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Lectura #2 Septiembre 2017

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mariateresa
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Mensaje por mariateresa Mar 26 Sep - 18:41

16



Sarcasmo.
Uno de los muchos servicios que ofrecemos.
(Camiseta)



Treinta minutos y un horrible viajecito en coche después (Garrett no había
dejado de despotricar sobre el plan hasta que llegamos a mi jeep), me encontraba
frente a la casa de Sussman, observándolo a través de una de las ventanas de la
primera planta. Estaba de espaldas a mí, así que supuse que estaría observando a
su esposa.
Había muchos coches aparcados junto a su magnífica residencia de tres
plantas. La gente entraba y salía hablando en susurros. No obstante, a diferencia de
lo que ocurría en las películas, no todos estaban vestidos de negro y no todos
lloraban. Bueno, algunos sí. Pero había muchos que se reían por una cosa u otra,
animaban la conversación con gestos de las manos o recibían a los visitantes con
los brazos abiertos.
Me arrastré con desgana hasta la puerta principal y entré. Nadie me detuvo
mientras vagaba entre la multitud hacia la escalera. Las subí despacio y caminé
sobre la gruesa alfombra beige que cubría el suelo de la primera planta hasta que
encontré lo que parecía el dormitorio principal.
La puerta estaba entreabierta, y pude oír los sollozos que procedían del
interior. Llamé a la puerta con suavidad.
—¿Señora Sussman? —pregunté mientras me asomaba al dormitorio.
Patrick me miró con sorpresa. Estaba apoyado en la repisa de una ventana,
observando a su esposa. Otra señora, corpulenta y vestida de luto estricto, estaba
sentada al lado de su mujer y le rodeaba los hombros con fuerza.
La mujer me dirigió una mirada asesina. Ay, madre. Una lucha territorial.
—Me gustaría hablar con la señora Sussman, si a ella le parece bien —dije.
La señora que la acompañaba hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No es un buen momento.
—No pasa nada, Harriet —dijo la señora Sussman, que levantó la cabeza
para mirarme.
Tenía los enormes ojos castaños enrojecidos por el llanto, y el cabello rubio
despeinado. Poseía ese tipo de belleza que los hombres solían pasar por alto en un
principio. Un atractivo suave y honesto. Me dio la impresión de que sus sonrisas
eran genuinas y sus risas, sinceras.
—Señora Sussman —dije al tiempo que me inclinaba hacia delante para
tomarle la mano—. Me llamo Charlotte Davidson. Siento muchísimo su pérdida.
—Gracias. —Se sonó la nariz con un pañuelo de papel—. ¿Conocía a mi
marido?
—Nos conocimos hace poco, pero era una gran persona. —Debía explicar
mi presencia de alguna manera.
—Sí, lo era.
Pasé por alto la mirada cáustica de la otra mujer y continué.
—Soy detective privado. Su marido y yo trabajábamos juntos en un caso, y
ahora colaboro con el Departamento de Policía de Albuquerque para ayudar a
descubrir al responsable de su muerte.
—Entiendo —dijo, sorprendida.
—Me parece que este no es el momento adecuado para hablar de eso,
señorita Davidson.
—Claro que sí —aseguró la señora Sussman—. Es el momento perfecto. ¿La
policía ya ha averiguado algo?
—Tenemos algunos indicios muy prometedores —respondí, evasiva—. Solo
quería que supiera que trabajamos duro para resolver este caso y que... —Me volví
hacia Sussman—, su marido no paraba de hablar de usted.
Los sollozos comenzaron de nuevo, y Harriet se dispuso a consolar a su
amiga. En el rostro de Sussman apareció una débil sonrisa de agradecimiento.
Después de dejarle mi tarjeta y despedirme, le hice un gesto a Sussman para

pedirle que se reuniera conmigo fuera.
—Ha sido embarazoso.
Estábamos delante de su casa, apoyados en Misery, observando los coches
que pasaban de vez en cuando. Se había levantado un viento frío que me ponía la
piel de gallina, así que me rodeé con los brazos, contenta de haberme puesto un
suéter bajo la chaqueta de cuero.
—Lo siento —dijo él—. Pensaba regresar con los demás, pero...
—No te preocupes. Tienes muchos problemas. Lo entiendo.
—¿Qué habéis descubierto?
Una vez que lo puse al día, Sussman se animó un poco.
—¿Crees que todo esto está relacionado con el tráfico de seres humanos?
—Tenemos un plan de acción casi consolidado, si quieres participar.
—Por supuesto que sí. —Genial. Parecía estar mejor. Reflexionó un
momento y luego preguntó—: Mientras tanto, ¿te importaría que utilizara tu
cuerpo para enrollarme con mi esposa?
Tuve que contener una risotada.
—Las cosas no funcionan así.
—En ese caso, ¿podrías enrollarte tú con mi esposa y fingir que estoy dentro
de tu cuerpo?
—No.
—Puedo pagarte. Tengo dinero.
—¿De cuánto estamos hablando?

Volví a colarme en el despacho de abogados de Sussman, Ellery & Barber,
dejé las llaves de memoria en el escritorio de Barber y realicé otra búsqueda rápida
por si acaso me había dejado alguna. Nora no había aparecido por allí, lo que era
de agradecer. Si no había estado allí, no habría echado en falta las memorias y no

podría causarme problemas.
El paso siguiente eran las compañeras de clase de Reyes.
El Dave’s Diner era un local que parecía salido de los años cincuenta, con
cartelitos de metal y batidos de chocolate con huevo y nata que,
sorprendentemente, no llevaban ni huevos ni nata.
Dos mujeres sentadas en un rincón me saludaron con la mano en cuanto me
vieron entrar. Me acerqué a su mesa, aunque no entendía cómo me habían
reconocido.
—¿Charley? —preguntó una de ellas.
Era una mujer grande y muy bonita, con el pelo castaño cortado a la altura
de los hombros y una enorme sonrisa.
—Sí, soy yo. ¿Cómo lo sabíais?
La otra también sonrió. Era una chica latina con el pelo rizado recogido en
una coleta y una piel envidiable.
—Tu ayudante nos dijo que serías la única chica que entrara por la puerta
con pinta de sentirse orgullosa de un nombre como Charley Davidson. Yo soy
Louise.
Estreché la mano de Louise y luego la de su acompañante.
—Me llamo Chrystal —dijo la amiga—. Acabamos de pedir algo para
comer, si tienes hambre.
Me senté en el cubículo circular y pedí una hamburguesa y un refresco bajo
en calorías.
—No os imagináis lo mucho que me alegra que hayáis accedido a reuniros
conmigo.
Se echaron a reír, como si compartieran alguna broma privada, y luego se
apiadaron de mí y me lo explicaron.
—Aprovechamos cualquier oportunidad para hablar de Reyes Farrow.
—Vaya —dije, sorprendida—. Yo también. ¿Lo conocíais bien?

—Nadie conocía bien a Reyes Farrow —aseguró Louise después de volver a
mirar de reojo a su amiga.
—No sé —comentó Chrystal—. Quizá Amador.
—Es cierto. Había olvidado que salía con Amador Sánchez.
—¿Amador Sánchez? —Abrí el bolso y saqué el historial de Reyes—.
Amador Sánchez estuvo con él en prisión. De hecho, fueron compañeros de celda.
¿Me estáis diciendo que ya eran amigos antes de ingresar en prisión?
—¿Amador estuvo en prisión? —preguntó Chrystal, atónita.
—¿Te sorprende? —Louise miró a su amiga y arqueó una de sus delicadas
cejas.
—Un poco, la verdad. Era un buen chico. —En aquel momento me miró—.
Reyes nunca se relacionaba con nadie hasta que conoció a Amador. Se hicieron
amigos enseguida.
—¿Podéis hablarme de Reyes?
Se me aceleró el corazón a causa de la expectación. Había buscado a Reyes
durante mucho tiempo, pero lo cierto era que había sido él quien me había
encontrado. Era el Malo Malísimo. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Louise examinó una servilleta de papel que había plegado en forma de
cisne.
—Todas las chicas del instituto estaban enamoradas de él, pero era tan
callado, tan... reservado.
—Era muy listo, ¿sabes? —añadió Chrystal—. Yo siempre lo había tomado
por un holgazán, pero de eso nada. Está claro que tenía muchas facetas.
—Capuchas —dijo Louise, que estaba de acuerdo con su amiga—. Siempre
llevaba puesta la capucha de la sudadera. Eso le acarreaba muchos problemas,
pero no dejaba de hacerlo.
—Todos los días intentaba entrar en clase sin quitarse la capucha —comentó
Chrystal—, y todos los días el profesor le ordenaba que se la bajara.
Louise se inclinó hacia mí con un brillo especial en los ojos castaños.

—Bueno, tienes que entender que a pesar del poco tiempo que Reyes estuvo
allí, aquello se convirtió en un ritual. No para él ni para los profesores, sino para
las chicas.
—¿Para las chicas? —pregunté.
—Sí, para las chicas —respondió Chrystal, que asintió con expresión
soñadora—. Había un momento todos los días en el que se podía escuchar la caída
de un alfiler: el instante en que él levantaba las manos para bajarse la capucha y
dejaba al descubierto las puertas del paraíso.
Pude verlo en mi mente. Tuve la certeza de que mostrar su hermoso rostro
de aquella manera había conseguido que los corazones latieran más deprisa, que la
sangre se acelerara en las venas y que las chicas suspiraran al unísono.
—Era muy inteligente —comentó Louise después de dedicarle un instante a
aquel recuerdo—. Estaba en la misma clase de matemáticas que nuestra amiga
Holly, y siempre se salía de las tablas. Sacaba sobresaliente en todos los exámenes.
—Nosotras íbamos con él a lengua y a ciencias. Un día, el señor Stone nos
puso un examen —intervino Chrystal, entusiasmada—, y Reyes sacó la máxima
puntuación. El señor Stone lo acusó de haber copiado, ya que algunos de los
conceptos que aparecían en el examen se estudiaban solo en la universidad.
—Ah, ya me acuerdo de eso. El señor Stone dijo que era imposible que
Reyes hubiera respondido bien a todas las preguntas. Y Reyes dijo algo como: «Yo
no he copiado, así que váyase a la mierda», y el señor Stone respondió: «Sí, sí que
has copiado», y después llevó a Reyes al despacho del director.
—Suzy trabajaba como ayudante en aquel momento, ¿te acuerdas? —le
preguntó Chrystal a Louise, quien respondió con un gesto afirmativo—. Nos contó
que el señor Stone tuvo problemas en la oficina porque el director aseguró que
Reyes sacaba la máxima puntuación en todos los exámenes, y que no tenía ningún
derecho a acusarlo de hacer trampas.
—¿Le hicieron alguna vez un test para averiguar su coeficiente intelectual?
—quise saber.
—Sí —respondió Louise—. El director pidió que se lo hicieran, y luego
aparecieron unos tipos del comité de educación que querían hablar con él, pero la
familia de Reyes ya se había trasladado.

Sí, seguro que sí. El padre de Reyes los mantenía en movimiento
constantemente. Para eludir a las autoridades.
—Aún me cuesta creer que matara a su padre —dijo Chrystal.
—No lo hizo —aseguré.
Me pregunté si tanta convicción por mi parte procedía más de mis propios
deseos que de las pruebas físicas.
Ambas me miraron con expresión sorprendida. Igual debería haberme
callado, pero deseaba tenerlas de mi parte. De parte de Reyes. Les hablé de la
noche que lo conocí, de la paliza que le estaba dando su padre, de la hermana que
había dejado dentro de casa.
Hice una pausa cuando llegó la comida, ya que quería que el camarero se
marchara antes de continuar.
—Por eso estamos aquí. Necesito encontrar a su hermana. —También
expliqué lo que había ocurrido en prisión y que Reyes estaba en coma, pero
ninguna de las dos recordaba mucho acerca de la chica—. Ella es la única que
puede impedir que el estado ponga fin a los cuidados terminales. ¿Conocéis a
alguien que pudiera haber salido con ella?
—Deja que haga unas cuantas llamadas —dijo Louise.
—Yo también voy a hacer algunas. Quizá podamos descubrir algo. ¿Cuánto
tiempo tenemos?
Consulté mi reloj.
—Treinta y siete horas.

De camino a casa llamé a Cookie y le dije que buscara a Amador Sánchez, ya
que al parecer era la única persona que podría saber algo importante sobre Reyes.
Era tarde, pero había pocas cosas que a Cookie le gustaran más que dar caza a un
estadounidense de sangre caliente. Cookie con un nombre era como un pitbull con
un hueso.
Justo después de colgar, sonó el teléfono. Era Chrystal. Louise y ella habían
recordado que su prima, que en aquella época estaba en el octavo curso, solía salir

con una chica que había almorzado con la hermana de Reyes de vez en cuando.
Poca cosa, pero más de lo que tenía cinco minutos antes. Habían intentado llamar a
la prima, pero no habían conseguido ponerse en contacto con ella, así que le habían
dejado un mensaje con mi nombre y mi número de teléfono.
Tras anotar la información y darles las gracias un millón de veces, fui a un
supermercado para comprar los alimentos básicos para la vida. Café, nachos y
aguacates para el guacamole. Nunca se toma suficiente guacamole.
Cuando salí de mi jeep, escuché mi nombre y, cuando me di la vuelta,
descubrí que Julio Ontiveros estaba justo detrás de mí. Era más grande de lo que
me había parecido en la comisaría.
Cerré la puerta del coche y me dirigí a la parte de atrás para recoger las
bolsas.
—Tienes mejor aspecto sin las esposas —le dije por encima del hombro.
Me siguió.
—Yo también te veo mejor ahora que no llevo las esposas puestas.
Vaya por Dios. Había llegado el momento de eludir los envites amorosos.
Me detuve para enfrentarme a él. Tenía que acabar con aquello cuanto antes.
—La medalla que tu hermano consiguió en la operación Tormenta del
Desierto está en el joyero de tu tía.
Se quedó muy decepcionado.
—Menuda gilipollez. Ya la busqué ahí. —Se acercó más. La furia y la
preocupación que había disimulado brillaban ahora en sus ojos.
—Me dijo que dirías eso —repliqué mientras abría el portón trasero para
coger las bolsas—. No está en ese joyero, sino en el que está escondido en el sótano.
Detrás de la nevera vieja que no funciona.
Se detuvo un momento para pensarlo.
—No sabía que tuviera otro joyero.
—Nadie lo sabe. Era un secreto. —Sujeté dos de las bolsas con una mano y
me dispuse a coger la tercera—. Y los diamantes también están allí.

Aquella información lo dejó aun más desconcertado.
—¿De verdad tenía diamantes? —inquirió.
—Sí. Solo unos pocos, pero los guardó para ti. —Me detuve y lo miré de
arriba abajo—. Por lo visto cree que aún hay esperanzas para ti.
Dejó escapar un suspiro sobrecogido, como si esa idea le hubiese dado un
puñetazo en el estómago, y se apoyó en Misery.
—¿Cómo sabes...? ¿Cómo es posible que...?
—Es una larga historia —le dije mientras cerraba el coche y me dirigía a la
puerta principal del edificio de apartamentos.
—Espera —dijo mientras trotaba detrás de mí—. Dijiste que sabías dónde
encontrar las tres cosas que más deseaba en el mundo. Solo me has dicho dos.
Aún albergaba dudas. Su mente era como un hámster en una de esas norias:
daba vueltas y más vueltas en un intento por descubrir cómo era posible que yo
supiera aquellas cosas. Si de verdad sabía aquellas cosas.
—Ah, cierto. —Me pasé todas las bolsas a un brazo y rebusqué en el bolso
que llevaba colgado al hombro con la otra—. Ay, no, por favor... —dije con tono
sarcástico—, no me ayudes con las bolsas, que no hace falta. —Julio cruzó los
brazos a la altura del pecho y sonrió con sorna. ¿Para qué me había molestado?
Saqué la mano del bolso con un bolígrafo—. Dame tu mano.
Extendió el brazo y se acercó un poco mientras le escribía un número de
teléfono en la palma. Y luego se arrimó un poco más.
Su sonrisa se volvió de lo más maliciosa cuando vio el número. Enarcó las
cejas y se acercó más aún.
—Eso no es lo que más deseo.
Sin perder un instante, acorté la escasa distancia que nos separaba y lo miré
a los ojos. El movimiento lo desconcertó, pero su sonrisa se hizo más amplia.
—José Ontiveros.
Se quedó inmóvil. La sonrisa se desvaneció de su rostro mientras volvía a
contemplar el número escrito en su palma.

—Está en Corpus Christi, en un refugio. Pero se mueve un montón. Mi
ayudante tardó dos horas en dar con él, y eso que contábamos con la información
que nos dio tu tía.
Se quedó pasmado, con los ojos clavados en el número de su mano.
—¿Dos horas? —preguntó a la postre—. Llevo buscando a mi hermano...
—Dos años. Lo sé. Tú tía me lo dijo. —Volví a cambiarme las bolsas, ya que
empezaba a temblarme el brazo a causa del peso—. Y por si acaso te queda alguna
duda en esa cabecita, sí, tu tía Yesenia te está vigilando. Me pidió que te dijera que
recojas todas tus mierdas, que dejes de meterte en problemas ridículos (son sus
palabras, te lo aseguro) y que vayas a buscar a tu hermano, porque él es lo único
que te queda.
Puesto que ya había cumplido mi parte del trato, me di la vuelta y caminé
hacia el edificio antes de que reaparecieran las propuestas amorosas. Julio tenía
mucho en lo que pensar.
Cuando salí del ascensor en mi planta, noté de inmediato la oscuridad que
reinaba en el pasillo. El conserje había tenido problemas para arreglar los cables de
la luz en aquella planta desde que me mudé, así que mi nivel de alerta solo subió
un par de puntos.
Mientras buscaba las llaves, escuché una voz que procedía del rincón oscuro
que había más allá de mi puerta.
—Señorita Davidson.
¿Otra vez? ¿En serio?
Sobre las ocho y media de aquella mañana, mi nivel de tolerancia con la
Semana Nacional de Mata o Mutila Horriblemente a Charley Davidson había
llegado a su cuota máxima. Poco después había cogido un arma. Saqué la Glock y
apunté con ella hacia la oscuridad. Fuera quien fuese quien se ocultaba en las
sombras no estaba muerto, de lo contrario habría podido verlo a pesar de la
escasez de luz. En aquel momento, un chico dio un paso hacia adelante y me dejó
sin aliento. Teddy Weir. Era imposible no reconocerlo. Era igualito que su tío.
Levantó las manos en un gesto de rendición e intentó parecer lo más
inofensivo posible.
Bajé el arma.

—No quería golpearla, señorita Davidson.
Volví a levantar la pistola y enarqué las cejas en una expresión
interrogativa. Pensé en arrojarle las bolsas del supermercado y darme a la fuga,
pero los aguacates eran muy caros. Maldito fuera mi amor por el guacamole.
El muchacho se detuvo en seco y levantó las manos aún más. A pesar de
que solo tenía dieciséis años, me sacaba casi diez centímetros.
—Creí... Creí que era uno de los tipos de Price. Estábamos despejando el
lugar, pero pensé que nos habían encontrado antes de poder terminar.
—¿Fuiste tú quien me golpeó en el tejado?
Esbozó una sonrisa. Tenía el pelo rubio y los ojos azul claro. Un perfecto
candidato a estrella de cine o a socorrista.
—Solo fue un puñetazo en la mandíbula, pero dio la casualidad de que
estábamos en un tejado.
—Qué graciosillo —murmuré mientras le dirigía mi mirada mortal.
Se echó a reír, pero volvió a ponerse serio enseguida.
—Cuando cayó por aquella claraboya creí que mi vida había terminado.
Pensé que me pasaría el resto de la vida en prisión.
Guardé la pistola en la cartuchera y abrí la puerta del apartamento.
—¿Como tu tío?
Bajó la mirada al suelo.
—Se suponía que Carlos arreglaría eso.
—¿Carlos Rivera? —pregunté, sorprendida.
—Sí. Hace días que no lo veo.
Teddy entró detrás de mí, cerró la puerta y echó la llave. En condiciones
normales, aquello me habría preocupado, más que nada por lo de la nueva fiesta
nacional y todo eso, pero sabía que el chaval lo había pasado muy mal. Le había
ocurrido algo y no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

Reyes también estaba en el salón. Estuve a punto de caerme redonda al ver
la neblina oscura frente a la ventana. Y luego lo sentí. Sentí su calor, su energía. La
estancia olía como una tormenta en el desierto a medianoche.
—Siéntate —le dije a Teddy mientras señalaba uno de los taburetes de la
barra como si no pasara nada.
Para disimular los temblores que invadían mi cuerpo ante la proximidad de
Reyes, me mantuve en movimiento. Primero preparé un café, y luego guardé los
alimentos en la nevera. Puesto que noté que a Teddy también le temblaban las
manos, saqué un poco de jamón, fiambre de pavo, lechuga y tomates.
—Me muero de hambre —mentí—. Iba a prepararme un sándwich.
¿Quieres uno?
Negó con la cabeza en un gesto educado.
—Es evidente que nunca has probado uno de mis sándwiches.
El brillo desesperado de sus ojos dejó bien claro el hambre que tenía.
—¿Jamón, pavo o los dos? —pregunté, fingiendo que comer o no era
elección suya.
—Los dos, supongo —dijo, inseguro, encogiéndose de hombros.
—Suena bien. Creo que yo tomaré lo mismo. Ahora vamos con la parte más
difícil.
Sus cejas se unieron en una expresión preocupada.
—¿Refresco, té helado o leche?
Esbozó una sonrisa y su mirada se desvió inevitablemente hacia la cafetera.
—¿Qué te parece la leche para acompañar el sándwich? Luego podrás
tomarte un café.
De nuevo recurrió al silencio y a un gesto para darme su consentimiento.
—Ya hemos descubierto que el malo es Benny Price —dije mientras
colocaba la tercera loncha de jamón en su sándwich—. ¿Podrías hablarme de la
noche en que murió tu amigo?

