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Lectura #2 Septiembre 2017

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mariateresa
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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Jue 21 Sep - 18:25

7


La inteligencia tienes ciertas limitaciones.
La locura... casi ninguna.
(Pegatina de parachoques)


¿Un uniforme de prisión? ¿Qué significaba aquello? ¿Que él estaba en
prisión? ¿Que había muerto allí?
Se me encogió el corazón ante esa posibilidad. Había tenido una vida muy
difícil; eso quedó dolorosamente claro desde la primera vez que lo vi. Y encima
había acabado en prisión. No quería ni imaginarme los horrores que debía de
haber soportado.
Aunque no deseaba otra cosa que salir pitando hacia aquella prisión, no
tenía ni la menor idea de en cuál estaba encarcelado. Por lo que sabía, podría
encontrarse en Sing Sing. Debía apagar los reactores y concentrarme en el caso. El
tío Bob se puso a trabajar en lo de la orden y las transcripciones judiciales, y los
abogados se marcharon a ver a sus familias, de modo que yo fui en coche hasta el
centro de detenciones metropolitano para hablar con Mark Weir, el hombre que
según Carlos Rivera era inocente.
La agente apostada en el mostrador de registros estudió mi placa
identificativa.
—¿Charlotte Davidson? —preguntó con el ceño fruncido, como si yo
hubiera hecho algo malo.
—Esa soy yo —dije con una risilla absurda.
La mujer no me devolvió la sonrisa. Ni lo intentó. Era evidente que me hacía
falta leer aquel libro sobre cómo hacer amigos e influir en la gente. Pero algo así
implicaría un deseo innato de conseguir amigos y de influir en la gente. Y mis
deseos en aquellos momentos eran algo más viscerales.
La agente me señaló una zona de espera mientras llamaba para solicitar la
presencia del señor Weir. Mientras permanecía sentada reflexionando sobre mis
deseos viscerales, en especial sobre aquellos relacionados con Reyes, noté que

alguien se sentaba a mi lado.
—Hola, Parca, ¿qué haces en mi área del sistema penitenciario?
Volví la vista y sonreí antes de sacar el teléfono móvil, que ya tenía algo de
carga. Lo abrí y me aseguré de que estaba en modo silencio antes de hablar.
—Vaya, Billy —le dije al teléfono—, tienes buen aspecto. ¿Has perdido
peso?
Billy era un preso nativo americano que se había suicidado en el centro de
detenciones unos siete años antes. Intenté convencerlo de que cruzara, pero insistió
en quedarse para poder disuadir a otros de seguir su ejemplo asesino. Según sus
propias palabras. A menudo me preguntaba si podría conseguir algo semejante.
Esbozó una sonrisa radiante al escuchar el cumplido. A pesar del hecho de
que los difuntos no podían perder peso, lo cierto era que sí parecía más delgado.
Tal vez hubiese algo que yo no sabía. De cualquier forma, era un tipo guapo.
Me dio un codazo juguetón.
—Tú y tus teléfonos.
—Tengo que hacer esto si no quiero que me encierren por hablar sola, señor
Invisible.
Soltó una risa ronca que le salió del pecho.
—¿Has venido aquí a ligar conmigo?
—¿Tan evidente resulta?
—Pues claro —dijo, decepcionado—. Siempre atraigo a las chifladas.
Contuve el aliento, y ya estaba inmersa en una interpretación digna de un
Oscar (fingiendo una indignación llena de realismo y emoción), cuando me
llamaron por megafonía.
—Vaya, esa soy yo, grandullón. ¿Cuándo vendrás a verme?
—¿Ir a verte? —preguntó mientras me ponía en pie para seguir a la agente
hasta la sala de visitas—. ¿Cómo podría no verte? Brillas más que los malditos
focos de ahí fuera.

Cuando me volví, ya había desaparecido. Aquel tipo me gustaba de verdad.
Me senté en la cabina siete mientras un hombre larguirucho de unos
cuarenta años tomaba asiento frente a mí. Tenía el pelo rubio y unos ojos azules
amables, y su aspecto era una mezcla entre un hippie de playa y un profesor de
universidad. Nos separaba una placa de vidrio con una malla interior de alambre
fino que la volvía aún más impenetrable. Me pregunté cómo conseguían meter el
alambre allí dentro, en hileras tan uniformemente espaciadas, pero no tenía tiempo
para esas minucias. Tenía un trabajo que hacer, maldita sea. No podía distraerme
con los enrejados.
El señor Weir me estudió desde el otro lado (no desde el Más Allá, sino
desde el otro lado del cristal) con expresión curiosa. Cogí el auricular mientras me
cuestionaba cuánta gente había utilizado el mismo teléfono y lo limpia que había
sido esa gente.
—Hola, señor Weir. Me llamo Charlotte Davidson. —Su expresión siguió
siendo vacía. Estaba claro que mi nombre no lo impresionaba.
Cuando entró otro recluso para ocupar la cabina de al lado, Weir lo miró
con cautela por encima del hombro. Miraba a los demás como si todos fueran
enemigos; estaba siempre alerta, preparado para defenderse en cualquier momento
dado. Aquel hombre no se merecía estar en prisión. No había matado a nadie.
Pude percibir su conciencia tranquila con tanta facilidad como podía percibir la
culpabilidad del tipo que estaba sentado a su lado.
—He venido con malas noticias. —Esperé a que volviera a concentrarse en
mí—. Sus abogados fueron asesinados anoche.
—¿Mis abogados? —preguntó, decidiéndose a hablar por fin. Luego
comprendió lo que acababa de decirle y abrió los ojos de par en par, asombrado—.
¿Los tres?
—Así es, señor. Lo siento muchísimo.
Me miró como si hubiera alargado el brazo a través del cristal y lo hubiera
abofeteado. Estaba claro que no se había dado cuenta de que algo así era
imposible, teniendo en cuenta la malla de alambre y todo eso.
—¿Qué ocurrió? —preguntó después de un rato.
—Les dispararon. Creemos que sus muertes están relacionadas con su caso.

Aquello lo desconcertó aún más.
—¿Los mataron por mi culpa?
Negué con la cabeza.
—Esto no es culpa suya, señor Weir. Lo sabe, ¿verdad? —Al ver que no
respondía, continué—: ¿Ha recibido alguna amenaza?
Soltó un resoplido y señaló con la mano lo que le rodeaba para hacer
hincapié en su actual entorno.
—¿Sin tener en cuenta las que recibo a diario, quiere decir?
Tenía razón. La cárcel resultaba bastante estresante.
—Para serle sincera —dije sinceramente—, no creo que esa gente
desperdicie su tiempo con amenazas. A juzgar por lo ocurrido en las últimas
veinticuatro horas, parecen bastante más activos.
—¿No me diga? ¿Quién mata a tres abogados?
—Manténgase alerta, señor Weir. Trabajaremos en ello a partir de ahora.
—Lo intentaré. Siento de verdad lo de los abogados —dijo mientras se
pasaba los dedos por la barba incipiente y se frotaba los ojos.
Estaba cansado, exhausto a causa del estrés de permanecer encarcelado por
algo que no había hecho. Me compadecí de él mucho más de lo que habría
deseado.
—Me caían muy bien —dijo—. En especial la mujer, Ellery. —Bajó la mano e
intentó descartar las emociones que lo embargaban—. Era una preciosidad.
—Sí, era muy hermosa.
—¿Eran ustedes amigas?
—No, no, pero he visto algunas fotografías suyas. —Nunca sabía cómo
explicar mi conexión con los difuntos. Un desliz podía atormentarme durante años.
Literalmente.
—¿Y ha venido aquí para decirme que me guarde las espaldas?

—Soy detective privado, y trabajo con el Departamento de Policía de
Albuquerque en este caso. —Pareció encresparse al escuchar la mención del
departamento de policía. No podía culparlo. Aunque tampoco podía culpar al
departamento. Todas las pruebas apuntaban hacia él—. ¿Conocía al informante?
¿Al hombre que pidió una cita con Barber el mismo día que todos fueron
asesinados?
—¿Informante? —inquirió al tiempo que negaba con la cabeza—. ¿Qué
quería ese hombre?
Respiré hondo y, antes de responder, observé con detenimiento al señor
Weir para decidir cuánto debía contarle. Aquel era su caso. Si había alguien que
mereciera saber la verdad, era él. Aun así, en mi cabeza no dejaba de aparecer un
cartel que rezaba «Proceda con precaución». Y aquel cartel podía significar dos
cosas: que debía proceder con precaución o que aquella asquerosa taza de café
empezaba a hacer efecto.
—Señor Weir, lo último que desearía sería darle esperanzas infundadas. Lo
más probable es que esto no tenga ninguna importancia. E incluso aunque la
tuviera, lo más seguro es que no pueda demostrarse. ¿Lo entiende?
Asintió, aunque de manera casi imperceptible.
—En resumidas cuentas, ese hombre le dijo a Barber que usted era inocente.
Sus párpados se alzaron un poco sin que pudiera evitarlo.
—Dijo que los tribunales habían encerrado al hombre equivocado y que él
tenía pruebas de ello.
A pesar de mi advertencia, en los ojos del señor Weir apareció una chispa de
esperanza. La vi. Aunque también supe que él deseaba que aquella chispa
estuviese allí tanto como yo. Seguro que se había sentido decepcionado en
incontables ocasiones. No podía ni imaginar lo horrible que debía ser ir a prisión
por un delito que no se había cometido. Tenía todo el derecho a estar resentido con
el sistema.
—En ese caso, ¿a qué espera? Tráigalo aquí.
Me froté la frente.
—Él también está muerto. Lo asesinaron ayer también.

Tras todo un minuto de tenso silencio, el hombre dejó escapar un suspiro
sibilante y se reclinó en la silla, estirando al máximo el cable del auricular del
teléfono. Pude percibir la frustración que lo invadía.
—¿A qué viene todo esto, entonces? —inquirió con tono amargo.
—No lo sé exactamente. Intentamos hacer algunas averiguaciones por
nuestra cuenta. Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudarlo, aunque la
cuestión es si mis esfuerzos pueden llegar a dar su fruto. Resulta muy difícil anular
una condena, sin importar cuáles sean las pruebas.
El hombre pareció perderse, sumirse en sus pensamientos.
—¿Señor Weir? ¿Podría hablarme del caso?
Tardó un buen rato en regresar conmigo.
—¿Qué quiere saber? —preguntó a la postre.
—Bueno, las transcripciones judiciales están en camino, pero quería
preguntarle por esa mujer, la vecina que testificó que lo había visto escondiendo el
cadáver del muchacho.
—No había visto a ese chico en toda mi vida. Y las únicas veces que veía a
esa mujer era cuando salía al jardín a gritarle a sus girasoles. Está como una cabra.
Pero ellos la creyeron. Los miembros del jurado la creyeron. Se tragaron todo lo
que les dijo, como si se lo hubiera servido en una bandeja de plata.
—A veces, la gente solo oye lo que quiere oír.
—¿A veces? —inquirió, como si yo le hubiese restado importancia al asunto.
Lo había hecho, pero solo intentaba resaltar la parte positiva.
—¿Tiene alguna idea de cómo llegó la sangre del chico a sus zapatillas?
Aquello me desconcertaba. Estaba claro que el hombre era inocente, pero el
laboratorio forense había confirmado que la sangre de sus deportivas era la del
chico. Aquella, por sí sola, era una prueba capaz de poner a los doce miembros del
jurado en su contra.
—Alguien debió de ponerla allí. ¿Cómo si no iban a estar manchadas mis
zapatillas? —preguntó, tan desconcertado como yo.

—Está bien, ¿podría hacerme un breve resumen de lo que ocurrió?
Por suerte, me había pasado por Staples cuando iba de camino hacía allí.
Saqué mi nueva libreta, del mismo tipo que las que utilizaban Swopes y el tío Bob.
Sencillas. Inclasificables. Sin pretensiones. Anoté todo lo que podría resultar
pertinente.
—Espere un momento —dije, deteniéndolo en cierto punto—. ¿La señora
testificó que el chico vivía con usted?
—Sí, pero a quien se refería era a mi sobrino. Vivió conmigo alrededor de
un mes antes de que todo esto ocurriera. Ahora los polis creen que también lo maté
a él.
Parpadeé con sorpresa.
—¿Está muerto?
—No que yo sepa. Pero ha desaparecido. Y la policía ha convencido a mi
hermana de que yo tengo algo que ver con su desaparición.
Aquella debía de ser la conexión que estaba buscando. No sabía a dónde
podía llevarme aquella conexión, pero ya había trabajado antes con menos.
—¿Cuándo desapareció?
Weir movió los ojos hacia abajo y a la derecha, lo que significaba que estaba
recordando, y no inventando. Otra prueba de su inocencia, aunque no me hacía
falta.
—Teddy se quedó conmigo alrededor de un mes. Su madre lo había echado
de casa a patadas. No se llevaban bien.
—¿La madre del chico es su hermana?
—Sí. Luego ella lo convenció para que volviera a casa, a pesar de sus
constantes disputas. Esa fue la última vez que lo vi. Me arrestaron unas dos
semanas más tarde. Nadie me dijo que el chaval había desaparecido hasta después
del arresto.
—¿Cuál pudo ser su móvil, según la fiscalía? —le pregunté.
Su expresión se transformó en una mueca de repugnancia.

—Drogas.
—Ah —dije—. El móvil que sirve para cualquier delito.
—Pregúntale más cosas sobre su hermana.
Me di la vuelta y vi a Barber detrás de mí, con los brazos cruzados y la
cabeza agachada en una postura pensativa.
—Debí de pasar algo por alto.
—¿Puede contarme algo más sobre su hermana? —le pedí al señor Weir,
que examinaba la zona a mi espalda para intentar averiguar qué era lo que miraba
yo.
—No es la mejor de las madres, pero tampoco la peor —contestó después de
un momento—. Ha tenido problemillas aquí y allí. Drogas, y no solo hierba.
Algunos robos en tiendas. Ya sabe, lo habitual.
Lo habitual. Interesante defensa.
—¿Y recientemente? —preguntó Barber. Le transmití la pregunta al
interesado.
—Hace un año que no la veo. No tengo ni idea de a qué se dedica.
Me pregunté si la habían interrogado con respecto al chico muerto.
—¿Cree posible...?
—¿Podría haberse involucrado en algo más serio?
Miré de reojo a Barber para reprenderlo por haberme interrumpido
(¡Abogados!), y luego le transmití su pregunta al señor Weir. Barber no se fijó en
mi mirada, pero el señor Weir sí.
—Con Janie —dijo, aunque empezó a mostrarse receloso conmigo—,
cualquier cosa es posible.
—¿Diría usted que...?
—¿Podría haberse endeudado con alguien? ¿Con alguien lo bastante
rencoroso como para raptar a...?

—Ya está bien —susurré con los dientes apretados—. Aquí no pregunta
nadie más que yo. —Estaba haciendo mi mejor imitación de un ventrílocuo, como
si el señor Weir no pudiera oírme debido a la falta de movimientos faciales. Ni
verme fingir que no hablaba con nadie.
Barber me observó con aire divertido.
—Lo siento —dijo—. Pero sigo creyendo que he pasado algo por alto. Algo
que ha estado justo delante de mis narices todo el tiempo.
Genial, ahora me sentía culpable.
—No, soy yo la que lo siento. —Me sentía mal, pero debía mantener una
sonrisa estúpida para no mover los labios—. No debería haberte regañado.
—No, no, tienes razón. Ha sido culpa mía.
Volví a girarme hacia el señor Weir.
—Siento todo esto. Es algo parecido a oír voces en la cabeza, ya sabe.
Su expresión cambió, pero no de la manera que cabría esperar. De repente
pareció... esperanzado otra vez.
—¿De verdad puede hacer lo que dicen que puede hacer?
Como no estaba segura de a qué se refería (quiénes eran los que lo decían y
qué era lo que decían que podía hacer), alcé las cejas en un gesto interrogante.
—Y esos a los que se refiere son...
Weir se inclinó hacia delante, como si el gesto fuera a ayudarme a oírlo
mejor a través del cristal.
—He oído lo que dicen los guardias. Les ha sorprendido que usted haya
venido a verme.
—¿Por qué? —pregunté, también sorprendida.
—Dicen que usted resuelve crímenes que nadie más puede resolver. Que ha
resuelto incluso un caso abierto desde hacía décadas.
Puse los ojos en blanco.

—Solo he hecho eso una vez, por el amor de Dios. Tuve suerte.
Una mujer que había sido asesinada en los años cincuenta había venido a
verme. Convencí al tío Bob para que me ayudara y cerramos su caso juntos. No
podría haberlo hecho sin él. Ni sin todas las nuevas tecnologías que las fuerzas de
la ley tienen a su disposición. Por supuesto, fue de mucha ayuda que ella supiera
exactamente quién la había asesinado y dónde encontrar el arma del crimen.
Aquella pobre mujer había tenido un hijastro de lo más cruel.
—No es eso lo que dicen —continuó el señor Weir—. Dicen que usted sabe
cosas, cosas que nadie podría saber.
Ah.
—Vaya, ¿y quién dice eso?
—Una de las guardias está casada con un poli.
—Bien, entonces eso lo explica todo. Los polis en realidad no creen...
—Me da igual lo que crean los polis, señorita Davidson. Lo único que quiero
saber es si puede hacer lo que dicen.
Un suspiro triste escapó de mis labios.
—No quiero darle vanas esperanzas.
—Señorita Davidson, su mera presencia aquí me da esperanzas. Lo siento,
pero así son las cosas.
—Yo también lo siento, señor Weir. Las posibilidades de que esto nos lleve a
algún sitio...
—Son mejores que las posibilidades que tenía esta mañana.
—Si quiere verlo de esa forma —dije, rendida—, no puedo impedírselo.
—Pero puede hacer lo que dicen que puede hacer.
Reacia a darle más esperanzas de las que ya le había dado, sentí la tensión
que trepaba por mi espalda y se aferraba a mis hombros. Era fácil creer en mis
habilidades cuando eso podía resultar beneficioso para una causa en concreto, pero
no sabía lo ventajosos que podrían resultar mis dones en aquel caso en particular.
Quizá la esperanza en sí resultara beneficiosa para el señor Weir. Era lo menos que

podía ofrecerle.
—Sí, señor Weir, puedo hacer lo que dicen que puedo hacer. —Esperé a que
asimilara aquella pequeña perla, a que su expresión de sorpresa volviera a la
normalidad, y luego añadí—: Lo trasladarán al Centro de Acogida y Diagnóstico
de Los Lunas para evaluarlo antes de enviarlo a prisión. Podría sortear a las
huestes de Los Lunáticos y visitarlo allí, si lo desea. Dejo a su elección lo de
concertar una cita.
Al final esbozó una sonrisa renuente.
—Eso me gustaría.
Hablé con Barber torciendo la boca a un lado.
—¿Tienes alguna pregunta más?
El abogado aún estaba sumido en sus pensamientos y se limitó a negar con
la cabeza.
—Está bien —le dije al señor Weir—. Nos veremos pronto.
Colgué el auricular, y ya había empezado a guardar la libreta y el bolígrafo
cuando tuve una epifanía. O algo así. Me di la vuelta y di unos golpecitos en la
ventanilla para llamar la atención del señor Weir.
El guardia le permitió regresar y volver a coger el teléfono.
—¿Qué edad tiene? —pregunté mientras sujetaba el receptor con el hombro,
abría la libreta y apretaba el botón superior del bolígrafo a fin de prepararme para
escribir.
—¿Cómo dice?
—Su sobrino. ¿Qué edad tiene su sobrino?
—Ah, tiene quince años. O los tenía. Supongo que ahora tendrá dieciséis.
—¿Y todavía no lo han encontrado?
—No, que yo sepa. ¿Qué...?
—¿Qué edad tenía el chico? El que apareció en su jardín trasero.

—Ya veo dónde quieres llegar —dijo Barber.
—Tenía quince años. ¿Cree que existe alguna conexión?
Le guiñé un ojo a Barber y luego me incliné hacia el señor Weir con una
pequeña promesa en los ojos.
—Tiene que haberla, y haré todo lo posible para descubrir cuál es.

Lo último que quería era sacar conclusiones apresuradas, pero me daba en
la nariz que aquellos dos chicos frecuentaban los mismos círculos. Dos chavales
con entornos similares, ¿uno muerto y el otro desaparecido? Mi mente me decía
que aquello olía a chamusquina.
Aunque necesitaba los expedientes de Barber, no quería lidiar con Nora, la
auxiliar administrativa de los abogados. Si se parecía en algo a otras auxiliares
administrativas que conocía, el poder que ostentaba era tan solo algo menor que el
de Dios, y no se mostraría amable con nadie que fuera a fisgonear. Lo del
allanamiento era mucho más seguro. Sin embargo, el allanamiento tendría que
esperar hasta que cayera la noche.
Entretanto, el tío Bob recopilaría todo lo que la policía de Albuquerque tenía
sobre el caso, y Barber iría a casa de la hermana del señor Weir a averiguar si había
mantenido algún contacto con Teddy, el sobrino desaparecido. Decidí enviar a
Barber para allanar el terreno antes de hablar con ella, ya que supuse que podía
utilizar aquel tiempo para pasarme por mi oficina y conseguir toda la información
posible en internet.
Mientras salía de la zona de visitas, cogí el teléfono y llamé a Cookie.
—Hola, jefa —dijo a modo de saludo—. ¿Ya estás planeando una fuga de la
cárcel?
—No. Aunque no lo creas, me han dejado salir.
—Chiflados. ¿Qué tendrán en la cabeza?
—Seguramente que doy más problemas de lo que valgo.
Se echó a reír.

—Tienes tres mensajes, aunque ninguno urgente. La señora George sigue
convencida de que su marido la engaña y quiere reunirse contigo esta tarde.
—No.
—Eso fue lo que le dije, aunque con algunas palabras más —dijo con
guasa—. Todo lo demás puede esperar. Bueno, ¿qué tal?
—Me alegra que me lo preguntes —dije mientras atravesaba las puertas de
cristal. Examiné la zona en busca de Billy, pero por lo visto mi amigo tenía mejores
cosas que hacer—. Los abogados me han contado algunas cosas interesantes
durante el almuerzo.
—¿Sí? ¿Cómo de interesantes?
—Bastante.
—Suena prometedor.
—¿Puedes meterte en la base de datos de prisiones y buscar a alguien
llamado Reyes?
—¿En la base de datos de prisiones?
Di un respingo. En su boca sonaba... criminal.
—Sí, es una larga historia.
—Bueno, hay unos doscientos reclusos y/o convictos en libertad condicional
cuyo apellido es Reyes.
—Eso ha sido rápido. Prueba con Reyes como nombre.
Oí cómo tecleaba.
—Mejor —me dijo—. Solo hay cuatro.
—Vale, bien. El que busco tendrá ahora unos treinta años.
—En ese caso, solo hay uno.
Me detuve con la llave a medio camino de la puerta del coche.
—¿Uno? ¿De verdad?

—Reyes Farrow.
Mi corazón empezó a martillear con nerviosismo en el interior del pecho.
¿Habría acertado? ¿Era posible que lo hubiera encontrado después de tantos años?
—¿Tienen alguna foto del expediente de arresto? —pregunté. Al ver que
Cookie no respondía, lo intenté de nuevo—. ¿Cookie? ¿Estás ahí?
—Ay, Dios, Charley. Él es... Es él.
Se me cayeron las llaves al suelo, y apoyé la mano libre encima de Misery.
—¿Cómo lo sabes? No lo has visto nunca.
—Está como un tren. Es exactamente como lo describiste.
Traté de controlar la respiración. No tenía una bolsa de papel a mano si las
cosas se ponían mal.
—Nunca he conocido a nadie así. No sé, tan feroz, tan increíblemente
hermoso.
—Es él —aseguré, porque sabía sin duda alguna que mi amiga había dado
con el tipo correcto.
—Te envío la foto del expediente ahora mismo.
Sostuve el teléfono a la espera de que llegara el mensaje. Después de unos
segundos que se me hicieron eternos, apareció una imagen en la pantalla. De
pronto, mi único propósito en la vida fue seguir en posición vertical. Con todo, se
me doblaron las rodillas y me deslicé hasta el estribo de la puerta, incapaz de
apartar la vista de la pantalla.
Cookie había clavado la descripción. Era feroz, con una expresión cauta y
furiosa a un tiempo, como si pretendiese advertirle a los agentes que mantuvieran
las distancias. Por su propio bien. A pesar de la escasez de luz, sus ojos tenían un
brillo que hablaba de una rabia contenida a duras penas. Estaba claro que Reyes no
era muy feliz cuando tomaron la foto.
—Sigue en la lista de reclusos. Me pregunto cada cuánto tiempo actualizan
estas cosas. ¿Charley? —Cookie seguía en línea, pero yo era incapaz de apartar los
ojos de la fotografía. Mi amiga pareció darse cuenta de que necesitaba un momento
y aguardó en silencio a que me recobrara.

Lo hice. Con un nuevo propósito en mente, me coloqué el teléfono junto a la
oreja y me agaché para recoger las llaves.
—Voy a ver a Rocket.

Con la idea de matar dos pájaros de un tiro, me dirigí a una calle paralela y
aparqué junto a un contenedor con la esperanza de que los vecinos no se dieran
cuenta de que planeaba colarme en su manicomio abandonado. El hospital,
clausurado por el gobierno en los años cincuenta, había acabado en manos de una
banda de moteros, también conocidos como «los vecinos». Se llamaban a sí mismos
los Bandits, y no eran muy amables con los intrusos. Tenían rottweilers que lo
demostraban.
El mero hecho de acercarme al manicomio me provocó un nudo en el
estómago, pero no por los perros. No era un nudo de los malos. Los psiquiátricos
me fascinaban. Cuando estaba en la facultad, mis excursiones de fin de semana
favoritas consistían en visitar clínicas mentales abandonadas. Los difuntos que
encontraba allí eran enérgicos y apasionados, llenos de vida. Lo cual resultaba
bastante irónico, ya que estaban muertos.
Aquel manicomio en particular daba cobijo a mis loco favorito. La vida de
Rocket (cuando estaba vivo de verdad) era más misteriosa que el triángulo de las
Bermudas, pero, por lo que había conseguido descubrir, Rocket había vivido su
infancia en la época de la Depresión. Su hermana pequeña había muerto de
neumonía, y aunque yo no había llegado a conocerla, Rocket aseguraba que
todavía andaba por allí, haciéndole compañía.
Rocket se parecía mucho a mí. Había nacido con un propósito, con un
trabajo que hacer. Pero nadie había entendido su don. Tras la muerte de su
hermana, sus padres lo habían internado en el hospital psiquiátrico de Nuevo
México. Los siguientes años de incomprensión y malos tratos, aderezados con
dosis periódicas de terapia de electrochoque, convirtieron a Rocket en una fracción
de la persona que podría haber sido.
En muchos sentidos, era como un niño de cuarenta años metido en un tarro
de galletas, solo que su tarro era una maldita institución mental desmoronada y
sus galletas eran nombres, los nombres de los fallecidos que había grabado, un día
sí y otro también, en las paredes del psiquiátrico. El último guardián de los
registros. No creo que san Pedro pudiera echarle algo en cara a Rocket.

Aunque no estaría mal que le hubiese dado un lápiz.
El nerviosismo había derramado un montón de adrenalina en mi
organismo. Podría descubrir de una tacada si el sobrino de Mark Weir estaba vivo
(cruzaba los dedos) y si también Reyes seguía con vida. Rocket sabía cuándo
cruzaba alguien, y nunca olvidaba un nombre. La increíble cantidad de
información que pasaba por su cabeza en un momento dado habría llevado a
cualquier persona cuerda al borde del abismo, lo que también explicaba la
personalidad de Rocket.
Las puertas y ventanas del psiquiátrico estaban selladas con tablas desde
hacía mucho tiempo. Me escabullí hacia la parte de atrás, atenta al ruido de los
pasos de los rottweiler, y me arrastré bocabajo para colarme por una de las
ventanas del sótano que forzaba en cada visita. Todavía no me había quedado
atrapada en aquel manicomio en particular (algo de agradecer, ya que
probablemente habría perdido una pierna), pero sí me había quedado encerrada en
uno que había a las afueras de Las Vegas, en Nuevo México. Un sheriff me arrestó.
Tal vez me equivoque, pero estoy casi segura de que mi obsesión por los hombres
uniformados empezó aquel día. El sheriff estaba como un tren. Nunca he vuelto a
ser la misma.
—¿Rocket? —dije después de caer de cabeza sobre una mesa y saltar al
suelo con un movimiento bastante impresionante. Me sacudí el polvo de la ropa,
encendí mi linterna LED y me dirigí hacia las escaleras—. ¿Rocket, estás aquí?
La planta baja estaba vacía. Seguí los pasillos, maravillada por los miles y
miles de nombres grabados en las paredes de yeso, y empecé a subir las escaleras
de servicio hacia la primera planta. Allí había libros y muebles esparcidos por el
suelo. Los grafitis cubrían la mayor parte de las superficies, una muestra de las
incontables fiestas que se habían celebrado en aquel lugar a lo largo de los años,
probablemente antes de que la banda de moteros se hiciera con la propiedad. Al
parecer, la clase de 1983 había vivido libremente, y Patty Jenkins había perdido la
virginidad.
La miríada de nacionalidades que Rocket había grabado en las paredes me
dejó alucinada. Había nombres indios, mandarines, arapahoes e iraníes.
—Señorita Charlotte —dijo Rocket a mi espalda con una risilla maliciosa.
Di un respingo antes de darme media vuelta.
—¡Rocket, diablillo! —Le encantaba asustarme, de modo que debía fingir

una experiencia cercana a la muerte cada vez que lo visitaba.
Se echó a reír a carcajadas y me dio un enorme abrazo. Rocket era una
mezcla entre un oso pardo de peluche y Pillsbury Doughboy, el muñequito de las
tortitas. Tenía un rostro infantil y un corazón juguetón que solo veía lo bueno de la
gente. Siempre deseé haberlo conocido cuando estaba vivo, antes de que el
gobierno le achicharrara el cerebro. ¿Habría sido un ángel de la muerte como yo?
Sabía con certeza que él podía ver a los difuntos antes de morir.
Me dejó en el suelo y luego frunció el ceño en una expresión cómica.
—Nunca vienes a verme. Nunca.
—¿Nunca? —le pregunté para fastidiarlo.
—Nunca.
—Ahora estoy aquí, ¿no?
Se encogió de hombros de mala gana.
—Y cada vez que vengo debo enfrentarme al pequeño problemilla de los
rottweilers.
—Ya. Tengo muchos nombres que darte. Muchos.
—En realidad no tengo tiempo para...
—No deberían estar aquí. No, no, no. Tienen que marcharse. —Rocket
también era un chismoso consumado que siempre me daba los nombres de
aquellos que habían muerto pero que aún no habían cruzado.
—Tienes razón, Rocket, pero esta vez soy yo la que tiene un nombre para ti.
Se quedó callado y me miró con perplejidad.
—¿Un nombre?
Decidí decirle el nombre de alguien que ya sabía que había fallecido.
—James Enrique Barilla —comenté, el nombre del chico asesinado que
había sido encontrado en el jardín de Mark Weir.
—Vaya —dijo él, que se concentró de inmediato.

Lanzarle un nombre de aquella forma era un truco barato, pero tenía que
conseguir que Rocket se concentrara. No contaba con mucho tiempo. Tenía una
cita con la señora Actividad Ilegal. El allanamiento no se llevaría a cabo solo.
Rocket reconoció el nombre de inmediato y comenzó a caminar hacia un
lugar en particular, lo que por desgracia incluía algunos atajos a través de las
paredes. Me esforcé para seguirlo; doblé esquinas y crucé puertas mientras rezaba
por que el suelo no se hundiera bajo mis pies.
—Espera, Rocket. No me pierdas.
Lo oí escaleras abajo, más allá de las cocinas, repitiendo el nombre en voz
baja una y otra vez. Tropecé con una silla rota y dejé caer la linterna, que bajó
dando tumbos por las escaleras.
En aquel momento, Rocket apareció ante mí.
—Nunca eres capaz de seguirme, señorita Charlotte.
—¿Nunca? —pregunté mientras me ponía en pie con cierto esfuerzo.
—Nunca. —Me agarró del brazo y tiró de mí escaleras abajo. Conseguí de
algún modo recoger la linterna cuando pasamos junto al lugar donde se
encontraba.
Sus intenciones eran buenas.
Nos detuvimos. Rocket frenó con una brusquedad que no me esperaba.
Choqué contra su espalda, siempre agradecida por su cuerpo blandito, y reboté
para aterrizar, una vez más, de culo en el suelo. Por lo general, Rocket se habría
reído mientras me levantaba y me sacudía el polvo, pero en aquellos momentos
tenía una misión. Según mis experiencias pasadas, nada distraía a Rocket cuando
tenía una misión.
—Aquí. Es aquí —dijo al tiempo que señalaba repetidamente uno de los
miles de nombres que había grabado en el yeso—. James Enrique Barilla.
En realidad no me sorprendió que encontrara el nombre de James entre los
de aquellos que ya habían fallecido, ya que un hombre iba a ir a prisión por su
asesinato. No obstante, debía comprobarlo, solo por si acaso.
—¿Sabrías decirme cómo murió?

