dios mío, es de esos obsesos de la limpieza. Tiene ganas de arremangarse y ponerse a fregar.
—Está todo hecho un desastre, ¿no? —Señalo una taza con una marca de pintalabios. Él la mira con avidez. Luego intentamos cruzarnos a la vez en el diminuto espacio de la cocina.
—Deja que te lleve a un médico.
—Necesito acostarme, nada más.
—¿Quieres que llame a alguien?
—No necesito a nadie —le digo con orgullo.
Extiendo la mano para que me devuelva la llave. Él la sostiene fuera de mi alcance. «No necesito que me cuide nadie. Puedo arreglármelas. Estoy sola en el mundo.»
—¿Sola en el mundo? Qué dramática. —Por lo visto, lo he dicho en voz alta—. Voy a la farmacia a ver qué te puedo traer.
—Sí, ya. Que pases un buen fin de semana.
Cuando se cierra la puerta suavemente, vuelvo a comprobar que el apartamento parece una zona catastrófica; está desordenado y, sí, le falta colorido. Mi padre lo llama «El Iglú». Aún no he tenido tiempo de imprimirle un toque personal. He estado demasiado ocupada. El armario de los pitufos ocupa una gran parte de la pared del salón. Sin sus luces especiales encendidas, queda muy oscuro. Suerte que Joshua se ha ido.
Mi cama parece indicar que he tenido perturbadores sueños eróticos, lo cual es cierto. Las sábanas están arrugadas y retorcidas. El lado donde debería haber un hombre se halla cubierto de libros. De los cajones asoman —como las hojas de lechuga de una hamburguesa— tirantes de lencería y bragas con estampados de los pitufos. Saco de la mesilla la fotocopia de la agenda de Joshua y la escondo.
Me doy una ducha fantástica, tortuosa e interminable. Pongo el agua fría y me congelo. La pongo caliente y me abraso. Bebo agua pulverizada. Me echo un buen montón de champú en la cabeza y dejo que se vaya escurriendo. Una señal de que debo estar al borde de la muerte es que no me molesto en ponerme acondicionador.
La cabeza me da vueltas, repleta de imágenes disparatadas. Apoyo la espalda en los azulejos y evoco la sensación de estar estrujada contra el árbol mientras Joshua Templeman me protegía con su cuerpo.
En la intimidad de mi mente puedo imaginarme lo que se me antoje, y desde luego no son pensamientos progresistas propios del siglo XXI.
No: son pensamientos depravados y brutales propios de una mujer de las cavernas. En mi imaginación, él se ve dominado por el instinto animal de protegerme y rodea mi cuerpo con su recia musculatura. Encaja cada uno de los impactos enemigos como si fuera un privilegio. Tiene inyectada la droga más dura e intensa de la naturaleza: la testosterona.
Yo me siento envuelta en sus miembros, a salvo de cualquier peligro que el mundo arroje sobre mí. Cualquier agresión cruel o dolorosa habrá de pasar primero por él para alcanzarme. Lo cual jamás ocurrirá.
—¿Aún sigues viva?
Doy un grito al comprender que esa voz no resuena en mi imaginación. Me acurruco contra los azulejos.
—¡No entres! —Menos mal que he cerrado la puerta del baño. Doy gracias a mi ángel de la guarda. Cruzo los brazos sobre todas mis partes clasificadas X.
—No pensaba hacerlo —replica.
—Estoy completamente desnuda. Y cubierta de cardenales...
Soy una acuarela de Monet: nenúfares morados flotando sobre un fondo verde. Él no dice nada.
—Bueno, espérame en el salón.
Me duele la piel cuando me envuelvo en una toalla. Entreabro la puerta. Silencio. Corro a mi habitación. Saco unas bragas, un espantoso sujetador beige, unos shorts y el top de un pijama viejo y cutre, que tiene estampado un dinosaurio con los ojitos medio cerrados. Debajo dice: DORMILOSAURIO.
Estoy desnuda, poniéndome la ropa, separada de Joshua sólo por una pared. Te amo, pared. Qué buena pared. Me desplomo sobre la cama con tanta fuerza que el colchón suelta un crujido. Eso es lo último que oigo.
 
Me despierto bruscamente.
—¡No! ¡No!
—Tranquila, no te estoy envenenando. Para ya de retorcerte. —Joshua me sujeta por la nuca mientras me pone dos pastillas en la lengua. Trago un poco de agua y él vuelve a bajarme la cabeza.
—Mi madre siempre me daba limonada. Y se quedaba sentada a mi lado. Cuando yo me despertaba, seguía allí. ¿La tuya hacía lo mismo? —Sueno como una cría de cinco años.
 
—Mis padres estaban demasiado ocupados en sus guardias, cuidando a otros enfermos.
—Médicos.
—Sí, toda la familia. Salvo yo. —Algo en su voz delata que es un tema delicado.
Noto su mano en la frente, el leve contacto de sus dedos.
—Vamos a tomarte la temperatura.
—Me siento rematadamente idiota. —Me sale una voz confusa porque me ha puesto el termómetro en la boca. Debe de haberlo comprado, porque yo no tengo ninguno. Estoy viviendo ahora una escena destinada a convertirse en el recuerdo más mortificante y vergonzoso de mi vida—. Nunca dejarás que me olvide de este momento. —Eso es lo que intento decir. Pero, gracias al termómetro, me sale como si tuviera una herida en la cabeza.
—Claro que        sí.           No          mastiques          el            termómetro      —dice   en          voz baja, sacándomelo de la boca—. No podemos dejar que pases de los cuarenta grados.
En la penumbra nocturna, mientras me examina con un estilo casi clínico, sus ojos adquieren un tono azul oscuro. Después vuelve a pasarme la mano por la frente con suavidad, ya no para comprobar si tengo fiebre. Me arregla un poco la almohada. Esos ojos no son del hombre que yo conozco.
—Vale. Quédate un minuto, por favor. Aunque puedes marcharte si quieres.
—Voy a quedarme, Lucy.
Cuando finalmente me duermo, sueño que Joshua está sentado al borde de mi cama, velando mis sueños.


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Mensaje por yiniva Sáb 23 Feb - 21:46

Hay que lindos, y pobres también, tremendos golpes que se llevaron, pero se cuidaron mutuamente
Gracias


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Mensaje por Maga Dom 24 Feb - 9:06

10
 
Estoy vomitando. Joshua Templeman me sujeta bajo la cara un táper grande: el que utilizo normalmente para llevar pasteles al trabajo. Todavía percibo en el plástico el olor dulce de los residuos de glaseado. Vomito un poco más. Él me sujeta la cabeza flácida, recogiéndome el pelo con un puño.
—Qué asco —gimo entre las arcadas—. Estoy tan... tan..
—Chist —sisea. Me vuelvo a dormir entre gemidos y temblores, mientras él me seca la cara con algo fresco y húmedo.
El reloj marca la 1.08 de la mañana cuando vuelvo a incorporarme en la cama. Una compresa húmeda cae sobre mi regazo. Doy un respingo al notar el peso que hay a mi lado.
—Soy yo —dice Joshua.
Está sentado con la espalda apoyada en el cabezal y con mi catálogo de precios de los pitufos en las manos. No lleva zapatos, sólo calcetines, y tiene los pies cruzados a la altura de los tobillos. Los demás libros los ha apilado ordenadamente sobre el tocador.
—Tengo mucho frío. —Me castañean los dientes. Me paso la mano por el pelo; aún lo tengo húmedo por la ducha.
Él menea la cabeza.
—Tienes fiebre. Y te está subiendo.
—No. Es frío —discuto.
Entro tambaleante en el baño, dejando la puerta entornada. Orino, tiro de la cadena y pienso en la situación tan impropia de una dama en la que me ha visto. Bueno, ahora ya lo ha visto y oído casi todo. No me queda otra salida que fingir mi propia muerte y empezar una nueva vida en otra parte.
Me pongo en el dedo un poco de pasta dentífrica y me restriego la lengua.
Me enjuago. Repito la operación.
Me llega un murmullo de ropa, el chasquido de un elástico, el crujido del colchón. Por la rendija de la puerta veo que está poniendo sábanas limpias en la cama. Soy un desecho mustio y repulsivo, pero aún me detengo a mirar su trasero en pompa.
—¿Cómo estás? —Me mira, todavía agachado, por debajo del brazo, y estira la última esquina de la sábana hasta colocarla en su sitio. Mi afortunado colchón se ve zarandeado por unas manos masculinas.
—Ah, bien. Y tú... ¿Cómo estás? —Me desplomo sobre la cama y me apresuro a taparme otra vez con las mantas.
El colchón se hunde a mi lado. Siento su mano en la frente.
—Ay, qué agradable.
Su mano está a la temperatura que yo debería tratar de alcanzar. Todo lo que hacemos es un toma y daca, así que alzo los brazos y le pongo las manos en la frente.
—Vale, está bien —dice divertido.
Estoy tocándole la cara a mi colega Joshua Templeman. Debo de estar soñando. En cualquier momento me despertaré en el autocar y él se burlará del hilo de babas colgado de mi barbilla. Pero transcurre un minuto y no me despierto.
Deslizo las manos hacia abajo, por la áspera superficie de su mandíbula, recordando cómo me sostenía la cara en el ascensor. Nadie me ha sujetado nunca así. Abro los ojos. Juraría que se ha estremecido. Le busco el pulso. Él me lo busca a mí.
Ahora tengo las manos en su garganta y recuerdo lo mucho que deseaba estrangularlo. Le rodeo el cuello con los dedos, sólo para comprobar su tamaño. Él me guiña un ojo.
—Adelante —dice—. Hazlo.
Tiene un cuello demasiado grueso para mis manos diminutas. Noto una tensión que lo recorre de arriba abajo, como si todo su cuerpo se endureciera. Sale un ruido de su garganta.
Le estoy haciendo daño. Tal vez lo estoy estrangulando mortalmente en este mismo momento. Su cuello se pone cada vez más rojo. Me taladra con sus ojos y comprendo que algo va a ocurrir. Pero igualmente me pilla por sorpresa.
Cuando empieza a reírse a carcajadas, el mundo estalla en mil pedazos.
Es la misma persona que veo cada día, sí, pero iluminada. Como si estuviera enchufado a la corriente eléctrica. La luz y la alegría irradian ahora de él, haciendo que todos sus colores destellen como vitrales. Marrón, dorado, azul, blanco. Es un verdadero crimen que yo no haya visto hasta ahora esos pliegues sonrientes. Su boca es una sencilla curva, punteada por unos dientes perfectos, flanqueada por unos leves hoyuelos.
Cada carcajada le sale en una ráfaga ronca y jadeante, como si no pudiera contenerla por más tiempo, y para mí resulta tan adictiva como el sabor de su boca o el olor de su piel. Esa risa asombrosa se convierte en algo que necesito con urgencia.
Si alguna vez había pensado de pasada, o había advertido con irritación, que Joshua era un hombre guapo, está claro que no sabía ni la mitad de la historia. La verdad es que cuando se ríe resulta deslumbrante. El corazón me palpita acelerado. Me apresuro a atesorar este momento único que se ha producido en la penumbra de mi habitación y que sólo habrá de perdurar mientras esté delirando de fiebre.
Ojalá pudiera aferrarme a este momento. Ya empiezo a sentir la tristeza que me dejará vacía por dentro cuando concluya. Quisiera decirle: «No te vayas aún». Mis dedos deben de hacerle cosquillas, porque él continúa riendo a carcajadas hasta que el colchón se bambolea bajo nuestros cuerpos. Una perla húmeda destella en el rabillo de su ojo y es como una bala directa a mi corazón. Seré capaz de rebobinar este precioso momento en mi memoria cuando tenga cien años.
—Adelante, mátame, Fresita —jadea, secándose el ojo con la mano—. Lo estás deseando, y tú lo sabes.
—Con toda mi alma —le digo, tal como él me dijo una vez. Noto que se me contrae la garganta, casi no me salen las palabras—. Con toda mi alma. No te haces una idea.
 
Tengo todo el pijama empapado de sudor cuando me despierto sobresaltada. Hay una tercera persona en mi habitación. Un hombre que no he visto en mi vida. Empiezo a chillar como un mono malherido.
—Cálmate —me susurra Josh al oído.
Me encaramo sobre su regazo, pegando la cara a su clavícula. Inspiro su aroma a cedro con tal fuerza que seguramente acabo succionándole el alma. Están a punto de llevarme a un temible centro médico, lejos de la seguridad de mi casa y de estos brazos acogedores.
—¡No les dejes, Josh! ¡Me pondré bien!
 
—Soy médico, Lucy —explica el hombre, poniéndose unos guantes—.
¿Cuánto tiempo lleva así y cuáles son los síntomas?
—Esta mañana ya no estaba del todo bien —le explica Josh—. Tenía la cara roja y parecía distraída, y ha ido empeorando a lo largo del día. Durante el almuerzo, se la veía muy sudorosa y no ha comido nada. A las cinco, ha vomitado.
—¿Y luego? —El médico sigue sacando cosas de su maletín y colocándolas al pie de la cama. Yo lo observo con recelo.
—Los delirios han empezado hacia las ocho. Ha intentado estrangularme a la una y media de la mañana. Tenía casi cuarenta grados de fiebre. Ahora, cuarenta y medio.
Cierro los párpados cuando esas manos desconocidas forradas de goma me palpan las glándulas de la garganta. Josh me acaricia los brazos para tranquilizarme. Ahora estoy sentada entre sus muslos y noto su sólido corpachón por detrás de mis omóplatos. Mi sillón particular. El médico me hunde los dedos en el abdomen y yo emito unos quejidos llorosos. Tengo el top alzado unos centímetros.
—¿Qué demonios le ha ocurrido aquí? Ambos dejan escapar un silbido compasivo.
—Hemos pasado el día jugando al paintball con la gente del trabajo. Pero ni siquiera mi espalda está tan mal. —Los dedos de Josh me acarician la piel y yo sudo aún más—. Pobre Fresita —me dice al oído. Sin sarcasmo.
—¿Ha comido en algún restaurante? Me devano los sesos.
—Un tailandés para llevar. Hoy no. En la cena de ayer, creo. El médico frunce el ceño de un modo que me resulta familiar.
—La intoxicación alimentaria es una posibilidad.
—Podría ser un virus —aduce Josh—. El margen temporal es un poco largo para la intoxicación.
—Si eres tan capaz de diagnosticarla, ¿por qué te has molestado en llamarme?
Empiezan a discutir sobre mis síntomas. A mí me suena igual que si fueran dos hombres discutiendo de deportes, sólo que aquí los equipos son los virus de la temporada. Yo los observo con los ojos entornados. Ni siquiera sabía que los médicos hacen visitas a domicilio, y menos aún a las dos y media de la mañana.
 
Éste es un tipo alto de treinta y tantos, con el pelo oscuro y los ojos azules. Es evidente que se ha vestido de cualquier manera y se ha puesto encima una chaqueta.
—Es       usted    muy       guapo   —le       digo.      Mi          filtro      perdido               requeriría           un diagnóstico aparte.
—Uau. Realmente debe estar delirando —responde Josh mordazmente, rodeándome con el brazo por las clavículas. Ese apretón me deja inmovilizada.
—Qué curioso. El que se lleva normalmente los piropos es él —dice el médico con ironía mientras busca en su maletín—. Vamos, Josh, cálmate.
—Usted es su HERMANO —digo con asombro infantil, cuando los oxidados engranajes de mi cerebro terminan de girar—. Yo creía que él era un experimento que había salido mal.
Ellos intercambian una mirada. El hermano se ríe.
—Qué lista es esta chica.
—Bueno, en realidad es... —Noto que Josh menea la cabeza. Me reacomoda un poco sobre su pecho, cosa que mi cerebro febril interpreta como un mimo.
—Soy patética. Me lo dice constantemente. ¿Cómo te llamas?
—Patrick.
—Patrick Templeman. Jo. Así que tú eres el verdadero doctor Templeman.
Sigo sentada sobre el regazo de Josh, con la cabeza apoyada en la curva de su cuello, y probablemente empapándolo de sudor. Intento apartarme, pero él me sujeta con fuerza.
—Soy el doctor Templeman, cierto. Uno de ellos, vaya. —La expresión divertida se desvanece de su rostro. Suelta una tos y empieza a darse la vuelta.
Yo lo sujeto de la manga para tratar de ver cuánto hay de Josh en sus rasgos. Él, obediente, permanece inmóvil, pero le lanza una mirada a su hermano, que ahora es una tensa pared de ladrillo a mi espalda.
—Perdón. Josh es más guapo.
Tras un instante de silencio, ambos se echan a reír. Patrick no parece ofendido en lo más mínimo. El brazo de Josh se afloja.
—Cuéntame anécdotas embarazosas sobre él.
—Cuando te encuentres mejor. Sigue dándole fluidos, Josh. Con un cuerpo tan menudo, enseguida se deshidratará.
—Sí, ya. —Entre los dos me engatusan para que me trague un medicamento amargo. Luego me dejan tumbada en la cama, salen de la habitación y cierran la puerta.
Aun así, sus voces llegan a mis oídos.
—Se te habría dado muy bien esto —dice Patrick, sacudiendo su maletín—. Has hecho todo lo que debías.
Josh suelta un hondo suspiro. Estoy segura de que tiene los brazos cruzados.
—No hace falta que te pongas a la defensiva —continúa Patrick—. Bueno, otro asunto espinoso. ¿Cuándo me vas a confirmar tu asistencia? ¿Nunca?
—Iba a hacerlo uno de estos días. —Está mintiendo.
—Puedes confirmármelo ahora mismo. Y no finjas que no sabes la fecha. Me consta que mamá te dio la invitación en persona. No queríamos que se «perdiera» como pasó con la invitación a la fiesta de compromiso.
«¡Qué manera de escaquearse, Josh!» Patrick está pensando lo mismo.
—Confírmamelo ahora. Mindy necesita saberlo. Para detalles menores como el catering. Y la distribución de los asientos.
—Estoy muy ocupado ahora... —intenta Josh. Su hermano le corta en seco.
—Imagínate la impresión que dará si no apareces. Josh no dice nada y Patrick insiste.
—Ya sé que no resultará fácil.
—¿Esperas que me presente allí como si no hubiera pasado nada? Patrick parece confuso.
—Pero... tú traerás a Lucy, ¿no?
Yo me pregunto en la oscuridad por qué demonios tiene que resultarle a Joshua tan difícil asistir a la boda de su hermano.
—No es mi novia. Sólo somos compañeros de trabajo —dice él irritado. Ojalá esta frase no me sentara como un puñetazo en el estómago, pero así es como la encajo.
—Ah, pues lo disimulabas muy bien.
—Ya, bueno. Ella está buscando más bien a un buen chico. ¿No es lo que buscan todas?
Se produce un denso silencio.
—¿Cuántas veces he de repetirte...?
—Ni una vez más. —Josh es todo un maestro para cortar en seco una conversación. Hay otro silencio. Casi puedo oír cómo se vuelven los dos hacia la puerta de mi habitación.
Ahora Patrick baja la voz y ya no capto casi nada, salvo el tono enojado de la discusión. Odiándome a mí misma, me levanto de la cama silenciosamente y procuro avanzar entre las sombras sin tropezar. Soy una fisgona repugnante.
—Te estoy pidiendo que vengas a mi boda y que le des una alegría a mamá. Que me la des a mí. Mindy está preocupada. Cree que hay una grave disputa familiar.
Josh suspira, derrotado.
—Está bien.
—¿Eso es un sí?
«Sí, por favor, Patrick. Me encantaría asistir a tu boda... Acepto tu generosa invitación...»
—Sí. Eso.
—Te apuntaré con una acompañante. Bueno, suponiendo que ella sobreviva a esta noche.
Me agarro de la pared, horrorizada, hasta que oigo que Josh responde, sarcástico:
—Ja, ja.
 
Ahora falta poco para el amanecer y mi habitación está de color azul hielo. Me encuentro sentada en la cama, tragando groseramente un líquido que resulta ser limonada. ¿Habrá ido al súper de enfrente? El gusto agridulce de la nostalgia infantil y de la añoranza está a punto de ahogarme.
Él coge el vaso y, sujetándome por los hombros con un brazo, vuelve a acostarme sobre las almohadas. Ayer me tocaba de modo vacilante; ahora me pone encima las palmas y los dedos sin titubear. Tiene pinta de estar agotado.
—Josh.
Sus ojos destellan con sorpresa.
—Lucy.
—Lucinda —susurro maliciosamente. Él vuelve la cara para ocultar su sonrisa, pero yo lo sujeto de la manga.
—No te escondas. Ya te he visto sonreír antes. —Nunca voy a reponerme de esa sonrisa.
 
—De acuerdo. —Noto que está confuso. No es el único. Llevo tanto rato mirándole que se ha convertido en el espectro de colores de mi visión. Ahora él es los días de mi semana, los cuadros de mi calendario.
—Blanco,            blanco  crudo,   crema,  amarillo               claro      sin          género definido, repugnante mostaza, azul celeste, azul turquesa, gris perla, azul marino y negro.
—Voy contando con los dedos.
Josh me mira alarmado.
—Todavía deliras.
—No: son los colores de tus camisas. Hugo Boss. ¿No has entrado nunca en un Target?
—¿Cuál es la diferencia entre blanco y blanco crudo?
—Blanco crudo. Blanco cáscara de huevo. Son diferentes. Sólo me has sorprendido una vez.
—¿Y eso cuándo fue? —Lo pregunta con el tono indulgente de una niñera.
Yo le doy una patada al colchón, enfurruñada.
¿Por qué no estaré envuelta al menos en un picardías? Nunca había tenido una facha tan espantosa. Todavía llevo el top del dormilosaurio... ¡No! Al bajar la vista, descubro que llevo una camiseta roja sin mangas. Santo cielo. Me ha cambiado.
—En el ascensor —le suelto. Quiero desviar su atención de este momento y retrotraerlo a una situación en la que yo estaba más o menos atractiva—. Entonces me sorprendiste.
Él me mira atentamente.
—¿Qué pensaste?
—Pensé que querías hacerme daño.
—Ah, fantástico. —Se recuesta sobre el cabezal, avergonzado—. Está visto que mi técnica está un poco oxidada.
Me agarro de su manga con una fuerza sobrehumana y me incorporo un poco.
—Pero luego comprendí lo que estabas haciendo. Dándome un beso. Claro.
Yo no he besado desde hace una eternidad.
Él frunce el ceño.
—¿De veras? —Baja la vista hacia mí.
Desarrollo la idea con tanto énfasis que me tiembla la voz.
—Fue superexcitante.
—No recibí noticias de Recursos Humanos ni de la policía, así que... —Se
 
interrumpe y me mira los labios. Yo retuerzo las manos en su camiseta. La tela se dilata en torno a mis puños. Es tan suave que quisiera envolver todo mi cuerpo con ella.
—¿Mi cama es como te la habías imaginado?
—No me esperaba tantos libros. Y es un poco más grande de lo que suponía.
—¿Y mi apartamento?
—Es una pocilga diminuta. —No es mala intención de su parte. Es la verdad.
—¿Tú crees que el señor Bexley y Helene se lo montan en el ascensor? — Mientras él siga contestando, yo seguiré haciéndole preguntas.
—Fijo. Estoy seguro de que tienen sesiones brutales de sexo salvaje después de cada análisis trimestral.
Sus ojos se tornan de color negro. Libera su camiseta de mis manos justo cuando atisbo un centímetro de su estómago: duro y velludo. Ahora sudo aún más.
—Seguro que cuando te duchas, el agua se te acumula justo... aquí arriba.
—Pongo el dedo en su clavícula—. Tengo sed. Me voy a deshidratar.
Él suelta un bufido y el aire me da directamente en la cara.
—Seamos exactamente como ellos cuando nos hagamos mayores, Josh.
Podríamos empezar un nuevo juego. Imagínate. Podríamos jugar toda la vida.
—Hablaremos de ello cuando no estés enloquecida de fiebre.
—Sí, ya. Cuando no esté enferma, volverás a odiarme. Pero por ahora estamos bien. —Le cojo la mano y me la pongo en la frente para disimular mi repentina desesperación.
—No, no lo haré —dice, pasándome la mano por el pelo.
—Me odias muchísimo. Y ya no lo voy a resistir mucho tiempo. —Soy patética. Lo noto en mi propia voz.
—Fresita.
—Deja de llamarme Fresita. —Trato de ponerme de lado, pero él me sujeta de los hombros suavemente. Dejo de respirar.
—Para mí, ver cómo finges que no soportas ese apodo es el mejor momento del día.
No respondo; él casi sonríe y me suelta.
—Ya es hora de que me hables de la plantación de fresas.
Es un tema delicado. Y no es la primera vez que me lo pide. Quizá estoy a
 
punto de darle munición para que me tome el pelo durante mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Siempre me ha producido curiosidad. Cuéntamelo todo sobre las fresas.
—Este susurro zalamero será mi perdición.
Mentalmente casi me veo allí, bajo el gran toldo de lona con la esquina desagarrada, hablando a los turistas mientras los críos se adelantan corriendo, con cubos de metal en la mano. El zumbido de las cigarras llena el aire. Allí nunca hay silencio.
—Bueno. Las alpinas se llaman también «mignonette» y crecen de modo salvaje en las laderas de las montañas francesas. Son tan pequeñas como la uña del pulgar, pero tienen un sabor de una intensidad increíble para su tamaño.
—Cuéntame más.
Entorno los ojos, suspicaz.
—Las fresas no son ningún chiste. La mayoría de la gente que he conocido se ha pitorreado de mí a causa de las fresas.
—Es uno de tus rasgos más monos.
La palabra «mono» se enciende como un neón en la penumbra del dormitorio. Me pongo tan nerviosa que empiezo a balbucear.
—Vale, de acuerdo. Las Earliglow. Crecen muy deprisa. Un día caminas al atardecer por la plantación y no ves nada, sólo hojas verdes..., y a la mañana siguiente están todas ahí. Esas pequeñas yemas rojas, cada vez más brillantes. A la hora de la cena, ya están formadas, como bombillas rojas de Navidad.
Josh suspira, cierra los ojos un segundo. Está exhausto.
—¿Cuáles son tus preferidas?
—Las Red Gauntlet. Estaban en las hileras más cercanas a la cocina, y yo era demasiado perezosa para aventurarme más lejos. Me tomaba un gran batido rosa cada mañana.
Él permanece callado. Indudablemente, esos ojos no son los del hombre que yo conozco. Son melancólicos, solitarios, y tan preciosos que me veo obligada a cerrar los míos.
—Te juro que todavía noto la sensación de las semillas entre los dientes. Las Chandler son las preferidas de mi padre. Él dice que me costeó la universidad con ellas.
—¿Cómo es tu padre? Se llama Nigel, ¿no?
—Tú y el maldito blog... Mi padre trabajó muchísimo para mandarme a la universidad. No tengo palabras para explicártelo. El día que me fui, lloró en el porche trasero. Me dijo...
Se me atraganta la voz. La tensión en la garganta me impide continuar.
—¿Qué te dijo? Eludo la pregunta.
—Hace mucho que no recordaba estas cosas. Ya han pasado dieciocho meses desde la última vez que fui a casa. Me perdí las Navidades porque Helene se fue a Francia a ver a su familia y yo tuve que quedarme para cubrirla.
—Yo tampoco fui a casa.
—Ya. Mis padres me mandaron una gran caja de provisiones, y comí pastel de fresas y abrí los regalos en el suelo mientras veía los anuncios de la tele. ¿Tú qué hiciste?
—Lo mismo, más o menos. Bueno, ¿y qué te dijo tu padre ese día, en el porche trasero? —Es como un perro que se niega a soltar un hueso.
No puedo reproducir aquella conversación entera, porque me echaría a llorar. Y quizá no podría parar. Todavía lo veo, con los codos en las rodillas, mientras las lágrimas trazaban surcos en su cara bronceada y polvorienta. Resumo la conversación en unas pocas palabras expurgadas.
—Que él sufría una pérdida, pero el mundo salía beneficiado. Y mi madre no podía parar de alardear, de contarle a todo el mundo que su hija se iba a la universidad... Ahora está creando una nueva variedad de fresas. Y se llaman Lucies.
—Según cuenta en el blog, Lucy Doce era bastante buena. Cuéntame más cosas.
—No entiendo tu fascinación por ese blog. Mi madre era periodista, escribía en un periódico, pero tuvo que dejarlo.
—¿Por qué?
—Por mi padre. Estaba escribiendo un artículo sobre los efectos de unas grandes lluvias en la agricultura y fue de visita a un huerto de la zona. Se encontró a mi padre subido a un árbol. El sueño que él tenía era poseer su propia plantación de fresas, y no podía hacerlo solo.
—¿Crees que tu madre se equivocó al tomar esa decisión?
—Mi padre siempre dice: «Ella me recogió». Como una manzana. Directamente del árbol. Yo los quiero, pero a veces pienso que la suya es una triste historia.
—Deberías preguntárselo a tu madre algún día. Es probable que no se arrepienta de nada. Ellos continúan juntos; y por eso tú estás aquí.
 
