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Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
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Guadalupe Zapata
Alison19
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
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Emplea un tono glacial que me trae recuerdos instantáneamente. Lo dice como si prepararse una estrategia frente a mí le pareciera una idea sencillamente ridícula. Como si la pequeña Lucy Hutton fuera demasiado tonta para tomársela en serio y no pudiera competir con Joshua Templeman en ningún terreno. Soy un chiste como rival. No voy a conseguir el puesto. ¿Por qué iba a conseguirlo, si hasta para resolver una llamada telefónica necesito que me asesoren?
—Quizá no —dice el señor Bexley pensativo.
Claramente satisfecho por haber pisoteado dos avisperos, se aleja con pasos pesados. Mientras espera a que llegue el ascensor, se vuelve hacia nosotros.
—Aunque, por otra parte, doctor Josh, quizá debería pensárselo mejor.
Las puertas del ascensor se cierran mientras Josh dice «que te den» sólo con los labios. Luego me mira a mí.
—Estaba fingiendo.
El silencio resuena como dos copas de cristal al chocar.
—Pues eres bastante buen actor; yo me lo he creído.
Cojo mi botella de agua y doy un trago, tratando de aflojar la crispación airada de mi garganta. Tengo que estarle agradecida, de todos modos. Esto es lo que a mí se me olvidaba. Somos dos caballos de carreras galopando hacia la línea de meta. Yo estaba flaqueando un poco, pero acabo de sentir ahora el primer golpe de la fusta. Debo aferrarme a este sentimiento hasta que salga de la entrevista.
—Siempre lo he sido. Me he enfurecido al ver cómo te miraba y la furia me ha salido por donde no quería. Tengo la mala costumbre de replicar a bote pronto. Mírame, Luce.
Cuando le miro por fin, me lo repite lentamente.
—No hablaba en serio.
—No importa. Era lo que necesitaba. —Empleo el mismo tono glacial que él acaba de utilizar con Bexley. No sé cómo consigo que mi voz suene tan fría cuando la rabia me quema por dentro como un lanzallamas. Yo también soy buena actriz.
Ahora tiene en la frente su característica arruga de preocupación.
—¿Necesitabas que me portara como un gilipollas? Es lo único que pareces quedarte de mí.
—Me acababas de decir lo que necesitaba escuchar.
En la vida todo es cuestión de perspectiva: creer que acabo de recibir de mi propio competidor un estímulo para motivarme me sirve para poder ignorar mi orgullo herido. Ahora sólo voy a mirar hacia delante. Mi foco de atención es como un rayo láser que él acaba de proporcionarme.
Suena un pitido en mi ordenador. Dentro de cinco minutos me reúno con Danny para hablar de mi proyecto de libro electrónico.
—Espera, hemos de aclarar esto. Aunque todavía no me lo explico, la verdad. —Retuerce la cara con agitación—. El momento es de lo más inoportuno. Ha sonado fatal, lo sé, pero no pretendía decir eso.
—Tengo que irme. —Empiezo a recoger el abrigo y el bolso.
—¿Adónde vas? Lo digo por si pregunta Helene —se corrige. Parece abrumado—. ¿Piensas volver?
—He quedado para tomar un café.
—Bueno —dice tras un instante—. No te lo puedo impedir.
—Gracias por dejarme hacer mi trabajo. —Doy un rencoroso apretón a los documentos de su bandeja de entrada, espachurrándolos, y me alejo airada hacia el ascensor.
Cruzo hacia el Starbucks de enfrente. ¿Cuál es el problema de estar en guerra con Joshua Templeman? Que nunca gano de verdad. Eso es lo más engañoso de todo. En cuanto creo que he ganado, sucede algo que me recuerda que no es así.
«Déjame disfrutar este momento, por favor. Joshua Templeman es oficialmente amigo mío.»
Es sólo ganar para luego perder, perder y perder.
Danny ya está sentado junto a la ventana. El hecho de que esté llegando tarde no deja de ser otro clavo en el ataúd de mi profesionalidad.
—Hola. Gracias por venir. Y perdona el retraso.
Pido un café y luego le resumo mi idea en pocas palabras.
—Tengo tiempo este fin de semana —me dice generosamente.
Me ha estado observando con indisimulado interés. Mi pelo recogido, mi garganta, mis labios pintados de rojo. Me da la desagradable sensación de que
Danny tiene la esperanza de que nuestro decepcionante beso fuese sólo un fallo pasajero.
—Te lo pagaré de mi propio bolsillo. ¿Puedes darme una idea de cuánto costará?
A Danny eso no parece preocuparle.
—¿Por qué no hacemos un trato? Menciona mi trabajo durante la entrevista y háblale a Helene de mi nuevo software de autoedición. Quizá haya algunos aspectos multidisciplinarios que encajen en tu proyecto. Y..., bueno, trescientos pavos.
—Perfecto. Y desde luego que lo mencionaré —me apresuro a asegurarle. Puedo hacerlo perfectamente. Darle un poco de relevancia ante la dirección y ayudarle a consolidar su negocio.
Hay dos empleados de B&G en la cola que nos observan con aire especulativo. Otro más pasa por la calle y me saluda con la mano. Estoy metida en una enorme pecera. Las mejillas empiezan a arderme cuando pienso en todo lo que he dicho y hecho con Joshua en la planta superior. Las pullas, los insultos, los besos capaces de fundirte los circuitos. En nuestro pequeño y aislado mundo, todo parecía normal y aceptable.
—Muchas y gracias por pensar en mí para este proyecto. —Danny da un sorbo a su café.
—Bueno, después de la cena del lunes, sabía que podía confiarte mi pequeño secreto. Ahora necesitaba ayuda y tú has sido la primera persona en la que he pensado.
—Ah. O sea, que es un secreto.
—Helene lo sabe, claro. Y el señor Bexley está al corriente del concepto, pero no del producto final que espero presentar.
Ojalá no tuviera que decir la frase siguiente, y la verdad es que me apena cómo se ha embrollado toda la situación.
—Debo pedirte, por favor, que no le digas nada a Josh. Ya sé que no vas a volver a verlo, pero que quede entre nosotros. Él está convencidísimo de que va a obtener el puesto... Así que es más importante que nunca que consiga vencerle.
—No le diré nada. Bueno, de hecho... Mira, está allí.
—¿Cómo? —Casi lo digo gritando. No me puedo volver—. Actúa con aire profesional. —Dibujo un esquema en mi cuaderno de notas y Danny traza a su vez unas líneas.
—Pero ¿qué le pasa a ese tipo? Siempre parece furioso —dice meneando la cabeza, sin apartar la vista del cuaderno. Seguimos con la pantomima profesional un rato más.
—Ésa es la cara que tiene.
—Vosotros dos os lleváis un rollo bastante extraño.
—No, ningún rollo. Nada de rollo. —Empiezo a beberme el café a grandes sorbos. Una mala idea, porque está ardiendo.
—Pero tú sabes que está enamorado de ti, ¿no?
Tomo un sorbo enorme y me acabo atragantando. Danny se inclina y me da unos golpes entre los omóplatos. Las lágrimas me corren por la cara. Ojalá me hubiera dejado morir.
—Qué va —digo, resollando. Me seco la cara con una servilleta—. Es la idea más absurda que he oído en mi vida.
—Como amigo tuyo —me dice Danny, subrayando «amigo» con una sonrisita—, te digo que sí lo está.
—¿Qué está haciendo ahora?
—Acojonando a la cajera del restaurante. La gente está preocupada por lo que vaya a pasar si consigue el ascenso. Ya sabemos que se le dan bien los recortes de personal. Hay varios tipos en Diseño que han empezado a desempolvar el currículum, por si acaso.
—Estoy segura de que se podrá trabajar perfectamente con él —digo diplomática. No voy a rebajarme al nivel de Josh. Me levanto y recojo mis cosas.
—Vamos a saludarle —dice Danny. Yo supongo que me toma el pelo. Sus labios se tuercen en una media sonrisa.
—No. Vamos a descolgarnos por la ventana del baño. Rápido.
Él se echa a reír, meneando la cabeza. Una vez más, su valentía me deja impresionada. Todos los demás procuran no tropezarse con el monstruo. Aunque yo sé un secreto sobre él. Me acuerdo de cómo me tomaba el pulso anoche, contando cada latido de mi corazón, y de cómo me abrigaba con la manta, tapándome hasta los pies. Es asombroso que haya conseguido mantener esa fachada terrorífica durante tanto tiempo.
—Hola —decimos a la vez al acercarnos.
—Ah, hola —dice Josh con actitud engreída.
—Deja ya de acecharme. —Me sale un tono tan ofendido que la chica de la máquina de café suelta una carcajada.
Josh se arregla el puño.
—Os echabais de menos, ¿no?
Yo estoy enviando con láser la palabra «SECRETO» al cerebro de Danny.
Arqueo las cejas y él asiente. A Josh no se le escapan nuestras miradas.
—Lucy me estaba hablando de... una oportunidad para... trabajar con ella.
—Danny es un auténtico genio. No hay nada más creíble que la verdad.
—Exacto. Danny me va a ayudar a preparar mi... presentación. —No podríamos parecer más sospechosos si lo intentáramos.
—O sea, que estás trabajando en tu presentación. Vale. Entendido. —Josh recoge su café cuando anuncian su nombre y me lanza una mirada tan acusadora que casi me fundo—. ¿No era eso también lo que hacíamos anoche en mi sofá?
Danny se queda completamente boquiabierto. A mí la situación no me divierte nada. Si llega a correr la voz, mi reputación quedará hecha trizas. Es algo demasiado jugoso. Danny todavía está en contacto con mucha gente en el Departamento de Diseño. Y, además, es un chismoso y un entrometido.
—Sería en tus sueños, Templeman. No le hagas caso, Danny. Acompáñame a la editorial.
Una vez en la calle, lo arrastro deprisa para que no lo arrolle el tráfico. Josh nos sigue lentamente, dando sorbos a su café. Sujeto del brazo a Danny con tanta fuerza que hace una mueca mientras cruzamos.
—Aunque te secuestre y te torture, no le hables del trabajo que vas a hacer para mí. Sería capaz de utilizar cualquier dato para machacarme.
—Uau. Está visto que sois realmente enemigos mortales.
—Sí. A muerte. Con pistolas y sables al amanecer.
—O sea, ¿que él está haciendo esto para tratar de averiguar tu estrategia en las entrevistas? —Danny saluda a un compañero y revisa su teléfono móvil.
—¡Exacto! —suelto un relincho nervioso. Me parece que la cosa ha quedado bien disimulada—. Te llamaré después del trabajo, cuando sepa qué libro quiero que me digitalices.
Josh casi nos da alcance. Yo estoy empezando a pensar que quizá sí podría arrojar a Danny al tráfico para acabar de una vez con esta escenita angustiosa.
—Vale, hablamos esta noche —dice él—. Adiós, Josh. Buena suerte con tu entrevista —añade, y sigue adelante por la acera.
Josh y yo no nos decimos una palabra cuando entramos en el ascensor. Está furioso, lívido de rabia. Por mi parte, todavía sigo un poco patidifusa por lo que Danny me ha dicho. «Tú sabes que está enamorado de ti, ¿no?»
—Es tan amable —dice Josh—. Realmente un buen chico. Me parece que entiendo lo que ves en él. —Habla con tal aspereza que retrocedo y me voy contra la pared—. Debo haber tenido un sueño muy vívido anoche.
—Bueno, ¿qué quieres que te diga? He mentido. Soy buena actriz. —Abro los brazos mientras salgo del ascensor y me dirijo hacia mi escritorio.
—¿Así que te avergüenzas de mí?
—No. Claro que no. Pero nadie debe saberlo. Creo que es un chismoso. Ay, no me mires con esa cara de amargado. La gente empezará a hablar de nosotros.
—Te doy una primicia: la gente siempre ha hablado de nosotros. Además,
¿no te importa que la gente hable de ti y de él, pero sí que hable de ti y de mí?
—Tú y yo trabajamos a dos pasos. Es distinto. Y yo quiero restablecer cierto grado de profesionalidad en esta oficina.
Josh se pinza el puente de la nariz con los dedos.
—Muy bien. Te seguiré el juego. Y si ésta es la última conversación personal que mantenemos en este edificio, aprovecho para decírtelo ahora. Tráete la maleta el viernes.
—¿Cómo? ¿Qué pasa el viernes?
—Tráete tus cosas para la boda. El vestido y demás. Al ver que lo miro bizqueando, me lo recuerda.
—Vienes a la boda de mi hermano. Tú te empeñaste en venir, ¿recuerdas?
—Un momento. ¿Por qué debo traer el vestido el viernes? La boda es el sábado. ¿Acaso hay un ensayo? Yo no accedí a ir a la boda dos veces.
—No. La boda es en Port Worth y hemos de ir en coche. Lo miro sin acabar de entender.
—Pero eso no está tan lejos.
—Lo bastante lejos para que tengamos que salir después del trabajo. Mi madre necesita que la ayude la noche anterior.
Estoy que reviento de irritación, de terror y de sentimientos heridos, y completamente segura de que esto va a ser un desastre. Nos miramos a los ojos.
—Ya sabía que no te iba a gustar, pero tampoco me esperaba que te horrorizara. —Josh se arrellana en su silla y me estudia atentamente—. No te dejes llevar por el pánico.
—Ni siquiera hemos ido nunca juntos al cine, o a un restaurante. La sola idea de subirme a tu coche ya me ponía nerviosa. ¿Y ahora me estás diciendo que voy a hacer un viaje contigo de varias horas y que he de llevarme el pijama?
¿Dónde nos vamos a alojar?
—En un hotel de mala muerte, seguramente.
Estoy al borde de la hiperventilación. A punto de escapar por la salida de incendios. Yo tenía más o menos la idea de que en algún momento nos pondríamos a jugar al juego O algo así. Me imaginaba que sería en su habitación azul, o tal vez en el cuartito de la limpieza mientras yo le susurraba insultos hirientes. Pero hoy han sucedido demasiadas cosas. Se acabó.
—Te tomaba el pelo, Lucy. Todavía he de hablar con mi madre para ver dónde nos alojamos.
—Yo no estaba pensando en conocer a tus padres, propiamente hablando. Mira, no voy a ir. Te has comportado como un verdadero gilipollas hace un momento. No necesitas ayuda para derrotarme, ¿recuerdas? Tendría que estar loca para ayudarte. Vete solo a la boda como un auténtico pringado.
—Tú asumiste el compromiso. Me lo prometiste. Y nunca faltas a tu palabra.
Me encojo de hombros y mi fibra moral se pone en tensión.
—Me tiene sin cuidado. Él decide sacar su as.
—Tú serás mi apoyo moral.
Es una salida la mar de intrigante. No puedo resistir la tentación de indagar.
—¿Para qué necesitas apoyo moral exactamente? —No contesta, pero se remueve con incomodidad en su silla.
Arqueo las cejas hasta que acaba cediendo.
—Yo no te voy a llevar allí como si fueras mi esclava sexual. No te voy a tocar un pelo. Pero no puedo presentarme sin acompañante. Y mi acompañante eres tú. Me lo debes, ¿recuerdas? Te ayudé a vomitar.
Lo veo tan sombrío que tengo un mal presentimiento.
—¿Apoyo moral? ¿Tan difícil va a ser?
Empieza a sonar su móvil. Me mira a mí y al teléfono, sin saber qué hacer.
—El problema es el momento... Debo responder.
Se aleja por el pasillo y yo me resigno y me pongo a estudiar la ruta.
Porque, por desgracia, es cierto. Se lo prometí.
Antes, hace una pequeña eternidad, yo podía tumbarme en mi sofá como cualquier otra persona. Podía ver la tele, comer tentempiés y pintarme las uñas. Podía llamar a Val y salir con ella a mirar ropa. Pero ahora que me he vuelto una adicta tengo que aferrarme a los cojines con mis uñas mordisqueadas para no levantarme, ponerme los zapatos y correr al apartamento de Josh. Ese esfuerzo me mata. Me mantengo atornillada en el asiento con el portátil encima y echo un vistazo, sin ningún entusiasmo, a los portales de noticias, la presentación de mi entrevista, las subastas de pitufos y mi página favorita de ropa retro cutre.
Se abre una ventanita anunciando que mis padres acaban de entrar en Skype y yo pulso el botón de llamada tan apresuradamente que casi me da vergüenza. Aparece mi madre en la pantalla, frunciendo el ceño, con la cara pegada a la cámara.
—Maldito cacharro —masculla, y de repente se ilumina—. ¡Pitufina!
¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú qué tal?
Antes de que me responda, la pantalla queda bruscamente inundada por la cremallera de sus tejanos, porque se ha puesto de pie y llama a mi padre una y otra vez durante más de un minuto. «¡Nigel! ¡Nigel!» Ya sólo el tono y la cadencia de su voz me llenan de añoranza.
Al final, se da por vencida.
—Debe de estar todavía en el campo —me dice, volviendo a sentarse—.
Regresará pronto.
Nos miramos durante un prolongado momento. Es tan raro tenerla ahí para mí sola, sin la arrolladora personalidad de mi padre propulsando la conversación, que no sé por dónde empezar. No me decido a hablar del tiempo ni de lo ocupada que he estado. Mientras ella entorna sus astutos ojos azules, acabo comprendiendo que debo hacerle la pregunta que me ha estado acosando durante las últimas semanas y acaso durante toda mi vida. Debería habérselo preguntado hace años.
—Antes de que yo naciera, cuando conociste a papá..., ¿cómo pudiste abandonar tu sueño?
La pregunta resuena con un tono metálico en el espacio cargado de interferencias que hay entre nosotras. Ella no responde durante un buen rato. Empiezo a pensar que quizá no debería haber sacado el tema. Cuando vuelve a mirarme a los ojos, lo hace con una expresión firme y resuelta.
—Si lo que me preguntas es si me arrepiento de mi elección, la respuesta es no. —Se arrellana en su silla y yo me incorporo en el sofá, y de repente es como si no hubiera una pantalla entre ambas: ningún marco en torno a su cara, o a la mía, ni tampoco esa ventanita de vista previa, extrañamente entrometida, que nos distraiga a ninguna de las dos.
Me da la sensación de que podría alargar el brazo y cogerle la mano. Esto es lo más cerca que hemos estado desde la última vez que la vi, cuando la abracé en el aeropuerto y aspiré su fragancia a sol y champú. Observo en silencio cómo piensa y siento cómo van transcurriendo estos segundos que tenemos a solas, antes de que llegue mi padre y nos interrumpa.
—¿Cómo voy a arrepentirme ni por un segundo? Tengo a tu padre, y te tengo a ti. —Ésa es la respuesta y la sonrisa que yo había previsto. ¿Cómo iba a decir otra cosa?
—Pero ¿nunca te preguntas dónde estarías ahora si hubieras escogido tu carrera, en vez de escogerlo a él?
Ella evita de nuevo responder.
—¿Todo esto es por lo de tu entrevista? ¿Te preocupa lo que sucederá si pierdes tu gran oportunidad?
—Algo parecido. He empezado a pensar que incluso si consigo el puesto, podría perder... otras oportunidades.
—Yo no creo que debas renunciar a tu sueño por ningún motivo. Esto es lo que deseas, para mí está bien claro. Lo noto en tu voz. Los tiempos han cambiado, cariño. No has de renunciar a nada. No tienes que tomar una decisión como la mía. Lo que debes hacer es ir a por todas. —Suena de fondo una puerta y mi madre vuelve la mirada más allá de la pantalla—. Ahí está tu padre.
Empiezo a sentir una brusca agitación. No puedo hablarle del cambio que ha habido en mi relación con Josh, ni de la competencia entre ambos, ni de lo que voy a perder sea cual sea el desenlace. No queda tiempo. Sólo me queda tiempo para esto:
—Si yo me encontrara en la misma situación, caminando por un huerto lleno de frutales, probablemente a punto de perder el norte, ¿qué me aconsejarías que hiciera?
Ella mira fuera de la pantalla; oigo unas botas pesadas subiendo la escalera de la oficina. Su respuesta me confirma que la semilla de esa pregunta —«¿y si...?»— siempre ha estado alojada en su corazón.
—¿En tu caso? Te diría que sigas caminando. Yo quiero que consigas un montón de cosas. Tú mantén la vista fija en la recompensa final y, pase lo que pase, sigue adelante.
—¿Qué pasa aquí? —Aparece papá, le da un beso en la cabeza a mi madre y luego me ve en la pantalla—. ¡Deberías haber venido a buscarme! ¿Cómo está mi chica? ¿Lista para derrotar a Jimmy en la entrevista? Imagínate la cara que se le quedará cuando lo consigas. Ya la estoy viendo. —Se desploma en una silla al lado de mamá, mira hacia el techo y sonríe saboreando mi imaginaria victoria y su propio ingenio.
Veo en la ventanita de vista previa que se me demuda la cara. Se vería incluso desde el espacio exterior; y mi madre, desde luego, lo percibe en el acto.
—Ah. Ya veo. Lucy, ¿por qué no lo has dicho?
Papá sigue adelante sin esperar mi respuesta y pasa al tema siguiente.
—¿Cuándo vienes a casa?
Tardo un segundo más de la cuenta para producir un efecto más espectacular.
—El próximo puente. —Es la respuesta que ansiaba dar en el fondo de mi corazón, y cuando veo cómo se expande la cara de mi padre en una amplia sonrisa mellada, me alegro infinitamente de haberla dado. Mamá sigue mirándome fijamente.
—Tú sigue adelante, a menos que en lo alto de un árbol haya algo muy especial, tan especial como esto.
—¿De qué demonios habláis? ¿La has oído? ¡Va a venir a casa! La silla de papá rechina una y otra vez, porque no para de moverse en una especie de danza rítmica; y, mientras tanto, yo, igual que mi madre, me encuentro a las puertas de un huerto que resulta terrorífico de tan trascendental, y debo fijar mi mirada hacia delante, hacia la salida del otro extremo, con toda esa energía láser concentrada, sin levantar la vista jamás.
Es viernes. Hoy debería tocar una espantosa camisa de color mostaza, pero no es así. Yo ya tengo la maleta preparada en el maletero de mi coche. Durante los dos últimos días he estado tan nerviosa con la perspectiva de este fin de semana, que no he sido capaz de ingerir alimentos sólidos. He subsistido a base de batidos y té. Esta noche sólo he dormido dos horas.
Es un alivio que haya llegado el momento. Cuanto más pronto salgamos, más pronto acabaremos. Mi mente ha analizado todos los escenarios posibles, tanto en sueños como durante las horas de vigilia. Y la única certeza que tengo es que, pase lo que pase, pronto habrá terminado todo.
Josh lleva más de una hora en el despacho del señor Bexley. En un momento dado se han oído voces: el señor Bexley gritando; luego, silencio. Lo cual no ha servido precisamente para aliviar mi ansiedad.
Antes, Helene también ha entrado en el despacho para intervenir. Y lo que resulta todavía más escalofriante, Jeanette ha pasado a toda prisa por aquí hace cuarenta y cinco minutos y se ha metido en la refriega. Quizá la estrategia de Josh consiste en un recorte de personal masivo, y la han convocado para pedirle su opinión.
Cuando ha vuelto a salir, Jeanette se ha detenido frente a mi mesa, me ha mirado y se ha echado a reír con una risa teñida de histeria, como si acabara de oír algo divertidísimo.
—Buena suerte —me ha dicho—. Vas a necesitarla. Esto supera las competencias de Recursos Humanos.
Nos han descubierto. Alguien nos ha visto juntos, y estamos bien jodidos. Danny lo ha contado. Ha corrido la voz. Este escenario no estaba previsto en mis especulaciones. Me echo hacia delante, pegando la mejilla a la rodilla. «Inspira, espira.»
—¡Querida! —Helene se acerca a mi mesa, alarmada.
Tengo la visión medio nublada. Intento levantarme e inventar algo sobre la marcha. Ella me hace sentar otra vez y me pasa mi botella de agua.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy a punto de desmayarme. ¿Qué pasa ahí dentro?
—Están hablando de las entrevistas. Las ideas de Josh sobre el futuro no acaban de coincidir con las de Bexley.
Se acerca una silla y se sienta a mi lado. Van a despedirme. Me pongo a gemir.
—¿Estoy metida en un aprieto? ¿Josh está haciendo una especie de entrevista previa? ¿Por qué no la hago yo también? ¿Y por qué ha intervenido Recursos Humanos? No he parado de oír gritos. Y Jeanette me ha dicho algo horrible. Que iba a necesitar mucha suerte. ¿Estoy metida en un aprieto? — termino diciendo con el mismo tono lastimero con el que he empezado.
—Claro que no. Es que han mantenido una acalorada discusión, querida. Discrepaban todo el rato, y he pensado que lo mejor sería llamar a Jeanette para que les recordara los principios básicos de la cortesía profesional. No hay nada peor que dos hombres ladrándose como perros de pelea.
Helene me mira de un modo extraño. Debo de tener un aspecto lamentable.
—¿Y él...? —Me muerdo la lengua, pero ella no va a permitirme que me escabulla.
—Él... ¿qué?
—¿Está bien? Josh... ¿está bien? —Helene asiente, aunque en realidad a mí me consta que no está bien.
Los últimos dos días han sido extenuantes. Josh ha mantenido una apariencia seria y educada, pero yo ahora sé descifrar mejor que nunca los matices de su cara. Está agotado. Triste. Estresado. Da la impresión de no saber qué es peor, si mirarme o no mirarme.
Y yo lo comprendo. Realmente lo comprendo.
He descubierto que, si mantengo los ojos apartados de él y los fijo en la pantalla del ordenador, tengo menos posibilidades de sentir un vacío en el estómago. Puedo mantener las mariposas a raya si evito mirar el azul de sus ojos o la forma de sus labios. De esos labios que he besado una y otra vez. No hay nadie capaz de besarme como él, lo cual es una prueba más de que el mundo es injusto.
El dolor provocado por su comentario —«No voy a necesitar ayuda para derrotarla»— se ha convertido en un callo que no paro de apretarme. Qué frase tan repugnante se le ocurrió decir. Aunque si los papeles se hubieran invertido y hubiese sido Helene la que nos hubiera estado atormentando aquí a los dos,
¿quién sabe si yo no habría dicho exactamente lo mismo? A fin de cuentas, yo no soy la pequeña víctima inocente en nuestra guerra privada.
Estamos así porque ambos hemos encontrado a alguien tan capaz de encajar los golpes como de repartirlos. Y puedo garantizar una cosa: que también voy a repartirlos en la entrevista. Ahora incluso en sueños sé la respuesta que daré a cada pregunta que me formulen. Y seguro que él va a necesitar ayuda para derrotarme.
Helene me mira con unos ojos llenos de empatía.
—Es un bonito detalle que te preocupes por él, pero Josh ya es mayorcito.
Deberías preocuparte más por Bexley. Yo tengo claro por quién apostaría.
—Pero ¿por qué está el señor Bexley...?
—No puedo decírtelo. Es un asunto confidencial entre ellos. Hablemos de tu entrevista. ¿Cómo fue la reunión con Danny?
—Todo va bien. Me va a digitalizar un thriller antiguo, Verano de sangre. Era el libro favorito de mi padre. Lo hará durante el fin de semana, y me ha ofrecido una tarifa increíble.
—Bueno, todo un detalle de su parte. Si la presentación impresiona favorablemente al panel de consultores, quizá acabe haciendo algún trabajo de asesor para nosotros. ¿Y cómo está tu padre, por cierto? ¿Cuándo piensas ir a casa, querida? Tus padres deben de echarte mucho de menos.
—Aprovecharé el próximo puente. Es cuando me convendría ir. De hecho, me gustaría tomarme una semana. —En la pausa que se produce a continuación, advierto que el latiguillo habitual de «si no hay inconveniente» lo he dejado fuera esta vez. Mi antiguo yo menea la cabeza con incredulidad.
Miro a mi encantadora y generosa amiga y, como ya sabía que haría, ella asiente.
—No hay problema. Tómate un descanso antes de empezar en el nuevo puesto. —Su fe en mí nunca ha flaqueado.
Mi recién adquirida firmeza no me ayuda a desprenderme de la sensación que algo malo está sucediendo. Miro la puerta cerrada del señor Bexley.
—Vete a casa, querida. Nadie llamará tan tarde, siendo viernes. Debería estar prohibido. ¿Qué tienes pensado hacer este fin de semana? —Tengo la extraña sensación de que me está poniendo a prueba.
Pero yo, salvo cuando hablo con Josh, no sé mentir.
—Creo que voy a salir fuera en coche con un... amigo. Bueno, no es un amigo exactamente. Pero no acabo de decidirme.
La palabra «amigo» me sale como si fuera una palabra extranjera y mal pronunciada. «Hmigo.»
Ella capta mi vacilación y sonríe.
—Deberías ir. Espero que lo pases muy bien con tu amigo. Necesitas tener amigos. Sé que has estado muy sola desde la fusión, cuando perdiste a Valerie.
—Inesperadamente, me sujeta por los hombros y me besa en ambas mejillas—. Veo cómo tu cerebro trabaja sin parar. Este fin de semana deberías dejarlo todo de lado. Olvídate de la entrevista. Llegará el día en que no será más que un vago recuerdo.
—Espero que un buen recuerdo. Un recuerdo victorioso.
—Eso ahora está en manos de los dioses del panel de selección. A mí me consta que has hecho todo lo que has podido.
Debo reconocer que es verdad.
—Siempre que el proceso de digitalización no salga mal, yo ya estaría preparada ahora para ser entrevistada.
—Soy tu jefa y te ordeno que vivas un poco la vida este fin de semana. Te estás consumiendo en los últimos días. Mira cómo tienes los ojos. Totalmente enrojecidos. Tienes tan mal aspecto como Josh. Os hemos provocado una crisis de nervios a los dos al anunciar la posibilidad de este ascenso.
Frunce los labios con tristeza.
—A veces preferiría que no hubiera sucedido nada —le digo—. Nada. Ni la fusión. Ni esta oficina. Ni el ascenso. Algo termina con todo esto. Y yo aún no estoy preparada.
—Lo siento. —Me da unas palmaditas—. Lo siento mucho.
—He puesto al día todos mis archivos por si tuviera que marcharme. Y he mandado mi currículum a seis empresas de contratación. También he vaciado mis cajones. Está prácticamente todo recogido. Por si acaso.
Helene mira el escritorio de Josh, que parece más despojado y aséptico de lo normal. Él ha hecho lo mismo que yo. Se podría practicar una operación quirúrgica sobre esa mesa.
—Yo no puedo perderte. Te buscaríamos un sitio en otro departamento. En algún puesto donde estuvieras más contenta. No quiero que pases todo el fin de semana preocupada, pensando que no tienes opciones.
—Pero ¿con qué cara me tropezaría en el ascensor con el nuevo director ejecutivo? Sería humillante.
Ya me lo puedo imaginar ahora. Me subirían calores por todo el cuerpo y se me erizaría el vello con el recuerdo. Él me miraría desde lo alto, con unos ojos fríos y profesionales. Yo le saludaría educadamente y recordaría cómo me había estrujado una vez contra la pared del ascensor, marcando un punto de inflexión en las reglas del juego. Luego llegaría a mi planta y dejaría que él siguiera su trayecto hacia lo alto.
Es mejor irse del todo que tener que mirarlo al otro lado de la mesa de juntas o atisbarlo de lejos en el aparcamiento subterráneo. Él encontrará a otra mujer a la que atormentar y fascinar. Y un día tal vez veré una alianza de oro en su mano.
—¿Por qué habría de seguir torturándome así?
Me imagino que debo tener una expresión sombría, porque Helene intenta animarme.
—Vive un poco este fin de semana. Créeme. Es lo que mejor te sentará en esta situación.
—Desviaré los teléfonos a mi móvil y la avisaré si surgiera algo urgente.
Me dan ganas de bajar al aparcamiento. Abriré el maletero, miraré la maleta y procuraré evitar la gran pregunta durante un poco más de tiempo. La pregunta de «qué siento por Josh». Las llaves de mi coche brillan en mi bolso. Sí, podría subirme al coche y largarme.
Me palpo los bolsillos y me doy cuenta de que tengo un grave problema. Mi móvil ha desaparecido. Miro debajo del escritorio, en el bolso, en las carpetas, entre los papeles. Ni siquiera recuerdo la última vez que lo he visto.
Al final, lo encuentro sobre la pila del baño de mujeres. Cuando vuelvo a mi mesa, Josh está saliendo de su reunión con el señor Bexley. Sin un pelo fuera de lugar.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
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—¿A qué venía todo ese alboroto? —Abrazo el respaldo de mi silla.
—Discrepancias profesionales. —Se encoge de hombros con aire despreocupado. Un gesto que me recuerda lo que lleva puesto. Porque cuando ha entrado hoy llevaba una camisa de color verde claro que nunca le había visto. Me he pasado el día tratando de decidir si me encanta o es un mal presagio.
—¿Y esa camisa?
—El verde me ha parecido un color apropiado, dada mi escenita en el Starbucks.
El señor Bexley asoma la cabeza fuera de su despacho, nos mira y menea la cabeza.
—Vamos directos al desastre. No cabe duda, al desastre.
Una bruja de Shakespeare no tiene nada que envidiarle ahora mismo. Josh se echa a reír.
—¡Por favor!
—Cierra la boca, Bexley —oigo que dice Helene al fondo.
Él carraspea y cierra de un portazo. Josh mira su escritorio, coge la lata de pastillas de menta y se la mete en el bolsillo. Activa el buzón de voz del teléfono y coloca bien la silla. Ahora su escritorio tiene exactamente el mismo aspecto que el primer día que lo conocí. Aséptico. Impersonal. Se acerca a la ventana y contempla la calle.
Es aquel primer momento repetido de nuevo. Yo estoy de pie junto a mi mesa, con los nervios reconcomiéndome por dentro. Hay un hombre enorme junto a la ventana, con el pelo oscuro y reluciente y las manos en los bolsillos. Mientras se vuelve, rezo para que no sea tan despampanante como creo que es. La luz brilla en su mandíbula y ya no me queda ninguna duda.
Cuando me miran esos ojos, lo sé sin más.
Me examina de arriba abajo: desde la coronilla hasta la punta de mis zapatos. «Dilo —pienso con desesperación—. Eres preciosa. Seamos amigos, por favor.»