Agachó la cabeza, reacio a hablar del tema.
—Teddy, tenemos que sacar a tu tío de prisión y encerrar a Price.
—Ni siquiera sabía que habían arrestado al tío Mark. Es de risa pensar que
él podría matar a alguien —añadió con un resoplido—. Es la persona más tranquila
que he conocido en toda mi vida. No se parece en nada a mi madre, eso se lo
aseguro.
—¿Has visto a tu madre alguna vez desde que regresaste?
—No. El padre Federico dijo que arreglaría un encuentro cuando
regresáramos a un lugar donde ella estuviera a salvo, pero él también lleva un
tiempo desaparecido. Es posible que Price descubriera lo que pasaba y se hiciera
cargo de él también.
—¿Y qué es lo que pasa? —pregunté después de llenarle un vaso alto de
leche.
Dio un enorme mordisco al sándwich y lo engulló con la ayuda de un buen
trago de leche fría.
—Price tiene rastreadores. Ya sabe, gente que se encarga de buscar a chicos
sin hogar o con otro tipo de problemas. Chicos a los que nadie echará de menos.
—Lo he pillado. Pero tú no eras un chico sin hogar.
—James sí, más o menos. Su madre lo echó de casa cuando volvió a casarse.
No tenía adónde ir, así que se quedaba en el cobertizo del tío Mark.
—Y cuando lo hirieron, fue allí.
—Sí. James no se fiaba de aquel rastreador que no dejaba de hacerle
preguntas, que quería saber si a James le quedaba algún pariente vivo y si estaba
dispuesto a vivir con él. Así que investigamos un poco por nuestra cuenta. —Dejó
el sándwich—. Averiguamos para quién trabajaba el rastreador y nos colamos en
uno de los almacenes de Price. Una especie de aventura a lo James Bond, ¿sabe?
No teníamos ni idea de lo que ocurría en realidad.
—Así que os atraparon, pero conseguisteis escapar, ¿no?
—Sí, pero James estaba muy malherido. Nos separamos mientras huíamos.
Yo tenía a dos tíos pisándome los talones. Tíos grandes. Nunca he pasado tanto

miedo.
Me senté al lado de Teddy y le pasé un brazo por encima de los hombros.
Dio otro mordisco al sándwich.
—Me enteré de lo que hacía el padre Federico...
—¿Lo que hacía? —lo interrumpí.
—Ayudar a chicos fugados y todo eso.
—Ah, sí —dije—. ¿Y fuiste a verlo?
—Sí. Lo curioso es que ya lo sabía todo sobre Benny Price. Me escondió en
su almacén.
—Espera, el mismo almacén...
—El mismo. Le pido disculpas por eso otra vez, por cierto.
Por fin tenía la oportunidad de descubrir por dónde se había largado todo el
mundo aquella noche.
—Vale, había dos tipos empaquetando cajas en el almacén, pero cuando
aterricé en el suelo, todo el mundo había desaparecido. ¿Alguna idea al respecto?
Teddy sonrió.
—Ese almacén tiene un sótano con una entrada casi imposible de encontrar.
Nos escondimos allí hasta que se marchó todo el mundo.
Muy listos.
—Así que el padre Federico intentaba ocultar a los chicos que buscaba Price,
¿no?
—Sí.
—¿Y por qué no acudió a la policía?
—Lo hizo. Le dijeron que estaban preparando un caso contra él. Pero
mientras tanto, los chicos seguían desapareciendo. Ya ha visto los carteles.
Los había visto.

—Dijeron que el padre Federico no tenía pruebas suficientes para demostrar
que Price estaba detrás de los secuestros.
—Entonces, ¿estuviste en aquel almacén dos años?
Se le atragantó un bocado y tomó un trago de leche.
—No. Tiene que entender que el padre Federico es uno de esos tipos a los
que les gusta hacerse cargo de todo. Al ver que los polis no nos ayudarían, decidió
tomar cartas en el asunto. Organizó una vigilancia, un equipo de búsqueda y
rescate, y una especie de ferrocarril clandestino.
Contuve mi asombro y esperé a que Teddy continuara.
—Tenemos a toda clase de gente trabajando en esto —dijo después de
zamparse el último bocado—. En cuanto a mí... yo acabé en Panamá.
—¿Panamá? —pregunté, atónita.
Aquel asunto era más gordo de lo que pensaba. De lo que todo el mundo
pensaba.
—Sí. Conseguimos registros de embarques, facturas e incluso la dirección de
algunos compradores. Los había en todas las malditas partes del mundo. Pero
Price no paraba de buscarme, así que el padre Federico se aseguró de esconderme
bien.
—Entonces, ¿Carlos Rivera trabajaba para el padre Federico?
—Al principio no. Era un rastreador. El rastreador. El que intentó atrapar a
James. Supongo que cuando asesinaron a James, Carlos decidió que ya estaba
harto. Acudió al padre Federico e hicieron un trato. El padre puede ser muy
persuasivo cuando quiere. ¿Y ese café?
Cierto, el café.
No pude evitar preguntarme por qué Carlos no había acudido a la policía.
Aunque supuse que su decisión tendría algo que ver con el hecho de que si hubiera
acudido a la policía se habría convertido en el objetivo principal. Algunas personas
creen que los policías son peores que los criminales, que recurrir a ellos es un
suicidio.
—Así que has estado en Panamá...

—Sí. He salvado a siete chicos, si quiere saberlo —dijo con orgullo—. Bueno,
ayudé a salvar a siete chicos.
—¿Y no sabías lo que le estaba pasando a tu tío?
—Sí, lo sabía. El padre Federico me mantenía informado, pero pensábamos
que retirarían los cargos contra el tío Mark. En realidad no había hecho nada, así
que me parecía imposible que lo declararan culpable. No queríamos arriesgar
nuestra operación para salvar al tío Mark, pero cuando lo encarcelaron, no nos
quedó otra opción. Todavía me cuesta creerlo. ¿Cómo es posible que los zapatos
del tío Mark estuvieran manchados con la sangre de James?
—Eso ya lo he solucionado —le dije—. Había estado lloviendo. Tu tío sacó
la basura aquella noche, y es posible que pisara la sangre de James. Él no se dio
cuenta de que estaba detrás del cobertizo, pero alguien debió de ver a James
saltando la valla y llamó a la policía.
—Claro. —Dio un largo trago del café solo y humeante.
—¿Tienes edad suficiente para beber el café solo?
Sonrió. En aquel momento me pareció lo bastante mayor como para beber el
café como le diera la gana. Sus ojos habían visto muchas cosas. Su corazón había
experimentado demasiado miedo y demasiado dolor. Debía de haber envejecido
una década en los últimos dos años.
—¿Por qué regresaste? —quise saber.
—Tenía que hacerlo. No podía permitir que el tío Mark fuera a la cárcel por
algo que no había hecho.
—¿Aun cuando eso significara poner tu vida en peligro? —pregunté con el
corazón henchido de orgullo.
—No he hecho otra cosa que arriesgar mi vida en los últimos dos años
—respondió—. Estoy cansado de huir. Si Price me quiere, que venga a buscarme.
Sentí una opresión en el pecho. No pensaba dejar que eso ocurriera.
—Tenemos que llamar a la policía, ¿lo sabes, verdad?
—Lo sé. En parte, por eso estoy aquí. El padre Federico ha desaparecido, y
queremos contratarte.


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Mensaje por Tatine Mar 26 Sep - 21:50

Gracias
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Mensaje por Veritoj.vacio Mar 26 Sep - 23:48

Ay por fin aparecio el chico, y Reyes, que pasa con el. esta todo muy misterioso


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Mensaje por Tatine Jue 28 Sep - 23:52

Capi?
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Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:16

disculpen la demora pero estuve sin internet ahora me pongo al dia!!!!


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Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:20

17



No molesten. Ya lo han hecho.
(Camiseta)


A lo largo de la noche, Reyes me dio leves codazos, se frotó contra mi brazo
y deslizó los dedos sobre mis labios, lo que provocó pequeños terremotos que
estremecieron mi cuerpo de arriba abajo. Pero en aquel momento, tenía la casa
llena de placas. Literalmente. Habría apostado hasta mi último centavo a que
incluso el señor Wong se sentía un poco claustrofóbico en su rincón, de espaldas al
mundo.
Incluso el jefe de policía y el fiscal del distrito estaban en mi apartamento.
Debería haber ordenado la casa. Haber puesto algunas velas. Preparar un aperitivo
de queso. Cookie no daba abasto llenando tazas de café, y Amber estaba
coqueteando con un novato que pasaría a llamarse Fiambre si no dejaba de flirtear
con ella. ¡Amber tenía once años, por el amor de Dios! Pero seguro que el tipo solo
estaba siendo amable. Y eso era un detalle muy bonito por su parte. En un sentido
algo pederástico, claro.
En medio del caos, recibí una llamada de la prima de Chrystal.
—Hola, ¿es usted la señorita Davidson? —preguntó con voz tímida.
—Sí, soy yo. ¿Es usted Debra?
Eché un vistazo a Teddy. Creí que le entraría el pánico al verse rodeado de
polis, pero parecía tranquilo, casi aliviado.
—Así es —respondió ella—. Chrystal me dijo que estaba buscando a la
hermana de Reyes Farrow. Llamé a mi amiga Emily, pero lo único que recordaba
era el nombre de la chica. Se llamaba Kim. Reyes y ella tenían apellidos diferentes.
Interesante. Me pregunté si sería Walker, como Earl Walker.
—Eso es lo único que recordamos de ella —añadió—. Eso y que era muy
maja.
—Bueno, es más de lo que tenía ayer.

—Siento no poder ayudarla más. Aunque los dos eran muy buenos amigos
de Amador Sánchez, ¿lo sabía?
—Sí, ya lo había oído. —Quizá el tal Amador Sánchez fuera el camino
correcto a seguir. Estaba claro que los conocía bien a los dos—. Oiga, ¿a qué colegio
iban ustedes?
—Ah, estábamos en la Escuela Secundaria Eisenhower.
—Vale. Así que Kim estaba en la Escuela Secundaria Eisenhower hace unos
doce años, ¿correcto?
—Sí. Espero que la encuentre.
—Muchas gracias por llamar, Debra.
—De nada.
Bueno, con aquello no avanzaría muy rápido. Pero tenía una Kim y una
Escuela Secundaria Eisenhower. Al parecer, tendría que volver a salir con el tío
Bob al día siguiente, si él aceptaba. Me pregunté si me dejaría conducir.
—¡Ah! —dijo Cookie al tiempo que se acercaba a mí. Ella también había
estado coqueteando—. Tengo la dirección y el número de tu Amador Sánchez.
—Geeenial.
Antes de ir a la escuela, le haría una visita al señor Sánchez. Seguro que él
podía decirme el apellido de la hermana y dónde encontrarla. Los compañeros de
celda lo compartían todo. Sobre todo los compañeros de celda que habían sido
amigos antes de ir a prisión.
Chocamos los cinco y Cookie se fue a calentar otra taza. Eran casi las once y
empezaba a notar las consecuencias de los golpes y de haber dormido poco. Sin
embargo, aunque mi cuerpo se estremecía de cansancio, mi mente se negaba a
rendirse.
Me senté al lado de Teddy para asegurarme de que estaba bien, pero lo más
curioso es que fue él quien me dio la mano. Le di un apretón. Aquel muchacho me
había robado el corazón desde el momento en que salió de las sombras, y odiaba
que me pasara eso.
El fiscal del distrito estaba sentado frente a nosotros, interrogando a Teddy;

su expresión era una mezcla de interés y preocupación.
—¿Puedo hablar con usted?
El agente Taft estaba de pie a mi lado. Por detrás de él estaba Niña
Demonio, que hacía lo imposible por convencer al señor Wong para que jugara a la
rayuela con ella.
—No estoy de humor, Taft. —Le di la espalda con frialdad.
—Siento lo de esta mañana. Me pilló desprevenido.
Me volví hacia él con expresión desconfiada.
—Si piensa tener otra pataleta, no tenemos nada de qué hablar.
Dejó la taza de café y se agachó a mi lado.
—Nada de pataletas. Lo prometo. ¿Me daría la oportunidad de explicarme?
Taft iba de paisano, y estaba segura de que había ido a mi casa solo para
hablar conmigo, porque no podía saber que iba a encontrarse una sala llena de
uniformes. Después de darle otro apretón en la mano a Teddy, conduje al agente
hasta el dormitorio, donde podríamos hablar en privado.
Reyes nos siguió y eso me preocupó un poco. Si cometía alguna estupidez,
Taft aparecería con la médula seccionada, y no me apetecía nada tener que dar
explicaciones al respecto. Menudo engorro. Seguro que me obligaban a hacer una
declaración, y se me daban fatal las declaraciones. Lo mío eran las miradas gélidas
y las réplicas ingeniosas.
Me senté en la cama, con lo que a Taft no le quedó más remedio que
permanecer en pie. La única silla de la habitación estaba ocupada por varios pares
de pantalones, una camisola de encaje y unas relucientes esposas reglamentarias.
Ah, y un espray de pimienta. Todas las chicas deben tener su espray de pimienta.
Se reclinó sobre el tocador y apoyó las manos a ambos lados de la cadera.
Pero Reyes... Reyes era otra historia. Se estaba impacientando. Revoloteaba
a mi alrededor, me rozaba el brazo y respiraba junto a mi oreja, lo que me erizaba
el vello de la nuca. Tenerlo tan cerca disparaba mi libido. Consciente de lo que era
capaz, empecé a temblar. Mi falta de control en lo que a él se refería estaba
alcanzando niveles ridículos.

Niña Demonio entró en el dormitorio, pero se detuvo en seco en la puerta y
abrió unos ojos como platillos volantes al fijarse en Reyes. Aunque yo no podía
verlo bien (era como una neblina oscura), ella debía de tener una visión
panorámica multicolor. Se quedó boquiabierta, mirándolo fijamente.
Como si de pronto se sintiera incómodo con tanto público, Reyes se acercó a
la ventana. Sentí un escalofrío provocado por su ausencia. Niña Demonio se quedó
muy quieta, como si le diera miedo moverse. Resultaba gracioso.
—La chica que me describió esta mañana no era la de la escena del accidente
—dijo Taft, que volvió a centrar mi atención en el problema que teníamos entre
manos.
—Vaya. Nunca me lo habría imaginado. —Mi actitud no pareció
desanimarlo.
Bajó la barbilla y apretó las manos sobre el tocador.
—Era mi hermana.
Mierda. Debería haberme dado cuenta de que no se trataba de un simple
caso de críos que se conocían desde la escuela primaria.
—Se ahogó en un lago que hay junto a la casa de mis padres —añadió con
una voz cargada de tristeza.
—Él intentó salvarme —dijo Niña Demonio, que aún no había apartado la
vista de Reyes—. Casi se muere por intentar salvarme.
Endurecí mi corazón para protegerme de la hija de Satán y me negué a
fijarme en cómo apretaba los bracitos a los lados, en el brillo maravillado de sus
ojos azules y en su boquita de muñeca.
Le dediqué mi mejor gesto de repugnancia.
—Qué horror —dije.
—¿Por qué? —Al final, Niña Demonio apartó la vista de Reyes, pero solo
durante un segundo. Luego volvió a clavar los ojos en él, como si tuviese un
sistema de localización por radar en las córneas.
—¿Lo amas con locura? —le pregunté al recordar lo que me había dicho
antes—. Es tu hermano.

—¿Está aquí? —quiso saber Taft.
—Ahora no, Taft. En estos momentos tenemos asuntos más graves a los que
enfrentarnos.
La expresión de Tarta de Fresa adquirió un toque de diversión cuando por
fin se concentró en mí.
—Claro que lo amo. Intentó salvarme. Estuvo una semana ingresado en el
hospital con neumonía debido a la cantidad de agua que se le metió en los
pulmones.
—Lo entiendo, lo entiendo —dije al tiempo que levantaba una mano como
si fuera a declarar bajo juramento. Siempre olvidaba que los parientes de otras
familias se amaban los unos a los otros—. Pero aun así, es tu hermano. No puedes
rondarlo. No está bien.
Su labio inferior empezó a temblar.
—De todas formas, ya no me quiere a su lado.
Mierda y mierda. Dos veces mierda. Me concentré en cualquier cosa que no
fueran las lágrimas que se le acumulaban en las pestañas: impuestos, guerras
nucleares, caniches...
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
—Quiero quedarme con él. —Se limpió las mejillas con la manga del pijama
y luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Empezó a dibujar círculos en
la alfombra, aunque su mirada se desviaba hacia Reyes de vez en cuando—. Pero si
él no me quiere...
Dejé escapar un largo suspiro de agotamiento.
—Me ha dicho que intentó salvarla —le comenté a Taft.
Él me miró con expresión sorprendida.
—Y que después se pasó una semana ingresado en el hospital.
—¿Y ella cómo lo sabe?
—Estuve allí —dijo la niña—. Todo el tiempo.

Le transmití lo que decía la niña a Taft y pude contemplar cómo su asombro
crecía por momentos.
—Dice que ahora usted detesta la gelatina verde, y que se ha negado a
comerla desde su estancia en el hospital.
—Es verdad —ratificó el agente.
—¿Quiere que ella se vaya?
La pregunta lo dejó desconcertado. Farfulló una respuesta después de otra
hasta que al final se decidió.
—No. No quiero que se vaya. Pero creo que sería más feliz en otro lugar.
—¡No, de eso nada! —gritó su hermana, que se puso en pie de un salto para
situarse a su lado. Se aferró a la pernera del pantalón del agente como si de ello
dependiera su vida.
—Ella quiere quedarse, pero solo si usted también quiere.
Un momento después me di cuenta de que Taft estaba temblando.
—No puedo creer que me esté ocurriendo esto.
—Yo tampoco. No bromeaba cuando le dije que era malvada.
Taft pasó por alto el comentario.
—Si quiere quedarse, me encantaría que lo hiciera —aseguró—. Pero no sé
cómo hablar con ella, cómo entablar una comunicación.
Ay, madre. Empezaba a ver hacia dónde me llevaba todo aquello.
—Mire, no pienso hacer de intérprete, ¿vale? Ni se le ocurra pensar que
puede venir a verme cada vez que quiera saber lo que trama su hermana.
—Podría pagarle —dijo, y me recordó un montón a Sussman—. Tengo
dinero.
—¿De cuánto estamos hablando?
Se oyó una llamada suave a la puerta, y acto seguido el tío Bob asomó su
enorme cabeza bigotuda por detrás de la hoja de madera.