—¿Sabes?, mi padre siempre te llama con otros nombres que empiezan con J, nunca con el tuyo.
—¡¿Cómo?! —exclama alarmado—. ¿Le has hablado de mí?
—Está furioso contigo por ser tan malo. Julian, Jasper, John. Una vez te llamó Jebediah. Estuve a punto de mearme de la risa. Tendrás que arrastrarte ante él, seguro.
Josh parece tan turbado que decido darle un descanso y cambiar de tema.
—Cuando siento añoranza noto el olor a fresas calientes. Lo cual sucede casi todo el tiempo. —Veo cómo se remueve mientras trata de descifrar estas afirmaciones absurdas.
—¿Tú jugabas en los campos, de pequeña?
—Has visto la foto del blog. Obviamente, sí, jugaba en el campo. —Vuelvo la cara hacia el otro lado y evoco la imagen. Yo, con las rodillas teñidas de rosa por el jugo de las fresas, con la melena enmarañada y unos ojos más azules que el cielo. Una pequeña granjera salvaje.
—No tienes por qué avergonzarte. —Me coge la barbilla delicadamente y me gira otra vez la cara—. Llevas un peto de pantalones cortos. Se te ve toda polvorienta. Parece que lleves días a la intemperie. Tu sonrisa no ha cambiado.
—Tú nunca me ves sonreír.
—Seguro que tenías una cabaña en un árbol.
—Es cierto. Prácticamente vivía allí arriba.
Sus ojos brillan con una expresión que nunca le había visto. Cierro los ojos un segundo para darles un descanso. Él comprueba mi temperatura y, cuando levanta la mano de mi frente, protesto. Me coge la mano.
—Yo nunca he pensado que el lugar de donde procedías fuese inferior.
—Ya, claro. Ja. Ja. Pastel de Fresitas.
—Para mí, Fresas Sky Diamond es el mejor lugar imaginable. Siempre he deseado ir. He estudiado la ubicación en Google. Incluso he mirado el vuelo y la compañía de alquiler de coches.
—¿Te gustan las fresas? —No se me ocurre qué otra cosa decir.
—Me encantan. Son mi pasión, no te haces una idea. —Lo dice de un modo tan amable que me inunda una oleada de emoción. No puedo abrir los ojos. Vería que los tengo húmedos.
—Bueno, la plantación está allí, esperándote. Paga a la señora del toldo y coge un cubo. Da mi nombre para que te haga un descuento, aunque te someterá a un interrogatorio para saber cómo me va. Cómo me va realmente. Si estoy sola, si como bien. Por qué no me cojo unos días para ir a casa.
Pienso en las solicitudes para el puesto, guardadas una junto a otra en una carpeta beige. Me entra una sensación de mareo y agotamiento. Me gustaría estar dormida, perdida en ese lugar oscuro donde la angustia y la tristeza no pueden alcanzarme. Empiezo a sentir como si diera vueltas lentamente.
—¿Qué debo contarle?
—Tengo mucho miedo. Todo esto se acabará pronto, de un modo u otro. Mi vida pende de un hilo. No sé si todo el esfuerzo que han hecho por mí acabará valiendo la pena. A veces me siento tan sola que me echaría a llorar. Perdí a mi mejor amiga. Me paso el tiempo con un hombre enorme e intimidante que quiere matarme; y ahora seguramente es mi único amigo, aunque él no desee serlo. Lo cual me rompe el corazón.
Noto la presión de sus labios en la mejilla. Un beso. Un milagro. El cálido aliento de Josh en mi piel. Desliza sus manos entre las mías. Mis dedos se cierran sobre los suyos.
—No, Fresita.
Doy vueltas y vueltas por una serie interminable de bucles. Él me estrecha las manos con más fuerza.
—Estoy muy mareada... —Es cierto, aunque también lo es que quiero poner fin a esta conversación.
—He de preguntarte una cosa —dice, al cabo de un rato. Su voz me llega a través de una niebla oscura.
—No es justo que te lo pregunte ahora, pero aun así voy a hacerlo. Si se me ocurriera una forma de sacarnos a los dos de este lío, ¿querrías que lo hiciera?
Yo sigo aferrándome a él con todas mis fuerzas, como si fuera el único punto de apoyo para no precipitarme en el vacío.
—¿Cómo?
—No lo sé. De la forma que fuera. ¿Querrías que lo hiciese?
En realidad, bastaría con que fuese mi amigo durante el tiempo que queda.
Sería maravilloso acabar con esta negatividad.
Con esa sonrisa bastaría.
—Ahora viene la parte del sueño en la que tú sonríes, Josh.
Él suspira, frustrado, y me mantiene sujeta. Mientras me alejo orbitando hacia el sueño, susurro entre la niebla:
—Claro que querría.


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Mensaje por yiniva Dom 24 Feb - 14:30

Hay que lindos, me gusta la pareja, ojalá que la lleve a la boda del hermano.
Gracias


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Mensaje por berny_girl Lun 25 Feb - 11:11

Que extraño no me están llegando las notificación... pero ya me puse al día... 


Capitulo 7
Lucy en verdad es un poco ingenua, lenta y dramático... Desde lejos se nota que Joshua tiene un interés mayor que de hacerle la vida imposible... El chico está muerto por ella, pero para su patética visión el solo quiere perjudicar la... Su falta de autoestima no es culpa de Joshua como lo quiere ser ver.


Capitulo 8
Les hacia falta una buena batalla de Paintball para que tuviera una mediana conversacional decente... aunque Lucy a mi gusta es demasiada fantástica y dramática... 
Esta chica es verdad es tonta? como es posible que aun no reconozca todas las señales que le envía Joshua... TONTA a lo grande.


Capitulo 9
Joshua es un encanto, preocuparse por Lucy cuidándola en uno de sus peores momentos... Otra gran señal, que apuesto Lucy lo vera como una cosa negativa... solo por que todo lo que Joshua hace o dice para ella es malo... Loca de remate. 


Capitulo 10  
Para mi gusto a sido el capitulo mas tierno hasta ahora... me encanto la aparición de Patrick en todo este enredo, pero me dejo aun mas metida del pasado de Joshua... por que tiene ese rechazo por su familia y mas aun por el matrimonio de su hermano... sera que la prometida es la ex del?? extraño. 


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Mensaje por Maga Mar 26 Feb - 10:05

11


 
Me siento en la cama con cautela. La habitación está iluminada por un sol resplandeciente. Hay vestigios de la enfermedad esparcidos por todas partes. Toallas, paños, el táper limpio. Vasos, medicinas, un termómetro. Ahora el top del dormilosaurio cuelga del cesto de la ropa. También mi camiseta roja. Las ropas que llevaba para jugar al paintball yacen en un gurruño. Habría que quemarlas.
Mepongoeltermómetroenlabocaparacomprobarloqueyasé.Lafiebre hapasado.
Tengo puesta una camiseta de color azul. Me agarro del colchón cuando la sensacióndevulnerabilidadhacesuapariciónconretraso.Mepalpoelhombroy descubroqueaúnllevosujetador.Doygraciasatodoslosdiosesconocidos.Pero aunasí,JoshuaTemplemanhavistoelrestodemitorsodesnudo.
Measomoalsalón.Estáahí,despatarradosobreelsofá.Unpieenormecon calcetín cuelga de unextremo.
Cojo ropa limpia y entro tambaleándome en el baño. Santo cielo. El rímel no se me fue del todo al ducharme y se me ha corrido por la cara formando una máscara de Halloween al estilo Alice Cooper. También tengo el pelo de Alice Cooper. Me apresuro a recogérmelo en un moño. Me cambio, me lavo la cara a toda prisa y me enjuago la boca. Espero oír un golpe en la puerta en cualquier momento.
La sensación que tengo es peor que una resaca. Peor que despertarse tras hacerunkaraokedesnudaenlafiestadeNavidaddelaoficina.Hablédemasiado anoche. Le hablé de mi infancia. Ahora sabe lo sola que estoy. Ha visto todas mis pertenencias. Posee tal cantidad de información que el poder irradiará de él en oleadas tóxicas. He de sacarlo delapartamento.
Me acerco al sofá. Es un sofá de tres plazas, pero no cabe en él ni mucho menos. Se despierta con una sacudida antes de que pueda observarlo dormido a mis anchas.
—Creo que me pondré bien.


Misrevistasestánapiladas.Nohayzapatosdetacónbajolamesitadecafé. Joshuahaordenadoelapartamento.Estátumbadoapocadistanciadelaenorme vitrinallenadepitufos,colocadosdecuatroycincoenfondo,yhaencendidolas lucesquelosiluminanyqueofrecen,almismotiempo,unapruebafehacientede que estoy mal de la cabeza. Cuando se levanta del sofá, la habitación se vuelve mucho máspequeña.
—Gracias por sacrificarte toda la noche del viernes. Ahora ya no me importa si quieres marcharte.
—¿Estás segura? —Meticulosamente, me pone el dorso de los dedos en la frente, la mejilla y la garganta. Estoy mucho mejor, no cabe duda, porque, en cuanto me toca, se me tensan la garganta y los pezones. Cruzo los brazos sobre el pecho.
—Sí. Me pondré bien. Vete a casa, por favor.
Él me mira con esos ojos de color azul oscuro, y el recuerdo de su sonrisa sesuperponeenmimentesobresuexpresiónsolemne.Meestudiacomosifuera su paciente. Ahora ya no soy digna de un beso en el ascensor. Nada como una vomitona para destruir toda laquímica.
—Me puedo quedar. Si consigues superar el acceso de pánico. —Hay algo compasivo en su rostro y ahora sé por qué.
Todo tiene su contrapartida: yo también he visto una parte oculta de él duranteestanocheinterminable.Haypacienciayamabilidadtrasesafachadade cretino. Decencia y humanidad. Sentido del humor. Esasonrisa.
Sus ojos contienen vetas de luz en las profundidades, y sus pestañas me parecequesecurvaríanbajolayemademimeñique.Suspómuloscabríanenla curvademipalma.Ysuboca,bueno...,semeacoplaríaencualquierparte.
—Ya vuelves a tener ese brillo obsceno en los ojos —me dice. A mí me ardenenelactolasmejillas—.Debesdesentirtemejorsierescapazdemirarme así.
—Estoy enferma —replico con voz remilgada y, mientras miro para otro lado, oigo su risa ronca.
Josh va a mi habitación y yo aprovecho para inspirar hondo varias veces.
—Enferma no sé, pero un poco chalada seguro.
Reaparececonsuchaquetaenlamano.Sóloentoncesmedoycuentadeque se ha pasado la noche entera con la ropa de paintball. Y ni siquiera apesta. ¿No esinjusto?
—Tengo que...


Me estoy poniendo de los nervios. Lo sujeto del brazo cuando ya está calzándose los zapatos junto a la puerta.
—Sí, sí, ya me voy. No hace falta que me eches. Nos vemos en la oficina, Lucinda.
Me pasa un frasco de pastillas.
—Vuelve a meterte en la cama. Y tómate dos más cuando te levantes. — Vacila otra vez y me mira con expresión reticente—. ¿Seguro que estarás bien?
—Vuelve a tocarme la frente, para comprobar una vez más mi temperatura, aunque es evidente que no puede haber cambiado en treinta segundos.
—No se te ocurra burlarte de mí el lunes.
Lapalabra«lunes»resuenafunestamenteentreambos.Élapartalamanoen elacto,comosifueranuestranuevacontraseñaparainterrumpireljuego.
—Fingiréquenohasucedidonada,siasílodeseas—medicerígidamente. A mí se me encoge el estómago. La última vez que le pedí que lo olvidásemos todofueapropósitodelbeso.Élmantuvoescrupulosamentesupromesa.
—No intentes utilizar nada contra mí. En las entrevistas para el ascenso, quiero decir.
Memiraconunaexpresióntanfuribundaquedebedeestarderritiéndosela pintura de la pared que tengo a miespalda.
—O sea, que conocer la consistencia de tu vómito va a darme ventaja...
Joder, Lucinda. Por el amor de Dios.
La puerta se cierra con estrépito y el silencio se expande por el apartamento. Me gustaría tener el valor necesario para decirle que vuelva. Para darle las gracias. También para disculparme, porque, en efecto, él tiene razón. Como siempre.
Estoy muerta de pánico. Para no pensar, me duermo.
Cuandovuelvoaabrirlosojos,tengounanuevaperspectiva.Essábadopor la tarde, y el crepúsculo llena la pared al pie de mi cama de un glorioso resplandordecolormelocotóndorado.Justoelcolordesupiel.Lahabitaciónse ilumina con la intensidad de unaepifanía.
Contemploeltechoyreconozcoantemímismaestaverdadasombrosa. No odio a JoshuaTempleman.


Es lunes, día de camisa blanca; las seis y media de la mañana. Me siento tan molida que debería llamar para decir que estoy enferma (Helene sigue fuera, de todos modos), pero necesito ver a Joshua.
He analizado minuciosamente todo lo sucedido mientras estuvo en mi apartamento, y soy consciente de que debo disculparme por haberlo echado de esamanera.Élnohizomásqueactuarconamabilidadygentileza.Yaestábamos casi al borde de la amistad, y yo lo arruiné todo con mi afilada lengua. Cuando recuerdo cómo fisgoneé su conversación con Patrick me siento terriblemente culpable. No debería haber escuchado nada de todoaquello.
¿Cómodebodarlelasgraciasauncompañeroporayudarmeavomitar?Los viejos manuales de cortesía de mi abuela no me servirán para esto. Una nota de agradecimiento o un bizcocho de vainilla nobastarán.
Memiroenelespejodelbaño.Laenfermedadmehaquitadotodoelcolor. Tengo los ojos hinchados y enrojecidos; los labios pálidos y llenos de escamas. Parecequemehubierapasadoelfindesemanaatrapadaenunamina.
Mi cocina está limpia como una patena. Josh ha ordenado mi correspondencia sobre la encimera en un pulcro montón. Abro con la mano el sobre de encima mientras con la otra sumerjo una bolsita de hierbas en la taza. Es una amable nota para comunicarme que el alquiler ha subido. Examino guiñando los ojos la nueva cifra mensual y suelto una exclamación que seguramente hace temblar a los pitufos en sus estantes. Mi precipitada afirmación de que dejaré B&G si no obtengo el puesto se vuelve ahora infinitamente más terrorífica.
¿Cómo voy a enfrentarme a un panel de entrevistadores de otra empresa?
¿Cómo voy a explicar lo que me vuelve tan eficiente en mi trabajo? Intento pensar en todas las cosas que hago bien, pero sólo se me ocurre una: chinchar a Joshua. Soy una persona infantil y nada profesional.
Me desplomo en una silla y trato de engullir un puñado de cereales directamentedelacaja.Luegomeregodeounpocomásenmidesánimoyenmi falta de confianza en mímisma.
Cojo el portátil, abro el navegador y empiezo a explorar una web de contratacióntanáridacomodepresiva.Mesientoaliviadacuandomeinterrumpe el zumbido del móvil y veo en la pantalla que es Danny. Qué raro. Quizá ha tenido un pinchazo en elcoche.
—¿Hola?
—Hola. ¿Cómo te encuentras? —pregunta con calidez.


—Estoy viva. Por los pelos.
—Tratédehablarcontigovariasveceselviernesporlanoche,perosiempre se ponía Josh. ¡Menudogilipollas!
—Esquemeechóunamano.—Notolarigidezdemivozymedoycuenta dequemehepuestoaladefensiva.¿Quédemoniosmesucede?
«Mesujetólacabezamientrasvomitaba.Yllamóasuhermanoenmitadde la noche. Me lavó los platos. Y estoy segura de que me estuvo observando mientrasdormía.»
—Ah, perdona. Creía que no lo soportábamos. ¿Piensas ir a trabajar hoy?
—Sí, voy a ir.
—Yo estoy abajo, en el vestíbulo. Si quieres, hmmm, te llevo.
—¿En serio? Pero ¿no es tu primer día de libertad hoy?
—Sí,peroMitchellmehaescritounacartaderecomendaciónyhedepasar a recogerla. No me cuesta nadallevarte.
—Bajo dentro de cinco minutos. —Compruebo simplemente que tengo subida la cremallera de mi vestido gris de lana. Con esta cara tan demacrada, resultaría ridículo pintarme loslabios.
—Hola —me saluda Danny cuando salgo del ascensor. Trae un ramo de margaritas blancas. Mis emociones oscilan en la cuerda floja: digamos que me siento entre encantada yavergonzada.
Éltambiénparecedebatirseentresentimientosencontrados.Habríadeestar ciega para no captar el destello de decepcionada sorpresa que brilla en sus ojos. El viernes, por sudorosa y desgreñada que estuviera, tenía mejor aspecto que ahora.
Él borra su reacción con un parpadeo y me ofrece lasflores.
—¿Estás segura de que no deberías quedarte en casa?
—Bueno, mi estado no es tan malo como mi aspecto. Quizádebería subirlas... —Señalo el ascensor y lo miro de nuevo. Va con una camiseta de Matchbox Twenty. Susgafasdesol,apoyadasenloaltodelacabeza,tienenuna horriblemonturablanca.Nosquedamoslosdosmirándonosconincomodidad.
—Siempre puedes ponerlas en la mesa de tu despacho.
—Sí, es verdad. —Parece más bien una mala idea, pero estoy demasiado confusa para reaccionar. Si llevo las flores arriba, tendré que invitarlo a subir. Salimos a la calle y respiro aire fresco por primera vez en tres días.
Tengo que animarme. Danny se ha limitado a ser atento y considerado esta mañana.Meprotejolosojosdelsolconunamano.Quizáyotambiéndeberíaser


atenta y considerada. A lo mejor en el súper venden ramas de olivo o algo así...
—He de comprar una cosa. Enseguida vuelvo.
Mientras pago el regalo de agradecimiento para Joshua, junto con un lazo rojo adhesivo carísimo, veo que Danny espera con paciencia apoyado en su coche. Me guardo el regalo en el bolso y vuelvo a cruzar la calle corriendo.
Élmeabrelapuertadesutodoterrenorojo,meayudaasubirydalavuelta al coche. Con ropa informal parece más joven. Más delgado. Más pálido. Mientras se abrocha el cinturón y arranca, caigo en la cuenta de que no le agradecídebidamentelasrosasrojas.Soyunachicasinmodales.
—Me encantaron las rosas. —Miro el pequeño ramo que tengo en el regazo.
—¿Las margaritas? —dice, incorporándose a la circulación.
—Sí, éstas son margaritas. Muy adecuadas para alguien que se está recuperando de un fin de semana épico de vomitona.
Me arrepiento de haber dicho algo tan asqueroso, pero él se echa a reír.
—Bueno. Josh Templeman. ¿Cuál es su problema?
—El diablo envió a la tierra a su único hijo —le digo. Curiosamente, me siento culpable.
—Sellevaunrolloprotectordehermanitomayor.—Dannyestáindagando, me doy cuenta. Yo adopto un tonoevasivo.
—¿Tú crees?
—Uy, sí. Pero no te apures. Le explicaré que mis intenciones son honradas.
—Melanzaunasonrisadesoslayo,peroyoempiezoapercibirdentrodemíuna profundadecepción.Lachispeantesensacióndecoqueteohadesaparecidodemi pecho.
¿ParaJoshuasoycomounahermanapequeña?Noseríalaprimeravezque un chico me dice algo así. Resuena en mi interior un eco de viejas escenas embarazosas. Él me besó en el ascensor, lo cual contradice esa teoría. Pero no volvió a intentarlo, así que quizá sea cierto. Recuerdo de repente que le dije lo excitantequehabíasidoelbesoenelascensorynopuedoevitarunamueca.
—No me contó que habías llamado. Gracias por interesarte.
—No creí que fuera a transmitirte mis mensajes. Pero no importa. Me gustaríavolverasalircontigo.Llevarteacenar,estavez.Dalaimpresióndeque necesitas una buenacomida.
Debería agradecer su persistencia pese a lo rara que estoy y a la facha que tengo ahora mismo. Que haya desarrollado una fascinación especial por Joshua


no significa que deba decir que no. Miro a Danny. Si hubiera arrojado a la chimeneaunalistadedeseoshechatrizas,ésteeselchicoqueMaryPoppinsme habríaenviado.
—Sí, estaría bien salir a cenar una noche.
Aparca en una plaza de tiempo limitado y yo firmo por él como visitante. Cuandoseabrenlaspuertasdelascensor,medoycuentademasiadotardedeque me ha acompañado hasta la décimaplanta.
—Gracias.
Él sale conmigo y me sujeta un momento.
—Tómatelo con calma hoy.
Me arregla el cuello del abrigo, rozándome la nuca con los nudillos. Yo reprimo el impulso de mirar a mi izquierda. O Joshua está en su mesa, presenciandolaescena,onohallegadotodavía.Latensióndenosaberloresulta insoportable.
—¿Cenamos,entonces?¿Quétepareceunacenitaestanoche?Notevendrá mal,¿verdad?
—Claro, sí. —Accedo simplemente para que se vaya. Él me da las margaritas con un floreo y yo consigo esbozar una sonrisa. Me vuelvo lentamente.
En otra época, este momento habría sido un triunfo. Yo había fantaseado con escenas similares. Pero cuando veo a Joshua en su mesa, golpeando enérgicamente unos fajos de documentos para igualarlos en pulcros montones, me gustaría ser capaz de retroceder en el tiempo.
Ahora estamos jugando a un juego nuevo. Ignoro las reglas, pero soy consciente de haber cometido un grave error. Dejo las margaritas en un lado del escritorio y me quito el abrigo.
—Hola, colega —saluda Danny a Josh, que está encorvado en su silla. Es una pose de jefe que ha ido perfeccionando.
—Tú ya no trabajas aquí.
Josh no es de los que gastan cumplidos.
—He traído a Lucy en mi coche y se me ha ocurrido pasar por aquí para asegurarme de que no estoy molestándote ni invadiendo tu terreno.
—¿Qué quieres decir? —Josh le clava unos ojos afilados como cuchillos.
—Bueno, ya sé que tú tienes una actitud protectora con Lucy. Pero yo — dice, volviéndose hacia mí— siempre te he tratado de un modo correcto, ¿no?
Me quedo un momento vacilando bajo la mirada de ambos.