—No cómo —dijo, molesto de repente. Luché por reprimir la sonrisa—. No
por qué. No cuándo. Solo puedo decirte si está muerto o no.
—¿Y dónde? —Solo quería mostrarme obstinada.
Mi amigo me fulminó con la mirada.
—Señorita Charlotte, conoces las reglas. No se rompen las reglas —dijo a
modo de advertencia mientras me señalaba con su dedo regordete. Una
reprimenda en toda regla.
En ocasiones me preguntaba si de verdad Rocket sabía más cosas y se
limitaba a seguir algunas reglas cósmicas que yo desconocía. No obstante, me daba
la sensación de que aquella forma de hablar derivaba de los muchos años de
internamiento. Nadie conocía las reglas mejor que los internos.
Saqué la libreta y pasé unas cuantas hojas.
—Vale, Rocket, ¿qué me dices de Theodore Bradley Thomas? —Al menos,
me marcharía de allí sabiendo si el sobrino desaparecido de Mark Weir estaba vivo
o muerto.
Rocket agachó la cabeza para pensarlo durante unos instantes.
—No, no, no —dijo al final—. Todavía no su hora.
El alivio inundó todas y cada una de las células de mi cuerpo. Ahora solo
tenía que encontrarlo. Me pregunté si el chico corría mucho peligro.
—¿Sabes cuándo le llegará la hora? —pregunté, aunque conocía la
respuesta. La misma.
—No cuándo. Solo si está muerto o no —repitió mientras se daba la vuelta
para grabar otro nombre en el yeso.
Lo perdí. Conservar la atención de Rocket era como servir espaguetis con
una cuchara. No obstante, tenía otro nombre que darle. Uno importante. Me
acerqué un poco, porque casi me daba miedo decirlo en voz alta.
—Reyes Farrow —susurré.
Rocket se detuvo. Reconocía el nombre, eso me quedó bien claro. Y eso
significaba que Reyes estaba muerto. Se me cayó el alma a los pies. Había deseado

con todas mis fuerzas que no lo estuviera.
—¿Dónde está su nombre? —le pregunté sin hacer caso del escozor de ojos.
Examiné las paredes, como si de verdad pudiese encontrar su nombre entre
la masa caótica de garabatos que se asemejaba a una obra de M.C. Escher colocado
con ácido. Pero quería verlo. Tocarlo. Quería deslizar los dedos sobre las líneas que
formaban el nombre de Reyes.
En aquel momento me di cuenta de que Rocket me miraba con una
expresión recelosa pintada en su rostro infantil.
Levanté una mano para ponérsela sobre el hombro.
—¿Qué pasa, Rocket?
—No —dijo al tiempo que se alejaba para ponerse fuera de mi alcance—. Él
no debería estar aquí. No, señora.
Cerré los ojos, intentando con todas mis fuerzas no ver la verdad.
—¿Dónde está su nombre, Rocket?
—No, señora. Él nunca debería haber nacido.
Abrí los ojos de nuevo. Jamás le había oído decir algo semejante.
—No puedo creer que hayas dicho una cosa así.
—Nunca debería haber habido un niño llamado Reyes. Debería haberse
quedado en el lugar al que pertenece. Los marcianos no pueden convertirse en
humanos solo porque quieren beberse nuestra agua. —Clavó sus ojos en los míos,
pero su mirada se perdió durante unos instantes antes de volver a concentrarse en
mi cara—. Mantente alejada de él, señorita Charlotte —dijo al tiempo que daba un
paso hacia mí—. Aléjate de él.
Me mantuve en mis trece.
—No estás siendo muy amable, Rocket.
Él se inclinó hacia delante.
—Pero es que él tampoco es muy amable, señorita Charlotte —me susurró
con voz ronca.

Algo que escapaba a mis sentidos llamó su atención. Se dio la vuelta,
escuchó con atención y luego se abalanzó sobre mí y me apretó los brazos con sus
manos regordetas. Di un respingo, pero no estaba asustada. Rocket nunca me haría
daño.
Un momento después, me apretó con más fuerza aun y estuve a punto de
soltar un grito. Fue entonces cuando me di cuenta de que quizá estuviese
equivocada.
—Rocket, cielo —dije con un tono tranquilizador—, me estás haciendo
daño.
Apartó las manos de repente y se alejó con aire incrédulo, como si no
pudiera creer lo que acababa de hacer.
—No pasa nada —dije. Me negué a frotarme los brazos doloridos, ya que
aquel gesto solo conseguiría que se sintiera peor—. No pasa nada, Rocket. No
pretendías hacerme daño.
Una expresión horrorizada apareció en su rostro justo antes de que
desapareciera. Sus palabras flotaron tras él.
—Eso a él no le importará.


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Mensaje por Tatine Jue 21 Sep - 22:16

gracias, si es Reyes...me da que es un demonio o algo asi
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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 22 Sep - 2:22

Gracias Tere, esto me gusta, Reyes en prisión y el caso mas enredado.


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Vie 22 Sep - 16:31

Tatine escribió:gracias, si es Reyes...me da que es un demonio o algo asi
@Tatine podrias no estar equivocada pero es todo mucho mas complejo!!!!
gracias por seguir la lectura...


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Mensaje por mariateresa Vie 22 Sep - 16:34

Veritoj.vacio escribió:Gracias Tere, esto me gusta, Reyes en prisión y el caso mas enredado.
Verito y esto se pone mucho mas complejo ya veras.....


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Mensaje por mariateresa Vie 22 Sep - 16:41

8


Los chicos también tienen sentimientos.
Pero... ¿a quién le importa?
(Póster motivador)


El sol anidó en la colina de Nine Mile durante unos instantes antes de
perder el interés y deslizarse hacia el otro lado. Me senté en mi Miseria (en el
coche, no en la emoción), y esperé a que el horizonte se lo tragara por completo
antes de seguir adelante con el asunto del allanamiento. Sin embargo, cuanto más
esperaba, más pensaba en Reyes. Y cuanto más pensaba en Reyes, más confundida
me sentía.
Rocket conocía el nombre de Reyes, pero ¿significaba eso necesariamente
que había muerto? ¿Podría significar otra cosa? Nunca había visto a Rocket
asustado, y eso me asustaba. También parecía ocultar algo, pero intentar distinguir
los momentos lúcidos de Rocket de los menos lúcidos era una tarea casi imposible.
Lo más positivo era que había descubierto que los marcianos nunca debían
intentar convertirse en humanos solo para beberse nuestra agua. Puesto que los
marcianos no existían, supuse que formaban parte de alguna de las extrañas
analogías de Rocket. Bien, ¿qué narices podía compararse con seres alienígenas?
Sin tener en cuenta a los artistas circenses, claro está. Debían de ser personas que
vivían fuera del sistema. Se me ocurrían un par de grupos, pero tenía la extraña
certeza de que Reyes no era ni inspector de Hacienda ni miembro de la familia
Manson. Y menos mal, porque las esvásticas no son tan fáciles de combinar como
uno podría pensar.
Quizá la pieza más importante del rompecabezas fuera el agua. ¿Qué
representaba? ¿Qué podría desear una persona que vivía fuera de los límites de la
sociedad? ¿Dinero? ¿Aceptación? ¿Poder? ¿Una enchilada verde? Debía admitir
que no tenía ni idea. Aunque en mi defensa tengo que decir que la analogía de
Rocket era muy mala. Vivíamos demasiado cerca de Roswell para pensar con
lógica sobre las invasiones alienígenas.
Sin embargo, si podía ser lógica con el caso. El sobrino de Mark Weir estaba
vivo, y tenía la sospecha de que el chaval conocía a James Barilla, el muchacho que

habían encontrado muerto en el jardín de Weir. Tenía que haber una conexión.
Sobre todo porque yo quería que la hubiera. Y fuera cual fuese aquella conexión,
Teddy corría peligro.
¿Dónde demonios estaba Angel cuando lo necesitaba? Casi nunca
desaparecía durante tanto tiempo. ¿Cómo podría llevar a cabo un estudio de
reconocimiento sobrenatural sin mi equipo de reconocimiento sobrenatural? A
saber, mi Equipo Ángel, un equipo formado por un solo miembro. Pero al
considerarlo un equipo, podía permitirme decir cosas como «Estas son las órdenes
de equipo». Me chiflaba decir gilipolleces como esa.
En fin, tal y como estaban las cosas, tendría que darme más paseos de los
que pensé cuando decidí ponerme aquellas botas.
Mientras regresaba del psiquiátrico, llamé al detective jefe del caso de Weir.
Era un amigo del tío Bob, pero no un gran fan mío. Creo que lo irritaba. Podía ser
muy irritante cuando ponía mi ventrículo izquierdo en ello. A mi parecer, o bien
estaba celoso del éxito del tío Bob (y de mi importante parte en él), o bien no le
gustaban las chicas monas con carácter. Lo más probable era que la razón fuese
una mezcla de ambas cosas.
Nuestra conversación no duró mucho. Las respuestas del detective Anaya
fueron breves y concisas. Según él, la policía de Albuquerque también había
intentado localizar a Teddy en relación con el caso, pero buscaban otro cadáver,
otra muerte que achacarle a Mark Weir. Dicha investigación los llevaría siempre en
la dirección equivocada. Puesto que yo sabía que Teddy estaba vivo, tendría una
ligera ventaja sobre el departamento, con énfasis en lo de «ligera». Y decir ventaja
también era un poco exagerado.
Cuando entrevistaron a la madre de Teddy, ella les contó que su hijo no
había regresado a casa después de vivir con su hermano. ¿Y aun así esperó a que
Mark fuera arrestado por asesinato para informar de su desaparición? Eso
significaba que Teddy había estado dos semanas en paradero desconocido. Tal vez
no fuera la campeona estatal del decatlón académico, pero hasta yo me daba
cuenta de que las cosas no encajaban.
Mientras esperaba a que la luz del ocaso se desvaneciera y la oscuridad
reinara en la zona, cogí el teléfono para examinar la imagen de Reyes por enésima
vez aquel día. Y al igual que en todas las ocasiones anteriores, me quedé sin aliento
al verlo. No podía creerlo. Después de más de diez años, lo había encontrado. Vale,
lo había encontrado en prisión, pero por el momento (puesto que era una experta

en lo que a vivir en la negación se refiere), pensaba pasar por alto aquella parte. El
rayo de esperanza al que me aferraba era que Reyes estaba cabreado cuando le
habían tomado aquella foto. No solo molesto, no solo enfadado, sino presa de una
furia salvaje. Los culpables no se cabrean. O bien se sienten aliviados o bien
preocupados por su captura. Reyes no mostraba ninguna de aquellas dos
emociones.
Guardé el teléfono tras controlar el disparatado impulso de darle un
lametón a la pantalla, y caminé por la acera hasta la entrada principal de las
oficinas de Sussman, Ellery & Barber. Había una enorme puerta de madera de
roble convenientemente oculta entre yucas y arbustos de hoja perenne, lo que hacía
que el allanamiento fuera mucho más complicado. Aunque, en realidad, no era un
allanamiento normal y corriente, ya que yo tenía la llave y todo eso.
La oficina de Barber estaba tan solo un poco más organizada que una zona
de guerra postapocalíptica. Examiné varias pilas de documentos y encontré los
expedientes del caso de Weir en una caja de cartón rotulada como «Weir, Mark L.».
Que era el lugar más lógico donde encontrarlos. No obstante, la misteriosa llave de
memoria fue un asunto bien distinto. Barber dijo que estaría encima de su
escritorio, pero no lo estaba; y en el cajón de los lápices había al menos siete llaves
de memoria sin etiquetar. No podía tirarme allí toda la noche. Tenía una
emboscada policial a la que acudir, que por desgracia no involucraba ni bosques ni
bandidos enmascarados.
Sopesé los pros y los contras de llevarme todas las llaves de memoria para
examinar su contenido más tarde. Los pros ganaron. Tras apuntar en mi agenda
mental que debería llevar a cabo otro allanamiento la noche siguiente para
devolverlas, comencé a meterme las memorias USB en los bolsillos. Y eso me llevó
a darme cuenta de que los cafés mocha y las hamburguesas con queso no me
estaban haciendo ningún favor. Lo que, a su vez, me llevó a percibir un furioso
gruñido de mi estómago vacío. Estaba muerta de hambre.
Mientras daba saltitos para intentar introducir las dos últimas llaves de
memoria en los bolsillos, repasé mi lista mental de locales de comida rápida por los
que podría pasarme de camino hacia el almacén que la poli vigilaba en secreto.
—Pasas tan desapercibida como un camión gigante en una exposición de
coches exóticos.
Absolutamente sorprendida, me di la vuelta y vi a Garrett junto a la puerta.

—Joder, Swopes —dije con una mano sobre el corazón—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
Entró en el despacho y echó un vistazo al mobiliario iluminado por la luz de
la luna antes de concentrar su atención en la menda.
—Me ha enviado tu tío —dijo con voz apagada—. Cualquier prueba que
obtengas sin una orden no servirá de nada en un tribunal.
Ah, volvíamos a ser enemigos mortales. Su presencia irradiaba frialdad.
Tendría que estar alerta, atenta a sus traidores impulsos. Tendría que comer,
dormir y utilizar el inodoro con un ojo abierto.
—¿Las palabras «cadena de custodia» significan algo para ti? —inquirió.
—Significarían algo si me importaran una mierda. —Cogí la caja y me
encaminé hacia la puerta—. Lo único que necesito es saber a qué me enfrento,
Swopes.
—¿Te refieres a una posible enfermedad mental?
Vaya, habíamos vuelto a los insultos sutiles. Nada como regresar al hogar.
—Mi intención no es demostrar mis dotes como investigadora, Swopes, ni
hacerme famosa para que todo el mundo sepa lo enorme que tengo la polla. Solo
ayudo a mis clientes. Sin más —dije mientras pasaba a su lado—. Es lo que hago
desde hace años, mucho antes de que tú aparecieras.
Garrett me siguió hasta la puerta principal.
—¿Cuál es el código? —preguntó para poder resetear la alarma.
Grité los números por encima del hombro (casi para que todo el mundo en
el vecindario pudiera oírlos) y luego metí la caja en la parte trasera de mi jeep. El
detective me siguió.
—Tengo que parar a comer algo. Me reuniré contigo en el almacén —le dije.
Garrett se aseguró de que la puerta trasera estaba bien cerrada antes de
hablar.
—No estamos lejos de tu casa —me dijo—. ¿Por qué no dejamos tu coche y
viajas conmigo?

Metí la llave en la cerradura para abrir mi puerta.
—Tengo hambre.
—Puedes comer en el camino.
Solté un suspiro irritado y coloqué la mano en la manilla.
—¿Es que ahora el tío Bob te paga para que seas mi niñera?
—Tenemos cuatro cadáveres, Davidson. Él está... preocupado.
—¿Ubie? —inquirí con un resoplido.
—Te seguiré hasta tu casa.
—Cualquier cosa que te haga feliz, Swopes —dije antes de subirme a Misery
y cerrar la puerta.
Por lo visto, lo de convertirse en mi niñera le hacía tan poca gracia como a
mí. En algún profundo lugar de mi interior lo sentí por él. Ja.

—Mmm. Los tacos son lo mejor. —Miré a Swopes mientras aparcábamos al
lado del coche de incógnito del tío Bob, un anodino sedán azul oscuro—. Solo
espero no derramar más salsa sobre tus preciosos asientos de vinilo.
A Garrett se le contrajo la mandíbula cuando apretó los dientes. Muy
divertido.
—Son de cuero —dijo con un tono de voz tenso y controlado.
—¡Huy! Bueno, son muy bonitos.
Aparcó la furgoneta y salté del vehículo antes de que la tensión se
transformara en violencia espontánea; me agaché para recoger mi vaso
extragrande de refresco bajo en calorías y luego corrí hacia el coche del tío Bob.
También conocido como Zona Segura.
Habíamos aparcado a bastante distancia del almacén y un amplio campo de
ambrosías y mezquites nos separaba de la construcción de metal oxidado. Parecía
una mezcla entre un hangar de aviones y un taller mecánico, y estaba situado en
medio de ninguna parte. No había un solo vecino en varios kilómetros. Un hecho

que encontré de lo más interesante.
El tío Bob estaba sentado dentro del coche y miraba a través de unos
prismáticos muy chulos que había apoyado en el volante. Me incliné sobre el
parabrisas, me coloqué delante de las lentes y sonreí. Ubie apartó los ojos de los
prismáticos y me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —articulé con los labios antes de trotar hacia el asiento del
acompañante y adentrarme en el cálido interior del coche.
Gracias a Macho Taco, había demorado la muerte por inanición un día más.
La vida era una gozada.
—¿Quién es ese? —pregunté mientras señalaba un segundo coche policía de
incógnito estratégicamente aparcado a unos metros de distancia. Se había
camuflado por completo en la oscuridad. Salvo por un detalle minúsculo e
insignificante: tenía las luces de posición encendidas. Me dio en la nariz que el tipo
no se había graduado el primero de su clase.
—Es el agente Taft —dijo el tío Bob.
—No —susurré.
—Se ofreció voluntario.
—No.
—Es un buen tipo.
Puse los ojos en blanco y me arrellané en el asiento cuando Garrett abrió la
puerta de atrás para entrar en el coche y me apuntó con su mini foco de búsqueda.
—Cierra la puerta —susurré con apremio.
El tío Bob frunció el ceño. Otra vez. No entendí por qué. Estaba claro que no
necesitaba práctica.
—Taft tiene una admiradora —expliqué—. Una adorable niñita lo ha estado
acechando. Creo que se llama Engendro Infernal de Satán.
El tío Bob rió entre dientes.
—¿Y qué engendro infernal de Satán llevas tú puesto?

A lo que Ubie se refería con tan poca delicadeza era la ropa que me había
puesto al cambiarme. Llevaba mi más cómodo atuendo negro y me había untado la
cara con maquillaje teatral negro para completar el look
medianoche-en-el-desierto. Por supuesto, había tenido que cambiarme de ropa
varias veces mientras Garrett me esperaba en el asiento de cuero de su furgoneta,
pero esperaba de verdad que aquello no lo hubiera molestado...
—Quiero camuflarme —dije.
—¿Con eso? ¿En serio?
—Ríete cuanto quieras, tío Bob —dije antes de hacer una pausa para sorber
ruidosamente el refresco—. Pero ya verás cuando alguien tenga que darse un
paseo por el desierto para echar un vistazo más de cerca. Entonces apreciarás que
sepa adelantarme a los acontecimientos.
Garrett eligió aquel momento para unirse a la conversación.
—Yo aprecio que sepas adelantarte —dijo con tono distante, como si
estuviera pensando en otra cosa—. No tanto como tu delantera, pero aun así...
Me giré en el asiento para mirarlo a la cara.
—Mi delantera, como tú la llamas, tiene nombre. —Señalé mi pecho
derecho—. Este es Peligro. —Luego el izquierdo—. Y este es Will Robinson.
Apreciaría que te dirigieras a ellos como es debido.
Se produjo un largo silencio en el que Garrett tuvo que parpadear varias
veces.
—¿Les has puesto nombre a tus pechos? —preguntó al final.
Le di la espalda encogiéndome de hombros.
—También les he puesto nombre a mis ovarios, pero ellos no destacan tanto.
¿Alguna vez se os ha ocurrido pensar que toda esta operación se echó a perder
cuando torturaron a Carlos Rivera? —le pregunté al tío Bob—. Si esos tipos tienen
algo en la mollera, seguro que se deshicieron de cualquier prueba incriminatoria en
el momento que averiguaron lo que hizo Rivera.
—Cierto —dijo el tío Bob—. Pero solo existe una forma de estar seguros.
—¿Por qué no te limitas a conseguir una orden, reunir un pequeño ejército y

entrar sin más en ese lugar?
—¿Basada en qué causa probable? Las pistas anónimas no bastan para
obtener una orden de registro, calabacita. Necesitamos esa llave de memoria.
Tenía razón. No mucha, pero razón al fin y al cabo. Y me había llamado
calabacita. En respuesta, sorbí el refresco haciendo tanto ruido como me fue
quinestésicamente posible. Sería de mucha ayuda saber lo que buscábamos.
Suspiré para resaltar mi impaciencia y mi aburrimiento. Las vigilancias secretas
eran un coñazo. Y sentía que mi deber cívico como reconocida experta en sarcasmo
era aligerar el ambiente un poco, así que di un sorbo más.
—¿Por qué no vas a hacerle compañía a Taft? —sugirió el tío Bob sin dejar
de mirar por los prismáticos.
—No puedo.
Se apartó de las lentes.
—¿Por qué no?
—No me cae bien.
—Pues perfecto. Creo que tú tampoco le caes muy bien.
—Además —dije, ignorado a mi desagradecido tío—, el Engendro Infernal
de Satán sigue cada uno de sus movimientos, ¿recuerdas? —Fue entonces cuando
me di cuenta de lo que el tío Bob acababa de decir—. ¿No le caigo bien?
Ubie enarcó las cejas unas cuantas veces.
—¿Qué le he hecho? —Clavé una mirada furiosa en el estúpido coche de
Taft—. Será asqueroso... Ya veremos si le presto mi ayuda cuando la niña demonio
empiece a dar a conocer su presencia.
Oí un zumbido eléctrico a mi espalda cuando Garrett bajó su ventanilla.
—Hay movimiento.
Todos miramos hacia el almacén, donde apareció una columna vertical de
luz. Las descomunales puertas se abrieron y la luz se derramó sobre el furgón que
aguardaba. El vehículo se adentró en el interior antes de que las puertas volvieran
a cerrarse.

—A este ritmo, nunca resolveremos el caso y Mark Weir envejecerá en
prisión. Esta vigilancia es un asco —protesté por encima de mi refresco bajo en
calorías—. No vemos nada. Tenemos que acercarnos más.
—Envía a tu gente —dijo el tío Bob.
—No me acompaña nadie.
—¿Qué? —inquirió, aterrado de repente—. ¿Y qué pasa con Angel?
Me encogí de hombros.
—Hace varios días que no veo a ese mierdecilla. ¿Por qué crees que me he
vestido así? El maquillaje teatral hace estragos en mi piel.
—No pienso dejar que te acerques a ese lugar, Charlotte Jean Davidson.
Oh, oh. Ubie se había puesto superserio. Le daba dos minutos. Sesenta y
siete segundos y tres largos sorbos después, ya había cambiado de opinión.
—Está bien —dijo con un suspiro.
Por fin.
—Ve a ver qué puedes hacer.
Sabía que cedería.
—Pero ten cuidado, por el amor de Dios. Tu padre me empalará si te ocurre
algo.
Me pasó la radio y yo le di mi refresco a cambio.
—Sin represalias —le advertí.
—No dejes que te atrapen. —Se volvió hacia Garrett—. No le quites los ojos
de encima.
—¿Qué? —chillé a la radio, ya que el comentario me había sorprendido en
medio de mi ruidito de prueba. El tío Bob frunció el ceño—. No pienso llevarme a
Swopes. Está de mal humor.
—O te llevas a Swopes o no vas.

Le arrebaté mi refresco bajo en calorías y me derrumbé en el asiento.
—En ese caso, supongo que no voy.

—Ten cuidado.
Lancé una mirada asesina a Garrett a través de la valla metálica mientras
saltaba al otro lado. Bueno, no al otro lado sobrenatural. Al otro lado de la valla.
—Sí, eso ya me lo dejó claro el tío Bob —repliqué con tono hosco. Había
perdido la discusión. Y aunque tenía muchísima práctica, no se me daba bien
perder.
Garrett me siguió. Trepó por la cerca de alambre, demostrando que tenía
mucha más fuerza que yo en el tren superior, y se dejó caer a mi lado. Pero ¿acaso
era capaz de hacerle un nudo al tallo de una cereza con la lengua?
Empezamos a avanzar por el campo hacia el almacén. Tuve que
concentrarme al máximo para no caerme, y más aún para contener el impulso de
aferrarme a la chaqueta de Garrett con el fin de mantener el equilibrio.
—He leído que los ángeles de la muerte coleccionan almas —dijo mientras
trotaba a mi lado.
Tropecé con un cactus, pero conseguí por los pelos seguir en pie. La noche
era muy oscura. Seguramente por la hora que era. La luz de la luna ayudaba, pero
atravesar aquel terreno irregular era todo un desafío.
—Swopes —dije, respirando despacio para que no se diera cuenta de que
estaba sin aliento—, hay montones de almas por todos lados que convierten mi
vida en un caos. ¿Para qué iba a coleccionar esas malditas cosas? Y, aun en el caso
en que quisiera hacerlo, ¿dónde iba a guardar todos los frascos?
No respondió. Corrimos a toda velocidad por el aparcamiento hasta la parte
trasera de aquel edificio sin ventanas. Por suerte, no tenía cámaras de seguridad.
Sin embargo, a juzgar por el tenue resplandor que iluminaba el tejado, sí que tenía
claraboyas. Si conseguía llegar al tejado, podría enterarme de lo que tramaban.
Nada bueno, eso seguro, pero necesitaba algún tipo de prueba que respaldara mi
teoría.
Cuando Garrett me empujó hacia un grupo de cubos de basura, choqué con

una cañería de metal que llegaba hasta el tejado y que contaba con abrazaderas de
sujeción cada pocos centímetros. Perfectas para apoyar los pies.
—Venga, impúlsame hacia arriba —susurré.
—¿Qué? De eso nada —replicó Garrett, que miraba el canalón con recelo. De
todas formas, me apartó a un lado—. Subiré yo.
—Yo peso menos —protesté—. Esta cañería no aguantará tu peso.
—Aunque me gustaba bastante discutir por el mero placer de hacerlo, el canalón
parecía un poco frágil. Y estaba más oxidado que la puesta de sol de Nuevo
México—. Subiré y echaré un vistazo a través de los tragaluces. Es muy probable
que no consiga ver nada, pero tal vez encuentre algún agujero. O quizá pueda
hacer un agujero —dije, pensando en voz alta.
—En ese caso, los tipos de dentro también harán un agujero. En tu
obstinada cabeza. Aunque lo más seguro es que te hagan dos, teniendo en cuenta
los antecedentes.
Estudié la cañería mientras Garrett parloteaba incoherencias sobre agujeros
y antecedentes. Elegí aquel momento en particular para no entender ni una palabra
de lo que me decía. Cuando acabó, me volví hacia él.
—¿Hablas mi idioma? Empújame hacia arriba, anda —añadí al ver que me
miraba con el ceño fruncido.
Lo aparté con el hombro y me agarré al canalón con ambas manos. Garrett
soltó un suspiro exasperado antes de adelantarse y agarrarme por el trasero.
¿Excitante? Sí. ¿Apropiado? De ninguna manera.
Le aparté las manos de un guantazo.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Me has pedido que te empuje hacia arriba.
—Sí. Un impulso. No un calentón barato.
Se quedó callado y me miró durante un largo e incómodo momento.
¿Qué había dicho?
—Enlaza los dedos de las manos —le ordené antes de que empezara a

despotricar—. Si consigues alzarme hasta la primera abrazadera, podré seguir
adelante.
A regañadientes, unió las manos y se inclinó hacia delante. Había traído los
guantes que hacían juego con mi atuendo negro, así que me los puse, apoyé un pie
en las manos de Garrett y me impulsé hacia la primera abrazadera. La primera
resultó bastante fácil, dada la fuerza de su torso y todo eso, pero la segunda fue
algo más traicionera. El metal afilado intentó atravesarme los guantes y me hizo un
daño horrible en los dedos. Me esforcé por sujetarme a la cañería, me esforcé por
no perder el apoyo de los pies y me esforcé por impulsar mi peso hacia la siguiente
abrazadera. Por sorprendente que parezca, la peor parte se la llevaron mis codos y
mis rodillas, ya que los utilizaba como palanca contra el edificio de metal y me
resbalaba mucho más de lo conveniente.
Una década después, conseguí llegar a lo alto y arrastrarme hacia el tejado.
El techo de metal me arañó sin piedad las costillas, como si se burlara de mí, como
si me dijera: «Eres un poco idiota, ¿no?». Me derrumbé sobre el tejado y permanecí
inmóvil durante todo un minuto, asombrada por lo mucho que me había costado
llegar hasta allí. Pagaría el precio por la mañana. Si Garrett hubiera sido algo
caballeroso, se habría ofrecido a subir por el canalón en mi lugar.
—¿Estás bien? —susurró a través de la radio.
Intenté responder, pero mis dedos se habían bloqueado en posición de garra
después de aferrarse a las abrazaderas cuando mi vida dependía de ello y no
quisieron pulsar el botón lateral del aparato.
—Davidson —siseó.
Ay, por el amor de Dios. Estiré los dedos y saqué la radio del bolsillo de la
chaqueta.
—Estoy bien, Swopes. Intento revolcarme en la autocompasión. ¿Te
importaría concederme un minuto?
—No tenemos un minuto —dijo—. Las puertas se han abierto de nuevo.
No desperdicié el tiempo con respuestas. Me puse en pie y avancé agachada
hacia las claraboyas. En realidad eran paneles de invernadero, pero estaban viejos,
llenos de grietas y agujeros por los que podría mirar. Con todo, para hacerlo, para
poder contemplar el interior del almacén, prácticamente tendría que tumbarme
sobre uno de aquellos paneles. Un delgado haz de luz atravesaba una de las

grietas, de modo que me coloqué sobre el techo como si fuera a hacer flexiones, con
los brazos temblorosos a ambos lados de la grieta. Supuse que mientras el metal
aguantara, no atravesaría el tejado. Algo muy de agradecer.
Cuando miré hacia abajo, vi que el furgón salía del almacén. Dos hombres
metían en cajas los papeles y documentos de un viejo escritorio. Aparte del
escritorio, el almacén, de al menos cuatro mil quinientos metros cuadrados, estaba
completa y sorprendentemente vacío. No había ni una colilla ni un envoltorio de
chicle a la vista. Mis preocupaciones no eran infundadas. Quienquiera que fuera el
dueño de aquel almacén, lo había limpiado en el momento en que Carlos Rivera se
reunió con Barber.
Aún me temblaban los brazos por la escalada, y me arrepentí muchísimo de
haberme zampado los tacos y el refresco. Un litro y cuarto era un litro y cuarto.
Bajo en calorías o no, pesaba lo mismo. Había llegado el momento de regresar al
redil.
Mientras retrocedía centímetro a centímetro por el techo metálico, ensayé el
te-lo-dije que le espetaría al tío Bob.
El almacén estaba vacío. Sí, como te dije que estaría. Sé que tenía razón,
pero... De verdad, tío Bob, para ya, conseguirás que me ruborice. No, de verdad,
para ya. En serio.
Estaba casi en el momento en que imaginaba mi discurso improvisado en la
ceremonia de entrega de premios al mérito cuando mi mente percibió el
movimiento. Algo apareció en la periferia de mi campo de visión, posiblemente un
puño, y fue seguido a toda velocidad por un estallido de dolor en la mandíbula.
Un instante después, cuando caí a través de la claraboya, lo único que se me vino a
la cabeza fue: ¡Mierda!