—Nos vamos ya —dijo.
—¿Qué vais a hacer con Teddy? —pregunté, preocupada.
—Lo vamos a dejar en un piso franco con un par de polis uniformados.
Mañana haremos arreglos más permanentes.
Cuando Taft y yo salimos del dormitorio, descubrimos que el piso estaba
casi vacío. El fiscal tomó mi mano y me la estrechó con entusiasmo.
—Señorita Davidson, hoy ha hecho un trabajo magnífico. Magnífico.
—Gracias, señor. —Decidí no mencionar que mi magnífico trabajo había
incluido también caer por un tragaluz y hacer un sándwich de jamón y pavo—. El
tío Bob colaboró. Un poquito.
El hombre resopló y se encaminó hacia la puerta. Teddy me dio un abrazo
de oso y lo siguió. El abrazo fue agradable. El chico estaría bien. Siempre que Price
no lo encontrara.
—¿Sigue en pie lo de la operación encubierta de mañana por la noche? —le
pregunté a Ubie en cuanto se marchó el último de los agentes.
—La unidad de operaciones especiales quiere reunirse con nosotros a
primera hora de la mañana. Ya veremos. Lo que nos ha contado el muchacho quizá
sirva para acabar con él de una vez por todas.
—Oye, oye, un momento —protesté—. No podemos poner en peligro la
vida de Teddy, tío Bob. Debemos conseguir pruebas contra Price que nos permitan
no tener que recurrir al testimonio de Teddy. Y es necesario encontrar al padre
Federico. ¿Y si lo tiene Benny Price?
La frente del tío Bob se llenó de arrugas de frustración.
—En estos momentos, lo único que tenemos es el testimonio de Teddy. Hay
que acabar con ese tío, Charley, y cuanto antes. Tenemos que poner fin a toda su
operación.
Aguanté el tipo, me mantuve en mis trece y di un puñetazo sobre la mesa...
metafóricamente, claro.
—Dame una oportunidad. Solo una. Sabes de lo que soy capaz. Tenemos
que intentarlo al menos.

El tío Bob, que parecía soportar el peso de un luchador de sumo sobre los
hombros, sopesó mi oferta.
—Veamos lo que tiene que decirnos la unidad operativa mañana.
—¿Qué estás tramando ahora? —preguntó Cookie en cuanto se marchó el
tío Bob.
—Bah, ya me conoces —dije mientras señalaba a Amber con una sonrisa—.
Nada que no pueda manejar.
Amber se había quedado dormida en el sofá, y su cabello formaba un marco
perfecto para los delicados rasgos de su rostro. Aquella niña iba a convertirse en
una rompecorazones.
Cookie apretó los labios para no sonreír e hizo un movimiento negativo con
la cabeza.
—El coqueteo resulta agotador.
—Desde luego que sí —aseguré mientras rodeaba el sofá para abrir la
puerta.
Cookie despertó a Amber y luego la guió por el pasillo hasta su
apartamento. Tras esquivar por los pelos el marco de la puerta y una maceta,
Cookie se volvió hacia mí.
—Ni se te ocurra pensar que no vamos a hablar de lo que ha sucedido hoy
—me dijo.
Ah, sí, la casi-experiencia cercana a la muerte.
—Bueno, pues tú no creas que no vamos a hablar sobre tu actitud —solté en
un intento por distraerla.
Me guiñó un ojo y cerró la puerta.
Y por fin nos quedamos a solas. Me aferré al manillar de la puerta como si
fuera un salvavidas, temblando a causa de la anticipación.
Reyes se materializó detrás de mí como un soplo de brisa y de pronto me vi
rodeada por el aroma terrenal de los elementos, intenso y penetrante. Un instante
después, me rodeó la cintura con un brazo y cerró la puerta con la otra mano.

Me derretí sobre él cuando me estrechó contra su pecho. Su calor me abrasó
la piel, como si hubiera caído en una hoguera.
—Eres él. —Mi voz temblaba más de lo que habría deseado—. Estabas
presente cuando nací. ¿Cómo es posible?
Sentí sus labios ardientes en el cuello mientras su mano me dejaba un
reguero de llamas sobre el abdomen, por debajo del suéter. Las puntas de sus
dedos tantearon con mucho cuidado la zona donde me había cortado, y en algún
recóndito lugar de mi mente, me sentí agradecida por su preocupación.
Un momento más tarde colocó la boca junto a mi oreja.
—Holandesa —susurró, y su aliento fue como una caricia sobre mi
mejilla—. Por fin.
Cuando me di la vuelta, él se apartó un poco para estudiar mi rostro y
finalmente pude ver con claridad al extraordinario ser conocido como Reyes
Farrow.
No me decepcionó. Era la criatura más magnífica que había visto en mi
vida. Era sólido y fluido a un tiempo, con músculos fibroso esculpidos en un
material pétreo capaz de disolverse en cuestión de segundos. El cabello de color
café le caía sobre frente amplia y se rizaba tras la oreja. Sus ojos caoba oscuro,
salpicados por motas doradas y verdes, mostraban el brillo de una lascivia apenas
contenida. Y su boca, grande y masculina, se había entreabierto en un gesto
sensual.
Reconocí su atuendo: era un uniforme de prisión, tal y como había dicho
Elizabeth. Las mangas enrolladas dejaban al descubierto unos antebrazos largos y
musculosos.
Con infinita delicadeza, deslizó la yema de los dedos por mi labio inferior.
Tenía una expresión seria, como la de un niño que acabara de descubrir las
luciérnagas y quisiera averiguar qué tipo de magia las iluminaba.
Cuando me rozó los dientes inferiores con los dedos, se los mordí con
suavidad, cerré los labios en torno a ellos y los succioné para paladear el sabor
exótico y terrenal de su piel. Reyes contuvo el aliento con un silbido brusco, apoyó
la frente sobre la mía con los ojos cerrados y se esforzó por controlarse mientras yo
me introducía los dedos más profundamente en la boca.

No me quedó claro si lo hacía por él o por mí, pero de pronto apoyó un
brazo en la puerta, me aplastó contra la madera con un gruñido y me rodeó la
garganta con la otra mano para mantenerme inmóvil mientras luchaba por
recuperar el control de su cuerpo.
Fue lo más sexy que me había ocurrido en la vida.
Mi cuerpo respondió a sus caricias con una descarga de excitación. En mi
vientre se acumuló un anhelo, ardiente y doloroso, que giró y se extendió hasta
convertirse en un deseo abrasador.
Quería tenerlo a mi lado para siempre, y una pequeña parte de mi mente se
preguntó qué sería de mí si él moría. ¿Podría seguir viéndolo? ¿Vendría a
buscarme tras su muerte o cruzaría al otro lado y me dejaría navegando sola por el
plano terrestre? Me aterraba pensar que podría perderlo si su cuerpo físico moría.
Quise que se despertara, que fuera mío tanto en carne como en espíritu. En ese
sentido, era una acaparadora.
—Reyes —dije con una voz enronquecida por la necesidad cuando su boca
encontró un punto especialmente sensible detrás de mi oreja—, despierta, por
favor.
Se echó hacia atrás con el ceño fruncido, como si no me entendiera. Luego
agachó la cabeza para apoderarse de mi boca y perdí todo vestigio de raciocinio.
Empezó con suavidad, con un delicado roce de lenguas que solo pretendía
provocar y saborear. Pero las chispas no tardaron en convertirse en un incendio y
el beso se intensificó, se volvió salvaje, feroz y exigente. Reyes invadió, exploró y
saqueó mi boca, inmerso en una necesidad primitiva.
Aquel beso barrió de mi mente cualquier rastro de duda que pudiera haber
albergado. Reyes sabía a lluvia, a rayos de sol y a productos inflamables.
Cuando se acercó más y me aplastó contra su cuerpo, sentí un chispazo en
la entrepierna. Justo cuando había empezado a bajar las manos para acariciar la
dureza que me presionaba el abdomen, Reyes se detuvo.
Interrumpió el beso y se dio la vuelta con un movimiento tan rápido que me
dejó mareada. Su capa se materializó al instante, como una entidad líquida que nos
envolvió a ambos, y pude oír la canción del acero que cobraba vida, de una hoja
afilada que salía a la luz. Reyes soltó un gruñido siniestro, profundo y gutural, y de
repente fui consciente de lo que me rodeaba. Estaba tan débil que apenas podía

mantenerme en pie. ¿Había alguien en la estancia con nosotros? ¿Algo?
No podía ver lo que nos acechaba más allá de las enormes espaldas de
Reyes, pero percibí la tensión que había solidificado todos los músculos de su
cuerpo. Fuera lo que fuese lo que había allí, era muy real. Y muy peligroso.
En un momento dado, Reyes se volvió de nuevo hacia mí, me rodeó la
cintura con la mano libre y me apretó contra él. Sus brillantes ojos caoba buscaron
los míos y me suplicaron comprensión.
—Si despierto —dijo en un susurro agónico—, me encontrarán.
—¿Qué? ¿Quién? —pregunté, alarmada.
—Y si me encuentran —añadió sin despegar la mirada de mi boca—, te
encontrarán.
Y tras decir aquello desapareció.
Unos tres segundos después, me desplomé en el suelo.


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Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:23

18



Cuando pelees con payasos, ve siempre a por el malabarista.
(Pegatina de parachoques)


¿Me había pasado dormida las últimas veintisiete horas? ¿Existían seres y
criaturas que nunca había visto? ¿Seres tan poderosos y salvajes que solo podía
combatirlos algo sobrenatural?
Me senté en la sala de conferencias con el tío Bob, incapaz de concentrarme
después de lo ocurrido la noche anterior. Garrett también estaba allí, junto con el
fiscal del distrito, el detective jefe de la unidad operativa especial que investigaba a
Price, los abogados y Angel, que parecía muy nervioso.
Estábamos dando los últimos toques al plan de aquella noche. Era un poco
arriesgado trazar planes cuando no todos los allí presentes estaban en el ajo, pero,
tal y como me esperaba, el tío Bob sorteó el problema con facilidad.
Garrett y Angel estaban muy callados, y eso era muy extraño. Lo de Garrett
podía entenderlo, ya que no estaba de acuerdo con mi plan. Pero Angel tenía una
oportunidad perfecta para coquetear con una despampanante abogada difunta con
minifalda y no la aprovechaba. De hecho, casi ni la miraba.
No tenía ni idea de lo que le pasaba. ¿Era por Reyes? ¿Sabía de mis fantasías
con él que rayaban en la ilegalidad?
En cuanto se marcharon el detective y el fiscal del distrito, el tío Bob se giró
hacia mí.
—Vale, ¿cuál es el verdadero plan?
De vuelta a la realidad. Esbocé una débil sonrisa.
—Entraré allí con mi ridículo vídeo y mis pruebas falsificadas, y obligaré a
Price a confesarlo todo.
—¿Puedes hacer eso?
—Puedo hacer eso.
—Vaya —dijo, impresionado—. Está claro que eres una encantadora de
criminales.

Garrett se removió en su asiento, pero se negó a abrir la boca.
—¿Y si no logramos encontrarlo? —preguntó Barber, refiriéndose al padre
Federico, ya que yo había dejado la búsqueda del sacerdote en sus manos—. ¿Y si
la unidad especial no conoce todas las propiedades de Price? ¿Y si lo tienen
encerrado en otro lugar?
—¿Y si lo han matado ya? —añadió Sussman.
—Siempre existe esa posibilidad —dije—, pero Price es católico hasta la
médula. Creo que le sería muy difícil matar a un cura.
—Entonces, Barber y yo revisaremos sus propiedades —dijo Elizabeth—, y
Sussman y Angel te ayudarán, ¿es eso?
—Ese es el plan.
—¿Cuál es el plan? —quiso saber el tío Bob.
Le resumí nuestras ideas y él nos dio el visto bueno. Mejor, porque en
realidad no teníamos un plan B.
—Angel —dije mientras los demás se marchaban—, ¿piensas desembuchar
ya o tendré que recurrir a las técnicas de tortura que aprendí el año pasado en el
Mardi Gras?
Sonrió y dio un pequeño saltito entre pasos.
—Estoy bien, jefa. Puedo hacer esto con los ojos cerrados.
—Solo porque puedes ver a través de los párpados.
—Cierto —dijo en un tono apático.
Comprobé el teléfono. Cookie me había dejado un mensaje.
—Pareces muy triste —señalé mientras marcaba el número del buzón de
voz—. Como si alguien te hubiera robado tu nueve milímetros favorita.
—No estoy triste. —Empezó a caminar pasillo abajo—. No cuando te miro,
al menos.
Vaya. Qué encanto. Estaba claro que tramaba algo, pero no tenía ni idea de
qué podía ser.

—¿Sabes qué? ¿Sabes qué? —repicó la voz de Cookie en el teléfono—.
Tengo su nombre. El de la chica. Llamé al compañero de celda de Reyes, ese tal
Amador Sánchez, y lo amenacé con denunciar una violación de la condicional si no
cantaba. Tengo su nombre y su dirección. Es... —Sonó el pitido del buzón de voz y
al instante comenzó otro mensaje—. Lo siento. Malditos teléfonos. Todavía vive en
Albuquerque. Se llama Kim Millar, y todavía está aquí.
Se me doblaron las rodillas. Cogí un bolígrafo y un papel del escritorio del
poli que tenía al lado, lo que me granjeó una mirada de lo más siniestra, y anoté la
dirección.
—El tipo no pudo darme un número, pero dijo que la chica trabajaba desde
casa, así que lo más probable es que esté allí cuando escuches este mensaje.
En aquel momento, le habría dado un besazo a Cookie.
—Sí, lo sé. Quieres matarme a besos. Encárgate de encontrar a la hermana
de Reyes y ya nos enrollaremos más tarde.
Me subí a Misery con una risotada y me dirigí al centro de la ciudad. Tenía
un nudo de anticipación en el estómago. Eché un vistazo al reloj. Veinticuatro
horas. Solo nos quedaban veinticuatro horas.
Durante el trayecto en coche tuve tiempo para reflexionar sobre lo que me
había dicho Reyes la noche anterior. ¿Qué significaba eso de que lo encontrarían?
¿Quién lo encontraría? ¿Acaso lo estaban buscando?
Decidí no pensar en lo que le había hecho gruñir. Resultaba evidente que
había cosas a nuestro alrededor que ni siquiera yo podía ver. Y eso me llevó a
formularme una serie de cuestiones importantes: ¿Qué sentido tenía ser un ángel
de la muerte si no podía ver todo lo que había ahí fuera? ¿No debería estar
informada? En serio, ¿cómo esperaban que hiciera bien mi trabajo?
Después de aparcar junto a un complejo cerrado de apartamentos, caminé
hasta la puerta del 1B y llamé. La mujer que respondió tendría más o menos mi
edad, y llevaba un paño en las manos, como la hubiese pillado secando los platos.
Me adelanté con la mano extendida.
—Hola, señora Millar —le dije—, soy Charlotte Davidson.
Me estrechó la mano con recelo. Sus finísimos dedos estaban fríos al tacto.
Tenía el cabello de color caoba oscuro y los ojos de un tono verde claro; no se

parecía en nada a Reyes. Raíces irlandesas con alguna que otra mezcla.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.
—Soy detective privado. —Saqué una tarjeta y se la entregué—. ¿Podría
hablar con usted?
Tras estudiar la tarjeta durante unos instantes, abrió más la puerta y me hizo
un gesto para que pasara. Una vez en el salón, examiné la estancia en busca de
alguna foto de Reyes. No había fotos, ni de Reyes ni de nadie.
—Así que es detective privado —dijo al tiempo que me señalaba un
asiento—. ¿En qué puedo ayudarla?
Se sentó frente a mí. El sol de la mañana se filtraba a través de las cortinas
de gasa y llenaba de calidez el salón. Aunque había pocos muebles, todos estaban
limpios y en perfecto estado. No pude evitar preguntarme si la señora Millar no
tendría una pizca de TOC, también conocido como Trastorno Obsesivo
Compulsivo.
Me aclaré la garganta mientras buscaba una forma de empezar. Aquello era
más difícil de lo que había pensado. ¿Cómo se le dice a alguien que su hermano
está a punto de morir? Decidí ahorrarle aquella parte por el momento.
—Estoy aquí por Reyes —empecé.
—¿Cómo dice? —preguntó ella antes de que pudiera explicarme.
Parpadeé, sorprendida. ¿No me había oído?
—Estoy aquí por su hermano —repetí.
—Lo siento, pero no sé de qué me está hablando —dijo—. No tengo ningún
hermano.
Puesto que se me daba muy bien interpretar a la gente, supe de inmediato
que me estaba mintiendo.
Menuda sorpresa. ¿Por qué mentiría? Mi mente comenzó a repasar las
posibilidades, una a una, en un intento por resolver aquel nuevo enigma. Pero no
tenía tiempo para jueguecitos. Ni siquiera para los que resultaban tan intrigantes.
Decidí pagarle con la misma moneda y mentir también.

—Reyes ya me advirtió que diría algo así —dije con una sonrisa
agradable—. Me pidió que le dijera la contraseña para que usted supiera que podía
hablar conmigo tranquilamente.
Frunció el ceño.
—¿Qué contraseña? —Se inclinó hacia delante—. ¿Reyes le habló sobre mí?
Había sido demasiado fácil. Casi me sentí culpable.
—No —dije con tono pesaroso—, no lo hizo. Pero usted acaba de hacerlo.
La furia relampagueó en sus ojos irlandeses, pero aquella furia no iba
dirigida contra mí. Estaba enfadada consigo misma. Sus hombros caídos, la mueca
disgustada de sus labios y su ceño fruncido me dijeron todo lo que necesitaba
saber. Reyes no era el único en la familia que había sufrido abusos.
—Por favor, no se enfade —le dije. La empatía pesaba más que la
culpabilidad en mi interior—. Me gano la vida con esto porque se me da muy bien.
—La mujer contempló el paño que tenía en las manos y lo apretó con más fuerza
mientras me escuchaba—. ¿Por qué quería Reyes que su identidad permaneciera
en secreto? No hay ni una sola referencia a usted en su expediente. Él jamás la
nombró como pariente o como posible contacto. En ninguno de los registros
judiciales se menciona a una hermana.
Tras una larga pausa, habló con una tristeza casi palpable.
—Claro que no. Me prometió que no le hablaría a nadie sobre mí. Tenemos
distintos apellidos. Fue fácil ocultarlo en el juicio. Nadie sospechó nada.
¿Por qué demonios querría Reyes que su hermana permaneciera en el
anonimato durante el juicio? Podría haber sido una testigo clave.
—¿Sabe lo que le ha sucedido? —le pregunté.
Bajó la barbilla aún más, con lo que el pelo ocultó sus ojos.
—Sé que le dispararon. Me lo dijo Amador.
—Ah. ¿Amador la mantiene informada?
—Sí.
—Entonces ya sabe que el estado le retirará el soporte vital mañana.