—Dime qué demonios sucede.
—He jurado mantenerlo en secreto.
Con una inteligente estrategia, ha empleado el único recurso que sabe que no discutiré.
—Dime que no acaban de ofrecerte el puesto de modo informal.
—No, no lo han hecho. Bajo la voz.
—¿Están enterados de... lo nuestro?
—No.
Mis dos grandes temores parecen infundados.
—Bueno..., ¿cómo vamos a salir de aquí? ¿Todavía tengo que acompañarte?
—Sí. Eso que hay allí —dice señalando, mientras descuelga mi abrigo del perchero— es un ascensor. Ya has subido otras veces. Conmigo, de hecho. Te iré guiando paso a paso.
—¿Y si alguien nos ve?
—¿Ahora me sales con ésas? Eres única, Lucinda.
Bloqueo el ordenador, cojo el bolso y lo sigo por el pasillo, con un repiqueteo de tacones. Intento arrancarle mi abrigo del brazo, pero él menea la cabeza y chasquea los labios. Cuando se abren las puertas del ascensor, me arrastra adentro poniéndome la mano en la cintura.
Me vuelvo y veo a Helene, apoyada en el umbral de su despacho en una pose relajada y divertida. Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe encantada, dando una palmada. Josh la saluda mientras se cierran las puertas.
Yo le doy un empujón hacia el otro lado del ascensor.
—No te muevas de ahí. Se nos ve a kilómetros. Nos ha oído. Nos ha visto. Y tú llevas mi abrigo. Ella sabe que nunca harías una cosa así. —Estoy casi ronca de vergüenza.
—Noticia de última hora: mira lo que voy a hacer. —Mueve el dedo en círculo sobre el botón de emergencia. Yo le sujeto la mano con firmeza. Me parece que él contiene la risa.
Cuando llegamos al sótano, salgo sigilosamente.
—No hay moros en la costa.
Llego junto a mi coche y abro el maletero. La maleta está torcida y volcada del revés, lo cual parece un signo de mal agüero. Me dan ganas de subirme, salir derrapando y dejarlo atrás en una persecución a toda velocidad. Pero con la misma rapidez con que se forman en mi mente esas imágenes, él se materializa a mi lado, agarra la maleta y se la lleva a su coche. Yo cojo el portatrajes, cierro el coche y entonces me doy cuenta de una cosa.
—Si dejamos aquí mi coche, Helene se enterará. Seguro que lo verá cuando baje.
—¿Deberíamos ocultarlo en un bosque, bajo unas ramas?
Qué idea más buena. Me restriego el estómago, haciéndome la remolona.
—Yo...
—No se te ocurra decir que no quieres ir. Lo llevas pintado en la cara. Yo tampoco quiero. Pero vamos a hacerlo.
Está poniéndose tenso. Mis pertenencias están en su maletero y mi bolso en el asiento del copiloto.
—¿No puedo llevar el coche a mi casa?
—Sí, ya. Y aprovecharás para escapar. Si alguien te pregunta algo el lunes, puedes decir que se te ha vuelto a estropear. Es una coartada perfecta, porque ese coche es una mierda.
—Josh..., me está entrando pánico. —He de apoyar las manos en la puerta de su coche para mantener el equilibrio. Si antes creía que las cosas iban demasiado deprisa, ahora ya están tomando una velocidad supersónica.
Él se quita la corbata y se desabrocha un par de botones. Incluso en este sórdido sótano, está guapísimo.
—Sí, es evidente. —La arruga de su frente se vuelve más pronunciada—.
Yo también siento pánico. Pareces agotada.
—No he podido dormir. ¿Por qué tienes pánico? Él elude mi pregunta.
—Puedes dormir en el coche. —Me abre la puerta. Intenta meterme dentro; yo me resisto.
—La entrevista. El puesto.
—A la mierda. La entrevista la haremos cuando llegue el momento. Y luego nos enfrentaremos con el resultado —dice, poniéndome las manos en los hombros.
—No es tan fácil. Yo perdí a una persona importante para mí durante la fusión: a mi amiga Val. Conservé mi empleo, ella perdió el suyo, y ya no somos amigas. Es sólo un ejemplo —me apresuro a añadir. Casi le he dicho a Joshua Templeman que es importante para mí. Acabo de insinuar que somos amigos. Él entorna los párpados.
—Esa chica da la impresión de ser una idiota.
—Y por eso me he convertido en una pringada solitaria. Escucha, mañana voy a conocer a tu familia. Y, hablemos claro, es casi seguro que pronto acabaremos los dos desnudos en una cama. En conjunto, es bastante presión, ¿no crees?
Él vuelve a eludir mis palabras.
—Ésta es nuestra última oportunidad para aclarar todos nuestros malos rollos —dice.
Yo sigo dudando, tozuda como una mula.
—Este fin de semana va a ser duro para mí. Pero, si estás conmigo, quizá no sea tan malo.
Tal vez sea la sorpresa de esa pequeña confesión, pero mis rodillas se aflojan lo justo para permitirme subir al coche y ceder momentáneamente todo el control a la última persona ante la que hubiera imaginado que cedería.
Me siento debilitada por la derrota. Incluso mientras compraba el vestido y preparaba la maleta, estaba segura de que encontraría un recurso de última hora para escapar o librarme del compromiso. Sólo en mis fantasías más oscuras había pensado que acabaría subiendo a su coche y saliendo con él del aparcamiento subterráneo de B&G.
El sol va descendiendo mientras avanzamos entre el denso tráfico de la tarde. Da la impresión de que todo el mundo en la ciudad ha tenido la misma idea: como si hubiese llegado la hora de huir hacia las preciosas montañas que se perfilan en el horizonte.
Tengo que romper este silencio incómodo.
—Bueno, ¿cuánto dura el viaje?
—Cuatro horas.
—Cinco según Google Maps —digo, sin pensar.
—Eso si conduces como una abuela. Me alegra saber que no soy el único que se ha dedicado al acoso virtual sobre la ciudad natal de su contrincante.
Suelta un suspiro cuando un coche nos cierra, frenando.
—Gilipollas.
—¿Cómo vamos a pasar estas cuatro horas?
Yo sé lo que quiero hacer. Quiero recostarme en este cálido asiento de cuero y mirarle. Quiero inclinarme hacia él y pegar la cara sobre la firme almohadilla de su hombro. Quiero respirar lentamente y grabarlo todo en la memoria, para cuando lo necesite un día.
—Siempre nos las arreglamos.
—¿Y dónde vamos a alojarnos? No me digas, por favor, que en la casa de tus padres.
—En la casa de mis padres.
—Joder. ¿Por qué? ¿Por qué? —Me incorporo en mi asiento.
—Te tomo el pelo. La recepción de la boda se celebra en un hotel. Patrick ha reservado un montón de habitaciones. Hemos de decir que vamos a la boda cuando nos registremos.
—¿Es un hotel de mala muerte?
—No, no, en absoluto. Me encargaré de que tengas tu propia habitación.
Parece que está totalmente decidido a cumplir su promesa de no tocarme un pelo. Lo cual constituye un jarro de agua fría en la hoguera que arde en mi pecho, y me deja, por así decirlo, con los restos chamuscados, sin saber muy bien si me siento aliviada o decepcionada.
—¿Y tú por qué no te quedas en casa de tus padres? Él mueve la cabeza.
—Porque no quiero.
Su boca se tuerce hacia abajo con tristeza. Le doy impulsivamente una palmadita en la rodilla.
—Yo te cubriré las espaldas durante este fin de semana, ¿vale? Como en el paintball. Pero la oferta es válida sólo durante el fin de semana.
—Gracias por cubrirme aquel día. Te llevaste un montón de disparos.
Aunque todavía no entiendo por qué lo hiciste.
Guiña los ojos porque el sol le viene de cara. Encuentro unas gafas de sol en la guantera, soplo para quitarles el polvo y limpio los cristales con la manga.
—Tú a mí me pusiste la última para capturar la bandera. Me convertiste en la más prescindible del equipo.
—Lo hice así porque parecías a punto de derrumbarte. Gracias —añade, cogiendo las gafas.
—Ah. Yo pensé que era otro de tus truquitos. Así no quedaba nadie para cubrirme. Lucy Hutton, el escudo humano.
—Yo te estaba cubriendo todo el rato. —Echa un vistazo al retrovisor y cambia de carril.
Se enciende un pequeño destello en las proximidades de mi corazón.
—Deberías ver los morados que tengo.
—Ya vi unos cuantos.
—Ah, es verdad. Cuando me quitaste el top del dormilosaurio.
Apoyo la mejilla en el asiento. Hemos parado en un semáforo y distingo la curva de una sonrisa en la comisura de sus labios.
—No sabes cuánto lamento que vieras ese pijama. Me lo regaló mi madre hace unos años por Navidades.
—Ah, no te avergüences por eso. Te queda de maravilla.
Me río y noto que me abandona un poco la tensión. La ciudad se va diluyendo en los suburbios. El sol empieza a ponerse mientras cruzamos a toda velocidad grandes tramos verdes. Nunca me había alejado tanto. Debería empezar a vivir la vida, en vez de andar siempre por el mismo camino (o sea, entrando y saliendo de B&G) como una mansa ovejita.
—Bueno, dijiste que me necesitabas para darte apoyo moral. ¿Vas a contarme por qué? Me da la impresión de que debería estar prevenida y preparada.
—Es que tengo... —empieza, y da un suspiro.
—¿Una carga emocional del pasado? —aventuro—. ¿Con quién es el problema?
—No. Es algo que tiene que ver conmigo sobre todo. Cometí ciertos errores y no me esforcé lo suficiente en algo importante. Y ahora tengo que ir y soportar que me lo echen en cara. Va a resultar un poco doloroso.
—La medicina. —Sin pensarlo, lo reduzco todo a esa palabra—. Perdona.
Ha sido un comentario insensible.
—Estás hablando con el insensible número uno, ¿recuerdas? —Josh sacude los hombros, ansioso por cambiar de tema, y yo me apiado de él.
—Debería venir por aquí un fin de semana y explorar un poco. Podría comprar cosas para decorar mi apartamento. —Lo miro de soslayo, dudando yo misma de mi indirecta. «¿Qué, Lucy? ¿Buscando un compinche para comprar antigüedades? Por favor, contrólate.»
—Bueno —dice, tras una pausa—, seguro que a tu nuevo amigo Danny le encantaría traerte.
Cruzo los brazos y dejamos de hablar durante veintitrés minutos (según el preciso dispositivo digital de su coche).
Soy yo la que acaba rompiendo el silencio.
—Antes de que acabe el fin de semana, voy a abrirte la cabeza para averiguar qué hay en ese malvado cerebro.
—Me parece muy bien.
—Hablo en serio, Josh. Estás acabando con mi salud mental. —Me echo hacia delante, con los codos sobre las rodillas, y me restriego la cara con las dos manos.
—Mi malvado cerebro está pensando en cenar algo pronto.
—El mío está pensando en estrangularte.
—Yo estoy pensando que, si nos precipitamos desde un puente, no tendré que asistir a esta boda. —Me echa un vistazo; quizá sólo bromea a medias.
—Ah, fantástico. Mira la carretera, no vaya a ser que tu sueño se haga realidad. —Cuando cruzamos el próximo puente, lo vigilo con recelo.
—Estoy pensando... en el consumo de carburante del coche.
—Gracias por compartir esta valiosa revelación sobre los engranajes de tu cerebro.
Él me mira con aire pensativo.
—Estoy pensando en cómo te besé en mi sofá. Pienso en ello con una frecuencia preocupante. No paro de pensar en lo extraño que será pasar los días sin tenerte sentada enfrente.
El problema de la verdad es que resulta adictiva.
—Más. Quiero saber más sobre el contenido de tu cerebro. Josh sonríe ante mi petición.
—No ha habido nadie que lo haya intentado.
—¿El qué?, ¿abrirte el cráneo? Usaré un martillo si hace falta.
—No. Tratar de conocerme. Y nunca pensé que serías tú.
—¿Quieres que deje de intentarlo?
Casi no oigo su respuesta, apenas susurrada.
—No.
Vuelvo la cabeza, fingiendo que contemplo el paisaje. Aparcamos frente a un restaurante de camioneros y Josh me coge la mano. Lo que me dice a continuación hace que mi corazón se inunde de una estúpida esperanza, a pesar de que sé perfectamente que está bromeando.
—Vamos. Ya va siendo hora de que tengamos una cita y una cena romántica.
En mi primera falsa cita con Joshua Templeman, todos los reservados están ocupados, así que nos sentamos en la barra. Me subo al taburete con su ayuda y los pies me cuelgan sin llegar al suelo, como si tuviera cinco años. Pedimos rápidamente y a mí se me olvida de inmediato lo que voy a tomar. Josh apoya la barbilla en la palma y nos ponemos a jugar al Juego de las Miradas para pasar el rato.
Yo sería capaz de superar este fin de semana si él no tuviera unas manos tan preciosas. O una fragancia tan encantadora en la piel. Mis ojos emprenden un pequeño tour. Los fluorescentes le dan un aspecto amarillento a todo el mundo, incluida a mí. Él, en cambio, está resplandeciente de vitalidad. Observo que tiene un puñado de pecas muy tenues a lo largo del puente de la nariz. Es evidente que he llevado puestas mis gafas-para-odiar durante la mayor parte de nuestra relación profesional, porque, con toda franqueza, nunca en mi vida he visto a un hombre tan guapo en persona.
Todo él resulta una gozada. Rebosa clase, lujo, excelencia. Cada una de sus partes está diseñada y mantenida a la perfección. No puedo creer que haya malgastado todo este tiempo en otras cosas en lugar de dedicarme a admirarlo.
—Eres como un precioso caballo de carrera. —Doy un suspiro, un poco aturdida. Debería haber tratado de dormir anoche.
Él parpadea.
—Gracias. Debes tener el nivel de azúcar por los suelos. Estás muy blanca.
Seguramente es cierto. Me ruge el estómago. Un grupo de universitarios pasa demasiado cerca, entre bromas y risotadas, y Josh me pone la mano en la parte baja de la espalda. Como haría tu pareja en una cita; con aire protector, como diciéndoles: «Es mía». Luego me pide un zumo de naranja y me obliga a bebérmelo. Observo a un camionero que reprime un eructo y lo suelta lentamente reconvertido en un gruñido. Al fondo, las sartenes crepitan como una vieja radio.
—Le falta un poco de ambiente —me dice Josh—. Lo lamento. Una cita cutre.
La camarera lo mira por quinta vez de reojo, lamiéndose distraídamente la comisura de los labios. Yo le toco la muñeca a Josh y acabo sujetándola.
—Está todo bien.
Llega nuestra comida. Me llevo a la boca mi sándwich de queso caliente a lo bruto; casi tengo que recordarme que debo masticar. Él ha pedido una pechuga a la plancha. Los minutos siguientes me resultan borrosos: grandes mordiscos y sabor a sal. Él me roba un par de patatas fritas del plato como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Tú dónde vas a almorzar normalmente? Siempre me lo he preguntado.
—A la hora del almuerzo voy al gimnasio. Corro seis kilómetros, me ducho y me tomo un gran batido rico en proteínas en el trayecto de vuelta.
—¿Seis kilómetros? ¿Es que te estás entrenando para el fin del mundo o algo así? Quizá yo también tendría que hacerlo.
—Tengo demasiada energía contenida.
—Si no te desfogaras, podrías matarme de un mandoble. Tienes un cuerpo demencial. Lo sabes, ¿no? No he visto más que un centímetro de piel propiamente dicha, pero es demencial.
Josh me mira como si fuese la cosa más disparatada que hubiera oído en su vida. Da un sorbo a su bebida y adopta un aire cohibido.
—Yo soy mucho más que mi cuerpo demencial. —Lo dice con un tono de fingida dignidad, y suena tan remilgado que los dos nos echamos a reír. Le paso la mano por todo el brazo, desde el hombro hasta la muñeca.
—Ya lo sé. Es verdad. Eres demasiado para esta renacuaja.
—No, no es así. Quería preguntarte si todavía estás enfadada por lo del otro día. Por eso que le dije a Bexley, que no necesitaba ayuda para derrotarte.
—¿Cómo es ese dicho? No te enfades, véngate —digo, apartando el plato y lamiéndome los dedos. Me he zampado mi cena como una auténtica puerca—. Estabas equivocado, ¿sabes? Vas a necesitar ayuda para derrotarme. Voy a luchar a brazo partido por ese puesto.
Apuro mi segundo zumo de naranja, luego mi vaso de agua y luego el suyo.
—Tomo nota. —Estruja una servilleta de papel entre sus dedos—. Uau.
Cómo comes.
—Ahora bien, durante este fin de semana vamos a hacer una tregua. Este fin de semana seremos nosotros mismos.
—¿Y quién íbamos a ser, si no?
—Empleados de B&G. Competidores. Infractores de las normas de Recursos Humanos. Enemigos jurados. Ay, chico, me siento mucho mejor.
Me levanto del taburete y noto en el acto que tengo las piernas mucho más fuertes.
—Escucha, Josh, no quiero sorpresas. Si voy a meterme en una terrible trifulca familiar, prefiero saberlo de antemano.
Una sombra cruza su rostro. Coge la cuenta doblada que tiene bajo el borde del plato y me dirige una mueca ligeramente desdeñosa cuando busco mi monedero.
—Seamos nosotros mismos, como tú dices. —Cuenta unos billetes—.
Venga, vamos.
Entro en el baño. Mientras me lavo las manos, me miro en el espejo y me llevo una buena sorpresa. Me ha vuelto el color. De hecho, estoy más encendida que un árbol de Navidad. Los ojos azul neón, las mejillas de un rosado resplandeciente, el pelo negro azulado. Tengo la boca de color rojo cereza, y eso que el pintalabios se me ha ido hace mucho.
Es obvio que esta comida contundente me ha reanimado, pero estaría dispuesta a asegurar que siempre tengo este aspecto tras un período continuado bajo la atención de Josh.
—Con-tró-la-te —me digo a mí misma con severidad. Una mujer entra en ese momento y me mira con extrañeza. Yo me seco las manos y me apresuro a salir del baño.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Capitulo 18
Ya sabemos de quien saco esa imaginación y dramatismo Lucy...
No se por que se complica tanto con el asunto del puesto... por que no simplemente lo habla con Joshua, así ambos saben a que atenerse cuando llegue el momento.
Capitulo 19
Joshua es todo misterio, si no es por su familia, es por el trabajo... cuando sera que se abra por completo...
Lucy debería dejar de ser tan dramática, ahora se preocupa por lo que dirán en la oficina... como todo es amor entre ellos... pero antes que se querían matar hasta por existir no le molestaba.
Ya sabemos de quien saco esa imaginación y dramatismo Lucy...
No se por que se complica tanto con el asunto del puesto... por que no simplemente lo habla con Joshua, así ambos saben a que atenerse cuando llegue el momento.
Capitulo 19
Joshua es todo misterio, si no es por su familia, es por el trabajo... cuando sera que se abra por completo...
Lucy debería dejar de ser tan dramática, ahora se preocupa por lo que dirán en la oficina... como todo es amor entre ellos... pero antes que se querían matar hasta por existir no le molestaba.
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Lucy se preocupa por todo, será lo que tenga que ser, no creó que si Josh no gana el puesto la deje de buscar, debería de relajarse
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Hola @berny_girl y @yiniva disculpen que no había podido publicar, en Venezuela tuvimos un super apagón de 4 días y me era imposible acceder al foro, luego que se reactivo la energía las señal para internet y comunicación han estado muy mal. Ha esta hora es que estoy accediendo a internet.
Así que ya activo la lectura. Mil disculpas.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
20
La noche está perfumada bajo las nubes de tormenta. Josh, apoyado en el coche, contempla la autopista. Hay una gracia peculiar en la posición encorvada de su cuerpo. Si tuviera que ponerle un título, sería: «Anhelante».
—Eh. ¿Todo bien?
Me mira de un modo que hace que se me encoja el corazón. Como si ahora se acordara de que estoy aquí. Como si no me tuviera presente en sus pensamientos.
—¿Estás triste?
—Todavía no —dice, cerrando los ojos.
—Ahora conduciré yo un rato. —Extiendo la mano para que me dé las llaves.
Él niega con la cabeza.
—Tú eres mi invitada. Conduzco yo. Estás muy cansada.
—Ah, ¿ahora resulta que soy tu invitada? —Adopto un aire amenazador.
Josh esconde las dos manos detrás. Yo le sonrío y él me devuelve la sonrisa.
Me sorprende que las minúsculas estrellas que se atisban entre las nubes no se desintegren en polvo plateado. La tristeza que he percibido en sus ojos se disipa y da paso a un brillo divertido.
—Mi rehén. Mi víctima de extorsión, mi cautiva rebelde. Fresita de Estocolmo.
—Las llaves. —Le rodeo la cintura para quitárselas de su puño cerrado.
Luego me apoyo sobre él y lo estrecho con fuerza.
—Suéltalas. Vamos. —Se las quito, pero él me rodea los hombros con sus brazos. Permanecemos así un momento prolongado. Pasan coches a toda velocidad en un flujo continuo.
—Quiero que sepas que no espero nada de ti este fin de semana —dice Josh por encima de mi cabeza.
Me echo hacia atrás y levanto la vista.
—Pase lo que pase, estoy segura de que el lunes por la mañana seguiremos vivos. A menos que tu sexualidad resulte tan mortal como imagino; en cuyo caso, estoy perdida.
—Pero... —protesta él, impotente. Yo lo abrazo con más fuerza y pego la mejilla a su plexo solar.
—Es inevitable, Josh. Necesitamos sacarnos esta ansiedad de dentro. Creo que todo ha ido confluyendo en esa dirección.
—Lo dices medio resignada.
—No puedo sino disculparme de antemano por las cosas que voy a hacerte. Él se ríe, luego se estremece y me aparta.
—A ver, es sólo un fin de semana. —Procuro decirlo a la ligera. Creo que he conseguido convencernos a los dos.
He de adelantar el asiento del conductor como medio kilómetro, lo cual me exige un montón de sacudidas pélvicas. Él echa hacia atrás el asiento del copiloto y me mira forcejear sin hacer comentarios. Tiro del cinturón y ladeo el retrovisor a tope.
—¿Quieres una guía telefónica para sentarte encima? ¿Cómo es que te quedaste tan pequeña?
—Encogí en la lavadora.
Vuelvo a incorporarme a la autopista.
—Nos queda la mitad del camino. —Ahora ha empezado a sacudir la rodilla.
—Procura relajarte. —Nunca había visto a Josh tan nervioso. Noto que se vuelve para mirarme. Es lo que hacemos siempre.
—¿Por qué nos estamos mirando siempre? —pregunto.
—Yo sé por qué. Pero dilo tú primero. —Cree que no voy a seguir su farol, y justamente por eso lo hago.
—Yo siempre estoy tratando de averiguar en qué andas pensando. —Le lanzo una mirada victoriosa, como diciendo: «Ya ves, soy capaz de ser sincera. O más o menos».
—Yo te miro porque me gusta mirarte. Es interesante mirarte.
—Puaj. Interesante. El peor cumplido que he oído jamás. Mi pobre ego lastimado... —Me doy un cachete mental inmediatamente. Andar buscando cumplidos es un pecado mortal—. No importa, hablaba en broma. Eh, mira esa vieja granja. Me gustaría vivir ahí.
—Son tus ojos, sobre todo.
Su voz queda flotando en el espacio entre mi hombro y el suyo. Una fina llovizna ha empezado a caer sobre el parabrisas. Sujeto el volante con más fuerza.
—Esos ojos absolutamente demenciales. Nunca en mi vida he visto unos ojos iguales.
—Uf, gracias. Demenciales. —Se me escapa una sonrisa, de todos modos—. Supongo que el adjetivo es exacto.
—Tú has dicho que mi cuerpo es demencial. Yo lo he dicho en el mismo sentido. También ayuda lo suyo que tú no puedas mirarme. Así puedo decírtelo.
La lluvia cae ahora con más fuerza. Pongo el limpiaparabrisas en modo intermitente y procuro concentrarme en el coche de delante. Josh apaga la radio. No sé por qué, pero ese gesto me resulta amenazador. Como el chasquido de una puerta al dejarme encerrada.
—Los ojos más bellos que he visto en mi vida. —Lo dice como si quisiera hacerme comprender lo importante que es.
Yo me alegro de que esté oscuro, porque me ruborizo.
—Gracias.
Él deja escapar un suspiro. Cuando vuelve a hablar, su voz es como un pedazo de terciopelo frotándome la piel enormemente sensible del pabellón de la oreja. Hago ademán de volverme, pero él chasquea los labios.
—Ahora bien, tu boquita roja de piñón...
Se interrumpe y emite un sonido peculiar, a medio camino entre un gemido y un suspiro. Se me pone la carne de gallina. Me muerdo el labio para no responder. Quizá cuanto más callada esté, más se soltará.
—Un día, tú llevabas una blusa blanca y yo te veía el sostén. Era de encaje coloreado; quizá rosa o violeta. Yo distinguía ligeramente la silueta. Ese día tuvimos una tremenda pelea y tú acabaste yéndote más temprano de lo enfadada que estabas.
—Se me ocurren varias ocasiones similares. Tendrás que precisar un poco más. —En realidad, preferiría que no me recordara este tipo de situaciones.
—Muchas noches me he acordado en la cama de ese sujetador coloreado de encaje bajo la blusa blanca. Qué vergüenza —me confiesa, removiéndose en su asiento. Cuando vuelve a hablar, su voz se cuela en mi oído como un ronroneo
—. ¿Y ese sueño que me contaste una vez? Ibas tapada sólo con una sábana y había un tipo misterioso prácticamente pegado a tu cuerpo...
—Ah, sí. Ese sueño estúpido.
—Se me ocurrió que quizá me estabas insinuando que yo era el hombre del sueño.
—Era todo mentira. —Me sale casi sin pensarlo.
—Ya veo —dice, tras un largo silencio—. Buena jugada, supongo. Me pusiste muy nervioso con ese sueño.
He cortado el impulso que llevaba y me arrepiento en el acto. Se coloca más erguido en el asiento.
—Es verdad que tuve el sueño más obsceno de mi vida. Pero no fue tal como te lo conté.
Vuelve a recostarse en el asiento. Noto que mira para otro lado. Puedo imaginarme lo avergonzado que se siente. Si él me hubiera contado un sueño y me hubiera dado a entender que era sobre mí, me habría sentido ridícula al saber que me había tragado su mentira.
—Ese sueño era sin ninguna duda sobre ti, Josh. —Ahora me toca a mí hablar como si él no estuviera. El sonido de mi propia voz resulta áspero y ronco. La lluvia arrecia con más fuerza mientras sigo conduciendo. Al trazar una larga curva, distingo el brillo de los ojos de un animal salvaje—. Me había acostado pensando en ti, en cómo había intentado provocarte con mi vestido corto negro. Quería que me mirases..., que te fijases en mí. Bueno, aún no sé muy bien por qué decidí ponerme ese vestido. Y durante la noche, apareciste en mi sueño. Pegando tu cuerpo contra el mío, envolviéndome y enredándome con las sábanas.
Él suelta un bufido. Yo necesito sacarme esto de dentro.
—Todo fue por algo que me dijiste ese día en el trabajo. Dijiste: «Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien». Cualquier chica habría tenido un sueño erótico después de semejante frase. Incluso una que te odiara a muerte. — Silencio. Yo continúo—. «Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien», me volviste a decir en el sueño. Y me sonreíste. Y yo desperté cuando estaba a punto de correrme.
—¿De veras? —acierta a decir.
—Casi me corrí simplemente por pensar que estabas pegando tu cuerpo al mío y que me sonreías.
Veo de reojo que aprieta los puños sobre las rodillas.
—¿Con eso basta? Porque podría arreglarse fácilmente.
—Yo estaba alucinada, me sentí rarísima durante todo el día siguiente.
¿Salimos aquí de la autopista?
Al aproximarnos a la rampa de salida, Josh emite un sonido que parece un
«sí» estrangulado. Pongo el intermitente y salgo. Echo una mirada a su regazo. Una farola me ofrece una preciosa imagen congelada de un bulto duro y pronunciado.
—Entonces, ¿por qué mentiste sobre el sueño?
—Yo no quería decir ni una palabra más, pero tú te negabas a dejar el tema.
¿Cómo iba a confesarlo? Me sentía demasiado avergonzada. Creía que me tomarías el pelo. Por eso mentí.
—Tu vestidito diminuto... —Masculla algo para sí. Ambos nos removemos en nuestros asientos. Sus ojos se deslizan hacia mi regazo; nos entendemos el uno al otro perfectamente.
La calle principal de Port Worth es muy ancha y está dividida por amplios arcenes con montones de petunias y geranios cuyos tonos rojos relucen bajo la luz de los faros y de las farolas de latón. Durante el día, esta calle debe ser impresionante.
—Fue ese día en el que pensé que estabas mintiendo sobre tu cita. Ahora a la izquierda, luego sigue hasta el final.
Seguro que se reirá. Es más bien gracioso cuando te paras a pensarlo.
—Sí, ya. Y la verdad es que mentí.
Se hace un gran silencio. Esta vez parece que me he metido en un lío morrocotudo.
—Lucinda... Pero ¿qué coño? ¿Por qué hiciste una cosa así? —Le sale una rabia visceral.
—Tú me mirabas desde tu mesa como si yo fuera una pringada.
—Joder. ¿Es que mi cara es tan difícil de descifrar? —Al ver que no digo nada, menea la cabeza—. O sea, ¿que yo fui el causante, el culpable de que apareciera Danny husmeando como un perrito?
—Sí, era mentira. Pero tú no quisiste dejar la cosa ahí. Me dijiste que pensabas ir al mismo bar. ¿Cómo iba a sentarme allí sola? Tuve que bajar al Departamento de Diseño para buscar a alguien. Y sabía que Danny me diría que sí.
—No habrías estado sola. Yo habría estado allí. La cita habría sido conmigo.
Me quedo boquiabierta. Él levanta la mano para acallarme.
—Tú crees que es amigo tuyo, pero él quiere algo más de ti. Salta a la vista. La próxima vez que me lo tropiece, le explicaré un par de cosas sobre nosotros.
Para que le quede claro.
—¿Te parece correcto? Yo creo que deberías tratar primero de explicarme las cosas a mí.
—La entrada está ahí.
Me detengo delante del Port Worth Grand Hotel, que reluce, dorado y opulento, bajo la luz de nuestros faros, rodeado de un césped cuidado a la perfección. Un aparcacoches me hace una seña; consigo poner el freno de mano y me bajo con piernas temblorosas, sujetando el bolso.
Me acerco al maletero, pero otro empleado del hotel vestido como un soldadito de juguete está sacando ya nuestras maletas. Josh observa la escena con expresión aburrida e irritada.
—Gracias. —Les doy propina a los dos—. Muchas gracias.
Josh se dirige al mostrador. La recepcionista se encoge visiblemente al ser acribillada por esos ojos láser azules. Yo giro sobre mí misma en el vestíbulo. Todo es de distintos matices del rojo: fresa, rubí, sangre, vino. En una pared, hay un tapiz gigantesco con una escena medieval descolorida: un león y un unicornio arrodillados ante una dama. Arriba, colgada del centro de un techo con elaboradas molduras, hay una gran araña de cristal. Por encima de mi cabeza, una escalera de caracol asciende cuatro plantas en círculos concéntricos. Te da la sensación de estar en el interior de su corazón.
—No está mal, ¿eh? —me dice un hombre trajeado desde el bar contiguo.
—Es precioso. —Tengo las manos entrelazadas delante como una colegiala.
Busco a Josh con la mirada, pero no lo veo.
—Se ve todavía mejor desde aquí —me dice el tipo trajeado, haciéndome una seña.
—Buen intento —dice Josh secamente, apareciendo a mi lado. Me rodea con el brazo y me lleva hacia el ascensor. Oigo a nuestra espalda una risueña disculpa: «¡Perdona, amigo!».
—¿Cuántas llaves tienes en la mano?
Josh pulsa el botón del ascensor y me enseña una sola tarjeta magnética como si tuviera un póquer.
—Sólo han reservado cierto número de habitaciones para la boda. He intentado conseguirte una habitación para ti sola, pero todo el hotel está lleno. Esto es una broma típica de Patrick.
Yo sé cuándo miente, y ahora dice la verdad. Está realmente cabreado. Echo un vistazo por encima del hombro a la recepcionista, a quien su supervisor está consolando.
Al llegar a nuestra habitación, Josh hace cuatro intentos con la tarjeta magnética en el picaporte. Cuando al fin me sujeta la puerta abierta e intento pasar por su lado, acabo chocando con él sin querer. Cada parte redondeada de mi cuerpo femenino rebota en el suyo como la bola de un pinball. Tetas, caderas, trasero.
Nos suben las maletas. Josh da una propina al botones. Se cierra la puerta y nos quedamos solos.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
21
Josh deja la tarjeta magnética en el cajón que tiene a su izquierda de una forma lenta y deliberada. Siento un breve acceso de temor. Se me acerca resueltamente, casi me pisa la punta de los zapatos, y es como una mole enorme y oscura que se abate sobre mí, tapándome la visión.
Nunca hemos jugado al Juego de las Miradas en una habitación de hotel.
Me desabrocha el botón del abrigo con dos dedos. La prenda traicionera se abre en el acto, como diciendo: «¡Sírvase, caballero!». Él desliza las manos dentro. Pestañea cuando me arqueo al sentir su contacto. Afianza las manos en la parte baja de mi espalda y hunde suavemente los dedos en mi columna.
—Vamos a hacerlo —digo. Debería escribir sonetos.
Lo sujeto del cinturón y lo arrastro hacia la cama. Él me deposita con cuidado en el borde del colchón y me rodea el tobillo con la mano. Noto que está temblando. Me quita los zapatos y los coloca pulcramente junto a la cama.
Ha pasado una eternidad desde la última vez que sentí la piel de un hombre contra la mía. Desde que conozco a Josh, me he mantenido célibe. La confusión debe de reflejarse en mis ojos cuando caigo en la cuenta. Él lo nota, y me acaricia la barbilla con el dedo.
—Estaba enfadado conmigo mismo hace un momento.