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Mensaje por mariateresa Vie 22 Sep - 16:45

9


Sabes que padeces trastorno de déficit de atención cuando...
¡Mira! ¡Un pollo!
(Camiseta)


La primera vez que lo vi fue el día en que nací. La capa encapuchada
formaba ondas majestuosas, como las sombras que proyectan las hojas mecidas por
una brisa suave. Me observaba mientras el médico me cortaba el cordón umbilical.
Sabía que me estaba mirando, aunque no podía verle la cara. Me acarició mientras
las enfermeras me aseaban, aunque no pude sentir sus dedos. Y susurró mi
nombre con tono ronco, profundo y suave, aunque no pude escuchar su voz.
Seguramente porque gritaba a todo pulmón después de que me dieran a luz.
Desde aquel día, solo lo he visto en contadas ocasiones, todas horribles. Así
que no me extrañó en absoluto verlo en aquel momento. Porque la ocasión también
era horrible y todo eso.
Cuando caí por la claraboya y el suelo de cemento se abalanzó hacia mí a la
velocidad de la luz, estaba allí, mirándome desde abajo, aunque no pude verle la
cara. Intenté pararme en medio de la nada, detener la caída, revolotear para poder
verlo mejor. Sin embargo, la gravedad insistió en que continuara mi viajecito de
descenso. Entonces, en algún lugar oscuro y aterrador (y algunos dirían que
también psicótico) de mi mente, empecé a recordar. Recordé lo que me había
susurrado el día que nací. Mi mente rechazó de inmediato la idea, porque el
nombre que susurró no era el mío. Me había llamado Holandesa. El mismo día que
nací. ¿Cómo lo sabía?
Ocupada como estaba con los recuerdos de mi primer día en la tierra, olvidé
que estaba inmersa en una caída mortal. Maldito trastorno de déficit de atención.
Con todo, lo recordé a la perfección cuando me detuve en seco. Sentí un golpe
fuerte que me arrancó el aire de los pulmones. Sin embargo, él seguía mirándome
desde abajo. Eso significaba que no había chocado contra el suelo. Me había
golpeado con otra cosa, algo de metal, antes de rebotar y estrellarme contra un
enrejado de acero.

Sentí un dolor agonizante en medio del torso que se extendió como una
explosión nuclear, tan agudo, tan increíblemente intenso, que me dejó sin aliento y
me nubló la vista. Sentí que me derretía y me colaba entre los agujeros de la reja
metálica. Y mientras la oscuridad invadía los límites de mi conciencia, volví a
verlo, inclinado sobre mí, observándome concentrado.
Intenté enfocarlo con todas mis fuerzas, intenté bloquear el dolor que
llenaba mis ojos de lágrimas y emborronaba mi visión. Pero se me agotó el tiempo
antes de conseguirlo y todo se volvió negro. Un gruñido inhumano, furioso y lleno
de dolor, resonó en las paredes del almacén vacío y sacudió las placas de metal del
edificio, que empezaron a zumbar como un diapasón.
Sin embargo, no pude oír su voz.

Fue como si recuperara la conciencia un instante después de perderla.
Desde luego, no estaba donde yo la había dejado. Con todo, seguía respirando y
pensaba con claridad. Por sorprendente que parezca, el viejo dicho era cierto: no te
mata la caída, sino el golpe contra el suelo.
Intenté abrir los párpados. Fracasé. O bien no estaba consciente de verdad o
bien Garrett había encontrado un tubo de Super Glue y se había vengado por el
asunto de la salsa. Mientras esperaba a que mis párpados comprendieran que
debían estar alzados, lo oí parlotear por la radio. Decía algo sobre que yo tenía
pulso. Una observación muy agradable. Apoyó las yemas de los dedos sobre mi
cuello.
—Estoy aquí —replicó el tío Bob, jadeante, a través de la radio. Luego
escuché pasos sobre las escaleras de metal y sirenas de fondo.
Garrett debió de darse cuenta de que estaba despierta.
—Hola, detective —le dijo al tío Bob, que en aquel momento caminaba sobre
el emparrillado metálico hacia nosotros—. Creo que la estamos perdiendo. No
tengo más remedio que hacerle el boca a boca.
—Ni se te ocurra —dije, aún con los ojos cerrados.
Se echó a reír por lo bajo.
—Por todos los infiernos, Charley. —El tío Bob estaba sin resuello, pero su
voz sonaba más preocupada que furiosa. Quizá la banda elástica de la muñeca

sirviera de algo, después de todo—. ¿Qué ha pasado?
—Me caí.
—¿No me digas?
—Alguien me golpeó.
—¿Otra vez? No sabía que estábamos en la Semana Nacional de Mata a
Charley Davidson.
—¿Eso nos daría algún día de vacaciones? —preguntó Garrett. El tío Bob
debió de dirigirle su famosa mirada asesina, porque Garrett dio un respingo y
añadió—: De acuerdo. Ya me pongo en marcha. —Se alejó en busca del asaltante,
supuse.
Las sirenas se acercaban cada vez más, y oí a varios hombres por debajo de
mí.
—¿Te has roto algo? —La voz del tío Bob se había suavizado.
—Los párpados, creo. No puedo abrirlos.
Oí una risotada entre dientes.
—Si fueras otra persona, te diría que los párpados no pueden romperse.
Pero considerando que eres tú...
Esbocé una débil sonrisa.
—¿Entonces soy especial?
Resopló y presionó con delicadeza aquí y allá en busca de huesos rotos y
cosas por el estilo.
—«Especial» no se acerca a describirte, querida mía.

Los milagros existen. Empecé a considerarme una persona a prueba de
muerte. Salir andando (bueno, cojeando y con un montón de ayuda) de una caída
como aquella sin un solo hueso roto era un milagro. Con M mayúscula.
—Tendríamos que hacer unas cuantas radiografías —le dijo el técnico

médico de emergencias al tío Bob mientras yo yacía tumbada en la camilla.
Las ambulancias eran geniales.
—Reconózcalo, lo que quiere en realidad es sobar las partes exteriores de mi
cuerpo —le dije al técnico al tiempo que cogía un artilugio plateado que guardaba
un parecido inquietante con una de esas sondas alienígenas que sirven para
explorar orificios. Lo rompí sin querer y volví a dejarlo de inmediato en su lugar,
con la esperanza de que nadie perdiera la vida debido a que el médico no pudiera
insertar la sonda alienígena en sus orificios.
El técnico se echó a reír por lo bajo y examinó mi presión sanguínea por
enésima vez.
—De verdad, tío Bob, estoy bien. ¿Quién es el dueño de este almacén?
El tío Bob colgó el teléfono y me miró a través de las puertas abiertas de la
ambulancia.
—Bueno, si esperabas que hubiera un letrero luminoso sobre su cabeza que
rezara «Soy el malo», te llevarás una enorme decepción.
—¿No me digas? ¿El tipo ha sido canonizado o algo así?
—Más o menos. Es el padre Federico Díaz.
Vaya. ¿Para qué querría un sacerdote católico un almacén situado en mitad
de ninguna parte? ¿Para qué querría un sacerdote católico un almacén, sin más?
Aquel caso se volvía más y más extraño a cada minuto que pasaba.
—No hay nadie —dijo Garrett cuando se unió a nosotros—. No lo entiendo.
Si había dos tipos dentro y uno en el tejado, ¿dónde se han metido?
—El furgón era el único vehículo en las cercanías. Tuvieron que marcharse a
pie —dijo el tío Bob mientras examinaba la zona con expresión intrigada.
—Quizá no se hayan marchado —añadí—. ¿Dónde están las cajas?
Ambos se volvieron para echarle un vistazo al almacén vacío.
—¿Qué cajas? —quiso saber el tío Bob.
—A eso me refiero. —Me bajé de la camilla, cogí la sonda rota para
entregársela al auxiliar, quien arregló la parte alienígena y la devolvió a su lugar

con una sonrisa, y luego salté al suelo con más dificultades de las socialmente
aceptables.
—Le diré tres palabritas —dijo el técnico—. Posible hemorragia interna.
Me volví hacia él.
—¿No cree que si sangrara por dentro habría algún lugar recóndito de mi
interior que lo sabría... interiormente?
—Una radiografía —regateó. Al ver que me encogía de dolor una vez más,
añadió—: Tal vez dos.
El tío Bob me rodeó con uno de sus fornidos brazos. Yo estaba a un
nanosegundo de empezar a discutir de nuevo con el auxiliar cuando empezó a
hablar.
—Charley, tenemos hombres por toda la zona. Te prometo que buscaremos
tus cajas desaparecidas.
—Pero...
—Vas a ir al hospital, aunque tenga que esposarte a esa camilla —dijo
Garrett, que se situó delante de mí para bloquear mi única vía de escape.
Tras un suspiro exasperado, crucé los brazos y lo fulminé con la mirada.
—Deja ya de intentar esposarme. Quiero estar presente cuando hables con el
padre Federico —le dije al tío Bob, pasando por alto la expresión sorprendida de
Garrett. ¿Aquel hombre nunca aprendería?
—Trato hecho —convino el tío Bob antes de que pudiera cambiar de
opinión—. Te llamaré mañana sin falta para decirte la hora.
—Necesitarás a alguien que te lleve a casa desde el hospital —me recordó
Garrett.
—Tú lo único que quieres es utilizar esas esposas. Llamaré a Cookie. Id a
averiguar dónde han ido a parar las cajas.
—¿Quieres que lleve mañana las fotos de los expedientes para que les eches
un vistazo? —preguntó el tío Bob—. ¿Podrías identificar al tipo que te golpeó?
—Bueno... —Arrugué la nariz mientras consideraba la posibilidad de

identificar a mi asaltante basándome en el bocadillo de nudillos que me había
hecho tragar—. Tengo una imagen periférica casi nítida del puño izquierdo de ese
tío. Tal vez pueda reconocer su dedo meñique.

Por alguna extraña razón que no conseguí explicarme, a Cookie no le hizo
ninguna gracia que la llamara a la una de la madrugada para que viniera a
buscarme al hospital.
—¿Qué has hecho ahora? —inquirió mientras entraba en la sala de
reconocimientos. Todavía llevaba puestos los pantalones del pijama, que había
combinado con una camiseta de tirantes y una rebeca enorme similar a una bata.
Tenía un aspecto postapocalíptico. Y sufría un caso grave de peinado de almohada.
Estaba muy graciosa.
Empecé a bajarme de la camilla de reconocimiento tan despacio como si
hubiera una bomba en la estancia que se detonara por un sensor de movimientos.
Ella se acercó a toda prisa para ayudarme. Si de verdad hubiese habido una bomba
que se detonara por un sensor de movimientos, habríamos volado por los aires.
—¿Por qué das por hecho que todo esto ha sido culpa mía? —pregunté una
vez que conseguí apoyar los pies en el suelo.
Sus labios formaron una mueca de reprimenda.
—¿Te haces una idea de lo que es recibir una llamada del hospital en mitad
de la noche? Casi me muero del susto. Apenas puedo hilar dos palabras seguidas.
—Lo siento. —Cojeé hasta mi chaqueta y me la puse, sorprendida por lo
mucho que me costaba no desmayarme—. Seguro que pensaste que le había
ocurrido algo a Amber.
—¿Estás de coña? Amber es un ángel comparada contigo. Tenerte cerca me
hace apreciar lo que vale su comportamiento hormonal adolescente. Si te soy
sincera, no sé cómo pudo soportarlo tu madrastra.
Una bombilla se apagó en el interior de mi cabeza cuando dijo aquello. No
era una bombilla muy brillante (quizá de doce vatios), pero me hizo reconsiderar la
falta de interés de mi madrastra por mi bienestar. Tal vez nuestra escabrosa
relación fuera en parte culpa mía.
No. De eso nada.

Cookie me regañó durante todo el camino de regreso a casa. Por suerte,
había conseguido que la ambulancia me llevara hasta Pres, así que el trayecto no
fue muy largo. Su preocupación resultaba agradable y, al mismo tiempo,
extrañamente irritante. Mi preocupación, sin embargo, se centraba más en
homicidios. Por más que lo intentaba, no conseguía aliviar el ardor que me subía
bajo el collar de Gucci de siete dólares que había comprado en una tienda de
artículos de segunda mano. Alguien me había golpeado. Alguien había intentado
matarme. Si hubiese tenido éxito, estaría muerta.
Luego, como si mi perpetuo estado de alegría no pudiese permitir que un
pensamiento tan negativo infectase mi mente (estoy casi segura de que fui hippie
en una vida anterior), me di cuenta de que solo debía ver el vaso medio lleno. De
Jack Daniel’s, con un poco de suerte. Aquella noche había aprendido una cosa,
además de la legitimidad del dicho del golpe contra el suelo. Había aprendido que
de algún modo, por alguna extraña coincidencia del destino, Reyes y el Malo
Malísimo estaban relacionados. La cuestión era cómo. Reyes no tendría más de tres
años cuando yo nací. ¿Cómo sabía el Malo Malísimo que me llamaría «Holandesa»
quince años después?
No había sido cosa de mi imaginación. Lo recordaba con toda claridad.
Holandesa. Una palabra pronunciada en un susurro suave, profundo y hechizante.
Casi como el propio Reyes. Y las similitudes no acababan ahí. Mi mente empezaba
a registrar todo tipo de parecidos entre ellos dos. Como por ejemplo, el calor y la
energía que irradiaban. La velocidad a la que se movían, que los convertía en un
borrón, algo muy poco común entre los difuntos. El poder paralizante de sus
caricias, de sus miradas. El hecho de que se me doblaran las rodillas cuando
aparecía alguno de ellos.
Quizá estuviese equivocada. O eso, o Reyes y el Malo eran el mismo tipo de
ser. Pero ¿cómo era posible? Necesitaba una segunda opinión.
—He vuelto a verlo —dije mientras Cookie entraba con su Taurus en el
aparcamiento.
Frenó en seco y se volvió para mirarme.
—Cuando caí a través de la claraboya —añadí.
—¿A Reyes? —inquirió con incredulidad.
—No. No lo sé. —La fatiga inundó mi voz—. Tengo muchas dudas.
Empiezo a cuestionarme un montón de cosas.

Hizo un gesto afirmativo de comprensión, se acercó a la acera y apagó el
motor.
—He hecho algunas averiguaciones. Es tarde, pero me da la sensación de
que no podrás dormite hasta que obtengas respuestas para algunas de tus
preguntas.

Después de arrastrarme hasta mi apartamento, Cookie fue a ver cómo
estaba Amber. Saludé con un grito al señor Wong y luego encendí mi flamante
cafetera nueva, que según la tarjeta con lazo que tenía la caja, era un regalo de la
buena gente de AAA Electric en agradecimiento por la investigación sobre los
mecanismos de conmutación desaparecidos que había realizado para ellos...
aunque no tenía ni idea de qué era un mecanismo de conmutación ni de por qué
alguien querría robarlo. Era de color rojo. La cafetera, no el mecanismo. No sabía
de qué color eran los mecanismos, ya que descubrí al ladrón mucho antes de llegar
a averiguarlo. Con todo, dudaba que fueran rojos.
Me serví una tacita de leche y me la bebí de un trago para poder tomarme
cuatro pastillas de ibuprofeno a la vez sin que se me agrietara el estómago. Había
rechazado las recetas de analgésicos que me había ofrecido el auxiliar médico. Las
recetas y yo no nos llevábamos bien. Sin embargo, el dolor ya se había infiltrado en
mis músculos y los había contraído hasta tal punto que parecían romperse con
cada movimiento. Quizá la caída no me hubiese causado daños permanentes, pero
los daños a corto plazo iban a ser de aúpa. Apenas podía respirar.
Aun así, incluso una pequeña capacidad para respirar era mejor que
ninguna.
A pesar de que había visitado a Mark Weir en prisión, perseguido a Rocket
por el psiquiátrico, allanado las oficinas de los abogados y caído a través de una
claraboya del almacén, todavía debía poner las manos sobre el teclado del
ordenador el tiempo suficiente para entrar en la base de datos de prisiones y
buscar información sobre Reyes. Mientras me sentaba en la silla del ordenador,
Cookie regresó con un montón de notas y folios de impresora. Conociéndola,
estaba segura de que ya se sabía la vida de Reyes de pe a pa, desde la talla de sus
zapatos hasta su grupo sanguíneo. Entré en la página web del Departamento
Penitenciario de Nuevo México mientras ella servía una taza de café para cada
una. Diez segundos después, gracias a la fibra óptica, la foto del expediente de
Reyes apareció en la pantalla.

—Dios mío —dijo Cookie a mi espalda. Al parecer, experimentaba la misma
reacción visceral que yo cada vez que miraba a Reyes.
Dejó una taza a mi lado.
—Gracias —le dije—, y siento haberte llamado en plena noche.
Cogió una silla, se sentó y puso una mano sobre la mía.
—Charley, ¿crees de verdad que me importa una mierda que me hayas
llamado?
¿Era una pregunta trampa?
—Bueno, pues sí. ¿A quién no le habría molestado?
—A mí —dijo, anonadada, como si hubiera herido sus sentimientos al
sugerir una cosa semejante—. Me habría puesto furiosa si no me hubieras llamado.
Sé que eres especial y que tienes un don extraordinario que jamás llegaré a
entender del todo, pero aun así eres humana, y sigues siendo mi mejor amiga. —Su
rostro se transformó en un mapa de líneas de preocupación—. No me enfadé por el
hecho de que me llamaras. Me enfadé porque te crees que eres indestructible. Pues
no lo eres. —Se quedó callada un instante para mirarme a los ojos y aguardar a que
asimilara sus palabras. Qué encanto—. Y debido a esa falsa sensación de
seguridad, te metes en... las situaciones más extrañas.
—¿Extrañas? —inquirí con fingida indignación.
—Te pondré un ejemplo: planta de tratamiento de aguas residuales.
—Aquello no fue culpa mía —protesté, ofendida ante la mera idea. Por
favor.
Cookie frunció los labios y esperó a que entrara en razón.
—Vale, fue culpa mía. —Me conocía demasiado bien—. Pero solo un poco.
Y aquellas ratas se lo merecían. Bueno, ¿qué has averiguado? —pregunté antes de
volver a contemplar la fotografía de Reyes.
Cookie examinó las copias impresas y eligió un papel.
—¿Estás preparada para esto?
—Siempre que no vayas a enseñarme imágenes de ancianas desnudas, sí.

—No aparté los ojos de los de Reyes, feroces e intensos.
Cookie me pasó un folio.
—Asesinato.
—No —susurré, como si me hubieran arrancado el aire de los pulmones.
Era una noticia fechada diez años antes. No, no, no, no, no. Cualquier cosa
menos asesinato. O violación. O secuestro. O atraco a mano armada. O
exhibicionismo, que era espeluznante. Ojeé el artículo a regañadientes, como
cuando pasas junto a un accidente y no puedes evitar mirar.
Ciudadano de Albuquerque declarado culpable.
Breve. Conciso.
Un hombre con un pasado aun más misterioso que las circunstancias que
rodean la muerte de su padre fue declarado culpable el lunes, tras tres días de
deliberación del jurado. El proceso judicial se enfrentó a varios problemas
inusitados durante el juicio, tales como el hecho de que Reyes Alexander Farrow,
de veinte años, no existe.
Reyes Alexander Farrow. Hice una breve pausa para intentar recuperar el
aliento, para que mi pulso se normalizara. Incluso el nombre de Reyes me
provocaba palpitaciones. ¿Y no existía? Mierda, aquello podría habérselo dicho yo.
«Farrow carece de certificado de nacimiento», declaró la fiscalía una vez
terminado el juicio de dos semanas. «No posee registros médicos ni número de la
seguridad social ni expedientes escolares, a excepción de una breve estancia de tres
meses en el instituto de Yucca. Sobre el papel, este hombre es un fantasma».
Un fantasma. Como diría Morfeo, el destino, al parecer, no estaba carente de
ironía.
El padre de Farrow, Earl Walker, fue encontrado muerto en el interior de su
coche, hallado por un grupo de excursionistas en el fondo de un cañón situado a
ocho kilómetros al este de Albuquerque. A pesar de que su cuerpo estaba tan
quemado que resultaba imposible reconocerlo, la autopsia concluyó que había
muerto a causa de un trauma cerebral ocasionado por un objeto contundente.
Muchos testigos vieron a Farrow pelearse con su padre el día anterior a que la
prometida de Walker denunciara su desaparición.

«Teníamos las manos atadas», declaró el abogado principal de la defensa de
Farrow, Stan Eichmann, tras conocer el veredicto. «En este caso hay muchas más
cosas de las que se ven a primera vista. Supongo que nunca llegaremos a averiguar
qué se podría haber conseguido».
La declaración de Eichmann es tan solo una de las muchas incógnitas que
rodean este caso. Por ejemplo, Walker tampoco tenía número de la seguridad
social, y jamás había firmado una sola declaración de impuestos.
«No había nada que pudiera establecerlo como un ciudadano respetuoso
con la ley», aseguró Eichmann. «Por lo visto, había utilizado diferentes alias.
Tardamos semanas en averiguar el que creemos que era su verdadero nombre».
«En realidad, esto es mucho más frecuente de lo que se podría pensar»,
declaró la acusación. «Hay mucha gente adulta que se decanta por una vida
delictiva. Farrow, además, nunca ha existido. Según los registros, jamás llegó a
nacer, y los resultados del análisis de ADN concluyen que Walker no era su padre
biológico. Basándonos en lo que sabemos sobre él, diría que es bastante posible que
Farrow fuera raptado de niño».
Me quedé sin respiración. ¿De verdad lo habían raptado?
Ojeé a toda velocidad el resto del artículo.
Farrow no había subido al estrado para defenderse, lo que hizo que a los
miembros del jurado les resultara difícil de ver más allá de las pruebas
circunstanciales, a pesar del éxito de la defensa a la hora de desbancar varias
teorías claves de la estrategia de la acusación.
El artículo seguía hablando sobre la prometida de Walker, Sarah Hadley.
Había testificado que Reyes había amenazado a Walker en varias ocasiones
(cierto), y que ambos temían por su vida. Sin embargo, otra testigo, una compañera
de la señora Hadley, refutó su declaración al testificar bajo juramento que la
prometida de Walker estaba enamorada en secreto de Farrow y que habría
abandonado a Walker sin pensárselo dos veces para estar con él. La testigo había
afirmado que si la señora Hadley temía a alguien, era al propio Walker.
«Este es un caso de corazones rotos y mentes destrozadas», le dijo Eichmann
al jurado minutos antes de que sus miembros se retiraran a deliberar. «El
expediente criminal de Walker por sí solo arroja numerosas dudas sobre la
legitimidad de cualquier cosa que pudiera parecerse remotamente a un móvil por
parte de su único hijo».

¿Cómo que su único hijo? Reyes tenía una hermana.
«Las circunstancias que rodean su muerte son tan transparentes como yo»,
añadió Eichmann.
Farrow, que antes de su arresto había asistido a clases nocturnas con un
número de la seguridad social falso para obtener nada menos que un graduado en
leyes, permaneció impasible y con la cabeza gacha cuando se leyó el veredicto.

Se me cayó el alma a los pies al imaginarme a Reyes de pie en la sala del
tribunal, a la espera de que lo juzgaran, de que lo declararan culpable o inocente.
Me pregunté qué habría sentido, cómo habría afrontado la decisión.
—El misterio de Reyes Farrow aumenta a cada minuto que pasa —comenté.
La prometida de Walker estaba, a falta de una definición mejor, llena de
mierda. Los niños maltratados rara vez atacaban a sus maltratadores, y mucho
menos los amenazaban. Y las mujeres no se enamoraban en secreto de alguien a
quien consideraban capaces de matarlas en cualquier momento.
—Culpable de asesinato, Charley.
—¿Sabes cuánta gente está en prisión por crímenes que no ha cometido?
—¿Crees que Reyes es inocente?
Ni en sueños.
—Tengo que verlo personalmente para estar segura.
Unió las cejas en un ceño.
—¿Eso forma parte de tu habilidad?
En realidad, nunca me había parado a pensarlo.
—Sí, supongo que sí —respondí—. Siempre olvido que nadie ve lo que yo
veo.
—Hablando de eso, ¿no me has dicho que has vuelto a verlo esta noche? ¿Te
referías a Reyes?

—Ah, es verdad. —Me enderecé, pero volví a encogerme a causa del dolor.
Me acurruqué de nuevo en la silla mientras me preguntaba por dónde debía
empezar. Lo mejor era desembucharlo todo; airear mis trapos sucios, por decirlo
de alguna manera—. ¿Sabes? Hay ciertas cosas que nunca te he contado, pero solo
porque no quería que tuvieses que acudir a un terapeuta.
Cookie se echó a reír.
—Sí, pero sabes que puedes contarme cualquier cosa.
—Ya, bueno, pues me alegro, porque estás a punto de recibir un curso
acelerado sobre cosas siniestras. Estoy perdida.
—¿No lo estás siempre? —dijo con un brillo malicioso en los ojos.
—Muy graciosa. No hablo de mi habitual estado de confusión. Esto es
distinto.
—¿Es distinto al caos absoluto? —Al ver que la miraba con fingido enfado,
se removió en su silla y añadió—: Vale, cuentas con toda mi atención.
No obstante, me había quedado atrapada en lo del caos absoluto. Cookie
tenía razón. Mi vida solo tenía dos marchas: punto muerto y quinta; y avanzaba
entre el tráfico sin pensar mucho en los coches de alrededor o en el posible destino.
—Avanzo a trompicones por la vida, ¿verdad?
—Bueno, sí, pero eso no está mal —dijo al tiempo que hacía un gesto
indiferente.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Todos avanzamos a trompicones por la vida, por si no lo
sabías.
—Aun así, todo este rollo de ser un ángel de la muerte debería venir con un
manual de instrucciones. O con algún diagrama. Me bastaría con un diagrama de
movimientos.
—Sí, tienes razón —dijo Cookie—. Uno de esos con flechitas de colores, ¿eh?
—Y con preguntas sencillas de respuestas sí o no. Como por ejemplo: «¿Te
ha visitado hoy la encarnación de la muerte? Si no es así, adelántate hasta el paso

diez. Si es así, déjalo ya, porque estás jodida, guapa. Puedes irte a casa. Y respira
hondo, porque va a dolerte. Tal vez quieras telefonear a una amiga, decirle que ya
puede despedirse de ti...»
Me di cuenta de que Cookie ya no realizaba sus típicos asentimientos
comprensivos. Contemplé su rostro, que se había quedado pálido de repente.
Estaba bastante bonita. La palidez resaltaba el tono azul de sus ojos.
—¿Cookie?
Iba a comprobar si tenía pulso cuando la oí susurrar.
—¿La encarnación de la muerte? —preguntó.
Ay.
—Ah, eso —dije con un gesto despreocupado de la mano—. En realidad él
no es la encarnación de la muerte. Solo se parece a la encarnación de la muerte.
Aunque bien pensado, se parece mucho. —Alcé la vista hacia el techo mientras
pensaba y decidí pasar por alto las telarañas que había en los focos—. Se parece
bastante a un ángel de la muerte, ¿sabes? Pero el ángel de la muerte soy yo, y no se
parece en nada a mí. Si no supiera qué aspecto tienen los ángeles de la muerte (y
debo reconocer que nunca he conocido a ninguno aparte de mí), me lo imaginaría
igual que él. —Volví a mirarla—. Sí. Lo de la encarnación de la muerte le pega
mucho.
—¿La encarnación de la muerte? ¿Eso existe de verdad?
Quizá estuviera enfocando mal todo aquello.
—No, en realidad no es la muerte. Está bastante bueno, supongo, en cierto
modo aterrador. —Cookie palideció aún más. Maldición—. Si al final tienes que
acudir a un terapeuta, ¿tendré que pagarlo yo?
—No —dijo al tiempo que se cruzaba de brazos, fingiendo tenerlo todo bajo
control—. Estoy bien. Es que me has pillado desprevenida, eso es todo. —Levantó
la mano y agitó los dedos—. Continúa. Podré aguantarlo.
—¿Me lo juras? —pregunté con recelo al ver el tono azulado que rodeaba
sus labios.
—Te lo juro. Un curso acelerado. Estoy lista.

Cuando se aferró a los brazos de la silla como si se preparara para un ataque
aéreo, mis dudas regresaron. ¿Qué demonios estaba haciendo, además de aterrarla
de por vida?
—No puedo hacer esto —dije después de replantearme la decisión de
contarle todo lo ocurrido con el Malo Malísimo en el almacén para que me diera su
opinión al respecto. No podía hacerle eso a Cookie—. Lo siento. Nunca debería
haberte mencionado nada de esto.
Ella apartó las manos de los brazos de la silla y me miró con un brillo de
determinación en los ojos.
—Charley, puedes contármelo todo. Te prometo que no me dejaré llevar por
el pánico delante de ti otra vez. —Al ver que la miraba con absoluto escepticismo,
aclaró—: Te prometo que intentaré no dejarme llevar por el pánico delante de ti
otra vez.
—No es culpa tuya —dije al tiempo que agachaba la cabeza—. Hay cosas
que es mejor que la gente no sepa. No puedo creer que haya estado a punto de
hacerte algo así. Te pido disculpas.
Una de las consecuencias de ser sincera con la gente cercana a mí era el
efecto que eso tenía en su mente. Había descubierto mucho tiempo atrás que me
dolía que la gente no me creyera, sí, pero cuando lo hacían, sus vidas cambiaban
para siempre. Nunca volvían a ver el mundo de la misma forma. Y semejante
perspectiva podía resultar devastadora. Elegía con mucho cuidado a quién le
contaba las cosas. Y solo le había hablado a una persona en el mundo sobre el Malo
Malísimo, una decisión de la que me había arrepentido desde entonces.
Cookie se sentó al borde de la silla y clavó la mirada en su taza de café.
—¿Recuerdas la primera vez que me dijiste lo que eras?
Lo pensé un momento.
—A duras penas. Por si no lo recuerdas, para entonces ya me había tomado
mi tercer margarita.
—¿Te acuerdas de lo que dijiste?
—Mmm... Tercer margarita.
—Dijiste, y cito literalmente: «Cookie, soy el ángel de la muerte».

—¿Y me creíste? —pregunté incrédula.
—Sí —aseguró ella, que se animó de repente—. Sin el menor rastro de duda.
A esas alturas, ya había visto demasiadas cosas para no creerte. ¿Qué podrías
contarme ahora que sonara peor que aquello?
—Te sorprenderías —señalé, evasiva.
—¿Tan malo es? —preguntó con recelo.
—No es que sea tan malo —expliqué en un intento por permitirle conservar
algo de su inocencia y su cordura—, tan solo algo menos creíble, quizá.
—Ah, ya. Es que hoy en día hay un ángel de la muerte en cada esquina,
¿no?
Tenía razón. Sin embargo, la mayoría de las veces mis habilidades solo
servían para meterme en problemas y para arrebatarme a la gente en quien creía
que podía confiar. Aquellos hechos por sí solos me hicieron titubear, sin importar
el alto concepto que tenía de Cookie. ¿En qué estaba pensando? A veces me
alucinaba mi propio egoísmo.
—Cuando estaba en el instituto —le dije, dispuesta a comenzar el discursito
de «Es por tu propio bien»—, le conté demasiadas cosas a mi mejor amiga. Nuestra
amistad acabó mal a causa de ello. No quiero que nos ocurra lo mismo.
No podía culpar de todo a Jessica. Las experiencias previas y mi habilidad
para interpretar a la gente deberían haber evitado que le contara a mi ex mejor
amiga más de lo que podía soportar. Aun así, su súbito y absoluto desprecio por
todo lo relacionado con Charley Davidson fue un golpe difícil de encajar. No
entendía a qué venía tanta hostilidad. En un momento éramos amigas íntimas y al
siguiente, enemigas mortales. Fue un revés tremendo. Todavía pensaba en ello a
menudo, aunque años después me di cuenta de que ella solo estaba aterrada. La
aterraba lo que yo podía hacer. Lo que había ahí fuera. Lo que mis habilidades
significaban en el gran esquema de las cosas. Sin embargo, en aquel entonces me
sentí destrozada. Traicionada, una vez más, por alguien a quien quería. Por
alguien que creí que me quería.
Entre la traición de Jessica y la indiferencia de mi madrastra, me hundí en
una depresión. La oculté bien con sarcasmos e insolencias, pero el incidente
desencadenó un ciclo de comportamiento autodestructivo del que tardé años en
salir.