—Sí —dijo con voz rota.
Por fin empezábamos a llegar a algún sitio. Tal vez pudiera conseguir algo,
después de todo.
—Tiene que luchar, Kim. Nadie más puede hacerlo. Según parece, usted es
su único pariente con vida.
—No puedo —replicó ella, negando una y otra vez con la cabeza—. No
puedo involucrarme.
La incredulidad me dejó sin aire en los pulmones. La miré fijamente,
desconcertada y atónita.
Kim retorció el trapo con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos
blancos.
—No me mire así, por favor. Usted no lo entiende.
—Le aseguro que no.
Un sollozo le sacudió el pecho.
—Me hizo jurar que jamás volvería a ponerme en contacto con él. Dijo que
cuando saliera me encontraría. Por eso me he quedado aquí, en Albuquerque. Pero
no puedo ir a visitarlo, ni llamarlo, ni enviarle regalos por su cumpleaños. Me hizo
jurarlo —dijo, suplicándome con la mirada que lo comprendiera—. No puedo
involucrarme.
Aunque no entendía por qué Reyes le había hecho jurar algo semejante,
estaba claro que la situación había cambiado. Decidí lanzarme a la yugular. Por lo
de los momentos desesperados, las medidas desesperadas y todo ese rollo.
—Kim, su hermano la protegió durante muchos años —señalé con un tono
de voz cargado de acusaciones—. ¿Cómo es posible que no quiera hacer nada?
—«Proteger» no es la palabra más adecuada —dijo antes de sorber por la
nariz por detrás del paño.
—No lo entiendo. ¿Hubo... abusos sexuales?
No sabía de dónde salía tanta arrogancia, el coraje que había sacado de
repente en aquel momento de adversidad. Acababa de soltar como si nada un

comentario tan sensible que rayaba en la brutalidad.
Las lágrimas de Kim abandonaron sus pestañas y formaron regueros en sus
mejillas, respondiendo en su lugar.
—Y él la protegió lo mejor que pudo, ¿no es así? Entonces, ¿cómo puede
darle la espalda ahora?
—Ya se lo he dicho, «proteger» no es la palabra más adecuada.
Se me estaba agotando la paciencia. ¿Por qué no quería ayudarlo? Yo había
sido testigo de lo mucho que él se preocupaba por ella; le había visto arriesgar la
vida una noche para permanecer a su lado. Reyes podría haber huido, podría
haber acudido a la policía y haber dejado al psicópata de su padre en manos de las
autoridades. Podría haberse liberado. Pero se había quedado. Por ella.
—¿Y cuál es la palabra adecuada, entonces? —pregunté con voz cáustica.
Tras pensarlo durante un largo instante, me miró, y pude ver el sol de la
tarde reflejado en sus ojos verdes.
—Soportar.
Vale. Aquello me había dejado descolocada.
—No lo entiendo. ¿Qué...?
—Mi padre... —me interrumpió con una voz rota por el peso de las
palabras—. Mi padre nunca me tocó. Solo me utilizaba como arma para controlar a
Reyes.
—Pero hace un momento ha dicho... Me ha dado a entender que hubo
abusos sexuales.
Cuando me miró de nuevo, sus ojos estaban llenos de resentimiento. Era
evidente que no quería hablar de ello.
—He dicho que nunca me tocó. A mí. No he negado que hubiera abusos
sexuales.
Me quedé aturdida y muda de asombro durante todo un minuto. Intenté
asimilar lo que Kim acababa de decirme, analizarlo al detalle. El simple hecho de
pensarlo me hacía daño, como si la idea en sí fuese una entidad física, una caja

cubierta de afiladas esquirlas de cristal que se me clavaban en los dedos cada vez
que intentaba abrirla.
—Al principio utilizaba animales para controlarlo.
Me concentré de nuevo en su rostro frágil y volví a prestarle atención.
—Cuando Reyes era pequeño, utilizaba animales —repitió—. Si Reyes se
portaba mal, los animales pagaban las consecuencias y sufrían por él. Nuestro
padre descubrió muy pronto que esa era la única forma de controlarlo.
Parpadeé unas cuantas veces y permití que aquellas palabras penetraran en
mi mente a pesar del súbito impulso que me pedía a gritos que no las escuchara.
—Luego, mi madre, una drogadicta que al final murió a causa de las
complicaciones de la hepatitis, le entregó el arma definitiva. A mí. Me dejó en su
puerta y jamás volvió la vista atrás. Le dio a mi padre el poder absoluto sobre
Reyes. Si no obedecía todas y cada una de sus órdenes, me dejaba sin cenar. Sin
desayunar. Sin comer. Y al final, sin agua. Y cada vez peor, hasta que Reyes cedía.
Nuestro padre no tenía el menor interés en mí, salvo como herramienta. Era la
palanca que controlaba todos los movimientos de mi hermano.
Me quedé sin habla, incapaz de imaginar una existencia semejante, de
imaginarme a Reyes tan indefenso, esclavizado por un monstruo. Sentí una
opresión en el pecho y un millón de nudos en el estómago. El desayuno se me
subió a la garganta, de modo que tragué saliva con fuerza y respiré hondo unas
cuantas veces, asqueada conmigo misma por haber obligado a Kim a revivir un
infierno así.
—Pero debe entender cómo es Reyes —continuó, ajena a mi agonía—, cómo
piensa. Lo que le he contado es la verdad pura y dura, pero desde su persepctiva,
nuestro padre me hacía daño por su culpa. Cargó con esa responsabilidad sobre
sus hombros todos aquellos años; cargó con el peso de mi bienestar como lo hace
un rey con el de su pueblo.
Tensé la mandíbula con fuerza para evitar que me temblara la barbilla.
—Me aseguró que nadie volvería a hacerme daño por su culpa. ¿Cómo es
posible que piense así? Era justo al revés. Mi padre le hacía daño por mi culpa.
—Después de enjugarse una lágrima, alzó la cabeza para mirarme con expresión
destrozada—. ¿Sabe por qué le estoy contando esto?

Aquella pregunta me sorprendió, y negué con la cabeza. No lo había
pensado.
—Porque es usted.
Hice todo lo posible por concentrarme, por superar lo que me estaba
contando y escuchar.
—Reyes siempre ha padecido ataques, desde que era pequeño. Eran algo así
como desmayos, y en ocasiones duraban hasta una hora. Cuando despertaba de
uno de ellos, tenía recuerdos de lo más extraños. Recuerdos sobre una chica de
cabello oscuro y brillantes ojos dorados. En el instante en que abrí la puerta, supe
que era usted.
¿Tenía recuerdos? ¿Sobre mí? Se me aceleró el pulso.
—Me dijo que le había salvado la vida una vez. Dijo que un hombre la había
llevado a un apartamento. —Se inclinó hacia delante—. Por si no lo sabe, usted no
habría salido de aquel apartamento con vida. Aquel hombre tenía intención de
hacer lo que le diera la gana con usted antes de asfixiarla. Ya lo había hecho antes.
Una descarga de ansiedad recorrió mi cuerpo.
—¿Reyes supo que yo estaba en peligro? —pregunté cuando por fin
recuperé la voz.
—Sí. En otra ocasión también creyó que corría peligro, pero al final resultó
que su madrastra le estaba gritando delante de un montón de gente. Usted se
sentía asustada y avergonzada, y esas emociones tan fuertes fueron las que le
provocaron el ataque. Estaba tan indignado, tan preocupado por usted, que estuvo
a punto de partir a su madrastra en dos solo para darle una buena lección. Pero me
dijo que usted le suplicó en susurros que no lo hiciera.
—Lo recuerdo. Estaba muy furioso —dije mientras revivía lo ocurrido aquel
día en mi cabeza.
—Más tarde aprendió a localizarla sin sufrir ataques. Iniciaba una especie
de trance solo para verla, para observarla. —Sonrió al recordar los buenos
momentos—. La llamaba «Holandesa».
Dejé escapar un largo suspiro. Estaba temblando. Cada palabra que decía
despertaba nuevas preguntas y me confundía aún más.

—Si Reyes aprendió a controlarse, a mantener a raya el poder y a utilizarlo,
¿por qué no... detuvo a su padre?
Kim se encogió de hombros.
—No era eso lo que él creía.
Fruncí el ceño.
—No lo entiendo.
—Para él, aquello no era más que una fantasía, algo imaginario. Incluso
usted era una invención de su mente, la chica de sus sueños. Pero yo sabía que lo
que hacía era real. Cuando crecimos, empecé a investigar algunas de las cosas que
él había imaginado, de las que había hecho. Todo lo que me había contado había
sucedido de verdad.
La inteligencia que brillaba en los ojos de Kim echaba por tierra la fachada
de la mujer apocada y dulce que había conocido al entrar. La hermana de Reyes
había aprendido a ocultar quién era. De lo que era capaz.
Sentí una enorme admiración por ella. Me habría encantado ser su amiga en
una vida diferente. En circunstancias diferentes. No obstante, todo era posible.
—¿Sabe... sabe qué es él?
La pregunta no pareció sorprenderla.
—No. Desde luego que no. —Acompañó la respuesta con un gesto negativo
de la cabeza—. Solo sé que es especial. No es como nosotros. Ni siquiera tengo
claro que sea humano.
Yo no podría estar más de acuerdo.
—¿Y sus tatuajes? —quise saber—. ¿Le habló alguna vez sobre lo que
significan?
—No. —Se relajó un poco—. Lo único que me dijo es que, hasta donde él
sabía, siempre los había tenido.
—Sé que significan algo... pero no logro recordar el qué. —Me llevé la
palma de la mano a la frente, como si quisiera evitar que mis pensamientos
avanzaran tan rápido.

—¿Usted es como él? —preguntó Kim sin inmutarse.
Respiré hondo y volví a concentrarme en ella.
—No. Yo soy un ángel de la muerte.
Siempre sonaba fatal cuando lo decía en voz alta. Pero ella se limitó a
esbozar una sonrisa, grande y bonita. Me sorprendió bastante.
—Eso fue lo que él me dijo, que usted se encargaba de llevar las almas al
otro lado. Dijo que brillaba como una galaxia recién creada y que se daba tantos
aires de grandeza como un niño rico con el Porsche de su padre.
No pude contener la risotada.
—Sí, bueno, él también se lo tiene bastante creído.
Kim rió por lo bajo y dobló el paño sobre su regazo.
—Creo que eso es lo que lo impulsa hacia delante. Su actitud. Si no fuera tan
fuerte, no habría podido soportarlo.
Se me encogió el corazón al pensar en todo lo que Kim me había contado.
Quería que Reyes estuviera bien. Quería borrar todas las cosas malas que le habían
pasado. Pero ¿cómo podría hacerlo si no despertaba?
—¿Podría impedir que ocurra esto, por favor? —pregunté con voz
desesperada.
Sus dedos aplastaron las arrugas del paño. Había tomado una decisión.
—Charlotte, él ya ha sufrido bastante por mi culpa. Le hice una promesa.
No puedo romperla ahora, no después de todo lo que ha hecho por mí.
Por más que deseara protestar, entendía su posición. Veía el amor en su
rostro y lo escuchaba en su voz. Lo que en un principio había tomado por
desinterés era en realidad una profunda y ardiente lealtad. Tendría que depositar
todas mis esperanzas en el tío Bob. Él conocía a gente que conocía a gente. Si
alguien podía lograrlo, era él.
Me marché con la misma sensación de irrealidad que me envolvía desde
hacía días. Cada hora que pasaba descubría algo nuevo, algo sorprendente sobre
Reyes. Después de buscarlo durante tanto tiempo sin ningún éxito, la avalancha de

información que me llegaba desde todas las direcciones resultaba un poco
abrumadora. Aunque no me quejaba. La gente que se muere de sed no se queja de
las inundaciones.
El misterio de Reyes Farrow se volvía más y más enigmático a cada paso. Y
estaba decidida a descubrir cuántos pasos exactamente tenía aquel misterio. Pero la
cuestión era: ¿podría hacerlo en veinticuatro horas?


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Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:31

19



Tal vez no lo parezca,
pero soy experto en fingir que soy un ninja.
(Pegatina de parachoques)



—¿Dónde estás?
Acababa de salir de los tribunales cuando me llamó el tío Bob. Sussman
había sugerido que rellenara una orden preliminar contra el estado en base a la
falsa posibilidad de que Reyes fuera el único hombre vivo con información sobre
un asesino en serie de Kansas. Detestaba tener que echar mano de un recurso al
estilo Hannibal Lecter, pero fue lo único que se nos ocurrió con tan poca
antelación.
Si se aceptaba, aquella orden impediría que el estado retirara a corto plazo
el soporte vital a Reyes, lo que me daría algo más de tiempo. Necesitaba otra
oportunidad para hablar con él, preferiblemente sin que se acercara mucho a mí.
Sin que me tocara. Quizá así pudiera conseguir alguna información sólida. Me
preguntaba si podría retenerlo de alguna manera, atándolo al fregadero de la
cocina o algo por el estilo. Necesitaría una cuerda mágica. O unas esposas rociadas
con polvo de hadas.
—¿Dónde estás tú? —le pregunté a mi vez. El tío Bob era un cotilla.
—Tenemos que prepararte.
—¿Prepararme? ¿Para qué? ¿Acaso accedí yo a que me prepararan?
No recordaba haber accedido a que me prepararan. Ni siquiera había ido a
la escuela preparatoria.
Ubie soltó un largo suspiro. Fue divertido.
—Para la operación encubierta —dijo con tono exasperado.
—¡Ah, es verdad! —Lo había olvidado—. Acabo de rellenar un
requerimiento contra el estado. ¿Podrías hacer que se cursara cuanto antes? No
tenemos mucho tiempo.

—Claro. Llamaré a una juez con la que solía salir.
—Tío Bob, lo que necesitamos es una persona a la que le caigas bien y que
esté dispuesta a hacerte un favor.
—Te aseguro que a ella le caía muy bien. Por todos lados.
Me detuve a media zancada, estremecida ante semejante idea, y luego
continué mi camino hacia Misery.
—Gracias, tío Bob. Te debo una.
—¿Una? ¿Estás de coña?
—¿Es que llevamos la cuenta? Porque si llevamos la cuenta...
—Da igual. Mueve el culo hasta aquí.
Tras revisar el plan hasta la saciedad con nuestros dos equipos, el que se
encargaba de los asuntos técnicos y el que vigilaba las instalaciones, regresé a mi
apartamento a fin de ponerme el atuendo apropiado para llevar a cabo mi parte.
Me esforcé sobre todo en cubrir los cardenales azulados que me quedaban de las
últimas aventuras.
Para el momento en que entré en escena, tenía el aspecto de una
bibliotecaria puritana con seductores ojos de gatita y una boquita de piñón que
habría hecho llorar a muchos hombres.
Garrett dejó lo que estaba haciendo para devorarme con la mirada. Me lo
tomé como una buena señal, pero solo hasta que habló.
—Se supone que vas a seducirlo, no a revisar sus cuentas.
Siguiendo el estilo de Elizabeth Ellery, me había puesto una falda de traje
roja con zapatos de tacón de diez centímetros. No obstante, a diferencia de
Elizabeth, me había recogido el pelo en un moño tirante y llevaba una de esas
gafas con montura de pasta gruesa propias de gente con estreñimiento.
—¿De verdad eres un hombre, Swopes? —Al ver que fruncía el ceño,
pregunté—: ¿Es que nunca has tenido sueños húmedos con una secretaria, una
bibliotecaria o una institutriz alemana?
Miró a su alrededor con aire culpable para asegurarse de que nadie me

había escuchado.
—¡Bingo! —exclamé con aire triunfal antes de echar a andar hacia el furgón
de vigilancia. Garrett me siguió, así que continué con la perorata—: ¿De verdad
crees que Benny Price no sospecharía de una fulana callejera con pinta de querer
seducirlo y hacerle confesar el asesinato de cuatro personas? Mmmm. Es una idea
estupenda. Si hoy me sintiera con ánimos suicidas, podríamos haber intentado
algo así. Mira a tu alrededor. —Esperé a que Garrett se fijara en las mujeres que
había calle abajo, dos strippers que entraban en el club—. Esa clase de chicas son
para él como el agua del grifo: siempre están disponibles. Yo, por el contrario, no
—dije mientras señalaba mi atuendo.
Nos acercamos a la furgoneta aparcada a media manzana del club y
llamamos a la puerta.
Me volví hacia Garrett y le di un cachete justo en el momento en el que el tío
Bob abría las puertas traseras.
—Estoy especializada en sociología, ¿recuerdas?
Se encogió de hombros para mostrar su acuerdo cuando el tío Bob tomó mi
mano para ayudarme a entrar. Traje de falda y tacones. Seguramente no era el
mejor atuendo para una emboscada. Me preocupaba un poco que Garrett intentara
impulsarme de nuevo empujándome por el culo. Y también que no lo hiciera. Una
chica debe buscar emociones donde sea.
El furgón se hundió cuando entró Garrett.
—Todavía no tenemos noticias del padre Federico —le dije al tío Bob—. Si
no logran encontrarlo, no sé qué vamos a hacer.
—Nos preocuparemos de eso más tarde —replicó Ubie—. Ahora vamos a
ponerte esto. —Sacó un micro diminuto de una caja acolchada—. Le hemos puesto
el cable más pequeño que hemos podido encontrar.
—¿Hablas en serio? —pregunté, anonadada—. ¿Cables? El plan es que
Angel ponga en marcha esa cámara sofisticada y carísima que Price ha instalado
detrás de su escritorio. Lo grabaremos todo sin que se entere. Y, lo más importante,
saldré viva de esta.
—Ya, pero debemos vigilarte de algún modo —replicó—. ¿Cómo sabremos
si estás en problemas?

—Si estoy en problemas, te enviaré un mensaje. —Miré a Angel, que
acababa de entrar. Era evidente que estaba entusiasmado con el plan. Y sabía
exactamente lo que debía hacer—. ¿De verdad crees que Price no hará que sus
hombres me cacheen en cuanto se entere de por qué estoy allí? —Me incliné hacia
el tío Bob—. El hecho de que pueda ver a los muertos no quiere decir que quiera
estar muerta.

Veinte minutos después salí de una sala llena de tías medio desnudas y
ambientada con una música bastante decente para adentrarme en el silencioso
despacho de Benny Price. Un hombre de negocios. Padre de dos hijos. Un asesino.
—No lleva micros, jefe —dijo uno de sus secuaces, un rubio alto y
musculoso al que las strippers habían mirado con ojos codiciosos. Me había
cacheado en un pasillo poco iluminado que conducía al despacho de Price,
provocándome un arrebato de indignación y una excitación de lo más
inapropiada—. Pero sí una videocámara.
Benny Price, que estaba sentado tras un descomunal escritorio de teca,
resultó ser mucho más impresionante en persona de lo que las fotos de vigilancia
me habían hecho creer. Aunque para ser justa, había que tener en cuenta que
aquellas fotos eran robadas y el tipo no había estado al tanto de que debía posar.
Tenía el cabello corto y negro, un bigote bien recortado y perilla. Lo que
hizo que le perdiera por completo el respeto fueron la corbata y el pañuelo. La
corbata tenía un color magenta que contrastaba con la camisa lisa negra y el
chaleco a rayas, mientras que el pañuelo que asomaba por el bolsillo del chaleco
era más bien de color violeta. Aquel detalle eliminó cualquier posible duda. Había
que acabar con él.
—¿Quería verme, señorita...?
—Señora... Magenta. Violeta Magenta —dije sin inmutarme.
El guardaespaldas dio un paso adelante y colocó la videocámara que había
encontrado en mi bolso sobre el escritorio de Price.
—Me dijo que se llamaba Lois Lane.
Al parecer se lo había creído. Qué penita de hombre.
Price se puso en pie y examinó la cámara. Tenía una postura estudiada que

resultaba amenazadora, desdeñosa e intimidante. Aquella táctica le habría
funcionado con muchas mujeres a las que yo conocía, pero conmigo no tenía nada
que hacer.
Me senté en el lado opuesto del escritorio mientras él abría el monitor LCD
para ver el vídeo grabado en la cámara.
—«Me llamo Donna Wilson» —me escuché decir desde el otro lado. Bueno,
no desde el otro lado...
—«He enviado esta grabación a diez personas, entre las que se incluyen mi
abogado, un colega y mi pedicuro.» —Mi pedicuro. Intenté no echarme a reír—.
«Si no llamo a todas esas personas a las nueve en punto de esta noche, le enviarán
el vídeo directamente a la policía. Tengo a buen recaudo en una caja de seguridad
pruebas irrefutables de que Benny Price, dueño y director de los clubs Patty Cakes
Strip, está traficando con niños y vendiéndolos como esclavos en otros países. Una
de las diez personas mencionadas posee la llave de la caja de seguridad, y se la
entregará a la policía si no regreso sana y salva antes de la hora acordada.»
Benny contempló la pantalla con aire desconcertado; luego cerró el monitor
y me devolvió la cámara. Puesto que ahora parecía contar con toda su atención,
empecé a actuar. Respiré hondo, aferré con fuerza mi bolso (una maravillosa
creación de seda que me había prestado Cookie) y lo miré con expresión decidida y
algo ingenua.
Era evidente que no me entregarían el premio a la persona predilecta del
club Patty Cakes aquel año. Aunque lo había encajado bien, Price estaba cabreado;
aun así, mantuvo la calma y volvió a sentarse tras el escritorio.
—¿Y qué clase de pruebas tiene? —preguntó con voz gélida.
Bajé la mirada hasta el bolso antes de volver a clavarla en su rostro, aunque
temí estar pasándome con todo aquel rollo de la damisela en apuros. Tenía que
conseguir que se lo tragara, no metérselo con calzador en la garganta.
—Tengo una memoria USB que me entregó mi jefe, un abogado al que
mataron de un tiro hace un par de días. Me dijo que en esa memoria estaba todo lo
que necesitábamos para meter a Benny Price, o sea, a usted, entre rejas.
En aquel momento, Price se calmó. Cuando vi cómo se curvaban las
comisuras de sus labios, supe de inmediato que tenía la memoria. Tal vez fuera lo
bastante estúpido para...