Se arrodilla entre mis pies: como un buen chico, de rodillas junto a la cama, a punto de decir sus oraciones.
Sus ojos azul oscuro tienen un aire testarudo cuando vuelve a mirarme. Estoy segura de que va a besarme en la mejilla y luego se irá, así que lo enlazo por la cintura con una pierna y lo atraigo hacia mí, entre mis muslos. Él emite una exclamación ahogada, algo así como «uaf». Yo le sujeto la mandíbula con ambas manos y lo beso.
A él normalmente le gusta besar con suavidad. A mí esta noche me apetece besar a lo bestia. Le abro la boca con la mía en cuanto nuestros labios se tocan. Él intenta frenarme, pero yo no le dejo. Lo mordisqueo una y otra vez hasta que aprieta sus caderas contra mí. Siento un golpe sordo, una especie de impacto de su cuerpo sobre el mío.
Si alguna vez me había considerado a mí misma una adicta, ahora veo que me había quedado muy corta. Quiero una sobredosis de él. Cuando concluya el fin de semana, apareceré aturdida en un callejón, incapaz de recordar mi propio nombre. Al menos, esta forma de lujuria la entiendo. Soy capaz de afrontarla, y, para ser sincera, creo que es el único desahogo del que disponemos ahora mismo. Lo estoy sujetando férreamente con brazos y piernas, así que me llevo una sorpresa cuando tengo una sensación de caída. Abro los ojos y veo que él se ha levantado y me sostiene en brazos.
—¿Piensas matarme esta noche? —me pregunta casi sin despegarse de mi boca, y yo vuelvo a besarle con pasión.
—Voy a intentarlo.
Mi último novio, el último hombre con quien practiqué el sexo hace una eternidad, medía un metro sesenta y cinco. Él habría sido incapaz de levantarme del suelo. Habría sufrido una hernia discal en su endeble columna de adolescente. Josh se desploma en un precioso sillón de orejas en el que sólo he reparado vagamente cuando hemos entrado en la habitación.
Durante toda mi vida (antes de Josh) me he burlado de los chicos que alardeaban de su fuerza. Pero quizá todavía existe una parte de mí a la que le encanta que la lleven en volandas y le hagan mimos. La falda se me ha levantado tanto que seguramente ahora puede verme las bragas, pero él no baja la mirada. Me viene a la cabeza la palabra «caballero».
Josh alza una mano. En otra época me habría estremecido, pero ahora me inclino confiadamente sobre su palma.
—Despacio.
Meneo la cabeza con incredulidad pero él me mira a los ojos.
—Por favor.
La duda se apodera de mí.
—¿Es que no quieres?
Él remueve las caderas. Noto la prueba de que sí quiere, firme, durísima, contra mi cuerpo. Me desea con tal desesperación que sus ojos han adquirido ese característico tono oscuro de asesino en serie. Pego la frente a la suya. Respiramos el uno sobre el otro, apenas rozándonos con los labios.
Él desea pegar la boca a mi piel. Morder. Devorar. Me desea con las manos y las rodillas. La piel húmeda, el aire frío. Los dedos deslizándose por mi cuerpo. Sus palabras susurradas, casi inaudibles bajo mi respiración entrecortada. Lágrimas de exasperación y rímel húmedo trazando una lámina de Rorschach sobre la funda de la almohada.
Ya sé lo que voy a sacar de él. Mimos, tormentos, una advertencia oscuramente formulada cuando me acerque demasiado. Me colocará en la posición que le apetezca, sujetándome con manos imperiosas, ladeándome, apretando, aflojando.
Pero también sé que me hará reír. Suspirar. Que se burlará de mí, que me reprochará mi teatro y me hará sonreír incluso cuando desee estrangularlo. Con mi actitud desafiante me ganaré una demora. Con mi aquiescencia, un beso.
Es lo que está haciendo, claro. Demorarlo. Quiere jugar conmigo de tal modo que el orgasmo me llegue horas después del primer contacto. Va a hacer que este huevo de Pascua dure días y días. Trocito a trocito. Fundiéndose en su lengua. Quiere hacerlo tantas veces que perdamos la cuenta y probablemente acabemos pereciendo. Quiere asegurarse de que me vuelvo totalmente adicta a él. Sí, sé lo que voy a sacar de él en la cama. Es lo que siempre he sacado de él.
Ante mis ojos desfilan todas las imágenes pornográficas concebibles, porque él se lame los labios y baja la mirada hacia el encaje transparente de los elásticos de mis medias. Intenta articular palabra pero no puede.
Yo voy desabrochándole la camisa con torpeza, maniobrando con cada botón hasta que suena un chasquido.
—¿Por qué todos los colores le sientan tan bien a tu piel? Incluso ese horrendo tono mostaza. —Pego la boca a su cuello—. Un hombre guapísimo, de una belleza inhumana, bajo los fluorescentes de la oficina.
—Verde, el color de la envidia. Me he vuelto un psicópata celoso últimamente.
—Mostaza, el color de los militares. Vamos a quemarla.
—Claro, Fresita. Puedes quemarme la camisa si quieres. En el bidón de metal de un callejón.
Ahora se ríe y luego suspira junto a mi garganta, lo cual no me facilita nada el proceso de desabrocharle tantos botones como quisiera. Deslizo las manos por dentro.
—Eres como un póster anatómico por debajo de ese atuendo perfectamente planchado de ejecutivo. Siempre lo había sospechado, Clark Kent.
—Despacio. —Me saca las manos de su camisa. Forcejo un poco, pero él me sujeta y ladea la cabeza hacia la mía.
Empezamos otra vez a besarnos. Con una suavidad sedosa, más liviana de lo que habría creído posible después de atacarlo tan descaradamente con mis pequeñas garras.
Me aprieta las muñecas con los pulgares. Yo me arqueo un poco, pegando los pechos a su torso mientras nos besamos con una lentitud exasperante. La impaciencia desatada que sentía antes se ha apaciguado en parte, porque quizá lo que él me está vendiendo es la idea de postergar, de hacerlo durar.
—Me parece que tú has ido muy deprisa en el pasado —me dice, como si me leyera el pensamiento—. ¿Qué prisa tienes?
Ser besada por Josh, por esos labios dulces y maduros, es un placer a la altura del sexo. Él sólo está pendiente de mí y de mis reacciones, tratando de aprender lo que me gusta, negando, dando, hablándome sin palabras. Cada vez que abro los ojos un momento, veo que está haciendo lo mismo.
Se me encoge el corazón cuando sonríe sobre mis labios.
—¿Cómo estás? —susurra, y yo mordisqueo suavemente las palabras en su lengua.
—¿Cómo crees tú que estoy?
Sus manos me sueltan las muñecas cautelosamente. Cuando comprueba que voy a seguir nuestro ritmo pausado, me sujeta el trasero con ambas manos y me da un buen apretón.
—Estás de fábula, Luce. De fábula.
—Ya lo creo. —Es tremendamente excitante saber que ahora puedo poner los labios sobre él cuando quiera. Examino su piel como un caudillo victorioso; éste es mi nuevo territorio. Él se estremece bajo mi inspección.
—Ahora vamos a jugar a un juego especial —le digo—. Se llama Quién Llega Primero.
—También conocido como Medalla de Oro, Medalla de Plata.
Nos echamos a reír. Estoy desabrochándole el puño cuando empieza a sonar su teléfono móvil. Él, sin hacer caso, atrae mi boca hacia la suya. Me atrapa el labio inferior con los dientes.
—Preciosa —dice—. Realmente preciosa.
El móvil sigue sonando y sonando. Cuando enmudece, suelto un suspiro de alivio. Y entonces empieza a sonar otra vez. Josh me mira a los ojos; yo me encojo de hombros con frustración y me bajo de su regazo.
—Voy a apagarlo.
Mientras él hurga en el bolsillo, examino mi trabajo hasta ahora. Lo tengo derrumbado en el sillón, con las piernas separadas, la camisa desabrochada, el pelo alborotado y los ojos nublados y oscurecidos.
—Pareces un empollón sexi y virginal al que acabo de pervertir en el asiento trasero de mi coche.
Sus ojos brillan divertidos.
—Así es como me siento. —Saca el móvil y le echa un vistazo desdeñoso.
Pero enseguida vuelve a mirarlo.
—Es mi madre. Mierda, me había olvidado de ella.
Me escondo en el baño. La vergüenza se apodera de mí ante la posibilidad de conocerla. No sé muy bien qué hacer. Oigo a través de la puerta cómo Josh habla con tono apaciguador. Me lavo las manos, me palpo los labios hinchados y me observo en el espejo. Parezco la versión porno de mí misma.
—Luce —me dice desde detrás de la puerta—. Perdona, pero he de bajar unos minutos.
Abro de golpe.
—¿Va todo bien?
—Mi madre está abajo. Por lo visto, ha preparado unos centros de mesa con las rosas de su jardín, pero no encuentra a nadie en el hotel que la ayude a descargarlos y está empezando a enfadarse. No hay nada que hacer. Tengo que bajar un momento y darle a alguien una patada en el culo. —Vuelve a abrocharse los botones de la camisa.
—Claro. Anda. Haz llorar a algún empleadillo. ¿Quieres que vaya a ayudarte?
—No. Tú estás cansada. ¿Quieres que te pida algo de comer? ¿Te traigo café cuando suba?
—No, estoy bien. Igual me ducho mientras tanto. Ten por seguro que cuando vuelvas te estaré esperando seductoramente en la cama con alguna prenda de encaje.
Él hace una mueca y se arregla un poco los pantalones. Está tan contrariado que me inspira compasión.
—No puedes dejarla ahí abajo peleándose con el personal.
—No sé cuánto tardaré; espero que sólo unos minutos. Tú relájate y ponte cómoda. Enseguida vuelvo.
—Tranquilo. Jamás querría montármelo con un chico que no está dispuesto a sacar a su madre de un apuro. Ve, anda.
El baño tiene casi el mismo tamaño que el dormitorio de mi apartamento.
Me ducho y me desmaquillo. Mientras me cepillo los dientes, me miro la cara, pálida y sin ningún maquillaje, y me recuerdo a mí misma que él ya me ha visto así. De hecho, me ha visto en mucho peor estado.
Me ha visto sudando, vomitando, con fiebre, dormida. Me ha visto furiosa, frustrada, asustada. Caliente, sola, abatida. Tenga el aspecto que tenga, él nunca parece inmutarse. Siempre me mira de la misma forma. Saber eso me proporciona la confianza suficiente para salir con el top del dormilosaurio y con unos shorts para dormir. Me parecía una idea divertida en un principio, pero capto un atisbo de mí misma en el tocador. Tengo toda la pinta de una niña de diez años. Bueno, qué se le va a hacer. Una Lucy en picardías sería una falsificación.
El silencio se prolonga. Echo un vistazo a mi móvil. Nada. Aparto la colcha y me deslizo dentro de la cama. No puedo reprimir un gemido de placer. Después de toda la tensión de los últimos días, la experiencia no está resultando tan aterradora como había imaginado. Las sábanas se calientan enseguida y yo remuevo los pies con delectación.
Me recuesto sobre el montón de almohadas y enciendo la televisión. Encuentro un canal en el que ponen Urgencias, lo que me resulta extrañamente reconfortante. Seguro que Josh ya ha visto este episodio. Trato de detectar los detalles inexactos, pero se me empiezan a secar los ojos y los acabo cerrando. Para calmar mis nervios, pulso el play de mi memoria mientras reprimo un bostezo.
Vuelvo allí una vez más, a esa noche en la que, tragándome el orgullo, fui a su apartamento. Es como un rincón particular de felicidad que conservo en mi mente. Estoy acurrucada en su sofá, con la espalda hundida en los mullidos almohadones. Noto el peso de Josh a mi lado, y sé que, mientras él siga ahí, todo estará bien. Ignoro cuánto tiempo permanecemos así. Estoy aquí, cogida de la mano, con el hombre más intenso y fascinante que he conocido en mi vida. Me mira con una profunda ternura en los ojos. Como si me amase.
Ahora sé que debo estar soñando.
Me despierto cuando el sol que se cuela por la rendija de las cortinas ilumina el centro de mi almohada. Mi primer pensamiento es: «No. Estoy demasiado cómoda».
Y mi segundo pensamiento: «Por fin voy a verlo dormido».
Tendidos cara a cara, con las almohadas juntas, hemos estado toda la noche jugando al Juego de las Miradas con los ojos cerrados. Cada una de sus pestañas, oscuras y lustrosas, se curvan por encima del pómulo. Sería capaz de asesinar por unas pestañas como éstas; pero parece que la naturaleza siempre se las otorga a los hombres más masculinos. Josh se aferra a mi brazo como si fuera un osito de peluche. No le odio, ésa es la verdad. Ni una pizca siquiera. Es un desastre que no le odie. Le deslizo los dedos por la frente. Él la frunce un momento. Aliso la arruga con la presión de mi mano.
Me incorporo sobre el codo. El reloj de la mesilla marca las 12.42. Lo compruebo varias veces. ¿Cómo es que nos hemos dormido hasta el mediodía? Obviamente, el agotamiento de los últimos días nos ha pasado una factura espectacular.
—Josh. —No tiene sentido andarse con formalidades y llamarle por su nombre completo cuando estamos durmiendo en la misma cama—. ¿A qué hora es la boda?
Él se despierta sobresaltado y abre los ojos.
—Hola.
—Hola. ¿A qué hora es la boda? —Trato de deslizarme fuera de la cama, pero él se aferra a mi brazo con más fuerza.
—A las dos. Pero hemos de llegar allí más temprano.
—Pues ya son cerca de la una. De la tarde. Él parece estupefacto.
—No había dormido hasta tan tarde desde la secundaria. Vamos a llegar tarde. —Pese a lo cual, me tira del codo y yo vuelvo a tumbarme en la cama. Ahora sí le veo los brazos desnudos, porque lleva una camiseta negra sin mangas.
—Bonitos brazos.
Deslizo las manos por uno de ellos, examinando las ondulaciones de cada curva tensa y definida. Lo hago de nuevo. Él observa en silencio. La segunda vez uso las uñas. Carne de gallina. Hmm. Inclino la cabeza para besarle la piel erizada.
—Eres único, Joshua Templeman. —Le aparto el pelo de la frente. Lo tiene despeinado y alborotado. Me paso los siguientes minutos alisándoselo—. ¿Me estoy esforzando demasiado en seducirte?
Él me atrae hacia sí. Nunca me habría imaginado que fuera tan mimoso.
—Siempre podrías esforzarte un poco más.
Es tan dulce... Estar en la cama con él resulta una delicia. Sin pensarlo, le pregunto algo que siempre he querido saber.
—¿Cuándo tuviste tu última novia?
La pregunta resuena como si hubiera tocado un gong. Qué buena idea, Lucy. Ponerte a hablar de otras mujeres mientras estás en la cama con él.
—Hmm. —Se produce un largo silencio. Tan largo que pienso que o se ha vuelto a dormir, o va a decirme que está casado. No, no puede ser. Es demasiado joven. Él vuelve a intentarlo—: Bueno. Hmm.
—No me digas que estás esperando el divorcio o algo así.
Sube el brazo hasta la mitad de mi espalda. Mi cabeza se reclina lentamente sobre su hombro. Apenas puedo mantener los ojos abiertos, de lo cómoda y abrigada que estoy. Envuelta en su fragancia y en unas sábanas de algodón.
—Nadie sería tan masoquista como para casarse conmigo. Yo le defiendo con cierta indignación.
—Alguna estaría dispuesta, seguro. Eres absolutamente despampanante. Un tipo cuidado, alto, musculoso. Y con empleo. Y con un buen coche. Y con unos dientes perfectos. Vienes a ser lo opuesto de la mayoría de los chicos con los que he salido.
—O sea, ¿que todos han sido... monstruos horribles y desastrados..., sin trabajo... y más bajos que tú? ¿Cómo es posible?
—Veo que has estado leyendo mi diario. El último tipo con el que salí era tan bajito que podía ponerse mis tejanos.
—Pero debía de ser simpático. Para ser lo contrario de mí, debía de ser rematadamente simpático —dice, con la vista fija en la pared.
—Sí, supongo. Tú también puedes ser simpático. Ahora mismo lo eres. — Noto unos dientes en la clavícula y suelto un bufido—. Vale. Nunca eres simpático. —Los dientes han desaparecido y un suave beso, en cambio, desciende sobre el mismo punto.
—¿Y cuándo rompiste con ese hombre en miniatura? —Ahora empieza a besarme la garganta muy despacio, con aplicación y dulzura.
Cuando ladeo la cabeza para proporcionarle mejor acceso, veo otra vez el radio despertador. La hora del mundo real se aproxima rápidamente. Me pregunto si tengo alguna barrita de cereales en el bolso.
—Fue un par de meses antes de la fusión de B&G. Ya hacía tiempo que la cosa no funcionaba. Y como estábamos pasando en la empresa una época muy estresante, y nosotros ya no nos veíamos tanto, acordamos darnos un descanso.
Y el descanso nunca se terminó.
—Pero eso fue hace mucho.
—De ahí que yo te provocara constantemente. Pero tú nunca reaccionabas. Espera, no me lo digas. No quiero saberlo. —Imaginármelo dándole placer a otra es demasiado para mí.
—¿Por qué no?
—Me pondría celosa —refunfuño.
Él empieza a reírse por lo bajini, pero enseguida se pone serio. Cuando finalmente se explica, lo hace con un tono tremendamente incómodo.
—Yo estaba saliendo con alguien, pero rompimos una semana después del traslado al nuevo edificio de B&G. Fue ella la que rompió conmigo.
—B&G echa a perder cualquier otra relación. —Quisiera morderme la lengua, pero las palabras me salen solas—. Apuesto a que era alta.
—Sí, bastante. —Extiende el brazo hacia la mesita y coge su reloj.
—Rubia.
Se lo pone en la muñeca sin mirarme.
—Sí.
—Maldita sea. ¿Por qué siempre son Rubias Altas? Apuesto a que tiene los ojos castaños, la piel bronceada y un padre cirujano plástico.
—Eres tú la que ha leído mi diario —dice un poco inquieto. Pego la cara a su hombro.
—Estaba deduciendo que debe de ser mi polo opuesto.
—Ella era...
Suelta un suspiro melancólico y a mí se me encoge el corazón. La pequeña y posesiva cavernícola que hay dentro de mí aparece ceñuda en la entrada de su cueva.
—Era muy agradable.
—Ah. Agradable. Qué asco.
—Y tenía ojos castaños. —Observa cómo asimilo los datos.
—Parece un motivo legítimo para romper. ¿Sabes qué? Tú tienes los ojos demasiado azules. Esto no va a funcionar.
Yo sólo pretendía soltar una réplica ingeniosa, pero el tono de su respuesta es fulminante.
—¿En serio creías que esto iba a funcionar?
Ahora me toca a mí decir «Hmm». Ya estoy medio enroscada en mi caparazón cuando él suelta un suspiro.
—Perdona. No quería decir eso. No puedo evitar comportarme como un cínico gilipollas.
—No es una novedad para mí.
—Por eso no tengo novia. Todas acaban dejándome por un chico amable.
Contempla el techo con tan profundo pesar que se me ocurre una idea espantosa. Está colgado por alguien. Esa Rubita-Alta que le rompió el corazón al dejarlo por otro chico menos complicado. Lo cual explicaría sin duda sus prejuicios contra los buenos chicos. Me devano los sesos para encontrar un modo de preguntárselo, pero él mira el reloj.
—Será mejor que nos demos prisa.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
22
—Dame por favor un curso acelerado sobre los miembros clave de tu familia.
¿Algún tema tabú de conversación? No quiero preguntarle a tu tío dónde está su esposa para descubrir a continuación que fue asesinada. —Hurgo en mi maleta.
—Bueno, hasta anoche, cuando transporté cuarenta y cinco centros florales al interior del hotel porque los de recepción no encontraban un carrito, yo llevaba varios meses sin ver a mi madre. Ella me llama casi todos los domingos para ponerme al día de las novedades de amigos y vecinos que a mí siempre me han tenido sin cuidado. Mi madre era cirujana; corazón y trasplantes principalmente. Le gustan los niños y la gente santurrona. Le vas a encantar. Más que encantar, ya verás.
Me doy cuenta de que tengo las manos sobre mi propio corazón. Deseo encantarle. Ay, cielos.
—Te dirá que va a adoptarte. En fin. Mi padre también es cirujano. Le llamaban el Carnicero.
Yo me estremezco.
—Cuando lo conozcas, comprenderás por qué. Trabajaba casi siempre en el quirófano de urgencias. Yo escuchaba todo tipo de historias a la hora del desayuno. «Han traído a un idiota con la garganta atravesada con un taco de billar.» Accidentes de tráfico, peleas, asesinatos fallidos. Siempre estaba atendiendo a borrachos con abrasiones, a mujeres con ojos a la funerala o costillas rotas. Fuese lo que fuese, él lo arreglaba.
—Un oficio muy duro.
—A mi madre, aunque también operaba, nadie la llamaba «Carnicera». Ella se interesaba por la persona que llegaba a la mesa de operaciones. Mi padre se ocupaba más bien de la carne.
Josh se sienta en el alféizar, perdido en sus pensamientos. Yo me pongo a sacar la ropa de la maleta, para dejarlo tranquilo, y luego empiezo a maquillarme en el baño.
Tras unos minutos, atisbo por la rendija y lo veo reflejado en el espejo del tocador. Con el torso desnudo, maravillosamente desnudo, acaba de abrir la cremallera de mi portatrajes y sostiene el vestido con dos dedos, ladeando la cabeza como si lo reconociera. Luego se pasa la mano por la cara.
Creo que he cometido un error con mi vestido azul.
La precipitada incursión que hice el martes a la hora del almuerzo a la pequeña boutique que hay cerca del trabajo me pareció una buena idea en ese momento, pero debería haber llevado alguno de los vestidos que tengo en mi guardarropa. Ahora ya es tarde para arrepentirse.
Josh despliega una tabla de planchar y extiende encima su camisa. Abro la puerta del baño con el pie.
—Uau. ¿A qué gimnasio vas? ¿A todos?
—Es uno que hay en el subsuelo del edificio McBride, a media manzana del trabajo.
Tengo que tragar un montón de saliva.
—¿Estás seguro de que hemos de ir a la boda?
Nunca le había visto tal cantidad de piel: una piel dorada e impecable, que irradia salud. Las líneas de sus clavículas y de sus caderas constituyen un marco impresionante. Entre medias, hay una serie de músculos individuales, cada uno de los cuales representa un objetivo cumplido: una casilla marcada. Los pectorales son planos y cuadrados, de contornos redondeados. La tersa piel del estómago ciñe esos músculos que yo suelo contemplar en las finales de natación de las Olimpiadas.
Josh se plancha la camisa y todos los músculos se mueven a la vez. Sus bíceps, y también los músculos de la parte baja de su abdomen, están surcados por ese tipo de venas tan descaradamente masculinas que recorren la superficie del músculo como diciendo: «Me lo he ganado a pulso». Sus caderas dibujan unas crestas que apuntan hacia su ingle, cubierta por los pantalones del traje.
La cantidad de sacrificio y determinación para mantener todo este patrimonio muscular es alucinante. Típico de Josh.
—Pero ¿cómo es que tienes este aspecto? —Lo digo como si estuviera al borde del paro cardíaco.
—Aburrimiento.
—Yo no estoy nada aburrida. ¿No podemos quedarnos aquí? Seguro que encuentro algo en el minibar con lo que embadurnarte todo el cuerpo.
—Uf. ¿Ésos son unos ojos lascivos o sólo me lo parece? —Me apunta con la plancha—. Termina ahí dentro.
—Para un tipo con tu aspecto, eres tremendamente tímido.
Él se queda un rato callado, planchando el cuello de la camisa. Percibo claramente que tiene que hacer un esfuerzo para permanecer sin camisa delante de mí.
—¿Por qué eres tan tímido?
—Es que he salido con algunas chicas en el pasado...
Se interrumpe. Cruzo los brazos. Mis oídos están a punto de sacar vapor a presión.
—¿Qué clase de chicas?
—Bueno, todas... me han dejado claro en algún momento que mi personalidad no es...
—No es, ¿qué?
—Que no es un placer estar a mi lado. Incluso la plancha humea con indignación.
—¿Te querían sólo por tu cuerpo? ¿Y te lo dijeron a la cara?
—Sí. —Repasa un puño—. Debería resultar halagador, ¿no? Al principio me lo pareció, pero luego, cuando la cosa se fue repitiendo... No resulta agradable que te digan una y otra vez que no eres material adecuado para una relación. —Se inclina sobre la camisa para comprobar que no quedan arrugas.
Ahora por fin comprendo el sentido del cochecito en miniatura. «Mírame a mí, por favor. A mi auténtico yo.»
—¿Sabes lo que pienso sinceramente? Que seguirías siendo increíble aunque tuvieras el aspecto del señor Bexley.
—Debes de haberte bebido los botellines del minibar, Fresita.
Sonríe ligeramente mientras sigue planchando. Me muero de ganas de hacerle comprender algo de lo que yo misma aún no soy del todo consciente. Sólo puedo decir que me duele que se sienta mal sobre un aspecto tan fundamental de sí mismo. Decido no mirarlo tanto como un objeto y me doy la vuelta hasta que se pone la camisa. Es de color azul turquesa.
—Me encanta ese color. Combina a la perfección con el vestido que voy a llevar, hmm, obviamente. —Me vuelvo a avergonzar de mi vestido. Voy a buscar mi bolso y hurgo en su interior hasta encontrar el pintalabios.
—¿Me dejas mirar una cosa? —La corbata le cuelga todavía suelta cuando coge la barra de mis manos y lee el rótulo.
—«Lanzallamas.» Qué adecuado.
—¿Quieres que lo rebaje un poco? —Hurgo otra vez en el bolso.
—Me vuelve loco ese rojo tuyo. —Me besa en la boca antes de que empiece a pintarme. Observa cómo me aplico el pintalabios, secándome y aplicándomelo de nuevo y, al final, pone una cara como de haber superado una prueba—. Apenas puedo resistirlo cuando haces eso —dice.
—¿El pelo suelto o recogido?
Me mira acongojado. Me sujeta el pelo en lo alto y dice:
—Recogido.
Luego lo deja caer, acogiéndolo con las palmas abiertas como si fuera nieve.
—Suelto.
—Entonces medio recogido, medio suelto. Y deja de moverte, me pones nerviosa. ¿Por qué no bajas y te tomas una copa en el bar? Así te armas de valor. Yo conduciré hasta la iglesia.
—Te espero abajo dentro de, digamos, quince minutos, ¿vale?
Una vez que se ha ido, cuando el silencio inunda la habitación, me siento en el borde de la cama y me contemplo a mí misma. El pelo me cae sobre los hombros; mi boca parece un pequeño corazón rojo. Tengo pinta de estar perdiendo el juicio. Me desnudo, me pongo las bragas modeladoras para alisar cualquier bulto, me subo las medias y examino el vestido.
Yo pensaba comprar algo de un tono azul marino apagado, una prenda que pudiera volver a ponerme, pero en cuanto vi el vestido azul turquesa supe que tenía que ser mío. Aunque me lo hubiera propuesto, no habría encontrado nada que combinara mejor con las paredes de su dormitorio.
La dependienta me aseguró que me quedaba perfecto, pero la forma que ha tenido Josh de pasarse la mano por la cara indica que se ha dado cuenta de que está en compañía de una loca de remate. Lo cual es innegable. Prácticamente me estoy pintando a mí misma con el azul de su dormitorio. Consigo subirme la cremallera con unos movimientos de contorsionista.
Decido bajar por la enorme escalinata en espiral, en lugar de tomar el ascensor. ¿Cuántas oportunidades tendré de hacerlo? La vida ha empezado a parecerme una gran oportunidad para convertir cada experiencia en un nuevo recuerdo. Desciendo en círculos concéntricos hacia el hombre guapísimo con traje y camisa azul claro que está en la barra del bar.
Él levanta la vista. La expresión de sus ojos me avergüenza de tal forma que apenas puedo poner un pie delante del otro. «Loca, loca», me susurro a mí misma cuando me planto frente a él y apoyo el codo en la barra.
—¿Cómo estás? —acierto a decir. Él se limita a mirarme en silencio—. Sí, ya. Menuda loca, vestida con el mismo color que las paredes de tu habitación. — Me aliso el vestido con gesto cohibido.
Es un vestido de estilo retro, como de baile de promoción, con un profundo escote y la cintura ceñida. Me llega un olorcillo de la comida que están sirviendo en el restaurante del hotel. Mi estómago emite un gemido lastimero.
Josh niega con la cabeza, como si yo fuese idiota.
—Estás preciosa. Tú siempre estás preciosa.
Mientras el placer de estas palabras se difunde por mi pecho, recuerdo que tengo una deuda de gratitud pendiente.
—Gracias por las rosas. No te las había agradecido, ¿verdad? Me encantaron. Nunca me habían mandado flores.
—Rojas de pintalabios. Rojas Lanzallamas. Nunca me había sentido como una mierda hasta tal punto.
—Te perdoné, ¿recuerdas? —Me meto entre sus rodillas y cojo su copa. La huelo—. Uau. Qué fuerte.
—Lo necesitaba. —La apura sin parpadear—. A mí tampoco me habían mandado flores nunca.
—Todas esas mujeres estúpidas que no saben cómo tratar a un hombre como es debido.
Aún estoy perturbada por lo que me ha contado antes. Desde luego, él es un gilipollas terco, calculador y celoso de su propio territorio durante el cuarenta por ciento del tiempo, pero el otro sesenta por ciento está lleno de humor, dulzura y vulnerabilidad.
Realmente, parece que me he bebido todos los botellines del minibar.
—¿Lista?
—Vamos. —Esperamos a que el mozo nos traiga el coche. Levanto la vista hacia el cielo.
—Bueno, dicen que la lluvia el día de tu boda es un buen augurio.
Cuando llevamos circulando unos minutos, le pongo la mano sobre la rodilla porque no para de sacudirla.
—Relájate, por favor. Aún no he entendido por qué es tan importante esta ocasión.
Él no responde.
La pequeña iglesia queda a diez minutos del hotel. El aparcamiento está lleno de mujeres vestidas con colores pastel, que se abrazan a sí mismas, ateridas de frío, mientras reprenden a sus acompañantes masculinos o a sus hijos.
Yo también estoy a punto de abrazarme a mí misma frente al frío cuando Josh me coloca a su lado y me arrastra rápidamente hacia el interior. «Hola, luego hablamos», dice a varios parientes que le saludan con aire de sorpresa para volver enseguida sus ojos hacia mí.
—Te estás portando como un grosero —susurro, sonriendo a todo el mundo y procurando frenar un poco.
Él me desliza los dedos por la parte interior del brazo y da un hondo suspiro.
—Primera fila.
Me arrastra por el pasillo central. Soy como la nubecilla de la estela que va dejando un jet de combate. La organista está ensayando unos acordes vacilantes, y es probable que sea la expresión de Josh lo que la sobresalta y la hace pulsar varias teclas con estridencia. Nos acercamos al primer banco. La mano de Josh aprisiona la mía como un torno.
—Hola. —Lo dice con una desgana tan convincente que casi merece un Oscar—. Aquí estamos.
—¡Josh!
Su madre (me imagino que es ella) se levanta de un salto para abrazarle. Él me suelta la mano y yo observo cómo la rodea con sus brazos, o, mejor dicho, cómo enlaza los antebrazos por detrás de ella. Hay que reconocerle el mérito. Para ser alguien tan arisco, no puede negarse que se somete bastante dócilmente al ritual del abrazo.
—Hola —dice, besándola en la mejilla—. Estás muy guapa.
—Llegas por los pelos —comenta el hombre que está sentado en el banco, aunque no creo que Josh lo oiga.
La madre es una mujer bajita, de pelo claro, con esos blandos hoyuelos en las mejillas que yo siempre he deseado tener. Sus ojos grises están algo nublados cuando se echa atrás para contemplar a su enorme y precioso hijo.
—Ah, bueno. —Sonríe por el cumplido y se vuelve hacia mí—. ¿Y ésta es...?
—Sí. Ésta es Lucy Hutton. Lucy, mi madre, la doctora Elaine Templeman.
—Encantada de conocerla, doctora Templeman. —Ella me envuelve en un abrazo antes de que yo pueda parpadear siquiera.
—Llámame Elaine, por favor. ¡Lucy, al fin! —exclama sobre mi pelo.
Luego se aparta y me estudia—. Es preciosa, Josh.
—Sí, mucho.
—Bueno, ya te anuncio que voy a adoptarte —me dice.
Yo no puedo evitar una sonrisita idiota. Josh me lanza una mirada como diciendo: «¿Lo ves?», y luego se seca las palmas en los pantalones. Tiene una expresión medio enloquecida. Quizá es que padece iglesiafobia.
—Qué muñequita, por Dios. Es para comérsela. Ven, siéntate aquí con nosotros. Éste es el padre de Josh. Anthony, mira qué monada. Anthony, ésta es Lucy.
—Encantado —contesta él, muy serio.
Yo parpadeo, alucinada. Es Joshua pasado por el túnel del tiempo. Todavía increíblemente guapo, parece un majestuoso zorro plateado, ataviado formalmente con un traje a medida. Estamos a la misma altura, y él continúa sentado. De pie, debe de ser un auténtico gigante. Elaine le pone la mano en el cuello. Él levanta la vista para mirarla, con una levísima sonrisa en los labios.
Luego vuelve sus terroríficos ojos láser hacia mí. La genética no deja de asombrarme.
—Encantada —respondo. Nos miramos el uno al otro. Tal vez debería tratar de cautivarlo. Es un viejo reflejo mío, pero pulso el botón de pausa. Sopeso la idea y acabo descartándola.
—Hola, Joshua —dice, reorientando sus ojos láser—. Ha pasado bastante tiempo.
—Hola —contesta Josh, y asiéndome de la muñeca me hace sentar entre él y su madre. Un parachoques. Tomo nota para reprochárselo más tarde.
Elaine le pasa una mano por el pelo a su marido, dejándoselo en impecable formación. La Bella ha domado a esta Bestia, no cabe duda. Cuando toma asiento, me vuelvo hacia ella.
—Debe de estar muy emocionada —digo—. Yo conocí a Patrick un día, aunque en condiciones menos agradables.