—Claro, desde luego —afirmo al fin.
Danny tiene sin duda mucho valor para enfrentarse con un tipo del tamaño de Joshua. Y vuelve otra vez a la carga.
—Quiero decir, es evidente que tú tienes algún problema. El viernes estuviste realmente gilipollas al teléfono.
—Ellateníalacamisetacubiertadevómito.Yaestababastanteocupadosin hacerle además desecretaria.
—Deberíamos hablar seriamente de tu actitud protectora de hermano mayor.
—Bajad la voz —siseo.
La puerta del señor Bexley está abierta.
—Es verdad, nadie acaba de dar la talla para mi hermana pequeña — responde Joshua. Aunque lo dice con un tono cargado de sarcasmo, a mí se me caeelalmaalospies.Estamañanaestáconvirtiéndoseenuncompletodesastre.
—Y tú tienes razón, yo ya no trabajo aquí. Así que puedo salir con Lucysi quiero. —Danny se vuelve hacia mi escritorio, donde he dejado las flores, y arquealascejas—.Bueno,bueno.Quéteparece.Elromanticismonohamuerto.
Joshua frunce el ceño, amenazador, y se mordisquea la uña del pulgar.
—Lárgate antes de que te eche yo.
Dannymedaunbesoenlamejilla.Estoyprácticamenteseguradequeloha hechoporquetenemospúblico.Ungestomezquinoporsuparte.
—Te llamaré más tarde para quedar esta noche, Luce. Y es probable que tengamos que volver a hablar, Josh.
—Adiós, tío —dice Joshua con una voz falsa. Ambos miramos cómo Danny entra en el ascensor.
El señor Bexley suelta un bramido desde su despacho. Sólo ahora, al volverme hacia mi mesa, reparo en la rosa roja que hay sobre mi teclado.
—Oh.
Soy una completa y rematada idiota.
—Ya estaba ahí cuando he llegado. —He pasado más de mil horas en la misma oficina que Joshua, y percibo la mentira en su voz con toda claridad. La rosa es de un rojo aterciopelado perfecto. En comparación, las margaritas parecen un manojo de hierbas arrancadas de una zanja.
—¿Así que las rosas eran tuyas? ¿Por qué no me lodijiste?
ElseñorBexleypegaotrogrito,ahoramásirritado.Joshuasiguesinhacerle caso y me atraviesa con sumirada.


—Deberías haber tenido a Danny cuidándote. No a mí.
—Esqueél...Sóloestábamos...Bueno.Nosé...Esamable. Farfullo a trompicones de nivelolímpico.
—Ya, ya. Amable. La suprema cualidad de un hombre.
—Pues sí, es una gran cualidad. Tú has sido amable conmigo este fin de semana. Fuiste amable al enviarme las rosas. Pero ahora te estás portando otra vez como un jodido idiota. —Ahora ya me sale un tono sibilante y airado.
—DoctorJosh—nosinterrumpeelseñorBexleydesdelapuerta—,vengaa midespachosidisponedeunmomento.Ycuidesulenguaje,señoritaHutton— añade con unbufido.
—Lo siento, jefe. Voy ahora mismo —se disculpa Joshua, rechinando los dientes. Estamos los dos exasperados y encendidos, a sólo unos segundos de estrangularnos mutuamente. Él pasa junto a mi mesa y coge la rosa de un manotazo.
—Pero ¿qué demonios te pasa? —Trato de atraparla y se me clava una espina en la palma de la mano.
—Sólo te mandé esas rosas de mierda porque parecías muy dolidadespués denuestrapelea.Peroyavesdequésirve.Poresoprefieronoseramableconla gente.
—¡Ay!—Notoungranescozor.Memirolapalma,dondeseestáformando una línea roja, y contengo las gotas de sangre—. ¡Me has hecho un arañazo! — Lo sujeto de la manga y le estrujo la muñeca—. Gracias, enfermero Joshua. Fuistemaravillosamenteamable.Ydalelasgraciasaesedoctordespampanante que tienes porhermano.
Él recuerda algo más.
—Ah, y tú tienes la culpa de que tenga que asistir a su boda. Ya casi me había librado del asunto. Ha sido por tu culpa.
—¿Por mi culpa?
—Si no te hubieras puesto enferma, no habría visto a Patrick.
—Eso es absurdo. Yo no te pedí que le llamaras.
Élexaminalamanchadesangrequehedejadoenelpuñodesucamisacon una mueca de absoluta repugnancia. Luego me pone un pañuelo de papel en la palma.
—Fantástico —me dice, tirando la rosa destrozada en la papelera—.

Desinféctate eso —añade, y desaparece en el despacho del señor Bexley.


Abromicorreoyveoquehanprogramadonuestrasentrevistasparael


próximo jueves. Se me encoge el estómago. Pienso en el alquiler.
Aprovecho que estoy sola para levantar la almohadilla del ratón, donde tengoescondidalatarjetitaqueveníaconelramoderosas.Lasemanapasadale echaba ojeadas a hurtadillas cuando Joshua no estabamirando.
Examino la tarjeta y me pregunto cómo pude haber pensado que era de Danny. Es la letra de Josh; pero no me fijé en la inclinación y los lazos de su caligrafía.
«Tú siempre estás preciosa.»
Sólo ha quedado un pétalo en mi mesa. Lo aprieto con el pulgar sobre la almohadillayaspirosufragancia,todavíaconlasmargaritasamilado.Lapalma me pica y escuece. Josh tiene toda la razón. Me he hecho daño a mí misma por mi propia falta decuidado.
Mequedoinmóvil,inspirandolafraganciaarosasyafresashastaqueestoy segura de que no voy a ponerme allorar.



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Mensaje por Maga Mar 26 Feb - 10:07

Hola chicas disculpen la demora, y que el capi esta algo desordenado. Ando con problemas de internet y estoy tomando a escondidas del trabajo para publicar. Trataré de resolver lo más pronto posible. 


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Mensaje por berny_girl Mar 26 Feb - 10:43

En vez de agradecer que se quedo toda la noche cuidándola y mas encima ordena su casa... lo termina echando casi a patadas... y mas encima se cuestiona si el tomara su mal momento en su contra... esta chica en verdad que esta muy mal de la cabeza.
Lucy como no se da cuenta que toda esa actitud en la oficina por parte de Joshua son celos por Danny, que a mi gusto es una parecido, sin mayor importancia. 


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Mensaje por yiniva Mar 26 Feb - 16:54

Hay Lucy tenías que salir con tus cosas, Josh se portó todo lindo y tú entras en pánico, Dani  no me agrada. Gracias


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Mensaje por Maga Jue 28 Feb - 10:01

12
 
Me siento como una niña mientras observo de reojo sus puños arremangados, uno de los cuales contiene mi ADN. Él mira ceñudamente su pantalla y lleva horas sin decirme una palabra. La he cagado a lo bestia.
—Te lavaré en seco la camisa —digo. Pero no me hace ni caso—. Te compraré una nueva. Lo siento, Josh...
Él me corta enseguida.
—¿Creías que hoy sería todo distinto?
Noto que se me forma un nudo en la garganta.
—Eso esperaba. No te enfades.
—No estoy enfadado. —Tiene el cuello rojo, y su camisa blanca no hace más que resaltarlo.
—Estoy tratando de pedirte perdón. Y quería darte las gracias por todo lo que hiciste.
—¿Y esas preciosas margaritas son para mí, entonces? Ahora lo recuerdo. A lo mejor eso sirve para arreglarlo.
—Espera, sí que te he traído un regalo.
Saco del bolso la cajita de plástico coronada con un lazo rojo y se la entrego como si fuera el estuche de un Rolex. Sus ojos relucen un instante con una emoción que no identifico. Enseguida vuelve a adoptar su expresión ceñuda.
—Fresas.
—Me dijiste que te encantan. Que eran tu pasión.
La palabra «pasión» seguramente nunca ha sido pronunciada en esta oficina, y le confiere a mi voz un extraño temblor. Él me mira severamente.
—Me sorprende que recuerdes algo. —Pone las fresas en su bandeja de salida y vuelve a concentrarse en su ordenador.
Tras varios minutos de silencio, vuelvo a intentarlo.
—¿Cómo puedo compensarte... por todo lo que hiciste? —El equilibrio entre nosotros se ha modificado radicalmente. Ahora yo estoy en deuda con él. Le debo una—. Dime qué puedo hacer. Haré cualquier cosa.
 
En realidad, lo que quiero decir es: «Responde. Habla conmigo. No puedo arreglar las cosas si sigues ignorándome».
Observo cómo continúa tecleando con una cara tan inexpresiva como un muñeco de pruebas de choque. Tiene a la derecha una hoja con un montón de cifras de ventas y las va marcando con un rotulador verde. Yo, sin Helene, estoy totalmente desocupada.
—Limpiaré tu apartamento. Seré tu esclava durante un día entero. Te... prepararé un pastel.
Es como si hubieran puesto un cristal insonorizado entre nosotros. O quizá es que he sido borrada del mapa. Debería dejarle trabajar en silencio, pero no puedo parar de hablar. Él no me oye, de todos modos, así que tampoco importará si digo en voz alta la frase siguiente que me viene a la cabeza.
—Te acompañaré a la boda.
—Estate calladita, Lucinda. —O sea, que sí puede oírme.
—Yo conduciré. Así podrás emborracharte, ponerte como una cuba y pasártelo en grande. Seré tu chófer.
Él coge la calculadora y empieza a teclear. Yo insisto.
—Luego te llevaré a casa y te acostaré, igual que tú hiciste conmigo.
Incluso puedes vomitar en un táper. Yo lo limpiaré. Así quedaremos en paz.
Josh detiene los dedos sobre el teclado y cierra los ojos. Parece estar recitando mentalmente una ristra de obscenidades.
—Ni siquiera sabes dónde es la boda.
—A menos que sea en Corea del Norte, iré. ¿Cuándo es?
—El sábado.
—Estoy libre. Decidido. Dame tu dirección y pasaré a recogerte y todo.
Dime la hora.
—Es bastante presuntuoso por tu parte dar por supuesto que no tengo acompañante.
Estoy a punto de abrir la boca para replicar que me consta que su acompañante soy yo. Pero justo en ese momento suena mi móvil. Danny. Giro en mi silla ciento ochenta grados. ¿No ha oído hablar de los mensajes de texto?
—Hola, Lucy. ¿Ya estás mejor? ¿Sigue en pie nuestra cena? Respondo con un susurro.
—No estoy segura. He de pasar a recoger el coche y me he sentido bastante mal toda la mañana.
—Ese coche tuyo parece casi una leyenda. He oído hablar un montón de él.
 
—Creo que es plateado... Es lo único que recuerdo.
—He reservado una mesa para esta noche a las siete. En Bonito Brothers.
Me dijiste que te gustaba, ¿no?
No me queda más remedio que aceptar. Cuesta mucho conseguir una reserva ahí. Hago un esfuerzo por no suspirar.
—Bonito Brothers está muy bien. Gracias. No tendré un apetito enorme, pero haré lo que pueda. Nos vemos allí.
—Hasta la noche.
Corto la llamada y me quedo un rato de cara a la pared.
—Danny Fletcher te tiene preparada una velada típica. Restaurante italiano, mantel a cuadros. Incluso una vela seguramente. Y te pondrá el último pedazo de pastel en la boca mirándote a los ojos. Es la segunda cita, ¿no?
—Vamos a cambiar de tema. —Finjo que empiezo a teclear. Mi pantalla se llena de mensajes de error.
—La mayoría de los chicos intentan un beso en la segunda cita.
Esa observación me deja pasmada. Debo de tener una expresión enloquecida. Me cuesta mucho imaginarme a Joshua en una segunda cita tratando de arrancar un beso. Bueno, simplemente imaginármelo en una cita.
Intento visualizarlo sentado frente a una mujer guapa. Sonriendo con la misma sonrisa que me dirigió a mí una vez. Sus ojos se iluminan con la expectativa de un beso de despedida...
Siento que una bola ardiente me oprime el pecho. Intento aclararme la garganta, pero no funciona.
No soy la única que tiene un aspecto medio enloquecido, sin embargo.
—Suéltalo de una vez —digo—. Pareces a punto de explotar.
—Hazte un favor a ti misma y quédate en casa esta noche. Tienes una pinta horrorosa.
—Gracias, doctor Josh. Y, por cierto, ¿por qué Fat Little Dick te llama así?
—Porque mis padres y mi hermano son médicos. Es su forma de recordarme que no he conseguido desarrollar todo mi potencial. —Me lo dice como si fuera la tonta del pueblo; luego se levanta y se aleja por el pasillo. Yo me levanto también y lo sigo hacia el cuarto de la fotocopiadora. Como no reduce la marcha, lo agarro del brazo.
—Espera un momento. Estoy tratando de arreglar las cosas. Has acertado,
¿sabes? He venido hoy con la esperanza de que estos últimos días juntos sean diferentes.
 
Josh abre la boca, pero yo lo avasallo y lo acorralo contra la pared. Él deja que lo mantenga ahí sujeto, aunque ambos sabemos que podría apartarme sin ningún esfuerzo.
Unos tacones resuenan con solemnidad en el pasillo, aproximándose hacia nosotros, lo cual exacerba mi frustración. He de aclarar las cosas ahora o voy a sufrir un aneurisma.
El cuartito de la limpieza tendrá que servir. Por suerte, no está cerrado con llave. Me meto dentro y me planto entre los aspiradores y los detergentes industriales.
—Entra.
Él obedece de mala gana. Cierro la puerta y apoyo la espalda contra ella. Permanecemos callados hasta que los tacones doblan la esquina y pasan de largo.
—Es acogedor este cuarto. —Josh da una patada a un montón enorme de papel higiénico—. Bueno. ¿Qué?
—La he pifiado, ya lo sé.
—No hay nada que pifiar. Simplemente me has cabreado. El statu quo se mantiene igual.
Apoya el codo en un estante para pasarse la mano por el pelo con aire cansado, y la camisa se le sale un par de centímetros de la pretina de los pantalones. Estamos tan cerca el uno del otro que oigo cómo la tela se estira y se desliza sobre su piel.
—Yo pensaba que quizá la guerra se habría acabado. Que tal vez podríamos ser amigos. —Sus ojos destellan con repugnancia, así que bien puedo poner toda la carne en el asador—. Escucha, Josh. Yo quiero que seamos amigos. O algo así. Y no entiendo por qué, francamente. Porque eres terrible.
Él levanta un dedo.
—Hay tres palabras interesantes en lo que has dicho.
—Yo digo muchas cosas interesantes. Y tú nunca las escuchas. —Aprieto las manos con fuerza hasta hacer sonar los nudillos, y entonces caigo bruscamente en la cuenta.
El motivo de mi creciente angustia es que nunca más volveré a ver su oculta ternura. Pienso en cómo me rodeaba con el brazo sobre la almohada, en cómo me hablaba mientras la fiebre me hacía delirar. Pienso en sus manos deslizándose con naturalidad sobre mi piel.
Ahora da toda la impresión de que me ha hecho la cruz para siempre. Fue amigo mío una vez, durante una noche de delirio, y eso es lo único que voy a sacar de él.
—O algo así. —Hace el gesto de las comillas con los dedos—. Has dicho que quieres que seamos amigos. O algo así. ¿Qué significa exactamente «algo así»? Quiero conocer cuáles son las opciones.
—Seguramente significa que no nos odiemos a muerte. No lo sé. —Trato de sentarme sobre un montón de cajas, pero se espachurran bajo mi peso y he de levantarme otra vez.
—¿Y él, entonces, qué es?, ¿tu novio? —Pone los brazos en jarras y el cuartito se vuelve microscópico.
Ahora está muy cerca de mí. Quiero conseguir ese jabón que usa, sea cual sea. Guardaré una pastilla en el cajón superior del aparador para perfumar mi lencería. Noto que empiezan a arderme las mejillas.
—A ti te traería totalmente sin cuidado que saliera con Danny. No te cabe en la cabeza que un chico quiera estar conmigo.
En lugar de responder, extiende la mano con la palma hacia arriba. Aún tiene los puños de la camisa arremangados, y yo observo los fuertes tendones de sus muñecas. Advierto por primera vez que tiene en la parte interna del brazo esas venas hinchadas típicas de los hombres musculosos.
—Tocarse en el trabajo va contra las normas de Recursos Humanos, ya lo sabes. —Tengo la garganta completamente seca. «No tocarme debería ser un delito.»
Él me mira expectante hasta que deslizo la mano en la suya. Resulta difícil resistirse cuando alguien te tiende la mano de esa forma, y es completamente imposible cuando se trata de la mano de Joshua. Noto el calor y el tamaño de sus dedos antes de que él sujete la mía y le dé la vuelta para examinar el arañazo que tengo en la palma. Me sostiene la mano como si fuera una paloma herida.
—Hablando en serio, ¿te has limpiado esto? Las espinas de las rosas a veces tienen hongos, y el arañazo puede infectarse. —Presiona la piel en torno a la herida, con el ceño fruncido.
¿Cómo se las arregla para ser estos dos hombres tan distintos? Se me ocurre una segunda idea de golpe. Quizá yo sea un factor determinante. La idea en sí misma resulta aterradora. La única forma de que él baje la guardia es que yo baje la mía. Tal vez yo pueda cambiarlo todo.
—Josh.
Cuando me oye abreviar su nombre, me cierra los dedos y me devuelve la mano. Ha llegado el momento de intentarlo. Rezo al cielo para no equivocarme.
 
—Yo quería que te quedaras el viernes. Que te quedaras tú: tú y sólo tú. Y si no quieres ser amigo mío, entonces intentaré jugar contigo al juego O algo así. Se produce un largo silencio. No reacciona. Me he equivocado, y nunca conseguiré librarme de esta metedura de pata. El corazón me palpita con desagradable celeridad.
—¿De veras? —dice escéptico.
Lo empujo contra la puerta. Siento una oleada de excitación al oír el golpe de su corpachón contra ella.
—Bésame —susurro. El ambiente sube de temperatura.
—Vaya, vaya. O sea, que el juego de «O algo así» consiste en besarse. Qué interesante, Lucinda. —Me pasa los dedos por el pelo, apartándolo con delicadeza de mi cara.
—Aún no conozco las reglas. Es un juego nuevo.
—¿Estás segura? —Baja la vista y mira cómo se despliega mi mano sobre su estómago.
Presiono con fuerza, pero la carne no cede lo más mínimo.
—¿Llevas un chaleco antibalas?
—Es imprescindible en esta oficina.
—Siento de verdad haber herido tus sentimientos, y haberte echado de mi apartamento. Josh. —Usar su nombre abreviado es como una oferta de paz. Una disculpa.
Y, francamente, es un placer. Me permite imaginarme que es amigo mío. Que es mi amigo quien me deja recorrerle el torso con las manos en el cuartito de la limpieza. Ojalá él recorriera el mío con las suyas.
—Disculpa aceptada. Pero no puedes esperar que me porte como un buen chico cuando entra en la oficina otro hombre, te da un beso y te regala flores. No es así como funciona este juego entre tú y yo.
—Nunca he tenido la menor idea de cómo funcionaba. —Trago saliva audiblemente. Me pone los dedos bajo la barbilla y me alza la cara hacia la suya.
—Yo creía que eras muy astuta, Lucinda. Debía estar equivocado.
Me pongo de puntillas, deslizo las manos sobre sus hombros y los sujeto con fuerza. Le hundo las uñas en la piel y, cuando su garganta se contrae para tragar saliva, consigo depositar un beso de refilón sobre ella con la boca abierta. Noto un efecto inmediato: él flexiona los dedos, ladea las caderas hacia mí. Noto la presión de algo duro en el estómago.
Éste es el mejor juego al que he jugado en mi vida.
 
Su mano se sitúa en la parte baja de mi espalda y yo me arqueo sobre él y consigo ponerle una mano en el cogote.
—¿Hay algún motivo para que aún no nos estemos besando?
—La diferencia de estatura, básicamente. —Él está tratando de ocultar que tiene una erección de dureza extra. Misión imposible. Sonrío y tiro de él hacia abajo.
—Bueno, no me obligues a escalar hasta ahí.
Su boca se cierne sobre la mía, pero ya no baja más la cabeza. Contrae la cara con indecisión y deseo contenido. Me imagino que está pensando en las consecuencias para el trabajo.
—Qué importa. Sólo vamos a trabajar juntos otras dos semanas. —Me felicito a mí misma por mi tono despreocupado.
—Qué proposición tan romántica. —Asoma la lengua y se lame la comisura de los labios. Lo está deseando, es evidente. Pero aún sigue resistiéndose.
—Pon las manos sobre mi cuerpo.
En vez de sujetarme, extiende las dos manos, ofreciéndomelas, tal como yo acabo de hacer con él. Luego se queda quieto. Su pecho sube y baja.
—Ponlas tú.
Nada me sale nunca como yo espero. Le sujeto una mano y me la pongo en un lado. La otra la deslizo sobre mi trasero. Ambas me aprietan, pero no se mueven. Es como si me estuviera metiendo mano a mí misma, sin apenas ayuda suya.
—¿Esto lo haces para esquivar las normas de Recursos Humanos? Pues se acabaron las amenazas de acudir a Recursos Humanos. A estas alturas, es una forma de malgastar energía. —Ya sólo decirlo es malgastarla por mi parte. Y ahora necesito toda la energía posible.
El calor de sus manos me quema a través de la ropa.
Le bajo la mano hasta donde mi trasero se encuentra con el muslo. Él tiene que agacharse un montón y ahora su boca ya me queda mucho más cerca. Le subo la otra desde mis costillas hasta la curva del pecho. Él parece al borde del desmayo. Mi ego ya casi no cabe en este cuarto.
—O sea, que el sexo contigo sería así. —No resisto la tentación de burlarme de él—. Creía que participarías un poco más.
Él dice algo por fin.
—Ya lo creo que participaría: tanto que al día siguiente no podrías caminar derecha.
 