Por extraño que parezca, fue Reyes quien me sacó de la depresión. Su
situación me hizo apreciar lo que tenía, a saber: un padre que no me daba palizas
por el mero placer de hacerlo. Tenía un padre que me amaba, un lujo del que Reyes
carecía. Aun así, él no se hundía en la autocompasión. Su vida era mil veces peor
que la mía, pero no se compadecía de sí mismo. A juzgar por lo que yo había visto,
al menos. Así pues, decidí poner fin a mi pequeña fiesta autocompasiva.
Confiar en los demás, no obstante, era un asunto mucho más espinoso. Para
empezar, confiar en los vivos nunca había sido mi punto fuerte. Sin embargo, ahí
estaba Cookie. La mejor amiga que había tenido jamás. Ella lo había aceptado todo
sin mostrar dudas o desprecio, y sin pensar de inmediato en posibles ganancias
económicas.
—¿Y crees que no seré capaz de soportar lo que tengas que decirme?
—No, no es eso. Si hay alguien que pueda soportarlo, eres tú. Lo que no sé
es si quiero hacerte algo así. —Coloqué una mano sobre su brazo, deseando que lo
entendiera—. A veces es mejor no saber.
Después de un largo silencio, recogió los documentos con una pequeña
sonrisa.
—Tus habilidades forman parte de ti, Charley; son parte de la persona que
eres. Creo que no podrías decirme nada que cambiara mi forma de verte.
—No es tu forma de verme lo que me preocupa.
—Es tarde —dijo al tiempo que metía los papeles en un archivador—, y
deberías irte a la cama.
¿Había herido sus sentimientos? ¿Pensaba que no quería que lo supiera?
Compartir todos los aspectos de mi vida con una mejor amiga de absoluta
confianza sería para mí como encontrar el caldero de enchilada verde al otro lado
del arcoíris. ¿Me atrevía a hacerlo? ¿Estaba a dispuesta a arriesgar una de las
mejores cosas que me habían pasado en la vida?
Era tarde, pero por más maravillosa que me pareciera la idea de sumirme en
la inconsciencia, la posibilidad de contarle todo a Cookie (de decirle la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad), inyectó una dosis de adrenalina en mi
torrente sanguíneo. Sería muy agradable tener a alguien con quien contar, una
confidente, una compañera de armas y de gomina, a pesar de que eran casi las dos
de la madrugada y estaba exhausta, dolorida y casi comatosa. Solo me quedaba

rezar porque la cosa no se nos fuera de las manos. Ya lo había intentado una vez. Y
no había sido agradable.
Quizá mereciera la pena arriesgarse. Solo aquella vez. Tal vez Cookie lo
asimilara todo sin problemas y siguiera tan cuerda como hasta el momento. Lo
cual no era decir mucho.
Deslicé un dedo por el borde de mi taza de café, incapaz de enfrentar su
mirada. Estaba a punto de cambiar su vida para siempre. Y no necesariamente
para mejor.
—Es como humo —dije, y noté que se quedaba inmóvil a mi lado—. Y es
poderoso. Puedo sentir las oleadas de poder que irradia. Cuando está cerca me
debilita, como si absorbiera una parte de mí.
Se sentó en silencio durante unos momentos, desconcertada, y luego volvió
a dejar los papeles sobre el escritorio. Mi amiga acababa de atravesar un cisma, un
intersticio entre dos mundos que muy pocas personas conocían. A partir de aquel
momento, Cookie Kowalski nunca volvería a ser la misma.
—¿Y fue a él a quien viste hoy? —preguntó.
—En el almacén, sí. Pero también esta mañana, cuando Reyes apareció en la
oficina.
—¿Ese ser estaba allí?
—No. Comienzo a pensar que Reyes y él son el mismo tipo de entidad. Pero
Reyes es real, un ser humano, y luego está el hecho de que últimamente no paro de
ver borrones, y tengo orgasmos increíbles en sueños, y luego apareció en la
ducha...
—¿En la ducha?
—Y me llamó Holandesa el día que nací, igual que Reyes, solo que Reyes
era demasiado joven para estar presente cuando nací. Además, ¿cómo lo sabía?
¿Cómo sabía el Malo Malísimo que Reyes me llamaría eso quince años después?
Cookie me arrebató de las manos la taza de café y la dejó encima del
escritorio.
—Se acabó la cafeína.

—Lo siento —dije al tiempo que intentaba reprimir una sonrisa
avergonzada.
—Deberíamos empezar por el principio. —Me dio unas palmaditas en el
brazo para infundirme ánimos—. A menos que quieras comenzar por la escenita
de la ducha.
—Hay muchas cosas que nunca te he contado, Cookie. Demasiadas para
asimilarlo todo.
—Tú sí que eres demasiado, Charley.
Me eché a reír, cogí mi taza de nuevo y apuré lo que quedaba de café.
—¿Cuándo fue la primera vez que viste a ese ser?
—El día que nací. —¿Acaso no me escuchaba?—. Esa fue la primera vez que
vi al Malo Malísimo —le dije, añadiendo comillas con los dedos para darle más
dramatismo.
—El Malo...
—Él es el humo. Es la criatura-barra-monstruo que aparece en las ocasiones
más extrañas. Casi siempre cuando mi vida corre peligro. Deberíamos hacer
palomitas.
Cookie se sentó al borde de la silla.
—¿Y estaba presente el día que naciste?
—Sí. Lo llamé «Malo Malísimo» porque «Criatura Serpenteante Descomunal
que me da un Miedo de Muerte» era demasiado largo.
Cookie asintió con la cabeza, fascinada por el cariz que tomaba mi historia,
consciente de que mis secretos eran algo más fuertes que el típico cuento de
mi-tía-tiene-un-fantasmaen-el-ático. Mi historia no era de las que se cuentan junto
a las hogueras o en las fiestas de pijama. Lo cual podría explicar la escasez de
invitaciones que recibía de niña.
—Sea quien sea, como ya he dicho, estaba allí el día que nací.
Mi amiga sostuvo la taza a medio camino entre la mesa y su boca,
intentando con todas sus fuerzas no empezar a babear. Fue en aquel momento

cuando me di cuenta de lo mucho que deseaba saber más. De lo mucho que mi
silencio la había afectado.
—Bueno, ¿y eso cómo lo sabes? —preguntó con el ceño fruncido—. ¿Te lo
ha contado alguien?
—¿Contarme el qué? —Mi taza de café era muy bonita. Tenía un dibujo de
un lirio tigre, mi flor favorita. Me dediqué a observarla en un intento por mantener
la vista alejada de Reyes.
—Que esa criatura enorme y malvada estaba allí cuando naciste.
—¿Qué? —¿De qué demonios estaba hablando? Quizá me hubiera quedado
dormida sin darme cuenta, después de todo.
—¿Cómo sabes que estaba presente cuando naciste?
Ah, eso. Ella tampoco conocía aquella parte.
—Recuerdo casi todo lo ocurrido desde el primer día.
—¿El primer día?
Asentí con la cabeza, y luego me fijé por primera vez en que uno de los
pétalos del lirio tigre llegaba casi hasta el borde de la taza.
—¿El primer día de qué? ¿De la escuela primaria? ¿De la Operación
Tormenta del Desierto? ¿De tu ciclo menstrual? —Soltó un silbido, como si de
pronto lo entendiera todo—. ¡Eso es! Todo empezó el día que tuviste la regla por
primera vez. Es algo hormonal, ¿verdad? ¿Fue entonces cuando lo descubriste
todo?
Sonreí. Era muy graciosa.
—El primer día de mi vida. De mi existencia. De mi presencia en la tierra.
—Me he perdido.
—El día en que nací —dije al tiempo que ponía los ojos en blanco. Cookie no
solía ser tan lenta de entendederas.
Guardó un silencio perplejo después de eso. Me resultó de lo más extraño.
—Lo sé. Todo el mundo se queda a cuadros. —Tras deslizar el dedo a lo

largo del pétalo naranja más brillante, añadí—: Al parecer, es bastante raro que la
gente recuerde el día que nació. —Los pétalos se abrían en una explosión de color,
y eran más oscuros en la parte central, como si aquel fuera su punto más
vulnerable.
—¿Raro? —preguntó en cuanto recuperó el habla—. ¿En serio? Prueba
mejor con inexistente.
—Bueno, dejémoslo en peculiar. —Recorrí el siguiente pétalo—. Lo
recuerdo como si fuera ayer. Aunque la verdad es que todo lo que ocurrió ayer
resulta bastante confuso.
Cuando se me acabaron los pétalos, mis ojos vagaron de nuevo hasta la
imagen de Reyes. El dolor y la furia de su expresión eran casi palpables. Y el color
de sus ojos, aquel castaño rico y profundo, se volvía más oscuro a medida que se
acercaba a la parte central, la parte más vulnerable.
—Dios mío, Charley, ¿recuerdas el día que naciste?
—Lo recuerdo a él.
—¿Al tipo grande y malo?
—Al Malo Malísimo. Y también recuerdo otras cosas, como por ejemplo que
el médico me cortó el cordón umbilical y que las enfermeras me asearon.
Cookie se reclinó en la silla, atónita.
—Dijo mi nombre. Al menos, el que yo creí que era mi nombre.
Respiró hondo al comprender lo que quería decir.
—Te llamó Holandesa.
—Sí. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo podía saberlo?
—Cielo, todavía estoy alucinando con lo de que recuerdes el día de tu
nacimiento.
—Es verdad. Lo siento. Pero ¿podrías darte un poco de prisa y asimilarlo
ya? Tengo algunas preguntas que hacerte.
Su expresión se tornó indecisa.

—¿Tienes alguna otra perla desconcertante que contarme?
—En realidad no —le dije al tiempo que me encogía de hombros—. A
menos que se tenga en cuenta el hecho de que entiendo todos los idiomas
conocidos desde el día de mi nacimiento. Es algo que probablemente sea digno de
mención.
Estaba cansada, así que no podía estar del todo segura, pero me dio la
impresión de que Cookie se había quedado pasmada.


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Mensaje por mariateresa Vie 22 Sep - 16:47

chicas cuenteme....que piensan de Cookie y de la familia de Charlie??


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Tatine Vie 22 Sep - 22:25

Gracias. Me gusta Cookie y el tío de Charlie a pesar de todo se nota que se preocupa por ella
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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Veritoj.vacio Sáb 23 Sep - 0:20

adoro a Cookie, por eso dicen que los amigos son la familia que escogemos, la madrastra, no se porque viene tanto odio, la hermana todavia estoy indecisa


Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Frima-10Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 J2nFQltLectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 QDlmKeFLectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Firrma10]Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 BCXflUf
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Mensaje por mariateresa Sáb 23 Sep - 17:37

10


No temas al ángel de la muerte.
Solo sé muy, muy cuidadoso con ella.
CHARLOTTE JEAN DAVIDSON


—Y entonces miré hacia arriba y allí estaba.
Cookie sujetaba una palomita contra sus labios mientras me escuchaba con
los ojos abiertos de par en par a causa del asombro. O, quizá, a causa de un miedo
primitivo y horripilante. Resultaba difícil saberlo.
—El Malo Malísimo —dijo.
—Sí, pero puedes llamarlo Malo para abreviar. Estaba allí de pie,
mirándome, y yo estaba desnuda y cubierta de placenta, aunque en realidad de eso
no me di cuenta hasta después. Solo recuerdo que él me fascinaba. Parecía estar en
un constante estado de movimientos fluidos.
—Como el humo.
—Como el humo —repetí mientras le arrebataba el bocadito mantequilloso
de los labios y me lo metía en la boca—. Si te duermes, pierdes bocado, chica.
—¿Recuerdas algo antes de él? —inquirió mientras estiraba el brazo para
coger otra palomita, que al igual que antes, sujetó contra sus labios. Intenté no
soltar una carcajada para no romper el hechizo.
—No mucho. Quiero decir que no recuerdo cómo me concibieron ni nada de
eso. Y doy gracias a los dioses, porque sería asqueroso. Solo me acuerdo de lo que
vino después. Y todo está bastante confuso. Salvo él. Y mi madre.
—Espera —dijo al tiempo que levantaba un dedo—, ¿tu madre? Pero tu
madre murió el día que naciste. ¿La recuerdas?
Esbocé una sonrisa lánguida.

—Era tan hermosa, Cookie. Fue mi primer... bueno, mi primer cliente.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. Cruzó a través de mí. Era todo luz, calidez y amor incondicional. En
aquel momento no lo entendí, pero me dijo que la hacía feliz haber renunciado a su
vida para que yo pudiera vivir la mía. Hizo que me sintiera calmada y querida;
algo muy de agradecer, porque el Malo me asustaba bastante.
Cookie perdió la mirada en un punto distante mientras procesaba lo que le
había dicho.
—Eso es... Eso es...
—Imposible de creer, lo sé.
—Alucinante. —Me miró a los ojos.
El alivio inundó todo mi cuerpo. Debería haber sabido que ella me creería.
Pero la gente con la que había crecido, las personas más próximas a mí, nunca
había creído lo del día que nací.
—Así que en cierto modo conociste a tu madre, ¿no?
—Sí. —Y mientras crecía, me di cuenta de que aquello era mucho más de lo
que tenían otros niños. Siempre estaría agradecida por aquellos breves momentos
que compartimos.
—¿Y conoces todos los idiomas que se han hablado alguna vez sobre la
tierra?
—Todos y cada uno de ellos —contesté, contenta con el cambio de tema.
—¿Incluso el parsi?
—Incluso el parsi —aseguré con una sonrisa.
—¡Ay, Dios santo! —dijo casi a voz en grito. En aquel instante debió de
acordarse de algo, porque sus rasgos cambiaron, se oscurecieron, y luego me
apuntó con el dedo índice de manera acusadora—. Lo sabía. Sabía que habías
entendido lo que aquel hombre vietnamita me dijo en el supermercado. Pude verlo
en tus ojos.
Sonreí y volví a contemplar la imagen de Reyes.

—Dijo que le gustaba tu culo.
Ahogó una exclamación.
—¡Vaya! Menudo pervertido...
—Dijo que le habías puesto cachondo.
—Es una lástima que fuese lo bastante pequeño como para caberme en el
canalillo.
—Creo que por eso le gustabas —dije antes de soltar una carcajada.
Cookie permaneció en silencio un buen rato después de eso. Le concedí
tiempo para asimilar todo lo que le había dicho.
—¿Cómo es posible algo así? —preguntó al final.
—Bueno —dije, tras decidir que iba a tomarle el pelo—, en realidad no creo
que te hubiera cabido en el canalillo. Aunque estoy segura de que a él le habría
encantado hacer la prueba.
—No, me refiero a lo de los idiomas. Es algo...
—¿Increíblemente genial? —inquirí con voz esperanzada.
—Abrumador.
—Ah. Sí, supongo que sí.
—¿Y entendías lo que te decía la gente el día que naciste?
Arrugué la nariz mientras lo pensaba.
—Más o menos, pero no literalmente. No tenía esquemas ni un pasado con
el que relacionar las palabras. No podía asociarlas a ningún significado. Cuando la
gente me hablaba, entendía a un nivel visceral. Por extraño que parezca, empecé a
andar, a hablar y a todo lo demás a la misma edad que los demás niños. Pero
cuando alguien me hablaba, lo entendía. Sin importar en qué idioma me hablase.
Sabía lo que me estaban diciendo.
Cuando saltó el salvapantallas, moví el ratón para recuperar la imagen de
Reyes.

—Incluso entendí las primeras palabras que me dijo mi padre —añadí,
aunque hice cuanto pude por disimular la tristeza de mi voz—. Al menos la mayor
parte. Me dijo que mi madre había muerto.
Cookie negó con la cabeza.
—Lo siento muchísimo.
—Creo que mi padre lo sabía. Creo que sabía que yo entendía lo que me
decía. Era nuestro pequeño secreto. —Cogí un puñado de palomitas y me lancé
una a la boca—. Luego se casó con mi madrastra y todo cambió. Ella descubrió
enseguida que yo era un bicho raro. Todo empezó cuando me enganché a las
telenovelas mexicanas.
—Tú no eres un bicho raro, Charley.
—No pasa nada. No puedo culparla.
—Sí, sí que puedes —dijo, y su voz tenía de repente un matiz afilado como
una chuchilla—. Yo también soy madre. Las madres no hacen eso, aunque sean
madres adoptivas.
—Ya, pero Amber no nació siendo un ángel de la muerte.
—Eso da igual. Es tu madrastra. Punto. Y tú no eres una asesina en serie ni
nada de eso.
Dios, me encantaba tener a alguien de mi parte. Mi padre siempre me había
querido sin reservas, pero nunca me había respaldado de aquel modo. Creo que
Cookie se habría enfrentado sola a la mafia para defenderme. Y habría ganado.
—Bueno, ¿entonces ya te llamó Holandesa el día que naciste?
—Sí.
—¿Y eso fue antes o después de que tu madre cruzara a través de ti?
—Después, pero no lo entiendo. ¿Cómo lo sabía? Hasta esta noche, nunca
me había dado cuenta de que el Malo no me llamó por mi verdadero nombre aquel
día. No me llamó Charlotte. Me llamó Holandesa, Cookie, igual que hizo Reyes
cuando iba al instituto. ¿Cómo lo sabía? —Mi mente comenzó a dar vueltas en un
intento desesperado por encajar las piezas.

—Vale, deja que te pregunte una cosa —dijo ella, con la frente llena de
arrugas pensativas—. La primera vez que viste a Reyes, ¿notaste algo inusual en
él?
—¿Aparte de que estaba recibiendo una paliza de manos de un padre
psicópata?
—Sí.
Tomé una honda bocanada de aire y me puse a pensarlo.
—¿Sabes? Es posible que notara algo raro en él sin darme cuenta. Lo que
quiero decir es que quizá hubiera algo diferente, algo sobrenatural, pero lo
achaqué a la adrenalina que corría por mis venas. Era un chico magnífico.
Hermoso, ágil y perfecto.
—Por tu forma de describirlo, se diría que Reyes podría ser alguna clase de
criatura sobrenatural. El hecho de que recibiera una paliza semejante y se quedara
tan ancho, como te pasa a ti, me tiene intrigada.
—Nunca lo había visto de esa manera. —Mientras pensaba en aquella
noche, en aquellos recuerdos inquietantes y fascinantes a un tiempo, Reyes
reapareció en mi mente—. ¿Sabes una cosa? —pregunté al darme cuenta—. Él era
diferente. Era, no sé, siniestro. Impredecible.
—En mi opinión, eso podría considerarse sobrenatural, sí.
De no haber estado tan cansada, me habría echado a reír.
—¿De repente eres una experta?
—En lo que se refiere a lo siniestro y atractivo, sí, desde luego.
Aquella vez, me eché a reír.
—Bueno, ¿cuántas veces has visto al Malo? —me preguntó. Por lo visto,
había aceptado sin problemas todo lo que le había contado. Y eso era bueno.
Provechoso. Mucho más barato que un terapeuta.
—No muchas.
—Vale, ¿y qué ocurrió cuando lo viste?
Cogí mi taza y di un sorbo del chocolate caliente que Cookie me había

preparado después de insistir en que lo necesitaba mucho más que el café.
Me colocó una mano sobre el hombro y me miró con expresión perspicaz.
—En el parque. Con la niña Johnson.
Cuando dejé la taza, intenté hacerlo con un gesto lo más despreocupado
posible. Pensar en el incidente de la niña Johnson era como deslizar un dedo sobre
una zona en carne viva. Solo pretendía ayudar a una madre a salir del agujero de
desesperación en el que se había hundido cuando su hija desapareció. Pero en
lugar de ayudar, causé un escándalo; un escándalo que mi madrastra consideró la
gota que colmaba el vaso. Desde aquel día me dio la espalda y nunca volvió la
vista atrás.
De modo que sí, el incidente era un punto doloroso en mi mente, pero los
tenía peores. Tenía heridas abiertas que se negaban a curarse, y Cookie conocía
muy pocas de aquellas heridas.
—Sí —dije, alzando la barbilla—. En el parque. Aquella fue la tercera vez
que lo vi.
—Pero tu vida no estaba en peligro. ¿O sí?
—En absoluto, pero tal vez él creyera que lo estaba. Estaba cabreadísimo, y
creo que se debía a que mi madrastra me estaba gritando delante de toda aquella
gente. —Agaché la cabeza al recordarlo—. Y me dio una bofetada. Fue bastante
horrible. —Miré a Cookie a los ojos, deseando de pronto que mi amiga
comprendiese el miedo que le tenía a aquel ser—. Creí que iba a matarla. Él
temblaba de furia. Lo sentí; sentí algo así como una corriente eléctrica sobre la piel.
Mientras mi madrastra me reprendía a gritos delante de media ciudad, le supliqué
en susurros que no le hiciera daño.
Cookie apretó los labios en un gesto compasivo.
—Charley, lo siento muchísimo.
—No pasa nada. Lo cierto es que no sé por qué me asusta tanto ese ser. No
puedo creer lo gallina que soy a veces.
—También siento que te asuste, pero me refería a lo de tu madrastra.
—Ah, pues no lo sientas —dije al tiempo que negaba con la cabeza—.
Aquello fue por mi culpa.

—Tenías cinco años.
Tragué saliva con fuerza y me incliné hacia ella.
—No sabes lo que hice —le dije.
—A menos que le echaras gasolina por encima y le prendieras fuego a esa
mujer, no entiendo su reacción.
Esbocé una sonrisa torcida.
—Puedo asegurarte que ningún derivado petrolífero salió dañado en la
creación de aquella película.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué pasó con el Malo?
—Creo que me oyó. Se marchó, pero no le hizo ninguna gracia.
Cookie asintió de manera comprensiva.
—Y apostaría a que otra de las veces que apareció fue cuando estabas en la
facultad —señaló.
—Vaya, eres muy buena.
—Me contaste que te atacaron una noche, cuando regresabas a casa después
de la última clase, pero no me dijiste que él había aparecido.
—Pues sí, apareció. Me salvó, igual que cuando tenía cuatro años.
El rostro de Cookie era todo asombro.
—¿Cuatro? ¿Qué ocurrió cuando tenías cuatro años? Espera, espera, ¿te
salvó cuando te atacaron en la facultad? ¿Cómo? —preguntó, soltando las
preguntas según las pensaba.
Fue entonces cuando comprendí que mi descripción del Malo Malísimo la
había llevado a creer que era... pues eso, malo malísimo. Y lo era. Más o menos.
Con todo, no podía contarle cómo me había salvado. No podía hacerle eso.
No hasta que supiera que podría soportarlo.
—Él... apartó al tipo de mí.

—Ay, Dios, Charley. Supongo que no me di cuenta... Bueno, lo contaste
como si fuera algo sin importancia. ¿Tu vida corrió peligro?
—Quizá un poco —repliqué con un gesto de indiferencia—. Había una
navaja automática implicada. Ni siquiera estaba al tanto de que siguieran
fabricando esas cosas. ¿No son ilegales?
—Aparece cuando tu vida corre peligro —repitió con aire pensativo—, ¿y te
salvó cuando tenías cuatro años? ¿Qué te ocurrió a esa edad?
Me removí en la silla, aunque estaba tan dolorida que lo logré a duras
penas.
—Bueno, podría considerarse un secuestro, aunque fue más un alejamiento
que un secuestro.
Cookie se llevó la mano a la boca para contener un grito.
—Dios, todo esto suena más horrible cuando se pronuncia en voz alta
—protesté—. Lloriqueo más que los góticos en los blogs. En realidad no fue tan
malo. Lo cierto es que tuve una infancia bastante feliz. Tenía un montón de amigos.
Aunque casi todos estaban muertos, la verdad.
—Charley Jean Davidson —dijo Cookie a modo de advertencia—. No
puedes utilizar la palabra «secuestro» en una frase sin explicarte después.
—Está bien, si de verdad quieres saberlo... Pero te adelanto que no te
gustará.
—De verdad quiero saberlo.
Solté un largo y profundo suspiro antes de continuar.
—Ocurrió aquí —dije.
—¿Aquí? ¿En Albuquerque?
—Aquí, en este edificio. Cuando tenía cuatro años.
—¿Has vivido antes en este edificio?
De pronto me sentí como si estuviera en una sesión de terapia y todas las
cosas que me habían sucedido en el pasado, tanto las buenas como las malas,
empezaran a rezumar por una herida abierta.

Sin embargo, lo que me había ocurrido en aquel edificio era lo peor de todo.
Recordaba muy bien el cuchillo dentro de mi carne, tan enterrado en mi interior
que llegué a creer que jamás podría sacarlo del todo. Al menos, no sin cantidades
ingentes de anestesia.
—No —respondí antes de dar otro sorbo. Paladeé el sabroso chocolate
caliente antes de tragármelo—. Nunca había vivido aquí antes. Pero incluso antes
de que mi padre lo comprara, el bar ya era un lugar frecuentado por polis. Me
llevaba allí de vez en cuando, sobre todo cuando se celebraban fiestas de
cumpleaños y cosas por el estilo. Y en ocasiones debía charlar con su compañero,
ya que aquellos eran los años ochenta A.C. —Al ver que Cookie alzaba las cejas en
un gesto interrogativo, añadí—: Antes de las Células.
—Ah, claro.
—Una de esas veces, mi madrastra se había enfadado conmigo porque le
había dicho que su padre había muerto y había cruzado a través de mí para que
pudiera transmitirle un mensaje. Ella todavía no sabía que había muerto y se puso
furiosa; se negó a escucharme. Nunca me dejó entregarle el mensaje. De todas
formas, yo no entendí el significado de aquel mensaje. Se trataba de algo sobre
toallas azules.
—¿No quiso escucharte? ¿Ni siquiera cuando se enteró de que era cierto que
su padre había muerto?
—Desde luego que no. En aquella época, Denise era anti
todo-lo-relacionado-con-la-muerte.
Cookie respiró hondo, como si intentara tranquilizarse.
—Esa mujer nunca deja de asombrarme.
—Deberías probar su asado de carne. Es de los que hacen que crezca pelo en
el pecho.
Se echó a reír por lo bajo.
—Ya tengo bastante pelo del que encargarme, gracias. Paso de una noche en
familia con los Davidson.
Me encogí de hombros.
—Tú te lo pierdes.

—Bueno, tenías cuatro años. Sigue.
Qué insistente.
—Sí. Cuatro. Bueno, mis sentimientos estaban heridos, como de costumbre,
y cuando llegamos al bar donde mi padre se estaba tomando una cerveza, Denise
me dejó en el banco que había junto a la cocina para contarle a papá lo que le había
dicho. Me encantaba estar en la cocina, pero estaba enfadada y herida, así que
decidí marcharme. Cuando el señor Dunlop, el cocinero, no miraba, me escabullí
por la parte de atrás.
—¿Una niña de cuatro años sola de noche en el centro de la ciudad? La peor
pesadilla de un padre.
—Sí, ya. Supuse que eso le daría una lección a mi madrastra —le dije—. No
era la niña de cuatro años más lista del centro de la ciudad. Por supuesto, en el
instante en que salí, cambié de opinión. No es que estuviese asustada. No me
asusto como la mayoría de la gente. Solo estaba... alerta. Sin embargo, antes de que
pudiera regresar dentro, un hombre súper agradable ataviado con una gabardina
se ofreció a ayudarme a encontrar a mi madrastra. Por extraño que parezca, en
lugar de entrar en el bar donde yo sabía que ella estaba, vinimos a este edificio.
—Ay, cielo —susurró Cookie con tono desesperado.
—Pero no llegó a ocurrir gran cosa —dije fingiendo indiferencia—. Como ya
te he dicho, el Malo me salvó. —En un intento por restarle importancia a un asunto
tan siniestro, añadí—: Ahora que lo pienso, creo que aquel hombre nunca tuvo
intenciones de ayudarme a encontrar a mi madrastra.
Cookie estiró los brazos para darme un enorme y largo abrazo. Un abrazo
que me hizo pensar en las hogueras cálidas de las noches de invierno. Y, por algún
motivo, también en los malvaviscos a la brasa.
—No... puedo... respirar —murmuré después de lo que me parecieron una
hora y veintisiete minutos.
Se echó hacia atrás con el ceño fruncido en un gesto pensativo.
—¿Me lo parece a mí o el hecho de que vivas en el mismo edificio en el que
fuiste secuestrada resulta un poco morboso?
—Mmm. Te lo parece a ti —le dije, dejando a un lado todo lo macabro y
desagradable del incidente.

Me alegró muchísimo que no quisiera saber más detalles. Los detalles
siempre lo estropeaban todo, y no podía permitirme el lujo de estropearme más en
aquellos momentos.
—Ah —dije al recordar otro asunto—. Un chico del instituto intentó
atropellarme con el monovolumen de su padre. El Malo hizo que el vehículo
atravesara el escaparate de una tienda. —El recuerdo me hizo esbozar una sonrisa.
—¿Alguien intentó atropellarte en el instituto? —preguntó Cookie, atónita.
—Solo esa vez —respondí.
Se pellizcó el puente de la nariz antes de formular la siguiente pregunta.
—Entonces, ¿esas son las únicas veces que has visto al Malo?
Conté en silencio con los dedos.
—Sí, las únicas.
—¿Y nuestro trabajo es descubrir qué papel juega Reyes en todo esto?
—Sí otra vez. Deberíamos asar malvaviscos.
—En ese caso, creo que es mi deber —continuó, impertérrita—, como amiga
y confidente, analizar con todo detalle la escenita de la ducha.
Reprimí una carcajada.
—No estoy segura de que la escena de la lucha tenga alguna relevancia en
esto. Me parece más bien, no sé, irrelevante.
—Charley —dijo a modo de advertencia—, desembucha ya si no quieres
morir de forma lenta y agonizante. ¿Quién estaba en la ducha contigo? ¿Reyes? ¿El
Malo Malísimo? Cuéntamelo. Ya.
—Está bien —dije—. Ya sabes que Reyes me llamó «Holandesa» aquella
noche cuando tenía quince años, ¿no es así?
—Sí, lo sé —dijo, impaciente por llegar al momento de la ducha.
—Y estás al tanto de lo del macizorro que se me ha aparecido en sueños
todas las noches este último mes, ¿verdad?

—Verdad —dijo con un leve suspiro.
—Bueno, pues hoy, el Hombre Onírico escribió «Holandesa» en la
condensación que cubría el espejo, y me llamó Holandesa en la ducha.
—Ahora empieza lo bueno. —Se sentó al borde de la silla, pero se quedó
inmóvil al darse cuenta de una cosa—. ¿El Hombre Onírico es Reyes entonces?
—Ahí es donde quería llegar. Esta noche me he dado cuenta de que el Malo
me llamó Holandesa el día que nací.
Cookie frunció el ceño, confundida.
—Bueno, ¿quién estaba en la ducha?
Sonreí y la recorrí con la mirada, súbitamente consciente de lo increíble que
era la mujer que tenía delante.
—¿Sabes? Te he hablado sobre esa criatura enorme y terrible que me sigue y
me salva la vida de vez en cuando, y que recuerdo el día que nací, y que conozco
todos los idiomas existentes, y aun así, no has salido de aquí dando gritos como
una posesa. ¿Cómo puedes creer lo que te digo?
—¿Estás cambiando de tema a propósito? —me preguntó tras una larga
pausa de reflexión.
Solté una carcajada que me dobló en dos.
—¡Para! No me hagas reír. Me duele —le dije a voz en grito mientras me
sujetaba las costillas doloridas.
—Lo siento.
Pero no lo sentía. Era evidente.
—¿Qué descubriste en la prisión? —quise saber mientras volvía a clavar los
ojos llorosos en la pantalla—. ¿Reyes sigue allí? ¿Sigue... con vida?
—Lo único que pudo decirme la agente fue que Reyes todavía aparecía en la
lista de reclusos del registro de la prisión, y que estaba emplazado en la Unidad D.
Pero si quieres que te diga la verdad, creo que no me contó todo lo que sabía.
—Voy a ir mañana.

—¿A la prisión?
—Sí. —Llevé el cursor del ratón hasta los archivos de personal que
mostraban las listas de los responsables de la prisión y resalté la imagen de Neil
Gossett—. Fui al colegio con el subdirector.
—¿En serio? ¿Era amigo o enemigo?
Yo me preguntaba lo mismo.
—Es una pregunta difícil. Creo que si de repente hubiera estallado en llamas
en medio del comedor escolar, él no habría sacrificado su vitamina D para
salvarme, pero estoy casi segura de que después se habría sentido culpable.
—Ay, madre mía —dijo Cookie, que contemplaba con unos ojos como
platos otro de los artículos que tenía en la mano.
Me incliné hacia delante, di un respingo por el dolor que me causó el
movimiento, y luego me quedé inmóvil al leer el último párrafo del artículo.
El tío Bob había sido el detective jefe en el caso contra Reyes. Menuda
mierda.


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Mensaje por mariateresa Sáb 23 Sep - 17:40

Chicas mañana les subo los dos capitulos que tengo atrasados.