Abrió un cajón del escritorio y sacó una llave USB.
—¿Se refiere a esta?
Sí. Había sido lo bastante estúpido. Aunque mis tripas dieron un salto al
estilo Snoopy, el resto de mi cuerpo comenzó a notar los efectos del pánico.
Angel y Sussman salieron de la habitación que había detrás de Price con el
dedo pulgar en alto. La cámara estaba grabando.
—¿Ya puedo ir a ver a las stripper? —preguntó Angel.
Apreté los dientes, lo fulminé con la mirada y luego seguí hiperventilando.
Price esbozó una de esas sonrisas de superioridad típicas de los jefes de la mafia y
de los directores de las residencias de ancianos. Sussman permanecía atrás,
asesinando al criminal con los ojos.
—Ay, casi se me olvida —dijo Angel.
Se acercó a mí de un salto y me desabrochó el botón superior de la blusa
ceñida para darle a Price, y con suerte también a la cámara, una buena panorámica
de mi canalillo. La mirada de Price se desvió de inmediato hacia aquella zona.
Peligro y Will Robinson. Extraordinarias distracciones. Cuando alzó la vista, unos
cuantos mechones de cabello se habían escapado mágicamente del moño para
enmarcar mi rostro.
Me levanté las gafas con un gesto nervioso.
—Puedo asegurarle que no se trata de la misma memoria USB. —Me lamí
los labios en un gesto pensativo y añadí—: Mi jefe me entregó una memoria, y sé
que esa memoria contiene... bueno, él dijo que contenía pruebas. Estaba codificada,
pero...
—¿Es posible que le entregara la memoria equivocada? —sugirió con
amabilidad.
—No, no es posible. Él tenía... Bueno, siempre tenía un montón de llaves
USB en su escritorio, pero...
—Le prometo, preciosidad, que mi hombre le arrebató esta directamente a
su abogado. Segundos después de su muerte.
¿Preciosidad? ¿Por quién me había tomado? ¿Por un caballo de carreras? No

sé por qué, pero había dado por sentado que un hombre que salía cada día con
mujeres hermosas utilizaría piropos menos anticuados.
Mientras yo hacía lo posible por hiperventilar sin hiperventilar de verdad,
Price se puso en pie, rodeó el escritorio y se apoyó en la mesa justo por delante de
mí. Lo hizo, al menos en parte, para ver desde arriba cómo se retorcía su nueva
víctima, como los que disfrutaban viendo achicharrarse a una hormiga bajo una
lupa; pero sobre todo para poder echarles una buena ojeada a mis chicas.
Angel aprovechó la situación para intentar desabrocharme otro botón con
una sonrisa diabólica. Fingí colocarme bien la blusa y aparté de un manotazo los
dedos de aquel pequeño pervertido. Angel frunció el ceño, decepcionado.
—¿Busca dinero? —preguntó Price, tan frío que ni siquiera un incendio
habría derretido su arrogancia. Le hizo un gesto al rubio para que se marchara.
Tragué saliva con fuerza y asentí con la cabeza, fingiéndome incapaz de
mirarlo a los ojos.
Extendió el brazo para quitarme las gafas. La culpabilidad, una culpabilidad
sin remordimiento alguno, rezumaba por todos sus poros y formaba un charco a
sus pies.
—Y por eso decidió pasarse por aquí y exigirme que se lo diera, ¿no es así?
—Sí. Estoy... metida en un lío. Ahora que los abogados de mi empresa han
muerto, se hará una auditoría.
—Ah —dijo mientras plegaba las gafas y las dejaba sobre el escritorio—. Y
ha sido una chica mala.
—¿Usted... los mató? ¿Fue usted? —Lo miré a través de las pestañas sin
levantar la barbilla. Pareció gustarle.
—Por supuesto que no. Tengo hombres que se encargan de esas cosas.
Mierda. ¿Se podría ser más evasivo? Necesitaba una confesión, no una
mísera afirmación que cualquier abogado digno de considerarse como tal podría
descalificar.
Intenté ponerme en pie, pero el tipo estaba tan cerca que no podía hacerlo
sin tocarlo, así que me aseguré de rozarle la erección con el hombro.

—¿Envió a sus hombres a matar a mis jefes? ¿Por qué?
Como ocurría con la mayoría de los criminales, la arrogancia fue su
perdición. Me agarró del brazo para ayudarme a ponerme en pie.
—Porque puedo.
Respiré hondo con expresión horrorizada e intenté librarme de su mano.
—Me marcho —dije, fingiendo que fingía sentirme muy segura de mí
misma.
Price acababa de confesar una conspiración, y no permitiría que saliera de
allí con vida.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Si no doy señales de vida antes de las nueve en punto de esta noche,
usted acabará en prisión.
Price consultó el reloj de su muñeca y luego me rodeó la cintura con las
manos para estrecharme con fuerza.
—Eso nos da casi tres maravillosas horas para descubrir quiénes son sus
amiguitos.
Es curioso, pero cada vez me resultaba más fácil parecer asustada. Hice un
gesto con la cabeza para dar la señal a Angel. Él asintió y se marchó, pero Sussman
permaneció donde estaba, clavado al suelo, con una impresionante mirada de odio.
—Así que la respuesta a su pregunta es sí, maté a esos tres abogados.
—Price deslizó un dedo por mi clavícula antes de hundirlo en el canalillo—. Pero
usted no tiene por qué ser la siguiente.
Ya, claro. Le di un empujón en el pecho con aire indefenso. Por Dios,
¿cuánto se tardaba en invadir una habitación? Lo único que Angel tenía que hacer
era darle un tironcito de la corbata al tío Bob, la señal acordada para que Ubie
hiciera entrar a sus hombres con las armas en alto. No hacía falta estudiar
neurocirugía ni nada de eso.
—¿Me está diciendo que podríamos llegar a un acuerdo? —pregunté con
una voz ronca a causa del miedo.

Una sonrisa lánguida apareció en lo que en su día había sido un rostro
apuesto. El rostro de un asesino y un secuestrador que vendía a los niños como
esclavos. O para cosas peores. Seguro de sí mismo, Benny Price me rodeó la
garganta con una mano y agachó la cabeza para tener acceso a la comisura de mis
labios. Empecé a preguntarme si no lo habría subestimado.
De pronto, en el escritorio de Price empezó a parpadear una luz roja. Se
enderezó con asombro en el momento en que su guardaespaldas entraba en el
despacho a toda velocidad.
—Polis —dijo el escolta.
Price me miró con incredulidad.
Podría haberme comportado como una listilla y haberle dicho algo como
«Que no se te caiga el jabón», pero la expresión del rostro de Price hizo que me
mordiera la lengua por una vez. Parecía, no sé, un poco molesto. Su rostro se puso
lívido en cuestión de segundos.
Antes de que pudiera advertirle sobre los peligros de un aumento súbito de
la presión arterial, me agarró del brazo con fuerza suficiente para partírmelo en
dos y me empujó contra la pared. Solo que no era la pared. Se trataba de una
puerta secreta que comunicaba con un pasillo a oscuras. Una de las paredes del
pasillo estaba ocupada por falsos espejos que permitían una visión perfecta de su
despacho.
Mientras forcejeaba con Price, la unidad táctica entró en la oficina y echó al
suelo al guardaespaldas antes de examinar la estancia, buscándome. Respiré
hondo a fin de prepararme para gritar mientras Price me arrastraba pasillo abajo,
pero su enorme mano me tapó la boca sin ninguna delicadeza. Impidió mi grito e
interrumpió mi suministro de aire. Un asco. El azul no era el color que mejor me
quedaba.
Y en aquel preciso momento percibí la presencia de Reyes. La sentí incluso
antes de verlo. Me invadió una oleada de calidez cuando lo vi materializarse
delante de nosotros como una espiral de humo oscuro, densa y palpable. En un
santiamén, su furia impregnó el aire y las moléculas de agua presentes alcanzaron
el punto de ebullición, abrasándome la piel. El pánico me atenazó la garganta.
¿Cómo explicaría otra médula espinal seccionada?
Puesto que no podía gritar lo que estaba pensando (que era básicamente:
«¡Agáchese, Price!»), articulé la orden en mi mente. Reyes me había leído los

pensamientos en otras ocasiones, así que tal vez lo hiciera de nuevo.
No te atrevas a hacerlo, pensé. Con vehemencia. Intenté proyectar mis
pensamientos a través de la barrera de su furia para poder llegar a su mente.
Reyes se quedó inmóvil y el agudo silbido de su hoja se desvaneció al
instante. Aunque no podía verle la cara, supe que me estudiaba con detenimiento
desde el interior de la capucha.
Ni se te ocurra, Reyes Farrow.
Se inclinó hacia nosotros y soltó un gruñido, pero me mantuve en mis trece.
Mientras lanzaba patadas y mis pulmones se quedaban sin aire, pensé: Si lo haces,
te daré una buena patada en el culo.
La masa oscura se retiró, sorprendida al parecer por el hecho de que me
hubiera atrevido a amenazarla. Sin embargo, no tenía tiempo para preocuparme
por eso. Ni para pensar en cómo podría llevar a cabo semejante amenaza.
Arañarle las manos a Price no estaba sirviendo de nada. Había llegado el
momento de apelar a mi ninja interior. El primer movimiento de lo que esperaba
fuera una serie de muchos, sería darle una patada a mi agresor en la entrepierna.
Las patadas bien dadas eran capaces de derribar hasta al más duro de los
oponentes. ¿Y con tacones? Mucho mejor.
Mientras mi mente se preparaba para la patada y calculaba el siguiente
movimiento, noté un dolor agudo en el cuello que bajó por mi espada, vi un
estallido incandescente y escuché un estruendoso crujido que resonó en las
paredes. Me convertí en gelatina en un abrir y cerrar de ojos. Segundos antes de
perder la conciencia, me di cuenta de que Price me había roto el cuello. Menudo
capullo.

Casi esperaba escuchar el clamor de las trompetas, o el canto de los ángeles,
o incluso el sonido de la voz de mi madre, dándome la bienvenida al Más Allá. En
general había sido una buena persona. Teniendo en cuenta todas las circunstancias.
Seguro que mi alma ascendía a las alturas.
En lugar de eso, escuché el goteo del agua, tan lento y constante como el
latido de un corazón que apenas tenía fuerzas para seguir adelante. Olí el polvo
que había bajo mi cara, el cemento y los productos químicos. Y saboreé la sangre.

Tardé unos segundos en comprender que Reyes estaba cerca. Podía sentirlo.
Sentía su fuerza. Su furia demoledora.
Parpadeé unas cuantas veces y eché un vistazo a mi alrededor sin moverme,
por si acaso Benny Price andaba por allí. No quería que se diera cuenta de que
estaba consciente e intentara finalizar lo que había empezado. Estábamos en un
pequeño almacén. Las paredes de cemento estaban cubiertas de estanterías llenas
de utensilios y productos de limpieza. Reyes estaba encaramado a una de ellas,
balanceándose sobre los talones como un ave de presa. Se negaba a contemplar la
puerta abierta, y también a mí.
Sí, estaba furioso. Aunque todavía estaba envuelto en la oscuridad de su
capa, se había retirado la capucha, de modo que su rostro y su cabello quedaban a
la vista. La capa permanecía inmóvil, al igual que su hoja. Sostenía la empuñadura
de aquella arma letal con una de sus fuertes manos y mantenía la punta apoyada
en el suelo de cemento. La hoja era recta, como la de otras espadas, pero mucho
más larga; sin embargo, ambos filos eran curvos, con terribles dientes de metal. La
espada me recordaba a dos cosas: a un aparato de tortura medieval y a sus tatuajes.
—Estoy viva —dije con voz ronca al darme cuenta de que Price no estaba
con nosotros.
—Por los pelos —replicó él, que aún se negaba a mirarme.
Pero ¿cómo era posible? Levanté una mano y me froté la garganta.
—Me rompió el cuello.
—Intentó romperte el cuello.
—Pues a mí me dio la impresión de que había tenido mucho éxito.
Por fin, Reyes se volvió hacia mí. La fuerza de su mirada me dejó sin aliento.
—No eres como los demás seres humanos, Holandesa. La cosa no es tan
sencilla.
Y tú no te pareces a nadie que haya conocido, pensé. Nuestros ojos se
enfrentaron durante un largo momento mientras intentaba en vano llenar mis
pulmones de aire. En aquel instante nos interrumpió una voz masculina.
—¿Quién anda ahí?

Después de muchos esfuerzos, conseguí incorporarme un poco. Cuando me
volví, vi a un hombre atado con los ojos vendados que estaba en un rincón de la
estancia. Tenía una barba canosa y abundante cabello oscuro. También llevaba el
alzacuellos de los sacerdotes católicos.
—¿Padre Federico? —pregunté.
El hombre se puso rígido antes de asentir con la cabeza.
¡Bingo!
Estaba vivo. Y yo también. Aquel día mejoraba por momentos. Hasta que
sentí una pistola contra la sien.
Antes de poder volverme hacia Price, escuché el silbido de una hoja que
atravesaba el aire. El arma cayó al suelo y Price se dobló en dos con un grito de
dolor.
Joder. Mi padre iba a matarme.
Me arrastré para ponerme fuera del alcance de Price, regresé a por el arma y
luego me arrastré de nuevo fuera de su alcance. Sin embargo, el tipo se retorcía de
dolor, se aferraba la muñeca y se mecía sobre las rodillas. La mayoría de los
hombres con la médula espinal seccionada no podían mecerse sobre las rodillas.
Alcé la vista, pero Reyes se convirtió en una masa oscura de humo y desapareció
antes de que pudiera abrir la boca. Y habría jurado que estaba sonriendo.
—¿Qué...? ¿Qué me ha hecho?
Buena pregunta. ¿Qué le había hecho Reyes? Como de costumbre, no había
ni una gota de sangre.
Sussman apareció de repente, comprobó cómo se encontraba Price, me hizo
un gesto de aprobación y volvió a desvanecerse.
—No puedo mover los dedos.
Price no dejaba de llorar y de babear. Resultaba bastante grotesco. Reyes
debía de haberle seccionado los tendones de la muñeca o algo parecido.
Estupendo.
Mantuve la pistola apuntada hacia su cabeza mientras me acercaba al padre
Federico. Justo cuando había empezado a desatarlo, Angel entró en la estancia

seguido por un desastrado tío Bob. Me pregunté cómo había conseguido Angel
guiarlo hasta allí.
En cuanto dos de los policías se hicieron cargo de Price, el tío Bob se
arrodilló a mi lado.
—Charley —dijo con el rostro lleno de arrugas de preocupación. Me rozó
los labios con el pulgar. Seguro que Price me había hecho sangre al taparme la
boca—, ¿estás bien?
—¿Bromeas? —pregunté mientras retiraba la venda de los ojos del padre
Federico—. Lo tenía todo controlado.
Luego se produjo un momento de lo más extraño. Una especie de toma de
conciencia o algo así. El tío Bob me quitó la pistola y luego me ayudó con la venda
del sacerdote. Cuando terminó de quitársela, la expresión del rostro del hombre,
llena de alivio y gratitud, me abrumó por completo. Ubie me observaba con un
gesto tan tierno, tan angustiado, que me arrojé a sus brazos y lo estreché con
fuerza. Mi tío me devolvió un abrazo que me supo a gloria, aunque no fuera
precisamente celestial.
Debía de haber sido el alivio. O el hecho de estar viva. O de haber
encontrado al padre Federico. O de haber acabado con Price. Mientras me hundía
en la calidez del abrazo de Ubie, luché contra las lágrimas que amenazaban con
salir a la luz. No era momento para lágrimas. No podía comportarme como una
niña.
Luego sentí una mano sobre el hombro, y supe que era la de Garrett.
—Bueno, ¿puedo irme ya a ver a las strippers o qué?
Eché un vistazo por encima del hombro de Ubie y vi la sonrisa de mi ángel
sin alas. Lo habría abrazado también, pero siempre quedaba muy raro cuando
abrazaba a un muerto en público.

—Me tiró de la corbata —respondió el tío Bob cuando le pregunté cómo nos
había encontrado.
—¿Angel te tiró de la corbata?
—Me condujo directamente hasta ti.

Estábamos sentados en la sala de conferencias de la comisaría, viendo el
vídeo de la confesión de Price. Era muy tarde, y habíamos visto aquel vídeo unas
siete mil veces. Creo que Garrett lo veía una y otra vez por las imágenes de mis
chicas. Por lo visto quedaban muy bien en pantalla.
—Debo admitirlo, Davidson, estoy impresionado —dijo con los ojos
pegados a la pantalla—. Se necesitan cojones.
—Por favor... —dije con un resoplido—, lo que se necesitan son ovarios. Y
de esos tengo dos.
Se volvió hacia mí con un brillo de apreciación en la mirada.
—¿Te he mencionado que soy licenciado en ginecología? Si tus ovarios
necesitan algo...
Puse los ojos en blanco, me levanté de la mesa y caminé descalza hasta la
puerta. Aunque había ocultado el hecho de que Price me había roto el cuello
durante su intento de huida, no pude disimular que me había torcido el tobillo de
camino a la furgoneta. Malditos tacones. En fin, el resultado era que tenía un dolor
horrible de cuello y de tobillo.
En aquel momento, Barber y Elizabeth aparecieron para decirme que habían
localizado al padre Federico. Estaba en el hospital. Solo se decepcionaron un poco
cuando les expliqué que estaba en el hospital porque nosotros lo habíamos llevado
allí. No estaba en muy buenas condiciones, pero sobreviviría.
Al final había sido un buen día. Teníamos la memoria USB, el vídeo y el
testimonio del padre Federico. Lo más probable era que Benny Price pasara el resto
de su vida en prisión. O al menos, gran parte de ella. Por supuesto, tendría que
aprender a utilizar la mano izquierda, pensé con una risilla para mis adentros.
El tío Bob se llevaría todo el mérito, pero así debía ser. Con todo, el hecho de
ser detective privado resultaba de gran ayuda a la hora de encontrar tapaderas. Ya
no era necesario buscar excusas que explicaran por qué me encontraba en una
escena del crimen o qué tipo de asesor era exactamente. Era investigadora privada.
Mucha gente dejaba de hacer preguntas después de saberlo.
—Nunca me has dicho cómo se llaman —me dijo Garrett.
Me di la vuelta y alcé las cejas en un gesto interrogante.
Garrett esbozó una sonrisa maliciosa.

—Me presentaste a Peligro y a Will Robinson, pero olvidaste presentarme a
los otros dos. —Bajó la mirada hasta mi vientre.
—Vale —dije con un suspiro impaciente—, pero no puedes reírte al
escuchar sus nombres. Son muy sensibles.
Me mostró las palmas de las manos.
—Jamás se me ocurriría hacer algo así.
Tras reprenderlo con un ceño fruncido, señalé la zona de mi ovario
izquierdo.
—Este es Sácame de Aquí. —Luego apunté hacia el derecho—. Y este es
Scotty.
Garrett soltó una risotada y enterró la cara en las manos. Él lo había
preguntado.
—Esperadme —dijo el tío Bob.
Se ofreció a llevarme a casa, ya que tenía el pie vendado y cubierto de hielo.
—Buen trabajo, Davidson —dijo uno de los agentes cuando pasé a su lado.
Los miembros del personal de la comisaría se pusieron en pie y me
dedicaron sonrisas y gestos de aprobación. Sus bocas articulaban la palabra
«enhorabuena». Después de años recibiendo miradas hostiles y comentarios
desdeñosos, aquello me resultó algo inquietante.
—Recuperaremos tu jeep mañana —dijo Garrett, que nos siguió hasta el
exterior. Me ayudó a subir al monovolumen de Ubie y se aseguró de que me había
puesto el cinturón de seguridad antes de cerrar la puerta—. Buen trabajo —articuló
con los labios mientras salíamos del aparcamiento.
La cosa se estaba poniendo espeluznante.
Ya de vuelta en mi apartamento, me sentí mil veces mejor. No me había
dado cuenta de lo cansada que estaba. El tío Bob me ayudó a entrar y esperó a que
me pusiera el pijama para echarle un nuevo vistazo a mi tobillo.
Los abogados se reunieron conmigo en el dormitorio en cuanto terminé de
cambiarme.