Fuera suenan más pasos. Estoy en un cuarto más pequeño que una celda y Josh tiene las manos sobre mí. Con más osadía de lo que me conviene quizá, le subo más la mano y aprieto sus dedos sobre mi escote. Sólo para ver qué pasa.
—Qué importa. Caminar está sobrevalorado.
El poco control que le quedaba se afloja considerablemente, porque sus manos recobran la autonomía. Me pone una detrás de la rodilla para levantarme la pierna. Sus dedos se meten por debajo de mi vestido y se deslizan suavemente desde el exterior de mi muslo hasta el lado de mis bragas. Toca con las yemas el elástico y yo me estremezco. Los dedos de la otra mano se hunden entre mis pechos, acariciándolos.
Y de repente vuelve a ponerme la pierna en el suelo y se mete las manos en los bolsillos.
—Quiero que hagas una cosa por mí. Quiero que acudas a tu preciosa cita con Danny y que le beses.
Incluso mientras lo dice, su boca se retuerce con repugnancia. Yo vuelvo a descender a mi estatura habitual. Es verdad que últimamente nos hemos dicho unas cosas increíbles el uno al otro, pero esto resulta totalmente inaudito.
—¿Cómo? ¿Por qué? —Retiro las manos de sus hombros.
El alma se me empieza a caer a los pies. Ha estado jugando conmigo todo el rato. Él nota mi expresión alarmada e impide que retroceda sujetándome del brazo.
—Si resulta más bueno que nuestro beso en el ascensor, caso cerrado. Sal con él. Planea para primavera la boda en un cenador de los terrenos de Fresas Sky Diamond.
Empiezo a protestar, pero él me corta.
—Si no es tan bueno, tendrás que reconocérmelo. Cara a cara. De palabra.
Sinceramente. Sin sarcasmos. —No me deja ningún resquicio de escapatoria.
—Es muy extraño que quieras que haga eso. —Doy un paso atrás y derribo una escoba.
—El juego O algo así no volverá a comenzar hasta que no me digas que nadie besa como yo.
—¿No puedo decírtelo ahora y ya está? —Me pongo otra vez de puntillas, pero él no quiere saber nada.
—No, no voy a convertirme en tu pequeño experimento para que luego escojas al señor Buen Chico. O sea, que, sí, quiero que beses a Danny Fletcher esta noche y me informes del resultado. Si es una maravilla, que te vaya muy bien.
—Está claro que tienes un prejuicio contra los buenos chicos. Él añade una advertencia.
—Una última cosa. Si besarle a él no resulta tan bueno como besarme a mí, no puedes volver a besarle.
Abre la puerta y me saca fuera de un empujón. El señor Bexley se acerca con aire huraño por el pasillo. Me apresuro a cerrar la puerta a mi espalda. Él me echa una segunda mirada al ver que salgo del cuarto de la limpieza.
—Estaba buscando el limpiacristales —digo—. Hay huellas dactilares por toda la oficina.
—¿Ha visto a Josh? No está por ninguna parte. Justo cuando todo se viene abajo, va y desaparece.
—Ha ido a buscarle café y dónuts. Como ha estado usted tan ocupado...
Pero prométame que se hará el sorprendido.
El señor Bexley se reanima, resopla y gruñe: todo en un solo sonido gutural. Luego examina mi vestido, así como su contenido, con tal regodeo que yo pongo los brazos en jarras, irritada. Él ni siquiera se da cuenta.
—Parece agitada, señorita Hutton. No me importa que una joven tenga las mejillas coloradas. Pero debería sonreír más.
—Ay, está sonando mi teléfono —digo, aunque no es verdad—. No olvide hacerse el sorprendido cuando vuelva Josh.
—Así lo haré —dice, y se dirige al baño de caballeros. Lleva un periódico en la mano, así que Josh puede bajar tranquilamente e incluso ir a dar una vuelta. Mantengo la compostura hasta llegar a mi mesa. Sólo entonces me permito hacer algo que necesitaba con desesperación: jadear para coger aire. Suelto unos resuellos como si hubiera corrido media maratón. Tengo la cara perlada de sudor y el cogote húmedo. Me arden los dedos por el contacto con la tela de algodón de su camisa. Con el calor que desprendo, empaño la mitad de las relucientes superficies de la décima planta antes de serenarme lo suficiente para tomar asiento.
Estoy tan excitada que me gustaría dejarme a mí misma sin sentido hasta que se me hubiera pasado.
Joshua vuelve al cabo de veinte minutos, con dónuts y café. Y aun así llega antes de que el señor Bexley salga del baño.
—Buena jugada —me dice, dejándome un chocolate caliente y un dónut de fresa junto a la almohadilla del ratón—. Impresionante capacidad de improvisación.
Mientras él desaparece en el despacho de su jefe, yo miro el delicioso dónut rosado como si hubiéramos caído por un agujero espacio-temporal. En veinte minutos una duda corrosiva ha empezado a erosionar mi propia confianza: no sé si voy a ser capaz de manejar el juego de O algo así. Joshua es demasiado grandullón, demasiado listo; y mi cuerpo siente una debilidad especial por él. Me muero por establecer unas reglas básicas. Cuando vuelve a su escritorio y da un sorbo de café, me sale todo abrupta y vulgarmente.
—Si el juego de O algo así incluye sexo, será cosa de una sola vez. Una nada más. Una vez insignificante. —Me tapo la boca con la mano, escandalizada de mí misma.
Él entorna los ojos con cinismo y empieza a comerse las fresas que le he regalado. Es algo fascinante. Normalmente, no le veo comiendo.
—Una vez —digo, levantando un dedo.
—¿Sólo una? ¿Estás segura? ¿Al menos me invitarás primero a cenar? —Se arrellana en la silla, disfrutando de esta conversación. Muerde, mastica, traga, y yo tengo que mirar para otro lado, porque resulta tremendamente sexi, la verdad sea dicha.
—Claro. Podemos pasar con el coche por un autoservicio y comprar el menú infantil.
—Vaya, gracias. Una hamburguesa y un muñequito antes de pasar a la acción. Una vez. —Da un sorbo de café y mira el techo—. ¿No podrías estirarte un poco más e invitarme al menos a un restaurante italiano? ¿O quieres que me sienta barato?
—Una vez. —Me meto los nudillos en la boca y me los muerdo hasta que me duele. «Cierra la boca, Lucy.»
—¿Podrías definir en qué consiste una vez? —Apoya la barbilla en la palma, cierra los ojos y bosteza. Cualquiera diría que estamos hablando de una conferencia de trabajo, y no de un juego lascivo al que vamos a jugar, desnudos, sobre mi cama.
—¿Es que tus padres nunca te dieron la charla de las flores y las abejas? — Doy un sorbo de chocolate caliente.
—Pretendo comprender las normas por anticipado. Tú vas inventándolas a docenas sobre la marcha. ¿No me las podrías enviar por email?
El señor Bexley pasa entre nosotros, interrumpiendo la conversación, entra en su despacho y emite una exclamación nada convincente al ver el café y los dónuts sobre la mesa.
—Enseguida voy. Un minuto —le dice Joshua. Y volviéndose hacia mí añade—: Una vez, ¿eh? O sea, que te vas a contener... —La comisura de su boca se eleva para formar una sonrisita. Luego mueve el ratón para activar la pantalla de su ordenador.
—No pongas esa cara de satisfacción —siseo por lo bajini—. No está garantizado que vaya a suceder.
—Ahora no actúes como si yo fuera el único que lo desea. Esto no es un favor que tú me haces. Es más bien el mayor favor que vas a hacerte a ti misma.
No parece que vaya a aludir groseramente a lo que hay debajo de su cremallera, pero yo igualmente echo un vistazo ahí. Por lo visto, no soy capaz de dejar de hablar.
—Sólo para acabar con esta extraña tensión sexual que hay entre nosotros.
Por una vez, qué importa.
Él parpadea y abre la boca para decir algo, pero luego parece pensárselo mejor. Para ser un tipo al cual una mujer acaba de decirle que está considerando la posibilidad de practicar sexo con él, parece un tanto decepcionado.
—En ese caso, procuraré que valga la pena, Fresita. —Es una promesa y una advertencia. Doy un enorme mordisco a mi dónut, llevándome casi la mitad. Así no tengo que responder.
Ahora, al definir las normas, he sacado ventaja. Él se levanta y coge su café. Una señal de retirada. Pero entonces va y me lanza otro revés, dejando la pelota de nuevo en mi tejado tan limpiamente que me quedo impresionada, lo reconozco.
Escribe algo en un pósit azul. Sus letras afiladas trazan líneas y lazos; la tinta impregna las vetas del papel.
Anota algo que yo ni en sueños pensaba que fuera a conocer jamás. No sé si es para que lo recoja el día de la boda, o algo así... No puedo preguntárselo, porque tengo la boca llena.
Se acerca con el pósit y lo pega en la pantalla de mi ordenador. Es su dirección.


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Mensaje por Maga Jue 28 Feb - 10:05

13
 
—Casi estoy esperando que tu hermano mayor aparezca en cualquier momento hecho una furia y se te lleve a rastras. «Cómo andas saliendo de noche cuando mañana tienes colegio...» —dice Danny, mientras hundo la cucharilla sin demasiado entusiasmo en un helado de limón.
—Seguro que está fuera, con el coche al ralentí, preparado para arrollarte.
—Sólo suena a medias como un chiste.
La camarera se nos acerca para preguntar cómo ha ido. Nosotros volvemos a asegurarle que estaba todo delicioso. Todo condenadamente perfecto. El mantel a cuadros y las velas. La música romántica. Yo, adecentada y acicalada con pintalabios y un vestido rojo. Lo único que me impide echar una cabezada es el leve nerviosismo que siento en el estómago cuando pienso en el beso casi inevitable de esta noche.
—He de preguntártelo. ¿Estás... libre? O sea, ¿disponible? Me parece estar captando una vibración. ¿Tú y él no...?
—Sí, no. ¡No! Ninguna vibración. Absolutamente ninguna. Estoy libre. — Todavía lo repito un par de veces más. Danny me mira con aire dubitativo. Mucho protesta la dama...
Siento una grieta de pánico en mis entrañas. Si alguien sospechara que Josh y yo estamos liados, habría consecuencias. Para nuestra reputación. Para nuestra dignidad. La cosa llegaría a RR. HH. Me acuerdo de las miradas divertidas y de los codazos durante la reunión celebrada después del paintball y me estremezco al pensar que tal vez ya ha corrido la voz.
—Ha habido muchos ligues en la oficina. Samantha y Glen, por ejemplo. Uy, eso fue un desastre —dice Danny, sonriendo. Es un cotilla, ya lo veo. Arquea las cejas, como esperando que le cuente algún cotilleo jugoso, pero yo meneo la cabeza.
—A mí nadie me cuenta nada. Creen que me chivaré.
—¿Es cierto que Josh terminó el primer año en la Facultad de Medicina?
—No lo sé. Pero sus padres y su hermano son médicos.
 
—Nosotros esperábamos que dejara Bexley Books y se fuera a trabajar como proctólogo o algo parecido.
No puedo evitar una carcajada.
—Dime, ¿sufriste una ruptura traumática en el pasado o algo por el estilo?
—Danny parece sentir verdadera curiosidad—. Me gustaría averiguar por qué sigues soltera.
—No he tenido tiempo de salir con nadie. Y después de la fusión, al perder el contacto con la gente de Gamin, tampoco me he esforzado en hacer nuevas amistades. El trabajo me ha absorbido totalmente. Trabajar para un director general no es el típico empleo de ocho horas y a casa.
—¿Y esa rosa que había encima de tu mesa? —Alza las cejas, expectante.
—Nada, una broma.
Aguarda a que me explique mejor, pero, cuando ve que no lo hago, lo deja correr y cambia de tema.
—¿Has entregado la solicitud para el nuevo puesto ejecutivo?
—Sí. Las entrevistas son la semana que viene.
—¿Mucha competencia?
—En la preselección para las entrevistas sólo estoy yo, un par de externos y mi buen amigo Joshua Templeman. Cuatro candidatos en total.
—Parece que llevas mucho tiempo esperando esta oportunidad —aventura Danny. Quizá es que tengo otra vez esa mirada intensa y enloquecida.
—Helene me ha ayudado mucho a crecer profesionalmente. Cuando trabajábamos en Gamin Publishing, yo estaba destinada a ser transferida al equipo editorial tras un año trabajando con ella. —Noto la amargura que resuena en mi voz.
—Bueno, no es raro entrar en el mundo editorial de la manera que sea, aunque eso suponga realizar una tarea administrativa —comenta Danny—. La mitad de la gente que trabaja en la empresa no empezó con el trabajo de sus sueños. Fue inteligente por tu parte aprovechar el primer hueco que se presentó.
—No, ése no es mi problema realmente. La verdad es que me alegro de haber asumido un puesto ejecutivo.
—Pero entonces llegó la fusión.
—Exacto. Mucha gente perdió su empleo. Al menos yo tuve la suerte de conservar el mío. Aunque eso implicara quedarme donde estaba. Pero perdí a mi mejor amiga en el proceso. —Lo digo como si ella se hubiera muerto.
—Un     puesto de          directora             ejecutiva             resultará             impresionante  en          tu currículum. Sobre todo, a tu edad.
—Sí. —Inspiro hondo, imaginándomelo en letras de tipo Arial. Luego me imagino el currículum de Joshua, y mi delicioso ensueño adquiere un regusto amargo—. Estoy preparando una presentación para la entrevista. Es algo que llevo pensando desde hace mucho. Yo no he podido ejercer tanta influencia como me habría gustado. Las circunstancias siempre han sido inadecuadas. Pero ahora quiero desarrollar un proyecto para pasar todo el catálogo de la editorial a formato digital. Renovando todo el libro, las cubiertas, etcétera. Si consigo el puesto tendré la influencia que me ha faltado hasta ahora.
—Parece que vas a necesitar un montón de ayuda con el diseño de las cubiertas. Acuérdate de mí —dice Danny. Hurga en el bolsillo y me da su tarjeta. Una mujer que está en la mesa contigua lo mira de soslayo, como diciendo:
«Menudo idiota».
Danny pide la cuenta con una seña y saca su tarjeta de crédito.
—Oh, gracias —gorjeo torpemente. Él sonríe.
Caminamos hasta mi coche.
—Perdona que te haya hablado tanto del trabajo.
—No importa. Yo también trabajaba allí, no lo olvides. Bueno, así que éste es tu coche. —Coloca los dedos como enmarcándolo para sacarle una foto—. Es increíble.
—¿A que sí? —Me apoyo en la puerta—. Al fin libre, al fin libre.
—¿Acabas de citar a Luther King para referirte a tu coche?
—Hmm. Sí, supongo. Estalla en carcajadas.
—Por Dios. Eres asombrosa.
—Soy idiota.
—No digas eso. Me gustaría darte un beso. Por favor —añade con cortesía.
—De acuerdo. —Nos miramos a los ojos. Ambos sabemos que ha llegado el momento. El momento de la verdad. O Danny me vuelve loca o me veré obligada a hinchar el ego de Josh.
En conjunto, parecemos una postal de San Valentín. La calle está reluciente de lluvia; la luz de las farolas nos ilumina con un cerco blanco. Mi vestido de noche rojo es el punto focal de la imagen. Un hombre de angelicales rizos de color rubio platino me inclina ligeramente hacia atrás mientras sus ojos azules descienden hacia mi boca. Su estatura hace que encajemos a la perfección.
 
El postre le ha dejado un aliento dulzón. Sus manos se extienden respetuosamente por mi cintura. Cuando sus labios tocan los míos, me concentro con la esperanza de sentir algo. Me lo suplico a mí misma. Se lo ruego a cada una de las estrellas fugaces del cielo. Rezo para que surja la primera y vertiginosa punzada de lujuria. Beso a Danny Fletcher repetidamente hasta que me doy cuenta de que el deseo no va a llegar.
Su boca entreabre la mía, aunque él, como un caballero, mantiene guardada la lengua. Le pongo la mano en el hombro. Su físico, que a primera vista parecía musculoso y en forma, resulta ligero e insustancial, como un puñado de huesos de pollo. Apuesto a que no sería capaz de levantarme del suelo.
Nos apartamos a la vez.
—Bueno.
Mis esperanzas se han visto totalmente defraudadas, y creo que él se da cuenta. Estudia mi rostro en silencio. Ha sido como besar a un primo. No ha funcionado. Quiero volver a hacerlo para asegurarme del todo. Cuando me acerco, sin embargo, él retrocede y me quita las manos de encima.
—Lo he pasado bien contigo —empieza—. Eres una gran chica. Yo termino la frase por él.
—Pero ¿podemos ser simplemente amigos? Lo siento.
Su expresión revela el descontento de no haber podido decirlo él primero, pero también cierto alivio y un dejo de irritación que hace instantáneamente que me guste menos.
—Claro. Por supuesto. Somos amigos. Saco la llave del coche.
—Bueno. Gracias por la cena. Buenas noches.
Mientras se aleja, alza una mano en señal de adiós. Camina despacio, jugando con las llaves del coche. Una cena carísima a cambio de un mal beso.
«Bueno, tú ganas la Competición del Beso, Joshua Templeman. Me lo estaba temiendo.»
Empieza a formarse un nubarrón en mi interior. Ha sido una velada pobre e insulsa. Una pérdida de tiempo.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que si Joshua no existiera, habría sido una cita estupenda según mis baremos. Extremadamente agradable. Recuerdo citas peores y besos mucho más decepcionantes. Aunque la química no haya sido la ideal, podríamos haberla cultivado. Es la única oportunidad que he tenido últimamente y se ha ido al garete.
 
Ha sido como si Joshua estuviera sentado en una tercera silla de nuestra mesita romántica, observando y juzgándolo todo. Recordándome todas las cosas que me faltaban. Cuando he mirado los labios de Danny, me he concentrado para sentir algo. Me lo he suplicado en vano.
Las calles se están volviendo demasiado desconocidas. Paro el coche y me paso un buen rato peleándome con los ajustes del GPS. Mis dedos pulsan los botones atolondradamente mientras sujeto con los dientes un recuadro azul de papel.
Le lanzo a la mujer del GPS todos los insultos que me vienen a la cabeza. Le suplico que se detenga. Pero ella no me hace caso. Como una bruja infernal, me conduce hasta el bloque de apartamentos de Josh.
No pienso entrar en el edificio. No soy tan absolutamente patética. Aparco en una calle lateral y contemplo el edificio, preguntándome cuál de los recuadros iluminados será el suyo.
«Josh, ¿por qué me has arruinado la vida?»
Mi móvil emite un zumbido. Es un nombre que raramente he visto en esta pantalla.
 
Joshua Templeman: ¿Y? Qué suspense.
 
Cierro el coche y me ciño bien el abrigo mientras camino. Intento encontrar alguna forma de responder, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Mi orgullo está absurdamente herido. Debería haberme esforzado más esta noche. Convencerme a mí misma un poco más. Pero estoy demasiado cansada.
Le envío una respuesta. Un emoticono de una caca sonriente. Lo resume todo gráficamente.
Decido dar la vuelta entera al bloque de apartamentos. Rezo para que no me secuestren. Aunque no debo preocuparme demasiado. La lluvia ha dejado las calles prácticamente desiertas y libres de acosadores. Mis zapatos de tacón resuenan con fuerza mientras termino de reconocer el terreno.
Es extraña la sensación de caminar intentando mirar las cosas con los ojos de otro, y no digamos cuando se trata de tu enemigo jurado. Observo las grietas de la acera y me pregunto si él las pisará cuando va a esa tienda de comida orgánica. Me gustaría tener cerca una tienda de ésas; quizá así no comería tanto queso y tantos macarrones.
 
Siempre he sospechado que la gente que nos rodea está ahí para enseñarnos algo. Y siempre he creído que la función de Josh era ponerme a prueba. Presionarme. Volverme más dura. Y así ha sido hasta cierto punto.
Paso junto a una luna de cristal. Me detengo y estudio mi reflejo. Este vestidito es muy mono. Ya he recuperado el color en las mejillas y los labios, aunque la mayor parte es maquillaje. Pienso en las rosas. Aún no consigo hacerme a la idea. Eran de Joshua Templeman. Entró en una floristería, por su propia voluntad, y escribió en una tarjeta esas cuatro palabras que cambiaron radicalmente la situación.
Podría haber escrito cualquier cosa. Alguna de las siguientes habría sido perfecta:
«Lo siento. Disculpa. La he pifiado. Soy un cretino integral. La guerra ha terminado. Me rindo. Ahora somos amigos».
Pero lo que escribió, en cambio, fueron esas cuatro palabras: «Tú siempre estás preciosa». Una extraña confesión viniendo de la última persona del mundo de la que podría haberla esperado. Me permito a mí misma considerar la idea que he estado reprimiendo con un tesón admirable.
«Quizá nunca me ha odiado; quizá siempre me ha deseado.» Otro pitido en mi bolsillo.
 
Joshua Templeman: ¿Dónde estás?
 
Dónde, buena pregunta. No te preocupes, Templeman. Estoy escondida detrás de tu edificio examinando los contenedores de basura, tratando de averiguar si eres un cliente habitual del café de ahí enfrente, o si alguna vez te paseas por ese jardincillo diminuto con una fuente. Estoy mirando cómo reluce la luz en la acera mojada. Y lo miro todo con estos ojos nuevos.
¿Dónde estoy? En otro planeta. Otro mensaje.
 
Joshua Templeman: Lucinda, me estoy enfadando.
 
No respondo. ¿Para qué? He de marcar esta noche como una extraña experiencia vital. Abarco la calle con la mirada y veo mi coche al final de la manzana, aguardando con paciencia. Pasa un taxi, reduce un poco la marcha y, cuando meneo la cabeza, vuelve a acelerar.
 
¿Así es como empiezan los acosadores? Levanto la vista y veo una mariposa nocturna que vuela en círculo en torno a una farola. Esta noche comprendo a esa criatura a la perfección.
Pasaré una vez frente a su edificio y nada más. Volveré la cabeza para mirar dónde están los buzones. Quizá algún día quiera dejarle una amenaza de muerte; o un anónimo obsceno, envuelto en unas bragas del tamaño de una bandera naval.
Alargo el paso al llegar a la altura de la puerta. Capto un atisbo del pulcro vestíbulo y sigo adelante; y, de repente, veo a una figura caminando delante de mí. Un hombre alto, bellamente proporcionado, que camina con agitación y malhumor con las manos en los bolsillos. La misma silueta que vi el primer día en B&G. La figura que conozco mejor que mi propia sombra.
Claro: en este nuevo planeta al que me he trasladado no hay nadie salvo Josh.
Él mira por encima del hombro, oyendo sin duda cómo mis escandalosos tacones se detienen en seco. Vuelve a mirar otra vez. Una segunda mirada antológica.
—¡Estoy al acecho! —grito. Pero no me sale con el tono que yo pretendía. No suena jovial ni divertido. Suena como una advertencia. Ahora mismo soy una zorra peligrosa. Alzo las manos para mostrar que no voy armada. Mi corazón palpita acelerado.
—Yo también —responde él. Pasa otro taxi muy despacio, como un tiburón estudiando a su presa.
—¿Adónde vas realmente? —Mi voz resuena en la calle vacía.
—Ya te lo he dicho. Ando al acecho.
—¿A pie? —Me acerco unos pasos—. ¿Pensabas caminar?
—Pensaba correr por en medio de la calle, como Terminator.
Me sale una ruidosa risotada. Estoy infringiendo una de mis normas al sonreírle, pero, según parece, no puedo parar.
—Tú también vas a pie, al fin y al cabo. Con zancos —dice, señalando mis zapatos de tacón estratosférico.
—Es que me proporcionan unos centímetros más de estatura para revolver entre tus basuras.
—¿Has encontrado algo interesante? —Se me acerca un poco, hasta que median unos diez pasos entre nosotros. Casi percibo el aroma de su piel.
—Más o menos lo que había supuesto. Restos de verduras, café molido y pañales para adultos.
Él echa la cabeza hacia atrás y se ríe a carcajadas mirando a las diminutas estrellas que asoman entre las nubes. Su asombrosa y vivificante carcajada es incluso mejor de lo que recordaba. Cada átomo de mi cuerpo tiembla pidiendo más. El espacio entre nosotros vibra, cargado de energía.
—Sabes sonreír. —Es lo único que se me ocurre.
Su sonrisa es más valiosa que un millar de sonrisas de cualquier otra persona. Necesito una fotografía. Algo a lo que aferrarme. Necesito que todo este estrafalario planeta deje de girar sobre sí mismo para poder congelar este momento. Menudo desastre.
—¿Qué quieres que te diga? Estás graciosa esta noche.
La sonrisa se desvanece de su rostro cuando doy un paso atrás.
—¿Así que darte mi dirección era lo único que tenía que hacer para encontrarte aquí fuera? Quizá debería habértela dado el primer día.
—¿Para qué? ¿Para arrollarme con tu coche?
Me acerco con cautela hasta que nos acabamos encontrando bajo una farola. He pasado hoy más de ocho horas mirándolo, pero fuera del contexto de la oficina tiene un aspecto nuevo, extraño.
Su pelo está húmedo y reluciente, y sus pómulos ligeramente colorados. La camiseta de algodón que lleva, de un azul marino desteñido, debe de ser más suave que las sábanas de un bebé; el aire frío seguramente le pellizca en los antebrazos desnudos. Esos viejos tejanos aman su cuerpo, no cabe duda, y el botón me lanza guiños como una moneda romana. Los cordones de las zapatillas los tiene flojos, casi sueltos. En conjunto, es un placer mirarlo.
—La cita no ha ido muy bien —aventura.
En su favor hay que decir que no sonríe. Sus ojos de color azul oscuro me observan con paciencia. Me deja seguir ahí mientras trato de pensar algo. ¿Cómo puedo arreglármelas para salir de esta situación? La vergüenza empieza a apoderarse otra vez de mí, ahora que las bromas se van agotando.
—Ha ido bien. —Miro mi reloj.
—Pero no de fábula si estás delante de mi edificio. ¿O es que has venido a darme la buena noticia?
—Ay, cierra el pico. Quería..., no sé. Ver dónde vivías. ¿Cómo iba a resistir la tentación? Estaba pensando en ponerte un día un pescado muerto en el buzón. Tú has visto dónde vivo yo. Es injusto y poco equitativo.
Él no se deja distraer.
 
—¿Le has besado, como acordamos? Levanto la vista hacia la farola.
—Sí.
—¿Y?
Mientras titubeo, pone los brazos en jarras y echa un vistazo a la calle, como si no supiera qué más hacer. Yo me paso el dorso de la mano por los labios.
—La cita en sí ha ido bien —empiezo, pero él se acerca y me sujeta la barbilla con ambas manos. La tensión crepita en el aire como electricidad estática.
—Bien. Bien, estupendo, bueno. Tú necesitas algo más. Dime la verdad.
—«Bueno» es justo lo que necesito. Necesito algo normal, fácil. —Percibo la decepción en sus ojos.
—No es eso lo que necesitas. Créeme.
Intento volver la cara para otro lado, pero él no me lo permite. Noto la presión de su pulgar en mi mejilla. Trato de apartarlo y al final, con los puños enredados en su camiseta, sólo consigo atraerlo más hacia mí.
—Él no es suficiente para ti.
—No sé por qué he venido aquí siquiera.
—Claro que lo sabes. —Me planta los labios en la mejilla, y yo me incorporo de puntillas, estremecida—. Has venido a decirme la verdad. Una vez que dejes de hacerte la mentirosilla.
Tiene razón, desde luego. Siempre tiene razón.
—Nadie puede besarme como tú.
Tengo el raro privilegio de ver cómo destellan sus ojos con una emoción que no es malhumor ni furia. Se acerca aún más y hace una pausa para estudiarme. Lo que ve en mis propios ojos parece tranquilizarle. Me envuelve en sus brazos y me levanta del suelo. Sus labios se encuentran con los míos.
Ambos dejamos escapar idénticos suspiros de alivio. No tiene sentido mentir acerca del motivo por el que estoy aquí, sobre la acera mojada, delante de su edificio.
Al principio no hacemos más que respirar mutuamente nuestro aliento entrecortado. Luego nuestros labios ceden a la presión y se abren de par en par. Hace solamente unas horas he dicho: «Por una vez, qué importa». Por desgracia para mí, este beso sí que importa.
Los músculos de mis brazos empiezan a temblar de un modo patético en su cuello. Él me estrecha con más fuerza hasta que siento que me tiene en sus manos. Mis dedos se curvan entre su pelo; tiro de unos sedosos y tupidos mechones. Él suelta un gruñido. Nuestros labios se sumergen en una deliciosa sucesión de besos. Se deslizan, se apresan, se acarician.
La energía que normalmente se agita en vano dentro de nosotros encuentra ahora un conducto y forma un arco de electricidad entre ambos que circula a través de mi cuerpo y del suyo. El corazón se me ilumina en el pecho como una bombilla y brilla con más intensidad a cada movimiento de sus labios.
Consigo aspirar una bocanada de aire, y el lento y excitante deslizamiento de nuestros labios se disgrega en una serie de besos entrecortados que son como suaves mordiscos. Él está probando, explorando, y hay cierta timidez en juego. Me siento como si me estuviera contando un secreto.
Hay una fragilidad en este beso que jamás me habría esperado. Es como la conciencia de que este recuerdo un día se desvanecerá. Él está esforzándose para que yo recuerde este momento. Y es algo tan agridulce que empieza a dolerme el corazón. Justo cuando abro la boca y trato de deslizar mi lengua fuera, él interrumpe el beso con una nota pudorosa.
¿Ha sido un beso de despedida?
—Mi beso especial para una primera cita.
Aguarda una respuesta de mi parte, pero debe de deducir por mi expresión que no soy capaz de articular palabra.
Continúa estrechándome en un confortable abrazo. Cruzo los tobillos y lo miro a la cara como si nunca le hubiera visto. El impacto de su belleza resulta casi aterrador desde tan cerca, con esos ojos destellando como faros. Nuestras narices se rozan. Todavía hay chispas en mi boca, que se muere por conectar otra vez con la suya.
Sólo de imaginármelo en una cita con otra, siento una terrible punzada de celos en la boca del estómago.
—Sí, sí. Tú ganas —digo cuando recobro el aliento—. Más.
Me inclino hacia delante, pero él no capta la indirecta. Por fabuloso que haya sido, esto no ha pasado de ser una fracción de lo que él es capaz. Necesito la intensidad del ascensor.
Una pareja de mediana edad pasa cogida del brazo por nuestro lado, rompiendo nuestra pequeña burbuja. La mujer se vuelve a mirar por encima del hombro, con el corazón en los ojos. Obviamente, debemos parecer adorables.
—Mi coche está por allí. —Me remuevo y lo señalo con el brazo.
 