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Mensaje por Veritoj.vacio Sáb 23 Sep - 22:53

Gracias Tere, Charley tiene as dones de los que pensaba, y el malo-buenismo siempre esta ahi, pero todavia no logro ver que es


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Mensaje por Tatine Dom 24 Sep - 15:10

gracias, ahora el tío está implicado en el asunto!!!
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Mensaje por mariateresa Dom 24 Sep - 18:02

11


Mi capacidad de atención sería mayor
si no hubiera tantas cosas brillantes
(Camiseta)


Desperté al amanecer, cuando la imperiosa llamada de la naturaleza me
obligó a salir de la cama. Después de la caída, no obstante, me sentía como si
acabara de tomar media botella de whisky.
Después de tropezar con una maceta, aplastarme el dedo meñique del pie
contra la pata de un taburete y darme de bruces contra el marco de la puerta,
llegué al cuarto de baño y repasé mis planes para aquel día con la cabeza como un
bombo. Por suerte, tenía una tendencia minimalista en cuanto a la decoración del
hogar. Si hubiera habido algo más entre el trono de porcelana y yo, tal vez no
hubiese llegado a vivir mi próximo cumpleaños.
Eché una miradita a la camiseta de rugby que llevaba puesta. Se la había
robado a un novio del instituto, un demonio rubio de ojos azules con el pecado en
la sangre. Ya en nuestra primera cita, se había mostrado más interesado en el color
de mi ropa interior que en el de mis ojos. De haberlo sabido de antemano, me
habría puesto el sujetador de color verde. Pero lo más extraño era que no
recordaba haberme puesto aquella camiseta la noche anterior. Ni siquiera
recordaba haberme ido a la cama.
Quizá Cookie me hubiera echado un sedante en el chocolate. Tendría que
hablar con ella más tarde, pero por el momento debía decidir en qué iba a ocupar
el día. ¿Debería dejar a un lado mis responsabilidades con el Departamento de
Policía de Albuquerque e ir a ver a Reyes a prisión? ¿O debería dejarle a Cookie
todas mis responsabilidades con el departamento y luego ir a ver a Reyes a la
prisión?
Se me aceleró el corazón ante la idea de verlo, aunque debía admitir que
estaba un poco preocupada. ¿Y si no me gustaba lo que descubría? ¿Y si era

culpable de verdad? Una parte de mí albergaba la esperanza de que su
encarcelamiento hubiera sido un gran error. De que Reyes hubiera sido acusado
injustamente. De que las evidencias hubieran sido malinterpretadas, o incluso
manipuladas. La negación no era cosa solo de pesimistas.
A juzgar por lo que había averiguado la noche anterior, después de leer un
artículo tras otro sobre el caso (aunque ninguno de ellos procedía de una fuente
fidedigna) y parte de las transcripciones del juicio de Reyes que había conseguido
Cookie, resultaba evidente que las pruebas no eran ni mucho menos convincentes.
Aun así, doce personas lo habían encontrado culpable. Lo más inquietante era que
no se habían mencionado ni una sola vez los maltratos que había sufrido. ¿Acaso
no contaba para nada el hecho de que tu padre estuviera a punto de matarte de
una paliza?
Aunque deseaba volver a dormirme, sabía que no lo conseguiría. Mi mente
funcionaba con demasiada intensidad, a demasiada velocidad. No obstante, tenía
una buena razón para desear volver a la cama y caer en el olvido. Aquella había
sido la primera noche en un mes que Reyes no me había visitado. No se había
colado en mis sueños con sus ojos oscuros y sus cálidas caricias. No había dejado
un reguero de besos a lo largo de mi columna ni había deslizado los dedos entre
mis piernas. Y no podía evitar preguntarme por qué. ¿Había hecho algo malo?
Sentía el corazón vacío. Me había vuelto adicta a sus visitas nocturnas. Las
necesitaba casi más que respirar. Quizá los fluorescentes de la prisión arrojaran
algo de luz sobre la situación.
Mientras me lavaba los dientes, oí ruidos en la cocina. Si bien la mayoría de
las mujeres que viven solas se habrían asustado ante algo semejante, yo lo achaqué
a la gran estabilidad laboral de mi trabajo.
Salí del baño y entrecerré los párpados para protegerme de la luz.
—¿Tía Lillian? —pregunté antes de cojear hasta la barra de desayunos y
coger un taburete.
La pequeña figura de la tía Lillian había sido engullida por un descomunal
vestido floral hawaiano que ella había combinado con un chaleco de cuero y un
collar de cuentas de los años sesenta. Llevaba años intentando averiguar qué hacía
mi tía cuando murió, pero no se me ocurría nada que encajara con vestidos
hawaianos y collares de cuentas. Aparte de jugar al Twister con un colocón de
LSD, claro está.

—Hola, calabacita —dijo con su brillante y desdentada sonrisa de
anciana—. Te oí tropezar de camino al baño, así que supuse que debía ganarme el
sustento y preparar café. A juzgar por el aspecto que tienes, te vendría muy bien
uno.
Compuse una mueca.
—¿En serio? Qué amable. —Mierda. La tía Lillian no podía preparar café de
verdad. Me senté junto a la encimera y fingí que me bebía una taza.
—¿Está demasiado fuerte? —preguntó.
—Claro que no, tía Lil. Tú siempre preparas el mejor café.
Fingir que se bebe café era algo similar a fingir un orgasmo. ¿Qué gracia
tenía aquello en la vida del Más Allá? Sin embargo, el síndrome de abstinencia de
cafeína era el menor de mis problemas. Seguía sin poder sacarme a Reyes de la
cabeza. Quizá hubiera hecho algo malo. O algo que no debería haber hecho. Tal
vez me había mostrado poco colaborativa en la cama. Aunque, por supuesto, eso
implicaría que tenía algo parecido al control durante nuestras sesiones, y
«controladas» no sería el adjetivo que elegiría si tuviese que describírselas con
detalle a Cookie.
—Pareces... distraída, cariño.
Bueno, no me habían elegido como La Más Fácil de Distraer por nada.
—¿Estás bien? ¿Te ha subido la temperatura?
Eché un vistazo hacia atrás.
—Estoy segura de que mi temperatura está bien, tía Lil. Gracias por
preguntar.
No mencioné que a todo el mundo le subía la temperatura. Incluso a los
muertos; aunque a ellos metafóricamente, claro.
—Y muchas gracias por el café.
—De nada, cielito. ¿Quieres que te prepare algo para desayunar?
Mejor que no, si quería aguantar el día que tenía por delante.
—No, no te molestes. Necesito darme una ducha. Me espera un día duro.

Se inclinó hacia delante y esbozó una sonrisa cómplice. A menudo me
preguntaba si su pelo había sido azul en la vida real o si solo era un efecto de su
carácter incorpóreo.
—¿Piensas atrapar a unos cuantos malos?
Me eché a reír.
—Has dado en el clavo. A los peores.
La tía Lillian dejó escapar un suspiro de añoranza.
—Ay, la imprudencia de la juventud. Pero, en serio, calabacita —Se puso
seria y me miró a los ojos con solemnidad—, tienes que evitar que te sigan dando
esas palizas. Tienes un aspecto desastroso.
—Gracias, tía Lil —dije mientras me bajaba del taburete con una mueca—.
Lo tendré en cuenta.
Sonrió y dejó al descubierto la cueva vacía en la que había habitado su
dentadura postiza. Por lo visto, las dentaduras no conseguían llegar al otro lado.
Nunca había tenido claro si la tía Lillian sabía o no que estaba muerta, y nunca
había tenido el valor de decírselo. Aunque debería hacerlo. Ahora que por fin tenía
una cafetera que funcionaba, a mi difunta tía abuela le daba por mostrarse útil.
—Por cierto, ¿qué tal Nepal? —le pregunté.
—Uf —dijo al tiempo que levantaba las manos en un gesto exasperado—.
Ese lugar es más húmedo y sofocante que una sauna en agosto.
Puesto que los muertos no sufrían las inclemencias del clima, tuve que
reprimir una carcajada.
Justo en aquel momento, Cookie entró en el apartamento, me echó un
vistazo y avanzó a toda prisa hacia la barra con el pijama azul torcido y lleno de
arrugas.
—Me he dormido —dijo, casi sin aliento.
—¿No es eso lo que hay que hacer por las noches?
—No —respondió antes de echarme una de esas miraditas típicas de las
madres—. Bueno, sí, pero mi intención era venir a verte hace horas. —Se inclinó

hacia delante y me miró a los ojos. ¿Por qué?, pues ni idea—. ¿Estás bien?
—Estoy viva —contesté. Y lo dije muy en serio.
Aunque la respuesta solo la satisfizo a medias, se alisó la camiseta del
pijama y miró a su alrededor.
—Debería preparar un poco de café.
—¿Para qué? —pregunté con tono acusador—. ¿Para poder echarme otro
sedante?
—¿Qué?
—Además —dije al tiempo que señalaba a la tía Lillian con un gesto
despreocupado de la cabeza—, la tía Lil ya ha preparado café.
Haciendo un esfuerzo para no reírme, contemplé cómo las esperanzas de
Cookie de un chute de cafeína se iban por el sumidero de la ironía. Agachó la
cabeza y tomó la taza que yo le ofrecía.
—Gracias, tía Lillian. Eres la mejor.
Una actriz con muchas tablas, mi amiga.

Dejé en manos de Cookie la ardua tarea de repasar las transcripciones del
juicio de Mark Weir que el tío Bob había dejado en mi escritorio y me dediqué a
examinar el contenido de las llaves de memoria de Barber. Con un poco de suerte,
Barber no habría sido adicto al porno. Y si lo había sido, con otro poco de suerte,
no habría dejado pruebas fehacientes de ello en una memoria USB, donde
cualquiera podría verlo. Aquellas cosas estaban mucho mejor en un archivo
protegido mediante contraseña, enterrado en las entrañas del disco duro y
etiquetado con un nombre anodino. Algo como «Luchadoras Cachondas
Enamoradas». Por ejemplo.
Mi móvil empezó a entonar la Quinta de Beethoven, así que tuve que buscar
la mítica aguja en el pajar y preguntarme por enésima vez cómo era posible que un
teléfono se escondiera tan bien en un bolso tan pequeño.
—Hola, Ubie —dije tras una búsqueda de tres horas.

—¿Tienes que llamarme así? —inquirió con voz adormilada. Parecía tan
falto de cafeína como yo.
—Sí. Tengo los expedientes que dejaste en mi escritorio. Cookie los está
revisando en estos momentos.
—¿Y tú qué estás haciendo?
—Mi trabajo —repliqué con aire ofendido.
Aunque me moría por preguntarle sobre el encarcelamiento de Reyes,
quería hacerlo cara a cara para poder interpretar sus cambios de su expresión. O
para interpretar las cosas que me dijeran sus cambios de expresión, lo que más me
conviniera. Aún me costaba creer que él hubiese sido el detective principal en el
caso de Reyes. ¿Qué probabilidades había?
—Ah, vale —dijo—. Encontraron una huella parcial en el casquillo del
escenario Ellery.
—¿En serio? —pregunté, súbitamente esperanzada—. ¿Has conseguido
algo?
—Esto no es CSI, cielo. Aquí las cosas no van tan rápido. Esta tarde
sabremos si esa huella nos lleva a algún sitio. —Bostezó con ganas y luego
preguntó—: ¿Estás en el jeep?
—Claro. Voy de camino a la prisión de Santa Fe para comprobar cierta
información.
—¿Qué información? —inquirió con un tono de voz teñido de recelo.
—Se trata de... otro caso en el que estoy trabajando —contesté, evasiva.
—Ah.
Había sido fácil.
—Oye, ¿qué significa «bombázó»?
—Tío Bob —le regañé—, ¿has entrado otra vez en ese chat húngaro?
—Intenté contener la risa, pero imaginarme a una chica húngara diciendo que Ubie
era «la bomba» fue demasiado. Solté una carcajada.
—Da igual —replicó él, molesto.

Me reí con más ganas aún.
—Llámame cuando vuelvas.
Cuando él colgó el teléfono, yo guardé el mío e intenté concentrarme en la
carretera a pesar de las lágrimas. Mi reacción había sido insensible e inapropiada,
pensé mientras me agachaba sobre el volante, muerta de risa y sujetándome las
costillas doloridas.
Tardé un buen rato en serenarme, pero lo cierto es que reírme a expensas
del tío Ubie era mucho mejor que pensar en Reyes, algo que no había dejado de
hacer en toda la mañana. Por desgracia, mi ducha de una hora (en la que descubrí
que me estaba convirtiendo en un ser azul y negro) no me había ayudado a
averiguar por qué no se había presentado la noche anterior. Y cuanto más me
acercaba a la Penitenciaría de Nuevo México, más optimista me volvía. Estaba
segura de que encontraría algunas respuestas en aquel lugar.
Sin embargo, en cuanto atravesé las puertas exteriores de la prisión de
máxima seguridad, mi optimismo se transformó en una oleada de sudor pesimista.
Eché un vistazo a mi ropa una vez más. Pantalones holgados, mangas
largas, cuello vuelto. Tapada de la cabeza a los pies. Me pregunté si tener un
aspecto masculino en una prisión de máxima seguridad sería realmente una
ventaja. A saber.
Treinta minutos y dos ancianas italianas después (habían cruzado a través
de mí sin dejar de discutir mientras aguardaba en la sala de espera), me
condujeron hasta la oficina del subdirector de la prisión, Neil Gossett. Era una sala
pequeña aunque luminosa, con mobiliario oscuro y montañas de documentos
apilados en todas las superficies disponibles. Neil había sido un jugador de rugby
más que decente en el instituto y conservaba los músculos de su juventud, aunque
no en las mismas proporciones. Tenía buen aspecto, a pesar de la trágica
emergencia de un patrón de calvicie masculina.
Se puso en pie y rodeó el escritorio.
—Charlotte Davidson —dijo, muy sorprendido.
Dada su elevada estatura, tuve que alzar cabeza para mirarlo cuando le
estreché la mano.
—Hola, Neil. Estás genial —aseguré, aunque me pregunté si estaba bien

decirles cosas así a las personas que no eran exactamente tus amigas.
—Tú estás... —Extendió las manos para expresar que se había quedado sin
palabras.
¿Debería sentirme insultada? No podía ser por los cardenales. Me había
esforzado muchísimo a la hora de taparlos. ¿Era por el pelo? Seguro que era por el
pelo.
—Estás espectacular —dijo al final.
Ah. Mucho mejor.
—Gracias.
—Por favor. —Señaló una silla con un gesto de la mano y tomó asiento tras
el escritorio—. Debo admitir —admitió—, que me sorprende un poco verte por
aquí.
Esbocé una sonrisa tímida mientras inclinaba la cabeza en una pose «alegre
y coqueta».
—Bueno, tengo algunas preguntas sobre uno de tus reclusos, así que supuse
que debía empezar por lo más alto y luego seguir hacia abajo. —La insinuación
sexual fue deliberada.
Gossett estuvo a punto de ruborizarse.
—No soy exactamente lo más alto, pero me alegra que pienses tan bien de
mí.
Solté la risilla de rigor y saqué la libreta.
—Luann me ha dicho que ahora eres detective privado.
Luann. Se refería a su secretaria.
—Sí, así es. En estos momentos trabajo con el DPA en un caso de asesinato
en PG que ha salido en todos los medios de TV. —Solté adrede unas cuantas siglas
para quedar como una experta.
Gossett enarcó las cejas. Al menos parecía impresionado. Eso me serviría.
—¿Y has venido por algo relacionado con ese caso?

—Todo está relacionado —mentí como una bellaca—. En realidad he venido
a preguntar por un hombre que fue encarcelado por asesinato hace diez años.
¿Puedes contarme algo sobre...? —Eché un vistazo a la libreta con fingido
desinterés—. ¿Un tal Reyes Farrow? Esperaba poder interrogarlo en relación a un
caso. Ya sabes, ese caso en el que estoy trabajando...
Perdí el hilo cuando Neil se quedó pálido ante mis ojos. Cogió el teléfono y
pulsó un botón.
—Luann, ¿podrías venir aquí?
Mierda, ¿ya me había metido en problemas? ¿Iba a echarme a patadas? Pero
si acababa de llegar. Tendría que haber soltado más siglas, pero no se me había
ocurrido ninguna. ¡La ANPGC! ¿Por qué no se me había ocurrido la ANPGC? La
Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color hacía que todo el
mundo se cagara de miedo.
—¿Sí, señor? —preguntó Luann cuando abrió la puerta.
—¿Podrías traerme el expediente de Reyes Farrow?
Fiu.
Sin embargo, Luann titubeó.
—¿Señor?
—No pasa nada, Luann. Tráeme el expediente de Farrow, anda.
La secretaria me miró de reojo antes de volver a clavar la vista en su jefe.
—De inmediato, señor.
Era buena. Cookie nunca me había dicho «De inmediato, señora».
Tendríamos que hablar al respecto. Y la reacción de Luann había sido tan
interesante como la de Neil. Se comportaba de manera muy femenina. Había
muchos baños de burbujas y vino bajo aquel atuendo de trabajo. Sin embargo, se
había puesto en plan protector en un abrir y cerrar de ojos. Hecha una fiera.
Aunque su furia no parecía dirigida contra mí.
—¿Está relacionado con el incidente? —inquirió Neil—. Creí que Farrow no
tenía familiares.

—¿El incidente? —pregunté en el mismo momento en que Luann llegó con
el expediente y se lo entregó a su jefe. Se marchó sin mirarme siquiera. ¿Le había
ocurrido algo a Reyes? Quizá estuviera muerto de verdad. Tal vez por eso hubiera
empezado a aparecer de la nada.
Neil abrió el expediente y lo estudió un instante.
—Sí. Aquí no aparecen familiares vivos. ¿Quién te ha contratado? —Me
miró a los ojos y la parte rebelde que había en mí cobró vida.
—Eso es información privilegiada, Neil. Destetaría tener que meter al FD en
esto.
—¿El fiscal del distrito? Ya está al tanto de la situación, te lo aseguro.
Huy. Bueno, eso no era de gran ayuda.
Ay, por el amor de Dios. Respiré hondo.
—Mira, Neil, este asunto tiene una carácter más personal, ¿de acuerdo?
Estoy trabajando en un caso, pero no está relacionado. Yo solo... —Yo solo ¿qué?
¿Quiero violar a tu prisionero? ¿Quiero averiguar si puede transformarse en un ser
incorpóreo?—. Solo quiero hablar con él.
Bajé las pestañas tras aquella admisión. Lo más probable es que pareciera
idiota. Una de esas fans de los presos que escribían cartas de amor a los internos y
se casaban con ellos para poder tener derecho a las visitas conyugales.
—Entonces, ¿no lo sabes? —preguntó. Había una pizca de alivio en su voz,
pero también algo más. ¿Remordimientos, tal vez?
—Parece que no. —Iba a decírmelo. Reyes estaba muerto. Había muerto...
¿cuándo? ¿Un mes atrás?
—Farrow está en coma. Lleva en coma casi un mes.
Tardé unos minutos en cerrar la boca (que casi me llegaba al suelo) y
recuperar el habla.
—¿En coma? ¿Cómo? —pregunté—. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
Neil se apartó del escritorio y me entregó el expediente.
—¿Te apetece un café?

Cogí el grueso expediente que me ofrecía con tanta delicadeza como si
tuviera joyas incrustadas y luego dije con tono distraído:
—Mataría por un café. —Huy—. No, no lo haría —le aseguré mientras
echaba un vistazo a la prisión de máxima seguridad en la que me encontraba—.
Nunca he matado a nadie. Bueno, solo a un tipo, pero se lo merecía.
Mi patético intento de bromear pareció tranquilizar a Neil. Un asomo de
sonrisa se dibujó en sus labios.
—No has cambiado nada.
Me mordí el labio inferior.
—Y eso es malo, ¿no?
—Claro que no.
Me dejó pensando en su respuesta y fue a por el café mientras yo examinaba
el expediente de Reyes, también conocido como el Santo Grial.


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Dom 24 Sep - 18:05

12



Reyes Farrow.
Porque la perfección es un trabajo sucio,
pero alguien tiene que hacerlo.
CHARLOTTE JEAN DAVIDSON


—¿Lo conocías? —me preguntó Neil alrededor de una hora después.
Yo había leído un poco. Habíamos conversado otro poco. Garrett había
llamado. Yo había ignorado su llamada.
Y había averiguado cosas. Hacía cosa de un mes había estallado una pelea
en el patio, y la prisión entró de inmediato en régimen de aislamiento. Se suponía
que todos los hombres debían tumbarse en el suelo, pero uno de los reclusos, un
tipo aniñado y grande con el que Reyes había entablado amistad, se aturdió y no se
agachó, así que uno de los guardas de las torres se preparó para realizar un
disparo de advertencia. Reyes lo vio y se abalanzó sobre su amigo para derribarlo,
convencido de que el guardia iba a dispararle. En lugar de hundirse
inofensivamente en el suelo, como se pretendía, la bala acertó en el cráneo de
Reyes y le perforó el lóbulo frontal. Llevaba en coma desde entonces.
Levanté la vista y volví a concentrarme en su pregunta.
—Solo de aquel incidente que ocurrió cuando estaba en el instituto —le dije.
Le hablé de la noche que conocí a Reyes, de los maltratos físicos que había
sufrido a manos del hombre al que se suponía que había matado. Neil no se
sorprendió. Cerré el expediente y contemplé sus ojos grises.
—Entre nosotros —le dije al tiempo que me inclinaba hacia delante para
darle un toque íntimo a la conversación—, entre dos viejos amigos —añadí—, ¿qué
sabías sobre él? ¿Qué pensabas de él? —Tamborileé con los dedos sobre el
expediente—. ¿Qué es lo que no aparece aquí?
Neil se reclinó en la silla, se ajustó el cuello de la camisa y soltó un largo y
profundo suspiro.

—Si te lo dijera, no me creerías.
Aquello sonaba prometedor.
—Apuesto a que sí —le aseguré con un guiño.
Me miró fijamente durante un minuto largo antes de empezar a hablar. Y,
cuando comenzó, lo hizo con una reticencia que yo comprendía muy bien. Si él
supiera...
—Ocurrió algo extraño cuando Farrow llegó a este lugar, alrededor de una
semana después de que se uniera a la población general de reclusos. —Bajó la
mirada para estudiar el cierre de su reloj—. South Side envió a tres de sus soldados
para matarlo. Por qué, no lo sé; pero cuando South Side ataca, la gente muere. Y
punto.
Sentí una opresión en el pecho y apreté los dientes en un intento por no
mostrar reacción alguna, por no demostrar la tensión que me provocaba
imaginarme a Reyes en aquella situación.
—La cosa terminó casi antes de empezar —continuó. Su rostro se volvió
serio mientras repasaba sus recuerdos, mientras encajaba lo que sabía—. Por aquel
entonces, yo no era más que un guarda recién salido de la academia, convencido
de que era un tipo duro. Casi me meo en los pantalones cuando vi que aquellos
hombres se acercaban a Farrow, y eso que en aquella época ni siquiera sabía quién
era Farrow. Solicité ayuda, pero antes de que terminara de pedirla, los tres
miembros de South Side yacían en el suelo en medio de un charco formado por su
propia sangre, y aquel muchacho de veinte años... No sé... Estaba agazapado
encima de una mesa, dispuesto a saltar sobre cualquiera que se acercara a él;
miraba a los demás internos sin emoción alguna, sin ningún miedo.
Me quedé inmóvil, casi sin respirar, mientras observaba la escena que se
desarrollaba en mi mente.
Neil hizo un gesto negativo con la cabeza y me miró. Su expresión era una
mezcla de alivio y respeto.
—No jadeaba más que yo ahora. No conseguí ver gran cosa de lo que
ocurrió, pero...
—¿Pero? —insistí, muerta de curiosidad.
—Pero... no se movió como se mueven los hombres normales, Charley. Se

convirtió en un borrón; se movió tan rápido que me resultó imposible seguirlo con
la mirada. Luego apareció en cuclillas sobre la mesa, como un animal fuerte y
peligroso. —Volvió a negar con la cabeza, como si aún no pudiera creer lo que
vieron sus ojos—. Así fue como se ganó el apodo.
—¿El apodo? —pregunté, aún más intrigada.
—Nadie volvió a tocarlo nunca —añadió—. En todos los años que llevo
aquí, creo que nunca he visto una cosa igual. Es una leyenda entre los hombres,
casi un dios.
Me acerqué más al escritorio, casi babeante.
—¿No has mencionado algo de un apodo?
—Sí —dijo, alerta de repente—. Lo llaman «El Aliento del Diablo».
—El aliento del diablo... —repetí.
—Ya te dije que era difícil de creer —comentó con un fuerte suspiro. Era
evidente que esperaba que me burlara de su historia.
—Neil, no dudo ni de una palabra de lo que has dicho. —Al ver su sorpresa,
añadí—: Yo también vi algo similar la noche que lo conocí. Cómo se movía. Cómo
caminaba.
—Exacto —dijo Neil, que me señaló con el dedo una y otra vez—. No es del
todo... del todo...
—Humano —concluí en su lugar.
Echó una miradita al expediente que tenía en mis manos.
—Aunque supongo que es lo bastante humano.
No pude evitar estrechar el historial contra mi pecho, aferrarme a los
matices que formaban parte de Reyes Alexander Farrow.
—Supongo, sí. —Era todo un enigma, místico e irreal.
—¿Sabes?, nunca me caíste bien en el instituto —dijo Neil, que me devolvió
al presente.
Ah, vale. Así que iba a ponerse sincero.

—Lo sé —dije con tono de disculpa—. En realidad, tú a mí tampoco.
—¿No? —Parecía asombrado.
—No, lo siento.
—Ya, yo también. En aquel entonces pensaba que estabas chiflada.
—Y yo que eras un cabrón arrogante.
—Era un cabrón arrogante.
—Sí, lo eras —dije, conteniendo una risilla triste.
—Pero tú no eras una chiflada, ¿verdad?
Negué con la cabeza, agradecida por semejante reconocimiento.
—Puedo dejar que lo veas, si quieres.
Mi corazón dio un salto, como si quisiera salirse del pecho.
—Pero debo advertírtelo, Charley: él no se recobrará. Su cerebro está
muerto.
Con la misma velocidad, el corazón cayó hasta mis pies y luego al suelo.
¿Muerte cerebral? ¿Cómo era posible?
—Lleva así desde que ocurrió —añadió. Se puso en pie y rodeó el escritorio
para ponerme una mano en el hombro—. Siento tener que decirte esto, pero el
estado planea poner fin a su tratamiento dentro de tres días.
—¿Te refieres a que van a quitarle las máquinas? —pregunté. Me invadió
una oleada de pánico. Intenté tragármelo, pero de pronto tenía la garganta seca y
dolorida.
Los labios de Neil se apretaron en una mueca de pesar.
—Lo siento, Charlotte. Sin parientes que reclamen...
—Pero ¿qué pasa con su hermana?
—¿Qué hermana? Farrow no tiene parientes vivos. Y, según su expediente,
nunca tuvo hermanos.

—No, eso no es cierto —dije. Volví a abrir el historial y busqué entre las
páginas—. Aquella noche tenía una hermana.
—¿La viste? —La voz de Neil estaba cargada de esperanza. Al igual que yo,
no quería que Reyes muriera.
Puesto que sabía que no encontraría nada sobre su hermana entre aquellos
papeles, dejé de ojearlos y volví a cerrar la carpeta.
—No —dije, intentando no dejarme llevar por la desesperación—. Me lo
dijo la casera.
Tras un suspiro decepcionado, Neil se dejó caer en la silla que había junto a
la mía.
—Debió de equivocarse.

Mientras conducía hacia la clínica de cuidados a largo plazo de Santa Fe,
donde se encontraba Reyes, mi mente nadaba en un mar de información,
intentando encajar cada pieza en pequeños archivos, organizar lo que había
descubierto. Reyes había seguido estudiando y un año después de su
encarcelamiento se había graduado en criminología. Luego, sorprendentemente, se
había centrado en los ordenadores. Tenía un máster en sistemas informáticos.
Había mejorado. Al salir habría sido un miembro productivo de la sociedad, de los
que pagan sus impuestos.
Sin embargo, iban a matarlo. Neil me había explicado que la única forma de
detener los planes del estado era conseguir un requerimiento, pero tendría que
aducir una buena razón. Si lograra encontrar a su hermana...
Cuando cogí el teléfono para llamar a Cookie, empezó a sonar su tono
personal, el de la canción «Do ya think I’m sexy?», de Rod Stewart.
Cookie lanzó su pregunta en cuanto descolgué.
—¿Y bien?
—Está en coma.
—No fastidies.

—Sí fastidio. Y piensan retirarle el soporte vital dentro de tres días, Cook.
¿Qué voy a hacer? —Las emociones que había mantenido a raya en el despacho de
Neil amenazaron con liberarse. Intenté contenerlas con la técnica de inspiraciones
profundas que había aprendido con el DVD de Yoga Boogie.
—¿Qué podemos hacer? ¿Te dijo algo el señor Gossett?
—Tengo que encontrar a la hermana de Reyes. Es la única que puede
detener esto. Aunque no pienso rendirme. Chantajearé al tío Bob. Tal vez él pueda
hacer algo. —No perdería a Reyes sin luchar. Lo había encontrado después de
muchísimos años, y aquello tenía que significar algo.
—El chantaje no está mal —dijo.
El mundo se volvió verde mientras entraba en la zona de aparcamiento, que
parecía un jardín inglés. Antes de colgar, le di a Cookie otro trabajo que hacer.
Según el artículo que había leído la noche anterior, Reyes había pasado tres meses
en el Instituto Yucca. Quizá su hermana también hubiese acudido allí. Necesitaba
los registros.
Cookie se puso a trabajar en los registros mientras yo me adentraba en la
maravillosa institución sanitaria. Aquel lugar era sin duda mucho mejor que la
enfermería de la prisión. Supuse que resultaba imposible cuidar de los pacientes
comatosos en la cárcel, y que por esa razón lo habían enviado allí. Neil había
llamado antes y había informado al oficial de prisiones que vigilaba a Reyes de que
yo le haría una visita.
Cuando empecé a caminar por el vestíbulo hacia la sala de las enfermeras,
descubrí al agente en una de las habitaciones que daban al pasillo principal,
coqueteando con una enfermera. No podía culparlo. Vigilar a un prisionero en
coma no era muy emocionante. Y flirtear resultaba divertido.
Se enderezó al ver que me acercaba, y la enfermera se marchó a toda prisa
para atender sus obligaciones.
—Señora —dijo el hombre al tiempo que se daba un toquecito en una gorra
invisible—. Usted debe de ser la señorita Davidson.
—Sí, soy yo. Supongo que el señor Gossett ya lo ha puesto al tanto de todo.
—Sí, así es. Nuestro muchacho está ahí dentro —dijo al tiempo que señalaba
una puerta corredera de cristal cubierta por una cortinilla azul situada al otro lado

del pasillo.
Aunque me sorprendió bastante que el agente no me pidiera una
identificación, me dirigí a la puerta que indicaba. Bueno, la mayor parte de mí se
dirigió hacia la puerta. Mis botas se quedaron clavadas al suelo. ¿Qué me
encontraría al entrar? ¿Habría cambiado mucho en los diez años que habían
pasado desde que le tomaron la fotografía del expediente de arresto? ¿Mostraría la
dureza propia de la gente que pasaba mucho tiempo entre rejas?
El agente pareció darse cuenta de mi inquietud.
—No está mal —dijo con tono comprensivo—. Tiene un tubo de respiración,
pero eso es probablemente lo peor de todo.
—¿Lo conocía a nivel personal?
—Sí, señora. Fui yo quien solicitó este trabajo. Farrow me salvó la vida una
vez, durante un motín. Hoy no estaría aquí de no ser por él. Me pareció que era lo
mínimo que podía hacer, ¿me entiende?
Se me encogió la garganta y quise preguntarle más cosas, pero algo me
impulsó de pronto hacia la habitación de Reyes, como si la gravedad en aquel
punto se hubiera incrementado exponencialmente de repente. Al final di un paso,
y el agente volvió a darse un toquecito en la gorra invisible antes de alejarse hacia
la máquina de café.
En cuanto atravesé el umbral, examiné la zona para averiguar si su ser
incorpóreo se encontraba en la estancia. Me sentí un poco decepcionada al ver que
no era el caso. Se le daba muy bien lo de volverse incorpóreo.
Luego eché un vistazo a la cama. Reyes Farrow estaba allí tumbado, sólido y
real, con el cabello oscuro y la piel bronceada que contrastaba con las sábanas
blancas. La gravedad aumentó de nuevo, solo que en aquella ocasión estaba
centrada en él. Me acerqué al borde de la cama y contemplé la perfección absoluta
por segunda vez en mi vida.
Tenía un tubo respiratorio insertado en la tráquea y un vendaje alrededor de
la cabeza. Su cabello alborotado, grueso y oscuro, le colgaba sobre la venda hasta la
frente. Una barba de tres días le cubría la mandíbula y las pestañas, largas y
gruesas, proyectaban sombras sobre las mejillas. Luego bajé la mirada hasta su
boca cincelada, sensual e imposible de olvidar.