—Ah, sí. Patrick me lo contó en una de sus llamadas dominicales. Estabas bastante indispuesta, me explicó. Con una intoxicación alimentaria.
—Yo creo que era un virus —apuntó Josh, cogiéndome la mano y acariciándola como un hechicero obsesivo—. Y él no debería comentarte los síntomas de otras personas.
Su madre lo mira unos instantes, echa un vistazo a nuestras manos enlazadas y sonríe.
—Fuese lo que fuese —digo—, me dejó completamente hecha polvo. A lo mejor ni siquiera me reconoce ahora. O eso espero. Tuve mucha suerte de que sus hijos me ayudasen a superarlo.
Elaine le dirige una mirada a Anthony. He llevado sin querer la charla demasiado cerca del gran elefante de la habitación: el hecho de que Josh no ejerza la medicina.
—Las flores son preciosas —digo, señalando las masas enormes de lirios que hay al final de cada banco.
Elaine se inclina hacia mí y me susurra:
—Gracias por venir con él. Esto le resulta muy difícil —añade, lanzándole a Josh una mirada inquieta.
Elaine, siendo como es la madre del novio, se excusa enseguida para ir a saludar a los padres de Mindy y para ayudar a sentarse a varias personas tremendamente ancianas. La iglesia se va llenando; suenan risas ahogadas y grititos de sorpresa mientras los familiares y los amigos se saludan.
Francamente, no veo qué tiene de difícil esta situación. Todo parece ir sobre ruedas. No detecto nada fuera de lugar. Anthony saluda a la gente con un gesto. Elaine reparte besos y abrazos y contagia su animación a cada persona con la que habla.
Yo sólo soy un librito solitario entre dos sujetalibros imponentes y taciturnos. Anthony no es el tipo de hombre inclinado a la charla intrascendente.
Dejo que padre e hijo permanezcan en silencio sobre una pulida plancha de madera. Sigo sujetando la mano de Josh, sin saber muy bien si le soy de alguna ayuda hasta que él se vuelve y me mira a los ojos.
—Gracias por estar aquí —me susurra al oído—. Así es más fácil.
Reflexiono sobre estas palabras mientras Elaine toma otra vez asiento y la música empieza a sonar.
Patrick ocupa su sitio frente al altar. Le lanza una mirada irónica a su hermano y me examina a mí de arriba abajo, como evaluando mi recuperación. Sonríe a sus padres un momento y deja escapar un resoplido.
Nos ponemos todos de pie cuando Mindy llega con un gran vestido de tela esponjosa. Es un vestido absurdamente desmesurado, pero ella parece tan inmensamente feliz mientras recorre la nave sonriendo y llorando a la vez como una chiflada, que a mí me acaba encantando también.
Ocupa su sitio frente al novio, de modo que la veo muy bien. «Santo cielo.
Es una preciosidad. A por ella, Patrick.»
Las bodas siempre acaban produciéndome un extraño efecto. Noto que me emociono cuando los amigos leen poemas especiales para la ocasión y cuando el pastor reflexiona sobre el compromiso que van a contraer los novios. Se me hace un nudo en la garganta cuando ellos pronuncian sus votos. Cojo el pañuelo que Elaine me ofrece y me seco el rabillo de los ojos. Observo con una sensación de suspense cómo desliza cada uno el anillo en el dedo del otro y respiro, aliviada, al ver que entran sin la menor dificultad.
Y cuando se pronuncian las palabras mágicas: «Puedes besar a la novia», dejo escapar un gran suspiro de felicidad como si estuviera desfilando el rótulo
«THE END» sobre esa imagen congelada de película.
Miro a Elaine y ambas nos reímos encantadas y empezamos a aplaudir. Los hombres que tenemos a uno y otro lado suspiran con indulgencia.
Los novios recorren la iglesia luciendo sus nuevas alianzas de oro, y todo el mundo se pone de pie entre comentarios y exclamaciones que casi ahogan las notas del viejo órgano. Ahora, por primera vez, detecto algunas miradas especulativas hacia Josh. ¿Qué pasa aquí?
—Han ido a sacarse fotos al paseo marítimo. Espero que el viento no se lleve a Mindy en volandas —me dice Elaine, saludando a alguien—. Ahora iremos al hotel y tomaremos una copa; luego, una cena temprana y los discursos. En algún momento te robaremos a Josh para sacar unas fotos en familia.
—Suena bien. ¿No, Josh? —Le aprieto la mano. Ha estado ausente durante los últimos minutos. Con un respingo, vuelve a cobrar vida.
—Claro. Vamos.
Echo un vistazo por encima del hombro hacia sus padres, que parecen más divertidos que alarmados cuando él me toma del brazo y me arrastra a toda velocidad fuera de la iglesia.
—No corras, Josh. Espera. Mis zapatos. —Apenas puedo seguir su ritmo hasta llegar al coche. Él se desploma en el asiento del copiloto y suelta un enorme suspiro.
Yo tengo problemas para maniobrar marcha atrás, porque todo el mundo se aglomera a la vez en el aparcamiento.
—¿Quieres que volvamos directamente? ¿O prefieres dar una vuelta antes?
—Demos una vuelta. Hasta casa. Coge la autopista.
—Como observadora imparcial, te aseguro que ha ido todo bien.
—Tienes razón, supongo —dice abatido.
—¿Cómo? ¿Podrías repetirlo dentro de un momento para que lo grabe? Lo quiero usar como tono de alerta para mis mensajes de texto. Lucy Hutton, tienes razón.
Burlarme de él tal vez sirva para sacarlo de este pequeño bajón. Él se vuelve hacia mí.
—Si quieres puedo grabarte también el mensaje del buzón de voz. Éste es el buzón de voz de Lucy Hutton. Ahora mismo está muy ocupada llorando en la boda de un desconocido y no puede atender a su llamada, pero deje un mensaje por favor y le llamará lo más pronto posible.
—Bah, cierra el pico. Seguramente veo demasiadas películas. Ha sido tan romántico...
—Eres un encanto.
—Joshua Templeman cree que soy un encanto. Lo nunca visto, señores. — Nos sonreímos el uno al otro.
—Debes haber llorado por algún motivo. ¿Estabas soñando con tu propia boda?
Lo miro a la defensiva.
—No. Claro que no. Qué patético. Además, mi prometido es invisible, no lo olvides.
—Pero, entonces, ¿por qué te hace llorar la boda de un desconocido?
—El matrimonio es uno de los últimos ritos ancestrales de la civilización. Todo el mundo desea encontrar a alguien que le quiera tanto como para llevar un anillo de oro. Ya sabes, para mostrar ante los demás que su corazón está ocupado.
—No sé si eso tiene importancia hoy en día. Intento encontrar una forma de explicarlo.
—Es algo totalmente primario. Él lleva mi anillo. Es mío. Nunca será tuyo.
La lenta procesión de vehículos nos lleva de vuelta al hotel. Le doy las llaves al aparcacoches. Josh intenta arrastrarme hacia un lado del edificio.
—Josh. No. Venga.
—Subamos a la habitación.
Él se resiste a moverse. Y pesa una tonelada.
—Te estás portando de un modo absurdo. Dime qué te pasa.
—Es una tontería —murmura—. No es nada.
—Bueno, vamos a entrar. —Le cojo la mano con firmeza y lo llevo a través de las puertas que nos sujeta un botones.
Inspiro lo más profundamente que puedo y entro con él en un salón lleno de gente. La mitad, de la familia Templeman.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Capitulo 20
Empezaron los momentos de confesiones... aun creo que Joshua escode mas cosas de las que dice... espero estar equivocada...
Capitulo 21
En ocasiones son demasiados lindos los dos... pero nadie me saca de la cabeza que esa Rubia-Alta es la actual prometida de su hermano...
Capitulo 22
Estoy desesperada por saber que esconden todos de Lucy... aunque creo que no se pusieron de acuerdo pero Joshua tiene algo que confesar que puede ser muy relevante en ese preciso momento....
Empezaron los momentos de confesiones... aun creo que Joshua escode mas cosas de las que dice... espero estar equivocada...
Capitulo 21
En ocasiones son demasiados lindos los dos... pero nadie me saca de la cabeza que esa Rubia-Alta es la actual prometida de su hermano...
Capitulo 22
Estoy desesperada por saber que esconden todos de Lucy... aunque creo que no se pusieron de acuerdo pero Joshua tiene algo que confesar que puede ser muy relevante en ese preciso momento....
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
20
Llegaron las confesiones, creó que es momento de que se quiten las máscaras y den rienda suelta.
21
Mmmmm, yo que pensé que por fin estarían juntos y los interrumpen, estos dos no pueblo vivir sin las discusiones.
22
Pues tal vez la novia sea la ex, ja, ja, no se, pero quiero saber
Llegaron las confesiones, creó que es momento de que se quiten las máscaras y den rienda suelta.
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Mmmmm, yo que pensé que por fin estarían juntos y los interrumpen, estos dos no pueblo vivir sin las discusiones.
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Pues tal vez la novia sea la ex, ja, ja, no se, pero quiero saber
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
23
En una bonita sala contigua al salón de baile pasamos casi dos horas alternando, con un grado de incomodidad que varía según los casos, mientras se prolonga un cóctel al parecer interminable. Cuando digo alternando quiero decir arrastrando a Josh a través de una sucesión de encuentros con parientes lejanos. Él se mantiene a mi lado, mirando cómo ingiero champán para aplacar los nervios: un champán que me arde como si fuera gasolina en el estómago vacío. Cada presentación se desarrolla más o menos así:
—Lucy, ésta es mi tía Yvonne, la hermana de mi madre. Yvonne, Lucy Hutton.
Una vez que ha cumplido su deber, empieza a entretenerse acariciándome el brazo por la parte de dentro, extendiendo la mano por mi espalda para buscar la piel desnuda de mi nuca, o enlazando y desenlazando sus dedos con los míos. Siempre mirándome. Apenas aparta los ojos de mí. Es probable que le asombre mi capacidad para la charla intrascendente.
Al cabo de un rato, su madre se lo lleva al jardín lateral y yo miro a través de la ventana cómo va posando en distintas combinaciones familiares. Él mantiene una sonrisa forzada. Cuando me pilla espiando, me hace señas para que salga, y entonces posamos los dos juntos ante un precioso rosal. Mientras suena el obturador de la cámara, mi antiguo yo menea la cabeza, preguntándose cómo hemos llegado a esta situación. Joshua Templeman y yo... ¿juntos en una foto y, además, sonriendo? Cada nuevo acontecimiento entre nosotros da la impresión de ser algo imposible.
Josh me gira hacia él y me sujeta la barbilla con las manos. Oigo que el fotógrafo dice: «Encantador». Suena otro chasquido de la cámara y yo pierdo el mundo de vista en el instante en que sus labios tocan los míos. Me gustaría poder librarme de mis viejos recelos, pero todo esto se parece demasiado al ensueño de una tarde de verano. El tipo de ensueño al que yo me habría entregado para odiarme a mí misma a continuación.
Observo a Patrick y Mindy al otro lado del jardín, ahora enlazados en una pose romántica frente a otra cámara, y entonces caigo en la cuenta de que yo también estoy enlazada en una pose bastante romántica. El hombre que me ha odiado durante tanto tiempo está exhibiéndome ahora y atrayéndome hacia sí. Cuando volvemos adentro, me besa en la sien. Acerca los labios a mi oído y me dice que estoy preciosa. Luego me hace girar noventa grados y me presenta a otro grupo de parientes. Me sigue exhibiendo.
Lo que aún no he averiguado es por qué.
En cada presentación, después de los comentarios sobre lo guapa que estaba Mindy y lo bonita que ha sido la ceremonia, surge la pregunta inevitable.
—Bueno, Lucy, ¿y cómo conociste a Josh?
—Nos conocimos en el trabajo —ha dicho Josh la primera vez, cuando el silencio se prolongaba demasiado, y eso se ha convertido desde entonces en la respuesta por defecto.
—Ah, ¿y dónde trabajáis? —Es la pregunta siguiente.
Ningún miembro de su familia tiene la menor idea de dónde trabaja, o de cuál es su profesión. Tocan la cuestión con incomodidad, como si ser un Desertor de la Facultad de Medicina fuera algo de lo que avergonzarse profundamente. Aunque al menos una editorial no deja de tener su glamour.
—Es estupendo verte con una persona nueva —le dice una tía abuela. Dicho lo cual, me dirige una Mirada Significativa. Quizá se rumoreaba que era gay.
Digo una frase para excusarnos y me lo llevo aparte, detrás de una columna.
—Has de esforzarte un poco más. Estoy agotada. Ahora me toca a mí quedarme ahí plantada, metiéndote mano, mientras tú llevas la voz cantante. — Pasa un camarero y me ofrece otro canapé diminuto. El tipo ya me conoce a estas alturas porque me he zampado al menos doce. Soy su mejor cliente. Estoy obsesionada con la cena, que el camarero me ha prometido que se servirá a las cinco en punto. Miro las manecillas del reloj de Josh, consciente de que lo más seguro es que me muera de hambre antes de que llegue esa hora.
—No se me ocurre nada que decir. —Se fija en un morado de paintball que tengo en el antebrazo y adopta una expresión lúgubre, como lamentando que aún me queden marcas.
—Pregúntales cómo les va. Suele funcionar. —Me doy cuenta con incomodidad de la cantidad de gente que no para de lanzarnos miraditas—. Tienes que explicarme por qué todo el mundo me mira como si fuese la Novia de
Frankenstein. Sin ánimo de ofender, monstruo grandullón.
—Yo no soporto que me pregunten cómo me va.
—Ya lo noto. Nadie tiene la menor idea sobre ti. Y no has respondido a mi pregunta.
—Me miran a mí. La mayoría no me había visto desde el Gran Escándalo.
—¿Por eso quieres que finja que soy tu novia? ¿Para que todo el mundo se olvide de que no eres médico? Te iría mejor si repartieras tu tarjeta profesional. Y deja de tocarme. No puedo pensar con claridad. —Tiro de mi brazo.
—Ahora que he empezado, no puedo parar. —Me atrae hacia sí y pega los labios a mi oído—. ¿Eres tan suave por todas partes?
—¿Tú qué crees?
—Quiero saberlo. —Me roza con los labios el lóbulo de la oreja y yo ya no recuerdo de qué estábamos hablando.
—Dime, ¿por qué estás tan besucón y tan en plan noviete? —Examino sus ojos atentamente. Cuando responde, percibo con toda certeza que me oculta algo.
—Ya te lo he dicho. Eres mi apoyo moral.
—¿Para qué? ¿Qué es lo que me estoy perdiendo? —Levanto un poco la voz y algunas cabezas se vuelven a mirar—. Josh, me siento como si estuviese esperando que caiga una bomba.
Me acaricia el lado del cuello con una mano. Yo me estremezco de tal modo que él se da cuenta. Cuando se inclina y me besa en los labios, cierro los párpados y todo deja de existir, salvo él. Quiero vivir sólo aquí, en la oscuridad, sintiendo su antebrazo en la parte baja de la espalda. Sus labios me están diciendo: «Lucy, deja de preocuparte». Una jugada desleal.
Abro los ojos y veo a una pareja —juraría que son los padres de Mindy— hablando a todas luces de nosotros. Ambos me inspeccionan con ojos entrometidos y especulativos.
—Deja de intentar distraerme. Hemos de pasar toda la cena. Y haz el favor de sacar temas de conversación y hablar con tus familiares. ¿Por qué estás tan tímido? —En cuanto lo digo, deduzco la respuesta—. Ah. Porque eres tímido. — Mi nuevo descubrimiento me ofrece una perspectiva ligeramente distinta desde la que observarle—. Durante todo este tiempo pensaba que no eras más que un cretino arrogante. Bueno, y lo eres. Pero hay algo más. En realidad, eres increíblemente tímido. —Él pestañea y yo deduzco sin más que he dado en el clavo.
Siento una extraña sensación que se despliega en mi pecho, que dobla su tamaño una vez y luego otra. No para de crecer, y crece cada vez más deprisa, inundándome con sus plumas como si fuera un gran almohadón. No entiendo qué sucede, pero noto que se me atora la garganta y que no puedo respirar. Él parece darse cuenta de que me pasa algo, pero no me agobia; sólo levanta el brazo y me rodea los hombros mientras me sujeta la cabeza con la otra mano. Otra vez intento hablar pero no puedo. Él me sujeta, yo me aferro con las manos a sus solapas y el vestíbulo rojo del fondo destella como una joya.
—Ah, Josh —dice Elaine—. Aquí estáis. —Su voz adopta un tono cálido. Josh da media vuelta sin soltarme, haciendo girar mis zapatos sobre el suelo de mármol.
Los ojos de su madre están un poquito más brillantes de la cuenta al mirarnos a los dos.
—Cuando estéis listos, ¿querréis venir al comedor? Estáis en nuestra mesa.
—Enseguida lo llevo para allá —le digo.
La sensación que tengo en el pecho se desinfla ligeramente cuando advierto que su madre se alegra de verlo acompañado. Me pongo más erguida y las manos de Josh descienden por mi espalda. La gente desfila hacia el comedor para ocupar sus asientos y algunas cabezas se vuelven a mirarnos al pasar.
—¿Quién se supone que soy yo? —Lo intento por última vez—. ¿Tu ama de llaves?, ¿tu profesora de piano?
—Tú eres Fresita —dice él simplemente—. No hace falta que te inventes nada. Venga. Acabemos de una vez con esto.
Siento cierta inquietud al acercarnos a nuestra mesa. Josh está tenso. Nos acomodamos en nuestras sillas y pasamos varios minutos examinando la decoración de la mesa y las tarjetas con nuestros nombres. Las demás están impresas, pero la mía está escrita a mano, supongo que debido a la confirmación tardía de mi asistencia.
Hay ocho personas sentadas a la mesa. Yo, Josh, su madre y su padre, los padres de Mindy y el hermano y la hermana de Mindy. Estoy en la mesa de los cabezas de familia. Si hubiera sabido que iba a suceder esto cuando le ofrecí impulsivamente a Josh mis servicios como chófer, me habría dado un puñetazo a mí misma en la cara.
Charlo un poco con el hermano de Mindy, sentado a mi izquierda. Chocamos las copas. Estoy rezando para que Josh diga algo, cualquier cosa. Ya me dispongo a darle un golpe en el muslo cuando Elaine rompe el silencio. La pregunta temida.
—Lucy, cuéntanos cómo conociste a Josh.
Me encojo por dentro. He respondido a esta pregunta por lo menos ocho veces hoy, pero no por eso se vuelve más fácil.
—Bueno. Hmm, a ver...
Ay, mierda. Parezco una acompañante a tanto la hora que no se ha preparado una buena mentira. ¿En qué hemos quedado con Josh? ¿Yo soy Fresita? No puedo contarles la verdad. Si alguna vez he querido humillar a Josh, ahora sería el momento. Casi me imagino diciéndolo: «Él me ha obligado a venir».
—Trabajamos juntos —dice Josh con calma, partiendo su panecillo en dos—. Nos conocimos en el trabajo.
—Un romance en la oficina —dice Elaine, haciéndole un guiño a Anthony—. Son los mejores. ¿Qué pensaste la primera vez que pusiste los ojos en él?
Sé distinguir a una romántica cuando la tengo delante. Elaine es una de esas madres que se tomará cualquier cumplido a sus vástagos como un cumplido para ella misma. Ahora mira a Josh con infinita ternura, y yo no puedo evitar enamorarme un poco de ella.
—Pensé: Madre mía, qué alto. —Todos se ríen, salvo Anthony, que inspecciona su tenedor, como para asegurarse de que está totalmente limpio.
—¿Cuánto mides tú, Lucy? —me pregunta Diane, la madre de Mindy. Otra pregunta temida.
—Uno cincuenta y dos, nada menos. —Es mi respuesta estándar y siempre arranca una carcajada.
Los camareros empiezan a servir los entrantes y mi estómago emite un gorgoteo hambriento.
—¿Y tú qué pensaste cuando viste a Lucy? —le pregunta Elaine a Josh. Ya puestos, podríamos estar en mitad de la mesa como centros decorativos. Esto empieza a ser absurdo.
—Pensé que tenía la sonrisa más bonita que había visto en mi vida — responde él con tono neutro. Diane y Elaine se miran y se muerden el labio, abriendo los ojos y arqueando las cejas. Conozco esa mirada. Es la mirada de la Mamá Esperanzada.
Pero ni siquiera yo puedo contener la sorpresa.
—¿De veras?
Si es una mentira, se está superando a sí mismo. Conozco su cara mucho mejor que la mía, y no percibo ninguna falsedad. Él asiente y me señala el plato en silencio.
Me entero de que Patrick y Mindy se van a Hawái de luna de miel.
—Yo siempre he querido ir a Hawái. Necesito un poco de sol. Unas vacaciones ahora suenan de maravilla. —Aparto mi plato, que he dejado prácticamente como una patena, y recuerdo que tengo en el horizonte cercano mi viaje a Fresas Sky Diamond. Empiezo a explicárselo a Josh, ya que él parece tan fascinado con ese lugar, pero su madre nos interrumpe.
—¿Estás muy ocupada en el trabajo? —pregunta Elaine. Asiento.
—Mucho. Y Josh también.
Advierto que Anthony suelta un ligero bufido y mira para otro lado con desdén. Vaya, esa expresión me suena. Josh se pone rígido y Elaine le dedica a su marido una mirada ceñuda.
Sirven el plato principal y yo me lanzo a desmantelarlo con entusiasmo. Empiezan a aparecer durante la comida diminutas grietas de tensión. Debo de ser muy lenta, pero no logro averiguar la fuente de este clima. Anthony no ha dicho gran cosa, es cierto, pero parece un hombre bastante agradable. Elaine, en cambio, está cada vez más tensa y, aunque trata de mantener el tono alegre e informal, su sonrisa resulta forzada. Noto que mira a su marido con ojos suplicantes.
Los camareros retiran los platos y veo que los principales miembros de la familia se preparan para sus discursos. Anthony saca del bolsillo una pequeña ficha de cartón. Mientras prueban el micrófono, acerco un poco más la silla a Josh, que me pasa el brazo por los hombros. Yo me reclino sobre él.
Hablan primero el padrino y la dama de honor de Mindy. Luego el padre de Mindy pronuncia un discurso dando la bienvenida a Patrick a la familia. Dice que es un gran placer ganar a un hijo y yo sonrío ante la sinceridad de su tono. Josh me abraza más estrechamente y yo me arrebujo junto a él.
Anthony se sitúa frente al atril y examina su tarjeta de cartón con una expresión que bordea la repugnancia. Se inclina sobre el micrófono y empieza a hablar.
—Elaine me ha escrito algunas sugerencias, pero creo que voy a improvisar sobre la marcha. —Habla lenta, pausadamente, y con una pizca de sarcasmo que, según empiezo a comprender, es un rasgo hereditario entre los Templeman varones.
Se oyen risas dispersas a lo largo del salón. Josh se yergue en su silla. No necesito mirar para saber que frunce el ceño.
—Siempre he esperado grandes cosas de mi hijo.
Anthony sujeta los bordes del atril y mira a los congregados. Por su forma de expresarse parece que sólo tenga un hijo. O quizá estoy sacando demasiada punta a sus palabras.
—Y él no me ha decepcionado. Ni una sola vez. Nunca he recibido esa llamada que todos los padres temen. La llamada de «eh, papá, estoy colgado en México». Nunca la he recibido de Patrick. —Ahora suenan grandes carcajadas entre los reunidos.
—Ni tampoco de mí —me susurra Josh al oído.
—Se graduó entre el cinco por ciento más alto de su clase. Ha sido un privilegio observar cómo se convertía en el hombre que veis aquí —prosigue Anthony—. Su trayectoria ha sido cada vez más exitosa y es un profesional respetado entre sus colegas.
No percibo ninguna emoción en particular en su voz, pero sí observo que se queda mirando a Patrick durante unos segundos más de la cuenta.
—Debo decir que, el día que se licenció en la Facultad de Medicina, me vi a mí mismo en Patrick. Y fue un alivio saber que íbamos a ver continuada la dinastía de médicos.
Oigo que Josh inspira hondo. Su brazo parece cada vez más tenso sobre mis hombros.
Anthony levanta su copa.
—Pero yo creo que tu propia fuerza depende de la que tenga la persona con quien decides pasar tu vida. Y hoy, al casarse con Melinda, Patrick vuelve a hacer que me sienta orgulloso como padre. Y si me lo permites, Mindy, has elegido como marido a un Templeman excepcional. Bienvenida a nuestra familia.
Todos levantamos nuestras copas; todos salvo Josh. Me vuelvo y veo a un par de personas murmurándose al oído y observándonos. La madre de Mindy mira a Josh con lástima.
Mindy y Patrick cortan la tarta y sirven una porción a cada invitado. Yo llevo todo el día esperando con ganas un pastel y no quedo defraudada, porque me ponen delante un enorme pedazo de tarta con un montón de chocolate.
—Gran discurso. Gracias por ese comentario —le dice Josh a su padre.
—Era un chiste.
Anthony sonríe a Elaine, pero ella no parece complacida.
—Muy gracioso —masculla, con mirada glacial. Yo sé cuándo conviene cambiar de tema.
—Esta tarta es como una condena a muerte a base de chocolate. Espero que no resulte demasiado perjudicial.
—Te sorprendería el daño que sufren las arterias por las dietas ricas en grasas —dice Anthony.
—Pero un capricho de vez en cuando no importa, ¿verdad? O eso espero — digo, metiéndome un pedazo en la boca.
—Idealmente. Pero las grasas saturadas y las grasas trans, una vez en las arterias, ya no salen de ahí. A menos que tengas un ataque cardíaco y que te atienda alguien como Elaine.
—Él es un poquito estricto consigo mismo —me explica Elaine con tono tranquilizador mientras yo dejo el tenedor con estrépito y me llevo las manos al pecho—. Darse un capricho está bien. Está mejor que bien.
—Ella me ha pedido mi opinión —señala Anthony muy serio—. Y yo se la he dado.
Observo que él no tiene tarta delante. Lo cual me recuerda la reunión de todo el personal. Josh tampoco comió ningún pastel entonces. Lo miro de reojo y, para mi sorpresa, veo que coge su tenedor y empieza a comer tarta. Es un «¡que te den!» mayúsculo dedicado a su padre. Bocado tras bocado, engullimos el pastel ávidamente hasta que Anthony arruga la frente con repugnancia. Es evidente que no está acostumbrado a que se desoigan sus sabios consejos.
—La tendencia a darse caprichos es peligrosa. Puede resultarte difícil corregirte cuando empiezas a ceder a los impulsos más pequeños y triviales. — Anthony no está hablando de la tarta. Josh deja el tenedor ruidosamente.
Elaine parece desolada.
—Anthony, por favor. Déjale en paz.
—Ven conmigo —le digo a Josh. Y para mi relativa sorpresa, él se levanta obedientemente y me acompaña a un rincón en penumbra de la pista de baile vacía.
—¿Puedes hacer el favor de explicarme qué pasa? Esta tensión es insoportable. Lo lamento, pero tu padre se está portando como un idiota.
¿Siempre es así?
Él se pasa la mano por el pelo.
—De tal palo, tal astilla.
—No, tú no eres así. Habla todo el rato de forma maliciosa y tu madre está disgustada. Su discurso ha sido rarísimo. —Noto que estoy adoptando una actitud protectora con él y, al darme cuenta, siento una punzada en el plexo solar. Le cojo la mano, que tiene cerrada en un puño, y le acaricio los nudillos.
Él me mira los dedos.
—La cena ha terminado. Ya hemos pasado el mal trago. Es lo único que me importa.
—Pero ¿por qué da la sensación de que todos los ojos están vueltos hacia ti? Es como si todo el mundo estuviera mirándote para ver cómo lo llevas. En plan: «Aguanta, tío».
—Creo que pensarán que no lo estoy pasando tan mal —dice enlazándome la cintura con el brazo. La calidez de ese halago me llega directamente a la sangre (junto con unas dos mil calorías extra de la tarta).
—Pues se equivocan, porque nadie te lo hace pasar tan mal como yo. —Mi agudeza se ve recompensada con una sonrisa—. ¿Estás bien? Háblame, por favor, de ese Gran Escándalo sobre el que todos murmuran. No me cabe en la cabeza que tu negativa a convertirte en médico pueda provocar tanto jaleo.
No es frecuente ver a Josh postergando las cosas, pero ahora lo hace.
—Es una larga historia. Primero voy al baño.
—Si te escapas por la ventana, me pondré furiosa.
—Volveré, te lo prometo. Y te contaré la triste historia completa. ¿No te importa que te deje sola un minuto?
—He tenido que alternar con la mitad de los invitados, ¿recuerdas? Seguro que encontraré con quién charlar.
Miro cómo se aleja y adopto una pose lo más natural posible.
Aún no he hablado con Mindy. Antes, cuando estábamos fuera, los fotógrafos no paraban de llevarla de aquí para allá, pero ella me ha sonreído y me ha dado la impresión de que es agradable. Ahora la tengo cerca; está hablando animadamente con una pareja de cierta edad, y, cuando ellos se retiran, le sonrío y la saludo tímidamente con la mano. Me sabe mal que tenga que aguantar a desconocidos en su boda.
—Hola, Mindy. Yo soy Lucy. La, hmm, acompañante de Joshua. Muchas gracias por invitarme. La ceremonia ha sido preciosa. Y me encanta tu vestido.
—Encantada de conocerte. Me moría de ganas. —Sonríe ampliamente y, mientras me examina de arriba abajo, sus ojos oscuros se iluminan con indisimulado interés—. Tú eres la chica que ha fundido al hombre de hielo.
—Ah, hmm. No sé si «fundido»... ¿El hombre de hielo? —digo, balbuceando.
—¿Sabes que Josh y yo salimos durante un año? —Agita la mano rápidamente, como quitándole importancia.
—¿Qué? No. —Siento como si se me hiciera un nudo en el estómago. Y luego otro. Ella se pasa la mano por el pelo, alisándoselo, aunque lo tiene perfecto. Es rubia. Alta, bronceada, con los ojos castaños. Es la Rubita-Alta.
Mi boca debe de dibujar un círculo perfecto. Me he quedado sin habla. Ahora empieza a encajar todo. ¿Hasta qué punto resultaría humillante asistir a la boda de tu exnovia sin acompañante; en especial, si se casara con tu propio hermano?
—¿Cuánto hace que conociste a Patrick? —Procuro modular mi voz, pero sueno como el GPS del coche.
—Bueno, yo lo conocí mientras salía con Josh, claro. Cuando empezó toda esa historia en la empresa de Josh, con la fusión y demás, empecé a hablar con Patrick para tratar de comprender por qué estaba tan distante. Josh no es demasiado hablador, que digamos, como sabrás.
Yo miro a todos los desconocidos que se han pasado la velada observando a Josh. Querían ver cómo sobrellevaba la impresión de ver a esta belleza casándose con su hermano. Salieron un año entero. Seguro que se han acostado juntos. Esta rubita esbelta e inmaculada ha dormido en su cama. Lo ha besado en la boca. Trago una saliva repentinamente ácida.
—Patrick y yo congeniamos de inmediato. Ha sido todo como un torbellino. Nos prometimos hace sólo seis meses. A mí aún me sabe mal, pero Josh y yo no encajábamos. Sus cambios de humor a veces me intimidaban. Todavía ahora no sé muy bien de qué hablar con él. Perdona, qué mala educación la mía. No le digas que te he dicho esto, por favor.
Tengo la sensación de que voy a romper a llorar y Mindy me observa con creciente alarma.
—Lo siento, Lucy. Creía que él te lo habría contado. Se le ve tan feliz contigo... Nunca me habría imaginado que pudiera llegar a estar tan locamente enamorado. Nunca lo estuvo de mí. Supongo que es lógico. Los hombres intensos como él suelen enamorarse perdidamente cuando se enamoran.
Sonrío en plan forzado, pero no resulta nada convincente. No puedo arruinar el alegre ambiente de la boda de Mindy, pero por dentro estoy hecha polvo. ¿Cómo he podido ser tan idiota de pensar que él me estaba exhibiendo así porque sí? Soy su apoyo moral para asistir a la boda de su exnovia. Si eso no es la definición de una acompañante de alquiler, a ver cuál es.
—Ay, Lucy. Siento haberte dado un disgusto, sobre todo si estáis empezando a salir. Pero Josh es todo tuyo.
Esbozo una débil sonrisa. No, no es mío.
—Patrick está especialmente sorprendido. ¿Qué es lo que me ha dicho antes? Algo así como: «Nunca había visto comportarse a Josh como si realmente tuviera corazón».
—Claro que tiene corazón.
«Un corazón egoísta e interesado, pero un corazón al fin.»
Una persona con aspecto de organizadora de bodas le hace una seña a Mindy y ella asiente con la cabeza.
—Su corazón es todo tuyo —me dice, dándome unas palmaditas en el brazo—. Ahora voy a lanzar el ramo. Apuntaré hacia ti —añade, y se aleja zigzagueando entre sus invitados, con una serenidad y una belleza que yo nunca tendré.
Unos brazos me rodean desde atrás. Noto un beso en la nuca, aunque diluido por el pelo. El efecto es todavía tan potente que tengo que tragar saliva. El DJ ha empezado a convocar a las chicas solteras en la pista de baile. La sensación de pánico empieza a crecerme en las tripas. Me sudan las palmas de las manos. Tengo que salir de aquí.
—Hola. ¿Dónde están tus nuevos amigos? —pregunta, empujándome hacia el grupo cada vez más nutrido de participantes.
—No, Josh. No puedo.
La gente nos mira. Estoy como quien dice en el filo de la navaja: deseando montar una escena, pero sabiendo que no puedo. Las lágrimas y el pánico se van acumulando en mi interior. Josh, normalmente perceptivo, no se da cuenta esta vez.
—¿Qué hay de tu espíritu competitivo?
Me da un último empujón con firmeza y me veo propulsada entre un grupo variopinto de féminas donde hay desde una joven dama de honor ceceante hasta una mujer de poco más de cincuenta que parece estar haciendo estiramientos de preparación. Todas tienen la vista fija en el ramo. Qué bonito. Todas lo queremos.