—Mi apartamento está por aquí —dice él, señalando hacia arriba y dejándome en el suelo como si fuera una botella de leche.
—No puedo.
—Ga-lli-na. —Me tiene calada, no cabe duda. Ahora me toca a mí ser totalmente sincera.
—Vale, lo reconozco. Estoy cagada de miedo. Si subo a tu apartamento, los dos sabemos lo que pasará.
—Dímelo, te lo ruego.
—O algo así. Eso pasará. Esa única vez de la que te he hablado antes. Y entonces no podremos prepararnos para las entrevistas de la semana que viene. Acabaremos los dos baldados en tu cama, con las sábanas hechas jirones.
Su boca se tuerce en lo que me temo que va a ser una sonrisa devastadora, así que doy media vuelta en dirección a mi coche. Levanto un pie y empiezo a correr.


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Mensaje por Maga Jue 28 Feb - 10:06

Saludos chicas, les dejo dos capis, ya que mañana no voy a poder publicar. Aun sigo con problemas con el internet. 


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Mensaje por yiniva Jue 28 Feb - 15:28

Gracias Maguita, por fin, creó pensar que ya será el inició de una relación y no la cosa de una sola vez.


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Mensaje por Maga Dom 3 Mar - 17:21

@yiniva y @berny_girl ya estoy de vuelta. Ya pude arreglar mi problemas con el inter. Ya dejo capis. 


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Mensaje por Maga Dom 3 Mar - 17:28

14

 
—No, no te vas —dice.
Me hace entrar en el vestíbulo del edificio, sujetándome bajo el brazo como si fuera un periódico enrollado. Incluso se para a revisar su buzón.
—Relájate. Sólo voy a enseñarte el apartamento. Así estaremos en paz.
—Yo siempre había creído que vivirías en un lugar subterráneo, cerca del núcleo de la tierra —digo mientras él pulsa el botón del cuarto piso. Al mirar su dedo me vienen recuerdos. Echo un vistazo a la barandilla y al botón rojo de emergencias.
Intento olerle discretamente. Luego me salto la discreción, pego la nariz a su camiseta e inspiro hondo dos veces hasta llenarme los pulmones. Como si estuviera bajo una vergonzosa adicción. Suponiendo que se haya dado cuenta, él no dice nada.
—Es que el tío Satán no tenía ningún apartamento disponible dentro de mis posibilidades económicas.
El ascensor es amplio. No hay motivo para que siga bajo su brazo. Pero cuatro pisos no son nada; para qué voy a dejar de rodearle la cintura con el mío. Él tiene los dedos entre mi pelo.
Extiendo las manos lentamente, una por su espalda, la otra por su abdomen.
Músculo, calor, carne. Vuelvo a pegar la nariz a sus costillas e inhalo de nuevo.
—Bicho raro —musita.
Empezamos a recorrer el pasillo. Abre una puerta y yo titubeo indecisa en el umbral del apartamento de Joshua Templeman. Me quita el abrigo como si fuera una piel de plátano. Yo me armo de valor.
Me cuelga el abrigo junto a la puerta.
—Venga, pasa.
No sé bien qué esperar. Quizá una especie de celda de cemento gris, carente de personalidad, una enorme pantalla plana de televisión y un taburete de madera. Una muñeca de vudú, con el pelo negro y los labios pintados de rojo. Una muñeca de Fresita,5 con un cuchillo atravesándole el corazón.
 
—¿Dónde está la diana con mi foto? —pregunto, entrando con cautela.
—En la habitación de invitados.
El piso es masculino y oscuro, deliciosamente cálido, con todas las paredes pintadas en tonos arena y chocolate. Hay un penetrante aroma a naranja en el ambiente. Un enorme y mullido diván ocupa el lugar de honor frente al requisito indispensable de cualquier varón: una gigantesca pantalla plana, que ni siquiera ha apagado al bajar. Tenía mucha prisa. Me quito los zapatos y me encojo instantáneamente un poco más. Él desaparece en la cocina; yo me asomo a atisbar por la esquina.
—Fisgonea un poco. Ya sé que te mueres de ganas —me dice mientras llena un reluciente hervidor plateado y lo pone en el fogón.
Dejo escapar un suspiro entrecortado. No voy a ser violada. Nadie calienta agua antes de forzarte, salvo quizá en los tiempos de la Edad Media.
Tiene razón, desde luego. Me muero por echar un vistazo. Por eso he venido aquí, en realidad. El Joshua que conozco ya no me basta. La información es poder, y en este momento toda la que consiga me parece poca. Me sale de la garganta un gritito de entusiasmo casi inaudible. Esto es mucho mejor que explorar la acera que rodea el edificio.
Una librería cubre una pared entera. Junto a la ventana hay un sillón y una lámpara encendida, con un montón de libros iluminados debajo. Todavía hay más libros sobre la mesita de café. Todo esto me produce un gran alivio. ¿Qué habría hecho yo si él hubiera resultado ser un hermoso analfabeto?
Me encantan las pantallas de las lámparas. Piso uno de los grandes círculos de color verde botella que arrojan sobre la alfombra oriental. Bajo la vista y estudio el dibujo; enredaderas de hiedra curvándose y retorciéndose. En la pared de la sala hay un cuadro enmarcado de una montaña seguramente italiana, quizá de la Toscana. Es un cuadro original, no una copia. Observo los toques diminutos del pincel y los adornos del marco dorado. Hay una serie de casas apiñadas en la ladera de la montaña, así como las cúpulas y agujas de una iglesia, y un cielo morado, casi negro, en lo alto, salpicado por algunas estrellas muy tenues.
En la mesita de café veo algunas revistas de negocios. Y sobre el diván hay un elegante almohadón confeccionado con hileras e hileras de cintas azules. Es todo tan... inesperado. No es minimalista, en absoluto. Da la impresión de que aquí vive un ser humano de verdad. Caigo en la cuenta, con un sobresalto, de que este apartamento es mucho más bonito que el mío. Miro debajo del sofá. Nada. Ni siquiera una mota de polvo.
Identifico una pajarita de papel que le arrojé una vez durante una reunión. Está colocada en equilibrio al borde de un estante. Observo a Josh de perfil en la cocina, mientras termina de preparar un par de tazas que tiene delante sobre la encimera. Qué extraño me resulta imaginarlo guardándose mi diminuta pajarita en el bolsillo y llevándosela a casa.
En el estante de debajo hay una sola fotografía de Josh y Patrick posando entre una pareja que, supongo, deben de ser sus padres. El padre es un hombre grandote y guapo, con un rictus ligeramente sombrío en su sonrisa. Pero la que resplandece de verdad en la fotografía es la madre. Salta a la vista que no cabe en sí de gozo por tener unos hijos tan guapos.
—Me gusta tu madre —le digo cuando se acerca. Él mira la fotografía y aprieta los labios. Yo capto la indirecta y me apresuro a pasar a otra cosa.
En el estante inferior, tiene un montón de manuales de medicina que parecen bastante anticuados. También hay una figura anatómica articulada del esqueleto de una mano. Flexiono las falanges de la figura hasta que sólo queda levantado el dedo medio, y sonrío satisfecha ante mi propio ingenio.
—¿Cómo es que tienes estos libros?
—Son de una vida anterior —dice Josh, y desaparece otra vez en la cocina.
Quito el volumen de la tele con el mando y un profundo silencio desciende sobre nosotros. Entro en la cocina, pasando junto a él, y echo un vistazo. Está todo reluciente; el lavaplatos ronronea en un rincón. El olor a naranja procede del spray desinfectante para la encimera. Veo pegado en la nevera mi pósit con el beso de pintalabios y se lo señalo con el dedo.
Él se encoge de hombros.
—Te esforzaste mucho para hacerlo. Era una pena tirarlo.
Abro la puerta de la nevera y me quedo un rato bajo la claridad de su iluminación observándolo todo. Hay un amplio abanico de colores ahí dentro. Tallos. Hojas. Raíces. Tofu, salsa orgánica para pasta.
—En mi nevera sólo hay queso y condimentos.
—Lo sé.
Cierro la puerta y me apoyo en ella. Los imanes se me clavan en la columna. Alzo la cara esperando un beso, pero él niega con la cabeza.
Algo alicaída, echo un vistazo al cajón de los cubiertos y acaricio la manga de la chaqueta colgada junto a la puerta. En el bolsillo hay un recibo de una gasolinera. Cuarenta y seis dólares pagados en metálico.
Todo está limpio, todo está en su sitio. No es de extrañar que mi apartamento le provocara urticaria.
—Mi apartamento es como una chabola de Calcuta comparado con éste. Yo necesito una cesta sólo para la ropa de deporte. ¿Dónde están todos los trastos?
¿Dónde está el montón de las tareas dejadas para otro día?
—Acabas de confirmar tus peores temores. Soy un obseso de la limpieza.
La obsesa ahora mismo soy yo, porque me paso al menos veinte minutos examinando prácticamente todas sus pertenencias. Violo su intimidad de un modo tan escandaloso que acabo sintiéndome un poco enferma, pero él aguanta impertérrito y me deja hacer.
El apartamento tiene dos habitaciones. Me planto en medio de la que sirve de estudio, con los brazos en jarras. Hay una gran pantalla de ordenador, unas pesas gigantescas. Un armario con ropa de invierno y un saco de dormir. Más libros. Miro con ansia su archivador. Si él no estuviera aquí, examinaría sus facturas de la electricidad.
—¿Ya has terminado?
Bajo la vista. Tengo en la mano un viejo cochecito que he encontrado en uno de los estantes del escritorio. Lo sujeto con la avidez de un carterista chiflado.
—Todavía no. —Estoy tan asustada que apenas me salen las palabras.
Josh señala el umbral oscuro de la única puerta que queda. Me acerco con cautela. Él pulsa el interruptor, que está a la altura de mi oreja, y yo suelto un gritito estrangulado de admiración.
Su habitación está pintada con el tono azul de la que más me gusta de sus camisas. Azul turquesa: un azul turquesa claro, mezclado con leche. Siento un extraño despliegue en mi pecho, como una sensación de déjà vu. Como si ya hubiera estado aquí, y tuviera que volver a estar en el futuro. Me abrazo al marco de la puerta.
—¿Éste es tu color favorito?
—Sí. —Hay cierta tensión en su voz. Quizá se han burlado de él otras veces a cuenta de su gusto.
—Me encanta. —Lo digo con admiración y profundo respeto.
Esto es una inesperada explosión de luz que contrasta con los tonos chocolates y marrón topo del resto, y me hace pensar en cómo es Josh realmente.
 
Un golpe inesperado. Un precioso azul claro. El cabezal marrón oscuro, lujosamente tapizado de cuero, impide que el conjunto resulte femenino. Ahora lo tengo justo detrás de mí, lo bastante cerca para apoyarme sobre su cuerpo, pero resisto la tentación. La fragancia de su piel empieza a nublarme el entendimiento. La cama está hecha y las sábanas son blancas. Cada detalle me parece sexi. El baño está impoluto, resplandeciente. Hay toallas rojas y un cepillo de dientes rojo. Todo parece sacado de un catálogo de Ikea.
—Nunca habría imaginado que pudieras tener un helecho. Yo tenía uno, pero se me puso marrón.
Vuelvo hasta la cama de Joshua Templeman. Toco el borde de la funda de la almohada.
—Vale, ahora ya te estás poniendo más que rara. Tamborileo sobre el cabezal, pero es macizo.
—Basta. Ven a sentarte al sofá. Te he preparado un té.
Me escabullo de lado, como un cangrejo, y entro en la sala.
—¿Cómo has podido aguantar todo el rato, mirando cómo fisgoneaba?
Cojo el elegante almohadón y me lo pongo en la parte baja de la espalda. Él me ofrece una taza; yo la sujeto como si fuera un arma.
—Yo fisgué por tu apartamento. Ahora te toca a ti. Estoy nerviosa, pero trato de disimularlo con un chiste.
—¿Encontraste                todas    las          fotografías         que        tengo    de          ti             con        los ojos arrancados?
—No, no encontré tu álbum de recortes. Pero sí sé que tienes veintiséis figuritas de Papá Pitufo y que no doblas las sábanas como es debido.
Él está en el otro extremo del sofá, con la cabeza levemente girada y el torso cómodamente recostado. En la silla de su oficina suele repantigarse a menudo, pero yo nunca había visto su cuerpo en una postura tan relajada y desparramada. No puedo quitarle los ojos de encima ni un segundo.
—Cuesta mucho doblar las sábanas. No tengo los brazos tan largos. Él suspira, meneando la cabeza.
—No es excusa.
—¿Miraste en el cajón de la ropa interior?
—Claro que no. Tenía que dejar algo para la próxima ocasión.
—¿Puedo mirar el tuyo?
Estoy perdiendo la chaveta. Me he dejado la cordura en el umbral. Doy un sorbo de té. Es como un néctar.
 
—Bueno, Fresita. Vamos a hacer algo un tanto insólito.
Vuelve a subir el volumen de la tele, da un sorbo a su taza y se pone a ver una vieja reposición de Urgencias, como si lo hiciéramos cada noche. Yo me acomodo con el corazón palpitante y trato de concentrarme. A ver, tampoco hay para tanto. Estoy sentada en el sofá de Joshua Templeman, simplemente.
Vuelvo la cabeza y me quedo mirándolo durante todo el episodio: observando cómo se reflejan en sus ojos las tensas escenas quirúrgicas y los conflictos entre departamentos.
—¿Te molesto?
—No —responde ausente—. Estoy acostumbrado.
No somos normales, la verdad. Van pasando los minutos y él se bebe su café y yo continúo mirándolo. Tiene una sombra de barba que no le veo nunca en horas de trabajo. Noto que mi pecho está tenso de la ansiedad. Mi cuerpo y mi cerebro se han habituado a ponerse en modo de combate siempre que me encuentro dentro de su radio de acción. Josh me lanza una mirada y yo doy un respingo; luego deja una mano sobre el sofá, con la palma hacia arriba, y vuelve a mirar la pantalla.
Es como si hubiera dejado ahí un plato de semillas y ahora estuviera esperando muy quieto, aguardando a que la asustadiza gallinita dé un paso. Y a mí me cuesta un rato. Tímidamente, le cojo la mano y entrelazo sus dedos con los míos. Él no reacciona durante un instante aterrador, pero luego, mientras el calor de su mano empieza a irradiar en mi palma, me da un delicioso y profundo apretón. Mantiene nuestras dos manos enlazadas sobre el sofá, coge la taza con la otra mano y señala la pantalla con la cabeza.
—Veo series de médicos para fastidiar a mi padre. A él le sacan de quicio.
En la televisión de su casa, jamás podrías tener puesta esta serie.
—¿Por qué? ¿No son realistas? —Me alegra poder concentrarme en otra cosa que no sea esta extraña fase de manitas en el sofá en la que hemos entrado.
—Uf, qué va. Son totalmente ficticias.
—Yo prefiero Ley y orden. Me encanta cuando el pinche de un restaurante encuentra un cadáver en el contenedor de basura.
—O cuando lo encuentra un tipo que pasea al perro por Central Park. — Señala la pantalla con su taza—. Ese supuesto doctor ni siquiera lleva guantes — dice, frunciendo el ceño, como si se sintiera profundamente ofendido.
El arte de hacer manitas está infravalorado, pero aun así resulta vergonzoso cómo algo tan simple puede tenerme casi sin aliento. Las yemas de sus dedos me llegan por el dorso de la mano hasta la altura de la muñeca.
Los hombres grandotes siempre me han intimidado. Si pongo mentalmente en fila a mis antiguos novios, me doy cuenta de que todos, si no tenían exactamente la estatura de un jockey, quedaban en ese extremo de la escala. Era más fácil vérselas con ellos. Era un partido más igualado. No ha habido en mi historial nada parecido a la asombrosa arquitectura masculina que tengo ahora sentada a mi lado.
Los arcos de músculo de sus hombros se sostienen en suave equilibrio sobre unos bíceps curvados. Las articulaciones del codo con la muñeca parecen artilugios de una sofisticada ferretería. ¿Qué sensación producirá estar debajo de un hombre tan enorme? Debe de ser algo asombroso.
Josh ve al protagonista de Urgencias y bosteza, sin sospechar en absoluto que yo —como un depredador carnívoro— estoy tratando de calcular el tamaño de su caja torácica.
Es posible que la diferencia de talla haya sido una fuente de fricción en nuestras relaciones durante las horas de trabajo. Yo siempre he procurado hacerme fuerte de la única forma que conozco, o sea, con la mente y con la lengua. Creo que él me ha convertido a su fe. Ahora me gustan los músculos.
He empezado a respirar con cierta agitación. Él me mira.
—¿Qué es esa mirada tan rara? Relájate.
—Estaba pensando en lo grandote que eres.
Miro nuestras manos entrelazadas. Él acaricia mi palma entera con su pulgar. Cuando volvemos a mirarnos, sus ojos se han oscurecido un poco.
—Encajaré contigo a la perfección.
Se me pone la carne de gallina. Aprieto bien juntos los muslos y, con el roce, suena una especie de ventosidad. Más sexi no puedo ser, por Dios. Sin poder resistirme, me vuelvo a mirar el dormitorio. Está tan cerca que bastaría con cinco pasos largos para verme empujada hasta su colchón. Su lengua podría estar sobre mi piel dentro de menos de treinta segundos.
—Si tan bien vas a encajar conmigo, demuéstramelo.
—Te lo voy a demostrar.
Nuestras palmas están húmedas. Noto un gran calor en el cogote, por debajo del pelo. Necesito que vuelva a besarme. Y esta vez voy a meterle la lengua en la boca hasta que gima de placer. Hasta que sienta que me aprieta con algo duro. Hasta que me lleve a su habitación y me quite la ropa.
Los títulos de crédito del episodio de Urgencias más largo de la historia empiezan a desfilar por la pantalla. Mi corazón amenaza con explotar como un globo.
Josh quita el volumen de la televisión y vuelve la cabeza. Empezamos a jugar al Juego de las Miradas. Observo cómo se oscurecen sus ojos. Estoy casi sin aliento ante lo que vaya a suceder. Noto una pulsación en todas las partes sensibles de mi cuerpo. Entre mis piernas, es más intensa y más caliente. Miro su boca. Él mira la mía y luego nuestras manos enlazadas.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
Me lanza una mirada de soslayo. La siguiente palabra que sale de sus labios es como un latigazo.
—Desnúdate.
Doy un respingo y él sonríe para sí y apaga la televisión.
—Era broma. Vamos, te acompaño a tu coche.
Me estoy volviendo peligrosamente adicta a sus sonrisas. ¿Ésta es la tercera? Me las guardo en los bolsillos. Me las meto a puñados en la boca.
—Pero... —digo, con tono lastimero—. Yo creía... Él frunce el entrecejo fingiendo no comprender.
—Bueno, ya me entiendes...
—Me resulta muy hiriente ser deseado sólo por mi cuerpo. Ni siquiera he podido disfrutar primero de una cita. —Vuelve a bajar la vista hacia nuestras manos.
—Por lo que veo, tienes un esqueleto fabuloso. ¿Por qué otra razón habría de desearte?
Empiezo a palpar y a estrujar las articulaciones de su brazo. Es la peor técnica de seducción que pueda imaginarse, pero a él no parece importarle. Su codo es tan grande que no me cabe en la mano. El vestido, amablemente, se me baja un poquito cuando me inclino hacia él, y veo que sus ojos descienden por el escote ahora ampliado.
Cuando nos volvemos a mirar a los ojos, comprendo que he pronunciado las palabras equivocadas.
Él se apresura a ocultarlo frunciendo el ceño.
—No vamos a hacerlo esta noche.
Estoy a punto de replicar con brusquedad, pero mientras observo cómo cierra los ojos e inspira hondo, me doy cuenta de que deseo con toda mi alma que no termine esta velada.
—Si te hago una pregunta sobre ti, ¿me responderás?
 
—¿Tú harás lo mismo? —Está empezando a recuperar la compostura. Igual que yo.
—Claro. —Todo lo que hacemos es un toma y daca.
—De acuerdo —dice, abriendo los ojos. Durante unos instantes, no se me ocurre ninguna pregunta que no revele demasiado de mí misma.
«¿Qué piensas de mí realmente? ¿Todo esto es un plan sofisticado para confundirme? ¿Hasta qué punto saldré lastimada?»
Intento hablar con ligereza.
—Vamos a convertirlo en un juego, como todo lo demás que hacemos. Así será más fácil. ¿Verdad o Reto?
—Verdad. Porque te mueres de ganas de que diga Reto.
—¿Qué son esos códigos a lápiz de tu agenda? ¿Son para Recursos Humanos?
Él frunce el ceño.
—¿Cuál es el Reto?
Su fragancia flota intensamente a mi alrededor. El cálido sofá conspira para que me incline más cerca de su regazo.
—¿Necesitas preguntarlo?
Él se levanta y me levanta también a mí. Mis manos se curvan sobre la pretina de sus tejanos y ya no noto sino la firmeza de un hombre contra mis nudillos. Se me hace la boca agua.
—No podemos empezar esta noche. —Me aparta los dedos de sus tejanos.
—¿Por qué no? —Me temo que estoy suplicando.
—Voy a necesitar un poco más de tiempo.
—Sólo son las diez y media —digo mientras me lleva hacia la puerta.
—Tú me has dicho que sólo lo haremos una vez. Voy a necesitar mucho tiempo. —Noto un hormigueo entre las piernas.
—¿Cuánto?
—Mucho tiempo. Días. Seguramente más. —Se me doblan las rodillas. Él entorna los ojos.
—Llamemos a la oficina mañana para decir que nos hemos puesto enfermos. —Soy infatigable en mi campaña para conseguir que se quite la ropa. Él mira el techo y traga saliva.
—Sí, ya. Como si fuera a desperdiciar mi única gran ocasión en un lunes por la noche cualquiera.
—No será ningún desperdicio.
—¿Cómo te lo explico? Cuando éramos pequeños, Patrick se comía inmediatamente su huevo de Pascua. Yo era capaz de hacerlo durar hasta mi cumpleaños.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—El 20 de junio.
—¿De qué signo eres? ¿Cáncer?
—Géminis.
—¿Y tú por qué no te lo comías de inmediato? —Uf, es increíble cómo me las arreglo para que la cosa suene guarra.
Él me aparta el pelo del hombro.
—Porque así sacaba de quicio a Patrick. Él venía a mi habitación cada dos por tres, se obsesionaba. Cada día me preguntaba si me lo había comido. Aquello lo volvía loco. Volvía locos a mis padres. También ellos me rogaban que me lo comiera. Y cuando al fin me lo comía, estaba mucho más bueno, precisamente porque sabía lo mucho que otro lo deseaba.
Me baja un centímetro el hombro de mi vestido rojo, contempla unos momentos la piel y luego se inclina e inspira hondo para olerme a conciencia. Yo noto el hormigueo de su inspiración y me siento profundamente identificada con la refinada tortura que sufrían sus huevos de Pascua.
—¿Tú crees que es perverso excitarse con una historia infantil entre dos hermanos?
Él pone los labios sobre mi hombro y se ríe. La vibración de su risa recorre todo mi cuerpo. Echo una mirada a su preciosa habitación, donde ha quedado encendida la luz. Azul y blanca, como una preciosa caja de Tiffany. Como un regalo con un lazo. La habitación donde quiero pasar días enteros. Una habitación de la que seguramente no querré salir nunca.
—¿Te lo comías poco a poco, o cogías un día y te dabas un atracón?
—Creo que lo acabarás averiguando. Al final.
Coge sus llaves y las hace tintinear mientras yo me pongo el abrigo. No nos tocamos en el ascensor. Me acompaña a la calle en silencio, hasta llegar a mi coche.
—Adiós. Y gracias por el té. —Ahora la vergüenza se apodera de mí. Me he portado como una auténtica chiflada esta noche.
¿Por qué con un chico como Danny soy capaz de actuar como una persona normal y, en cambio, con Josh acabo haciendo el idiota? Noto un objeto duro en la mano y bajo la vista. Ay, mierda. Todavía tengo el coche en miniatura.
—Está visto que soy un bicho raro. —Me llevo las manos a la cara. Las diminutas ruedas se deslizan por mi mejilla.
—Sí. —Parece ligeramente divertido.
—Lo siento.
—Quédatelo, es un regalo.
Es lo primero que me regala, aparte de las rosas. Me siento tan halagada que no encuentro las palabras. Vuelvo a mirar el cochecito. Tiene las iniciales J.T. raspadas por la base.
—¿Es un tesoro de tu infancia? Parece antiguo. —No creo que se lo devolviera aunque ahora cambiase de idea.
—Quizá sea el principio de tu nueva colección. Me parece que hemos hecho algo enorme para ambos. Hemos decretado un alto el fuego. Durante todo un episodio de televisión.
—Desde luego, eres bueno haciendo manitas.
—Es probable que no sea bueno en un montón de cosas, pero me esforzaré para serlo —me dice.
Es una declaración de lo más extraña, y siento que se abre otra grieta en el muro que nos separa.
—Bueno, gracias. Nos vemos mañana.
—No,    mañana               no.         He          pedido el            día          libre.     —Qué  raro.      Él            nunca, absolutamente nunca, se toma un día libre.
—¿Tienes           que        hacer    algo       especial?             —Levanto          la            mirada  hacia     los apartamentos y siento una oleada de soledad.
—Un asunto que resolver.
Ahora que creía que empezaba a aprender a manejar este extraño calidoscopio de sentimientos, resulta que gira una vez más y me depara otra sorpresa. Me siento como si me hubieran dicho que las Navidades quedaban suspendidas. ¿Ni pizca de Josh sentado frente a mí durante todo el día? Tengo que morderme el labio para silenciarme.
«Por favor —me suplico a mí misma—, vuelve a odiar a Josh. Esto es demasiado duro.»
—No me irás a echar de menos, ¿no? Seguro que por un día te las puedes arreglar sola. —Toca con un dedo el cochecito que tengo en la mano y hace girar las ruedas.
Intento adoptar un aire despreocupado, pero seguramente él me cala a la perfección.
 —¿Echarte de menos? Echaré de menos poder mirar tu cara bonita, nada más.
Confío en que haya quedado más o menos como un sarcasmo. Introduzco mi cuerpo tembloroso en el coche. Él da unos golpecitos en la ventanilla para que bloquee la puerta. Necesito varios intentos para meter la llave de contacto.
Josh permanece inmóvil en mi retrovisor hasta que se convierte en un puntito; podría ser una persona cualquiera entre un millón, pero aun así yo no puedo apartar los ojos hasta que desaparece del todo de mi vista.
Cuando llego a casa, aún tengo el cochecito en la mano.