El único ruido que se escuchaba en la habitación era el de la máquina de
ventilación. No se oían los pitidos del monitor cardíaco, aunque había uno
acoplado en el que aparecían líneas y números sin cesar. Me acerqué más, tanto
que rocé con la cadera uno de sus brazos. La bata azul claro del hospital tenía
mangas cortas que permitían una generosa vista de sus músculos duros, esbeltos y
fibrosos a pesar del coma. Un tatuaje recorría la piel morena del bíceps, resaltando
su belleza y su elasticidad. Era una obra de arte tribal con líneas elegantes y curvas
sensuales; líneas y curvas que tenían un significado. Las había visto antes. Eran
antiguas, tanto como el propio tiempo. E importantes. Pero ¿por qué?
Mi corazón y mi mente tenían serias dificultades para aceptar el hecho de
que aquel hombre tumbado en la cama era realmente Reyes Farrow, vulnerable y
poderoso a un tiempo. Mis rodillas se habían convertido en gelatina, y me
preguntaba cuánto más aguantaría de pie en su presencia. A pesar del tiempo que
había pasado, Reyes parecía incluso más irreal que en mis sueños. Más hermoso
que en mis fantasías.
Su amplio pecho subía y bajaba al ritmo de la máquina. Deslicé las yemas de
los dedos sobre su hombro y noté que ardía. Me bastó echar un vistazo al cartel
que colgaba a los pies de la cama para averiguar que su temperatura era perfecta,
de treinta y siete grados centígrados. Sin embargo, el calor que desprendía era tan
real que me daba la impresión de estar delante de un horno.
Aun dormido parecía salvaje e indómito, una criatura imposible de
domesticar, de retener durante mucho tiempo. Apoyé la mano sobre la suya,
soportando el ardor de su piel, y me incliné hacia él.
—Reyes Farrow —dije con una voz rota por las emociones—, despierta, por
favor. —Me daba igual lo que dijera el estado; Reyes no estaba más muerto que yo.
¿Cómo podían considerar siquiera la idea de retirarle el soporte vital?—. Si no lo
haces, apagarán estas máquinas. ¿Lo entiendes? ¿Puedes oírme? Tenemos tres días.
Eché un vistazo a la habitación con la esperanza de que se presentara en
otra forma. Aún no sabía qué era exactamente, pero era algo más que humano. Lo
sabía sin el menor atisbo de duda. Debía encontrar a su hermana. Debía detener
aquello.
—Volveré —susurré.
Pero antes de marcharme, agaché la cabeza y apreté mi boca contra la suya.
El beso me abrasó los labios, pero aguanté durante varios segundos milagrosos

para poder disfrutar del contacto de su boca bajo la mía.
Cuando hice ademán de enderezarme para poner fin al beso, empezaron a
llegarme imágenes a toda velocidad. Comencé a recordar las noches que habíamos
pasado juntos durante el último mes. Recordé sus manos en mis caderas mientras
le rodeaba la cintura con las piernas como si mi vida dependiera de ello. Recordé
cómo se hundía hasta el fondo en mi interior y me provocaba increíbles oleadas de
placer. Recordé el beso en el despacho de Cookie, cómo había guiado mi mano,
cómo me había sujetado cuando me flaquearon las piernas. Y luego me acordé de
aquella noche ocurrida tanto tiempo atrás. La noche que su padre le golpeó,
cuando se quedó inconsciente durante una milésima de segundo. Recordé la
expresión de sus ojos cuando recuperó el sentido. La furia. Aquella furia no iba
dirigida contra su padre, ¡sino contra mí! Me había mirado directamente a mí. Me
vio y se puso furioso.
Luego recordé una taza junto a mis labios, una toalla caliente en la cabeza y
un brazo que me sostenía mientras regresaba a la realidad y me preguntaba si se
me habían derretido los huesos.
—¿Se encuentra bien, señorita Davidson?
—Tome —dijo una mujer—, beba esto, querida. Se ha dado un buen
trompazo.
Di un trago de agua fría y abrí los ojos. El guarda de la prisión y la
enfermera estaban a mi lado. El agente sostenía una toalla húmeda sobre mi cabeza
mientras la enfermera intentaba que bebiera más agua. Me habían arrastrado hasta
una silla que había fuera de la habitación y trataban de mantenerme sentada en
ella, a pesar de la insistencia de mi cuerpo inconsciente por comerse el suelo de
baldosas.
—Huy —dijo la enfermera—. ¿La tienes?
—La tenía la primera vez. Se me resbala continuamente. Es como un
espagueti gigante.
—¿Qué? —grité, ya recuperada—. ¿Cómo que gigante? ¿Qué ha pasado?
Alcé la vista para contemplar los ojos risueños del agente y di otro trago
mientras se explicaba.
—No sé si se desmayó o si solo quería examinar de cerca las grietas de las

baldosas, pero el caso es que se ha dado un buen golpe.
—¿En serio?
Asintió con la cabeza.
—Me parece que no debería haber intentado darse el lote con él —sugirió.
¿Cómo sabía aquello?
—Le estaba dando un beso de despedida.
El agente resopló e intercambió una miradita con la enfermera.
—A mí no me dio esa impresión.
Seguro que no. Pero ¿qué había ocurrido? ¿Acaso Reyes Farrow podía
controlarme a pesar de estar sumido en un puñetero coma? Si era así, lo tenía
chungo.
—¡Ay, madre mía! —exclamé al tiempo que me levantaba de un salto de la
silla.
Tras un instante de mareo que me recordó demasiado a la noche que celebré
mi graduación en el instituto, en un charco formado por mi propio vómito, me
adentré de nuevo en la habitación de Reyes, admiré su belleza unos segundos, le di
un beso de despedida (esta vez en la mejilla) y luego les di las gracias al guardia y
a la enfermera y salí pitando del hospital. Debía encontrar a la hermana de Reyes,
y se me agotaba el tiempo.

—¿Te desmayaste?
Suspiré junto al teléfono y esperé a que Cookie superara el momento de
asombro. No entendía por qué aún se sorprendía con las cosas que me pasaban.
—¿Has echado un vistazo a los informes del instituto de Reyes?
—Todavía no. ¿Te desmayaste? ¿Mientras lo besabas?
—¿Hay algo que deba saber?
—Bueno, he examinado las memorias USB. Solo contienen cosas del señor

Barber. No hay nada en ellas que no esté relacionado con sus casos.
—Mierda. Tendré que hablar con Barber al respecto. —De todas formas,
¿dónde estaban mis abogados?—. Y habrá que devolver esas memorias antes de
que la secretaria descubra que han desaparecido.
Antes de colgar, le pedí a Cookie que averiguara si la secretaria de los
abogados, Nora, había ido a la oficina aquel día. Esperaba que no, ya que así no
habría echado en falta las memorias.
Justo cuando entraba con Misery en la zona de estacionamiento del
Causeway, también conocido como mi «hogar, dulce hogar», el móvil empezó a
entonar la Quinta de Beethoven. El tío Bob me dijo que habían conseguido la
identidad y la dirección de nuestro asesino. O del tipo que creían que era nuestro
asesino. Deseé que al menos uno de los abogados hubiese visto al asaltante para
poder estar seguros de que habíamos dado con el tipo correcto. Por lo visto, el
fulano trabajaba para Noni Bachicha, un tendero del barrio. Yo conocía a Noni
personalmente, y jamás se había involucrado en nada semejante, así que estaba
claro que algo no encajaba. De cualquier forma, no averiguaríamos nada hasta que
atrapáramos al supuesto asesino. El tío Bob estaba a punto de hacer justo eso. Con
la ayuda de casi la mitad del cuerpo de policía.
Por supuesto, no podía perderme la diversión. En cuanto lo viera, sabría si
el tipo era culpable o no. Era una de las ventajas de ser un ángel de la muerte,
suponía. El problema surgía cuando la persona que tenía ante mí era culpable de
muchos otros crímenes. La culpabilidad era la culpabilidad, pero en ocasiones
resultaba difícil distinguir entre dos crímenes. Aun así, debía intentarlo.
Anoté la dirección, realicé un giro en U y me dirigí hacia un complejo de
apartamentos situado en mitad de la zona de guerra sur, donde residía un tal señor
Julio Ontiveros.
Los equipos estaban a una manzana de distancia, preparándose para la
detención. Al parecer, estaban casi seguros de que el tal Julio estaba dormido en su
casa. Debía de haber salido hasta altas horas de la madrugada. Aparqué entre el
monovolumen del tío Bob y un coche patrulla, puse el móvil en modo silencio
—porque no hay nada peor que el timbre de un móvil en medio de una detención;
todo el mundo te mira con muy mala cara—, y luego fui en busca de Ubie.
En el noventa y nueve por ciento de las ocasiones no voy armada, y de ahí la
necesidad de perfeccionar mi mirada mortal. Sin embargo, aquel día todos los

guays llevaban pistola. Me sentí como la chica que aparece en una cena formal con
vaqueros y una camiseta de Pink Floyd. Probablemente porque ya lo había hecho
una vez.
Acercarme a Ubie, que estaba junto a otro coche patrulla, me situó también
a un tiro de piedra de Garrett Swopes. Me di cuenta de que el tío Bob debía de
haberlo llamado a él primero y tuve que reprimir un súbito aguijonazo de celos.
Llevaba resolviendo casos para él desde los cinco años ¿y llamaba a Swopes antes
que a mí? La indignación hizo que me hirviera la sangre en las venas, me erizó las
plumas, me levantó ampollas y alguna que otra frase hecha más. ¿Acaso era
mucho pedir un poco de reconocimiento? ¿Un poco de nepotismo?
El tío Bob estaba hablando por teléfono, como de costumbre, cuando Garrett
me miró con ojos preocupados desde detrás del maletero abierto del coche
patrulla. Solté una maldición al darme cuenta de que el dolor de las costillas y de la
cadera me hacía cojear. Apreté los dientes, enderecé la espalda y caminé con la
mayor normalidad posible. Tuve que obligarme a relajarme un poco, ya que temía
que mis pasos se asemejaran a los del baile del robot que estaba de moda en los
ochenta.
—No me creo que no tengas veintisiete costillas rotas —dijo Garrett al
verme avanzar como una autómata.
—No tengo veintisiete costillas.
—¿Estás segura? —preguntó al tiempo que examinaba mi tórax—. Quizá
deba contarlas.
En un ridículo gesto quisquilloso, crucé los brazos por delante del estómago
para protegerme.
—Solo si quieres perder una mano —le advertí, aunque lo cierto era que
estaba como un tren con los vaqueros, la camiseta blanca y el chaleco antibalas
oscuro que le protegía el torso. Muy macho—. Pero no te preocupes —añadí—,
seguro que algún día le encontrarás una utilidad a todo ese rollo de aprender a
contar.
Sonrió, impertérrito, mientras comprobaba su hebilla.
—Seguro.
—Vale. Me voy para allá.

—¿Por qué?
—Porque puedo. Y porque tú no estarás allí.
—Ah. Procura que no te peguen un tiro.
Solté un resoplido irritado y empecé a alejarme.
—Y no te caigas —dijo con un tono de voz entre el susurro y el grito.
Era muy gracioso.
Acababa de situarme por detrás del complejo con un poli muy mono
llamado Rupert cuando escuchamos lo que pareció un disparo procedente del
interior. Rupert se puso en acción de inmediato. Escaló los dos metros de malla
metálica y corrió hacia la entrada trasera, donde apoyó la espalda contra el muro
de ladrillos del edificio con la pistola en ristre. Rupert era joven.
Mayor y más sabia, decidí entrar por la abertura donde en su día había
estado la puerta de la verja, que se encontraba unos metros más atrás. Puesto que
me había tomado muy a pecho la advertencia de Garrett de que no me pegaran un
tiro, me agaché antes de adentrarme en el patio. Doce segundos después, estaba
despatarrada en el suelo, jadeante. Al parecer, el sospechoso también había visto el
agujero de la malla metálica. Y por alguna razón, cuando uno está rodeado de
policías con placas resplandecientes y bien situados, el camino de menos
resistencia suele ser el de la chica desarmada, por más agachada que esté. Apenas
tuve tiempo de ver el bonito trasero de Rupert antes de que un pandillero ataviado
con una de esas sudaderas con capucha decidiera hacer un agujero en el universo a
través de mí.
Caímos al suelo con fuerza, y las costillas doloridas me hicieron ver las
estrellas. Sentí miedo. El miedo de él. Y también su inocencia. No había disparado
a nadie. Mierda.


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Mensaje por mariateresa Dom 24 Sep - 18:08

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Mensaje por Tatine Dom 24 Sep - 22:08

Gracias. Quedo muy bueno el capi
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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Veritoj.vacio Lun 25 Sep - 16:10

Uh en coma? y como es que si es tan malo siempre la cuida? Gracias Tere


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Mensaje por mariateresa Lun 25 Sep - 18:52

13



Las mujeres que se portan bien no suelen hacer historia.
LAUREL THATCHER ULRICH


Mis tácticas como detective privado nunca serían objeto de leyendas. Jamás
serían ensalzadas en los libros de texto de criminología ni en las salas de
conferencia universitarias. Pero tenía la corazonada de que, si me esforzaba un
poco, podría convertirme en una presencia destacada en aquellas salas.
Si no podía ser un buen ejemplo, tendría que convertirme en una horrible
advertencia.
Los intentos de Cookie por hacerse con los informes y los registros del
instituto de Reyes no habían dado fruto. Era algo raro, pero a veces pasaba. Un
rollo relacionado con las leyes y la confidencialidad. Así pues, entré en la comisaría
con un único objetivo en mente.
Puesto que quizá estaba un pelín susceptible, además de magullada y
dolorida, decidí pasar por alto las miradas suspicaces y maliciosas de los demás y
me dirigí directamente hacia la sala de interrogatorios.
Fue entonces cuando oí el «¡Chist!».
Aminoré el paso y eché un vistazo a la comisaría. Desde el lugar donde me
encontraba, solo veía escritorios y uniformes. Sin embargo, cuando miré hacia los
aseos, vi a una anciana latina con un vestido de flores que me hacía señas con el
dedo para que me acercara. Llevaba una mantilla negra de encaje que le cubría la
cabeza y los hombros, y habría apostado hasta mi último centavo a que hacía las
tortillas como nadie. Al menos cuando estaba viva.
No tenía tiempo para asesorar a una difunta, pero no podía negarme. Nunca
podía negarme. Tras echar una miradita a mi alrededor, entré en los aseos de
señora con un fingido aire tranquilo y despreocupado. Aunque no sé por qué.
Responder la llamada de la naturaleza no era ningún delito. Sin embargo, cinco
minutos después salí de la misma forma, solo que en aquella ocasión iba armada
hasta los dientes (metafóricamente) y dispuesta a hacer un trato.
Localicé al tío Bob cerca de la puerta de la sala de observación. Cuando me

acerqué, vi que estaba enfrascado en una conversación con el sargento Dwight.
—Quiero negociar un trato —dije, interrumpiéndolos.
Dwight me fulminó con la mirada.
Ubie enarcó las cejas con interés.
—¿Qué clase de trato?
—Julio Ontiveros no disparó a nuestros abogados.
La culpabilidad manaba a raudales de las personas, y yo podía percibirla a
más de un kilómetro de distancia. Ontiveros no era un hombre culpable, al menos
de asesinato. Lo que había parecido un disparo procedente del interior del edificio
había sido en realidad un intento fallido de arrancar su motocicleta. Al parecer, la
guardaba dentro por las noches para que nadie se la robara. Chico listo.
—Genial —dijo el sargento Dwight al tiempo que ponía los ojos en
blanco—. Menos mal que te tenemos a ti para informarnos de estas cosas.
El tío Bob frunció el ceño, bajó la barbilla y se acercó un poco.
—¿Estás segura?
—¿Bromeas? —preguntó el sargento, sin dar crédito a lo que oía.
El tío Bob, en un raro momento de agresividad, dirigió una mirada
penetrante a Dwight que habría podido marchitar una robusta rosa de invierno.
Dwight apretó la mandíbula, nos dio la espalda y se dedicó a observar al
sospechoso a través de la ventana-espejo.
—Este caso es de los gordos, Charley. Necesito que estés segura. Los de
arriba nos están presionando mucho.
—Tus casos siempre son de los gordos. Quiero que recuerdes la última vez
que me equivoqué.
Ubie reflexionó unos instantes y luego hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No recuerdo la última vez que te equivocaste.
—Ahí quería llegar.

—Ah. Vale. ¿Y tu trato?
A Ubie le iba a encantar aquello.
—Si consigo que confiese ahora mismo su papel en todo esto y que
testifique para el estado sobre el verdadero asesino, tendrás que hacerme un par de
favores.
—Suena bien —dijo.
—Necesito que consigas una orden para impedir que el estado retire el
soporte vital de un criminal convicto que se encuentra en coma.
Las cejas de mi tío salieron disparadas hacia la frente.
—¿Con qué motivo?
—Eso forma parte del favor número uno —le dije tratando de aparentar
aplomo—. Tendrás que pensar en algo. Lo que sea, tío Bob.
—Haré lo que pueda, pero...
—Sin peros —lo interrumpí al tiempo que levantaba el dedo índice—. Solo
prométeme que lo intentarás.
—Tienes mi palabra. ¿Y el segundo?
—Necesito que me acompañes a un instituto. Y que traigas tu placa.
Abrió los ojos como platos en un nuevo gesto de sorpresa.
—Imagino que me explicarás todo esto más tarde, ¿no?
—Te lo prometo —aseguré mientras me dibujaba una cruz sobre el
corazón—. Ahora, vamos a hacer que ese chico nos cuente lo que sabe.
El sargento Dwight, que había escuchado nuestra conversación, resopló ante
lo que consideraba un gesto arrogante por mi parte.
Dejé escapar un suspiro exasperado.
—No tardaré mucho —le dije al tío Bob.
Incapaz de quedarse de brazos cruzados, el sargento Dwight se volvió hacia

nosotros.
—No pensarás echar por tierra nuestra investigación dejando que entre ahí,
¿verdad? —Al ver que Ubie permanecía pensativo y sin hacerle el menor caso,
Dwight apretó los dientes y se colocó delante de mi tío—. Davidson —dijo, a la
espera de una respuesta.
No tenía tiempo para chorradas. Mientras el tío Bob se encargaba de aplacar
a Dwight, entré en la sala de observación y estudié al señor Ontiveros a través del
falso espejo. El agente que había allí se volvió para mirarme, sorprendido. Por
supuesto, yo no le hice el menor caso.
Julio estaba sentado en un pequeño recinto situado frente a la sala de
observación, toqueteando su silla mientras contemplaba el espejo. Tenía el aspecto
típico de los pandilleros, con el pelo rapado a los lados y algo más largo en la parte
superior, y se comportaba como si fuera lo más de lo más. Sin embargo, exudaba
miedo por todos los poros de su cuerpo.
No era del todo inocente, pero no había disparado a nadie. Lo que le daba
miedo era la posibilidad de ir a prisión por algo que no había hecho. Al parecer,
eso ocurría muy a menudo últimamente.
Me volví y le guiñé un ojo a Yesenia, la mujer latina con quien acababa de
conversar en el aseo de señoras y que resultaba ser la tía de Julio Ontiveros. Estaba
esperando en el rincón y me sonrió con malicia cuando salí.
—Estoy lista —le dije al tío Bob antes de entrar en la sala de interrogatorios.
Cuando cerré la puerta, oí que Dwight y él corrían hacia la zona de
observación para vigilarme. Luego oí más pasos similares. Por lo visto íbamos a
tener mucho público. Se llevarían una decepción. No tardaría mucho.
Julio estaba sentado y esposado a una pequeña mesa de metal. Cuando
levantó la cabeza y me vio, la sorpresa le hizo abrir los ojos y fruncir el ceño
durante un instante, pero luego recuperó la expresión indiferente.
Se reclinó en la silla al estilo de un conductor macarra.
—¿Quién cojon...?
—Cierra la boca —le dije mientras me acercaba.
Le rocé las manos esposadas con la cadera cuando me incliné sobre la mesa

para impedir que viera el espejo y, más importante aún, que los hombres de la sala
de observación nos oyeran. Estaba lo bastante cerca como para hacerle a Ontiveros
un bailecito erótico. Un mal necesario, porque lo que iba a decirle no podía
escucharlo nadie más. No si no quería que me encerraran en un lugar muy especial
con habitaciones acolchadas y medicamentos servidos en vasitos diminutos.
Percibí lo mucho que se enfadó el tío Bob al verme tan cerca de alguien a
quien él consideraba un brutal asesino. Pero yo sabía que no era así.
Había pillado a Julio desprevenido, y utilicé los segundos que tardó en
recuperarse para inclinarme y susurrarle unas palabras al oído. El tío Bob,
preocupado por mi seguridad, entraría en la estancia en cuestión de momentos, así
que no tenía mucho tiempo. Unas cuantas palabras, dos o tres frases cortas, y Julio
Ontiveros desembucharía todo lo que sabía.
Recé para contar al menos con diez segundos. Y los tuve.
—No tenemos mucho tiempo, así que cállate y escucha.
Ontiveros aprovechó la ocasión para representar el papel de tío duro. Se
volvió hacia mí y me olfateó el cuello y el pelo.
—Me envía tu tía Yesenia.
Se quedó inmóvil.
—Me ha dicho dónde se encuentran exactamente las tres cosas que más
deseas en el mundo.
Oí cómo se giraba el picaporte. Y también percibí las dudas de Ontiveros,
que de pronto había olvidado cualquier posible interés por mi cuello y mi cabello.
Siempre ocurría lo mismo cuando hablaba sobre los muertos. Me aparté un poco
para observar sus ojos suspicaces.
—Dentro de cinco minutos te acusarán de tres asesinatos, y los dos sabemos
que no los cometiste. Cuéntales tu parte en esto, sin callarte nada, y te diré dónde
está la medalla. Para empezar.
Ahogó una exclamación de sorpresa. Aquel era el deseo número uno. El
deseo número dos también era bastante contundente, pero el último sería algo más
espinoso, ya que la tía de Ontiveros no sabía con exactitud dónde se encontraba el
número tres, tan solo tenía una idea aproximada. Supuse que podría contar con
Cookie para solucionar aquello.

Justo cuando acabé con mi discursito, el tío Bob entró como una exhalación
por la puerta y me miró con un gesto de advertencia. Le guiñé un ojo, me volví
hacia Julio, saqué una tarjeta de visita del bolsillo trasero del pantalón y la deslicé
bajo su mano esposada.
—Tienes mi palabra —dije antes de marcharme.
Regresé a la sala de observación y esperé a ver si había picado. Aunque lo
cierto es que no pude ver mucho. La diminuta estancia estaba abarrotada. La mitad
de los hombres presentes me miraba a mí (entre ellos, el furioso Garrett Swopes,
que podía besar mi precioso culo), y la otra mitad observaba la sala de
interrogatorios.
Un instante después oí lo que deseaba oír.
—Hablaré —dijo Julio a través de los micrófonos—. Le contaré lo que sé,
pero quiero inmunidad en el juicio. No he matado a nadie, y no pienso dejar que
me encierren por esto.
Me di la vuelta con los ojos brillantes, choqué los cinco con la tía Yesenia, la
mujer que había criado a Julio y que, según sus propias palabras, no abandonaría
el plano terrestre hasta que su muchacho arreglara sus mierdas, y luego salí de la
comisaría con una sonrisa de alivio pintada en la cara.
El tío Bob me llamaría más tarde para darme los detalles, y entonces le
explicaría los términos de nuestro trato. Por el momento, estaba cansada y
dolorida, y necesitaba con urgencia un baño caliente.
De haber sabido lo que me esperaba en casa, mis necesidades habrían sido
mucho más sensuales.

Con la idea de un baño de burbujas a la luz de las velas en mente, abrí la
puerta y entré en el apartamento sin hacer ruido para no despertar a Cookie y a
Amber, que vivían al otro lado del pasillo. Era tarde. El sol iluminaba la mitad
opuesta del mundo desde hacía horas, y no quería despertar a Cookie dos noches
seguidas.
Antes de ir a casa me había pasado por la oficina y había descubierto que
Neil, en un sorprendente gesto de amabilidad, me había enviado una copia del
expediente de Reyes. No estaba segura de si aquello era ilegal o no, pero no me

habría sentido más agradecida si me hubiera regalado el billete ganador de la
lotería. La carpeta tenía una nota que decía: «Yo no te he dado esto».
Al bajar, le había preguntado a mi padre si tenía algún mensaje para mí, ya
que cabía la posibilidad de que Rosie, la mujer a la que había ayudado a escapar de
un marido maltratador, necesitara algo. Me tomé un pincho rápido de estofado de
chile verde y reflexioné sobre el asunto mientras atravesaba el aparcamiento del
Causeway. Aunque la falta de mensajes de Rosie era una buena señal, había algo
que me daba mala espina, y deseé que me llamara a pesar de que le había dado
órdenes estrictas de no hacerlo.
Encendí la luz del salón, y no había hecho más que abrir la boca para
saludar al señor Wong cuando Reyes se dio la vuelta para mirarme. Reyes, en toda
su gloria majestuosa, se encontraba frente a la ventana de mi salón. El mismo
Reyes Farrow que una hora antes yacía en coma en un hospital de Santa Fe. Me dio
la espalda una vez más para mirar por la ventana, lo que me permitió dejar las
cosas sobre la barra.
Acto seguido, avancé para acercarme a él poco a poco. Cambió de posición,
bajó su poderosa mirada hacia el suelo y me observó por el rabillo del ojo. Aunque
era evidente que aquella era su forma incorpórea, parecía estar hecho de una
materia más densa que la carne humana, más firme y sólida.
Intenté pensar en algo que decir. Por algún extraño motivo no me parecía
apropiado decirle lo bueno que era en la cama, de modo que, en un acto de
desesperación, solté lo primero que se me vino a la cabeza.
—Te quitarán el soporte vital dentro de tres días.
En aquel momento volvió a mirarme. Empezó por los pies y fue subiendo
poco a poco. Aquella mirada dejó a su paso un hormigueo cálido, una energía
radiante que llenó todas mis células y se acumuló en el abdomen, donde se
arremolinó antes de iniciar un abrasador descenso hacia el vientre que convirtió
mis piernas en gelatina. Me costó un considerable esfuerzo mantener la
concentración.
—Tienes que despertarte —le expliqué, pero él siguió en silencio—. ¿Puedes
darme al menos el nombre de tu hermana?
Su mirada se demoró en mis caderas antes de continuar su recorrido
ascendente.

—Es la única que puede impedir que el estado se salga con la suya.
Nada.
De pronto recordé la reacción de Rocket en el psiquiátrico. Su miedo. Me
acerqué un poco más, pero puse mucho cuidado en seguir fuera de su alcance.
Aunque mi cuerpo se estremecía ante su proximidad y suplicaba sus caricias en
una especie de respuesta condicionada de Pavlov que habría enorgullecido a
cualquier conductista, debíamos hablar.
—Rocket te tiene miedo —dije, con una voz que se había vuelto ronca de
repente. Cuando su mirada se detuvo en Peligro y Will Robinson, pregunté—: Pero
tú no le harías daño, ¿verdad? —En aquel instante, sus ojos, penetrantes y
tormentosos, se clavaron en los míos.
Estábamos a varios pasos de distancia, pero podía percibir el calor que
manaba de él. Aunque sabía que no debía hacerlo, di otro paso hacia delante. Tenía
muchas preguntas, muchas dudas.
Por patético que fuera, lo que más deseaba en el mundo era saber por qué
no me había visitado la noche anterior. Había venido a verme todas las noches
durante un mes y, de repente, nada. Mis inseguridades empezaban a aflorar.
Reyes frunció el ceño y sus cejas se unieron sobre aquellos ojos caoba
oscuro. Inclinó la cabeza hacia un lado, como si se preguntara en qué estaba
pensando.
Por más que deseara obtener respuestas que aplacaran mis inquietudes,
antes debía asegurarme de que Rocket no estaba en peligro, aunque no lograba
imaginarme por qué debería estarlo.
—Si te lo pidiera extra-mega-super por favor, ¿tendrías la amabilidad de no
hacer daño a Rocket?
Cuando bajó la mirada hasta mi boca, empecé a tener dificultades para
respirar, para pensar, para resistir el impulso de abalanzarme sobre él. Tenía que
concentrarme.
—Parpadea una vez para decir «sí» —dije antes de perder todo rastro de
respeto por mí misma y lanzarme al ataque.
Estaba claro que era muy peligroso, y comenzaba a cuestionarme qué clase
de criatura podría ser. Quizá fuera algo parecido a Rocket y a mí. Quizá hubiera

nacido con un propósito, con una misión que los reveses de la vida le habían
impedido cumplir, como le había pasado a Rocket.
El frágil vestigio de autocontrol que me quedaba se debilitaba cada vez más.
Empezaba a ahogarme en las brillantes motas doradas de sus ojos. Me sentía como
una niña cautivada por un mago, hechizada por la poderosa fuerza de su voluntad.
Reyes se dio la vuelta de repente, como si algo hubiese llamado su atención,
y rompió el hechizo que me mantenía atrapada. Un instante después estaba
delante de mí, con sus sensuales labios a escasos centímetros de los míos.
—Estabas cansada —dijo, desapareciendo en un remolino de oscuridad
antes incluso de terminar la frase.
Aún estaba aturdida por los remanentes de su presencia, disfrutando de los
matices de su voz que descendían por mi columna vertebral convertidos en oro
líquido, cuando Cookie entró a toda velocidad por la puerta.
—Garrett ha llamado para decirme que estabas herida —dijo al tiempo que
se acercaba a mí—. Otra vez. Pero estás en pie. —Inclinó ligeramente la cabeza
hacia el lado izquierdo—. Más o menos. ¿Alguna vez has considerado la
posibilidad de que tu asombrosa capacidad de recuperación tenga algo que ver con
todo ese rollo de ser un ángel de la muerte?
Reyes había estado delante de mí, en mi salón, tan sólido y etéreo como la
estatua de David.
—¿Charley?
Aún notaba el calor de esa boca que había estado tan cerca de la mía.
Un momento. ¿Cómo que estaba cansada? ¿Qué había querido decir con...?
Ay, Dios. Era la respuesta a por qué no había aparecido la noche anterior. Una
pregunta que no había formulado en voz alta, que solo había pensado. Resultaba
muy perturbador.
—Puedo darte una bofetada, si crees que eso servirá de algo.
Parpadeé unas cuantas veces antes de concentrarme por fin en Cookie.
—Estaba aquí.
Mi amiga examinó la estancia con los ojos bien abiertos, inquieta.

—¿La cosa grande y mala?
—Reyes.
Cookie se quedó inmóvil. Se mordió el labio inferior durante un momento y
luego volvió a mirarme.
—¿Le has saludado de mi parte? —preguntó.