—Lo conseguimos —dijo Elizabeth con expresión radiante.
—Sí, lo conseguimos.
Extendí los brazos para recibir su abrazo helado.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Barber.
Lo miré casi con tristeza.
—Ahora cruzaréis.
Elizabeth se dio la vuelta y se acercó a él.
—Bueno, si alguna vez quieres pasarte por allí, estoy en la primera tumba a
la derecha de la zona nueva.
Barber se echó a reír.
—Yo estoy al otro lado. Mi funeral fue... agradable.
—El mío también.
—Puede que me equivoque —señalé, intentando no partirme de risa—, así
que no vengáis luego a atormentarme ni nada de eso, pero estoy casi segura de que
os veréis allí donde vais. Tengo la sospecha de que los amigos y los seres queridos
están muy cerca por allí.
—Es muy raro —dijo Elizabeth—. Ahora me da la sensación de que quiero
marcharme. Es casi como si no me quedara otra elección.
—Yo siento lo mismo —aseguró Barber, que tomó la mano de Elizabeth
como si quisiera anclarse a su lado.
—El impulso es fuerte —les expliqué—. ¿Por qué creéis que no hay más
como vosotros en el mundo? Es un lugar cálido y atrayente; el lugar donde debéis
estar.
Se miraron el uno al otro y sonrieron. Sin una palabra más, se marcharon.
Desde mi perspectiva, los cruces eran algo así como ver desaparecer a la
gente delante de mis narices. Notaba cómo se deslizaban a través de mí. Sentía sus
emociones. Sus miedos. Sus sueños y esperanzas. Sin embargo, nunca había
sentido odio, rencores ni celos. Lo que más percibía era un abrumador sentimiento

de amor. Cada vez que alguien cruzaba, aumentaba mi fe en la humanidad.
Elizabeth le había dejado todo lo que tenía a sus sobrinos y, Barber, unos
cuantos años atrás, había contratado una escandalosa póliza de seguros. Su madre
iba a ser una mujer muy rica. Aunque no me cabía duda de que ella habría
preferido tener a su hijo, albergaba la esperanza de que aquello le proporcionara
cierto consuelo. Al final el abogado le había dejado una nota, igual que Elizabeth y
Sussman, y si bien la suya era un poco... mordaz, seguro que su madre la
apreciaría.
Me volví hacia Sussman.
—Y tú ¿qué?
Estaba mirando por la ventana. Agachó la cabeza.
—No puedo marcharme.
—Patrick, ellos estarán bien.
—Lo sé. Me iré, pero no ahora.
Desapareció antes de que pudiera decirle algo más.
—Hola, calabacita.
Miré a la tía Lillian, y estuve a punto de soltar un grito al ver con quién
estaba. En lugar de eso, me obligué a sonreír.
—Hola, tía Lil. Señor Habersham... —El señor Habersham era el difunto del
2B, el tipo que había instigado la invención del insecticida trascendental.
No dejaban de reírse y coquetear, así que no pude evitar sonreír un poco.
La tía Lillian tenía una expresión adorable en su dulce rostro arrugado.
—Vamos a ir al Margarita Grill para poder oler la langosta, y luego iremos a
ver el amanecer. Y después es muy probable que nos embarquemos en una
ardiente sesión de sexo salvaje sin precauciones.
¿Q... Qué? Incluso mi diálogo interior tartamudeó. No podía creer lo que
acababa de oír. ¿De verdad servían langosta en el Margarita Grill?
—Vale, tía Lil. ¡Pasadlo bien!

Está bien, lo admito, imaginarme a aquellos dos embarcados en una
ardiente sesión de sexo salvaje sin precauciones me resultaba algo espeluznante,
sobre todo porque a mi tía ya no le quedaba ni un diente. Pero lo cierto era que sus
cuerpos estaban a una temperatura cercana al punto de congelación. ¿Cómo iba a
ser ardiente?
Regresé al salón mientras me preguntaba si debía contarle a Ubie lo que
tramaba su tía abuela. Al final decidí no hacerlo.
—Aún no puedo creerlo —dijo con un gesto negativo de la cabeza mientras
retiraba el vendaje de mi tobillo—. Has sobrevivido a la paliza de un borracho
enorme que pretendía rehacerte la cara, a una caída de más de tres metros desde
una claraboya y no solo a uno, sino a dos intentos de asesinato, para acabar
derribada por un tacón. Siempre he sabido que estas cosas son un peligro.
—La predisposición genética a las enfermedades mentales también es un
peligro, pero no veo que tú te quejes.
Soltó una carcajada y arrojó el vendaje sobre mi sofá de segunda mano.
—La hinchazón ha bajado. Un montón. Es impresionante.
La inflamación se había reducido. Supuse que Reyes tenía razón. Era cierto
que me recuperaba muchísimo más rápido que la gente que me rodeaba. Y que era
mucho más difícil acabar conmigo. Obviamente.
—No hace falta que me vuelvas a poner la venda. Ahora me duele mucho
menos.
—Está bien. Entonces me voy ya. Pero hay algo que debo decirte —señaló
mientras se ponía en pie y se dirigía a la puerta—. Hablé con mi amiga la juez. Está
revisando tu requerimiento.
El alivio inundó todas y cada una de las células de mi cuerpo. Ahora solo
tenía que averiguar qué hacer a continuación, cómo detener al estado de forma
permanente en caso de que Reyes no saliera del coma.
—Y han llamado del despacho. El padre Federico descansa en el hospital y
te envía un enorme abrazo de agradecimiento. En estos momentos, Teddy está con
él. El padre quiere verte en cuanto puedas pasarte por allí. —Se dio la vuelta para
encaminarse de nuevo hacia la puerta, pero se detuvo una vez más y se rascó la
cabeza—. Y el fiscal del distrito iniciará los papeleos necesarios para liberar a Mark

Weir a primera hora de la mañana.
Avanzó hacia la puerta una vez más y se detuvo... otra vez. Intenté no
echarme a reír. A ese paso, jamás llegaría a su casa.
—Ah —dijo. Sacó la libreta y pasó unas cuantas hojas—, y según parece, el
agresor que intentó acabar contigo ayer, ese tal Zeke Herschel, estaba a punto de
convertirse en un asesino de masas. No fuiste la primera persona a la que intentó
matar. Gracias a Dios, pusiste fin a sus correrías.
Contuve el aliento. Mis pulmones se quedaron paralizados y noté un
hormigueo en la espalda.
—¿De qué...? ¿De qué estás hablando?
—El departamento de policía tuvo que ir a su casa esta tarde. Encontramos a
su esposa en el dormitorio, ahogada en un charco de su propia sangre.
La habitación se oscureció y el mundo se abrió bajo mis pies.
—Uno de los peores casos de violencia doméstica que he visto en mi vida.
Luché contra la fuerza de gravedad, contra el impacto y contra un patético
sentimiento de rechazo y negación. Pero la realidad se abrió paso para darme una
patada en el culo.
—Eso es imposible.
—¿Qué? —El tío Bob levantó la vista y dio un paso hacia mí.
—La mujer de Herschel. No podía ser ella.
—¿La conocías?
—Yo... más o menos.
No podía estar muerta. Yo misma la había dejado en el aeropuerto. Y me
reuní con Herschel justo después. Era imposible que fuese ella.
—Charley. —La dureza de la voz del tío Bob hizo que le prestara
atención—. ¿La conocías? ¿Hay alguna otra cosa que deba saber sobre este caso?
—Te equivocas. No era su esposa. Tiene que ser otra persona.

El tío Bob suspiró. Reconocer y enfrentarse a la negación formaba parte de
su pan de cada día.
—Es la señora Herschel, cielo. Como estaba preocupada porque no había
sabido nada de ella, la tía de la señora Herschel vino en avión desde México. Fue
ella quien identificó el cadáver esta tarde.
Me hundí en el sofá, me encerré en mí misma y me dejé atrapar por la
inconsciencia.
No oí al tío Bob marcharse. No tenía claro si estaba dormida o despierta. Ni
siquiera supe cuándo me había arrastrado hasta el suelo para acurrucarme con la
manta que guardaba en el rincón.
Y, sobre todo, no sabía en qué momento exacto me había convertido en la
chapucera monumental que siempre acababa por arruinarlo todo.


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 3 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:36

20


No te mezcles en asuntos de dragones,
porque estás crujiente y sabes muy bien con ketchup.
(Pegatina de parachoques)


No, eso no es cierto. Sabía con exactitud cuándo comenzó mi larga e ilustre
carrera como metepatas consumada. Una metepatas que jamás habría debido
caminar y masticar chicle al mismo tiempo, y mucho menos andar suelta por las
calles de Albuquerque. Había dejado un rastro de muerte y destrucción a mi paso
desde el día en que nací. Ni siquiera mi madre resultó inmune a mi veneno. Murió
por mi culpa.
Todas las vidas que tocaba quedaban mancilladas irreversiblemente.
Mi madrastra lo sabía. Intentó advertírmelo. Pero yo no le hice el menor
caso.
Aquel día estábamos en el parque, mi madrastra, Denise, Gemma y yo. La
señora Johnson también estaba allí, y al igual que los dos últimos meses, miraba
hacia la línea de árboles con la esperanza de ver el rostro su hija desaparecida.
Llevaba puesta la rebeca gris de siempre, y se la sujetaba con fuerza a la altura de
los hombros, como si temiera que en caso de abrirse, su alma escapara volando y
no pudiera volver a recuperarla. Llevaba el cabello castaño sucio y recogido en un
moño desaliñado, con mechones sueltos que salían disparados de su cabeza en
todas direcciones. Denise, en uno de sus momentos menos egoístas, se había
sentado a su lado e intentaba entablar una conversación sin mucho éxito.
Denise me había advertido que no hablara sobre los difuntos en público.
Decía que mi desmesurada imaginación molestaba a la gente; incluso había
intentado convencer a mi padre en muchas ocasiones de que me apuntara a algún
grupo de terapia. Pero en aquella época mi padre ya había empezado a creer en
mis habilidades.
Así pues, sabía muy bien que no debía hablar sobre el tema. Pero la señora
Johnson estaba muy triste. Sus ojos habían perdido el brillo y la vitalidad, y se
estaba volviendo casi tan gris como su chaquetilla. Me pareció que querría saberlo,
eso es todo.
Me acerqué a ella con una amplia sonrisa. Al fin y al cabo, estaba a punto de

darle las mejores noticias que había recibido en mucho tiempo. Tras darle un
rápido abrazo por encima de la rebeca, señalé la zona donde su hija estaba
jugando.
—Está ahí, señora Johnson. Bianca está justo ahí. Nos está saludando con la
mano. ¡Hola, Bianca!
Mientras le devolvía el saludo, la señora Johnson ahogó una exclamación y
se levantó de un salto. Se llevó las manos a la garganta y buscó a su hija con aire
frenético.
—¡Bianca! —gritó al tiempo que corría con torpeza a través del parque.
Iba a guiarla hasta el lugar donde jugaba la niña, pero Denise me sujetó y
observó con expresión mortificada a la señora Johnson, quien recorrió el parque
gritando el nombre de su hija, le chilló a un crío que llamara a la policía y luego
salió disparada hacia el bosque.
Cuando llegó la policía, Denise se encontraba en estado de choque. Mi
padre también había respondido a la llamada. Encontraron a la señora Johnson y la
trajeron de vuelta para averiguar lo que ocurría. Pero mi padre ya lo sabía.
Mantenía la cabeza gacha en un gesto perturbadoramente avergonzado.
Fue entonces cuando todo el mundo empezó a gritarme. ¿Cómo había
podido? ¿En qué estaba pensando? ¿Acaso no entendía por lo que estaba pasando
la señora Johnson?
Denise se encontraba en primera fila, gritando, temblando y maldiciendo el
día en que se convirtió en mi madrastra. Me clavaba las uñas en los brazos y me
zarandeaba para que le prestara atención. Su cara era la viva imagen de la
decepción.
Me sentía tan confundida, tan herida y traicionada, que me encerré en mí
misma.
—Pero, mamá —susurré a través de unas patéticas lágrimas que no parecían
importarle a nadie, y mucho menos a mi madrastra—, la niña está justo ahí.
La bofetada llegó tan deprisa que ni siquiera la vi. Al principio no me dolió,
no sentí más que una fuerza desconcertante seguida de un instante de oscuridad, el
instante que tardó mi mente en asimilar el fuerte chasquido que la mano de mi
madrastra había causado al chocar contra mi cara. Cuando me recuperé, la nariz de

Denise estaba pegada a la mía y su boca se movía de una forma exagerada y
furiosa. Apenas conseguía verla con claridad, ya que las lágrimas me enturbiaban
la visión. Eché un vistazo a los rostros enfadados y borrosos, a la expresión
ultrajada de toda la gente que había a mi alrededor.
Y entonces apareció el Malo. Reyes. Su furia era aún más impresionante que
la de aquellos que me rodeaban. Pero no estaba furioso conmigo. Si se lo hubiera
permitido, habría partido a mi madrastra en dos. Estaba tan segura de ello como
de que el sol ascendería por el cielo. Le supliqué en un susurro que no le hiciera
daño. Intenté que comprendiera que todo lo que había ocurrido era culpa mía. Que
me merecía la ira de aquellas personas. Denise me había advertido que no hablara
sobre los otros. Pero no le había hecho caso. El Malo vaciló y luego desapareció con
un rugido estremecedor, dejando atrás su esencia, un aroma a tierra mojada
acompañado de un intenso sabor exótico.
Mi padre dio un paso adelante, agarró a Denise por los hombros y la
acompañó hasta el coche patrulla mientras ella se estremecía entre sollozos. Los
policías me interrogaron durante lo que me parecieron horas, pero me negué a
volver a hablar sobre el tema. Puesto que no sabía con certeza lo que había hecho
mal, cerré la boca y no dije nada más. Y jamás volví a llamar «mamá» a Denise.
Fue una lección dura, una que no olvidaría jamás.
Dos semanas más tarde, me escabullí hasta el parque sola y me senté en el
banco para ver cómo jugaba Bianca. Ella me hizo un gesto para que me acercara,
pero yo aún estaba demasiado triste.
—Dímelo, por favor —dijo la señora Johnson, que estaba justo detrás de
mí—, ¿Bianca todavía está ahí?
Me había asustado, así que salté del banco y la observé con recelo y
preocupación. Ella miraba hacia el lugar donde Bianca jugaba en su cajón de arena,
cerca de los árboles.
—No, señora Johnson —dije mientras retrocedía—. No veo nada.
—Por favor —suplicó—. Dímelo, por favor. —Las lágrimas formaban
regueros en su rostro.
—No puedo. —Mi voz no era más que un murmullo aterrado—. Me meteré
en problemas.

—Charlotte, cariño, solo quiero saber si es feliz. —Dio un paso hacia delante
y se arrodilló delante de mí conteniendo el aliento.
Me di la vuelta y me alejé corriendo para esconderme detrás de un cubo de
basura mientras la señora Johnson se arrastraba hasta el banco del parque y
lloraba. Bianca apareció detrás de ella y le acarició el pelo con su manita.
Sabía que no debía. Sabía que no debía decir nada. Conocía las
consecuencias. Pero lo hice de todas formas. Me escabullí hasta los arbustos que
había detrás del banco y me escondí allí.
—Es feliz, señora Johnson.
La mujer se volvió hacia donde yo estaba y movió la cabeza de un lado a
otro en un intento por divisarme entre las hojas.
—¿Charley?
—Mmm... No. Soy el capitán Kirk. —Estaba claro que no era la criatura más
imaginativa del plano terrestre—. Bianca me ha pedido que le diga que no se
olvide de dar de comer a Rodney, y que siente mucho haber roto la taza de
porcelana de su abuela. Pensó que Rodney tendría mejores modales en la mesa.
La señora Johnson se llevó las manos a la boca. Se puso en pie y rodeó el
banco, pero yo no pensaba dejar que me dieran otra bofetada. Salí pitando hacia mi
casa y juré que jamás volvería a hablar de los muertos. Pero ¡ella me siguió! Me
alcanzó y me levantó del suelo como un águila que hubiera cazado su cena en el
lago.
Pensé en gritar, pero la señora Johnson me abrazó con fuerza durante...
bueno, durante mucho rato. Se estremecía con sollozos incontrolables cuando nos
sentamos en el suelo. Bianca estaba a nuestro lado, sonriente, y acarició el pelo de
su madre una vez más antes de flotar a través de mí. Supuse que ya le había dicho
a su madre todo lo que necesitaba saber (por lo visto había sido una taza muy
importante) y que sintió que ya se podía marchar. Cuando cruzó, olía al zumo
Kool-Aid de uva y a aperitivos de maíz.
La señora Johnson continuó abrazándome hasta que apareció mi padre en
su coche patrulla. Entonces se apartó un poco y me miró a los ojos.
—¿Dónde está, cielo? ¿Te lo ha dicho?
Agaché la cabeza. No quería decirlo, pero me pareció que ella necesitaba

saberlo.
—Está junto al molino que hay más allá de los árboles. La partida de
búsqueda estuvo mirando en el lugar equivocado.
Lloró un poco más y luego habló con mi padre de lo que había ocurrido
mientras yo observaba al Malo desde la distancia. Su capa negra se sacudía como
una vela al viento, tan larga que cubría tres enormes troncos de árbol. Era un ser
magnífico, y lo único que me había dado miedo en toda mi vida. Se desvaneció
ante mis ojos cuando la señora Johnson se acercó para darme otro abrazo.
Encontraron el cadáver de Bianca aquella misma tarde. Al día siguiente,
recibí un montón de globos y una bici nueva; una bici que Denise no me permitió
quedarme. Sin embargo, todos los años, el día del cumpleaños de Bianca, recibía
globos con una tarjeta que decía simplemente: «Gracias».
Aprendí dos cosas de aquella experiencia: que la mayoría de la gente jamás
creería en mis habilidades, ni siquiera los más próximos a mí, y que la mayoría de
la gente nunca llegaría a entender la devastadora necesidad de las personas que
quedan atrás. La necesidad de conocer la verdad.
Sin importar cómo salieron las cosas al final, aquel día causé muchísimo
dolor. Y mucho más desde entonces.
Debería haberme cerciorado de que Rosie Herschel subía a aquel avión.
Debería haberla acompañado hasta el control de seguridad y después haberle dado
veinte dólares a alguien del personal para que se asegurara de que estaba a salvo.
Era imposible que Zeke la hubiera encontrado antes de que despegara el avión,
porque estaba conmigo. ¿Acaso Rosie había cambiado de opinión? Seguro que no.
Estaba como una niña con zapatos nuevos, entusiasmada con la nueva vida que la
esperaba. Se había quitado de encima la enorme carga de vivir cada día bajo la
amenaza de violencia. No, no había cambiado de opinión.
Y en lugar de proteger a mi cliente, me había dedicado a jugar a
esquiva-el-gancho-de-derecha con el puerco de su marido.
Eso era lo peor: ella había confiado en mí. Me había confiado su vida. Y, una
vez más, había permitido que alguien muriera de la peor manera posible.
Sentí a Angel al otro lado de la habitación y lo observé con disimulo. Tenía
la cabeza agachada y miraba de vez en cuando hacia mi derecha, hacia donde se
encontraba Reyes. Fue entonces cuando me di cuenta de que él también estaba allí

en la oscuridad, aguardando pacientemente a mi lado, sin tocarme ni exigir nada.
Irradiaba calor como la arena de una duna.
Angel no pensaba acercarse más. No con Reyes tan cerca. Le tenía miedo.
Empezaba a darme cuenta de que Reyes no era una criatura corriente. Asustaba
incluso a los muertos.
Me acurruqué en la manta y enterré la cara en ella.
—Podrías habérmelo dicho —le dije a Angel con la voz amortiguada por el
grueso tejido de la manta.
—Sabía que te preocuparías.
—Por eso has estado así dos días.
Casi pude sentir cómo se encogía de hombros.
—Supuse que sería mejor que creyeras que había conseguido huir. Que
nadie podría encontrarla.
—¿En el suelo del dormitorio, en medio de un charco formado por su
propia sangre?
—Ya, bueno, eso todavía no lo había descubierto.
—Quería que fuese feliz —dije a modo de explicación—. Lo había planeado
todo. Iba a abrir un hotel, a relacionarse de nuevo con su tía y a ser más feliz de lo
que lo había sido en toda su vida.
—Es más feliz de lo que lo ha sido en toda su vida. Y no solo de la forma
que tú querías que lo fuera. Si supieras lo que es estar aquí, estar aquí de verdad,
no estarías tan triste.
Suspiré. Por alguna razón, aquella idea no me consolaba.
—¿Qué ocurrió?
—Lo hizo todo bien; hizo justo lo que le dijiste —explicó—. Dejó la cena en
el horno. Dejó el bolso con el monedero sobre la mesilla de noche. Dejó los zapatos
y el abrigo en la entrada. Él jamás habría sospechado que había huido. Habría
pensado que le había ocurrido algo.
—¿Qué pasó, entonces? ¿Qué salió mal?