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Mensaje por Maga Dom 3 Mar - 17:34

15

 
Estoy sentada ante mi mesa, con los párpados tensos y resecos, contemplando el asiento vacío de Josh. La oficina está fría. Silenciosa. Un remanso de paz profesional. Cualquiera de los empleados confinados en los cubículos de abajo sería capaz de matar por este tipo de silencio.
Supuestamente, Josh debería estar sentado frente a mí con una camisa de color blanco crudo. Debería estar tecleando con una calculadora en la mano, parando de vez en cuando con el ceño fruncido y volviendo a teclear.
Si estuviera aquí, me miraría; y cuando nuestros ojos conectaran, se iluminaría en mi interior un destello de energía. Yo lo catalogaría como irritación o desagrado. Tomaría ese destello y diría que es algo que, en realidad, no es.
Miro el reloj. Espero una pequeña eternidad, pasa un minuto. Para distraerme, deslizo mi coche en miniatura por la almohadilla del ratón; luego saco de debajo la tarjeta de la floristería.
«Tú siempre estás preciosa.»
Contemplo mi reflejo en el absurdo prisma de cristal que me rodea. Miro la pared y el techo, estudiando mi apariencia desde distintos ángulos. Estas cuatro palabras ya no bastan para saciarme. Josh ha creado un monstruo.
Le doy la vuelta a la tarjeta de la floristería y me fijo en la dirección. Se me ocurre una idea genial y me río a carcajadas. Cojo el bolso y bajo a la esquina, a la misma floristería. Antes de perder el valor, encargo para él un ramo de rosas blancas con una tarjeta. Prácticamente no sé lo que voy a poner hasta que mi mano escribe lo siguiente por mí: «Te deseo no sólo por tu cuerpo. También por tus cochecitos en miniatura. Fresita».
Me asaltan las dudas enseguida, pero la florista ya ha cogido la tarjeta y se ha llevado el ramo al cuarto trasero.
Es una broma, simplemente, todo este rollo de las flores. Él me la hizo primero a mí, y ambos detestamos no quedar igualados. Vuelvo a guardar la tarjeta de crédito en el bolso y me imagino la cara que pondrá al abrir la puerta. Me estoy lanzando en una piscina en la que seguramente no debería meterme.
 
Compro unos cafés en el camino de vuelta y, al llegar arriba, llamo con los nudillos al despacho de Helene.
—Hola. ¿Interrumpo?
—Sí, gracias a Dios —exclama, quitándose las gafas con tanto entusiasmo que acaban en el suelo—. Café. Eres un cielo. Una santa. Santa Lucy de Cafeína.
—Y hay más todavía. —Le muestro la lujosa caja de macarons que traigo bajo el brazo y que lleva una etiqueta de made in France. La tenía guardada en mi cajón desde hace un tiempo para una situación de emergencia. Soy una terrible lameculos.
—¿He dicho «santa»? Quería decir divina. —Busca en el armario que tiene detrás y encuentra un plato: un plato delicado, con flores pintadas y bordes dorados. Por supuesto.
—Hay mucho silencio hoy ahí fuera. No se oye ni el vuelo de una mosca.
Resulta extraño que no te miren con furia.
—Pues vete acostumbrando. Aunque él te mira mucho, ¿no te parece, querida? Me he fijado en las últimas reuniones. Esos ojos suyos azul oscuro son preciosos, de hecho. ¿Cómo va la preparación de la entrevista?
Se pone a abrir la caja de macarons con el abrecartas de plata y yo me alegro de que se distraiga un momento. Agita con suavidad la caja, la vuelca sobre el plato y ambas nos disponemos a escoger. Yo me acabo decidiendo por uno de vainilla de color blanco crudo, como la camisa que hoy echo de menos, porque soy así de trágica.
—Estoy todo lo preparada que puedo estar.
—Yo no formaré parte del panel de entrevistadores, así que si practicáramos un poco juntas no habría ningún conflicto de intereses. ¿Cómo llevas la presentación?
—Me encantaría mostrarle lo que tengo hasta ahora.
—Bexley ha estado haciendo todo tipo de comentarios. Francamente, Lucy, no sé qué haré si por cualquier motivo no consigues el puesto... —Mira por la ventana y su expresión se ensombrece. Se pasa una mano por el pelo, cortado a lo garçon, que enseguida se reacomoda y recupera su aspecto impecable. Ojalá mi pelo fuera tan obediente.
—Josh podría ganar perfectamente. Él tiene un cerebro financiero. El mío es más bien literario.
—Hmmm. No estoy de acuerdo. Pero, si lo deseas, podríamos cruzaros y crear al empleado total de la próxima generación de B&G. Nunca te había oído llamarlo «Josh».
Simulo tener la boca completamente llena. Mastico, señalándomela y, mientras tanto, meneo la cabeza, con lo que gano unos veinte segundos. Ojalá suene el teléfono.
—Ah, bueno, ya sabe. Ése es... su nombre, supongo. Joshua. O sea, Josh Templeman. Joshua T.
Ella mastica, estudiándome con atención.
—Hoy tienes un resplandor más bien misterioso, querida.
—No, qué va. —Está a punto de desenmascararme. Todas mis tonterías con Josh van a acabar saliendo a la luz.
—Estás confusa y como aturdida. Debe de ser por esas citas.
—Resulta todo un poco desconcertante. Danny es buen chico. De veras lo es.
—A mí los novios que más me gustaban cuando era joven no eran precisamente buenos chicos.
Suena un golpe en la puerta que comunica los despachos del señor Bexley y de Helene. Le agradezco infinitamente a Fat Little Dick esta interrupción.
—¡Adelante! —grita Helene con malhumor.
Él irrumpe bruscamente, pero se detiene al verme allí y reparar en el plato de macarons que está sobre la mesa.
—¿Qué quieres?
—Ah, no importa. —Bexley se demora, con los ojos fijos en la mesa, hasta que ella suelta un suspiro y le ofrece el plato. Él coge un par y aún titubea, a punto de coger un tercero. Juraría que hay un brillo divertido en la mirada de Helene cuando Bexley vuelve a cruzar la puerta y la cierra sin decir palabra.
—Por Dios. ¿Es que huele el azúcar? Le he ofrecido que cogiera alguno para fomentar su diabetes, no por otro motivo, querida.
—¿Qué quería?
—Se siente solo sin Josh. Va a tener que acostumbrarse.
—¿Cuándo quiere que ensayemos la presentación?
—¿Qué mejor momento que ahora? Impresióname, querida.
Tras las palabras preliminares, veo que he logrado captar su atención.
—El objeto de esta presentación es proponer un proyecto de digitalización del catálogo de la editorial. He tomado como mero ejemplo una muestra combinada de los cien mejores libros publicados por Gamin y por Bexley en 1995. Sólo un cincuenta y cinco por ciento está disponible en formato digital.
—Los iPad son una moda pasajera —dice el señor Bexley, sin dejar de masticar, desde el umbral de la puerta de comunicación—. ¿Quién va a querer leer en una lámina de cristal?
—El hecho es que el mercado que más está creciendo en el sector del libro electrónico es el de los lectores por encima de los treinta años —explico, intentando mantener la calma.
¿Cuánto tiempo lleva ahí plantado? ¿Y cómo se las ha arreglado para abrir la puerta con tanto sigilo? Me concentro en Helene y trato de ignorarlo.
—Esto representa una enorme oportunidad para todos nosotros. Una oportunidad para renovar contratos con los autores que han quedado descatalogados. Una oportunidad de desarrollo dentro de la empresa para los empleados capaces de digitalizar los contenidos y para los diseñadores de cubiertas. Y una oportunidad para situar las viejas publicaciones de B&G en las listas de libros más vendidos. La industria editorial está en continua evolución, y debemos mantenernos al día.
—Márchate, por favor —le dice Helene por encima del hombro al señor Bexley. La puerta se vuelve a cerrar, pero juraría que veo la sombra de sus pies por la ranura de debajo.
Ahora mi sensación de pánico va en aumento. Si Bexley le explica a Josh mi estrategia, él podría machacarme. Selecciono la siguiente diapositiva de la presentación.
—Si obtengo este puesto, pondré en marcha un proyecto formal para convertir el fondo del catálogo en libro electrónico. He preparado un presupuesto inicial que comentaré dentro de unos momentos. Estos libros electrónicos habrán de renovarse totalmente con nuevas portadas actualizadas. Lo cual implicará los costes adicionales de tres nuevos diseñadores durante los dos años de realización del proyecto.
Voy pasando las diapositivas de la presentación. Helene me interroga sobre diversos aspectos de la propuesta y yo consigo responder a sus preguntas y justificar con facilidad los requisitos necesarios. Finalmente, llego a la última diapositiva.
Helene se queda mirando la pantalla tanto tiempo que le echo un vistazo para ver si parpadea.
—Querida. Muy... pero que muy bien.
Me arrodillo junto a su silla. Se le están llenando los ojos de lágrimas y se apresura a coger los pañuelos que le ofrezco. Da un suspiro, con cara de sentirse como una tonta.
—He sido muy egoísta al mantenerte ahí fuera —dice en voz baja—. Es que... No puedo prescindir de ti. Pero ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba. Debería haber tratado de implicarte en las tareas editoriales después de la fusión. Tú te llevaste un gran disgusto, además, porque perdiste a tu amiga.
Yo no digo nada. No sé qué decir.
—Pero cada vez que consideraba la posibilidad de contratar a un sustituto para tu puesto, me ponía a pensar en lo bien que lo desempeñas, en tu capacidad para hacer funcionar esta oficina y evitar que me vuelva loca. Y entonces me decía, bueno, tampoco le hará ningún daño seguir otro mes.
—Yo sólo hago mi trabajo —digo, pero ella menea la cabeza.
—Y otro mes, y otro. Y eso te ha acabado perjudicando, Lucy. Tú tenías ambiciones, cosas que querías hacer, ideas nuevas. Pero yo no soportaba la idea de dejarte marchar.
—Entonces..., ¿la presentación está bien? Ella se ríe y se seca los ojos.
—Esto te va a proporcionar el ascenso. Y con este proyecto volveremos a situar a B&G en primera línea. Juntas. Yo quiero seguir a tu lado, trabajando las dos como colegas. Formarte profesionalmente quizá llegue a ser una de las mejores cosas que consiga en mi carrera. —Mira la última diapositiva de la presentación y hace una pausa—. Debo preguntártelo, de todas formas. Si no hubiera entrevistas ni un puesto nuevo en juego, ¿esta idea habría quedado encerrada en tu interior indefinidamente? ¿Por qué guardarte una cosa así?
Me echo hacia atrás, apoyándome en los talones, y me miro las manos.
—Buena pregunta.
¿Cuántas cosas más habrá desatado en mi interior este ascenso?
—Yo creía que sabías que tus ideas eran importantes para mí. —Ahora está empezando a preocuparse.
—No lo sé. Quizá estaba esperando el momento adecuado. O no tenía la confianza necesaria. Ahora me veo forzada a llevarla adelante. Es algo positivo, creo yo. Aunque no consiga el puesto, toda esta historia me ha... espabilado.
Pienso en lo ocurrido anoche, cuando besé a Josh bajo la luz de las farolas, y entonces recuerdo mis temores.
—¿Y si el señor Bexley le habla a Josh de mi presentación?
—Ya me ocupo yo de él. Si al final aparece muerto en el río, seguro que sabrás mantener la boca cerrada y proporcionarme una coartada. Tú concéntrate en lo de la semana que viene. Y tengo una sugerencia que hacerte.
—Perfecto. —Saco el lápiz USB del ordenador y vuelvo a sentarme frente a ella—. Dispare.
—La propuesta es un tanto superficial en algunas partes. ¿Por qué no tener preparado un libro electrónico para la presentación? Pasa algún título del fondo editorial al formato digital y haz un desglose de las horas de trabajo que ha supuesto, de los costes salariales, etcétera. O sea, el coste real de producirlo. Así quedará demostrado que tu presupuesto es correcto.
—Sí, buena idea. —Me trago el café tibio.
—Tú crees que los números son el punto fuerte de Josh, ¿verdad? Bueno, pues ahora tienes la ocasión de demostrar que eres tan capaz como él de elaborar un presupuesto básico para este nuevo proyecto.
Yo voy asintiendo y tomando notas, con la mente a cien.
—Pero, para ser totalmente justos, no puedes emplear en este proceso los recursos de la empresa. Sé creativa. Usa tus contactos. Quizá alguien que pueda trabajar como freelance.
Es evidente que se refiere a Danny.
Garabateo un par de notas mientras ella apaga el proyector.
—Voy a conseguir ese ascenso —le digo con redoblada confianza.
—No tengo ninguna duda, querida. —Helene echa un vistazo a la puerta de comunicación. Veo que su boca se tuerce en un rictus travieso.
—¿Has pensado un poco en tus últimas peleas con Josh? Yo tengo una teoría interesante. —Se le escapa una risita.
—No sé si estoy preparada para escucharlo. —Me apoyo en su escritorio.
—Es inapropiado, pero ahí va. Josh creía que mentías sobre tu cita, porque no puede imaginarte con nadie que no sea él.
—Oh. Hum. Ah. —Pruebo todas las combinaciones con vocales. Me sube un calor por el pecho, la garganta y la cara hasta las raíces del cabello, y al final me quedo completamente roja.
—Piénsalo —dice Helene, y se mete otro macaron en la boca.
Yo abro la mía, titubeo, vuelvo a cerrarla, y repito el proceso otra vez. Ella se levanta, sacudiéndose las migas, y me mira con expresión astuta.
—He de irme corriendo —añade—. El hombre de la caldera viene a las tres. ¿Por qué siempre han de venir a las horas más intempestivas? Vete a casa, querida. No tienes buen aspecto.
Cuando se ha ido, me siento ante mi escritorio. El camino está bien claro.
 
Debería hablar con Danny para que se ocupe de mi ebook como freelance, pero cada vez que cojo el teléfono lo vuelvo a dejar. Para mantener las cosas en un nivel profesional, saco su tarjeta y le envío un email solicitándole una reunión para mañana. No tengo ni idea de lo que cobrará, pero en este punto no hay alternativa: o lo tomas o lo dejas.
Acabo de recibir un mensaje de texto. Siento un vacío en el estómago. Mi corazón da un brinco.
 
Joshua Templeman: Me alegra saberlo.
Así que ha recibido las rosas. Abrazo el teléfono móvil sobre mi pecho.
Esta entrevista me coloca en la peor de las incertidumbres. Mucha gente me ha deseado suerte por los pasillos. Me resulta insoportable imaginar la actitud embarazosa y compasiva que adoptarán si acabo fracasando.
Si Josh consigue el puesto, tendré que marcharme.
Miro la cruz que tengo en la agenda marcando la entrevista de la semana que viene. Por más que el ensayo de la presentación ha aumentado mi confianza, debo tener previsto el peor escenario posible. Es una buena medida contar con una estrategia de salida. Tengo dinero ahorrado en una cuenta sagrada que no toco jamás. Quería usarlo para tomarme unas vacaciones este año, pero me parece que acabará siendo mi red de seguridad. Tal vez tenga que ir a instalarme bajo el toldo de la entrada de Fresas Sky Diamond. Mis padres me recibirían con los brazos abiertos. Darían saltos de alegría. Ni siquiera tendrían la decencia de sentirse decepcionados conmigo.
Si Josh consigue el puesto y yo he de dimitir, ¿mi rencor pesará más que ese hormigueo que siento en el pecho cuando me mira? ¿Podrá sobrevivir nuestro extraño y frágil jueguecito fuera de estas paredes? Mi amistad con Val no sobrevivió.
¿Podremos seguir viéndonos mientras él me habla de sus éxitos en B&G y yo hago cola en la agencia de colocación? ¿Y él, por su parte, se alegrará de mi éxito mientras empapela toda la ciudad con su currículum? No me imagino que pueda dejar de lado su orgullo tan fácilmente.
Tampoco es que yo carezca totalmente de opciones. Tengo contactos en algunas editoriales pequeñas donde podría hacer un intento, aunque me sentiría desleal con Helene. También podría pedirle a Helene que me trasladaran a otro departamento de B&G. Tal vez ha llegado el momento de empezar a trabajar desde la base en el Departamento Editorial. Pero si yo me quedara en B&G, eso significaría casi con toda seguridad que Josh se habría convertido en el nuevo director ejecutivo.
Y en tal caso, ni que decir tiene, cualquier posibilidad de volver a sentarme en su diván quedaría totalmente descartada.
La vida sería más fácil si pudiera odiar a Joshua Templeman. Contemplo su silla vacía y luego cierro los ojos y me sumerjo en el azul claro de su dormitorio.
Estoy a punto de perder algo que nunca he tenido, de hecho.
 
Siguiendo la sugerencia de Helene, vuelvo temprano a casa y busco alguna ocupación para distraerme.
Todo está ordenado, gracias a Josh. Echo un vistazo online, por si hay alguna subasta de pitufos, y le doy un breve repaso a mi colección. Cuento las figuras del Gran Pitufo.
Miro mi nevera vacía y pienso en el arcoíris de frutas y verduras de la suya. Decido prepararme una taza de té y descubro que no hay. Podría bajar al súper, pero lo que hago finalmente es tomarme un vaso de agua. Me entra frío y me envuelvo en una chaqueta de punto.
Ahora que he visto su apartamento, no puedo parar de mirar el mío con ojos nuevos. Es muy soso. Paredes blancas, moqueta beige, diván de un color intermedio anodino. Ninguna alfombra estampada, ningún cuadro enmarcado.
Me ducho y me maquillo, lo cual es absurdo. ¿Por qué rociarme el escote de perfume? ¿Para qué ponerme los tejanos buenos? Aquí no hay nadie que pueda verme, u olerme. No tengo a donde ir. Hace mucho tiempo que no tengo a nadie a quien llamar en la ciudad.
Me siento y empiezo a sacudir la rodilla. Me crujen las entrañas. Soy como un imán temblando, a punto de moverse. ¿Así es como se sienten los adictos? Empiezo a darme cuenta de lo que ocurre, pero no puedo reconocerlo ante mí misma, aún no.
¿Habrá sido alguna vez tan terrorífico coger un móvil y mirar el nombre de un contacto?
Joshua Templeman
Debería estar aquí sentada mirando el nombre de...
Danny Fletcher
Debería llamar a Danny y proponerle que quedáramos para ir al cine o tomar un bocado. Podríamos hacer planes sobre mi proyecto. Ahora es amigo mío. Se reuniría conmigo dentro de veinte minutos donde yo le dijera. Seguro. Además, ya estoy vestida. Estoy preparada.
Pero no le llamo. Lo que hago, en cambio, es algo que no creo haber hecho nunca.
Pulso el botón de llamada.
Cuelgo inmediatamente y arrojo el móvil sobre la cama como si fuese una granada. Me seco las palmas húmedas en los muslos y suelto un resuello.
Mi móvil empieza a sonar.
Llamada entrante: Joshua Templeman
—Ah, hola —acierto a decir débilmente cuando respondo. Me aprieto la sien con el canto de la mano. No tengo dignidad.
—He recibido una llamada perdida. Sólo ha sonado una vez.
Suena de fondo una música ruidosa y machacona. Seguramente está bebiendo alcohol en un bar, rodeado de altísimas modelos con vestidos ceñidos de color blanco.
—Veo que estás ocupado. Ya hablaremos mañana.
—Estoy en el gimnasio.
—¿Rutina de cardio?
—Pesas. Hago pesas por la noche.
La respuesta parece indicar que a cualquier otra hora hace ejercicio cardiovascular. Suelta un leve gruñido, oigo un pesado ruido metálico.
—Bueno, ¿qué pasa? No me digas que se te ha disparado el móvil.
—No. —Es absurdo fingir.
—Interesante. —Se oye un murmullo de ropa, quizá una toalla y luego una puerta cerrándose. La espantosa música machacona desciende de volumen—. He salido afuera. Creo que no había visto nunca tu nombre en la pantalla de mi móvil. ¿Ha pasado algo en el trabajo?
—Ya lo sé, yo también lo estaba pensando. —Se produce un denso silencio
—. No, no tiene que ver con el trabajo.
 
—Qué lástima. Tenía la esperanza de que Bexley hubiera sufrido una embolia fatal.
Suelto una risotada. Luego divago con nerviosismo.
—Te llamaba porque...
«Porque hoy no te he visto. Me sentía confusa y tremendamente triste, y, no sé, creo que verte podría servir para aliviarme esta extraña opresión en el pecho. No tengo amigos. Aparte de ti. Aunque tú no lo eres.»
—¿Sí...? —No me está ayudando en absoluto.
—Estoy hambrienta y no tengo nada de comida. Ni siquiera tengo té, y hace frío en mi apartamento. Y estoy aburrida.
—Qué vida tan triste.
—Tú tienes montones de comida y de té. Y tu calefacción es mejor que la mía, y...
No hay más que silencio al otro lado de la línea.
—Y cuando estoy contigo no me aburro. —Me siento mortificada—. Pero será mejor que...
Él me interrumpe.
—Será mejor que vengas, entonces. Me recorre una sensación de alivio.
—¿Llevo alguna cosa?
—¿Qué vas a traer?
—Podría comprar comida por el camino.
—No, no importa. Tengo algo para cenar. ¿Quieres que pase a recogerte?
—Mejor que vaya yo con mi coche.
—Más seguro probablemente. —Ambos sabemos por qué. De lo contrario, me resultaría demasiado fácil quedarme a dormir.
Ya tengo en la mano el bolso, el abrigo y las llaves. Me calzo los zapatos.
Cierro la puerta con llave y cruzo corriendo el pasillo hacia el ascensor.
—¿Me enseñarás los músculos que has estado trabajando?
—Creía que me deseabas por algo más que eso. —Oigo el ruido de un coche al arrancar. Al menos, no soy la única que arde de impaciencia.
—Te desafío a una carrera. Quiero verte todo sudado. Así estaremos empatados, además.
—Dame media hora. No, una hora —dice alarmado.
—Te espero en el vestíbulo.
—No salgas aún.
 
—Hasta ahora —respondo, y corto la llamada.
Me echo a reír mientras arranco y me incorporo a la circulación. Es un juego nuevo, el Juego de las Carreras, con dos coches partiendo de dos puntos de la ciudad y acelerando hacia otro situado en medio. Resulta terrorífico lo mucho que deseo estar en el sofá de su apartamento. No paro de sacudir la rodilla en los semáforos. Apuesto a que él está haciendo lo mismo.
Cuando cruzo corriendo la acera hasta la entrada de su edificio, ya he agotado prácticamente todas mis excusas y dejado atrás las advertencias y los razonamientos. Todo ha quedado reducido a esto. Entro corriendo en el vestíbulo.
«No he visto a Josh en todo el día y lo echo de menos.»
En el ascensor está encendida la flecha hacia arriba. Contengo la respiración. Suena la campanilla de las puertas.
«Joshua no puede imaginarte con nadie que no sea él.»
Las puertas se abren. Aquí está.


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Mensaje por yiniva Dom 3 Mar - 18:54

Bueno me agrada que aún Josh no la haya llevado a la cama, aunque después de estos capítulos quien sabe, y Helen ya sabe que hay algo entre ellos o por lo menos lo sospecha.
Gracias


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Mensaje por Maga Lun 4 Mar - 10:39

16

 
Está despeinado y sudoroso, y cargado con los bártulos de deportes. Arruga la frente al verme, con expresión insegura, y luego extiende la mano para que no se cierren las puertas.
Mi corazón explota de alegría.
—¡He ganado! —grito, saltando sobre él. Apenas tiene tiempo para abrir los brazos. Luego choca contra la pared posterior con un gruñido y yo lo rodeo con brazos y piernas. Cuando las puertas se cierran, consigue pulsar el botón de su piso.
—Estrictamente, creo que he ganado yo. He llegado antes al edificio —le oigo decir por encima de mi cabeza.
—¡He ganado, he ganado! —repito, hasta que él empieza a reír y se da por vencido.
—Está bien. Tú ganas.
Su sudor huele a lluvia y a cedro, y deja también un ligero cosquilleo a pino en mis narinas. Pego la cara a su cuello y aspiro esa fragancia una y otra vez hasta que suena la campanilla. Ya estamos en el cuarto piso. Trato de reunir las fuerzas necesarias para soltarlo, pero la adictiva presión de nuestros cuerpos juntos se impone a mi fuerza de voluntad.
—Está bien, de acuerdo —dice, y empieza a llevarme en brazos por el pasillo.
Yo me aferro a su pechera como un koala, con el abrigo ondeando detrás y el trasero chocando con su bolsa de deportes. Espero que no se tropiece con algún vecino. Me echo un poco hacia atrás para verle la cara. Una expresión divertida le ilumina los ojos mientras deja la bolsa junto a la puerta y empieza a buscar entre el manojo de llaves.
—Todo el mundo merecería una bienvenida como ésta.
—Haz como si yo no estuviera. Ocúpate de tus cosas.
Me abrazo a él con más fuerza. Su clavícula encaja a la perfección bajo mi pómulo. Lleva puesta una sudadera y su cuerpo está húmedo.
 