A la mañana siguiente todavía estaba dolorida, pero por lo menos seguía
respirando. El vaso medio lleno y todo eso. Llegué al cuarto de baño sin tropiezos.
Quizá fuera una señal de que aquel sería un buen día. O al menos eso quería
pensar, porque la noche no lo había sido. Reyes había faltado a la cita. Otra vez.
Tenía la impresión de que no había hecho más que dar vueltas en la cama
cuando llegó el mensaje del tío Bob. Tras recuperarme de la impresión, porque
Ubie nunca enviaba mensajes de texto, intenté leerlo. Decía algo sobre «Escagada
viable» e «Instiputo», pero me hizo albergar grandes esperanzas con respecto a
aquel día. Íbamos a ir al instituto de Reyes.
Me había pasado la mitad de la noche en vela leyendo el historial de prisión
de Reyes, un grueso expediente que atesoraba valiosísimos pedacitos de
información sobre él. Era uno de los textos más interesantes que había visto en
toda mi vida.
Al parecer, Reyes era el recluso con el coeficiente de inteligencia más alto en
la historia de Nuevo México. ¿Cómo lo habían llamado? ¿Incalculable? En prisión
se había mostrado muy reservado, aunque tenía unos cuantos amigos, entre los
que se incluía un compañero de celda que había salido en libertad condicional seis
meses atrás.
Y el oficial de prisiones del hospital me había dicho la verdad. Reyes le
había salvado la vida durante un motín. El agente se encontraba en el interior de la
prisión cuando comenzó el disturbio y se vio rodeado de inmediato por un grupo
de reclusos. Cuando apareció Reyes, lo habían golpeado hasta dejarlo casi
inconsciente, de modo que no pudo dar detalles concretos sobre lo ocurrido. Lo
único que declaró fue que Reyes le había salvado la vida y que luego lo había
arrastrado hasta un lugar seguro para protegerlo hasta que finalizó el motín. Me
sentía muy orgullosa de Reyes. Siempre había sabido que era uno de los buenos.

Si bien era fácil utilizar la información del historial para dar pie a
numerosísimas fantasías, nada de lo que había allí me servía para localizar a su
hermana. De hecho, no se la mencionaba en absoluto. Consideré la posibilidad de
involucrar a Garrett en el asunto. Si había alguien capaz de encontrar a la hermana
de Reyes, era él. No obstante, eso significaría tener que darle unas cuantas
explicaciones.
Mientras le daba vueltas a aquella idea, salí de la ducha y descubrí que
Angel Garza, mi insolente investigador de trece años, me esperaba con la cadera
apoyada en el lavabo.
—¿Me necesitas, jefa? —preguntó al tiempo que deslizaba los dedos sobre el
grifo.
—¿Dónde te habías metido? —Estiré el brazo para coger el albornoz
aprovechando que no miraba—. Estaba preocupada. Nunca has desaparecido
durante tanto tiempo.
—Lo siento. He pasado unos días con mi madre.
—Ah. —Mantuve mis sospechas a raya y me envolví el pelo con una toalla.
Había estado como Dios me trajo al mundo delante de él y el pervertido
consumado, Angel Garza, ni siquiera se había fijado. Estaba claro que algo iba mal.
Angel vivía (metafóricamente) para verme desnuda. Para verme el culo
desnudo, sobre todo. Me lo había dicho muchísimas veces. Pero en lugar de
comerme con los ojos, se dedicaba a juguetear con el grifo. Las cosas no andaban
bien en Angelandia.
Los pandilleros muertos de trece años eran muy temperamentales.
Angel y yo nos habíamos hecho colegas poco después de conocerlo la
Noche del dios Reyes, como a mí me gustaba llamarla. Había pasado conmigo por
el instituto, la universidad y también por el Cuerpo de Paz. Cuando por fin abrí mi
propio negocio como investigadora, hicimos un trato según el cual yo le enviaría a
su madre el sueldo que ganara trabajando para mí (de forma anónima, por
supuesto), y él se convertiría en mi mejor y único detective.
Pero con el paso del tiempo Angel había empezado a considerar los posibles
beneficios de nuestro acuerdo desde una perspectiva diferente. Hizo todo lo
posible para convencerme de que debíamos sacarle el dinero a la gente utilizando

nuestros peculiares dones.
—Tía, podríamos hacer un chanchullo de la leche.
—Chanchullo es la palabra más adecuada para describirlo.
—Piénsalo. Podríamos acudir a los parientes de los difuntos y sacar pasta a
mansalva.
—Eso es extorsión.
—Eso es capitalismo.
—Es un acto que se castiga con entre uno y cuatro años de prisión en la
penitenciaría del Estado y una multa sustancial.
Al final, la frustración lo había llevado a acusarme.
—Está claro que tú solo me quieres por mi cuerpo.
El día que quisiera el cuerpo de un chico muerto de trece años sería el día
que me internaran.
—Tú no tienes cuerpo —le había recordado.
—Eso, encima restriégamelo por la cara.
—Tampoco tienes cara, técnicamente hablando. Y aunque llegáramos a
conseguir dinero aprovechando nuestras singulares capacidades, no podrías
comprarte un monopatín ni nada parecido.
—Sería dinero extra para mi madre, tía.
—Vale, ya está bien.
—Además, me gusta ver el momento de la iluminación.
—¿Que te gusta el qué?
—El momento de la iluminación —me había dicho—. Ya sabes, esa mirada
que tiene la gente cuando por fin se da cuenta de que vas en serio. Es algo parecido
a la electricidad. Me provoca un hormigueo. Como una manta cargada de estática.
Puaj.

—¿En serio? Nunca había oído nada parecido.
—Sí, y además quiero que la gente sepa que andamos por aquí.
Me incliné para acercarme a él.
—¿Quieres que tu madre sepa que andas por aquí? ¿Quieres que se lo diga?
—le había preguntado.
—No... Le costó mucho superar mi muerte.
En realidad era un buen chico. Pero aquel día no se comportaba como de
costumbre.
Le hice un gesto para que ahuecara el ala y empecé a rebuscar en el neceser
del maquillaje.
—¿Va todo bien? —pregunté con un tono lo más despreocupado posible.
—Claro —respondió, encogiéndose de hombros—. Aunque tú estás hecha
una mierda. No puedo dejarte sola ni dos segundos.
—He tenido una semana muy movidita. Puse a Rosie a salvo —le dije,
refiriéndome a nuestro caso de desaparición asistida.
Había sido idea de Angel que Rosie regresara a México, y también se había
encargado de localizar el pequeño hotel en venta al lado de la playa. Tuvimos que
ingeniárnoslas para recaudar fondos, pero al final salió todo bien.
Acarició un frasco de perfume que había en un estante.
—No se está tan mal aquí, ¿sabes? —señaló con un tono difícil de
interpretar.
Tras admirar todos los nuevos tonos de verde que habían aparecido en mi
rostro, me apliqué la base de maquillaje y lo miré.
—A este lado, me refiero. No tenemos hambre, ni frío, ni nada de eso.
Vale, la cosa empeoraba por momentos.
—¿Hay algo que no me hayas contado?
—No. Solo quería que lo supieras. Por si acaso te surgen dudas más

adelante y todo eso.
Cuando me di cuenta de que tal vez se refiriera a Reyes, contuve el aliento.
—¿Sabes algo sobre Reyes Farrow, Angel?
Dio un respingo y me miró con expresión sorprendida.
—No. No sé nada sobre él. ¿Tienes trabajo para mí o qué? —preguntó para
cambiar de tema.
Joder. Nadie sabía nada sobre Reyes, pero todo el mundo se ponía firme
cuando mencionaba su nombre. Me moría de ganas de saber lo que ocurría.
Le hablé a Angel sobre el caso de los abogados y el imputado inocente,
Mark Weir. Como era de esperar, se mostró impaciente por conocer a Elizabeth.
Luego le pedí que intentara encontrar alguna conexión entre el chico que murió en
el jardín de Mark y el sobrino desaparecido.
—Ah —dijo Angel antes de marcharse—. La tía Lillian está aquí. Me cae
bien.
Intenté no parecer decepcionada.
—A mí también me cae bien, pero sus cafés dejan mucho que desear. Sobre
todo porque no existen.
Angel soltó una risilla y se marchó a investigar.
Casi al mismo tiempo, la tía Lillian salió de casa con el señor Habersham, el
muerto del 2B. No quise ni imaginarme de qué iba aquello.
Oí que llamaban a la puerta y me apresuré a subirme la cremallera de las
botas. Debía reunirme con el tío Bob en veinte minutos, y no tenía ni la menor idea
de quién podría venir a verme tan temprano.
Me alisé el jersey marrón por encima de los pantalones vaqueros, eché un
vistazo por la mirilla y me quedé de piedra al ver al agente Taft.
No, por favor. Ahora no.
Abrí la puerta muy despacio, sobre todo porque me dolía. Tenía un dolor
sordo y constante en todo el cuerpo.

—¿Sí? —pregunté al tiempo que me asomaba por la rendija de la puerta
entreabierta.
—Hola —dijo. Me miraba como si estuviese chiflada—. Me preguntaba si
podría charlar un rato con usted.
—¿Qué clase de charla tiene en mente?
No podía abrir más la puerta. Sabía que ella estaba allí. Notaba el calor de
su mirada láser intentando abrasarme la materia gris. Y achicharrarme el pelo.
—¿Es un mal momento? —preguntó el agente, que se removía con
incomodidad—. Siento molestarla, pero...
—Sí, sí. Lo entiendo. ¿Qué necesita?
—Creo que, bueno, que me están pasando muchas cosas raras.
Mierda. Apoyé el hombro contra la puerta antes de abrirla un poco más
para dejar al descubierto a aquel engendro de Satán, rubio y de ojos azules. Me
tapé los ojos con las manos.
—¡No! ¡No me haga esto! ¡No la traiga a mi hogar, a mi santuario!
—exclamé con tono melodramático.
—Lo siento —dijo Taft, que empezó a mirar hacia los lados con
resquemor—. Así que es cierto, ¿eh? Me están rondando.
Niña Demonio dejó escapar un suspiro exasperado.
—No te estoy rondando. Solo te vigilo.
Puse fin a los lamentos y la miré.
—Eso se llama acoso, querida, y es algo mal visto en casi todas las culturas.
—¿Puede ver...? ¿Puede ver a alguien? —preguntó Taft en un susurro.
—Ella puede oírle, colega. Entre antes de que los vecinos empiecen a
chismorrear.
Aquello no era más que una excusa. Los vecinos habían empezado a
chismorrear en el momento en que me mudé allí. Pero lo mejor sería trasladar el
circo al interior, dejar que se cobijaran en mi humilde morada, que utilizaran mi

mobiliario y saquearan mi nevera.
Le hice un gesto a Taft para que se acomodara en el sofá y me senté en la
silla que había enfrente.
—Le ofrecería un café, pero lo ha hecho mi tía Lillian.
—Ya, bueno... Vale.
—A ver, ¿qué quiere saber?
—Bueno, últimamente me han ocurrido cosas muy raras.
—Ajá. —Tuve que esforzarme para no bostezar.
—Por ejemplo, no dejo de oír una campanilla que hay sobre la chimenea,
pero allí no hay nadie, ¿sabe?
—Estoy aquí —dijo ella, que no le quitaba los ojos de encima—. Siempre
estaré aquí. Te amo con locura.
Fulminé con la mirada a Niña Demonio
—¿En serio? ¿Tan pronto?
Me sacó la lengua.
—He oído muchas cosas sobre usted en la comisaría. Muchos chismes, ya
sabe.
Dejé que Taft siguiera con su perorata mientras mis ojos vagaban hasta el
lugar que había ocupado Reyes horas antes. Nunca me había encontrado a nadie
como él. En realidad, nunca me había encontrado con nada sobrenatural, aparte de
los muertos. Ni poltergeist ni vampiros ni demonios.
—¿A qué viene tanto brillo? —preguntó Niña Demonio—. Pareces bastante
sosa.
Bueno, quizá con demonios sí.
Tras dedicarle mi mejor ceño fruncido, decidí cabrearla un poco. Yo ya
estaba cabreada por tener que aguantar sus gilipolleces, así que me pareció justo.
—El agente Taft está hablando, querida. Cierra el pico.

La furia que apareció en sus ojos no me hizo mucha gracia. Tendría que
tomarme en serio lo de convencerla para que cruzara. Angel y yo podríamos llevar
a cabo otro exorcismo. Él odiaba los exorcismos. Sobre todo porque se sentía idiota
retorciéndose en el suelo y fingiendo que se abrasaba con el agua bendita que yo le
arrojaba.
—Mire —dije, interrumpiendo a Taft—. Lo entiendo. Y sí, hay una niñita
que lo sigue a todas partes, seguramente la misma del accidente del que me habló.
Tiene el pelo largo y rubio, ojos de color azul plateado (aunque puede que eso se
deba a que está muerta) y un pijama rosa con un dibujo de Tarta de Fresa. —Le
eché una miradita de reojo—. Ah, y es malvada.
Taft era un poli de pies a cabeza. Sabía muy bien cómo mantener la cara de
póquer, así que tardé un momento en darme cuenta de que hervía de furia. La
energía que irradiaba lo envolvía como un espejismo, algo parecido a cuando se ve
un charco en la carretera a pesar de que no hay nada.
¿Era por algo que había dicho?
Se puso en pie de un salto y yo lo imité.
—¿Cómo cojones sabe eso? —preguntó con los dientes apretados.
¿Qué?
—Bueno, porque ella está justo a su lado.
—Y siempre lo estaré —dijo Niña Demonio—. Para siempre jamás.
No, si yo tenía algo que decir al respecto. Tarta de Fresa se estaba
convirtiendo en una molestia.
Taft estaba que echaba humo. Su furia desprendía rayos eléctricos, al estilo
de un transformador de Tesla. Se situó a escasos centímetros de mí, así que me
preparé para cualquier cosa que pudiera hacerme. Pero me juré por todas las cosas
sagradas que si alguien volvía a pegarme, a arrollarme o a lanzarme por un
tragaluz aquella semana, me embarcaría en una matanza indiscriminada. Y
empezaría con él.
Mantuvo su rostro junto al mío durante todo un minuto antes de susurrar
con voz ronca: «Que te jodan», y luego salió a grandes zancadas por la puerta.
En fin, Serafín. Por más interesante que fuera aquello, tenía una cita con el

tío Bob. Y con el destino.
Después de guardar el expediente de Reyes en el bolso, cerré la puerta con
llave y me dirigí a la oficina. Tarta de Fresa me siguió. Me di cuenta de que sus
iniciales, TF, coincidían con «Toda una Fiera». Apropiado, pero en serio, ¿aquel día
podía ponerse peor?
—No me quiere cerca, ¿eh? —preguntó mientras balanceaba los bracitos a
los lados.
Levanté una barricada en torno a mi corazón.
—No —dije mientras examinaba el móvil para ver si tenía mensajes—. Y yo
tampoco.
TF estampó el pie contra el suelo en un arrebato y se alejó, furiosa. Había
resultado más fácil de lo que creía. Me encargaría de la fierecilla cuando tuviera
algo más de tiempo. En aquellos momentos tenía compromisos que cumplir.
Mi padre aún no había llegado al bar, así que subí por la escalera exterior;
muy despacio, porque me dolía. El sol brillaba con fuerza, dándole a la mañana un
engañoso aspecto cálido. Durante mi largo y arduo viaje hasta la primera planta,
repasé lo que debía hacer aquel día. Número uno: Instituto Yucca. Ubie enseñaría
su placa y conseguiría todo tipo de cooperación. Necesitaba informes y listas de
alumnos. Seguro que alguien se acordaba de Reyes. ¿Cómo iban a olvidarlo?
Tendría que hacer una lista con los alumnos que asistían a sus clases y descubrir
quién había compartido más de una asignatura con él. Cuanto más tiempo
hubiesen estado expuestos a su presencia, más probable era que lo recordaran. Y a
su hermana.
Con un movimiento suave, dejé el abrigo y el bolso en una silla, encendí la
calefacción y me deslicé hasta la cafetera —con cierta rigidez— en busca de mi
dosis matutina. Fue entonces cuando el mundo se abrió bajo mis pies. ¿Sería cosa
del karma? ¿Acaso la falta de amabilidad con la que había tratado a Taft había
vuelto para darme una patada en el culo? ¿En mi preciosísimo culo? Busqué y
rebusqué, registré y recé, pero no encontré ni el menor rastro de café molido.
¿Cómo era posible? ¿Cómo podía el universo mostrarse tan cruel?
Una llamada a la puerta me hizo albergar esperanzas. Habían llamado a la
puerta interior de la oficina, la que siempre utilizaba mi padre. Seguro que me traía
café. Si sabía lo que le convenía.

Abrí la puerta de par en par y me encontré con un Garrett Swopes de lo más
tenso. Solté el aire que había contenido y lo miré con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres?
Su expresión se ablandó un poco.
—Traigo café.
Contemplé el vaso que tenía en las manos intentando no babear y me
pregunté si los dioses jugaban conmigo, pero al final me rendí. Bien, les seguiría la
corriente.
Esbocé una sonrisa de oreja a oreja y empecé de nuevo.
—Vaya, hola, Garrett. ¿Qué tal? —No estaba mal. Le arrebaté el café de las
manos y me dirigí hacia la resbaladiza comodidad del escritorio de plástico
imitación madera y la silla de polipiel—. ¿Qué quieres? —pregunté por encima del
hombro.
—Solo quiero hablar.
—Estoy ocupada.
—No pareces ocupada. ¿Qué estás haciendo?
—Todo lo que me dicen las vocecillas.
—¿Te importaría concederme un minuto?
De pronto, como si de un efecto a largo plazo se tratara, el arrebato de furia
de Taft empezó a preocuparme. Otra persona enfadada conmigo sin motivo
aparente. Y recordé también las miradas hostiles y recelosas que había recibido en
la comisaría el día anterior.
A decir verdad, la población masculina ocupaba la posición más baja en mi
lista de prioridades en aquel momento. Garrett podía irse a la mierda.
—No me siento inclinada a concederte nada, Swopes. Ni siquiera un
minuto.
—¿Cómo lo hiciste? Lo de ayer en la comisaría. ¿Qué le dijiste?
—Por favor... Aunque te lo dijera, no me creerías.

—Oye, tienes que admitir que todo esto resulta difícil de tragar —dijo
mientras avanzaba despacio hacia mí—, pero te juro que lo intento.
Me levanté de la silla de un salto, cabreada con el mundo en general y con
Garrett en particular.
—¿Quieres saber de qué estoy harta?
Lo pensó un momento.
—¿De la antiestética celulitis?
—De los capullos como los que estaban ayer en la comisaría. De los tipos
como Taft, con sus miradas de reojo y sus chismes, que me dan la espalda cada vez
que entro en una habitación. De la gente como tú, que me trata como si no valiera
una mierda hasta que descubren que realmente puedo hacer lo que digo que
puedo hacer y entonces, de repente, me convierten en su mejor amiga.
—¿Taft? ¿El poli?
—¡Y los demás!
—¿Los demás?
—¡Todos los demás! Todo el mundo quiere que ate los cabos sueltos que
dejan cuando la cagan.
—Creí que tus abogados...
—No hablo de los abogados —aseguré con un gesto desdeñoso de la
mano—. Ellos tienen todas las razones del mundo para querer atar sus cabos
sueltos. Hablo de la gente que me viene diciendo cosas como: «No le dije a Stella
que la amaba antes de verme succionado por el motor del avión».
—Vale, cálmate. Entrégame el café sin hacer ningún movimiento brusco. Te
traeré otro y empezaremos de nuevo.
—¿Qué tiene de malo este? —pregunté mientras lo examinaba con recelo.
—Necesitas descafeinado.
Respiré hondo y me senté tras el escritorio. Las rabietas nunca me llevaban a
ningún sitio.

—Lo siento. Me estoy quedando sin tiempo.
—¿Con este caso?
—No —respondí mientras recordaba a Reyes en aquel hospital, conectado a
las máquinas que lo mantenían con vida. Tras unos cuantos sorbos de café,
conseguí calmarme. Bueno, más o menos. Aún me salía un poco de humo por las
orejas. Taft era un bicho raro—. Bien, ¿para eso has venido? ¿Para saber qué le dije?
—Básicamente. Aunque también quería echarte la bronca por estar en el
lugar equivocado en el momento equivocado. Otra vez.
—Bufff. Ponte a la cola.
—Ese chico te arrolló con mucha fuerza. ¿Buscas formas de quedar lisiada o
qué?
—No a diario. ¿Te has enterado de algo sobre el almacén?
—Sé lo bastante como para creer que no se trata de lo que creemos que se
trata.
—Ah, genial, pues me alegro de no ser de las que se aferran a sus creencias.
—Por lo que he oído, el buen sacerdote que afirma ser dueño del almacén es
bueno de verdad. Dirige una misión para niños fugados en el centro de la ciudad.
—¿Niños? —repetí.
—No vas a decírmelo, ¿verdad? —preguntó, refiriéndose a mi trato con
Julio Ontiveros.
—No. Puesto que hay dos niños implicados en el caso de Mark Weir, diría
que existe una posible relación.
—Es probable. ¿Puedes darme una pista?
Alguien llamó a la puerta y me salvó de tener que decirle que no. ¿Qué les
pasaba a los hombres con la palabra «no»?
La llamada procedía de la puerta lateral que había utilizado Garrett.
—Pasa, papá —dije antes de volverme hacia el detective—. Tenemos una
puerta principal, ¿lo sabías?

Hizo un exagerado gesto de indiferencia.
Al ver que mi padre no entraba, me levanté y me acerqué a la puerta.
—Puedes pasar, papá —dije mientras la abría.
Un segundo después, mi vida pasó ante mis ojos y llegué a una importante
conclusión.
Fue divertida mientras duró.


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Mensaje por mariateresa Lun 25 Sep - 18:55

14



Bueno, esto es muy embarazoso.
(Camiseta)


Por lo visto, aquella era sin duda la Semana Nacional de Mata a Charley
Davidson. O al menos la de Déjala Horriblemente Lisiada. Me pareció que la
reluciente pistola que me apuntaba desde el otro lado de la puerta era una buena
confirmación de ello. Aunque seguramente aquella fiesta nunca conseguiría la
aprobación del gobierno; estaba destinada a ser infravalorada, como la de
Halloween o la del Día del Diccionario.
Cuando abrí la puerta me encontré de frente a Zeke Herschel, el marido
maltratador de Rosie, que me miraba con un brillo vengativo en los ojos. Mientras
contemplaba la pistola plateada que el tipo tenía en la mano, noté que mi corazón
se detenía, titubeaba y luego daba un vuelco; un instante después empezó a latir
con fuerza, cada vez más rápido, hasta que cada latido se unió al siguiente en un
redoble continuo similar al de esas piezas de dominó que caían una tras otra.
Es curioso, pero el tiempo se detiene cuando la muerte es inminente.
Mientras veía por el rabillo del ojo cómo se contraían los músculos de
Herschel, cómo apretaba el gatillo con el dedo, observé su rostro con detenimiento.
Sus ojos transparentes estaban cargados de prepotencia, de arrogancia.
Volví a bajar la vista hasta el arma y vi que el percutor salía disparado hacia
delante; acto seguido, mis ojos se desviaron hacia arriba, hacia mi derecha... hacia
él. El Malo estaba al lado de Zeke Herschel, observándolo con furia. La capucha de
su capa se encontraba a escasos centímetros de la cabeza del hombre, y su hoja
plateada emitía destellos a pesar de la escasez de luz. En aquel momento, el Malo
concentró todo el poder de su mirada en mí y el efecto fue similar al del estallido
de una explosión nuclear. Su furia, densa y palpable, ardiente e implacable, cayó
sobre mí y me dejó sin aliento.
El Malo seccionó la médula espinal de Herschel en menos de lo que se tarda
en dividir un átomo. Lo supe porque ya lo había hecho antes. Pero un instante
después sentí la punta de su hoja plateada clavada en mi costado. En el preciso
momento en que comprendí que me había herido, Herschel salió volando hacia

atrás y chocó con tanta fuerza contra la puerta del ascensor que el edificio entero se
estremeció.
Un segundo más tarde, el Malo se volvió hacia mí. Su capa y su aura se
fundían en una masa ondulante, y su hoja estaba a salvo entre los pliegues de la
densa materia negra. Fue entonces cuando me di cuenta de que me estaba cayendo.
El mundo se abalanzó sobre mí en el momento exacto en que unos brazos me
rodeaban la cintura. Y, por primera vez, vi quién se ocultaba bajo la capucha de la
capa.
Reyes Alexander Farrow.
Mi padre me entregó una taza de chocolate caliente mientras
permanecíamos fuera del bar, apoyados en su monovolumen. Me había envuelto
con su chaqueta, ya que la mía todavía formaba parte de la escena del crimen. La
chaqueta parecía engullirme, y eso me sorprendió, dado lo delgado que era mi
padre. Las mangas me llegaban hasta las rodillas. Con infinito cuidado, mi padre
enrolló una de las mangas, y me cambió la taza de mano antes de empezar con la
otra.
El ascensor se detuvo con un crujido en el interior del bar, y supe que los de
emergencias iban a sacar a Herschel. Contuve la respiración mientras hacían rodar
la camilla hasta el interior de la ambulancia y cerraban las puertas. Aquel era el
mismo hombre que me había golpeado en el bar. El mismo hombre que, un día sí y
otro también, intentaba someter a su esposa a base de palizas. El mismo hombre
que me había apuntado con una pistola mientras me miraba con los ojos llenos de
odio y el corazón rebosante de violencia.
Debía de haber descubierto que su mujer lo había dejado en la estacada y,
después de sumar dos y dos, había ido a buscarme para vengarse. Y, posiblemente,
también para conseguir información.
Y ahora se pasaría el resto de la vida inmovilizado por la parálisis. Debería
haberme sentido mal por ello. ¿Qué clase de persona sería sino? ¿Qué clase de
monstruo se deleitaba con el dolor y el sufrimiento ajeno? ¿Acaso era igual que el
Malo? ¿Igual que Reyes?
Sentí un vuelco en el corazón al recordar, una vez más, que el Malo y Reyes
eran el mismo ser. La misma criatura destructiva. De hecho, también debía de ser
el borrón que veía de cuando en cuando, revoloteando a mi alrededor como un
Superman maligno. Así que el Tipo Borrón era el Malo y el Malo era Reyes. La

perversa trinidad. Joder, ¿por qué tenía que estar tan bueno?
Me puse una mano en las costillas, en el lugar donde había sentido el corte
de la hoja, y me maravillé ante el hecho de que la piel estuviera ilesa, ante la falta
de una mancha de sangre en el suéter. El Malo tenía estilo a la hora de cortar de
dentro a fuera. Me había herido, pero solo de refilón, y únicamente una resonancia
magnética podría revelar la verdadera extensión de los daños.
Pero como no me daba la impresión de tener una hemorragia interna, decidí
pasar de una visita a la sala de urgencias que tenía más posibilidades de acabar en
un viajecito al manicomio que en una cita con el cirujano.
—Aquí está la bala —le dijo al tío Bob un agente de paisano. Sostenía en alto
una bolsa de plástico sellada para que Ubie la inspeccionara—. Estaba en la pared
occidental.
¿Cómo había acabado allí? La pistola estaba justo delante de mí.
Cookie volvió a sonarse la nariz, incapaz de hacerse a la idea de que habían
estado a punto de pegarme un tiro. Le di unas palmaditas en el hombro. Sus
emociones flotaban hasta mí como si fueran una entidad física. Quería regañarme,
exigirme que tuviera más cuidado, abrazarme hasta mi próximo cumpleaños, pero
debo decir en su favor que se controló muy bien delante de todos aquellos
hombres uniformados.
El tío Bob estaba charlando con Garrett, quien, a juzgar por su palidez,
debía de estar en estado de choque.
Había sido Reyes quien me había tendido en el suelo. Un instante después
de sujetarme, me dejó tumbada bocarriba en el suelo, me examinó de arriba abajo
poniendo especial atención al lugar donde me había cortado la punta de su hoja, y
luego se desvaneció ante mis ojos con un gruñido. Parpadeé con dificultad, pero
cuando conseguí abrir los ojos, era Garrett quien estaba encima de mí, haciéndome
preguntas que no lograba comprender. Reyes había dejado rastros palpables de su
presencia. Su desesperación había arraigado en cada célula de mi cuerpo y
comenzaba a circular por mis venas. Podía olerlo y saborearlo, y lo deseaba más
que nunca.
—Esta no es la primera vez ocurre algo así, ¿sabes?
Levanté la cabeza para mirar a mi padre. Un instante antes le había
suplicado que no llamara a mi madrastra. Había accedido a regañadientes, aunque

me juró que lo pagaría muy caro cuando llegara a casa. No me lo creí.
—Sucedió exactamente lo mismo en el edificio de apartamentos en el que
vives ahora —dijo, de pie a mi lado—. Por aquel entonces eras muy pequeña.
Mi padre intentaba sonsacarme información. Hacía mucho que sospechaba
que aquella noche me había ocurrido algo. Fue el detective principal en el caso del
extraño ataque al pederasta en libertad condicional, y después de más de veinte
años, empezaba a encajar las piezas. Tenía razón. No era la primera vez que
ocurría algo así, ni la segunda. Al parecer, Reyes Farrow llevaba bastante tiempo
siendo mi ángel de la guarda.
Incapaz de encajar los cómos y los porqués, decidí no pensar en ello y
concentrarme en dos cosas que no guardaban ninguna relación con Reyes:
beberme el chocolate caliente y calmar el temblor de mis manos.
—Apareció otro hombre con la médula espinal seccionada sin ninguna
herida externa. Sin ninguna magulladura. Sin ningún traumatismo. Y tú estabas
presente en ambos casos.
Otra vez husmeando, intentando que le contara lo que sabía, que confirmara
sus sospechas. Supongo que sí cambié aquel día, que me volví algo más retraída de
lo normal en una niña de cuatro años. Pero ¿por qué iba a decírselo ahora? Solo le
causaría dolor. No le hacía falta conocer todos los detalles de mi vida. Y había
algunas cosas no se le podían contar a un padre, ni siquiera a los veintisiete. Creo
que aunque hubiese querido hacerlo, no me habrían salido las palabras.
Coloqué la mano sobre la suya y le di un apretón.
—Yo no estaba allí, papá. No aquel día —mentí entre dientes.
Se alejó de mí y cerró los ojos. Él deseaba saber la verdad, pero, tal y como le
había dicho a Cookie, algunas veces era mejor no saberla.
—¿Ese era el tío de la otra noche? ¿El que te pegó? —preguntó el tío Bob.
Me aparté el chocolate de la boca para responder.
—Sí. Intentó ligar conmigo, le dije que no, se cabreó... y ya conoces el resto
de la historia.
No pensaba decir lo que había ocurrido en realidad, ya que eso pondría en
peligro la libertad de Rosie.

—Creo que deberíamos ir a la comisaría y hablar sobre esto —dijo el tío Bob.
Se me agarrotaron los músculos al ver la mirada de advertencia que le
dirigió mi padre. No era agradable ver cómo se peleaban aquellos dos. Divertido
sí, quizá, pero me costaba creer que alguien tuviera ganas de reírse. Aparte de mí,
claro. Reírse era como la gelatina. Siempre quedaba un huequecito para tomar un
poco más de gelatina.
—Genial. Estaba deseando librarme de este maldito frío —dije, esquivando
por los pelos la tercera guerra mundial.
—Puedes venir conmigo en el coche —dijo Ubie un instante después.
¿Qué esperaba mi padre que hiciera el tío Bob? Conocía las reglas. Al final
tendríamos que pasar por la comisaría de todas formas. Lo mejor era acabar con
ello cuanto antes.
El tío Bob echó un vistazo a Garrett.
—Tú también puedes venir conmigo.
Ubie le guiñó un ojo a mi padre, y este lo miró primero con asombro y luego
con agradecimiento.
—Tienes que repasar tu historia en el camino —me susurró papá al oído
mientras me acompañaba hasta el monovolumen del tío Bob—. En la declaración,
limítate a decir que cuando abriste la puerta viste a dos hombres peleando, que el
arma se disparó y que el otro tipo huyó por la escalera de incendios.
Me dio unas palmaditas en la espalda y me ofreció una sonrisa
tranquilizadora antes de cerrar la puerta. Lo rodeaba una neblina de preocupación,
y de pronto me sentí culpable por todo lo que le había hecho pasar mientras crecía.
Había soportado muchas cosas por mi culpa. Había inventado excusas, había
ideado maneras de meter a los hombres entre rejas sin involucrarme directamente,
y ahora debía confiar en que el tío Bob hiciera lo mismo.
—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Garrett antes de que Ubie entrara en el
coche—. Ese tipo debía de pesar más de noventa kilos.
Ambos estábamos sentados en la parte de atrás.
—No lo hice.