—La manta de su bebé.
Levanté la cabeza de inmediato. Angel estaba situado al lado de la barra y
hacía lo posible por no mirar a Reyes.
—Regresó a por la mantita de su bebé —explicó.
—No tenía ningún bebé —repliqué, confusa.
—Lo habría tenido si él no le hubiera dado un puñetazo en la barriga.
Agaché la cabeza una vez más mientras luchaba por contener las lágrimas.
—La había tejido ella misma. Era amarilla, porque aún no sabía si iba a ser
niño o niña. Perdió el bebé la noche que reunió el coraje suficiente para decirle que
estaba embarazada.
Cerré los párpados con fuerza para que las lágrimas más inútiles de mi vida
atravesaran por fin mis pestañas. La manta las absorbió y deseé con todo mi
corazón que me absorbiera a mí también. Que me tragara y escupiera después mis
estúpidos huesos. ¿Para qué estaba en el mundo? ¿Para ponerme en ridículo, tanto
a mí como a mi familia? ¿Para hacer daño a toda la gente que conocía?
—Pero Zeke Herschel estaba en la cárcel —señalé, incapaz de aceptar del
todo lo que había ocurrido.
—Pagó la fianza casi en el mismo instante en que lo encerraron; su primo se
dedica a prestar fianzas.
Eso ya lo sabía, pero nunca pensé que ella fuera a regresar.
—Herschel la pilló justo cuando salía de la casa por segunda vez. Y nada
más mirarla a los ojos, supo lo que estaba haciendo. —Angel se mordió el labio
inferior durante un instante antes de continuar—. Después de... hacer lo que hizo,
encontró tu tarjeta en su bolsillo y sumó dos y dos.
Se hizo un largo silencio mientras me esforzaba por averiguar cuál era mi
papel en el mundo. Estaba claro que no había desempeñado bien mi trabajo como
ángel de la muerte. Quizá ese fuera el problema. Quizá debiera olvidarme de ese
trabajo. Quizá debiera vivir mi vida sin intentar ayudar a los demás, vivos o
muertos, sin tratar de solucionar sus problemas.
—No fue culpa tuya, ¿sabes? —dijo Angel después de un rato.

—Ya, claro —repliqué con un tono de voz deprimido y exhausto—. Es
cierto. Seguro que fue culpa de Rosie. Podemos echarle la culpa a ella.
—No era eso lo que quería decir. Sé cómo eres. Siempre te lo echas todo a la
espalda, como ese tipo que sujeta el mundo, y no deberías hacerlo. No eres tan
musculosa, ni de cerca.
—¿Por qué demonios estoy en este mundo? —le pregunté.
A él. A Angel. A un pandillero muerto de trece años.
—Porque debes estarlo, supongo.
—Ah, claro, no se me había ocurrido verlo de esa manera.
—¿Por qué crees tú que estás aquí?
—Para desatar el caos y la miseria entre la gente —respondí—. Seguro.
—Bueno, si supieras... —El asomo de una sonrisa curvó las comisuras de sus
labios.
Reyes se agitó a mi lado y Angel volvió la mirada hacia él de inmediato.
—¿Por qué crees que él está aquí? —le pregunté a Angel al tiempo que
señalaba a Reyes con un gesto de la cabeza.
Angel lo pensó un momento antes de responder.
—Para desatar el caos y la miseria entre la gente —respondió.
No repitió también lo de «Seguro», y comprendí que hablaba en serio.
Eché un vistazo a Reyes. Tenía los ojos clavados en Angel en una especie de
advertencia.
—Me largo —dijo Angel—. Mi madre tiene cita en la peluquería mañana
por la mañana. Me gustaría ver qué se hace en el pelo.
No era la peor excusa que había utilizado, pero estaba cerca.
—¿Me lo contarás la próxima vez? —le pregunté.
Me guiñó un ojo, el muy ligón.

—Ya veremos. —Y con eso, se marchó.
—¿Por qué estoy aquí? —le pregunté a Reyes, que estaba sentado a mi lado.
No respondió. Menuda sorpresa—. Me salvaste la vida. Otra vez. ¿Tienes pensado
despertarte pronto? No sé durante cuánto tiempo podré demorar la decisión del
estado.
Se me había acelerado el pulso en el momento en que descubrí que estaba
allí conmigo, pero en cuanto nos quedamos a solas, mi corazón se lanzó al
hiperespacio sin preocuparse por un posible choque con las estrellas de las
cercanías. La energía de Reyes era una entidad tangible, eléctrica y excitante, que
me rodeaba por completo. No se había movido, pero lo sentía en todas partes.
—¿Qué eres tú, Reyes Farrow? —le pregunté en un intento por conservar la
cordura, o algo que se le asemejara.
Sin decir una palabra, extendió un brazo, agarró la manta y me la quitó para
dejar mi piel expuesta a su calor. Me incliné hacia él y deslicé los dedos sobre las
rectas sedosas y las curvas suaves que formaban su tatuaje. Era un diseño
primitivo y futurista a un tiempo, una combinación de tramas entrelazadas que
terminaban en afiladas puntas, como las de su espada, y de curvas que le rodeaban
el bíceps antes de desaparecer bajo la manga.
Aquel tatuaje era una obra de arte que se extendía por sus omóplatos y
bajaba en espiral por ambos hombros hasta los brazos. Y significaba algo. Algo
importante. Algo... fundamental.
Y de repente me perdí. Me sentí como Alicia en el País de las Maravillas,
atrapada en aquellas curvas, con miedo a no poder escapar. Era un mapa de una
entrada. Lo había visto antes, en otra vida, y no lo asociaba a buenos recuerdos.
Era una especie de advertencia. Un augurio.
Y entonces lo recordé. Era el mecanismo, laberíntico y despiadado, de un
cerrojo que abría la puerta a un reino de oscuridad devastadora.
Era la llave de entrada al infierno.
Volví al presente con una sacudida. Atravesé la superficie de la realidad y
llené mis pulmones de aire, como si me estuviera ahogando. Me volví hacia Reyes
con expresión horrorizada, y poco a poco, muy despacio, empecé a ponerme fuera
de su alcance.

Pero él lo sabía. Sabía que yo había descubierto quién era. Me miró con los
ojos llenos de perspicacia y me atrapó con la velocidad de una cobra al ataque.
Intenté alejarme, pero me agarró del tobillo, me arrastró y se colocó encima de mí
con un solo movimiento. Me sujetó contra el suelo mientras luchaba por liberarme
con uñas y dientes. Pero era demasiado fuerte, y demasiado rápido. Se movía
como el viento y echó por tierra todos mis intentos de fuga.
Después de un rato, me obligué a calmarme, a bajar mi ritmo cardíaco. Me
había sujetado las manos por encima de la cabeza y su cuerpo, duro y esbelto,
actuaría como barrera si se me ocurría cambiar de opinión. Me quedé allí tumbada,
jadeante bajo su peso, mirándolo con recelo mientras mi mente barajaba un
centenar de posibilidades. De pronto, una emoción extraña y desconcertante
apareció en su rostro. ¿Remordimientos, tal vez?
—No soy él —dijo con los dientes apretados, incapaz de enfrentar mi
mirada.
Mentía. No había otra explicación.
—¿Quién más lleva esa marca? ¿Quién más, en este mundo o en el otro?
—pregunté, poniendo todo mi empeño en parecer asqueada, y no dolida,
traicionada y algo más que desconcertada, que era como me sentía en realidad.
Alcé la cabeza hasta que nuestros rostros estuvieron a pocos centímetros de
distancia. Reyes olía como las tormentas que prometen lluvia. Y, como de
costumbre, desprendía calor, un calor casi abrasador. También estaba sin aliento.
Eso debería haberme consolado un poco, pero no lo hizo.
Al ver que no respondía, empecé a luchar de nuevo para liberarme.
—Para —dijo con una voz ronca que parecía llena de dolor. Me sujetó más
fuerte las muñecas—. No soy él.
Volví a apoyar la cabeza en el suelo y cerré los ojos. Él cambió de posición
sobre mí para sujetarme mejor.
—¿Quién más, en este mundo o en el otro, lleva esa marca? —pregunté de
nuevo. Lo acusé con una mirada furiosa—. La marca de la bestia. ¿Quién más tiene
la llave del infierno tatuada en la piel? ¿Quién sino él?
Se apoyó la cabeza sobre el hombro, como si intentara ocultar su rostro, y
luego sentí un largo suspiro sobre la piel de mi mejilla. Cuando habló de nuevo, su

voz estaba tan llena de vergüenza y de indignación, que tuve que contener el
impulso de echarme hacia atrás. Pero lo que dijo me dejó sin aliento.
—Su hijo. —En aquel momento me miró y estudió mi expresión en un
intento por descubrir si lo creía o no—. Soy su hijo.
Me quedé pasmada. Lo que decía era imposible.
—Llevo siglos escondiéndome de él —dijo—, esperando a que te enviaran, a
que nacieras en la tierra. El dios de los cielos no envía a un ángel de la muerte muy
a menudo, y todos los que aparecieron antes que tú fueron una decepción para mí,
una terrible pérdida.
Parpadeé unas cuantas veces, perpleja. ¿Cómo sabía esas cosas? Aunque
quizá la pregunta más importante fuera otra.
—¿Por qué te decepcionaron? —quise saber.
Volvió la cabeza antes de responder, como si se sintiera avergonzado.
—¿Por qué la tierra busca el calor del sol?
Fruncí el ceño en un intento por comprender.
—¿Por qué el bosque busca el abrazo de la lluvia?
Hice un gesto negativo con la cabeza, pero él continuó.
—Cuando supe que iba a enviarte, elegí una familia y nací también en este
mundo. Para esperar. Para observar.
Estaba tan desconcertada que tardé un momento en recuperar el habla.
—¿Y elegiste a Earl Walker? —le pregunté.
Mientras recorría mi rostro con la mirada, una de las comisuras de sus
labios se elevó para formar una sonrisa torcida. Apartó una de las manos de mis
muñecas y deslizó las yemas de los dedos por mi brazo hasta llegar al cuello.
—No. —Sus ojos tenían un brillo febril, como si estuviera fascinado—. Un
hombre me secuestró y me apartó de los padres que había elegido, me retuvo
durante un tiempo y luego me vendió a Earl Walker. Sabía que no recordaría mi
pasado cuando me convirtiera en humano, pero renuncié a todo para estar contigo.
No descubrí quién era... lo que era, hasta después de varios años en prisión. Mis

orígenes me venían en fragmentos, en sueños fracturados y recuerdos rotos. Tardé
varias décadas en terminar ese puzle.
—¿No recordabas quién eras cuando naciste?
Aflojó un poco la presión sobre mis muñecas, pero solo un poco.
—No. Pero yo también investigué un poco. Debería haber crecido feliz,
haber ido a los mismos colegios que tú, a la misma universidad. Sabía que no
podría controlar mi destino una vez que me convirtiera en humano, pero era un
riesgo que estaba dispuesto a correr.
—Pero eres su hijo —señalé mientras me esforzaba por odiarlo—. Eres el
hijo de Satán. Literalmente.
—Y tú eres la hijastra de Denise Davidson.
Vaya. Aquello había sido un poco cruel, pero...
—Vale, estamos empatados.
—¿No somos todos productos del mundo en el que nacemos, tanto o más
que de los padres que nos engendran?
En la universidad había escuchado muchas veces todo ese rollo del binomio
naturaleza-educación, pero aquello estaba un poco traído por los pelos.
—Ya, pero resulta que Satán es un poco... no sé, malvado.
—Y tú crees que yo también soy malvado.
—¿De tal palo, tal astilla? —pregunté a modo de explicación.
Trasladó el peso de su cuerpo hacia un lado. El movimiento agitó el cúmulo
tumultuoso que seguía creciendo en mi interior, de modo que tuve que luchar
contra el deseo de rodearle las caderas con las piernas y olvidarme de todo lo
demás.
—¿Te parezco malvado? —preguntó con una voz ronca tan suave como una
caricia de terciopelo.
No dejaba de observar el pulso de mi cuello, de toquetearlo con la yema de
los dedos, como si la vida humana lo fascinara.

—Tienes cierta predisposición a seccionar las médulas espinales.
—Solo por ti.
Perturbador, aunque extrañamente romántico.
—Y te encerraron en prisión por matar a Earl Walker.
Bajó la mano y la deslizó sobre Will Robinson antes de meterla bajo el
dobladillo del suéter. Luego volvió a ascender. Recorrió mi piel desnuda con la
palma y me provocó oleadas de placer que se extendieron hasta las partes más
íntimas de mi anatomía.
—Eso fue un problema —dijo.
—¿Lo hiciste?
—Puedes preguntárselo a Earl Walker cuando lo encuentre.
Sin duda había ido directo al infierno.
—¿Puedes regresar? ¿Puedes volver al infierno a buscarlo? ¿No te estabas
escondiendo?
La mano ascendió aún más, cubrió a Will y toqueteó la cima endurecida con
la punta de los dedos. Contuve un jadeo de placer.
—No está en el infierno.
—¿No me estarás diciendo que ha ido en la otra dirección? —repliqué,
atónita.
—No. —Agachó la cabeza y buscó con la boca el pulso acelerado de mi
cuello, donde depositó diminutos besos ardientes.
—¿Todavía sigue en este mundo? —Intentaba concentrarme con todas mis
fuerzas, pero Reyes parecía decidido a evitar que eso ocurriera.
Noté su sonrisa sobre la piel.
—Sí.
—Ah. ¿Entonces por qué te escondes de tu padre? —pregunté, casi sin
aliento.

—¿De Earl Walker?
—No, del otro.
Tenía muchas preguntas. Quería saberlo todo sobre él. Todo sobre su vida.
Y sobre su vida anterior.
—Ya no —dijo mientras me mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Me provocó
un escalofrío que me recorrió la espalda de arriba abajo.
—¿Cómo que ya no? —susurré al tiempo que buscaba alguna distracción,
algo que me hiciera olvidar la avalancha de placer que inundaba mi cuerpo.
—Pues eso, que ya no.
—¿Podrías explicarte?
—Si te empeñas... Pero preferiría seguir haciendo esto.
—Ay... Dios... m...
Había metido la mano bajo el pantalón del pijama, se había colado en mis
braguitas y había encontrado una deliciosa zona con la que juguetear. Me
estremecí cuando sus dedos acariciaron los pliegues sedosos que había un poco
más abajo. Y cuando los hundió en mi interior empecé a temblar. La sensación era
exquisitamente intensa.
Hijo de Satán. Hijo de Satán.
Mientras sus dedos acariciaban el territorio sensible que había entre mis
muslos, su boca, aquella gloriosa boca perfecta, descendió y empezó a mordisquear
a Peligro. En un recóndito rinconcito de mi mente, comprendí de repente que
estaba medio desnuda delante de uno de los seres más poderosos del mundo. No
recordaba que Reyes me hubiera quitado ninguna prenda. ¿Acaso tenía
superpoderes desnudadores además de los que seccionaban médulas?
Retorcí los brazos para liberar las manos y enterré los dedos en su cabello.
Lo atraje con fuerza y lo besé con todo el deseo que había acumulado durante años.
Aquel era su beso, el beso especial que había reservado para aquella ocasión.
Paladeé su sabor suave en la lengua mientras él inclinaba la cabeza para
explorarme más a fondo, para absorber mi esencia y mi fuerza vital.
Era la primera vez que sentía a Reyes de verdad, la primera vez que no

estaba inmersa en un mar de deseo tan intenso que no me dejaba ver nada más.
Tenía ciertas dificultades para concentrarme, pero me sentía algo más controlada,
un poco más lúcida. Él era muy real, muy sólido. Aquello no era un sueño. No era
una experiencia extracorporal. Era Reyes Farrow en carne y hueso, o lo más
parecido a eso que había, teniendo en cuenta que una hora antes estaba en coma.
El aire formaba ondulaciones a nuestro alrededor, como las corrientes
calientes que se desprenden de los hornos. Cuando oí el gruñido de Reyes, me
retorcí y sacudí las piernas para ayudarle a quitarme los pantalones. Un segundo
más tarde, interrumpió el beso, me los sacó por los pies y se los arrojó al señor
Wong.
Al momento siguiente estaba encima de mí otra vez, como una manta de
fuego. Sus llamas me abrasaron la piel e incendiando mi cuerpo hasta convertirlo
en un frenesí de calor y deseo. Cuando se incorporó para mirarme con un brillo
pecaminoso en los ojos, empecé a quitarle la ropa. Sus amplios hombros eran una
muralla de músculos sólidos cubierta de tatuajes de líneas suaves y puntiagudas.
Aquellas líneas, enérgicas y fluidas, marcaban los límites entre el cielo y el infierno,
y se fundían tan bien con la apariencia natural y etérea de Reyes que parecían
respirar a la misma vez que él. Deslicé las palmas por su pecho, robusto como el
antiguo acero templado, hasta su durísimo abdomen, que se contrajo ante el
contacto de mis manos.
Al final, bajé la mano aún más para rodear su erección, aunque apenas
conseguí abarcarla con los dedos. Él resopló con fuerza y me sujetó las muñecas
para inmovilizarme mientras luchaba por recuperar el control. Se incorporó sobre
las rodillas, temblando de necesidad.
—Quiero que esto dure.
Yo lo quería dentro de mí. Sin hacer caso del tobillo dolorido, me apoyé en
los talones, me subí encima de él y lo introduje en mi interior. Aspiré con fuerza y
apreté la mandíbula para controlar el placer que estalló en mi vientre. Reyes se
convirtió en mármol dentro de mí y me rodeó con los brazos para impedir que me
moviera. Le concedí un minuto mientras me deleitaba con la sensación de tenerlo
dentro, con aquella rigidez exquisita que me llenaba casi hasta el límite.
Aunque permanecí completamente quieta, estaba al borde del orgasmo, y el
estallido se acercaba más y más a cada instante. Luché contra las manos que me
sujetaban, ansiosa por moverme, por llegar. Enredé los dedos en su cabello para
sujetarme e intenté empujar con las piernas sin ningún éxito. Reyes soltó un

gruñido y me apretó contra su cuerpo con brazos de acero.
Y un instante después dejó escapar un gemido gutural, me tendió de
espaldas y se hundió hasta el fondo en mi interior con una poderosa embestida.
Respiré hondo y retuve el aire en los pulmones mientras él se retiraba con un
movimiento lento y meticuloso.
Me torturó durante varios minutos más, deteniéndose cuando yo estaba a
punto de llegar, retirándose cuando le clavaba las uñas en aquellas nalgas de acero
para pedirle más. Poco a poco, muy despacio, incrementó el ritmo, aceleró la
cadencia e intensificó más y más el infierno que se había desatado en mi vientre,
hasta que el orgasmo estalló dentro de mí. Con una interminable descarga de
adrenalina, el dulce escozor del clímax me recorrió de arriba abajo, inundando
todas y cada una de las moléculas de mi cuerpo. Eché la cabeza hacia atrás, me
mordí el labio inferior y me preparé para cabalgar la ola, estremecida por su
intensidad.
Reyes llegó un momento después y me provocó un segundo orgasmo que se
extendió a través de mis venas. Pero aquel fue diferente. Fue más intenso. Más...
importante.
Dentro de mi cabeza, las estrellas estallaron para convertirse en supernovas
incandescentes. En mi mente se formaron galaxias que me permitieron presenciar
el nacimiento del universo. Los escombros formaron los planetas mientras la
gravedad se extendía y sometía a los elementos a su voluntad. Los gases y las
capas de hielo se transformaron en esferas orbitantes; algunas de ellas comenzaron
a brillar contra la negrura de la eternidad y otras salieron disparadas a través del
cielo a una velocidad imposible.
Pude contemplar cómo tomaban forma el planeta Tierra y su magnetosfera,
la capa que condecía al brillante orbe azul la capacidad de sustentar la vida, como
un escudo que lo protegiera del cielo. Vi una masa de tierra dividirse para
convertirse en muchas. Vi el ascenso de los ángeles y, más tarde, la caída de unos
cuantos.
Liderados por un hermoso ser, los caídos se escondieron en las rocas y en
las grietas de todo el universo, allí donde el magma más ardiente ascendía y
descendía como los océanos terrestres.
Fue entonces, tras una breve guerra entre los ángeles, cuando nació Reyes.
Casi idéntico a su padre, fue creado a partir del calor de una supernova y forjado

con los elementos de la tierra. Ascendió entre sus filas con rapidez y se convirtió en
un gran líder muy respetado. Superado en rango tan solo por su padre, comandó
millones de soldados; un general entre ladrones más hermoso y poderoso que su
progenitor, con la llave de las puertas del infierno grabada en su piel.
Pero eso no sirvió para aplacar el orgullo de su padre. Quería el cielo.
Quería el control absoluto sobre todos los seres vivos del universo. Quería el trono
de Dios.
Reyes acató todas las órdenes del rey de las tinieblas y aguardó la aparición
de un portal nacido en la tierra, un pasaje directo al cielo, una forma de salir del
infierno. Puesto que era un rastreador con sigilo y habilidades intachables, se abrió
camino a través de las puertas del inframundo y encontró portales en los rincones
más lejanos del universo.
Y al final me encontró. Por más que lo intenté, no pude verme a través de
sus ojos. Lo único que conseguí percibir fue un millón de luces idénticas tanto en
forma como en tamaño. Pero él se esforzó más y logró divisar una luz de hilo
dorado, una hija del sol brillante y resplandeciente. La luz se volvió hacia él y
sonrió al verlo. Y aquello fue la perdición de Reyes.
Caí en picado al presente y sentí que Reyes se incorporaba sobre los brazos
con expresión alarmada.
—No quería que vieras eso —dijo con una voz agotada, jadeante.
Yo aún temblaba. Los orgasmos, que ya comenzaban a disiparse, me habían
dejado muy débil.
—¿Esa era yo? —susurré, atónita.
Se tumbó a mi lado para recuperar el aliento, apoyó la cabeza en un brazo y
me observó. Por primera vez, me di cuenta de que sus ojos parecían pequeñas
galaxias con un millón de estrellas brillantes.
—No intentarás huir de mí otra vez, ¿verdad?
—¿Serviría de algo? —pregunté, demasiado desconcertada para sonreír.
Reyes levantó uno de sus fuertes hombros.
—Si supieras de lo que eres capaz, puede que sí.