Oigo cómo deja la ropa de deporte en la cesta. Luego se saca las zapatillas, lo que parece algo más difícil, y coge mi bolso. Pulsa el botón de la calefacción.
—En serio. Actúa como si yo no estuviera aquí.
Entra en la cocina y se agacha para mirar en la nevera, lo que me obliga a asirme mejor. Llena un vaso y yo pego la oreja a su cuello para escuchar cómo traga.
Lo rodeo firmemente con las piernas. Él desliza una mano sobre mi trasero y le da un apretón amistoso; luego me propina una palmada.
—Uy. ¿Qué tienes en el bolsillo?
—Ah. —Ahora que lo recuerdo me siento como una friki. Me deslizo hasta poner los pies en el suelo—. No es nada.
—Me ha hecho daño en la mano. —Saca el bulto de mi bolsillo y ladea la cabeza para ver qué ha encontrado—. Un pitufo, claro. ¿Qué otra cosa ibas a meterte en los bolsillos? ¿Por qué está envuelto con un lazo?
—Tengo diez iguales. Es Pitufo Gruñón. Te lo regalo.
—Si no supiera lo mucho que adoras a los pitufos, me sentiría ofendido. — Tuerce la boca y veo que le ha gustado—. ¿De dónde te viene esta afición por los pitufos?
—Mi padre tenía una ruta de reparto regular por la frontera del estado. Salía antes del alba y volvía cuando yo ya estaba en la cama. En el trayecto de vuelta, siempre me compraba un pitufo en la gasolinera.
—O sea, que te recuerdan a tu padre. Qué bonito.
—Quería decir que estaba pensando en mí. —Arrastro los pies por el suelo sin moverme del sitio.
—Bueno, gracias por pensar en mí.
—Tú me regalaste una cosa tuya. Así estamos igualados.
—¿Tan importante es estar igualados?
—Pues claro. —Observo que tiene una pizarrita blanca con un menú semanal. Es un friki total.
—Bueno, tú estás limpia, pero yo no. Necesito una ducha.
—¿Cómo puede ser que huelas tan bien después del gimnasio? —Entro en la sala y me dejo caer sobre el sofá con un gemido. Me hundo en él como si fuera de espuma elástica con memoria. «Hola, Lucy —me dice—. Sabía que volverías.»
—No tenía ni idea de que oliera tan bien —responde desde la cocina. Oigo un murmullo de agua hirviendo, la puerta de la nevera y el tintineo de una cucharita.
—Pues es verdad. —Busco a tientas el almohadón de las cintas—. Como una piña musculosa.
—Debe de ser mi jabón. Mi madre me lo manda a granel. Le encanta hacer paquetes de provisiones.
Cuando vuelve de la cocina, veo que se le ha escurrido la sudadera por un lado dejando al descubierto una musculosa porción del hombro. Debajo, lleva una camiseta sin mangas. Se me hace la boca agua. Me deja una taza sobre la mesita de café y me pasa el almohadón.
—Quítate la sudadera. Por favor. Sólo miraré con los ojos.
Él pone un dedo en la cremallera —yo me muerdo el labio— y se la sube hasta arriba del todo. Doy un aullido de frustración.
—Tómate el té, pequeña pervertida —dice, tirándome algo sobre el estómago.
Cierra la puerta de su habitación y, al cabo de un minuto, oigo la ducha. Cojo el paquetito que me ha lanzado. Es un cochecito en miniatura, con la caja y todo. No puedo evitar la sensación de que es un reproche. ¿Acaso no es el sueño de cualquier hombre ser deseado por su cuerpo?
Me pongo el almohadón de las cintas bajo la cabeza. Esta vez es un cochecito negro bastante parecido al suyo. ¿Esto es lo que ha hecho en su día libre? ¿Salir a comprarme un juguete? Abro la caja y deslizo un rato el cochecito por mi estómago. Como la pequeña pervertida que soy, me lo imagino en la ducha, restregándose con su pastilla de jabón.
Tan previsiblemente como la noche sigue al día, empiezo a preocuparme a medida que pasan los minutos. No sé por qué he vuelto a venir. Sólo sé que este sofá es mi nuevo lugar predilecto en el mundo. Debería ponerme los zapatos y marcharme. Toco la taza de té. Demasiado caliente para tomarlo.
Debo empezar a comportarme de un modo normal. Estoy un poco sobreexcitada. Me pregunto con qué tipo de chicas sale. Rubias, altas, sofisticadas. Lo detecto en mis huesos de morenita de talla mini. Me acuerdo de una vez que fui a un club con Val. Era en la época en la que aún hacía cosas, antes de la fusión, antes de la soledad.
De pie, junto a la barra, vimos a unas chicas de expresión aburrida y gélida belleza que no hacían ningún caso a los hombres que se les acercaban. Val y yo nos pasamos el resto de la noche imitándolas en la pista de baile, adoptando poses distantes y provocándonos la risa mutuamente con unas miradas feroces y aceradas. Debería probarlo ahora.
Cuando se abre la puerta de su habitación y aparece de nuevo, soy una mujer joven pero madura, con las piernas elegantemente cruzadas, y estoy hojeando un manual de medicina mientras me bebo el té a sorbos. Él se ha puesto unos pantalones de chándal negros y una camiseta negra, y va descalzo. Unos pies preciosos. ¿Es que no tiene ningún defecto?
Se sienta en el borde del sofá, con el pelo húmedo y alborotado. Paso la página del libro y, por desgracia, aparece ante mis narices un escabroso dibujo de un pene erecto.
—Estoy procurando portarme de un modo más normal. Él mira la página.
—¿Y qué tal te ha ido hasta ahora?
—Me alegro de que no sea un libro con láminas desplegables.
Él suelta un bufido con aire divertido. Lo sigo a la cocina y miro cómo corta verduras en trocitos absurdamente simétricos.
—¿Te va bien una tortilla?
Asiento y echo un vistazo a su pizarra. Martes: TORTILLA. Miro lo que hay para cenar durante el resto de la semana. Me pregunto cómo puedo conseguir que me vuelva a invitar.
—¿Te puedo ayudar?
Él niega con la cabeza. Observo cómo casca seis huevos en un cuenco de metal.
—Bueno, ¿y qué tal el trabajo? Obviamente, me has echado de menos.
Me tapo la cara con las manos, avergonzada por lo que ha dicho; él ríe para sí.
—Aburrido. —Es la verdad.
—Nadie con quien pelearse, ¿no?
—He tratado de maltratar a unas chicas muy dulces de la sección de nóminas, pero se les han llenado los ojos de lágrimas.
—El truco está en encontrar a una persona tan capaz de devolver el golpe como de encajarlo. —Saca una sartén y empieza a freír las verduras con una sola y mezquina gota de aceite.
—Sonja Rutherford, por ejemplo. Esa mujer intimidante encargada de la correspondencia que parece una Morticia Addams albina.
—No me busques una sustituta tan deprisa. Vas a herir mis sentimientos.
 
El recuerdo del desenlace probable de toda esta historia me impulsa a apoyarme en él. La parte media de su espalda es un rincón ergonómicamente perfecto para ocultar mi cara.
«Cuando todo haya terminado, recordaré este momento.»
—Tienes que explicarme por qué estás aquí.
—Me he puesto un poco triste hoy, al pensar en todos los cambios que se avecinan...
—El diagnóstico del doctor Josh es que padeces el síndrome de Estocolmo.
—Sí, lo sé. —Restriego mi mejilla contra sus músculos.
—Quizá lo que temes es el cambio, más que la perspectiva de estar sentada allí sola.
Agradezco que no haya dado automáticamente por supuesto que andaré buscando otro trabajo.
—No paro de pensar en tu habitación azul. Creo que es algo de lo que deberíamos hablar. Antes de que se agote el tiempo.
Oigo cómo crepita el huevo al añadirlo a las verduras. Josh tapa la sartén y se vuelve hacia mí.
—Tú eres de esa clase de personas a las que hay que introducir en las cosas poco a poco.
Abro la boca para protestar, pero él me obliga a callar.
—Te conozco, Luce, y tú lo sabes. Tus accesos de pánico son impresionantes. Imagínate que nos ponemos ahora mismo a practicar sexo. Aquí, sobre la encimera. —Planta la mano encima con firmeza—. Después te sentirías tan incómoda que no volverías a dirigirme la palabra. Abandonarías tu puesto antes de las entrevistas y te irías a vivir a un bosque.
—¿Y a ti qué más te da? Me gustaría vivir en un bosque.
—Necesito que compitas conmigo. Y tal vez podamos encontrar un escenario en el que no se nos haya de agotar el tiempo. —Suspira y echa un vistazo a la tortilla—. ¿Tú tienes aventuras de una noche? Quiero decir, ¿vas a una discoteca, escoges a un tipo atractivo y te lo llevas a casa?
Mientras lo dice, su cara se contorsiona en una mueca. Quizá no soy la única que se imagina rivales sin rostro.
—Por supuesto que no. A menos que tú cuentes. Y ni siquiera consigo arrancarte una noche.
Él me restriega los hombros suavemente, tal como lo haría un amigo, y la tensión que me crispa los músculos se afloja un poco. Me acerco más y apoyo todo mi peso en él. Al pegar la mejilla a su pecho, noto cómo su calor irradia hacia mí.
—Estoy                tratando              de          asegurarme       de          que        cuando lo            hagamos             no          te arrepientas de nada.
—Dudo que me arrepienta.
—Me siento halagado. —Echa una ojeada a la tortilla—. Vuelve al sofá y pon la tele.
Me desplomo en la afelpada perfección de su diván. Yo también voy a transformar mi iglú en una fortaleza cálida y acogedora. Necesito lámparas, alfombras, más estantes, un cuadro de la Toscana. Necesito cubos enteros de pintura y una habitación de color azul claro. Sábanas blancas y un helecho.
—¿Dónde compraste este sofá? Quiero uno igual.
—Es el único que hay en todo el mundo. —Su voz cortante me llega flotando desde la cocina.
—¿Te lo puedo comprar?
—No.
—¿Y el almohadón de las cintas?
—Una pieza fuera de serie.
—Ya veo cuál es tu estrategia. —Veo la tele un rato. Josh me trae un plato y un tenedor.
—Me siento como una pequeña duquesa cuando vengo aquí. No tienes que servirme. —Me quito los zapatos por debajo de la mesita de café.
—Hay algunos monstruos horribles que disfrutan secretamente mimando a las pequeñas duquesas. ¿Decretamos un alto el fuego de un par de horas?
¿Empezando ahora?
—Sí, de acuerdo. Hmmm, esto tiene una pinta deliciosa. —Noto el olor de la albahaca. ¿Cómo es que aún está soltero?
Vemos las noticias. Luego se lleva mi plato vacío y me trae un cuenco de helado de vainilla. Sólo para mí, él no toma.
—¿Por qué lo tienes en el congelador, entonces?
—Por si se presenta inesperadamente alguna visita golosa. No puedo evitar una sonrisa.
—Una cucharadita tampoco acabaría con esos abdominales. Son proteínas, ¿no?
Él mira el cuenco con un suspiro. Me coge la cuchara de la mano y me roba un enorme bocado.
 
—Ay, Señor. —Sus párpados se estremecen de placer.
—Deberías darte un pequeño gusto cada noche. Es absurdo que seas tan cruel contigo mismo.
—Uno pequeño, ¿no? —Me mira con toda intención—. Vale.
Tomo un poco más de helado. La cuchara se roza con mi lengua en un contacto que resulta obsceno. Su lengua, mi lengua. Lamo la cucharita y él me observa en silencio. Su pecho se expande y se vacía agitadamente.
Se levanta y despliega una mullida manta gris sobre mí. Yo me acurruco debajo como una criatura mimada. Luego se sienta en el otro extremo del sofá, cerca de mis pies. Contemplo su perfil mientras se echa hacia delante y coge el manual de medicina con aire pensativo.
—Pareces triste —digo.
—Me siento... feliz. —Su expresión se modifica y revela una ligera sorpresa—. Qué extraño.
—¿Por qué conservas estos manuales médicos? Ése está lleno de penes, por cierto.
—Yo en principio iba a dedicarme a la profesión de la familia. No he logrado desprenderme de ellos, supongo. Y muchos son de mi madre. Son muy antiguos, pero ella quiso que los usara yo igualmente.
Pasa las páginas hasta la guarda inicial y recorre con el dedo el nombre de su madre escrito a mano. Quisiera preguntarle por sus padres, pero conozco a Josh y juraría que está a punto de cerrarse en banda.
—Doctor Josh... Habrías sido un médico muy sexi.
—Ah, sin duda. —Deja el libro sobre la mesita y empieza a zapear con el mando a distancia.
—Todas tus pacientes habrían sufrido palpitaciones.
Josh coge mi cuenco vacío. Me besa en la articulación de la mandíbula hasta que yo doy un grito ahogado. Luego me encuentra el pulso con destreza en la muñeca.
—Veamos. Piensa en mí con una bata blanca mientras deslizo un estetoscopio por la abertura de tu blusa.
Yo casi siento el frío disco metálico sobre mi piel. Me estremezco y noto que se me empiezan a erguir los pezones.
—Me estás descubriendo una nueva perversión —le digo como una listilla, pero él sonríe.
—Sería interesante estudiarla.
 
Se me ocurre fantasear sobre cómo sería teóricamente nuestra vida sexual. Nosotros nos pasamos el día jugando a juegos diversos; sería lógico que esos juegos continuaran en la cama. La idea me sacude con tal fuerza que siento que todo mi cuerpo se estremece, vacío y ansioso.
«Su voz junto a mi oído mientras permanecemos en el umbral de su preciosa habitación.
¿A qué vamos a jugar ahora?»
—Yo me haría la enferma cada noche.
—¿Cada noche? —Todavía me está tomando el pulso, mirando su reloj y moviendo los labios mientras cuenta. Es una situación tan sexi que estoy segura de que se me acelera el ritmo. Finalmente, me suelta la muñeca—. Tienes ahí un corazoncito muy palpitante. Y un acceso agudo de Ojos Obscenos. Es bastante grave, me temo.
—¿Voy a morir?
—Te voy a recetar reposo absoluto en el sofá bajo mi supervisión. Pero tu vida pende de un hilo.
—Haría un chiste verde sobre tu forma de atenderme junto al lecho del dolor, pero resultaría algo redundante a estas alturas. —Vuelvo a acurrucarme bajo la manta.
—¿Acaso eres capaz de imaginar cómo trataría a los pacientes? Yo sería el peor médico del mundo. Haría que los pacientes recuperasen la salud del miedo que me tendrían.
—¿Por eso no quisiste convertirte en médico? ¿Porque odias a la gente?
—No funcionó, simplemente. —Su tono se endurece.
—¿Te gustó algún aspecto de la profesión?
—Me gustó casi todo. La parte teórica se me daba bien. Tengo buena memoria. Y no es verdad que odie a todo el mundo. Sólo... a la mayoría.
—¿Y la parte práctica? ¿Tuviste una mala experiencia? ¿Te hicieron meterle el dedo en el trasero a algún paciente?
Se echa a reír, aunque arruga la nariz con asco.
—No empiezas practicando con personas vivas. Y no empiezas por el trasero. A quién se le ocurre...
—¡Con cadáveres! Seguro que viste cadáveres. ¿Cómo era? —Pienso en todas las escenas de autopsias de Ley y orden.
—En una ocasión, mi padre... —Titubea, desviando la mirada, pensando. Yo no le atosigo. Tras un largo silencio, continúa—. Mi padre, en su infinita sabiduría, decidió proporcionarme informalmente un poco de experiencia en su hospital durante las vacaciones, justo antes de que empezase en la facultad. Una parte estuvo bien. Básicamente, acompañaba a algunos médicos que debían de estar demasiado exhaustos para decirle que no. Pero, una tarde, me da una palmada en la espalda, me presenta al médico forense y nos deja solos.
Empiezo a sentirme fatal.
—No tienes que contármelo si no quieres.
—No, no importa. Supongo que aquello era el bautismo de fuego definitivo. Aguanté unos cinco minutos antes de vomitar. El olor del cadáver y de los productos químicos me dejó un gusto horrible en la boca. Seguramente por eso empecé a tomar esas pastillitas de menta. A veces no me puedo sacar ese olor de las narices, y mira que han pasado años. —Me coge el brazo y se lleva mi muñeca a la nariz—. Tu piel huele a caramelo. Hasta ese momento, se daba por hecho que estudiaría Medicina. Mi tatarabuelo ya era médico, y ésa ha sido la vocación que han seguido todos los Templeman. En mi caso, sin embargo, ver cómo abrían la caja torácica de un cadáver fue el principio del fin.
—¿Aguantaste el resto de la autopsia?
—Aguanté un año más. Y luego lo dejé. —Parece angustiado por el recuerdo y se pone a la defensiva—. ¿Así que has venido a interrogarme sobre mis elecciones vitales?
Le cojo la mano y entrelazo mis dedos con los suyos.
—No quería estar en ninguna otra parte esta noche. Me estaba consumiendo en casa.
Me siento orgullosa de haber tenido el valor de decirlo.
Josh se vuelve hacia mí. La expresión de sus ojos se ha dulcificado.
—No paraba de sacudir la pierna así. —Le hago una demostración y él sonríe—. Deberías haber visto cómo he venido conduciendo hasta aquí. No paraba de reírme, como si me hubiera fugado de la cárcel. Estaba totalmente enloquecida.
—¿Crees que finalmente has perdido la chaveta?
—Sin duda. La extraña necesidad de mirar tu cara bonita se ha adueñado de mí por completo. Tenía la energía de una docena de bombas atómicas.
—¿Por qué crees que voy tanto al gimnasio?
Me siento inundada por una gran burbuja de felicidad. Me incorporo con dificultad y me apoyo en él. Mi cabeza se adapta fácilmente al hueco perfecto de su cuello. No hay duda: encaja conmigo por todas partes.
 
—No estás obligado a dar cuenta de tus elecciones. Ni a mí ni a nadie. Él asiente lentamente; yo lo tapo con la manta.
Nunca me habría imaginado que un día me encontraría sentada en un diván, con gusto a vainilla en la boca y con la cabeza apoyada en el hombro de Joshua Templeman. Esto acabará en un desastre. Cierro los ojos e inspiro hondo.
—Quiero saber por qué estabas tan triste, Fresita. —Es asombroso cómo capta mis cambios de humor.
—Me sentía así, sencillamente. Pensaba en todo lo que está en juego para mí ahora mismo.
—Explícate.
—No puedo. Tú eres mi archienemigo.
—Pues estás muy mimosa con tu archienemigo. —Es cierto. No paro de acurrucarme contra él.
—No quiero hablar de mí. De ti nunca hablamos, en cambio. No sé nada de ti prácticamente.
Entrelaza sus dedos con los míos y apoya nuestras manos sobre su estómago. Yo muevo los dedos en círculos diminutos; él suspira con complacencia.
—Claro que sí. A ver, haz una lista de lo que sabes.
—Sólo conozco detalles superficiales. El color de tus camisas. Tus encantadores ojos azules. Que subsistes a base de pastillitas de menta y me haces parecer una cerda, en comparación. Que a las tres cuartas partes de los empleados de B&G los dejas paralizados de pánico; y eso porque la otra cuarta parte no te ha conocido aún.
Él sonríe.
—Menuda pandilla de cagados. Yo sigo contando con los dedos.
—Que tienes un lápiz que utilizas con fines secretos, yo creo que relacionados conmigo. Que vas a la tintorería un viernes cada quince días. Que el proyector de la sala de juntas te obliga a forzar la vista y te da dolor de cabeza. Que sabes usar el silencio para que la gente se cague de miedo. Es tu estrategia favorita en las reuniones. Te quedas ahí sentado, taladrando a tu oponente con esos ojos láser hasta que se derrumba.
Él permanece callado.
—Ah, y que, secretamente, eres un ser humano decente.
—Sabes más de mí que ninguna otra persona, no cabe duda. —Percibo cierta tensión en él. Al mirarle a la cara, veo que está alterado. He conseguido asustarlo con mi acoso. Por desgracia, lo que digo a continuación parece propio de una demente.
—Quiero saber lo que ocurre en ese cerebro. Quiero exprimirle el jugo como si fuese un limón.
—¿Para qué quieres saber nada de mí? Creía que yo sólo iba a ser un episodio de sexo agresivo que tachar en tu lista antes de sentar la cabeza con un señor Simpático.
—Quiero saber qué clase de persona voy a usar como un objeto. ¿Cuál es tu comida preferida?
—El helado de vainilla. Tomado en tu cuenco, con tu cuchara. Y las fresas.
—Destino vacacional de tus sueños.
—Fresas Sky Diamond.
Cuando lo miro exasperada, se rinde y me señala el cuadro.
—Esa villa de la Toscana.
—Quiero meterme dentro de ese cuadro. ¿Qué harías allí?
—Nadar en una piscina con un mosaico en el fondo. —Sonríe al ver lo mucho que me fascina esa imagen.
—¿Hay una fuente en esa piscina? ¿Un pequeño león escupiendo agua?
—Sí, así es —asiente—. Después de nadar, como uvas y queso tumbado a la sombra. A continuación, me bebo un gran vaso de vino y me quedo dormido con un libro sobre la cara.
—Acabas de describir el paraíso. ¿Qué sucede después?
—Se me olvidaba decir que una chica preciosa ha nadado conmigo y se ha dormido junto a mí bajo el sol reluciente. Ahora está muerta de hambre. Será mejor que la lleve a comer un plato de pasta. Carbohidratos y aceite, con una capa de queso.
—Estoy disfrutando esta fantasía culinaria —acierto a decir. Deseo tan desesperadamente ser esa chica que podría gritar.
—Al oscurecer, volvemos a pie a la villa y yo le bajo la cremallera de su vestido rojo. Le sirvo champán y fresas en la cama para mantener sus energías.
—¿Cómo se te ocurren todas estas cosas? —Estoy tan embelesada que se me traba la lengua. Si las vacaciones de sus sueños son así, no saldré viva de su dormitorio.
—Al día siguiente, al despertar, vuelvo a hacerlo todo de nuevo. Con ella. Y así durante semanas.
 
Contemplo el cuadro y me imagino con él en el jardín, bajo el resplandeciente cielo morado de la noche. A lo lejos, los faros de los coches iluminan los álamos que flanquean la carretera.
Tengo que decir algo. Cualquier cosa. Él me mira, divertido.
—Una zorra afortunada, esa chica.
Josh se ríe a carcajadas. Yo disparo la siguiente pregunta del test.
—Naufragas en una isla deshabitada. ¿Qué tres cosas te llevarías?
—Un cuchillo. Una lona. —La tercera la medita largamente—. Y a ti. Para chincharte —se corrige.
—Yo no soy un objeto. No cuento.
—Es que me sentiría muy solo en la isla —observa. Me lo imagino sentado solo en la reunión de todo el personal.
—De acuerdo. Nos arrastramos por la playa desierta y yo te estoy maldiciendo por arrancarme de la civilización y alejarme de los acondicionadores para el pelo y los pintalabios. ¿Qué haces entonces?
Me estremezco de tal modo cuando recorre el lóbulo de mi oreja con los labios que se sacude todo el sofá. Luego, al notar la presión de su boca en mi garganta, gimo ruidosamente.
Él apaga la tele y, por un momento, creo que va a acompañarme a la puerta. O que me cogerá en brazos y me arrojará sobre su cama. Es difícil de predecir. Alza las manos y me recorre suavemente el pelo con los dedos hasta llegar al cuero cabelludo. Mis párpados aletean, temblorosos.
—Te construiré un refugio y te llevaré un coco. Y luego procuraremos pasar el rato.
—¿Cómo? —pregunto apenas en un susurro.
—Probablemente así. —Pega su boca a la mía.


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Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne - Página 2 Empty Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne

Mensaje por Maga Lun 4 Mar - 10:42

17

 
Ambos inspiramos hondo y la sala se queda sin oxígeno.
Anoche me pilló bajo una farola y me dio un beso que estaba calculado para dejarme con las ganas. Ahora comprendo cuál ha sido mi problema hoy. Estaba ansiosa.
Aún tengo bajo los párpados la imagen de nosotros dos en la Toscana mientras él me abre la boca con sus besos, toca mi lengua con la suya y respira hondo. Deja escapar un suspiro. Él también lo estaba deseando. Estaba tan ansioso como yo. Mi boca sabe a vainilla, la suya a menta, y ambas se combinan en un gusto delicioso.
Se ha producido un milagro. No sé cuándo ha sido, pero ahora estoy segura: Joshua Templeman no me odia. Ni una pizca. Sería imposible que me odiara cuando me besa así.
Baja la mano desde mi pelo y la despliega sobre mi mandíbula, acariciándome la piel, sujetándome y ladeándome la cabeza. Es algo increíblemente dulce, incluso ahora que nuestras lenguas están poniéndose un poco guarras.
Deslizo una rodilla por encima de su regazo, notando cómo se distiende la parte interior de mis muslos.
—Me he jurado a mí misma que no vendría esta noche.
—Y, sin embargo, aquí estás. Interesante.
Ambos bajamos la vista a mis muslos montados sobre él. Yo no puedo resistirme y deslizo las caderas hacia delante.
Esta nueva posición me inyecta potencia y adrenalina en la sangre. Le pongo las manos en las clavículas y lo miro de frente. Aún tiene el pelo húmedo. Lo sujeto de la nuca con una mano y aprieto la otra sobre su corazón.
Empiezo a bajarla lentamente por su pecho y sus costillas, estudiando la densidad de la carne. Está tan prieto que incluso a través de la ropa puedo seguir las líneas entre cada músculo. Intento levantarle la camiseta, pero el faldón está atrapado bajo mis rodillas.
 