Veo a la madre de Josh apostada a un lado. Me sonríe un momento, pero su sonrisa se desvanece para dar paso a una expresión preocupada. A saber la cara que tengo ahora mismo. Mindy busca mis ojos con la mirada y veo que le duele de verdad haberme dado un disgusto. Josh se sitúa cerca de su madre para ver mejor. Elaine le hace un gesto para que incline la cabeza y le dice algo al oído. Josh me mira fijamente.
En conjunto, la situación es excesiva.
—¡Allá vamos! —Mindy nos vuelve la espalda y finge ensayar el lanzamiento unas cuantas veces. El ramo es un conjunto de lirios rosados.
Yo apenas registro el impacto: las flores rebotan en mi pecho y caen en los brazos ansiosos de la dama de honor, que grita llena de regocijo. Todos los presentes menean la cabeza y se ríen ante mi falta de coordinación. Todos se vuelven hacia la persona de al lado y dicen: «Podría haberlas cogido ella».
Me siento tan desolada por no haber atrapado el ramo que el acceso de pánico se desata ahora en toda su plenitud.
Me río con educación y consigo salir lentamente por el otro lado de la pista de baile, sorteando a los espectadores. Luego casi echo a correr. Tengo que salir de aquí. Como sé que él va a seguirme, en vez de optar por el refugio más obvio —el baño de mujeres— me meto por el corredor del servicio y emerjo en el jardín que queda junto al hotel.
Unos chicos con camisa blanca y corbata fuman cigarrillos mientras manipulan sus móviles. Me miran con aire aburrido. Aprieto el paso hasta acabar trotando, corriendo. Mis tacones apenas rozan el suelo. Quiero seguir corriendo hasta llegar al agua. Quiero saltar a un bote y remar hasta una isla desierta.
Sólo entonces seré capaz de afrontar la verdad.
Siento algo por Joshua Templeman. Es un sentimiento irreversible, estúpido, insensato. Si no, ¿por qué habría de dolerme tanto todo esto? ¿Por qué deseaba con toda mi alma envolver el ramo nupcial entre mis brazos y ver sonreír a Josh? Camino por la orilla, presa de una gran agitación.
Oigo cómo se aproximan los pasos rápidamente. Contengo la impaciencia y me preparo para decirle cuatro verdades.
Y entonces me vuelvo y veo que es la madre de Josh.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
24
—Ah, hola —acierto a decir—. Estaba... tomando un poco el aire.
Elaine me mira, abre su bolso, saca un paquete de clínex y me da un pañuelo. Yo lo miro confusa, sin entender, hasta que me lo aplico en el ojo y veo que sale húmedo.
Nos quedamos las dos contemplando el agua, que brilla oscuramente bajo las últimas luces del crepúsculo. Estoy demasiado alterada para darme cuenta cabal de que voy a desahogarme con su madre. En este momento, me sirve cualquier persona dispuesta a escucharme con comprensión. Además, tampoco voy a volver a verla en mi vida.
—Él no me había contado lo de Mindy.
Elaine se vuelve, afligida, hacia la extensión de césped.
—Debería habértelo contado. No tendrías que haberlo descubierto de esta manera.
—Ahora se entiende todo mucho mejor. No comprendo cómo he podido ser tan estúpida. Es realmente increíble cómo ha estado actuando...
—Como si estuviera enamorado de ti.
—Sí. —Se me quiebra la voz—. Una vez me dijo que es muy buen actor.
No puedo creer lo que ha ocurrido.
Ella no dice nada, pero me pone la mano en el hombro. Todos los destellos de insensata esperanza parecen completamente extinguidos en este momento.
—No creo que para él haya sido un juego. —Elaine tuerce la boca, pensativa.
La palabra «juego» sólo sirve para consolidar el dolor que yo siento en las entrañas.
—Ay, disculpe, pero usted no se hace una idea de lo bien que se le dan los juegos. Es así cada día de nuestra relación profesional. De lunes a viernes. Aunque ésta ha sido la primera vez que ha jugado conmigo durante un fin de semana.
Elaine mira detrás de mí. Veo la silueta de Josh bordeando el edificio con agitación. Ella menea la cabeza y él se detiene.
—Entonces, ¿por qué has venido aquí? —Parece sentir verdadera curiosidad.
—Le debía un favor. Y él me dijo que le serviría de apoyo moral. Yo no sabía por qué, pero vine de todos modos. Creía que tenía que ver con el hecho de que hubiera dejado la medicina. Y ahora voy y descubro que su exnovia se ha casado con su hermano... Me siento como si estuviera en un culebrón.
Elaine me sujeta del brazo. Cuando vuelve a hablar, hay una sonrisa burlona y cariñosa en la comisura de sus labios.
—Yo hablo con Josh los domingos, y he sabido de ti prácticamente desde que te conoció. Una chica preciosa, de ojos increíblemente azules, con los labios de un rojo asombroso y el pelo de color negro azabache. Te describe como si fueras un personaje de cuento de hadas. Lo que no ha acabado de decidir todavía es si eres la princesa o la malvada.
Me aprieto la cabeza con los puños.
—La malvada. Me siento como la mujer más idiota del mundo por haber creído por un momento que él podía ser tan...
No consigo terminar la frase.
—Tú eres la chica que él llama Fresita. Cuando oí por primera vez tu apodo, lo supe sin más. Y te lo digo ahora: él nunca ha mirado a nadie como te mira a ti.
Empieza a irritarme esta mujer encantadora. Tiene una visión demasiado parcial, es evidente, y ya no me sirve de caja de resonancia. No puede creer que su hijo sea capaz de hacer nada hiriente. Abro la boca, pero ella me acalla con firmeza.
—Josh salió con Mindy. Y yo me alegro mucho de tenerla como nuera. Es una chica de lo más dulce. La Cenicienta no la aventaja absolutamente en nada.
—Es un encanto. Ella no es el problema.
—Pero Mindy nunca llegó a plantarle cara. Tú, en cambio, lo has hecho desde el primer día. Tú lo pones furioso. Nunca le has tenido miedo. Te has tomado tu tiempo para conocerlo, para sacarle ventaja en vuestras pequeñas escaramuzas profesionales. Tú te fijas en él.
—He procurado no hacerlo.
—Ni Josh ni su padre son fáciles. Algunos hombres son una delicia. Patrick, por ejemplo. Razonable, tranquilo, siempre con una sonrisa. Josh también tiene un apodo para él. El señor Buen Chico, lo llama. Y es cierto. Lo es. Sólo una mujer fuerte puede amar a alguien como Josh, y yo creo que esa mujer eres tú. Patrick es un libro abierto. Josh es hermético como una caja de seguridad. Pero vale la pena. Y aunque tú no me creerás, y no te lo reprocho esta noche, su padre también.
Elaine le hace a Josh una seña y él empieza a caminar hacia nosotras a grandes zancadas.
—No seas demasiado dura con él, por favor. Tú podrías haber atrapado el ramo —me reprende—. Si hubieras extendido un poco los brazos.
—No he podido.
Ella me besa en la mejilla y me abraza con una amabilidad tan familiar que me veo obligada a cerrar los ojos.
—Un día podrás. Si decides quedarte, celebraremos un desayuno familiar a las diez de la mañana en el restaurante. Me encantaría veros allí a los dos.
Regresa por el camino e intercepta a Josh.
Ambos se ponen a susurrar apresuradamente. Fantástico. Elaine está previniendo al enemigo sobre lo que le espera. Ya estoy harta de estar en este lugar, junto a estas aguas, bajo este cielo. Voy a sentarme en un banco bajo de hormigón e intento volver a guardarme el corazón dentro del pecho. Incluso su madre creía que Josh estaba enamorado.
—Has descubierto lo de Mindy. —En los veinte metros que le separaban de mí, seguro que ha preparado su argumentación.
—Sí. Buena jugada. Me has engañado, no cabe duda.
—¿Engañarte? —Se sienta a mi lado e intenta cogerme la mano, pero yo la aparto.
—¡Corta el rollo! Me has estado exhibiendo ante Mindy y su familia. Quizá deberías haber contratado a otra más guapa.
—¿De veras crees que ésa es la razón de que te haya traído aquí? —Todavía tiene la cara dura de fingir consternación.
—Ponte en mi lugar. Imagínate que te llevo a la boda de mi exnovio y me paso todo el rato pegada a ti como una lapa. Te hago sentir especial. Importante. Te hago sentir atractivo. —Me tiembla la voz—. Y entonces descubres la verdad y te preguntas de repente si todo aquello ha sido real.
—Que te haya traído aquí no tiene nada que ver con Mindy. Nada en absoluto.
—Pero ella es la Rubita-Alta con la que rompiste después de la fusión, ¿no?
La chica de la que hemos hablado esta mañana en la cama. Tu gran desengaño amoroso. ¿Por qué no me lo has contado entonces? —Me tapo la cara con las manos, apoyando los codos en las rodillas.
Josh se vuelve hacia mí en el asiento.
—Estábamos en la cama y tú empezabas a mirarme como si no me odiaras.
Y ella no es mi gran desengaño.
Lo corto en seco.
—Yo habría estado dispuesta a ser una acompañante de pago, pero tú tendrías que haber hablado claro desde el principio. Ha sido una jugada de mierda y, francamente, estoy furiosa conmigo misma por no haber previsto que harías algo así.
Su ansiedad va en aumento. Me pone la mano en el hombro y me gira suavemente hacia él. Nos miramos a los ojos.
—Quería que vinieras porque quiero que estés conmigo. Me tiene sin cuidado que ella acabe de casarse con Patrick. Para mí, eso es agua pasada.
¿Cómo iba a contártelo esta mañana? Habría arruinado el momento. Sabía que reaccionarías así.
—Claro que estoy reaccionando así. —O sea, como un dragón que escupe fuego y derrama lágrimas—. ¿No te pedí expresamente que me dijeras si había algún tema delicado que necesitara conocer, para estar prevenida? Me lo podrías haber contado en la oficina. Hace días. No ahora.
—Tú no habrías accedido a venir en estas circunstancias, si lo hubieras sabido. Te habrías negado a creer que este fin de semana pudiera ser algo más que una simple comedia. En cualquier caso, habrías reaccionado negativamente.
Para mis adentros, reconozco a regañadientes que probablemente tiene razón. Si hubiera conseguido convencerme para que viniera, yo seguramente habría representado un papel (y, desde luego, habría llevado pestañas postizas).
Me roza la muñeca con un dedo.
—Lo creas o no, yo estaba pendiente de otras cosas. Los centros florales de mi madre. La actitud de mi padre. Tu nivel de glucosa en sangre. La necesidad de contarte esta historia había pasado a segundo plano. —Contempla las aguas y se afloja la corbata—. Mindy es una buena chica. Pero yo no te he traído aquí para demostrarle lo bien que me han ido las cosas. La verdad es que me tiene sin cuidado lo que piense.
—No me creo que puedas mirar la situación con tanta tranquilidad. —No detecto ninguna emoción en su mirada cuando vuelve los ojos hacia mí.
—Digamos que nunca la imaginé como mi esposa. No encajábamos el uno con el otro.
Oírle decir «mi esposa» me deja de piedra. Con los ojos abiertos, sin parpadear. Con las pupilas dilatadas como monedas negras. El terror y el pánico y el afán posesivo me dejan la garganta seca. Ahora no quiero analizar por qué me siento así. Preferiría arrojarme al agua y empezar a nadar.
Él me mira de soslayo, con la cara tensa.
—Ahora que te he asegurado que traerte aquí no forma parte de un sofisticado plan de venganza, ¿puedes explicarme la verdadera razón de que todo esto te moleste tanto? Quiero decir, dejando aparte mi mentira por omisión y las miradas de la gente. De gente que nunca más volverás a ver.
La conversación se está acercando demasiado al tremendo embrollo de mis nuevos sentimientos. Intento durante largo rato encontrar una respuesta que suene creíble a medias, cuando menos, pero al ver que no se me ocurre ninguna, me levanto de golpe y echo a andar de vuelta hacia el hotel con tanta celeridad que él tiene que alargar el paso para darme alcance.
—Espera.
—Me vuelvo a casa en autobús.
Intento cerrarle la puerta del ascensor en las narices, pero él mete el hombro con facilidad. Pulso el botón de la cuarta planta y saco mi móvil para buscar los horarios de los autobuses. No tengo ni idea de la hora que es. Veo que he recibido varias llamadas perdidas. Josh intenta hablar, pero yo levanto la mano para acallarlo y él acaba cruzando los brazos, exasperado.
Reviso las llamadas distraídamente. Danny ha intentado localizarme un par de veces a lo largo de la tarde. También me ha enviado algunos mensajes de texto, tipo: «¿Tienes alguna preferencia para el tipo de letra?», «Bueno, lo escogeré yo», «¿Podrías llamarme cuando tengas un momento?».
Suena la campanilla del ascensor.
Josh parece a punto de volverse loco de remate. Conozco la sensación.
—Déjame tranquila —le digo con la máxima dignidad posible y recorro el pasillo hasta el fondo, donde hay un par de sillones junto a una ventana salediza. Durante el día, sería un buen rincón para sentarse con un libro. De noche, mientras los últimos destellos del crepúsculo se apagan en el cielo, es el lugar perfecto para enfurruñarse a gusto.
Me siento y marco el número de la compañía de autobuses. Resulta que sale uno directo a las siete y cuarto, y que tiene que hacer una parada en el hotel para recoger a otra persona. Los dioses me sonríen.
Si vuelvo a la habitación tendré que terminar de aclarar las cosas con Josh, y yo ahora estoy demasiado quemada. No me quedan fuerzas. Tengo que dejarlo para más adelante.
Danny responde al segundo tono.
—Hola —dice con cierta frialdad. Nada más irritante que un cliente imposible de localizar, supongo. Especialmente cuando le estás haciendo un favor.
—Hola, perdona que no respondiera. Es que estaba en una boda y tenía el móvil en silencio.
—No importa. Acabo de terminar.
—Muchas gracias. ¿Ha ido todo bien?
—Sí, en gran parte. Ahora estoy en casa probándolo en mi iPad, pasando las páginas y demás. El formateado tiene buena pinta. ¿De quién era la boda?
—Del hermano de un completo gilipollas.
—Estás con Joshua.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Tenía un presentimiento. —Se echa a reír—. No te preocupes. Tus secretos están a buen recaudo conmigo.
—Eso espero. —A estas alturas no podría importarme menos que corriera la voz. De hecho, me estaría bien empleado verme humillada por los pasillos de B&G.
—¿Cuándo vuelves? Me gustaría enseñarte el resultado final.
—Mañana. Te llamo cuando esté de vuelta y quedamos.
—Con que te pases el lunes por la tarde, ya me va bien. Te he preparado la hoja de cálculo que me pediste, especificando el tiempo empleado para el proceso, los costes estimados de un diseñador en condiciones normales, y también los de un miembro asalariado de la empresa.
—Me dejas impresionada. Quizá debería llevar una pizza de agradecimiento.
—Sí, por favor. —Su voz desciende media octava y adopta un tonillo malicioso—. Bueno, ¿y qué te has puesto para la boda?
—Un vestido azul...
Veo a Josh reflejado en la ventana, por encima de mi cabeza, y doy un respingo. Él me quita el teléfono de la mano y mira el identificador de llamada.
—Soy Joshua. No vuelvas a llamarla. Sí, hablo en serio —dice. Cuelga y se guarda el móvil en el bolsillo.
—Eh. Dame mi teléfono.
—Ni hablar. ¿Era con él con quien tenías que hablar a escondidas? —La expresión de sus ojos se vuelve oscura y acerada.
—¡Es un asunto de trabajo!
Josh me sujeta de las manos para hacerme levantar. Se abre una puerta en el pasillo. Estamos demasiado cerca de las demás habitaciones para entregarnos a una de nuestras peleas a gritos. Los dos de morros, desfilamos en silencio hacia nuestra habitación. Procuro no cerrar de un portazo.
—¿Y bien? —Josh cruza los brazos.
—Era un tema de trabajo.
—Sí, seguro. Una llamada de trabajo. ¿Una pizza? ¿Qué llevas puesto?
Me examina de arriba abajo con los ojos entornados, como si estuviera contemplando la posibilidad de arrancarme la piel a tiras. Me identifico totalmente con él. Yo sería capaz de darle un puñetazo en la cara. La energía y la furia hacen que el ambiente se vuelva casi sulfúrico. El problema con Josh es que, aun cuando está furioso, sigue resultando delicioso mirarlo. Tal vez incluso más que en condiciones normales. Todo él concentrado en el brillo oscuro de los ojos, en la tensión airada de la mandíbula. El pelo alborotado, la mano en la cadera tensando la camisa azul. Con lo cual a mí me resulta un poquito más difícil estar enfadada con él, porque he de hacer un esfuerzo para no reparar en todo eso. Una misión imposible con la que me he debatido desde que lo conozco. Aun así, persevero.
—No tienes ningún derecho a sermonearme. Sabía que esto iba a ser un desastre desde el instante en que me subí a tu coche. —Me quito los zapatos con un par de puntapiés—. Me voy enseguida. Hay un autobús.
Cojo mi maleta, pero él me detiene alzando la mano.
—Entre Danny y Mindy, hemos tenido hoy una buena ración de revelaciones celosas, ¿no crees? Si no quieres escucharme por una vez, voy a explotar. —Se arranca los gemelos, los arroja sobre el tocador y se sube las mangas, mascullando para sí—. El jodido gilipollas. ¿Qué llevas puesto? Ese tipo se la está buscando de verdad.
La expresión de su rostro hace que me pregunte si yo también me la estaré buscando. Me sitúo por si acaso detrás de un sillón, para establecer al menos la ilusión de cierta distancia, pero él señala el suelo frente a sus zapatos de cuero.
—No te escondas. Ven aquí.
—Más vale que te portes bien. —Cruzo la habitación y me planto ante él, con los brazos en jarras, para darme un poco de empaque. Él se toma unos instantes para decidir cómo actuar.
—Dos cuestiones muy sencillas, de entrada. Danny y Mindy.
Parece que esté tomando las riendas de una reunión del consejo directivo.
Sólo le falta la lámina de una presentación proyectada a su espalda.
—¿Te importa Danny? ¿Podrías llegar a quererle? —Esos ojos son propios del rey de los asesinos en serie.
—He llamado a Danny por un tema de trabajo. Algo relacionado con mi entrevista. Ya te lo he dicho. Y ya me disculparás si no deseo contarle mis secretos a la persona con la que estoy compitiendo.
—Responde a mi pregunta.
—No, y no. Danny me está ayudando a preparar algo que voy a utilizar en mi presentación. Es un trabajo de diseño, y él ahora es freelance. Me está haciendo un favor inmenso al trabajar durante el fin de semana. Pero me tendría sin cuidado no volver a verle.
La expresión enloquecida de sus ojos se atenúa unos cuantos grados.
—Pues a mí Mindy me tiene sin cuidado. Por eso me dejó por mi hermano.
—Podrías habérmelo contado. En tu apartamento, en el sofá. Yo habría intentado comprenderlo. Entonces casi éramos amigos. —Me doy cuenta de que hay otra cosa que me duele: que no haya confiado en mí.
—¿Tú crees que cuando finalmente te tengo sentada en mi sofá voy a ponerme a contarte que fui un novio tan desastroso que ella acabó yéndose con mi hermano? No es una tarjeta de presentación muy brillante que digamos. Después de semejante confesión, ¿habrías querido que nos siguiéramos viendo?
Detecto una sombra de rubor en sus pómulos. Está terriblemente avergonzado.
—¿Y para qué he venido, entonces? Era como apoyo moral, ¿recuerdas? Observo cómo intenta varias veces encontrar una réplica sin conseguirlo.
—Si alguien me rompió el corazón no fue Mindy. Fue mi padre. —Se tapa la cara con las manos—. Tú has adivinado desde el principio por qué necesitaba apoyo moral. No había ningún gran secreto. Es la medicina. Lo dejé, fracasé, defraudé todas las expectativas. Si estás aquí es porque mi propio padre me da miedo, joder.
—¿Qué... qué te hizo? —Apenas me atrevo a preguntar.
Yo, al pensar en padres, pienso en el mío. Un vendaval enorme, ruidoso y divertido desde que era niña, siempre sorprendiéndome con pitufos y con besos que me raspaban en la mejilla. Me consta que hay padres malos. Al ver la expresión de Josh, desearía con toda mi alma que él no hubiera tenido uno.
—Mi padre me ha ignorado toda la vida.
Da la impresión de que es la primera vez que lo dice en voz alta. Mira hacia el suelo, abatido. Me acerco más. ¿Otro giro imprevisto del calidoscopio? Su dolor me desagarra por dentro.
—¿Te pegaba? ¿Te obligó a estudiar Medicina? Josh se encoge de hombros.
—Hay una expresión en la familia real británica: el heredero y el segundón. Yo soy el segundón. Patrick fue el primogénito. Mi padre no es de las personas que están dispuestas a dispersar sus esfuerzos, no sé si me entiendes. Ellos planeaban tener sólo un hijo, además. Yo fui una sorpresa.
—Pero seguro que fuiste un hijo deseado. —Ahora tengo sujeto el puño arrugado de su camisa y le doy una sacudida torpemente—. Mira lo mucho que te quiere tu madre.
—Pero, para mi padre, yo no figuraba en los planes. Él se ha concentrado siempre en Patrick; y ya lo ves ahora: mi hermano es el hijo predilecto, el único hijo a efectos prácticos, el hijo que lo llena de orgullo el día de su boda.
No me mira a los ojos. Estamos pisando un terreno doloroso, profundo y antiguo.
—Lo que yo hacía no merecía siquiera una mención. Mi padre no quería pagar un centavo por mi educación universitaria; pero mi madre, sí. Yo me mataba a estudiar como un auténtico masoquista. Pero no había modo de complacerle. —Parece como si la amargura que desprende su voz lo estuviera ahogando.
A mí la rabia me rebosa por los poros. No puedo por menos que abrazarlo y apretar hasta que me duelen los brazos.
—Yo pensé que si llegaba a ser médico, quizá...
—Quizá se fijaría en ti. —Tal como su madre ha dicho.
—Y mientras, Patrick, el hijo modélico, incapaz de cometer un error, hacía que pareciera fácil conseguirlo. El problema con Patrick es que es tan bueno... Es rematadamente amable. Haría cualquier cosa por los demás. Hasta levantarse de la cama en mitad de la noche y venir en coche a ayudarme cuando tú estabas enferma. ¿Se puede ser más amable? A mí me resulta imposible odiarlo. Y me gustaría. Me encantaría poder odiarle.
—Es tu hermano. —Enlazo el brazo con el suyo—. Es evidente que haría cualquier cosa por ti.
—Así que hay un hijo perfecto en la familia, y luego estoy yo. Y quizá yo también puedo ser el mejor en algo, aunque sólo sea en comportarme como un cabrón. Yo nunca seré amable. Has de imaginarte lo que fue crecer con un padre como el mío. Tuve que volverme así para resistir.
Pienso en su forma imperiosa de moverse por B&G, tratando de ocultar su timidez y su inseguridad tras esa máscara.
—Lamento tener que darte la noticia, Josh, pero, por debajo de ese caparazón, tú también eres amable.
—No me interesa ser el segundo en nada. No voy a volver a ser el segundón en mi vida.
Su voz resuena con una férrea determinación. Pienso en el ascenso y una parte de mi cerebro suspira: «A la mierda».
—¿Ésa es la razón de que siempre me hayas odiado? Yo soy amable: demasiado amable, cosa que tú siempre has detestado. —Me arreglo un poco la manga del vestido.
—Me reventaba verte actuar de buen corazón con personas que se aprovechaban de tu amabilidad. Me daban ganas de defenderte, de protegerte de esos aprovechados. Pero no podía hacerlo, porque tú me odiabas, así que tenía que dejar que te defendieras por tu propia cuenta.
—¿Y mi amabilidad te impedía odiarme? —Mi tono esperanzado me vuelve francamente patética.
Él me pone el pulgar bajo la barbilla y me alza la cara.
—Sí.
—Vaya. Qué historia más triste.
Cuando me besa en la mejilla, comprendo que es una disculpa. Y sospecho que probablemente voy a aceptarla.
—No me malinterpretes. No pasé una infancia traumática ni nada parecido. Siempre tuve un techo sobre mi cabeza y todo lo demás. Y mi madre es buenísima —añade, con una nota de afecto en la voz—. No me puedo quejar.
—Sí, sí puedes.
Él me mira, sorprendido.
—No es justo que te ignoren o te hagan sentir insignificante. Tú has logrado un montón de cosas en tu carrera profesional. Deberías sentirte orgulloso de ti mismo. —Subrayo las últimas palabras—. Tienes derecho a quejarte todo lo que quieras. Yo estoy contigo, ¿recuerdas?
—¿En serio? —Noto que la tensión se ha aflojado un poco en su interior—. Nunca creí que oiría tales palabras de tus labios Lanzallamas; y menos aún después de lo de esta noche.
—Ya somos dos. Bueno, ¿y qué sucedió cuando terminaste el curso preparatorio de Medicina? Seguro que entonces tu padre debió fijarse en ti.
—Mi madre armó un gran revuelo. Montó una fiesta e invitó a toda la gente que me había conocido a lo largo de los años. Fue en nuestra casa de aquí, en la playa. Supongo ahora, echando la vista atrás, que fue una gran fiesta. Pero mi padre no asistió.
—¿Se la saltó? —Lo abrazo con fuerza, apoyando la mejilla en su pecho. Noto que desliza las manos por mi espalda, como si me estuviera consolando a mí.
—Sí. No se molestó en cambiar el turno del hospital, como mi madre le pidió. Se la saltó del todo. Cuando Patrick terminó el curso preparatorio, mi padre le regaló el Rolex de nuestro abuelo. En mi caso, ni siquiera se molestó en presentarse. Él siempre ha sabido que yo no estaba hecho para la medicina. Ver cómo me esforzaba con tanto ahínco me volvía más patético.
—O sea, que no se presentó a la fiesta... ¿y tú no has hablado con tu padre como es debido desde hace cinco años? Debes darte cuenta de que esta situación hace sufrir a tu madre, ¿no? Siempre tiene los ojos brillantes, como si estuviera conteniéndose para no llorar.
—Esa noche cogí una borrachera increíble. Me senté sobre la arena, junto al agua, y vacié una botella de whisky a morro. Yo solo. En plan melodramático. A mi espalda, la casa estaba a reventar de invitados, pero nadie notó que el homenajeado se había ido.
Parece ligeramente divertido, pero yo sé que por debajo se siente herido en lo más hondo. Recuerdo que una vez, hace un millón de años, en una reunión de departamento, me pregunté mientras lo observaba si alguna vez se sentiría solo y aislado. Ahora conozco la respuesta.
—Así que te quedaste ahí fuera, borracho. ¿Qué hiciste después? ¿Entrar y montar una escena?
—No, pero comprendí que, a pesar de todos mis esfuerzos para buscar su aprobación, no había obtenido ningún resultado. Yo soy como él quizá. ¿Por qué intentarlo siquiera? ¿Por qué molestarse? Allí mismo, en ese momento, decidí que dejaría de intentarlo. Que cogería el primer empleo que encontrara.
Me gira ligeramente en sus brazos y, cuando vuelve a estrecharme, me empieza a acariciar el hombro como si fuera yo la que necesitara consuelo.
—Dejé de hacer el menor esfuerzo para conectar con él. Y fue como si me hubiera librado de la mayor fuente de tensión que había en mi vida. Dejé de intentarlo. Cuando quiera actuar como un padre, pensé, habrá de ser él quien dé el paso.
—¿Y no lo ha dado?
Josh continúa hablando como si no me hubiera oído.
—Lo que me da rabia es que cuando pasé a hacer un máster en Administración de Empresas en horario nocturno, mientras trabajaba en Bexley, él no pareció impresionado en absoluto. Como si no tuviera nada que decir. Como si ni siquiera reparase en mí lo suficiente para sentir una decepción. Pero sí lo he decepcionado. Una y otra vez a lo largo de mi vida. Para él, mi carrera profesional es un chiste.
Me sorprende lo furiosa que me estoy poniendo mientras lo escucho. Pienso en Anthony, en el rictus sarcástico que tiene constantemente en la cara.
—Tu padre se ha perdido contigo algo especial. ¿Por qué es de esa manera?
—No lo sé. Si lo supiera, quizá podría cambiarlo. Él siempre ha actuado así conmigo, y con la mayoría de la gente.
—Pero hay una cosa que no entiendo, Josh. Tú estás sobradamente cualificado para lo que haces en B&G.
—Ambos lo estamos —me dice.
—¿Por qué sigues allí?
—Antes de la fusión, estaba todos los días a punto de dejarlo. Pero yo ya tenía fama de rajarme en la familia.
—¿Y después de la fusión?
Él mira para otro lado. Veo que la comisura de sus labios se curva en una sonrisa.
—El puesto tenía algunos alicientes.
—Disfrutabas demasiado peleándote conmigo.
—Sí —reconoce.
—¿Cómo terminaste trabajando en Bexley, de todos modos?
—En un acceso de rabia, presenté solicitud para veinte puestos distintos. Y ésa fue la primera oferta que recibí: la de humilde servidor de Richard Bexley.
—¿Ni siquiera te importaba el tipo de trabajo? Yo tenía tantas ganas de entrar en una editorial que me eché a llorar cuando conseguí el puesto.
Él tiene la gentileza de poner una expresión culpable.
—Supongo que ahora te parecerá una injusticia si yo consigo el ascenso.
—No. El proceso se basa en el mérito profesional. Pero debes saberlo, Josh.
Es mi sueño. B&G es mi sueño.
Él no dice nada. ¿Qué podría decir?
—Entonces, ¿de veras no me has traído aquí para demostrarle a Mindy que ahora estás con una pequeña empollona sexi?
A estas alturas, conozco su cara mejor que la mía, y no percibo el menor atisbo de falsedad cuando responde.
—No podía enfrentarme a mi padre yo solo. Para él, soy una vergüenza. Dejé la facultad, tengo un trabajo administrativo, mi novia se fue con mi hermano. A sus ojos, no soy nada. En cuanto a Patrick y Mindy, por mí pueden tener diez hijos y vivir casados cien años. Me tiene sin cuidado. Que les vaya bien.
Me permito decirlo por fin:
—Está bien. Te creo.
Permanecemos callados unos momentos.
—Lo peor —continúa Josh— es que todavía me pregunto cómo sería ahora mi vida si hubiera seguido estudiando Medicina.
—Para mí, la medicina es un gran misterio. Hay infinidad de cosas dentro de mí sobre las que no tengo la menor idea. Como si fuera la alcaldesa de una ciudad que nunca he visto.
Él sonríe ante mi modo de formularlo.
—Si supieras la cantidad de pequeños milagros que se producen cada vez que respiras, te quedarías de piedra. Una válvula puede cerrarse y no volver a abrirse; una arteria puede perforarse y causarte la muerte. En cualquier momento. Todo lo que sucede en tu diminuta ciudad es milagroso.
Me da un beso en la sien.
—Santo cielo. —Me aferro a él con más fuerza.
—Si vieras las cifras de la gente que se acuesta por la noche y no vuelve a despertar, no te lo creerías. Personas normales, sanas, ni siquiera muy mayores.
—¿Por qué me dices esto? ¿Es lo que tienes en la cabeza? Hay un largo silencio.
—Antes sí. Ahora ya no tanto.
—Me parece que me gustaba más creer que estaba llena de huesos y porquería roja, simplemente. ¿Creerás que ahora estoy pensando si podría morirme esta noche?
—Ya ves por qué no sirvo para la charla intrascendente. Ah, y siento que mi padre te haya asustado sobre los efectos del pastel. Tiene celos, porque él no puede permitirse disfrutar de algo. Me parece que yo llevaba varios años sin comer pastel. Madre mía, qué bueno estaba.
—Somos un par de cerditos, tú y yo. ¿Quieres que bajemos para ver si ha quedado un poco?
Él me mira con cautela.
—¿No te vas?
Yo recuerdo mi plan de volver a casa en autobús.
—No, no me voy.
Me resulta cómodo que todavía esté sentado sobre el tocador. Así, cuando le cojo la cara con las manos, puedo alcanzarle poniéndome sólo un poco de puntillas. Así puedo sentir las chispas que saltan por el aire entre nuestros labios y el dulce suspiro de alivio que él deja escapar. Noto cómo se acelera su pulso bajo mis dedos. Es un juego bastante enrevesado el que hemos estado jugando para llegar a este punto.
Me resulta cómodo que todavía esté sentado sobre el tocador, porque así puedo atraer sus labios hacia los míos.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
25
Cuando le beso, él deja escapar el aire largamente hasta vaciarse por completo. Yo quiero volver a llenarlo de nuevo. Hasta que han pasado unos minutos de ensueño no me doy cuenta de que he estado hablándole con mi beso. «Sí que importas. Eres importante para mí. Esto es importante.»
Sé que él me entiende, porque hay un ligero temblor en sus manos mientras me desliza una uña por la costura lateral del vestido, subiendo por los hombros y deteniéndose en mi nuca. También él me dice cosas. «Es a ti a quien yo quiero. Tú siempre estás preciosa. Esto es importante.»
Juguetea con la cremallera del vestido durante una eternidad tintineante y, al final, empieza a bajarla. Hace un ruido parecido al de una aguja derrapando por un disco de vinilo. Mientras él profundiza en el beso, yo me aprieto entre sus rodillas contra su cuerpo. Ni siquiera unos caballos salvajes podrían separarme a rastras de este hombre y alejarme de esta habitación. Lo voy a besar hasta morir de extenuación. Cuando noto el borde afilado de sus dientes en mis labios, sé que no soy la única dispuesta a todo.
Dejo que caiga el vestido, aparto los pies y lo recojo del suelo. La timidez se impone aún, y me tapo con él unos momentos hasta que me siento tan tonta que lo aparto. Debajo del vestido, para darle un aspecto bien liso, me he tenido que poner un corpiño de color marfil, como un pequeño traje de baño, que está provisto de unas ligas para sujetar las medias. Nada que ver con el dormilosaurio.
Josh pone una cara como si acabara de recibir una puñalada en el estómago.
—Santo Dios —murmura.