Me miró fijamente mientras se esforzaba por entender mis palabras.
—¿Fue uno de tus muertos?
—No —respondí mientras observaba a mi padre y al tío Bob charlando.
Todo parecía ir bien—. No, esto ha sido distinto.
Oí cómo Garrett se reclinaba en el asiento y se frotaba la cara con las manos.
—Vale, ¿me estás diciendo que hay algo más que muertos por ahí? ¿Qué
hay? ¿Demonios? ¿Poltergeists?
—Los poltergeists no son más que muertos furiosos. En realidad todo esto
no es tan misterioso —le dije.
Pero mentía. Reyes era lo más misterioso del mundo.
Por más que me esforzaba, no conseguía dejar de pensar en él. Me
intrigaban sus tatuajes, así que intenté encontrar su significado dentro de la caótica
jungla en la que se había convertido mi mente. Ojalá no hubiera almacenado tanta
información inútil. Maldito fuera el Trivial Pursuit.
También me intrigaban otras cosas. ¿Era una forma de vida basada en el
carbono? ¿De verdad tenía treinta años o más bien treinta mil? ¿Tenía el ombligo
para afuera o para adentro? Era lo bastante lista como para no cuestionarme su
planeta de origen. No era un extraterrestre. La cuarta dimensión, también conocida
como el Más Allá, no funcionaba de ese modo. No había planetas ni países ni
fronteras que marcaran sus límites. Se extendía por todo los confines del universo.
Existía, sin más. Y estaba en todos los lugares a la vez. Como Dios, podría decirse.
—Vale —dijo el tío Bob después de ponerse el cinturón de seguridad—.
Tengo que pensar muy bien las cosas de camino a la comisaría, así que lo más
probable es que no quiera oír lo que os decís el uno al otro, chicos. —Me miró por
el espejo retrovisor y guiñó el ojo de nuevo.
Para el momento en que llegamos a la comisaría, ya tenía claro que había
dos hombres en el pasillo cuando abrí la puerta. El otro era un tipo rubio con barba
y pelo sucio ataviado con prendas oscuras y sin ninguna marca distintiva, por lo
que resultaría casi imposible identificarlo.
Qué gilipollez. Para ser sincera, me sorprendió bastante que Garrett
estuviera dispuesto a apoyar aquella historia.

—A ver si te crees que quiero que me encierren en una celda acolchada
—dijo mientras entrábamos en la comisaría.
Empezaba a ver las cosas desde mi punto de vista y a entender por qué
nunca le contaba a la gente quién era en realidad.
El primer par de ojos que me encontré en la comisaría fue el del agente Taft,
que todavía estaba furioso. Dejó de leer el expediente que tenía abierto en el
escritorio y me fulminó con la mirada cuando pasamos a su lado. Tarta de Fresa
hizo lo mismo, pero al menos no me atacó. Todo un detalle por su parte.
Aun así, no pude evitarlo. Le dediqué a Taft mi mejor sonrisa burlona y
caminé un poco más despacio para poder hablarle.
—Cuando averigüe lo que le ocurre en realidad y necesite ayuda, no venga
a buscarme.
—No soy yo quien necesita ayuda —replicó.
El tío Bob apresuró el paso para situarse a mi lado.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó, muy intrigado.
—¿Te acuerdas del Engendro Infernal de Satán? Pues ahora hace notar su
presencia, y él no puede soportarlo... así que se cabrea conmigo.
Ubie se dio la vuelta con expresión pensativa.
—Puedo enviarle a por una ronda de donuts para enfriarle los motores.
Sonaba bien.
En cuanto terminamos de hacer nuestras declaraciones, con frases
sospechosamente similares, fuimos a tomar algo; después, el tío Bob y yo dejamos
a Garrett y nos dirigimos al Instituto Yucca.
Garrett nos suplicó que le permitiéramos acompañarnos, como si fuera un
niño al que dejaban en casa un sábado por la noche. Incluso gimoteó un poco.
—Por favor —había dicho.
—No significa no. —A ver si lo entendía de una vez.
El Instituto Yucca estaba situado en el corazón de la zona sur de

Albuquerque; era una vieja escuela con un pasado sórdido y una excelente
reputación. Llegamos justo en un cambio de clases. Los chicos aprovechaban los
cinco minutos de descanso para hablar, flirtear y acosar a los novatos. Antes de
llegar, no echaba nada de menos el instituto. Y una vez allí, seguí sin echarlo nada
de menos.
Los remanentes de la mañana aún pesaban sobre mis hombros. Las cosas no
se movían a la velocidad normal. Todo me parecía lento, letárgico, como si nadara
a través de la realidad de un mundo que no se había detenido de repente después
de mi casi-experiencia cercana a la muerte. El mundo seguía en movimiento,
inmerso en un ciclo interminable de aventuras episódicas que llamábamos vida.
Los minutos pasaban. El sol avanzaba por el cielo. El tacón de mi bota tenía una
chincheta clavada.
Entramos en la secretaría del Instituto Yucca y nos encontramos con una
auxiliar administrativa de lo más atareada. Había al menos siete personas que
requerían su atención. Dos querían un permiso para llegar tarde. Uno tenía una
nota de su padre que decía que si el colegio no permitía que su hijo se llevara la
medicina a clase, presentaría una demanda contra los elegantes uniformes nuevos
de los atletas. Otra era una profesora a la que le habían robado las llaves del
escritorio durante el almuerzo. Otros dos eran ayudantes de oficina que esperaban
instrucciones. Y la última era una jovencita muy guapa con coleta, gafas de ojos de
gato y calcetines tobilleros blancos que parecía haber muerto en los años cincuenta.
Estaba sentada en un rincón con los libros apretados contra el pecho y las
piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Me senté a su lado y esperé a que el
caos se despejara. El tío Bob aprovechó la ocasión para salir a hacer una llamada.
Como siempre.
Calcetines Blancos no me quitaba los ojos de encima, así que monté el
teatrillo del teléfono móvil y la miré mientras hablaba.
—Hola —dije.
Abrió los ojos como platos y batió las pestañas en un gesto de sorpresa,
preguntándose si hablaba con ella.
—¿Vienes por aquí a menudo? —le pregunté con una risilla, entusiasmada
con mi portentoso sentido del humor.
—¿Yo? —preguntó por fin.

—Sí, tú —le dije.
—¿Puedes verme?
Nunca he conseguido entender por qué siempre me preguntan eso cuando
los miro fijamente.
—Claro que sí. —Se quedó boquiabierta, así que me expliqué—: Soy un
ángel de la muerte, pero de los buenos; no tengo nada de espeluznante. Puedes
cruzar al otro lado a través de mí, si quieres.
—Eres hermosa —dijo mientras me observaba con asombro. Suelo causar
ese efecto en la gente—. Eres como una piscina en un día soleado.
Vaya, aquello sí que era un buen cambio. Eché un vistazo rápido a mi
alrededor y descubrí que la multitud se dispersaba.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Alrededor de dos años, creo. —Cuando vio que unía las cejas en un gesto
de incredulidad, añadió—: Ah, la ropa. Aquella semana celebrábamos la vuelta a
clase. Era el Día de los Años Cincuenta.
—Vaya —dije—. Pues estás perfecta.
Inclinó la cabeza con timidez.
—Gracias.
Solo quedaba uno de los chicos que deseaban un permiso para llegar tarde.
Al parecer, el director se encargaría de la amenaza de demandda, y los de
mantenimiento, de las llaves robadas.
—¿Por qué no has cruzado? —quise saber.
Un chaval que pasaba por el pasillo llamó a su amigo.
—Oye, Westfield, ¿te darán una azotaina otra vez?
El chico que esperaba el pase, sin duda un atleta, le enseñó el dedo corazón
por detrás de la espalda, al estilo incógnito. Tuve que esforzarme mucho para
contener la risa.
La chica que había a mi lado se encogió de hombros y luego señaló a la

auxiliar administrativa con un gesto de la cabeza.
—Esa es mi abuela. Se enfadó muchísimo conmigo cuando morí.
Miré a la mujer. En su plaquita identificativa ponía: «Sra. Tarpley». Tenía el
cabello estilosamente desaliñado, oscuro con mechas rojas, y unos ojos verdes
impresionantes.
—Vaya, pues está genial para ser una abuela.
Calcetines Blancos rió por lo bajo.
—Solo quiero decirle una cosa.
¿No había sido yo quien poco antes había tenido una rabieta delante de
Garrett por aquel mismo motivo? ¿Cómo lo había expresado? ¿No había dicho que
estaba «harta de atar cabos sueltos»? A veces me comportaba como una zorra.
—¿Quieres que te ayude?
El rostro de la chica se iluminó.
—¿Podrías hacerlo?
—Claro que sí.
Se mordió el labio inferior durante unos instantes.
—¿Podrías decirle que no le gasté toda la espuma? —preguntó.
—¿En serio? —No pude evitar sonreír—. ¿Es eso lo que te retiene aquí?
—Bueno, en realidad sí que le gasté toda la espuma, pero no quiero que
piense mal de mí.
Sentí que algo me atenazaba el corazón al escuchar su confesión. Las ideas
que se le pasaban a la gente por la cabeza antes de morir nunca dejaban de
asombrarme.
—Cielo, dudo mucho que tu abuela piense algo sobre ti que no sea
maravilloso. De hecho, me apostaría el alma a que ni siquiera se acuerda del
asunto de la espuma.
Bajó la barbilla y balanceó los pies por debajo de la silla.

—Supongo que entonces puedo marcharme —dijo.
—Si quieres que le diga algo, aunque sea lo de la espuma, me aseguraré de
que reciba el mensaje.
Esbozó una enorme sonrisa.
—¿Podrías decirle que mi hoja de nenúfar es más grande que la suya?
Solté una risotada. Aunque me habría encantado conocer aquella historia,
en la oficina ya no quedaban ni alumnos ni profesores.
—Te lo prometo que lo haré.
Y Calcetines Blancos se marchó. Olía a pomelo y a loción para bebés, y había
tenido un elefante rosa llamado Chubs cuando era pequeña.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó la abuela.
El tío Bob, también conocido como el caballero de la brillante armadura,
entró en la sala y mostró su placa al estilo de los polis de la tele. Qué bueno era,
por Dios.
Puesto que al parecer había leyes que prohibían proporcionar información
sobre los alumnos a cualquier fulano que la pidiera, no podíamos conseguir los
expedientes sin una orden. Mi única esperanza era que la placa de Ubie fuera
garantía suficiente, ya que no tenía ni idea de en qué podríamos basarnos para
solicitar una.
—Necesitamos todos los expedientes y los listados de asignaturas de un
alumno que estuvo aquí hace...
El tío Bob se volvió hacia mí. Guardé el teléfono y me levanté de un salto.
—Ah, sí, hace unos doce años.
La mujer miró a Ubie antes de coger un bolígrafo para escribir las fechas que
le di. Ubie le devolvió la mirada. Saltaron las chispas.
—¿Y el nombre? —quiso saber.
Claro. El nombre. Con suerte, el tío Bob no se acordaría de un hombre al
que había encerrado de veinticinco años a perpetua.

—Mmm. —Me incliné hacia delante con la intención de dejarlo fuera de la
conversación—. Farrow. Reyes Farrow.
No me hizo falta mirar para saber que el tío Bob seguía a mi lado. De
pronto, el aire estaba tan tenso que se podía cortar.
Vaya. Mierda.


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Mensaje por mariateresa Lun 25 Sep - 19:01

CHICAS ESPERO QUE ESTÉN DISFRUTANDO DE LA LECTURA...ESTO SE PONE CADA VEZ MAS INTERESANTE!!!

ESPERO QUE HAYAN TENIDO UN FANTÁSTICO FIN DE SEMANA

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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 25 Sep - 19:46

Me da mucho risa todo lo que le pasa, digo si fuera otro tipo de novela pobre, pero es Charley. Ay como quiero a esta mujer.


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Mensaje por Tatine Mar 26 Sep - 10:38

Gracias
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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 2 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Mar 26 Sep - 18:38

15



Lo importante en la vida no es encontrarte a ti mismo.
Lo importante es el chocolate.
(Camiseta)



—Tío Bob —dije—, ¿me darías la oportunidad de explicarme?
Estábamos en el pasillo que había junto a la oficina de la señora Tarpley,
hasta donde el tío Bob me había arrastrado del brazo.
—¿Reyes Farrow? —preguntó con los dientes apretados—. ¿Sabes quién es
Reyes Farrow?
—¿Y tú? —contraataqué, intentando mitigar la preocupación de mi voz.
—Yo sí.
—¿Sois íntimos o qué? —pregunté, esperanzada.
Me miró con el ceño fruncido.
—No suelo entablar amistad con asesinos.
Menudo esnob.
—Solo necesito conseguir cierta información sobre él.
—Golpeó a su padre con un bate de béisbol hasta matarlo, lo metió en el
maletero de su Chevy y luego le prendió fuego al coche. ¿Qué más hay que saber
sobre una persona, Charley?
Dejé escapar un suspiro mientras buscaba un buen argumento. ¿Dónde
narices estaban mis abogados cuando los necesitaba? A nadie se le daban mejor las
discusiones que a los abogados. Como no se me ocurrió nada, decidí darle un poco
más de información a Ubie. Los momentos desesperados precisan medidas
desesperadas.
—Él no lo hizo —dije en un susurro.

—No estabas allí. No viste...
—No le habría hecho falta. —Me incliné hacia delante para añadir—: Es...
diferente.
—La mayoría de los asesinos lo son. —Ubie no pensaba ceder sin una
prueba contundente.
Tomé una profunda, profundísima, bocanada de aire.
—Fue él. Hoy. ¿Recuerdas lo de médula espinal seccionada? Pues lo hizo él.
—¿Qué?
El tío Bob no quería oírme, no quería escuchar, pero no pudo evitarlo. La
curiosidad siempre había sido su punto débil. Y yo conocía un método infalible
para conseguir toda su atención.
—Tienes que prometerme que no se lo contarás a papá —le dije mientras me
aferraba a su chaqueta.
De pronto, Ubie empezó a salivar ante la posibilidad de saber más. Le
expliqué lo más brevemente que pude que Reyes era algo más que humano; le
conté el aspecto que tenía y cómo se movía, y también le dije que había aparecido
en la sala de partos el día que nací. Fue entonces cuando tuve la certeza de que mi
tío había entrado en una especie de trance extraño causado por la tensión nerviosa.
No mencioné los otros dos casos de sección medular y, bueno, tampoco le
hablé nuestros devaneos nocturnos. No le hacía falta saber lo intensos que eran mis
sentimientos por Reyes.
—¿Qué es ese tipo? —preguntó al final.
Hice un gesto negativo con la cabeza antes de responder.
—Ojalá lo supiera. Pero morirá dentro de dos días si no lo impedimos. Y la
única forma de evitarlo es encontrar a su hermana.
—Pero si es un... ser tan poderoso...
—Morirá su forma humana —me corregí—. Y no sé qué le ocurrirá si su
cuerpo muere.
Pero sí sabía lo que me ocurriría a mí. No quería vivir sin él. Ni siquiera

sabía si podría hacerlo. Ya no.
Quince minutos después teníamos la agenda escolar de Reyes y una lista de
alumnos de cada curso.
—¿Usted lo recuerda? —le pregunté a la señora Tarpley.
La mujer apartó la mirada del tío Bob para observarme.
—Solo llevo aquí diez años —dijo.
—¿Y no aparecen otros Farrow en el registro?
—No, lo siento. Quizá su hermana no estuviera en el instituto todavía.
—Podría ser. Además, él solo estuvo aquí tres meses. —Volví a echar un
vistazo al expediente de Reyes—. Pero el caso es que aquí dice que se graduó en
Yucca.
—En este centro no —aseguró la señora Tarpley—. Espere. —Apretó las
teclas del ordenador con las uñas—. Tenemos un registro en el que dice que recibió
el diploma, pero eso es imposible.
Me incliné hacia el tío Bob.
—No para un hacker experto.
Empezaba a entender para qué le habían servido a Reyes su inteligencia y
sus conocimientos informáticos.
—Le agradezco mucho todo esto, señora Tarpley —dijo Ubie al tiempo que
le tomaba la mano.
La mujer le hizo ojitos. El tío Bob le hizo ojitos. Todo fue muy romántico,
pero yo tenía una persona desaparecida a la que encontrar. Le di un codazo a mi
tío.
—¿Nos ponemos en marcha ya?
Tras una suave protesta, se volvió hacia la auxiliar para despedirse. Justo
cuando llegábamos a la puerta, me detuve en seco.
—¡Ah! —exclamé al tiempo que le entregaba una nota—. Encontré esto en
aquel rincón de allí. Me pareció... importante.

—Gracias —dijo mientras la abría.
Cuando pasamos junto a la fachada principal del edificio, miré por la
ventana. La mujer aferraba la nota contra su pecho y lloraba. Debía de ser por lo de
la hoja de nenúfar.

Nos pasamos por mi oficina para entregarle a Cookie los listados de
alumnos. Ella haría una comparación entre los alumnos que habían compartido
asignaturas con Reyes e intentaría contactar con alguno de ellos para tratar de
localizar a su misteriosa hermana.
Puesto que ya podía entrar de nuevo en mi oficina, saqué mi Glock de la
caja de seguridad, la metí en la cartuchera y me la colgué al hombro. Con la
chaqueta de cuero apenas se notaba. A decir verdad, nunca había tenido que
utilizarla, pero quería sentirla contra mi cuerpo, saber que estaba allí, aunque solo
fuera durante un ratito.
Durante el viaje de vuelta a la comisaría, dos de mis abogados aparecieron
en el monovolumen del tío Bob. Poco antes había conducido yo, pero tras un
pequeño despiste, el tío Bob insistió en ponerse al volante.
La rubia con labios de rubí, Elizabeth Ellery, estaba sentada justo detrás de
él.
—Hola, Charlotte.
—Hola. —Me volví hacia ellos—. ¿Qué tal os va?
Jason Barber enarcó ambas cejas y volvió a bajarlas.
—Mi madre está enfadada.
—¿Y te sorprende? —pregunté.
El tío Bob comenzó a removerse con incomodidad en su asiento. En realidad
nunca había llegado a acostumbrarse a tenerlos cerca. Era una situación en la que
tenía control cero. Y ni siquiera le gustaban las bebidas con cero calorías.
—Bueno, sí, más o menos.
—¿Tu tío se encuentra bien? —quiso saber Elizabeth, cuyos ojos azules

parecían llenos de preocupación.
—Está enfadado conmigo —respondí con una sonrisa inquieta.
—¿Estáis hablando de mí?
—Elizabeth y Barber están aquí con nosotros. Ella me ha preguntado si te
encontrabas bien.
Sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó el volante con algo más de
fuerza de la necesaria.
—No volverás a conducir este coche nunca.
Puse los ojos en blanco.
—Por favor. Aquella señal era totalmente superflua. En serio, tío Bob,
¿cuántas veces hace falta que nos recuerden el límite de velocidad? Nadie la echará
de menos.
Respiró hondo para tranquilizarse.
—Me estoy haciendo viejo para toda esta mierda.
—Ah, sí. Impotencia, decrepitud. Aun así, siempre tendrás los Werther’s
Originals. —Observé cómo el rostro del tío Bob pasaba de la palidez a una
blancura extrema y luego a un rubor rosado. Me resultó imposible no reírme. Para
mis adentros, claro, porque estaba muy enfadado conmigo—. ¿Dónde está
Sussman? —les pregunté a los abogados.
Elizabeth bajó la vista.
—Sigue con su esposa. La mujer lo está pasando muy mal.
—Lo siento. —No solo odiaba la parte de la gente que quedaba atrás,
también odiaba hablar sobre la parte de la gente que quedaba atrás. Por desgracia,
muchas veces no tenía más remedio que hacerlo—. ¿Cómo está tu familia?
—Mi hermana lo lleva bastante bien. Creo que está tomando fármacos. Mis
padres... no tanto.
—¿Tu hermana no ha hablado con ellos?
Elizabeth negó con la cabeza.

—No quiero ni imaginarme lo duro que debe de ser todo esto para ellos.
—Necesitan pasar página, Charlotte.
—Estoy de acuerdo.
—Debemos encontrar al que hizo esto. Creo que eso ayudaría mucho.
Tenía razón. Saber los cómos y los porqués de un crimen a menudo
ayudaba a las víctimas a superar lo ocurrido. Y encerrar al responsable entre rejas
era la guinda del pastel. Quizá la justicia fuese ciega, pero como tratamiento
paliativo no tenía precio.
Volví a mirar a Barber.
—Oye, cogí siete llaves de memoria de tu oficina, pero todas eran tuyas.
¿Recuerdas qué hiciste con la que te entregó Carlos Rivera?
Se dio unas palmaditas en la chaqueta.
—Mierda, ¿qué hice con esa cosa?
—¿Es posible que se la llevaran? ¿Es posible que supieran que él te la había
entregado?
—Supongo que es posible, sí. —Se pellizcó el puente de la nariz—. Lo
siento. No logro recordarlo.
Era algo que sucedía a menudo. Sobre todo cuando el sujeto había recibido
dos balas en la cabeza. Puesto que no podíamos contar con la llave de memoria,
tendríamos que confiar en nuestras peculiares habilidades.
—Vale, nuestro antiguo sospechoso y actual informante, Julio Ontiveros,
declaró que le había entregado a un amigo una caja de munición después de
vender su nueve milímetros. Esa es la razón por la que encontramos sus huellas en
los casquillos de la escena del crimen.
—¿Quién era el amigo?
—Chaco Lin. ¿Y adivináis para quién trabaja Chaco Lin?
—¿Para Satán? —preguntó Elizabeth.
—Casi. Para Benny Price.

Elizabeth y Barber intercambiaron una mirada.
—En condiciones normales no podríamos hablar de esto —dijo Barber—,
pero puesto que en realidad no estamos aquí, creo que las leyes ya no son
aplicables. Benny Price ha sido acusado de traficar con seres humanos.
—Háblales de la investigación sobre el tráfico de personas —dijo el tío Bob.
—Por lo visto ya lo saben. —Volví a mirar a Barber—. Y tenemos a un
adolescente asesinado y a otro desaparecido. ¿Conseguiste alguna información
sobre el sobrino desaparecido de Mark Weir? —Se suponía que él debía vigilar a la
hermana de Weir, averiguar si mantenía algún tipo de contacto con su hijo.
—No exactamente, pero debo admitir que da la impresión de que la madre
del chico trama algo.
—¿Que trama algo? —Sentí un súbito hormigueo en las tripas—. ¿Podrías
ser un poco más específico?
El tío Bob también se puso en alerta.
—Hace unos días recibió una llamada de un tal padre Federico. Se puso de
los nervios.
Respiré hondo ante la mención del dueño del almacén.
—¿Qué pasa? —preguntó el tío Bob.
Barber continuó.
—Por lo que pude deducir gracias a esa conversación telefónica unilateral,
se suponía que ella debía reunirse con él, pero el cura nunca apareció.
Ubie me miró con desesperación.
—Jane Weir debía reunirse con el padre Federico, pero él no apareció —le
expliqué.
Llegamos a la comisaría.
—Parece que nadie lo ha visto desde hace días.
—¿Crees que podría haberle ocurrido algo malo?

—Es posible. ¿Ha aparecido... ya sabes... en versión transparente?
—No. Pero eso no significa necesariamente que...
—Cierto —dijo.
Sacó el teléfono móvil y pulsó una de las teclas de marcación rápida para
llamar a uno de sus detectives. Se pasaba más tiempo al teléfono que la mayoría de
los adolescentes.
Me volví de nuevo hacia los abogados.
—¿Vosotros sabéis cuánto cuesta un parachoques para un Dodge Durango?
Barber hizo un gesto negativo con la cabeza. Elizabeth se rió por lo bajo.

Cuando entramos en la comisaría para revisar la operación «Postrar de
Rodillas a Benny Price», vimos a Garrett en el pasillo, ojeando sus planes para
aquel día.
—¿Sabes lo que resulta más inquietante? —preguntó cuando pasamos a su
lado, justo antes de cerrar la libreta.
—¿Tu adicción al porno de enanos?
—Nadie ha visto al padre Federico desde hace días —dijo sin inmutarse.
Por lo visto, había sido una cuestión retórica. Ojalá lo hubiera dejado claro
antes de hacerme desperdiciar una de mis mejores réplicas ingeniosas. Detestaba
equivocarme.
—Se suponía que la hermana de Mark Weir debía reunirse con él hace unos
días, pero el tipo no apareció —señaló el tío Bob.
Las cosas comenzaban a encajar. Si Benny Price traficaba con niños fuera del
país, quizá tuviese en su poder al sobrino de Mark Weir, Teddy. Y tal vez también
hubiese atrapado a James Barrilla, el chico que apareció muerto en el jardín de
Weir. Quizá James acabara muerto al intentar escapar. Pero, por el antiguo planeta
Plutón, ¿por qué habían dejado su cadáver en el jardín de Weir? ¿Para
encasquetarle el crimen? ¿Acaso Weir suponía algún tipo de amenaza para ellos?
Necesitaba cafeína.

Dejé al grupo de mentes pensantes y me dirigí a la cafetera. Las mentes me
siguieron, se sirvieron su propio café y luego me precedieron hasta una pequeña
sala de conferencias.
—¿Por qué no puedo olerlo? —preguntó Barber.
—¿Cómo dices? —Dejé el café en la mesa y aparté sillas para ellos.
—El café. Ni siquiera puedo olerlo.
—Yo intenté oler el cabello de mi sobrina —dijo Elizabeth con voz triste.
—No estoy segura del todo —dije—. ¿Hay algo que sí podáis oler?
—Sí. —Elizabeth olfateó el aire—. Pero no las cosas que tengo justo delante.
—Percibís las esencias del plano en el que os encontráis, que, técnicamente,
no es este.
—¿En serio? —dijo Barber—. Porque juraría que hace un rato me ha olido a
barbacoa. ¿Hacen barbacoas en el Más Allá?
Solté una carcajada y me senté al lado del tío Bob.
Después de discutir veinte minutos sobre cómo acabar con Benny Price, se
me ocurrió un plan. Benny era dueño de una serie de locales de striptease llamados
Patty Cakes Clubs. Solo el nombre ya daba repelús. Y de acuerdo con el informe
del grupo de operaciones especiales que lo investigaba, a Benny le gustaban las
strippers, aunque no tanto como se gustaba él mismo.
—Tengo un plan —dije, pensando en voz alta.
—Ya tenemos a una unidad operativa investigándolo —señaló el tío Ubie—.
Lo mejor sería coordinar esfuerzos, aprovechar lo que descubran en su
investigación.
—Están tardando una eternidad. Y mientras tanto, Mark Weir sigue en la
cárcel, Teddy Weir sigue desaparecido y las familias afectadas siguen sin
respuestas.
—¿Qué quieres que haga, Charley?
—Prepara una operación encubierta —contesté.

—¿Una operación encubierta? —inquirió Garrett con un gesto de
incredulidad.
—Si me dais una oportunidad, conseguiré pruebas contra ese tipo antes de
que el sol se ponga esta noche.
Garrett estuvo a punto de saltar de la silla, pero el tío Bob se inclinó hacia mí
con un brillo de interés en los ojos.
—¿Qué tienes en mente?
—No puedes tomarla en serio, detective —dijo Garrett a modo de
reprimenda.
Ubie sacudió un poco la cabeza, como si saliera de una especie de trance.
—No, claro. Solo era una idea.
—Pero tío Bob... —gimoteé, como una niña que acabara de descubrir que no
podía pedir un poni como regalo de cumpleaños. O un Porsche.
—No, Garrett tiene razón. Además, tu padre contrataría a alguien para
asesinarme, seguro.
—Bufff —bufé mientras lo miraba de arriba abajo con expresión
decepcionada—. ¿La gallinita tiene miedo?
Aquello le escoció. No le bufaban a menudo.
—Hoy han estado a punto de matarte, Charley. —Los ojos plateados de
Garrett echaban chispas. Siempre estaba de mal humor—. Y ayer. Ah, y también
anteayer. ¿No deberías tomarte un respiro?
—Lo que debería hacer es mandarte a la mierda. —Me volví hacia el tío
Bob—. Puedo conseguirlo, y lo sabes. Juego con cierta ventaja con respecto a todos
los demás.
—¿Quieres decir que eres algo mejor que los psicópatas? —preguntó
Garrett—. Lo dudo mucho.
Vaya, se estaba poniendo mezquino.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Ubie sin poder evitarlo.

Mi sonrisa adquirió un tinte de superioridad. ¿Acaso Garrett nunca
aprendería?
—Dijiste que no habíais podido poner escuchas en su oficina, ¿verdad?
—quise saber.
—Cierto. No había pruebas suficientes.
—No puedo creer que la escuches —dijo Garrett.
—Nosotros también te escuchamos —aseguró Barber.
Elizabeth asintió para mostrar su acuerdo.
—Gracias, chicos. —Fulminé con la mirada al traidor antes de volver a
dirigirme a Ubie—. También sabemos que Price graba en vídeo todas las
entrevistas con las chicas nuevas.
—Sí. —El tío Bob frunció el ceño en un gesto pensativo.
—Y que realiza todas esas entrevistas en su oficina, en un sofá que utiliza
solo en esas ocasiones.
—Cierto.
Mientras le explicaba mi plan al tío Bob, Garrett hervía de furia en su silla.
Parecía estar a punto de sufrir un infarto.
—Es un plan bastante bueno —dijo el tío Bob cuando terminé de hablar—,
pero ¿no podrías aparecer allí y susurrarle algo al oído, como hiciste con Julio
Ontiveros? Eres como el encantador de perros, solo que con los tipos malos.
—Aquello funcionó por una razón, y solo por esa razón.
—¿Y qué razón era esa?
—Que Julio no era el malo.
—Ah. Es verdad.
—Mis poderes de persuasión solo funcionan cuando tengo algo bueno con
lo que respaldarlos.
—Bueno, a mí me gusta el plan —dijo Elizabeth—. Y ver al señor Swopes

echando humo por las orejas resulta muy entretenido.
Barber y yo asentimos con una risilla disimulada.
—Me alegra que puedas reírte de todo esto, Charley —comentó Garrett con
expresión airada—. No tienes ni idea de la clase de hombre que es Price.
—¿Y tú sí?
—Yo sé qué clase de hombre hay que ser para involucrarse en algo tan
horrible como el tráfico de seres humanos.
—Lo he pillado, Swopes. No es la clase de hombre al que una lleva a su casa
para presentárselo a su madrastra. —Lo pensé mejor—. Espera un momento,
puede que a mi madrastra le gustara conocerlo. ¿Crees que sus barcos llegan a
Estambul?
—Charley... —dijo el tío Bob con tono de advertencia.
Conocía muy bien los cimientos de la escabrosa relación que mantenía con
mi madrastra. Una vez incluso llegó a decirme que nunca había entendido por qué
mi padre no había hecho nada al respecto. Algo que a mí también me sorprendía.
—Solo era una idea —dije, a la defensiva.
Mientras el tío Bob comenzaba las negociaciones con el grupo de
operaciones especiales que investigaba el caso de Benny Price, decidí buscar a
Sussman, que llevaba desaparecido bastante tiempo.
Fiel a su estilo, Garrett salió como una exhalación mientras consultaba mi
móvil al lado de la sala de conferencias. Podía correr todo lo que quisiera. Él tenía
su furgoneta y yo no había podido coger mi coche, así que tendría que llevarme.
Cuanto antes se sentara al volante, más tendría que esperar. Algo que me
beneficiaba en más de un sentido.
Tenía dos mensajes de texto. Los dos eran de Cookie y los dos decían:
«Llámame en cuanto leas esto». Debía de tener algo importante.
—He dado con una de las mujeres que iban con Reyes al instituto —dijo
Cookie nada más coger el teléfono—. Tanto ella como una amiga suya recuerdan a
nuestro chico a la perfección.
—Buen trabajo. —Adoraba a aquella mujer.

—Podrían reunirse contigo en Dave’s, si quieres.
—Quiero. ¿A qué hora?
—A la hora que te venga bien. Tengo que llamarlas de nuevo para decírselo.
—Peeerrrrrrfecto —ronroneé en una de mis mejores imitaciones de
Catwoman—. Tengo que ir a buscar a Sussman. Está desaparecido en combate.
¿Qué te parece dentro de una hora?
—Las llamaré. Por cierto, ¿cómo estás? No hemos podido hablar desde tu
última experiencia cercana a la muerte.
—Estoy viva —dije—. Supongo que no puedo pedir mucho más.
—Sí, Charley, sí que puedes.
Lo pensé durante un buen rato.
—¿Entonces puedo pedir un millón de dólares? —pregunté al final.
—Por pedirlo... —contestó antes de colgar con un resoplido.
Me conocía lo bastante bien como para saber que no tenía ganas de hablar
de mi último drama en aquellos momentos. Ya me desahogaría después. Y ella se
llevaría la peor parte. Pobre mujer.


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