Me devora la impaciencia. A punto estoy de desgarrarle la camiseta, pero obligo a mis dedos a aflojar su presa. Él debe percibir este violento arranque de mujer de las cavernas, porque cierra los ojos y emite un gemido gutural.
—A veces me miras como si fueses...
Se le olvida lo que estaba diciendo cuando empiezo a comerle la mandíbula a besos. Sus manos reposan con las palmas hacia arriba junto a mis pantorrillas. Me está dejando el control a mí, lo cual me encanta. Noto que sonríe cuando me pongo a mordisquear su labio inferior.
El sofá cede suavemente bajo mis rodillas, y, mientras nuestras ropas se restriegan con calor, noto la rotunda dureza de su excitación presionándome en la parte posterior del muslo.
—Lo necesito —le digo, y veo cómo sus ojos se tornan ferozmente negros.
Le estrujo la ropa con ambas manos y volvemos a besarnos con pasión.
Deslizo lentamente las caderas por su regazo, y sus manos descienden por mi cuerpo, haciendo altos para palpar y apretar. Los hombros, las axilas, el contorno de mis pechos. Me estremezco, y él desciende aún más con sus manos. Las costillas, la curva de la cintura. Las caderas. El trasero.
Baja a lo largo de mis muslos, abarcando con sus largos dedos la costura interior y exterior de mis tejanos. Recorre la curva de mis pantorrillas. Cuando hundo la cara en su cuello, sus manos se tensan en mis tobillos, como recordándome sutilmente que podría tomar el control si quisiera.
—Me gusta lo pequeña que eres. —Desde luego parece que le gusta mi cuerpo porque emprende otro lento tour acariciante.
Mientras le meto la lengua en la boca, me acuerdo de una reunión de la junta directiva a la que asistimos hace unas semanas. Él estaba sentado junto a la ventana y yo me puse a observar cómo se deslizaba el sol lentamente por el alféizar y luego por el suelo y por la mesa de juntas, a medida que transcurría la tarde.
Josh llevaba un traje azul marino que no suelo verle a menudo y la camisa azul claro. Yo estaba sentada enfrente, mirando cómo trepaba el sol por su cuerpo como una marea, y aspiraba la fragancia de la tela que iba calentándose sobre su cuerpo.
Recuerdo cómo me taladró con sus ojos de color azul oscuro durante un momento de la reunión, dejándome aturdida y con un nudo en el estómago. Él sonrió con superioridad y volvió a concentrarse en la presentación en
 
PowerPoint, sin molestarse en tomar una sola nota; yo, en cambio, tenía la mano acalambrada de tanto escribir.
Al volverse hacia mí, esos ojos me dieron un susto de muerte. Entonces no entendí por qué. Ahora sí lo entiendo.
—Me estaba acordando de la reunión de la junta directiva de hace unas semanas. —Ladeo la cabeza y él me besa en la articulación de la mandíbula. Me recorre de arriba abajo un escalofrío. Su mano se extiende por mis costillas, con el pulgar rozándome la base del pecho. Concentro toda mi atención en esa pequeña zona de contacto.
—¿Ah, sí? No debo de estar haciéndolo demasiado bien si te da por pensar en eso ahora.
Vuelve a poner su boca sobre la mía y la va girando a uno y otro lado. Pasan varios minutos antes de que yo pueda hablar de nuevo. Horas, quizá. Respiro entrecortadamente, en breves jadeos, y él me muerde con delicadeza el labio inferior.
Su pulgar asciende, me roza suavemente el pezón y sigue hasta mi mandíbula. Doy un respingo y me estremezco.
Tengo que explicarme como es debido.
—Bueno, tú me miraste durante esa reunión y... Y yo creo que me entraron ganas de besarte. Acabo de darme cuenta.
—¿En serio?
Me veo recompensada por el contacto de su otra mano, que se desliza por debajo de mi camiseta. Piel contra piel. Sus dedos jugando lánguidamente con el tirante de mi sujetador.
—Me he acordado de la expresión con la que me miraste.
—¿Como si pensara algo obsceno? Así era. Tú llevabas tu blusa blanca de seda con botones de nácar. Y durante la primera parte de la reunión, esa chaqueta de punto de aspecto mullido. El pelo recogido, los labios pintados de rojo.
Se echa hacia atrás y recorre mi garganta con las yemas de los dedos hasta llegar al escote. Desciende un poco más y yo digo, estremecida, lo primero que se me ocurre.
—Es una chaqueta de casimir.
—A ti te gusta el doctor Josh... A mí me gusta la remilgada bibliotecaria Lucy. La Lucy de seda y casimir. Ésa es mi perversión. Lucy, con un lápiz en el pelo, interrogando a un jefe de departamento sobre los niveles de absentismo del último trimestre.
 
Continúa deslizándose por mi torso, hundiendo los dedos en mis costillas.
—Qué perversión tan detallada. No puedo creer que recuerdes lo que llevaba puesto. Pero, bueno, podría seguirte la corriente. Ponerme unas gafitas de ratón de biblioteca y mirarte con aire ceñudo. —Frunzo el ceño con severidad y le pongo un dedo en los labios—. Guarde silencio.
Él suelta un gemido teatral.
—No podría resistirlo.
—¿Te imaginas cómo serían las cosas entre tú y yo? ¿Todo el día, todas las noches?
Él entiende perfectamente a qué me refiero.
—Uf, sí.
—Como tú has dicho antes: el truco es encontrar a alguien lo bastante fuerte para resistirlo. Una persona tan capaz de devolver el golpe como de encajarlo.
—¿Tú lo eres? —A juzgar por sus ojos, cualquiera diría que ha tomado drogas. Las pupilas negras, el iris borroso.
—Sí.
Nos besamos con nueva intensidad, espoleados por nuestras fantasías compartidas en la sala de juntas. Lucy y Josh protagonizando una sudorosa escena pornográfica.
Él se arquea hacia mí. Su erección me presiona de tal modo bajo la pierna que me duelen los tendones de la corva.
De repente, interrumpe el beso.
—Un momento. Quiero preguntarte una cosa.
Se echa un poco hacia atrás y nos miramos a los ojos. Ahora tiene la boca blanda, toda rosada, y yo deseo que me recorra de arriba abajo. Lamiendo, mordiendo bocados enteros de carne. Respiro tan ruidosamente que casi no le oigo.
—Cuando me has llamado esta noche, ¿estabas a punto de llamar a Danny? Empiezo a protestar, pero él me acaricia el brazo.
—No soy un psicópata celoso. Pero siento curiosidad.
—Tú ya has ganado la competición con él. Danny ahora es mi amigo. Sólo vamos a ser amigos.
—No me has respondido.
—Él representaba la opción sensata. Y yo últimamente no estoy haciendo cosas muy sensatas por las noches. Me alegro de no haberle llamado. Ahora seguramente estaría en un cine, y no aquí. —Doy unos ligeros brincos sobre su regazo.
Josh trata de sonreír, pero la cosa no acaba de funcionar.
—Yo también iría al cine contigo. Oye, se está haciendo tarde.
Sus manos se deslizan por mi espalda y me sujetan por el trasero. Me ladea, arrastrándome sobre la dureza de su excitación, y luego me levanta y me deja a su lado.
Se echa hacia delante, sentado sobre el borde del sofá, y se tapa la cara con las manos. Jadea tan ruidosamente como yo. Algo que no le viene nada mal a mi ego.
—Joder. —Suspira—. Estoy muy excitado —añade con una risita avergonzada.
Entiendo perfectamente su desesperación. Seguro que debe estar preguntándose por qué se somete a sí mismo a semejante tortura. Un hombre adulto, constreñido a estas sesiones de magreo adolescente con su extraña compañera de trabajo.
—¿Quieres saber lo excitada que estoy yo?
—Mejor que no —acierta a decir.
—Supongo que debería irme a casa. —Rezo por dentro para que diga que me quede. Pero no lo hace.
Él me habla aún con las manos en la cara.
—Dame un minuto.
Llevo las tazas y el cuenco a la cocina. Enjuago el cuenco, pongo la sartén en el fregadero y la dejo con agua caliente y jabón. Las piernas me tiemblan, apenas me sostienen.
—Yo lo haré —dice Josh a mi espalda—. Déjalo.
Me muero de ganas de mirar por debajo de su cintura, pero soy una dama y resisto la tentación.
Me ayuda a meter los brazos en las mangas del abrigo y ambos nos ponemos los zapatos. En el ascensor nos mantenemos cautelosamente en lados opuestos, pero nos miramos el uno al otro como si estuviéramos a punto de pulsar el botón de emergencias para sacarnos de este sufrimiento.
—Me siento como tu huevo de Pascua.
Fuera, me toma de la mano y cruza la calle conmigo. Cuando llego junto al coche, alzo la boca hacia la suya. Él me sujeta la cara delicadamente y me besa. Un jadeo simultáneo nos sacude a ambos. Es como si no nos hubiéramos besado en una eternidad. Me aprieta contra la puerta del coche y yo suelto un gemido. Lengua, dientes, aliento.
—Sabes como mi huevo de Pascua.
—Por favor, por favor. Te deseo con locura.
—Nos vemos mañana en el trabajo —responde. Me da la vuelta en sus brazos y me pone los labios en la nuca. Incluso a través del pelo, el calor de su aliento me obliga a tomar aire con tal fuerza que casi parece que esté esnifando.
—¿Esto es un estúpido ritual de un obseso del control? —pregunto, revolviéndome y liberándome de su abrazo.
—Seguramente. Encaja con mi carácter. Se me ocurre una idea.
—¿Estás planeando dejarme sumida en un coma sexual la mañana de la entrevista, para poder derrotarme?
Josh se mete las manos en los bolsillos.
—Ha funcionado en todos los demás ascensos que he conseguido en mi vida. ¿Por qué iba a dejarlo ahora?
—Tú lo que quieres es asegurarte de que te cubro de besos y me pego a ti como una lapa durante la boda. —Algo en la expresión de su cara me impulsa a retroceder y a apoyar la espalda en la fría puerta del coche—. ¿No les habrás mentido? ¿No les habrás hablado de la neurocirujana con la que estás prometido?
Él sonríe.
—Sí, claro. La doctora Lucy Hutton. Una brillante profesional, aunque poco ortodoxa.
—En serio. Responde. Yo iré a la boda siendo quien soy, ¿verdad? No tendré que interpretar un papel, supongo.
—No.
Me muerdo el pulgar y recorro la calle con la vista. ¿Por qué tengo la sensación de que me está mintiendo?
—Bueno, empiezo a pensar que me dejas toda excitada para que siga viniendo. Soy como una gata. Me dejas un platito de leche fuera.
Josh se echa a reír con una gran carcajada, como si yo fuera graciosísima. Me recorre una corriente eléctrica de placer y de irritación a la vez. Crepito entera sacudida por esa corriente. Estoy más viva que nunca en este momento.
«Peléate conmigo, bésame. Ríete de mí. Dime si estás triste. No me hagas volver a casa.»
 
—Habrá que ver si es cierto. Si vuelves mañana por la noche, reconoceré que todo esto forma parte de una estrategia deliberada. —Baja la vista hacia mí con indisimulado placer.
A mí la idea de volver no se me había ocurrido. Ahora la jornada de mañana reluce con una promesa.
—Uno más.
Me besa en la mejilla. Yo gimo, quejosa.
—Desaparece, Fresita. Y recuerda, no quiero verte mañana con cara de pánico.
No acierto a abrocharme el cinturón. Estoy tan alterada que cualquiera diría que estoy pasando el síndrome de abstinencia de una droga dura. Josh da unos golpecitos en la ventanilla para que bloquee las puertas.
A mitad de trayecto cristaliza en mi cerebro una idea terrible. Me muero de ganas de que llegue mañana.
 
Hoy su camisa es del color de un platito de leche.
«Actúa con naturalidad, Lucy. Entra ahí como una diva sexi. Sin rigidez ni torpeza. Vamos.»
Él me mira. A mí me falla un tobillo y se me cae el bolso. Con el impacto, se abre la tapa de mi fiambrera y rueda un tomate por el suelo. Me pongo a gatas y el tacón de aguja de mi zapato se me engancha en la hebilla del cinturón del abrigo.
—Mierda —mascullo, tratando de moverme.
—Calma. —Josh se levanta para ayudarme.
—Cierra el pico.
Me desengancha la hebilla y recoge mi almuerzo. Luego me tiende la mano.
Yo titubeo un momentito antes de agarrarla y dejar que me levante.
—¿Puedo rebobinar y repetir mi entrada?
Él me quita el abrigo de los hombros y me lo cuelga.
La puerta del señor Bexley está abierta y las luces, encendidas. Helene suele empezar más tarde. Seguramente aún está en la cama.
—¿Qué tal anoche, Lucinda? Pareces un poco cansada.
Se me cae el alma a los pies al oír su tono frío e impersonal, pero luego le miro la cara y veo que tiene un brillo travieso en los ojos. Si el señor Bexley está curioseando, no va a oír nada fuera de lo normal.
 
Este nuevo juego, el Juego de Actúa con Naturalidad, es un poco peligroso, pero voy a probar igualmente.
—Ah, sí, una velada agradable, supongo.
—Agradable. Hmmm. ¿Hiciste algo interesante? —Tiene el lápiz en la mano.
—Me senté en el sofá, básicamente.
Él se remueve en su silla. Miro su regazo.
«Ojos de asesino en serie», le digo sólo con los labios. Me siento en el borde del escritorio, saco mi barra de Lanzallamas y empiezo a pintarme los labios usando la pared más cercana como espejo. Él me mira las piernas con una lujuria tan descarada que estoy a punto de salirme de la línea.
—¿Y tú qué hiciste, Josh?
—Tuve una cita. O, al menos, yo creo que fue una cita.
—¿Qué tal la chica?
—Pegajosa. Se me echó en los brazos prácticamente. Me río.
—¿Pegajosa? No es un rasgo atractivo. Espero que la sacaras a patadas.
—Es más o menos lo que hice, me parece.
—Así aprenderá. —Empiezo a recogerme el pelo en un moño alto y luego me aliso el vestido: un vestido de punto, de color crema, cálido y elástico. Reconozco que me lo he puesto para que hiciera juego con su camisa. ¿No le gusta la remilgada bibliotecaria Lucy? Pues aquí la tiene.
Él me mira las manos; yo miro las suyas. Tiene los nudillos pálidos.
—No sé si volveré a verla, de todos modos.
Parece aburrido y no para de clicar el ratón de su ordenador. Cuando sus ojos se vuelven hacia los míos, a mí me viene de golpe todo el recuerdo de anoche y se me encogen las tripas.
—Quizá podrías llevarla a la boda de tu hermano, ¿no? Siempre es gratificante acudir a esas celebraciones con una chica despampanante.
Nos miramos a los ojos. Yo me acomodo lentamente en mi silla. El Juego de las Miradas nunca ha resultado tan obsceno. Suena el teléfono. Miro el identificador de llamada y la palabra «MIERDA» se ilumina en mi interior con luces de neón.
Josh capta mi expresión.
—Como sea él, voy a...
—Es Julie.
 
—Un poquito pronto para ella, ¿no? Vas a tener que ponerte firme. —El teléfono sigue sonando y sonando.
—Dejaré que salte el buzón de voz. Estoy demasiado cansada para atenderla.
—No, de eso nada. —Marca asterisco y el número nueve y responde a mi extensión. A los operadores de los servicios telefónicos les enseñan a sonreír cuando atienden una llamada. La gente capta la sonrisa en su voz. Josh debería aprender a hacer lo mismo—. Extensión de Lucinda Hutton. Habla Joshua. Un momento. —Pulsa un botón y me señala con su auricular—. Venga. Te estoy observando.
Ambos miramos la luz intermitente de la llamada en espera.
Yo sigo siendo la chica sonriente de la plantación de fresas. Basta con mirarme: soy una buena chica. La dulce criatura a la que todos adoran. Siempre servicial y dispuesta a complacer.
—Quiero verte actuar con tanta dureza con los demás como conmigo. Pulso el botón parpadeante.
—Hola, Julie, ¿cómo estás? —Ella suelta un largo suspiro que casi me achicharra el oído.
—Hola, Lucy. No muy bien. Me siento increíblemente cansada. Ni siquiera sé por qué he venido. Acabo de sentarme y la pantalla ya me está matando.
—Lo lamento.
Le sostengo la mirada a Josh. Él aumenta la intensidad hasta convertir sus ojos en dos ranuras aterradoras de láser azul. Me está infundiendo sus poderes. NO voy a hacer ningún caso de las excusas y peticiones de Julie.
—Bueno, Julie, ¿qué puedo hacer por ti? —Tono profesional, pero con un dejo cálido en la voz.
—Se supone que he de trabajar en este informe para Alan, que él se encargará de pulir y enviarte.
—Ah, sí. Lo necesito para el cierre de operaciones del día. Josh alza los pulgares con aire sarcástico.
—Es que tengo problemas para encontrar algunos de los antiguos informes en la unidad de red. No para de decir «archivo trasladado». He estado probando un montón de cosas y creo que necesito desconectar, ¿sabes?
—Está bien, con tal de que lo reciba a las cinco. —Josh mira el techo y se encoge de hombros. Creía que me estaba manteniendo firme, pero él no parece impresionado.
 
—Bueno, yo esperaba irme a casa y terminarlo mañana a primera hora, cuando esté más fresca.
—Pero ¿no acabas de llegar? —¿Me estoy volviendo loca? Miro el reloj para comprobar la hora.
—He venido pronto para revisar el correo. Lo dice con el tono de una persona abnegada.
—Alan ha dicho que no había problema si primero lo hablaba contigo. — Escucho de fondo cómo hace tintinear las llaves.
Me endurezco con la fuerza del láser azul.
—Lo siento, no me sirve. Lo necesito a las cinco, por favor.
—Ya sé cuál es el plazo —replica. Su voz sube una octava—. Lo que estoy tratando de decirte es que Alan no va a poder entregártelo a tiempo.
—Pero es que eres tú la que está pidiendo una prórroga, no Alan. —Hay un largo silencio mientras aguardo su respuesta.
—Pensaba que serías un poco más flexible. —Su tono se desliza todavía más hacia una impresionante combinación de irritación y frialdad—. No me siento bien.
—Si tienes que marcharte a casa —empiezo, observando cómo Joshua frunce el ceño—, tendrás que pedir la baja y traer un certificado médico.
—No voy a ir al médico por cansancio y dolor de cabeza. Me dirá que me vaya a dormir. Que es lo que quiero hacer.
—Tienes toda mi comprensión si te encuentras mal, pero ésa es la norma de Recursos Humanos. —Josh se pasa la mano por la boca para disimular su sonrisa. Ahora estoy jugando con Julie al Juego de RR. HH.
—¿Comprensión? No me lo parece para nada.
—Yo me he portado bien contigo, Julie. Te he concedido prórrogas un montón de veces. Pero no puedo seguir quedándome hasta las tantas para terminar estos informes.
Josh da vueltas en el aire con la mano, como diciendo: «Corta el rollo». Yo continúo.
—Si me llega tarde, tengo que quedarme trabajando.
—Pero tú no tienes una familia aquí, o un novio, ¿no? Acostarte tarde no te afecta igual que a las personas con maridos y..., bueno, a las personas con familia.
—Bueno, no voy a conseguir un marido ni una vida propia si sigo quedándome hasta las nueve de la noche, ¿no te parece? Espero recibir el informe de Alan a las cinco.
—Has pasado demasiado tiempo en compañía de ese horrible Joshua.
—Eso parece. Ah, y tu sobrina no podrá trabajar de becaria conmigo. No me viene bien. —Corto la llamada.
Joshua se echa hacia atrás en su silla y empieza a reírse.
—Vaya, vaya.
—He estado increíble, ¿no? ¿Has visto?
Doy un puñetazo en el aire, como si le asestara un gancho a Julie. Josh entrelaza las manos en el estómago y observa mi combate de boxeo imaginario.
—Toma ya, Julie. Y no me vengas con tu vida, tu marido y tu falso problema de insomnio.
—Venga, sí, desfógate del todo.
—Toma ya, Julie. Y no me vengas con tus migrañas.
—Has estado genial.
—Toma ya, Julie. Y no me vengas con tu manicura francesa.
—Muy bien. —Josh me sonríe abiertamente en esta misma oficina que antes era un campo de batalla y yo me arrellano en mi silla, cierro los ojos y percibo su satisfacción a través de la autopista de mármol del despacho.
O sea, que así es como te sientes cuando te cuadras. Así es como podrían haber sido las cosas todo este tiempo. No era demasiado tarde para cambiar.
—Se acabaron las noches de trabajo hasta las tantas. Seguramente he arruinado mi relación con ella, pero valía la pena.
—Dentro de muy poco tiempo tendrás una vida propia y un marido.
—Dentro de poquísimo tiempo. Probablemente la semana que viene. Ojalá sea superbuén chico. —Abro los ojos de golpe y, viendo cómo me mira, me arrepiento de haberlo dicho. Ambos vacilamos; él mira para otro lado. He cortado el rollo entre nosotros—. Déjame disfrutar este momento, por favor. Joshua Templeman es oficialmente amigo mío. —Con los dedos entrelazados, extiendo los brazos por encima de la cabeza.
—Me voy a un desayuno de trabajo, Josh —dice el señor Bexley, pasando entre nosotros. Creo que todos sabemos que a ese desayuno de trabajo sólo asisten él y un plato de beicon—. Necesito esas cifras a mediodía —añade.
—Ya están listas. Ahora mismo se las envío por email.
El señor Bexley carraspea —supongo que es su única manera de dar las gracias o hacer un elogio— y se vuelve hacia mí.
—Buenos días, Lucy. Bonito vestido.
 
—Gracias. Puaj.
—Se está afilando las uñas, ¿no? Las entrevistas se celebrarán pronto. Ya falta poco. —Se aproxima al borde de mi escritorio y me examina de arriba abajo. Reprimo el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho. No entiendo cómo no ha reparado en la mirada asesina de Josh reflejada una docena de veces. Él continúa su examen de mi apariencia con ojos penetrantes.
—No siga —masculla Josh con voz metálica, pero su jefe no parece escucharlo.
—Estoy muy bien preparada para la entrevista —digo, manteniendo la vista al frente—. Por cierto, ¿qué está mirando?
Alzo los ojos con calma. El señor Bexley da un respingo, desvía la mirada y empieza a peinarse su pelo ralo con los dedos, completamente ruborizado.
Está visto que hoy le pateo el culo a todo el mundo.
Josh aprieta la mandíbula y clava la vista en su mesa de cristal con tanta furia que me sorprende que no se haga añicos.
—Por lo poco que pude curiosear en el despacho de Helene, creo que sí está bien preparada. Quizá necesitemos estudiar una estrategia, doctor Josh.
Mierda. Le va a contar a Joshua lo de mi proyecto. Vuelvo los ojos hacia él, muerta de pánico. Josh está mirando a su jefe como quien mira a un rematado idiota.
Y a continuación se encarga de recordarme que no, que él no es mi amigo, y que por mucho que nos besemos en su sofá todavía estamos en medio de nuestra mayor competición.
—No voy a necesitar ayuda para derrotarla.


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Mensaje por yiniva Lun 4 Mar - 14:04

Por que Josh lo piensa mucho para estar con Lucy ella se le pone en bandeja de plata, pero sigue su rivalidad por obtener el trabajo, me gusto que Lucy mandará a volar a Julie.
Gracias


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Mensaje por berny_girl Mar 5 Mar - 2:38

Maldic.... no se por que no me llegan las notificaciones... nuevamente llego un poco tarde.... 


Capitulo 12
Por fin se empiezan aclara las cosas y todo toma un rumbo un poco mas normal... aunque me parece muy extraña la petición de Joshua, que Lucy salga con Danny y mas encima lo bese, creo que esto tiene algo que ver con el matrimonio de su hermano.
Lucy sale con cada cosa extraña, ahora quiere solo tener Sexo una vez con Joshua, puede que al final termine cambiando de opinión.  


Capitulo 13
Por fin Lucy abrió completamente los ojos... es chica ni con señales de humo entendía complemente en comportamiento de Joshua hace ella... Aunque no me gusta mucho que siga dando vuelta en algo que todos sabemos que terminara en muy buen puerto. 


Capitulo 14
Siento que Joshua tiene algunas cosas en secreto, que no desea contar... Lucy en verdad que es rara, pero esta chica esta mas que enamorada de su enemigo... 


Capitulo 15
Cómo que con esta nueva relación, la guerra por el puesto se transformará de una u otra forma... No creo que eso terminé muy bien entré ellos.


Capitulo 16
Ambas juegan de una forma muy rara... Como que son o no pareja... Ambos están completamente comprometido con ese extraño juego, pero como que hay algo detrás que impide avanzar... No sé qué, pero creo que Joshua le falta mucho que contar.


Capitulo 17
Enserió?? empezamos otra vez con la pelea del puesto... Lucy tiene grabes problemas con esa mente suya... un día ve a Joshua como su hombre, lo desea a morir... pero le comentan dos cosas y ya esta buscando algún motivo para que vuelvan hacer enemigos...  


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