Le doy el vestido y me pongo la mano en la cadera. Sus ojos devoran cada línea, cada curva de mi cuerpo, incluso mientras dobla pulcramente el vestido en dos. Mis piernas son ridículamente cortas, y ahora no cuento con la ayuda de los tacones, pero su forma de mirarme hace que me flaqueen las rodillas.
—Te has quedado muy callado. —Me deslizo el dedo bajo el tirante de esta absurda prenda y hago una pausa. Veo cómo se le mueve la garganta al tragar.
Le pongo las manos en el cuello, aprieto un poco, y las deslizo hacia abajo. Es tan sólido, tan recio... Sus músculos irradian calor bajo mis palmas. Me acerco aún más, hundo la cara en su garganta y aspiro su fragancia. Cierro los ojos, diciéndome a mí misma que recuerde este momento. «Por favor, recuerda este momento cuando tengas cien años.»
Sus manos descienden por mi cintura y me agarran con decisión el trasero.
Cuando empiezo a besarle la garganta, él me aprieta las nalgas con más fuerza.
—Quítate la camisa. Venga, rápido.
Me sale una voz zalamera y ronca. Él empieza a desabrochársela, algo aturdido. Cuando se la quita por fin, le veo la espalda desnuda en el espejo del tocador.
—Todavía tienes morados de paintball. Yo también.
Mi mano libre va recorriendo su pecho. Interrumpo el beso para mirar. Sus músculos están ensamblados a la perfección, como piezas de LEGO. Hundo las yemas de los dedos para observar cómo cede su piel. Sus manos no se han movido de mi trasero, pero sus dedos acarician las cintas que mantienen sujetas mis medias. Para no empezar a gemir de un modo demasiado ruidoso, vuelvo a besarlo y me retuerzo contra él.
—Lo tenía todo planeado —dice Josh, recuperando al fin la voz y empujándome suavemente hacia la cama. Aparta la colcha y me tumba sobre las sábanas sin el menor esfuerzo—. Iba a ser en un sitio un poco más romántico que una habitación de hotel.
¿Él, pensando en plan romántico? A mí se me estremece el corazón. Josh se apodera de mis labios con un beso tan delicado que podría echarme a llorar de la emoción.
—¿Lo ves? —dice en mi boca—. Yo no te odio, Lucy.
Su lengua toca la mía con timidez. Se tumba sobre mí apoyándose en los codos, aprisionándome entre sus bíceps, y a mí me viene un recuerdo del partido de paintball, cuando me apretó contra el árbol para protegerme, para cubrirme.
«Yo te estaba cubriendo todo el rato.» Suspiro, y él aspira el aire de mi boca.
—Así...
Me estiro y me retuerzo bajo su peso.
—Eres enorme. No sabes cómo me excita.
—Y tú eres diminuta. Lo cual me hace pensar en todas las maneras que tendremos de encajar. No pienso en nada más desde el día que nos conocimos.
—Sí, claro. Ese día trascendental, cuando me miraste de arriba abajo y te volviste hacia la ventana.
Ahora me está dando unos mordisquitos en la garganta de una suavidad inimaginable. Entrelaza sus dedos con los míos, por encima de nuestras cabezas.
¿Cómo hemos vuelto a llegar aquí, a este lugar tan dulce, después de la llamarada de furia que nos ha abrasado a ambos? Un lugar tan dulce, tan suave y delicado, tan Josh...
—Si lo hacemos esta noche, no permitiré que luego te pongas rara conmigo.
—Me mira con aire solemne, incorporándose un poco—. ¿Vas a sufrir uno de tus infames ataques de pánico?
—No lo sé. Es muy posible. —Lo digo en plan chistoso, pero él no parece nada divertido.
—Me gustaría saber cuánto tengo de ti. ¿Cuánto me corresponde? —Vuelve a besarme la garganta, sus dedos se entrelazan con más fuerza con los míos.
—Hasta el día de las entrevistas, te corresponde todo —digo, con los labios sobre su piel. Josh deja escapar un suspiro trémulo, como si me hubiera entregado a él para siempre, y no sólo por unos días.
Empezamos a besarnos de nuevo, y la fricción de mi muslo sobre su entrepierna lo impulsa a adoptar un ritmo más frenético. Su boca es húmeda, suave, deliciosa. Cuando se detiene, aunque sea para respirar, yo lo vuelvo a atraer hacia mí.
Al cabo de una eternidad, mete la mano en el tirante de mi hombro. Lo recorre lascivamente con los dedos, tensándolo, y después lo suelta y suena un leve chasquido. Lo hace otra vez.
—La cremallera está en el lado —le digo. O le suplico, estrictamente hablando.
Él no me hace caso y baja el dedo hacia el lazo que hay entre mis pechos.
—Es el lazo más diminuto que he visto. —Inclina la cabeza y lo muerde.
Vamos tan despacio que no me sorprendería abrir los ojos y ver la luz del día. Josh es muy diferente de como me lo imaginaba. Delicado, no brusco. Lento, no apresurado. Tímido, no impetuoso. Mis novios anteriores y sus cronometrados intentos de demorarse en los juegos preliminares son ahora un recuerdo lejano, comparados con el intenso placer de estar tumbada debajo de Josh.
Introduce los dedos entre mi pelo, y el arañazo de sus uñas sobre mi cuero cabelludo me pone la carne de gallina. Me lame la piel erizada. Se incorpora con cuidado y se arrodilla entre mis piernas, al parecer para mirar mejor. A mí me viene de perlas. Veo cómo flexiona el estómago y suelto una exclamación, algo así como «uaaafff».
—¿Cómo te las arreglas para tener este aspecto?
—No tengo nada mejor que hacer que ir al gimnasio.
—Ahora sí lo tienes.
Me incorporo yo también y recorro esos músculos con la boca. Y luego hago algo que siempre he querido hacer: le pongo las dos manos en el trasero. Es fabuloso.
Él me desliza las manos por el pelo y yo empiezo a cubrirle el estómago de besos. No puedo contenerme. Encuentro un poco de vello y, al levantar la vista, veo que tiene el pecho ligeramente salpicado de pelillos en una línea que desciende por el centro y desaparece más allá de la pretina de sus pantalones.
—Ojos obscenos —dice con voz temblorosa.
—No me digas. Quiero esnifarte. Hueles siempre de un modo increíble. — Pego la nariz a su piel e inspiro con todas mis fuerzas. Él se echa a reír. Alzo los ojos y sonrío.
Sus dedos reposan en la cremallera de mi corpiño.
—Estoy cubierta de morados —digo, a modo de advertencia. Aspiro la piel de su estómago, contemplando sus abdominales.
—Estás monísima cuando te pones tímida. Iré despacio. —Me baja un tirante, dejándomelo sobre el brazo, y hace igual con el otro. Se muerde el labio
—. Me voy a sentar —dice—. Me siento demasiado alto.
Entre un murmullo de sábanas, Josh se reclina sobre el cabezal y yo me coloco entre sus piernas, con la espalda sobre su pecho. Sus manos se extienden por mis hombros. Cierro los ojos, y empieza a darme el masaje más dulce y más dudosamente oportuno que quepa imaginar. La mayoría de los hombres ya estarían bajando la cremallera y metiéndome mano a estas alturas, pero él no es como la mayoría.
—Te sentaste así, sobre mí, cuando estabas enferma.
Sigue masajeándome, y la fricción entre ambos nos estimula y espolea. Me aparta el pelo y me pone los labios en un lado del cuello. A este paso, pronto no recordaré ni mi nombre.
Él desliza la mano por debajo del satén y sospesa mi pecho con la mano.
Lenta, suavemente, sus dedos pellizcan la piel.
—Oh, sí —gime, volviendo a pegar los labios a mi cuello.
Oigo de repente el ruido que hago: como esas roncas inspiraciones de las personas que padecen un dolor extremo. Sólo que yo me siento a medio camino del orgasmo.
—Imagínate todas las cosas que vamos a hacer —dice, casi como si hablara consigo mismo.
—No quiero imaginarlo. Quiero saberlo. —Mis pies se retuercen entre las sábanas, como si me estuviera electrocutando.
—Y lo sabrás. Pero no basta con esta noche, empiezo a presentirlo. Ya te lo había dicho. Necesitaré días. Semanas.
Apenas noto cómo baja la cremallera. Me está liberando de la tensa tela de satén, porque noto sus grandes manos sobre mi piel. La sensación es sublime: como ser acariciada, mimada, abrigada y admirada a la vez. Cuando abro los ojos, noto su aliento caliente en la oreja y veo el corpiño crema caído en torno a mi cintura. Josh me desengancha los cierres de las medias y se inclina sobre mi hombro para mirarme.
—Hmm. —Coge la tela por los lados y la desliza a lo largo de mis piernas.
Ahora, dejando aparte las medias, estoy desnuda.
La imagen de sus pantalones junto a mi piel hace que me sienta todavía más vulnerable en mi desnudez. Flexiono las rodillas, como para esconderme, pero es absurdo. Él emite una especie de ronroneo tranquilizador junto a mi oído. Su mano enorme me recorre la cadera y el muslo y luego se queda anclada en mi cadera. Su otra mano hace lo mismo.
—Lucy. —Es lo único que parece capaz de decir—. Lucy. ¿Cómo voy a poder alejarme de esta noche? En serio. ¿Cómo?
Se me pone la piel de gallina. Yo me pregunto lo mismo. Dejo caer la cabeza hacia un lado y nos besamos.
Estoy ronca, sin aliento.
—Yo esta noche me muero. Quítate los pantalones, por favor.
—Esa frase la quiero bordada en un cojín. Me río a carcajadas hasta quedarme sin aire.
—Eres graciosísimo. Siempre lo he pensado. No podía reírme, pero me moría de ganas.
—Ah. O sea, que es una de tus reglas. —Se levanta de la cama y pone la mano en el botón de la pretina—. Entonces, ¿el objetivo del juego es no reírse?
—El objetivo es conseguir que se ría el otro. Vamos. Que me está entrando frío. —Me devora la impaciencia, más bien. Él, al ver que me estremezco, me tapa con las sábanas y las mantas. Yo lo observo con mirada de pervertida mientras él se baja la cremallera de los pantalones.
—Pues yo tengo mis propias reglas. Y el objetivo del juego es distinto para mí.
Contemplar cómo se quita Josh los pantalones de su traje es algo fuera de serie. Lleva unos calzoncillos negros elásticos. Totalmente abultados por delante.
—Explícamelo. A ver.
Se quita los calzoncillos. Lo miro boquiabierta. Parece que incluso mis más febriles fantasías eran incorrectas. Estoy a punto de decirle que es realmente glorioso cuando pulsa el interruptor de la lámpara y nos quedamos a oscuras.
—¡No! Josh, no es justo. Enciende la luz. Quiero mirarte.
Extiendo el brazo hacia la lámpara, pero él se apresura a deslizarse bajo las mantas y yo siento toda la calidez de su cuerpo contra el mío. Ambos emitimos un gemido de incredulidad. Esa sensación. Piel contra piel. El calor inaudito.
No sé exactamente dónde está. Lo siento por todas partes. Noto su aliento en mi pelo, pero nos giramos un poco y, cuando suspira, ya está más abajo, sobre mi caja torácica. Es algo desconcertante y erótico. Doy un respingo, sobresaltada, cuando desliza la mano por mis costillas.
Otra mano me despoja de las medias, deslizándolas a lo largo de mis piernas. Me toca el tobillo y, al mismo tiempo, me sujeta por la curva de la cintura. Tengo la sensación de que hay manos pululando por todo mi cuerpo.
—Eres de una suavidad increíble. Y mi mano encaja a la perfección en todas partes. Yo tenía razón.
Me lo demuestra. Garganta. Pechos. Costillas. Caderas. Y luego me demuestra que su boca también encaja a la perfección. Me arde la piel con cada beso, con cada presión de sus labios. Lame el brillo de sudor que empieza a cubrirme. Oigo un murmullo de fondo hasta que me doy cuenta de que soy yo. Gimiendo, suplicando. Él no hace caso ni muestra compasión. Aplica su boca perfecta en la porción de piel que se le antoja. Centímetro a centímetro, va trazando un minucioso mapa de mí. Nada que objetar, salvo que él también tiene un cuerpo que quiero explorar con mis manos. Cuando está atravesando la curva superior de mi espalda, mis gemidos suplicantes consiguen hacerle mella.
—Déjame tocarte, por favor.
Transige y me da la vuelta. Yo voy acariciando desde el cuello hasta los recios músculos de sus brazos. Aprieto. Muerdo. Palpo el bíceps con ambas manos, amasándolo, sopesándolo. Es un placer increíble tocar a otro. Su piel es como de satén. Siento un hormigueo en las palmas de tanto acariciar. Mi boca se amolda a todos los puntos donde le beso. Mi vista va adaptándose a la penumbra; distingo el brillo de sus ojos mientras me entretengo explorando cada músculo, cada tendón, cada articulación que encuentro en mi camino.
Deslizo mi cuerpo contra el suyo en la oscuridad, sintiendo sus suspiros, y lo atraigo hacia mí para que se ponga encima.
—Peso mucho. Te voy a aplastar.
—He tenido una buena vida.
Él se ríe roncamente y obedece, estrujándome sobre el colchón de tal modo que se me vacían la mitad de los pulmones.
—Ah, qué bien. Qué pesado. Me encanta.
Se incorpora un poco al cabo de un minuto porque estoy muriendo lentamente ahí debajo. Deslizo la mano entre ambos y agarro su miembro duro e intrigante. Josh me deja acariciarlo y jugar con él hasta que su respiración entrecortada me indica que está derritiéndose, y que es por mí. No sé qué mejor victoria podría conseguir. Pero entonces noto su boca en mi cadera. Y casi enseguida empieza a besarme los muslos.
No puedo evitar reírme, tanto por las cosquillas de su barba incipiente como por un recuerdo que me viene ahora a la cabeza: la discusión que mantuvimos hace una eternidad sobre el uniforme corporativo. Me besa los muslos con devoción boquiabierta, murmurando cosas que no oigo bien pero que parecen palabras de halago. El calor de su aliento se ve puntuado con lametones, mordiscos y más besos. Me sería imposible resistir la suave presión de su boca, y su intención es bien clara. Mis piernas se abren; me tumbo del todo y contemplo el techo oscuro.
El primer contacto es fugaz. Como el lametón que le das a un helado que está derritiéndose. Inspiro con tanto ímpetu que parece que estuviera esnifando y él, en recompensa, me besa el interior de los muslos. No soy capaz de articular una palabra.
El segundo es un beso, y yo pienso en su típico beso de primera cita: casto, suave, sin lengua. La promesa de todo lo que vendrá a continuación. Abrazo una almohada y decido que él no volverá a tener una primera cita con nadie. Nunca más.
El tercero es otro beso, pero éste evoluciona tan lentamente de casto a obsceno que no sé muy bien cuándo se transforma. Josh tiene todo el tiempo del mundo y, a cada minuto que pasa, mi cuerpo se afloja y se tensa a la vez.
Consigo articular palabra y me sale una voz nítida y remilgada.
—No creo que el manual de Recursos Humanos diga nada sobre este tipo de actividad.
Noto cómo tiembla y gime.
—Qué pena. Es cierto —dice. Pero no se detiene, continúa infringiendo las normas de RR. HH. durante una cantidad de minutos incalculable.
Yo tiemblo y me estremezco cada vez más cerca de la cegadora explosión que ya diviso en el horizonte. Francamente, me sorprende que haya aguantado tanto tiempo. Alargo la mano, hundo los dedos en su pelo y le aparto la cabeza.
—No lo resisto. Por favor. Necesito más, mucho más. —Me escabullo, lo sujeto del brazo y lo atraigo con una fuerza sobrehumana. Él suspira con indulgencia y se pone de rodillas. Y por fin oigo ese sonido mágico del envoltorio al rasgarse.
Su voz, cuando vuelve a hablar, podría parecer autoritaria si no fuera por el temblor jadeante que la sacude, socavando todos sus esfuerzos.
—Al fin eres mía.
—Al fin eres mío —replico.
Se tiende sobre mí. Yo me llevo una sorpresa cuando se enciende la lámpara. Cierro los ojos, deslumbrada, y, al volver a abrirlos, veo que me mira fijamente. Las vetas negro zafiro de sus ojos producen extraños efectos en mi corazón.
—Hola, Fresita. —Nuestros dedos se entrelazan de nuevo por encima de mi cabeza.
La primera acometida es muy suave y mi cuerpo la asimila; luego asimila un poco más. Él aprieta la sien contra la mía, emitiendo unos ruidos desesperados, como si sintiera dolor, como si estuviera tratando de sobrevivir a este momento. Le aprieto involuntariamente la mano y él vuelve a empujar, ahora con fuerza. Casi me golpeo con el cabezal. Me echo a reír.
—Perdona —dice.
Yo le beso en la mejilla.
—No te disculpes. Otra vez.
Maga- Mensajes : 3549
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Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
23
Ya lo sabía, la novia era la ex de Josh, debió contárselo a Lucy la pobre se sintió muy mal, que horrible es cuando los padres hacen distinciones entre los hijos.
24
Pobre Josh su padre si que lo afectó, ahora ya se por que su actitud, lo bueno que Lucy y él hablaron
25
Por fin les quedó claro que no será cosa de una vez, y que no hay odio
Ya lo sabía, la novia era la ex de Josh, debió contárselo a Lucy la pobre se sintió muy mal, que horrible es cuando los padres hacen distinciones entre los hijos.
24
Pobre Josh su padre si que lo afectó, ahora ya se por que su actitud, lo bueno que Lucy y él hablaron
25
Por fin les quedó claro que no será cosa de una vez, y que no hay odio
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Capitulo 23
Tenia razón, al final la cuñada fue la ex, bizarro... esperaba algo así... pero aun así creo que hubiera reaccionado igual o peor que Lucy... puede que en verdad el chico este enamorado de ella, pero tanto le costaba decir la verdad... siendo que ella muchas veces le dio la oportunidad de sincerarse... ojala Lucy no lo perdone tan luego y lo haga sufrir...
Capitulo 24
Ahora odio al papa de Joshua, como puede ser tan cruel con su hijo y mas siendo el que mas se parece a el... pero por que tuvimos que esperar tanto para saber tan triste historia.... con esa carga que lleva encima quien no lo perdona...
Capitulo 25
Aunque se demoraron en llegar, por fin lo realizaron y es realmente lindo y bello como están conociendo sus cuerpos... de forma respetuosa y madura por ambos lados...
Tenia razón, al final la cuñada fue la ex, bizarro... esperaba algo así... pero aun así creo que hubiera reaccionado igual o peor que Lucy... puede que en verdad el chico este enamorado de ella, pero tanto le costaba decir la verdad... siendo que ella muchas veces le dio la oportunidad de sincerarse... ojala Lucy no lo perdone tan luego y lo haga sufrir...
Capitulo 24
Ahora odio al papa de Joshua, como puede ser tan cruel con su hijo y mas siendo el que mas se parece a el... pero por que tuvimos que esperar tanto para saber tan triste historia.... con esa carga que lleva encima quien no lo perdona...
Capitulo 25
Aunque se demoraron en llegar, por fin lo realizaron y es realmente lindo y bello como están conociendo sus cuerpos... de forma respetuosa y madura por ambos lados...
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
26
—Nunca hemos jugado al Juego de las Miradas contigo dentro de mí. —Sus caderas se flexionan un poco; mis párpados empiezan a temblar.
Yo ya me esperaba el placer y también la presión, dado que él es enorme y yo tan pequeña, pero lo que me tensa ahora la garganta y no me deja responder es la emoción. Son sus ojos, la expresión que hay en ellos mientras empieza a mover las caderas con naturalidad y destreza. Sin impactos violentos, sin que me castañeen los dientes. Arremete contra mí con controlada mesura. Éste es el momento más excitante de mi vida. No consigo asimilar cada sensación. Algo parecido al pánico empieza a inundar mi pecho.
No puedo mantener la compostura bajo su mirada. Esos ojos apasionados. Intensos, fieros, audaces. Él quiere que se lo dé todo. No aceptará menos de mí.
—Háblame. —Me roza la nariz con la suya. Su respiración es profunda y regular.
—Tenías razón: no sé cómo, pero encajas en mí. Ay, qué bueno. —Apenas puedo hablar—. Me está entrando pánico.
—Bueno, ¿eh? —Me mira, divertido—. Siempre puedo conseguir que sea más que bueno.
Me suelta los dedos, mete las manos por debajo de mis muslos y me levanta unos centímetros de la cama.
—Bueno quiere decir muy bueno, buenísimo —balbuceo. Luego ya sólo me sale un gemido.
Joshua Templeman sabe realmente lo que se hace.
Pongo los ojos en blanco. Lo deduzco, porque él sonríe ligeramente y vuelve a mover las caderas. Las mantas se caen por un lado de la cama, y ahora estoy en primera fila, contemplando su rostro, sus espléndidos músculos en acción.
—No, yo no soy bueno —dice.
Empezamos a estirarnos lentamente el uno contra el otro, nos restregamos y refregamos. Nunca he experimentado nada parecido. Lo cual me confirma que ninguno de los chicos con los que he estado lo hacía bien. Ninguno hasta ahora.
Él frunce el ceño, concentrado. Debe de ser el ángulo que ha creado con tanta facilidad lo que parece accionar un pequeño interruptor dentro de mí.
—Ay. —Embiste de nuevo, y el placer resulta tan intenso que me sube un sollozo a la garganta. Una vez, y otra, y otra. Nunca había jugado a este juego.
No tengo fuerzas para mantener los brazos en sus hombros. Cada impulso de su cuerpo entrando en el mío me acerca un poco más a algo que, estoy segura, va a matarme.
—¿No te cansas? —Intento ser considerada, pero él no hace caso e intensifica el ritmo.
El sudor empieza a humedecerme la piel. Mis manos buscan asidero en las sábanas. Si ahora soy un peso muerto, a él no parece importarle. Lo único que puedo hacer es apretar los hombros contra el colchón e intentar sobrevivir a esto.
—Me muero, Josh —le advierto—. Me estoy muriendo.
Él me levanta un tobillo y se lo pone sobre el hombro. Me rodea la pierna con el brazo y estudia mi rostro con interés mientras acelera aún más el ritmo. Junta el entrecejo. El Juego de las Miradas alcanza su apoteosis cuando encuentra mi punto G, hasta hoy inexistente. Ahora sí existe.
—Santo. Santo... Josh.
La risa que suelta es casi mi perdición.
He aquí mi problema: estas cosas no pasan, la primera vez con alguien siempre resulta más bien torpe. Te vas turnando e intentas averiguar los gustos y las fobias del otro. No follas de un modo húmedo y desatado y simultáneo, ni tratas de postergar tu orgasmo. Pero eso es lo que hago ahora. Y él lo nota.
—Lucy. Deja de resistirte.
—No me resisto —protesto, pero él empuja con más fuerza a causa de mi mentira. Yo le doy las gracias balbuceando.
—De nada —dice, y me alza aún más, aumentando el ángulo. No entiendo cómo no está cansado. Le mandaré una tarjeta de felicitación a su entrenador personal. Si es que puedo volver a sostener un bolígrafo. Me muerdo el labio. No puedo dejar que esto termine. Se lo digo.
—Así siempre, sigue así eternamente —le suplico, casi al borde de las lágrimas—. No pares.
—Eres testaruda, ¿eh, Fresita?
—No quiero que se acabe. Por favor, Josh. Por favor, por favor, por favor... Él pega la cara a mi pantorrilla con un gesto de infinita dulzura.
—No se acabará —dice.
Noto que él también empieza a perder el control. Sus ojos están vidriosos y relucientes, y veo que los alza hacia el techo, como suplicando. Su piel adquiere a la luz de la lámpara un esplendor dorado.
La siguiente embestida es tan profunda y prolongada como las otras, pero yo me rompo del todo.
No es una sensación dulce e insulsa la que ahora me recorre de arriba abajo. Con los dientes apretados, me agarro de él y me retuerzo violentamente. El grito angustiado que suelto seguramente despierta a todo el mundo en el hotel, pero no puedo contenerlo. Es brutal. A punto estoy de darle una patada en la mandíbula, pero él me coge el pie y me sigue sujetando. El placer se desborda, mi cuerpo se arquea, se sacude, se contorsiona. Estoy completamente loca por Joshua Templeman. Él tiene razón. Esto no basta. Necesito días. Semanas. Años. Millones de años.
Caigo, me precipito en el vacío, y, al alzar la mirada, veo que él también cae por fin.
Se apoya sobre mi pierna, y noto cómo su cuerpo tiembla y se libera. Luego baja la vista hacia mí, con ojos repentinamente avergonzados, y yo le acaricio la mejilla con la mano.
Me deposita sobre el colchón con cuidado. No sé cómo voy a soltarlo. Le rodeo los hombros con los brazos y pego la boca a su frente. Tengo la sensación de haberme limpiado por dentro, como después de correr varios kilómetros. Él debe de sentirse como si hubiera hecho un triatlón.
Alza los ojos hacia mí.
—¿Cómo estás? —me susurra.
—Soy un espectro. Estoy muerta.
—No sabía que fuese letal —dice, y empieza a separarse de mí con dolorosa lentitud.
Yo ruego y suplico y digo: «No, no, no». Soy una adicta, estoy completamente enganchada; ya estoy deseando la siguiente dosis mientras la última corre aún por mis venas. Mi cuerpo trata de aferrarse al suyo, pero él me da un beso en la frente y se excusa.
—Perdona un momento —dice, y se va hacia el baño. Yo contemplo su trasero y me dejo caer sobre las almohadas.
«El mejor sexo de mi vida. El mejor trasero que he visto.»
—¿Es eso cierto? —me dice desde el baño. Por lo visto, lo he dicho en voz alta.
Me tapo los ojos con el antebrazo y trato de serenar mi respiración. Noto que se hunde el colchón. Josh cubre con las mantas mi cuerpo aterido y apaga la lámpara.
—Ahora te vas a poner insoportable. Pero maldito seas, Josh. Maldito seas
—digo con la lengua trabada.
—Maldita seas tú —dice, envolviéndome en sus brazos. Pego la mejilla sobre él, deleitándome con su sudor.
—Vamos a planear un juego para cuando nos despertemos. No podré soportarlo si te pones rara conmigo.
—Nos daremos los buenos días educadamente, y luego volveremos a hacerlo. —Hablo como si hubiera sufrido un derrame cerebral. Me duermo con la oreja pegada a su pecho, oyendo cómo se ríe suavemente.
De algún modo consigo sobrevivir hasta la mañana. Mientras me lavo las manos, me echo un vistazo en el espejo.
—Ay, mierda.
—¿Qué pasa?
Entreabro la puerta. La habitación está iluminada tenuemente por los rayos de luz que se filtran entre las cortinas.
—Se me olvidó quitarme el maquillaje. Parezco Alice Cooper otra vez.
El rímel se me ha corrido y la mancha hace que mis ojos tengan un aspecto azul lechoso.
—¿Otra vez? ¿Cuándo te has parecido a Alice Cooper?
—A la mañana siguiente de ponerme enferma, casi pegué un grito al verme en el espejo. —Me cepillo los dientes y me recojo el pelo en un moño.
—Me gustas cuando estás un poco hecha polvo.
—Entonces te gustaré ahora.
Estoy dentro de la ducha, tratando en vano de abrir el paquetito de jabón, cuando oigo rechinar la puerta y veo que entra en la bañera tan tranquilo, como si hiciéramos esto cada día. El deseo me electriza: una extraña mezcla de júbilo y de temor.
—Es un jabón tamaño Fresita —comenta, cogiéndolo de mis manos y mordiendo el sobre. Extrae la pastillita de jabón, sujetándola entre el índice y el pulgar.
—Esto va a ser divertido.
Yo estoy tan deslumbrada mirando cómo se desliza el agua por su piel aterciopelada que durante unos minutos no puedo hacer otra cosa que contemplar ese espectáculo con la lengua asomada en la comisura de los labios, igual que un perro hambriento. El agua se abre camino entre cada músculo antes de desbordarse y resbalar por las superficies lisas del estómago.
El vello de su cuerpo empieza en el centro de su pecho, se abre en abanico hacia los pezones y desciende en una delgada línea en dirección al ombligo. Después de ser bombardeada con un millón de vallas publicitarias de modelos relucientes en calzoncillos, casi se me había olvidado que los hombres tienen pelo. Siguiendo el curso del agua, miro el vello más espeso del pubis y la eminencia imponente de su miembro erecto. Todo mojado. Bellamente cubierto de venas. Me basta mirarlo para que me flaqueen las rodillas. Ha estado dentro de mí. Lo necesito otra vez. Lo necesito tantas veces que pierdo la cuenta.
—Eres tan... —digo, meneando la cabeza. He de cerrar los ojos para encontrar las palabras. Es que es demasiado, un exceso para la vista. No sé cómo he conseguido capturar a esta enorme criatura dorada en la ducha de un hotel.
—Uy, no. Soy espantoso —susurra, haciéndose el trágico.
Noto que me pone la pastilla de jabón en la clavícula y que empieza a trazar pequeños círculos, primero pegajosos, luego sedosos, resbaladizos.
—Mi entrenador personal estaba convencido de que este disfraz me ayudaría con las mujeres. Pero qué va. Menudo derroche de tiempo y energía.
Abro los ojos. Deben de tener el mismo aspecto que si acabara de salir de un fumadero de opio porque Josh se echa a reír.
Aprieto con el pulgar la línea que la sonrisa dibuja en su mejilla.
—Eres impresionante. Hermoso. Me pareces increíble.
Me aparto un poco, apoyándome en los azulejos, para verlo mejor. Y ahora le toca a él contemplar cada centímetro de mi piel húmeda. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no cubrirme con los brazos. Sus duros músculos me hacen parecer blanducha en comparación. Sus ojos se oscurecen mientras me mira de pies a cabeza.
—Ven aquí —murmura. Tomo la mano que me ofrece.
Qué manera de empezar el día. Duchándome con mi colega, con mi archienemigo.
En cuanto este pensamiento se materializa, comprendo que está completamente desfasado: tan desfasado que ya no puedo seguir mintiéndome a mí misma. Él me aparta de los fríos azulejos y me da la vuelta hacia el chorro de la ducha, revisando la temperatura antes de colocarme debajo. Luego me rodea por detrás con sus brazos y me da lo que sólo puede describirse como un achuchón. Yo me aprieto contra su erección para sentir cómo gime.
—¿Cómo estás? ¿Te sientes rara? ¿Tienes pánico? —Me enjabona la piel por debajo de los pechos y a lo largo de las costillas. Me levanta un brazo para examinarlo; compara el tamaño de nuestras manos.
—No. Estoy bien. ¿Cómo es que no hemos de preocuparnos de que seas tú quien se ponga raro? La mayoría de las chicas temen que ellos se inventen una sesión de entrenamiento a primera hora de la mañana para poder darse a la fuga. Y en tu caso no resultaría tan inverosímil.
—Yo llevo preparado para este momento mucho más tiempo que tú —dice. Parece saber que no quiero que se me moje el pelo, porque me aparta un poco del chorro. Sus manos resbaladizas recorren mis caderas.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Mucho.
—Nunca lo he sospechado.
—Soy muy reservado. —Parece ligeramente divertido.
Me vuelvo y recupero la pastillita de jabón, que está a punto de convertirse en una rodajita translúcida. Me la pego en la palma de la mano, y así tengo una buena excusa para acariciar su cuerpo mientras él lame las gotas de agua de mi mandíbula.
Nos miramos el uno al otro, con las narices juntas y los ojos entornados. Todo parece dar vueltas. Por fuera, el aire es frío; pero bajo este chorro nos calentamos cada vez más, hasta que tengo la sensación de que casi estoy sudando. Es este beso.
Los minutos se desvanecen cuando estoy besando a Joshua Templeman. El sol no se alza en el cielo, el depósito de agua caliente no se vacía, la hora de dejar la habitación no existe. Él se toma su tiempo conmigo. Es un hombre extraño: consigue lo que es casi imposible. Me besa en el momento presente.
Es algo que siempre me ha costado en mis anteriores relaciones: desconectar mi cerebro. Aquí, en cambio, sólo existimos nosotros. Nuestros labios hallan un ritmo; el suave movimiento de un péndulo deslizándose, describiendo una ligerísima curva una y otra vez, hasta que para mí ya no queda otra cosa en el mundo que su cuerpo y el mío, y el agua chorreando sobre nosotros, puro vapor destinado a formar una nube.
Él hace que palabras tales como «intimidad» resulten inadecuadas. Tal vez sea su forma de emplear el pulgar para alzarme la cara, con los demás dedos extendidos detrás de mi oreja y hundidos entre mi pelo. Cuando intento tomar una bocanada de aire, él me lo insufla en los pulmones. Cuando mi cabeza se ladea, pesada y soñadora, él me sujeta la barbilla. Alzo los ojos para mirarlo, y siento dentro de mí un estallido de emoción. Creo que lo percibe en mi mirada, porque sonríe.
No hay nada que me recuerde tanto lo enormes que son sus manos como tenerlas sobre mi cuerpo. Abarca con las palmas mis costillas y las sube para mostrarme lo maravillosamente que puedo llenárselas. Cuando ya casi no aguanto más, me da la vuelta hacia la pared y sus dedos se extienden sobre mis omóplatos.
Me araña suavemente la espalda con las uñas mientras me susurra pegado a mi cuello.
Dice que soy preciosa. El pastelito de fresas más delicioso. El sabor que nunca podrá quitarse de la boca. Y dice que quiere que yo esté segura, completamente segura, antes de tomar una decisión sobre nosotros.
Lame el agua de mis hombros mientras introduce lentamente la mano entre mis muslos. Noto que mi pie se desliza por los azulejos un par de centímetros. Cuatro. Me estremezco y él me pasa un brazo por las clavículas.
Al primer contacto de su dedo, doy un gemido que reverbera a nuestro alrededor. Me pone en una tensión cada vez mayor con los suaves círculos que va trazando. Yo tanteo por detrás y atrapo su erección con la mano. Nuestros jadeos combinados crean un murmullo cavernoso entre los azulejos.
—Dámelo todo —me dice al oído. Yo le digo lo mismo.
Estoy rodeada de músculos húmedos y calientes por todas partes, con su boca mordisqueándome el lóbulo de la oreja y su vigoroso miembro sacudiéndose en mi mano desproporcionadamente pequeña. A él no parece importarle; de hecho, está empezando a soltar gemidos.
Yo tengo mis propios problemas. Por ejemplo, intento no armar mucho ruido para que no se me oiga fuera de la habitación; pero con la fricción celestial que Josh me está dando resulta sorprendentemente difícil. «Chist», me dice, medio riéndose. Empiezo a temblar. Sus dientes me arañan la nuca. Yo lo agarro con más fuerza. Ambos nos tensamos y gritamos prácticamente al mismo tiempo.
Esta vez es como un despliegue, como una floración. Él apoya la cabeza en los azulejos, por encima de mí, y los dos nos miramos sin decir palabra, observando cómo nos agitamos. Es extraño mirarse el uno al otro mientras te deshaces de placer. Tengo la sensación de que podría acostumbrarme.
Es imposible terminar de modo adecuado un momento como éste. ¿Cómo haces la transición a la realidad? Esta habitación de hotel merece una placa conmemorativa.
—Ay, mierda. El desayuno va a empezar enseguida. Hemos de darnos prisa.
Y yo tengo que hacer la maleta.
—Saltémonos el desayuno.
Sus manos juguetean con la curva de mi cintura y de mis caderas. De arriba abajo. De dentro hacia fuera.
—Tu madre estará esperando. Vamos.
—No —aúlla tristemente, subiendo las manos hacia mis hombros.
—No —le digo, a mi vez, y salgo de la ducha, escabulléndome de sus brazos. Me envuelvo en una toalla y miro la hora en el despertador de la mesilla.
—Venga, tenemos quince minutos. Rápido, date prisa.
—Reservaré la habitación una noche más. Podemos quedarnos durante horas. Podríamos vivir aquí.
—Escucha, Josh. Me cae bien tu madre. Y no sé si soy patética por querer contentarla, ni tampoco si volveré a verla nunca más. Pero sí sé que te echa de menos. Y a lo mejor ésa es mi verdadera misión en todo este fin de semana. Obligarte a estar otra vez con tu familia.
—Qué adorable. Obligarme a hacer lo que yo no quiero hacer. Y, por supuesto, la verás de nuevo.
—Pues sí. Voy a decírtelo sin rodeos, me invitó a desayunar y voy a ir. Me muero de hambre. Me has despojado de toda mi energía a base de sexo. Tú haz lo que quieras.
Consigo ponerme un poco de rímel y pintarme la mitad del labio superior con Lanzallamas. Luego él se me acerca por detrás y yo me detengo a contemplar nuestro reflejo.
Las diferencias entre nosotros nunca han resultado más crudas, ni más eróticas. El contraste entre mi cuerpo y su enorme y glorioso físico está a punto de doblegar mi resolución. Josh me aparta el pelo del cuello y deposita un beso. Nos miramos a los ojos en el espejo. Dejo escapar un suspiro agitado.
Deseo decirle: sí, alquila la habitación para el resto de nuestras vidas. Si tuviera más tiempo, conseguiría que me amaras. La fuerza de este descubrimiento me domina por completo.
Debería estar ciega para no ver el brillo de afecto que hay en sus ojos mientras me estrecha entre sus brazos y empieza a besarme el cuello. Debería tener mil años para olvidar cómo me besa. Esto es el nuevo retoño de algo que podría llegar a ser extraordinario; pero tengo serias dudas de que pueda sobrevivir en el mundo real. Esta burbuja en la que estamos ahora... no es la realidad. Me gustaría que lo fuera; me gustaría que viviéramos aquí. Todo esto debería decírselo en voz alta, pero no tengo el valor para hacerlo.
Cierro los ojos.
—Podemos desayunar y volver luego a tu apartamento a velocidad supersónica.
—De acuerdo. Bonito color de labios, por cierto.
Consigo terminar el resto y me seco con un pañuelo de papel. Él me lo quita de las manos antes de que pueda estrujarlo y lo sostiene en alto para contemplarlo.
—Como un corazón.
—¿Qué te parece si compras un pequeño lienzo blanco y yo le estampo un beso? Así tendrás un recuerdo mío.
Le hago un guiño simpático para mantener el tono ligero. Pero la réplica sarcástica que estaba esperando no llega. Josh da media vuelta y sale del baño. Cuando al cabo de unos minutos salgo yo con mi estuche de maquillaje bajo el brazo, veo que se ha puesto unos tejanos y una camiseta roja.
—Nunca te había visto de rojo. ¿Cómo es que todos los colores te sientan bien?
Josh pone junto a mi bolso mi teléfono móvil, y también la rosa blanca que él llevaba en la solapa.
—Eso es lo que tú crees. —Cierra la cremallera de su maleta y se queda junto a la ventana, mirando el mar.
Yo busco en mi maleta mis propios tejanos y el jersey de casimir negro que ahora me alegro de haber traído. Hace fresco aquí, bastante más de lo normal para mí. Me estoy vistiendo y él no me mira. Doy un saltito para subirme la cremallera de los tejanos, pero no se vuelve. Me echo perfume en el escote y él ni siquiera husmea el ambiente.
—El desayuno irá bien.
—Sí, seguro —dice débilmente.
Me pongo unos zapatos planos y decido dejarme el pelo recogido en un moño húmedo y desordenado. Me acerco a él por detrás y lo abrazo por la cintura, apoyando la mejilla en la curva inferior de su omóplato.
—Dime qué te pasa.
—Soy un ligue de una noche. Esto es justamente lo que quería evitar. Yo pretendía construir algo, no darte la sensación de que aquí se acaba la historia.
—¡No! A ver. ¿Qué he hecho para que te sientas así? —Le tiro del brazo hasta que se da la vuelta.
—Estás todo el rato hablando como si ya se hubiera terminado. ¿Un lienzo con un beso estampado para que me acuerde de ti? ¿Y por qué voy a necesitar un recuerdo tuyo?
—No seguiremos trabajando juntos mucho tiempo.
—Yo no te he deseado durante tanto tiempo, ni he aguantado tanto, ni tampoco he renunciado a tanto, para tenerte una sola noche. No es suficiente.
Tiene razón, claro. El resultado de la entrevista pende sobre nosotros como una espada de Damocles. Me entra una oleada de impaciencia.
—¿Puedo quedarme en tu casa esta noche? —Es lo único que se me ocurre
—. ¿Dormir en tu cama?
—Supongo —dice enfurruñado. Lo arrastro por las presillas de los tejanos hacia su maleta.
Echo un vistazo a la cama. ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en un espacio tan reducido? Quizá él está pensando lo mismo. Me besa en la frente con tal dulzura que yo siento un escozor en los ojos.
Atisbo la cifra de la factura cuando entregamos la llave en recepción. El equivalente a una semana de alquiler por esa habitación mágica. Josh estampa su firma, una rúbrica como la del Zorro, y me atrae hacia sí. Pego la mejilla a su pectoral.
—¿Han tenido una buena estancia?
La elegante recepcionista le sonríe a Josh un poquito más de la cuenta mientras procesa los documentos de salida. Parece ignorar a propósito mi presencia, o quizá está demasiado deslumbrada. Yo observo sus rizos rubios, impecablemente recogidos detrás. Su pintalabios rosa terroso resalta en exceso sobre su piel bronceada. Una Barbie de hotel.
—Sí, gracias —contesta Josh abstraído—. Excelente la presión del agua de la ducha.
Levanto la vista y detecto en la comisura de sus labios un rictus que se va ahondando en una leve sonrisa.
La recepcionista se lo está imaginando en la ducha, no cabe duda. Sus ojos vagan del bíceps a la pantalla del ordenador. De la pantalla a su cara. Grapa la factura, la dobla y busca un elegante sobrecito para guardarla, aunque al cliente que está a nuestro lado en el mostrador no le han dado ninguno.
Se entretiene con otra docena de detalles para poder seguir lanzándole miraditas. Le habla del programa de fidelidad para los clientes y le explica que la próxima reserva incluirá una botella de vino gratis... y seguramente a ella misma, envuelta en un picardías sobre su cama. Luego vuelve a confirmar su dirección y su número de teléfono.
Yo la miro fijamente con irritación. Él no parece darse cuenta y empieza a besarme en la sien. ¿Quién puede culparla, de todos modos?
Un hombre con semejante complexión, con una cara como ésta, ¿poniéndose tan ridículamente tierno? Yo misma me moriría de ganas al verlo; aunque, por suerte, estoy en el otro lado. Debe de ser como mirar a un curtido gorila de discoteca achuchando a una niña con tutú; o a un púgil de lucha libre mandándole un besito a su novia en la primera fila. La cruda virilidad hermanada, en sorprendente contraste, con la ternura y la delicadeza, es la combinación más atractiva del mundo.
Josh es el hombre más atractivo del mundo.
Veo que la expresión de la recepcionista se endurece mientras me mira con aire especulativo. Yo extiendo una mano sobre el pecho de Josh. Como diciendo:
«Es mío». La pequeña cavernícola que hay en mí no puede resistir la tentación.
—¿Le traemos su coche?
—Sí —contesta Josh.
—No —digo yo a la vez.
—No, es verdad. Primero vamos a desayunar. ¿Podemos dejar las maletas aquí?
—Desde luego. —La recepcionista mira la mano izquierda de Josh y luego la mía, para comprobar si llevamos alianza—. Gracias, señor Templeman.
—Si volvemos algún día, habrás de ponerte una alianza falsa —protesto mientras cruzamos el vestíbulo hacia el restaurante.
Josh casi da un traspié.
—¿Por qué demonios dices eso?
Pasamos junto al salón y veo que los empleados están retirando los grandes montones de globos de color rosa.
—Esa recepcionista estaba a punto de echársete encima. No puedo culparla, pero vamos... Yo estaba delante. ¿Acaso soy invisible?
Josh me mira de soslayo.
—¡Qué primaria!
Cruzamos las puertas dobles de cristal, estiro el cuello para echar un vistazo y veo al fondo a su familia. Cuando levanto la mano para saludar, Josh me arrastra hacia atrás, mascullando de un modo ininteligible.
—Es un bufet —digo encantada—. Mira esos cruasanes. Normales y con chocolate. Rápido, que quedan pocos.
—Te lo pido por última vez. Vámonos. Las cosas fueron bastante bien ayer, en el terreno familiar. Cortemos por lo sano.
—¿Y qué quieres? ¿Salir derrapando como Thelma y Louise?
—Ellos se quedaron encantados contigo.
—Porque soy terriblemente encantadora. Venga, Josh. Cruasanes. Yo estoy contigo. Nadie te hará daño mientras esté aquí. Llevo mi fusil invisible de paintball. Entra ahí conmigo, dame de comer y luego llévame a tu preciosa habitación azul.
Él me da un beso en los labios. Yo, por encima del hombro, miro hacia el mostrador de recepción.
—Vamos, sé valiente. Olvídate de tu padre y concéntrate en tu madre.
Actúa como un caballero. Yo entro.
Dicho lo cual, empiezo a avanzar entre las mesas. No sé si me estará siguiendo. Si no, esto va a ser un poco violento.
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
27
En la mesa junto a la ventana están Elaine, Anthony, Mindy y Patrick. Todos dejan de hablar cuando me acerco. Yo agito la mano como una tarada. Ellos parecen sorprendidos.
—Hola.
—Hola, Lucy. —Elaine es la primera en recuperarse y mira en torno a la mesa. Uf. No hay ninguna silla libre. Sólo nos hemos retrasado cinco minutos. Obviamente, no esperaban que nos presentáramos. Josh se ha entretenido en el bufet, por suerte.
—A ver, rápido. —Miro las mesas contiguas.
—Más sillas —dice Elaine, comprendiendo la situación. Si Josh llega y ve que no hay asientos para nosotros, se sentirá fatal.
Anthony está sentado en la cabecera y continúa leyendo su periódico doblado. Mejor dicho, una revista médica. Por Dios. No da la menor señal de ser consciente de que hay otras personas a su alrededor.
Con muchas prisas y considerable revuelo, consigo llevarme las sillas sobrantes de una mesa cercana. Cuando Josh aparece con un plato de cruasanes y una taza de té, estamos todos sentados con la máxima naturalidad posible, aunque todavía recolocando los platos delante de cada comensal.
—Buenos días —gorjea todo el mundo.
—Hola —dice Josh con cautela, dejando frente a mí el plato, donde además de los cruasanes hay unas fresas—. Te he traído los últimos. —Me acaricia el cuello.
—Muy amable. Gracias.
—Voy a buscar algo más —dice, retirándose. Elaine lo observa, en parte con tristeza, en parte divertida, y mira a Anthony.
Yo le dirijo una sonrisa a Mindy para mostrar que ya se me ha pasado el disgusto. Seguramente desprendo un resplandor posorgásmico de proporciones nucleares. Ella me devuelve tímidamente la sonrisa.
—¿Cómo se siente, señora Templeman?
No he meditado demasiado la pregunta, pero lo cierto es que Mindy se sobresalta al oírme llamarla así. Quizá soy excesivamente empática, pero me da la impresión de haber soltado una bomba. La pregunta resuena en mis oídos largamente.
«Señora Templeman.» Qué primaria, la verdad.
—Hecha polvo. Estoy tan cansada que es como si estuviera soñando. Pero en el buen sentido —dice con una sonrisa.
Baja la vista al mantel.
—Señora Templeman —murmura—. Suena tan... —Se tapa la cara con las manos, suspirando y riendo tontamente.
Sal de mi cabeza, Mindy.
—Siento que hayamos cogido una mesa pequeña —dice Elaine, pero yo meneo la cabeza.
—No importa. He tenido que echarle el lazo para hacerle bajar. —Hago el gesto de girar una cuerda sobre mi cabeza y las mujeres estallan en carcajadas. Los hombres permanecen silenciosos, leyendo y comiendo.
—Me lo imagino. La pequeña vaquera llevándolo a rastras y él corcoveando y resoplando.
—No entiendo por qué se lo toma todo tan a pecho —apunta Patrick, dando un sorbo de café y haciendo una mueca.
Me da la impresión de que está siempre tan ocupado que engulle todas sus comidas atragantándose y escaldándose la lengua. O quizá sea una deformación profesional de los médicos. Ingerir el carburante en vez de disfrutarlo.
—Es tímido. Déjalo en paz.
Patrick frunce el ceño ante mi descaro de hermana pequeña y, finalmente, se ríe. Le echa un vistazo a Josh.
—¿Tímido? Hmm.
Veo en su rostro cómo asimila lentamente la idea, tal como me pasó a mí ayer. La timidez adopta formas muy distintas. Algunas personas son tímidas y blandas. Otras, tímidas y duras. O bien, como en el caso de Josh, tímidas y envueltas en una armadura de categoría militar.
—Josh, Lucy. Gracias por el regalo —dice Mindy cuando Josh reaparece y ocupa su silla.
Me mira a los ojos y sonríe. Debe de creer que lo escogí yo.
—No llegué a ver lo que eligió al final —digo, dando un enorme mordisco al cruasán. Josh, con el brazo en el respaldo de mi silla, apoya la mano cálidamente sobre mi hombro.
—Unas preciosas copas de champán de cristal Waterford, con nuestras iniciales grabadas. Y dos botellas de Moët.
—Buen trabajo, Josh.
—La boda estuvo muy bien —le dice Josh a Mindy.
Observo la expresión que tiene en los ojos mientras ambos se miran. Probablemente es la primera vez que se enfrentan cara a cara desde que rompieron. Casi me pongo a temblar de pura concentración, intentando detectar algún resto de congoja, deseo, rencor o soledad. Si tuviera bigotes, vibrarían como antenas.
—Gracias —contesta Mindy.
Echa un vistazo a su anillo de boda y luego mira a Patrick con rendida devoción. Yo observo a Josh atentamente. Si alguna vez tuviera que reaccionar mal, debería ser ahora. Él sonríe, mira su plato y luego a mí. Me da un beso en la sien y yo me convenzo definitivamente.
—¿Cómo nos tenías tan escondida a Lucy? —pregunta Mindy, cortando un pomelo.
—Bueno, verás. La tenía en el sótano.
—No es tan terrible como suena. Lo ha puesto todo muy acogedor allí abajo. —Todos se ríen. Salvo Anthony, claro.
Hago un descubrimiento refrescante. No estoy haciendo ningún esfuerzo. Por eso me siento tan cómoda, aunque esté rodeada de desconocidos. Si les gusto, perfecto. Si no, tampoco voy a morirme. Tengo la misma sensación relajada que cuando estoy sentada con mi familia. Si ladeo un poco la cabeza, ni siquiera veo a Anthony.
Mindy enumera algunos de los regalos que han recibido. La alianza de oro de Patrick destella bajo la luz pálida que se cuela entre las nubes. Él flexiona el pulgar de vez en cuando para tocárselo. Mindy lo observa con ternura.
Josh se ha comido dos huevos escalfados, una tostada integral y un montón de espinacas salteadas. Se toma su café en un par de tragos. Yo observo mi propio plato y me pellizco el estómago bajo la mesa. Su cuerpo es un templo sagrado. El mío va a convertirse en una bola de mantequilla a este paso.
—¿Más café? —Me levanto para servirme un poco de fruta. No puedo seguir zampando cruasanes. Josh me sujeta de la muñeca, alzando la vista hacia mí.
«Quédate», me dicen sus ojos. Le doy unas palmaditas y él me entrega su taza de mala gana.
—Enseguida vuelvo. ¿Alguien más?
Me entretengo manipulando la máquina de café. Todo resulta un poquito forzado en la mesa. Se me ocurre que soy una intrusa. Soy la única que no pertenece a la familia Templeman.
Mientras lucho con las enormes pinzas de plástico para coger otra rodaja de sandía, percibo vagamente unas voces airadas. Estoy añadiendo a mi plato un racimo de uvas cuando me doy cuenta de lo que pasa. Ay, mierda.
Me apresuro a volver y dejo sobre la mesa mi plato y la taza de Josh. Mindy está paralizada y me mira con ojos asustados; Patrick parece simplemente resignado.
—Lo que quiero saber es por qué tiraste por la borda el curso preparatorio de Medicina. Cualquier idiota puede sacarse un máster de Administración de Empresas. —Anthony ha dejado su revista y mira a Josh con ojos penetrantes.
Madre mía. Sólo me he ausentado un par de minutos. ¿Cómo se ha torcido la cosa tan deprisa? Bueno, supongo que para que estalle una bomba nuclear basta con apretar el botón rojo. Le pongo la mano a Josh en la nuca, como quien sujeta a un perro de presa por el collar.
—Hay que joderse. Si entendieras algo del asunto, sabrías que es casi imposible sacarse un máster ejecutivo mientras trabajas a tiempo completo. Y yo me lo saqué. Entre el dos por ciento más alto de mi promoción. Y recibí cuatro ofertas; y dos de esas empresas aún me andan detrás.
—Me sorprende que lo terminaras si tan difícil era —replica Anthony—.
Yo creía que tu deporte favorito era dejar las cosas a medias.
—Eh, eh —suelto sin pensarlo. Todavía sigo de pie, y me doy cuenta de que me he puesto una mano en la cadera.
—Lucy, sólo están... —Elaine no sabe bien qué hacer—. Tal vez deberías hablar con Josh fuera, Anthony.
La gente de las mesas vecinas ha bajado los cubiertos y observa con avidez o desvía incómodamente la mirada.
Josh se ríe con expresión maliciosa.
—¿Para qué? ¿Para que podamos pelearnos a puñetazos al viejo estilo? A él le encantaría.
Anthony pone los ojos en blanco.
—Tendrías que...
—¿Endurecerme? ¿Es lo que ibas a decir? Es lo que me has dicho desde que tengo memoria. —Josh alza los ojos hacia mí, exasperado—. Bueno, ¿ya podemos irnos?
—Yo creo que quizá deberíais hablarlo a fondo. —De lo contrario, pienso, podrían pasar otros cinco años.
—Fantástico —le dice Anthony a Elaine—. Es una de esas chicas sensibleras.
Josh entorna los párpados con aire amenazador.
—No te atrevas a hablar de ella.
—Bueno, no ha podido resistir la tentación de meterse.
—Cállate —le espeta Elaine a su marido. Está furiosa—. Lo único que te pedí es que fueses educado. Mantén la boca cerrada.
Miro a Anthony y él me mira a mí. Sus ojos están cargados de desprecio mientras me repasa de pies a cabeza. Finalmente, suelta un bufido y se vuelve hacia la ventana, obedeciendo a su esposa.
Ay, cielos. No voy a tolerar esto ni una vez más en mi vida, y menos de otro Templeman. Mi genio sale a relucir.
—Su hijo tiene un increíble talento. Es una persona centrada. Extraordinariamente inteligente. Y decisiva para mantener en funcionamiento una gran empresa editorial.
—¿Cómo? ¿Lamiendo sellos? ¿Atendiendo el teléfono? Nos miramos a los ojos. Yo suelto una risotada.
—¿De veras cree que es eso lo que hace?
—No voy a quedarme aquí aguantando que me hable con ese tono, jovencita. He visto el cargo que figura en su correo, me basta con eso. Ayudante del director general. Y no sé quién se ha creído usted que es.
Está intentando restablecer su autoridad. Quizá debería sentarme y actuar como una buena chica. Josh trata de levantarse instintivamente para protegerme, pero yo le indico con un gesto que no se mueva.
Déjame a mí.
—Soy la persona que conoce a su propio hijo mejor que usted. Él es el ejecutivo a quien informan directamente los Departamentos de Ventas y Finanzas. Y los tiene cagados de miedo. Una vez, un hombre de cuarenta y cinco años me suplicó en el pasillo, frente a la sala de juntas, que me encargara yo de entregar los informes para no tener que asistir personalmente a la reunión. He visto a equipos enteros correteando como gallinas despavoridas, revisando dos y tres veces sus cifras. E incluso así, Josh detecta infaliblemente el error. Y luego siempre hay alguien que se ha de tomar un día de baja por estrés.
Anthony empieza a replicar con aire bravucón, pero yo lo corto en seco. Estoy tan alterada que sería capaz de estrangularlo. De veras: le rodearía el cuello con las manos y apretaría.
Soy Lara Croft, con las pistolas en ristre y los ojos llameantes y vengativos.
—Si Bexley Books no se desmoronó por completo antes de la fusión fue porque Josh recomendó una reducción de la plantilla del treinta y cinco por ciento. Yo le odié por este motivo. Fue una ejecución a sangre fría. Y él puede llegar a ser despiadado, no se hace una idea. Pero la reducción significó que otras ciento veinte personas conservaran su empleo y pudieran seguir pagando su hipoteca. O sea, que no se atreva a insinuar que Josh es un don nadie. Ah, y además me consta que fue un actor esencial en las negociaciones de la fusión. Uno de los abogados de la empresa me dijo en la cocina que era, cito literalmente, «un cabronazo inflexible». —No puedo parar. Es como si me estuviera purgando—. Su jefe, que sólo es codirector general, es un sapo gordo y holgazán tan abotargado por sus diferentes medicaciones que apenas puede atarse los cordones de los zapatos. Es Josh quien mantiene la empresa en marcha. Es decir, nosotros dos.
Los miro a todos. Josh hunde los dedos en la pretina de mis tejanos.
—Lamento estar haciendo una escena. Y todos me caen bien. Salvo usted.
—Le lanzo una mirada a Anthony—. Yo he pasado más tiempo que nadie con él, y debo decirle que no sabe lo que tiene. Tiene a Josh, nada menos. Que es un gilipollas difícil y complicado, sí. Yo misma lo odio la mitad del tiempo; me saca de quicio y ya veo que es algo hereditario. Usted me ha mirado exactamente igual que Josh la primera vez que nos vimos. De arriba abajo, y luego volviéndose hacia la ventana. ¿Acaso lo sabe todo sobre mí? ¿Acaso lo sabe todo sobre él? No, no lo creo.
—Lo que yo he intentado siempre es estimularle. Algunas personas necesitan un empujón —dice Anthony.
—Usted no puede jugar a dos barajas. No puede pasar olímpicamente de él y luego cargarse la opción que ha elegido.
Anthony se frota la frente, como si le estuviera entrando dolor de cabeza.
—Mi padre también presionaba a mi hermano menor.
—¿Y cómo le sentaba a él?
Mira para otro lado. No demasiado bien, deduzco.
—Josh no es médico. Asúmalo de una vez. Anthony me mira con ojos desorbitados.
—Pero quiero que sepa una cosa. Podría serlo si él quisiera. Podría ser lo que le diera la gana. Josh no ha cometido ningún error. No ha seguido otro camino por falta de capacidad. Lo ha seguido por su propia elección.
Tomo asiento, hecha una furia. Mindy y Patrick se miran, boquiabiertos. Qué demonios, todo el mundo en el restaurante se ha quedado boquiabierto. Oigo que alguien empieza a aplaudir y luego se detiene en seco.
—Perdone, Elaine. —Doy un sorbo enorme de té, y a punto estoy de derramármelo encima. Me tiemblan las manos.
—No te disculpes por defenderlo así —dice en voz baja. Supongo que «así» quiere decir como una leona rabiosa.
Me armo de valor y miro a Josh. Está completamente patidifuso.
—Eh... —Anthony se interrumpe antes de empezar. Yo lo miro de frente. Con la misma mirada impávida y fulminante que le he dedicado a su hijo un millar de veces—. Yo..., hmm. —Carraspea, examina sus cubiertos.
—¿Sí, doctor Templeman? ¿Iba a decir algo? —Mi audacia es impresionante.
—No sé mucho sobre tu trabajo, Josh. —Todos abren la boca todavía un poco más. Yo no. No voy a darle esa satisfacción. Le miro a los ojos y mentalmente le retuerzo un cuchillo oxidado en las tripas. Arqueo una ceja—. Me... interesaría hablar contigo más a fondo, Josh.
Me apresuro a meter baza.
—¿Ahora que sabe que es un hombre de éxito? ¿Precisamente cuando sabe que va a ser ascendido casi con toda seguridad a director ejecutivo de una gran editorial? Ahora sí tendrá algo que contar a sus compañeros de golf.
—Squash —me apunta Patrick—. Juega al squash.
Le he echado a Anthony el rapapolvo del siglo. Se ha quedado sin habla. Es fantástico.
—Debería quererle y sentirse orgulloso de él aunque sólo fuese el encargado de la correspondencia. Aunque no tuviera trabajo y estuviera loco y viviera bajo un puente. Ahora nos vamos, Elaine. Ha sido un placer, me ha encantado conocerla. Mindy, Patrick, felicidades de nuevo y disfrutad de vuestra luna de miel. Perdonad que haya montado una escena. Anthony, ha sido una gozada. —Me pongo de pie—. Ahora sí. Ahora salimos derrapando de aquí como Thelma y Louise.
Josh se levanta y besa a su madre en la mejilla. Ella lo sujeta de la muñeca con impotencia.
—¿Cuándo volveré a verte? —dice mirando a Josh, pero también a mí.
Veo que él tensa la mandíbula y casi oigo cómo está preparando una excusa. Quizá quiere cortar definitivamente con toda la familia Templeman. La frase que suelto a continuación me sorprende a mí misma. Sobre todo, teniendo en cuenta que acabo de despedirme de ellos por última vez.
—Si viene a la ciudad, podemos salir a almorzar. Incluso ir al cine después. Usted también está invitado, Anthony. —Su mandíbula, que cuelga flácidamente desde hace un rato, oscila con indecisión—. Pero sólo si está dispuesto a portarse con educación y a empezar a conocer a su hijo. Supongo que ya se da cuenta de que se han acabado las broncas a Josh. Salvo las mías, claro, porque a él le encantan.
Elaine se vuelve hacia su marido.
—Tú y yo vamos a tener una conversación. Salgamos fuera. Ahora —dice, poniéndose de pie y señalando las puertas cristaleras que dan a los jardines laterales. Anthony parece un condenado camino del patíbulo. Sé reconocer a una leona rabiosa como yo cuando la tengo delante.
Cojo a Josh de la mano y empezamos a desfilar entre la fascinada audiencia.
—Para usted es gratis, señora —dice la cajera del restaurante—. Esto ha sido mejor que el teatro.
Recojo las maletas en recepción. Esta vez, por suerte, no me atiende la rubia lasciva. Ahora seguramente le habría arrancado la cabeza de cuajo. Los dos juntos, emparejando el paso, salimos del vestíbulo como dos abogados de televisión dispuestos a hacer justicia.
Le pido al botones nuestro coche, y me vuelvo hacia Josh.
—Vale, suéltalo.
Acabo de montar una escena increíblemente embarazosa. Veo a gente cuchicheando sobre mí mientras esperan sus taxis. Voy a ser la protagonista en veinte versiones diferentes del Famoso Incidente del Restaurante.
Josh me coge y me levanta del suelo.
—Gracias —me dice—. Muchas gracias.
Cuando nos besamos, suenan algunos aplausos.
—¿No estás furioso conmigo? Los chicos no quieren que vaya nadie a salvarlos.
—Pues éste sí. Incluso te voy a dejar que escojas quién quieres ser, Thelma o Louise —dice, dejándome en el suelo, cuando nos traen el coche.
—Tú eres el más agraciado de los dos. O sea, Thelma.
Josh desliza el asiento del conductor hacia atrás y arranca. Cuando llevamos media manzana, estalla en carcajadas.
—¡Le has dicho a mi padre que había sido «una gozada»!
—Como un guionista malo de la tele, que piensa que así es como hablan los adolescentes.
—Exacto. Ha sido impagable —dice, secándose con el pulgar una lágrima.
—Me sabe mal por tu madre. Estaba completamente destrozada.
—No te preocupes. Ella le va a dar.
—No tengo ninguna duda. Por eso se llevan tan bien.
Josh se queda pensativo unos instantes mientras sigue conduciendo.
—No sé cómo seguiré a partir de aquí con mi padre.
—No creo que sea algo insuperable —digo, tratando de creérmelo yo misma.
Bajo la ventanilla un poco para que me dé el aire en la cara. El sol me calienta las piernas, y Josh vuelve a sonreír.
Ni siquiera me atrevo a pensar cómo terminará todo esto.
Si el trayecto dura normalmente cinco horas, juraría que Josh lo reduce a tres. Pero las horas no significan nada para nosotros ahora, mientras cruzamos la campiña a toda velocidad y dejamos atrás el aire impregnado de salitre.
El sol se filtra entre la fronda de los árboles bajo la que avanzamos: manchas de tono cobrizo y limón que salpican nuestros brazos e iluminan nuestros ojos azules. Los suyos, azul esmeralda; los míos, azul turquesa. Me veo en el retrovisor lateral y apenas me reconozco a mí misma.
He cambiado. Soy una persona nueva. Hoy es un día trascendental.
Siempre recordaré este viaje de vuelta como si fuera un montaje de película, y yo soy consciente de que formo parte de él mientras se rueda. Cada detalle resulta vívido e intenso. Estoy segura de que algún día necesitaré estos recuerdos.
El montaje está dirigido por algún cineasta francés. Él habría preferido filmarlo en un descapotable, pero, bueno, las ventanillas de nuestro coche están bajadas, ya es algo. El aire es cálido para esta época del año y está impregnado de olor a madreselva y a hierba recién cortada.
La protagonista es una chica preciosa, cuyos labios pintados de rojo Lanzallamas sonríen a un hombre guapísimo. Él tiene un aspecto tan guay con esas gafas de sol que, al mirar la secuencia, tú decides comprarte unas iguales.
Él le coge la mano a la chica y la besa. Le dice algo encantador, la hace reír. Es esa clase de momento en el que desearías pulsar el botón de pausa y comprar lo que te estén vendiendo, sea lo que sea.
La felicidad. Una vida mejor. El lápiz de labios rojo, esas gafas de sol.
La banda sonora debería ser una melodía indie, en parte alegre y esperanzada, pero con una letra agridulce que te provocara, sin saber por qué, una punzada de dolor. Pero no: lo que suena en realidad es una música hair metal de los ochenta que he encontrado en un iPod comprometedor: concretamente en una lista de reproducción titulada «Gimnasio».
—¡¿En serio has desarrollado estos abdominales escuchando música de Poison y de Bon Jovi?! —grito, y él no puede negarlo. Estamos solos, con las ventanillas abiertas, el estéreo a tope y la carretera curvándose como una lengua interminable.
Coreamos las canciones. Salen de mis labios con toda facilidad las letras de unos temas que no he escuchado desde hace años. Ahora mismo, todo resulta tan fácil como respirar.
No paramos. Como si temiéramos que al parar, aunque sólo fuera un momento, nos atrapara la realidad. Somos como atracadores de bancos. Como niños escabulléndose de un internado. Como adolescentes enamorados que se fugan juntos.
Yo tengo una botella de agua en el bolso y Josh una lata de pastillas de menta. Lo compartimos todo, y nos sabe mejor que un banquete.
Al final me confesaré a mí misma por qué es tan importante este montaje. Podría tratar de convencerme de que lo es porque se acerca la sombra amenazadora del lunes por la mañana, de ese premio que puede recaer en cualquiera de los dos dignos candidatos. O bien podría pensar que es importante por lo viva que me siento: viva, joven, llena de la certidumbre temible y estimulante de que mi vida va a cambiar radicalmente.
Seguramente es por la excitante resaca de mi rebelión contra la autoridad, por la sensación embriagadora de desafiar a un personaje intimidante. Por la emoción de salir a salvar a alguien. De ser la más fuerte. De actuar como una leona.
Quizá es por el aroma primaveral que hay en el aire; por los campos que atravesamos, llenos de tréboles de cuatro hojas. Por las rosas rojas de una cerca. Por los asientos de cuero y la piel sedosa de Josh.
No: es por otra razón. Es por la repentina conciencia de un cambio irreversible y permanente. Un cambio que me da vueltas en la cabeza con cada revolución de las ruedas del coche, con cada pulsación de la sangre en mis frágiles venas. En cualquier momento, una válvula diminuta podría ceder bajo la presión del colesterol de los cruasanes. En cualquier momento, podría morirme.
Pero no me muero. Me quedo dormida, con la mejilla apoyada en el cálido asiento y la cara vuelta hacia él. Como siempre la he tenido. Como siempre la tendré.
Entreabro los ojos. Estamos en un garaje.
—Ya hemos llegado —dice.
Pienso lo impensable. Debería haberlo pensado hace mucho. Vuelvo a cerrar los párpados y finjo estar dormida.
—Tienes que despertarte —susurra. Un beso en la mejilla. Un milagro. Amo a Joshua Templeman.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
28
Entramos en su apartamento y Josh deja mi maleta y la suya en el dormitorio, como si ambos llegáramos a casa. Voy al baño y, al salir, veo que está preparándome una taza de té con la intensa concentración de un científico.
Echa un vistazo a mi cara.
—Ay, no. No me lo digas.
Siento que se me cae el alma a los pies. Me agarro del borde de la encimera. Lo sabe. Es capaz de leerme el pensamiento. Mis ojos son como corazoncitos enamorados.
—Estás en pleno ataque de pánico —dice con rotundidad.
Yo no puedo hacer más que desviar la mirada y morderme los labios. Echo un vistazo hacia la puerta del apartamento. No puedo pasar por su lado. Él sería más rápido.
—Ni se te ocurra. Siéntate en el sofá —me regaña—. Anda.
Voy al salón, me quito los zapatos y me hago un ovillo sobre su sofá, abrazando el almohadón de cintas.
Tiene razón. Estoy muerta de miedo. Es el ataque de pánico más brutal que he sufrido nunca. Me he quedado completamente sin voz.
Hablo conmigo misma para mis adentros.
«Lo amas. Lo amas y siempre lo has amado. Más de lo que has llegado a odiarle. Un día tras otro mirando a este hombre, estudiando cada color, cada expresión, cada matiz...
Todos los juegos a los que jugabas eran para captar su atención. Para hablar con él. Para sentir su mirada. Para conseguir que se fijara en ti.»
—Soy una idiota rematada —musito.
Abro los ojos y por poco doy un grito. Él está frente a mí con una taza y un plato.
—No puedo consentir este nivel de pánico —dice, y me da un sándwich. Deja la taza en la mesita de café, desaparece un momento y vuelve con una manta de lana gris.
Es como si supiera que he sufrido una especie de shock. Me arropa por todos lados y me trae otro almohadón. Quién sabe la cara que debo tener. He evitado mirármela en el baño.
Los dientes me castañean. Cojo el bocadillo, que tiene muy buen aspecto: no es ninguna chapuza, incluso está cortado en diagonal por la mitad, como a mí me gusta.
Mastico como una ardilla listada, usando mis diminutas garras prensiles para arrancar la corteza. Tengo unos ojillos relucientes e inquietos, y las mejillas infladas.
—No me has dicho una palabra desde que te he despertado. Y cualquiera diría que has sufrido una conmoción. Te tiemblan las manos. ¿Qué crees que será? ¿Un bajón de azúcar? ¿Una pesadilla? ¿Un mareo? —Deja su plato, con el sándwich intacto—. Aún estás cansada. Tienes retortijones. —Empieza a masajearme los pies a través de la manta. Al volver a hablar, baja tanto la voz que apenas le oigo—. Has descubierto el grave error que has cometido al acostarte conmigo.
—No —exploto, con la boca llena. Cierro los ojos. El surco de preocupación de su frente me está matando.
—¿No?
Me siento fatal. Estoy pinchando la preciosa burbuja de energía de nuestro viaje de vuelta.
—Hoy es domingo —contesto, después de mucho pensar.
—Mañana es lunes —dice él. Ambos damos un sorbo a nuestras tazas. El Juego de las Miradas ha dado comienzo, y yo me muero de ganas de hacerle una serie de preguntas, pero no tengo ni idea de cómo empezar.
—¿Verdad o Reto? —dice. Siempre tan oportuno.
—Reto.
—Cobarde. Muy bien. Te reto a comerte todo el tarro de mostaza picante que hay en la nevera.
—Yo me esperaba un reto sexi.
—Te traeré una cuchara.
—Verdad.
—¿Por qué sientes pánico? —Da un mordisco al sándwich. Suspiro con tanta fuerza que me duelen los pulmones.
—Yo no estaba preparada para esto. Y me vienen sentimientos e ideas que me dan miedo.
Él me estudia atentamente, tratando de detectar algún indicio de mentira, pero no encuentra ninguno. Quizá sea un modo resumido de decirla, pero es la verdad.
—¿Verdad o Reto?
—Verdad —dice él, sin pestañear. A la luz del atardecer que entra por la ventana, distingo las vetas de color cobalto de sus ojos. Tengo que cerrar los míos unos momentos, hasta que el dolor de su belleza se aplaca.
—¿Qué son esas marcas de tu agenda? —La pregunta me viene de golpe a la cabeza. La otra vez no me respondió; y dudo que esta vez lo haga.
Josh sonríe, mirando su plato.
—Es algo un poco pueril.
—No esperaba menos de ti.
—Anoto si llevas un vestido o una falda. «V» o «F». Hago una marca cuando discutimos y otra distinta cuando te veo sonreír a otra persona. También cuando desearía besarte. Los puntos sólo representan el descanso del almuerzo.
—Ah. Pero... ¿para qué? —Se me encoge el estómago. Él reflexiona.
—Cuando sacas tan poco de alguien, tomas lo que puedes.
—¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?
—Desde el segundo día de B&G. El primero fue un poco confuso. Pensaba elaborar unas estadísticas y todo. Lo siento. Dicho en voz alta, parece una locura.
—Ojalá también se me hubiera ocurrido a mí. Te lo digo por si así te sientes mejor. Yo estoy igual de loca.
—Descifraste el código de las camisas muy deprisa.
—¿Por qué te las ponías en orden?
—Quería ver si te dabas cuenta. Y cuando te diste cuenta, noté que te irritaba.
—Me di cuenta enseguida.
—Sí, lo sé. —Sonríe, y yo también sonrío. Me coge el pie con ambas manos y empieza a restregármelo.
—Esas camisas marcando el día de la semana han acabado resultando curiosamente reconfortantes. —Me echo hacia atrás y contemplo el techo—. Pase lo que pase, yo sé que entraré en la oficina y veré el color blanco. Blanco.
Blanco crudo. Crema. Amarillo claro. Mostaza. Azul celeste. Azul turquesa dormitorio. Gris perla. Azul marino. Negro. —Voy contando con los dedos.
—Olvidas que el pobre color mostaza ha sido reemplazado. Pero, en fin, pronto dejarás de ver mis estúpidas camisas. El señor Bexley me ha dicho que el panel de entrevistadores tomará una decisión el viernes.
—Pero eso es sólo un día después de la entrevista. —Yo creía que habría una semana o dos de deliberación. O sea, ¿que el próximo viernes seré la ganadora o estaré sin trabajo?—. Me están entrando náuseas.
—Él les ha dicho que si no han averiguado quién es el candidato idóneo en los primeros cinco minutos de la entrevista es que son idiotas.
—Será mejor que no intente condicionar al panel. El proceso tiene que ser justo. Puaj. No se me había ocurrido que habré de informar directamente al señor Bexley, sin contar contigo como colchón. Te lo aseguro, Josh, ese hombre tiene unos ojos que parecen rayos X.
—Me gustaría cegarlo con ácido.
—¿Tienes un frasco de ácido en el cajón?
—Tú deberías saberlo, ya que has estado fisgando en mi escritorio y en mi agenda.
Lo dice con cierto tono de censura, pero sus ojos conservan la misma calidez mientras me desliza el pulgar por el arco del pie, arrancándome un ronroneo.
—¿Piensas dimitir si consigo yo el puesto? —murmura.
—Sí. Lo lamento, pero tendré que hacerlo. Al principio, lo decía por orgullo. Pero ahora es evidentemente la única opción. Quiero que sepas, de todos modos, que si deciden que tú estás mejor preparado para el cargo, dimitiré sin pena. Me alegraré por ti, Josh. Te lo aseguro. Sé mejor que nadie cómo te has esforzado para conseguirlo. —Me arqueo un poco y suspiro—. Tú serías mi jefe. Resultaría muy excitante montárselo con el director ejecutivo siempre que se presentara la ocasión, pero nos acabarían pillando.
—¿Y si consigues tú el puesto? —dice.
—No puedo esperar que dimitas, pero desde luego no puedo ser tu jefa. Te asignaría tareas inadecuadas expresamente y Jeanette acabaría sufriendo una apoplejía.
—Y si yo fuera tu jefe, te apretaría las jodidas tuercas a base de bien. Con ganas, te las apretaría.
—Hmm. Yo tendría sueños obscenos toda la noche.
—Les dijiste a mis padres que probablemente iba a convertirme en director ejecutivo. ¿Lo decías en serio, o sólo pretendías colgarme otra medalla? No pasa nada si no hablabas en serio.
—Si yo formara parte del panel de contratación, compararía nuestros currículums y seguramente llegaría a la conclusión de que tú me superabas. Eres muy bueno en lo que haces. Siempre he admirado cómo trabajas.
Me restriego el pecho para intentar aliviar el dolor.
—No tendría por qué ser así. Y no se trata sólo de los currículums. También están las entrevistas. Tú eres encantadora. No hay nadie en este mundo que no te adore en el acto.
—Eso lo dices tú. Pero yo te he visto en acción cuando te esfuerzas en gustar. Eres como un político de los años cincuenta. Y puedes llegar a ser de lo más amable.
Él se echa a reír.
—Pero tú amas la editorial. Y a mí todos me odian. Ésa es tu ventaja sobre mí. Además, tú dispones de esa arma secreta en la que está trabajando Danny durante los fines de semana.
—Sí. —Miro para otro lado.
—Tiene que ver con el libro electrónico, no soy idiota —afirma.
—¿Y por qué no puedes ser idiota por una vez? Quiero mantenerte una cosa en secreto, aunque sólo sea por una vez.
—Ahora mismo me estás ocultando otro secreto. No hemos llegado a la raíz de tu acceso de pánico.
—Y no vamos a hurgar más por ahí. —Me tapo la cabeza con la manta.
—Muy maduro por tu parte —comenta, cambiando de pie. Empieza a apretarme los dedos y a pasarme los pulgares en círculo—. No puedes ocultarme un secreto mucho tiempo. Te conozco demasiado bien. Te lo acabaré sacando.
—Por lo visto, soy un libro electrónico abierto... —Refunfuño en la oscuridad, bajo la manta—. ¿El señor Bexley te ha contado lo de mi proyecto de digitalización? No vayas a chafarme la idea, Josh, por favor. Toda mi presentación se basa en ella.
—¿En serio me crees capaz de hacerte esa jugada?
—No. Bueno, quizá.
Estoy esperando una dura réplica, pero no dice nada. Continúa masajeándome el pie.
Me aparto la manta de la cara.
—¿Por qué no me sonreíste la primera vez que nos vimos? ¿Por qué no me dijiste: «Encantado de conocerte»? Habríamos podido ser amigos durante todo este tiempo. —Me parece una tragedia. Nos hemos perdido muchísimas cosas, y ahora ya no nos queda tiempo.
—No podríamos haber sido amigos. Trato de retirar el pie, pero él lo sujeta.
—O sea, que éste es un punto delicado. —Me aprieta el arco.
—Yo siempre he querido que fuésemos amigos. Pero tú no me devolviste la sonrisa. Y desde entonces no has sido más que un contrincante conmigo.
—No podía devolverte la sonrisa. Si te hubiera sonreído y nos hubiéramos hecho amigos, lo más probable es que me hubiera enamorado de ti.
El tiempo verbal que ha usado interrumpe el salto de alegría que iba a dar por dentro. Me hubiera enamorado, dice. Pero no se enamoró, ni lo está. Intento tomármelo a la ligera.
—Eso ya me lo dijiste después del beso en el ascensor. Que nunca seríamos amigos.
—Entonces estaba enfadado. Iba a llevarte en coche a tu cita con Danny. Y tú tenías un aspecto endemoniadamente sexi.
—Pobre Danny. Es tan buen chico... Tendrás que disculparte por haberle colgado el teléfono. Él siempre se ha comportado amablemente conmigo, y yo lo único que he hecho ha sido tener dos citas de mierda con él y hacerle perder un sábado.
—Pero pudo besarte. —Pone una cara al decirlo como si fuera a destruir todos los planetas—. Y ese trabajo de freelance no lo va a hacer únicamente por su buen corazón.
—En otras circunstancias, sería un novio estupendo. Josh me mira con ojos oscuros de asesino en serie.
—Otras circunstancias...
—Bueno, doy por supuesto que vas a encadenarme en tu sótano y a mantenerme ahí como tu esclava sexual.
Esta conversación es como andar por la cuerda floja. Bastará con un paso en falso para que él lo comprenda. Para que sepa que estoy enamorada; y entonces me tambalearé y me caeré. Sin red de seguridad.
—No tengo sótano.
—Qué mala suerte la mía.
—Compraré una casa con sótano para los dos.
—Vale. ¿Puedo acompañarte cuando empieces a buscar?
Sonrío pese a la funesta sensación que me recorre las venas. Me encanta la energía que creamos entre ambos cuando bromeamos así. Es muy placentero saber que él siempre tendrá preparada la réplica perfecta. Nunca he conocido a nadie como él; tan adictivo para hablar como para besarlo.
—Verdad o Reto —dice, al cabo de un rato.
—No me toca a mí.
—Sí, te toca.
—Verdad. —No tengo más remedio. O me retará de nuevo a comerme la mostaza.
—¿Confías en mí?
—No lo sé. Querría confiar. ¿Verdad o Reto? Él parpadea.
—Verdad. A partir de ahora será siempre verdad.
—¿Has vivido aquí alguna vez con una novia?
—No. No he vivido con nadie. ¿Por qué lo preguntas?
—Tu habitación tiene un toque femenino. Josh sonríe para sí.
—A veces pareces idiota.
—Gracias. Oye, ¿me voy para casa? No tengo nada de ropa para ponerme mañana.
—Aunque te cueste creerlo, aquí tengo lavadora y secadora.
—Qué moderno. —Entro en su habitación y me arrodillo en el suelo para abrir mi maleta—. Espero que Helene no note que llevo el mismo conjunto.
—Yo diría que la única persona de la editorial que se fija en ti hasta tal punto será la misma que habrá lavado estas prendas vergonzosamente delatoras.
Me siento sobre los talones y observo el dormitorio. Ha puesto el pitufo que le regalé en la mesita de noche. También están las rosas blancas, con los pétalos abiertos y casi sueltos. Como no tiene ningún jarrón, las ha puesto en un bote. Cierro los ojos. Durante unos momentos, no puedo moverme.
Lo amo tanto... Es algo así como si me atravesara un hilo: perforando orificios, pasando de aquí para allá, dándome puntadas de amor por dentro. Nunca lograré desenredarlo y deshacerme de este sentimiento. Y el color del amor es sin duda el azul turquesa.
Cuando aparecen sus pies en el umbral, recojo la ropa sucia y la sujeto contra mi pecho.
—No mires mis bragas.
—Sería una grosería —coincide—. Cerraré los ojos —añade, llevándose la ropa.
Me siento sobre la cama. Aliso la colcha, jugueteo con la tela sedosa.
Empujo la almohada con un puño. Josh sueña. Vive. Y hará todo eso sin mí.
Me encuentra allí sentada, con la cabeza en las manos.
—Fresita —dice, y noto que está preocupado de verdad.
Tengo una sensación extrañísima. Necesito confiar en él. Es la persona en la que no debería confiar, pero este secreto —que lo amo— me tiene a punto de explotar y me está doliendo.
—Habla conmigo. Quiero saber por qué estás alterada. Déjame ayudarte a resolverlo.
—Me das miedo. —Me da miedo que averigüe mi mayor y más reciente secreto.
Él no parece ofenderse.
—Y tú me das miedo a mí.
Cuando nuestras bocas se tocan, es como si fuera la primera vez. Ahora que tengo este amor azul claro recorriéndome por dentro, la intensidad es increíble. Trato de apartarme, pero él me tumba con delicadeza sobre la cama.
—Sé valiente —me dice—. Vamos, Luce.
Tengo en la boca mi corazón y su aliento cuando volvemos a besarnos.
Noto cómo tiemblo mientras él saborea mi temor.
—Ah —dice—. Creo que empiezo a ver cuál es el problema.
—No, qué va. —Vuelvo otra vez la cara.
Fuera, el sol está poniéndose en este día tan confuso, y la luz se filtra a través de las ligeras cortinas con un tono perlado precioso. La escena queda congelada y archivada en el baúl de mi memoria.
Él me besa como si me conociera. Como si me comprendiera. Alzo la mano para apartarlo y él entrelaza sus dedos con los míos. Le muerdo y él sonríe sobre mis labios. Flexiono la rodilla para hacer fuerza y poder zafarme, y él engancha una mano por debajo de mi pierna.
—Estás preciosa cuando tienes miedo —me dice.
No puedo hablar mientras recorre mi oreja con los labios. Da un suspiro. Mi mundo se estrecha un poco más. Cuando me besa en la sien, comprendo que está pensando en mis diminutos milagros interiores, y entonces asoma la primera lágrima en mi ojo y se desliza por mi mejilla y luego por mi cuello.
—Ahora estamos llegando a alguna parte —me dice, lamiendo la lágrima.
Hundo las manos en su pelo y lo aprieto contra mí. Él va imprimiendo suaves besos a lo largo de mi cuello. Y cada beso me sumerge más profundamente en el amor. Cuando me pasa la mano a lo largo del torso, hago una mueca.
—Deja que te examine el doctor Josh —dice, quitándome el jersey y la camiseta a la vez.
Me desliza la mano por el cuello, sobre el sujetador, entre mis pechos, hasta llegar al vientre. Bajo la luz difusa, cada vena, cada magulladura de paintball queda expuesta a su observación. El arco de sus pestañas es tan perfecto que siento cómo me sube a los ojos la siguiente lágrima.
Lo amo tanto que no me voy a poder contener mucho tiempo. Estoy vibrando. Soltando chispas. Él me lo pone aún más difícil para poder resistir cuando empieza a hablar otra vez sin dejar de acariciar mi piel magullada.
—Siento que te hayas lastimado tan a menudo por mi culpa. Debería haberte protegido de mí mismo. Yo he estado fijado mucho tiempo en una posición automática. Algo así como que ataco antes de ser atacado. Y tú te has visto expuesta a ese ataque durante días, semanas, meses, y lo has resistido como nadie habría sido capaz de hacerlo. —Intento hablar, pero él menea la cabeza y continúa—. Me he pasado cada día, cada minuto, sentado ahí, mirándote. Lo que he hecho contigo ha sido el peor error de mi vida.
—Está bien —acierto a decir—. Está bien.
—No, nada de eso. No entiendo cómo me has aguantado. Y lo siento. — Baja la boca hacia mis costillas magulladas.
—Te perdono. Olvidas que yo me he portado como una auténtica bruja contigo.
—Si yo te hubiera sonreído, no te habrías portado así.
—Ojalá lo hubieras hecho. —Me falla la voz de un modo traicionero. Es casi como si hubiera dicho a las claras: «Ojalá me hubieras amado».
Contengo el aliento. Sé que ahora está apenas a un paso por detrás de mí, uniendo la línea de puntos con ese cerebro locamente inteligente. Me escabullo hacia el cabezal de la cama, pero él se encarama sobre mí con facilidad y me apoya la cabeza en la almohada.
—Pero no me sirvió de nada. Te amé nada más verte.
Ahora me precipito en el vacío, a través de la cama. Él me sujeta de la cintura con un brazo. Doy una sacudida, como si me hubiera atrapado al vuelo.
—¿Que me...? ¿Qué? ¿A mí?
—Sí, a Lucinda Elizabeth Hutton.
—A mí...
—A Lucy, heredera de la dinastía Fresas Sky Diamond.
—A mí...
—¿Podrías mostrarme un documento de identidad para que pueda asegurarme? —Sus ojos están encendidos, y la sonrisa que más me gusta del mundo ilumina su rostro.
—Pero... yo te amo a ti. —Noto que lo digo con incredulidad. Él se ríe.
—Lo sé.
—¿Cómo es que siempre lo sabes todo? —Doy patadas sobre el colchón.
—Lo he deducido hace cinco minutos. Se te estaba partiendo el corazón.
—No puedo esconderte nada. Eso es lo peor. —Intento hundir la cara en la almohada.
—No tienes por qué esconderme nada. —Me coge la barbilla y me besa.
—Eres intimidante. Me harás daño.
—Supongo que soy algo intimidante, sí. Pero nunca más volveré a hacerte daño. Y cualquiera que te haga daño averiguará por qué soy intimidante.
—Me odias.
—Nunca te he odiado. Ni un instante. Siempre te he querido.
—Demuéstramelo. No tienes forma de demostrarlo. —Me siento satisfecha por haberle lanzado un desafío imposible de superar. Él se pone de lado sobre la cama y apoya la mejilla en el bíceps. El corazón me palpita.
—¿Cuál es mi color favorito?
—Fácil. El azul.
—¿Qué azul?
—¡Azul dormitorio! —Señalo alrededor—. Las paredes. Tu camisa. Mi vestido. Azul Tiffany.
Él tira de mí para que me siente; luego se desliza hasta el pie de la cama y abre su armario. Están todas las camisas colgadas en la secuencia de colores.
—Mira que estás chiflado. —Empiezo a reírme, señalando las camisas, pero él me sujeta de los tobillos y me arrastra hacia el pie de la cama. Hay un espejo de cuerpo entero, y me veo a mí misma, al fin sentada en la cama de esta habitación azul turquesa. Las paredes están pintadas del azul de mis ojos. He estado un poco lenta.
—¡Pero éste es el azul más precioso del mundo!
—Ya lo sé. Santo Dios, Lucinda. Creía que me descubrirías en cuanto vieras esta habitación.
Se sienta en la cama, detrás de mí, con una rodilla flexionada, y yo me acurruco en el nido perfecto de su cuerpo.
—Cómo puede ser que una persona no reconozca el color de sus propios ojos, nunca lo entenderé.
—Hay varias cosas que no he sabido reconocer, según parece. Oye, Josh.
—Sí, Fresita.
—Tú me quieres. —Veo en el espejo cómo sonríe ante mi tono perplejo y asombrado.
—Desde el primer momento en que te vi. En cuanto me sonreíste, me sentí como si cayera hacia atrás por un precipicio. Y ya no he dejado de sentirlo. He estado intentando arrastrarte en mi caída. De la peor manera posible, de un modo extravagante y propio de un tarado.
—Nos hemos portado fatal el uno con el otro. —Noto que él se estremece; sus manos empiezan a acariciarme—. Quiero decir, ¿cómo vamos a poder empezar de nuevo?
—Ha llegado la hora de jugar a un juego nuevo. El juego de Volver a Empezar.
Sonrío. Mis ojos destellan llenos de esperanza, de la certeza de que esta fusión va a ser la más apasionante y apasionada de mi vida, el mayor desafío que he vivido jamás.
—Encantada de conocerte. Me llamo Lucy Hutton.
—Joshua Templeman. Pero llámame Josh, por favor. —Veo la deslumbrante sonrisa que me dirige. Ahora estoy llorando de verdad. Las lágrimas me resbalan por las mejillas.
—Josh.
—Suena de maravilla viniendo de tu boca.
—Josh, por favor. Somos compañeros desde hace un minuto y ya estás coqueteando. Déjame colgar el abrigo primero.
Él me desabrocha el sujetador.
—Permíteme.
—Gracias. —Estamos jugando al Juego de las Miradas en el espejo. Sus ojos empiezan a oscurecerse; sus manos se llenan de mi piel blanca.
—Yo me crie en una plantación de fresas. Y la plantación lleva mi nombre.
—Me encantan las fresas. Estoy tan enamorado que las como a todas horas.
¿Me permites que te llame Fresita? Más claro no puede estar que te amo.
—¡Que me amas! Pero si acabamos de conocernos...
—Es la verdad. Lo siento, pero yo soy muy rápido. Espero no ser demasiado atrevido, pero tienes unos ojos increíbles, Lucy. Me muero cada vez que parpadeas.
—Eres un seductor, mira por dónde. Yo también te amo. Muchísimo. Cada vez que me miras con esos ojos de color azul oscuro, me siento como si recibiera una descarga eléctrica.
Tanteo por detrás con las manos para quitarle la camiseta. Él me ayuda y se la acaba quitando.
—Me estaba preguntando desde que te he conocido, vale, sí, hace sólo unos minutos, qué tendrías bajo esa camiseta. Por Dios, vaya cuerpo. Pero yo te deseo por tu mente, por tu corazón. No por este impresionante disfraz.
Él mira al techo.
—Creo que pintaré mi habitación este fin de semana. Seguramente me sentiré irritado mientras lo esté haciendo. Y también me despediré con gusto de mi novia actual, una rubita alta y aburrida llamada Mindy Thailis. Ella no es como tú, lo cual me reconcome. El hecho de que duerma solo y me mantenga desesperadamente célibe en esta habitación azul-Lucy lo hará todo aún más romántico cuando por fin te lo cuente.
Me arrastra entre las sábanas y se pega detrás de mí. Apoyo la mejilla en su bíceps. Él me besa la nuca. Estoy temblando.
—Parece un buen plan. Y valdrá la pena. Desesperadamente, ¿no? Bueno, dime una cosa, por favor, ¿cuál es para ti el objetivo del juego de Volver a Empezar?
—El mismo que el de los demás. Hacer que me ames.
—Para mí, era hacerte reír. Qué patética.
—Yo me moría de risa cada día en el trayecto de vuelta a casa. Te lo digo por si así te sientes mejor.
—Supongo. Pero tú has ganado. Voy a tener que reconocer para siempre que tú has ganado todos los juegos. —Estoy casi segura de que tengo un mohín enfurruñado en los labios. Él me pone boca abajo y empieza a besarme la columna.
—¿Confías en mí ahora que lo sabes todo?
Por un momento, temblamos el uno contra el otro. Mi piel se estremece con cada contacto de sus labios.
—Sí. Y si consigues el puesto, me alegraré por ti.
—Yo ya he dimitido. El viernes fue mi último día. Jeanette subió a hacer el papeleo. Y ahora estoy de vacaciones.
—Pero ¿qué coño...? —farfullo contra la almohada.
—No quiero nada que pueda significar perderte. No hay nada que valga tanto la pena.
—Pero yo no he tenido la oportunidad de competir contigo. No sé si reír o gritar.
—Todavía tienes que enfrentarte a los demás candidatos. Por lo que he oído, uno de ellos es un serio rival. El panel es independiente y podría decidir que eres totalmente incompetente para el cargo.
Le doy un codazo y él se ríe.
—Pero tú siempre pensarás que podrías haber ganado. Y cada vez que nos peleemos, yo me estaré temiendo que lo saques a relucir.
—He encontrado una solución. Una jugada tan maquiavélica que incluso a ti te parecerá perfecta. Tiene la virtud de conservar el estúpido rollo competitivo que tan bien se nos ha dado.
—Me da miedo preguntar en qué consiste.
—Soy el nuevo jefe de la división de finanzas de Sanderson Print, nuestro mayor y más enconado rival.
—¿Qué? No me digas, Josh.
—¡Ya ves! Soy un genio de la maldad. —Me da un beso en la nuca. Yo me retuerzo y me doy la vuelta.
—¿Cómo demonios lo has logrado? —Me siento desfallecer.
—Llevaban una eternidad acosándome para que fuera a hablar con ellos. Así que fui a verlos y les dije que quería ocuparme de su desastrosa situación financiera antes de que acabaran quebrando del todo. Y estuvieron de acuerdo. Nadie se quedó más sorprendido que yo, pero disimulé.
—¿Por eso te tomaste un día libre?
—Sí. Y además tenía que comprarte el cochecito en miniatura. Tardaron un montón en pasarme la oferta formal. Y por eso, también, no iba a necesitar ninguna ayuda para derrotarte. No quería derrotarte.
Paso la mano por su hombro, por la curva maravillosa de su brazo.
—Así que ya está decidido.
—Tuve que hacer una declaración sobre posibles conflictos de intereses.
—¿En qué sentido? —Veo cómo entorna los ojos al evocarlo.
—Revelé que estaba enamorado de la próxima directora ejecutiva de B&G. Me lo imagino diciéndoselo a los directivos con toda la calma del mundo.
—No me digas. ¿No les importó?
—A mi nuevo jefe le pareció un detalle enternecedor. Todo el mundo es un romántico, en el fondo. Tuve que firmar unos documentos de confidencialidad. Si te cuento algo, me demandarán. Por suerte, contigo se me da bien poner cara de póquer.
—Ay, Dios. ¿Cómo reaccionó el señor Bexley? Él no es un romántico.
—Se puso furioso. Estuvo a punto de llamar a seguridad. Menos mal que entró Helene y calmó un poco las cosas. Cuando les conté mis motivos para marcharme, fueron bastante comprensivos. Helene dijo que siempre lo había sabido.
—Motivos...
—A mí me quedaba un fin de semana para conseguir que me amaras. Abro la boca, horrorizada.
—No me digas que les dijiste eso.
—Sí. Deberías haber visto la cara de Jeanette.
—Una apuesta arriesgada, Josh. Menudo jaleo.
—Ha valido la pena, por suerte.
Respira con la boca pegada a mi piel, lo cual me hace sentir como si estuviera en un sueño del que Josh no quiere que despierte nunca. Aspira mi olor con la avidez de un adicto.
—¿Cómo estás tan seguro de que no me guardarás rencor en el futuro? Has renunciado a una gran oportunidad.
—Porque me pasaré el día entre montones de números. Y, además, así podré continuar mi cruzada para salvar cada vez de la ruina a una compañía editorial.
—Procura, por favor, no hacer llorar a la gente. Ha llegado la hora de que seas tú mismo. Un señor Buen Chico de verdad.
—No te lo garantizo. Pero para mí, hablando con franqueza, este puesto en Sanderson es más idóneo. Y lo mejor es que te encontraré cada noche en mi sofá al volver a casa. No podría haber tomado una decisión más adecuada.
—¿Cada noche? Bueno, durante el próximo puente no podrá ser. Me voy a pasar la semana a Sky Diamond. Supongo que tú estarás ocupado entonces...
—Llévame contigo —dice, dándome besos en los hombros—. Conozco el camino. Tengo estudiado el trayecto. Vuelos y coches de alquiler. Me arrastraré ante tu padre. Ya sé lo que le diré exactamente.
—No acabo de imaginarte allí.
—Tengo que ir a ese lugar para poder empezar desde el principio. Para saberlo todo sobre ti.
—Desde luego te gustan las fresas.
—Me gustas tú, Lucy Hutton. Mucho, no te haces una idea. Por favor, tienes que ser mi mejor amiga.
Estoy absurdamente enamorada. Pruebo a decirlo en voz alta.
—Estoy enamorada de Joshua Templeman. La respuesta me la susurra al oído.
—Por fin.
Me echo hacia atrás.
—Tendré que cambiar la contraseña de mi ordenador.
—¿Ah, sí? ¿Qué pondrás?
—AMO@JOSHU@.
—FOREVER —añade.
—¿Me pirateaste la clave?
Me pone boca arriba y me sonríe desde lo alto con unos ojos relucientes de picardía.
No puedo hacer nada. Cuando la bandera blanca de sus sábanas envuelve mi piel, el Juego del Odio llega a su fin. Es algo profundo. Es un milagro. Y es para siempre.
—Sí, de acuerdo. Forever. ¿A qué juego jugamos ahora? —Lo miro a los ojos y jugamos al Juego de las Miradas hasta que sus ojos se iluminan recordando algo.
—El juego de O algo así me dejó intrigado. ¿Me enseñas cómo es?
Tira de las mantas para cubrirnos, dejando fuera al resto del mundo. Está riéndose, y es el sonido que más me gusta.
Luego se impone el silencio. Su boca roza mi piel. Que empiecen los juegos de verdad.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Capitulo 26
Joshua esta buscando algo duradero, por lo que dio ah entender desde un principio se tomo todo muy enserió... aunque Lucy creo que todo sera pasajero... pero ambos son un amor cuando son completamente sinceros entre ellos mismo.
Capitulo 27
Por fin alguien puso al papa en su lugar... aunque eso le corresponde mas a la mama, pero que Lucy lo pusiera en su lagar esta mas que excelente...
Capitulo 28
Joshua es el mejor... Se gana todo mi amor... Lucy en verdad es lenta... Nunca pudo descifrar las cosas por ella sola... Al final siempre tuvieron que explicarle todo...
Me faltó un Epílogo, quiero saber más de esta pareja... Sé que siempre llegarán a buen puerto... Para algo como se casaron tuviera hijos y comieron perdices...
Me gusta mucho la lectura, aunque el principio fue un poco lento... En el desarrollo en si me encantó, cómo sus personajes se fueron descubriendo de apoco...
Joshua esta buscando algo duradero, por lo que dio ah entender desde un principio se tomo todo muy enserió... aunque Lucy creo que todo sera pasajero... pero ambos son un amor cuando son completamente sinceros entre ellos mismo.
Capitulo 27
Por fin alguien puso al papa en su lugar... aunque eso le corresponde mas a la mama, pero que Lucy lo pusiera en su lagar esta mas que excelente...
Capitulo 28
Joshua es el mejor... Se gana todo mi amor... Lucy en verdad es lenta... Nunca pudo descifrar las cosas por ella sola... Al final siempre tuvieron que explicarle todo...
Me faltó un Epílogo, quiero saber más de esta pareja... Sé que siempre llegarán a buen puerto... Para algo como se casaron tuviera hijos y comieron perdices...
Me gusta mucho la lectura, aunque el principio fue un poco lento... En el desarrollo en si me encantó, cómo sus personajes se fueron descubriendo de apoco...
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
26 pues si que disfrutaron de la habitación, ja, ja ahora a esperar ese desayuno
27 Pero que espectáculo, me encantó que Lucy sacara las garras
28 Que lindo Josh el ya tenía todo preparado para poder estar con Lucy los dos se aman y estarán juntos.
Gracias
27 Pero que espectáculo, me encantó que Lucy sacara las garras
28 Que lindo Josh el ya tenía todo preparado para poder estar con Lucy los dos se aman y estarán juntos.
Gracias
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
Chicas gracias por participar. Les acabo de colocar sus medallas. Ya solicité sus puntos a la administración, en cuento me avisen que se los asignaron les comento por aquí.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
@berny_girl y @yiniva Puntos asignados.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #01-The Hating Game by Sally Thorne
este libro es genial
Solaris alice- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 24/04/2019
Página 3 de 3. • 1, 2, 3
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