Un comentario muy interesante. Me puse de lado para verle la cara. Sus ojos
tenían un brillo satisfecho y relajado.
—¿Y de qué soy capaz exactamente?
Sonrió, y su hermoso rostro, demasiado apuesto para ser humano, se
suavizó bajo mi mirada.
—Si te lo dijera, perdería la ventaja.
—Vaya... —Acababa de encajar una de las piezas del puzle—. El general
consumado tiene más trucos en la manga que un mago veterano.
Bajó la barbilla, como si se sintiera avergonzado.
—Eso fue hace mucho tiempo.
Su cuerpo brillaba junto al mío, y no pude evitar recorrer con la mirada las
colinas y los valles que formaban su maravillosa forma humana. De repente me di
cuenta de que estaba lleno de cicatrices, algunas diminutas y otras, no tanto. Me
pregunté si eran el resultado de su vida con Earl Walker o de su vida como general
del infierno.
—¿Qué querías decir con eso de «ya no»? ¿Por qué dijiste eso cuando te
pregunté si Satán te estaba buscando?
Deslizó un dedo perezoso alrededor de mi ombligo, y eso originó diminutos
terremotos que me llegaron a lo más hondo del alma.
—Quería decir que ya no me busca.
—¿Se ha rendido? —pregunté, esperanzada.
—No. Me ha encontrado.
Me quedé boquiabierta, aterrada.
—Pero ¿eso no es malo?
—Muy malo.
Me senté para poder verle mejor la cara.
—Entonces tienes que volver a esconderte. No sé dónde estabas antes, pero

tienes que regresar allí y ocultarte.
Pero ya lo había perdido. Algo que escapaba a mi percepción me había
robado su atención. Un instante después estaba de pie, envuelto en la capa negra
con capucha. Examiné la estancia, pero no pude percibir lo que él veía, y eso me
asustó, sobre todo después de lo que acababa de presenciar. Había muchas cosas
que no podía ver, muchas cosas a las que no tenía acceso y que me rodeaban a cada
minuto del día.
—Reyes —susurré, pero casi antes de que terminara de pronunciar su
nombre, estaba delante de mí, tapándome la boca con la mano.
La capa me provocó un hormigueo en la piel e hizo que saltaran chispas en
mis terminaciones nerviosas, como la electricidad estática.
Con los ojos en llamas, Reyes cambió de forma y se disolvió entre dos
mundos. Un instante después apartó la mano de mi boca y la sustituyó por sus
labios para darme un beso que me provocó escalofríos a pesar del calor del
ambiente.
—Recuerda —dijo antes de desvanecerse—, si te encuentran, tendrán acceso
a todo lo sagrado. Hay que mantener los portales ocultos cueste lo que cueste.
Tragué saliva con fuerza al detectar el apremio y la tristeza de su voz.
—¿Cueste lo que cueste? —pregunté, aunque conocía la respuesta.
—Si te encuentran, tendré que exterminar tu fuerza vital para cerrar el
portal.
Me invadió una sensación de terror.
—¿Y eso qué significa?
Apretó los labios contra mi frente y cerró los ojos.
—Significa que tendré que matarte.
Se disipó ante mis ojos. Su esencia se me enredó en la piel y en el pelo, hasta
que solo quedaron los elementos más frágiles, que cayeron con suavidad al suelo.
Por primera vez en mi vida, supe lo que estaba en juego. Tenía respuestas que ya
no deseaba.

No pude evitar sentirme un poco traicionada, aunque no podía culpar a
nadie salvo a mí misma.
Sabía que salir con el hijo de Satán no traería nada bueno.


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 3 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por mariateresa Vie 29 Sep - 6:38

chicas disfruten del maratón!!!
nos queda el ultimo y se acaba......


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 29 Sep - 21:56

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El hijo de Satanas!!! tomala 
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Mensaje por Tatine Vie 29 Sep - 23:18

Gracias. Uuuuu que pena que se acaba
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Mensaje por mariateresa Sáb 30 Sep - 17:02

21



Una conciencia tranquila es generalmente
el signo de una mala memoria.
STEVEN WRIGHT

—Es más que evidente que lo pasaste demasiaaaaaaado bien anoche.
Intenté separar los párpados y orientarme al mismo tiempo, pero no
conseguí ninguna de las dos cosas.
—¿Todavía estoy desnuda en el suelo del salón?
Cookie soltó un silbido.
—Vaya, te lo has pasado mejor incluso de lo que pensaba. —Se sentó en el
borde de la cama, rebotó un poco para molestarme y luego dijo—: He preparado
café.
Ah, las tres palabras mágicas. Mis párpados se abrieron para contemplar la
maravillosa imagen de la taza de café que flotaba delante de mi cara. Me retorcí y
me estiré un poco para incorporarme, y luego le arrebaté la taza.
—Y te he traído un burrito para desayunar —añadió.
—Qué encanto. —Después de tomar un largo y delicioso trago, pregunté—:
¿Qué hora es?
—Por eso sé que lo pasaste bien anoche —respondió ella con una risotada—.
Es muy raro que duermas hasta tan tarde. Bueno, por eso y porque tu pijama
estaba desperdigado por el salón. He recogido la mayor parte de tus cosas, pero
tus pantalones están en el rincón del señor Wong. No pienso acercarme al rincón
del señor Wong. Bueno, ¿piensas contármelo ahora o lo dejarás para después?
Me encogí de hombros.
—Ahora, supongo —contesté—. Pero tendrás que conformarte con una
versión resumida.

—Trato hecho. —Removió el café y luego me miró por encima del borde de
la taza, expectante.
—Bueno, pues he descubierto que soy mucho más difícil de matar que los
seres humanos normales y corrientes.
En su rostro apareció un ceño de asombro.
—He descubierto que Rosie Herschel nunca llegó a salir del país, porque su
marido la mató antes de venir a por mí.
El asombro se transformó en alarma.
—He descubierto que Reyes es un dios del sexo y de todo lo orgásmico.
La alarma pasó a confusión.
—Y he descubierto que en realidad es el hijo de Satán, y que si ellos (y con
«ellos» me refiero a las criaturas del inframundo) me encuentran, se verá obligado
a matarme.
Otra vez alarma.
—Sí —dije mientras lo pensaba—, eso es en resumen lo que descubrí
anoche. ¿Piensas que estoy chiflada?
Cookie parpadeó unas cuantas veces, claramente preocupada.
—Porque a estas alturas, la cordura es lo único que me queda. Bueno, eso y
el burrito del desayuno.
Parpadeó unas cuantas veces más.
—¡Madre mía! ¿Es esa hora de verdad? —pregunté después de echar un
vistazo al reloj.
Mi amiga se limitó a mirarlo; al parecer, se había quedado sin habla. No
entendí por qué. Aún tenía su taza de café.
Pero eran casi las nueve. Salté de la cama, ajena a mi falta de ropa pero muy
consciente del dolor que parecía fundirme las vértebras de la espalda con las del
cuello, y corrí hacia el cuarto de baño para vestirme. El estado desconectaría a
Reyes a las diez en punto. Si la orden no había tenido éxito...

No podía pensar en eso ahora. El tío Bob tenía a una juez trabajando en ello.
Seguro que salía bien.
Después de ponerme un suéter y unos vaqueros oscuros, me recogí el pelo
en una coleta y me tomé cuatro pastillas de ibuprofeno a la vez. Luego corrí a la
oficina, donde tenía todos los números del caso apuntados en un despliegue de
coloridas notas adhesivas. Las recogí todas antes de salir pitando por la puerta.
Me encontré a Cookie en las escaleras y le dije adónde me dirigía. Ella
farfulló algo acerca de que necesitaba un aumento, pero pasé a su lado a toda prisa
y corrí hasta el aparcamiento.
De camino hacia Santa Fe, llamé a Neil Gossett a la prisión, pero no estaba.
Intenté hablar con el agente de la clínica de cuidados terminales, pero una azarada
recepcionista me dijo que no podía proporcionar información sobre los pacientes
por teléfono. Probé con el tío Bob, pero no respondió. Lo intenté con la oficinista
del juzgado en el que había rellenado la orden, pero me dijo que la petición había
sido remitida al tribunal de Santa Fe.
Empezó a entrarme el pánico. ¿Y si la petición no había sido aceptada? ¿Y si
el tribunal de Santa Fe había desestimado la orden?
Faltaban dos minutos para las diez cuando me adentré con el coche en la
propiedad de la clínica y me sumergí en el caos de luces parpadeantes y gente
ajetreada. Mi corazón latía a mil por hora. Quizá hubiese ocurrido algo en la clínica
que le hubiera impedido al estado llevar a cabo sus intenciones. Si ese era el caso,
seguro que tenían que posponer la muerte de Reyes hasta otro día.
Un instante después vi el monovolumen con el parachoques abollado del tío
Bob. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? En cuanto aparqué a Misery, mi puerta
se abrió.
—Tienes el móvil sin batería otra vez —dijo el tío Bob al tiempo que
extendía una mano.
—¿En serio? —Acepté la ayuda que me ofrecía y busqué el móvil en el bolso
con la mano libre—. Pero si acabo de llamarte.
Era verdad. El teléfono estaba más muerto que mi abuela. Necesitaba sin
falta una batería nueva. A poder ser, una con una carga nuclear que durara doce
años sin provocarme un tumor cerebral.

—Intenté llamarte a la oficina antes —dijo Ubie mientras me ayudaba a
bajar de Misery. Su voz sonaba rara, distraída.
—Yo te llamé mientras venía hacia aquí. No lo cogiste. ¿Qué pasa?
Sentí un hormigueo en la espalda. Ubie se comportaba de manera extraña.
No es que eso fuera raro en él, pero estaba más extraño que de costumbre.
Cerró la puerta del coche y me guió entre la multitud de polis y
profesionales sanitarios.
—Tío Bob —le dije a su espalda mientras me esforzaba por seguirle el
paso—, ¿le ha ocurrido algo a Reyes?
—El requerimiento no salió adelante —dijo por encima del hombro.
Frené en seco. Una combinación entre incredulidad y negación rotunda me
robó el aliento mientras repasaba un millón de posibilidades en mi cabeza. Si le
habían retirado el soporte vital y había muerto, ¿cruzaría al otro lado? ¿Se
quedaría? ¿Podríamos mantener una relación si estaba muerto? A lo mejor se había
despertado cuando le quitaron las máquinas. Seguro que estaba bien.
Busqué un final estilo Hollywood para cada hipótesis, deseando algo que
tenía toda la pinta de ser imposible.
—Charley... —El tío Bob se detuvo y se volvió hacia mí. Su voz tenía un
tono admonitorio que atrajo toda mi atención—. ¿Vas a contarme lo que sabes
sobre Farrow?
Ocurría algo. Sentí el despertar de mi intuición femenina, junto con el de
otras partes de mi cuerpo.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, me dijiste... —Se inclinó y bajó la voz— que era un ser
sobrenatural. Pero creí que te referías a que era como tú. Ya sabes, no sobrenatural
del todo.
Lo único que se me ocurrió pensar fue: ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué me pregunta
eso? Si el tío Bob sospechaba que Reyes era un ser «sobrenatural del todo», seguro
que estaba bien.
—Bueno... ¿por qué lo preguntas?

—Charley —dijo con voz seria.
Mi corazón se disparó. Ubie me agarró del brazo y empezó a avanzar una
vez más entre la multitud.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté, y cada una de las sílabas estaba teñida de
esperanza.
Reyes tenía que estar vivo. Debía de haber ocurrido algún milagro. ¿Por qué
sino preguntaría el tío Bob algo así? ¿Por qué sino habría tanta gente allí?
—No lo sé, Charley —respondió con sarcasmo—. Nadie lo sabe, en realidad.
Quizá tú puedas explicarme cómo es posible que un hombre desaparezca sin más
de la faz de la tierra.
—¿Qué? —Eso llevaba las cosas a un segundo tiempo muerto—. ¿De qué
estás hablando?
El tío Bob se detuvo de nuevo y se volvió para mirarme.
—Sabía lo importante que era esto para ti, así que me pasé por aquí para
hablar con la juez personalmente. No sirvió de nada. Ella no podía justificar el
soporte vital de tu amigo cuando era evidente que su cerebro estaba muerto y al
estado le costaba una fortuna mantenerlo con vida.
—¿Fuiste a verla? ¿Por mí?
—Sí, sí —dijo mientras tiraba del cuello de la camisa, incómodo—. Así que
supuse que lo menos que podía hacer era estar aquí cuando le quitaran las
máquinas. Pero cuando llegué, el lugar era un caos. Se había marchado.
—¿Marchado? —chillé. Me aclaré la garganta—. ¿Adónde se ha ido?
Se inclinó de nuevo hacia delante.
—No es que se haya marchado sin más, Charley —me dijo en un susurro
desesperado—. Es que ha desaparecido.
—No lo entiendo. ¿Se ha escapado?
—Tendrás que verlo con tus propios ojos.
Apresuró el paso hacia las puertas de entrada y me condujo hasta una
pequeña sala de seguridad.

—Enséñaselo —le dijo al agente de seguridad, que lo obedeció de
inmediato.
—¿De qué va esto? —pregunté cuando el tipo empezó a teclear órdenes en
su ordenador.
—Mira y calla.
El monitor mostraba la grabación de una cámara de seguridad. Reconocí la
zona.
—¿Es el pasillo de la habitación de Reyes?
—Mira y calla —repitió, enigmático y aborrecible.
Y entonces vi un movimiento. Me acerqué más a la pantalla. La puerta de
Reyes estaba abierta, y la grabación en blanco y negro enfocaba directamente su
habitación. Farrow se movió, levantó el brazo hasta la cabeza y luego se incorporó
para mirar a su alrededor. La resolución era tan baja que resultaba difícil distinguir
algo con claridad, pero parecía Reyes, sin duda alguna. En cuanto se recuperó de la
conmoción, se calmó, respiró hondo, se giró hacia la cámara y sonrió. ¡Sonrió!
Esbozó aquella típica sonrisa torcida y perversa que siempre me derretía por
dentro.
Un fallo imprevisto de la grabación hizo que la imagen se congelara; la
pantalla se volvió negra durante una fracción de segundo y cuando regresó la
imagen, él se había desvanecido. En un abrir y cerrar de ojos. En un momento
estaba allí y al siguiente su cama aparecía arrugada y vacía.
—¿Dónde se habrá metido? —le pregunté al guarda de seguridad, que se
encogió de hombros.
—Esperaba que tú nos lo dijeras —respondió el tío Bob.
Reyes era sin duda de otro mundo, pero era imposible desmaterializar un
cuerpo humano, y punto. Al menos que yo supiera. Por supuesto, pocas horas
atrás tampoco sabía que Satán tenía un hijo.
—Tío Bob —le dije en un intento por esquivar la verdad—, en realidad no te
lo he contado todo.
—¿No me digas? —El tío Bob le hizo un gesto al guarda para que se
marchara.

—Es solo que... —añadí en cuanto salió por la puerta—. Bueno... en
realidad, nunca te lo he contado todo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, más perplejo aun que antes.
—Soy diferente, eso ya lo sabes. Pero no te he contado hasta qué punto soy
diferente.
—Vale —dijo con recelo—, ¿hasta qué punto eres diferente?
Contarle al tío Bob que yo era un ángel de la muerte o que Reyes era el hijo
de Satanás no mejoraría en nada la situación. Hay cosas que es mejor no decir.
—Digamos que soy más diferente de lo que crees y sí, una parte de Reyes es
súper-sobrenatural.
—¿Qué parte?
—Mmmm. ¿La parte súper-sobrenatural?
—Quiero algo más que eso, Charley —me advirtió al tiempo que daba un
paso adelante—. Tienes que explicarme esto.
Me senté en el borde de la silla del guardia de seguridad, con la espalda
rígida y la mandíbula apretada. En mi mente aparecía sin cesar una palabra:
mierda. ¿Cómo demonios podía explicarle la desmaterialización de un cuerpo
humano? Si eso era en realidad lo que había ocurrido, claro está.
Justo entonces apareció Neil Gossett. Me miró de inmediato y luego se giró
hacia el tío Bob con expresión culpable, como si compartiéramos un secreto. Algo
que, en cierto sentido, era cierto; solo que él no estaba al tanto de todos los detalles.
—Señor Gossett —dijo el tío Bob antes de ofrecerle la mano.
—Detective —replicó Neil mientras se la estrechaba—. ¿Alguna novedad?
El tío Bob volvió a mirarme.
—Nada importante.
Tanto Ubie como Neil sabían lo suficiente para resultar peligrosos. Y
ninguno conocía la historia completa. Me pregunté durante cuánto tiempo podría
mantener a raya sus preguntas. La semana anterior ya había revelado más sobre mí
misma que en toda mi vida. Si bien eso me había quitado un peso de encima,

también era arriesgado invitar a tanta gente a mi mundo. Ya lo había hecho antes.
Y lo había pagado muy caro.
—¿Quién es esa tal Holandesa? —preguntó el tío Bob mientras señalaba el
monitor con un gesto de la mano.
Me quedé sin aliento.
Aunque yo no había tocado nada, la pantalla estaba negra. En el centro
había una única palabra seguida de un cursor parpadeante, y el alivio que sentí al
verla fue tan abrumador, que pensé que me caería de la silla. Reyes. Reyes
Alexander Farrow estaba vivo. Contemplé durante un buen rato el apodo que me
había puesto el día que nací; me pregunté si podría venir a verme, si podríamos
estar juntos.
Luego sentí un roce en los labios y supe que mi vida nunca volvería a ser la
misma.


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Mensaje por mariateresa Sáb 30 Sep - 17:07

CHICAS ESTE ES EL FINAL DEL LIBRO.... ESPERO QUE LES HAYA GUSTADO PERSONALMENTE ES UNA DE MIS SAGAS FAVORITAS.
QUIERO AGRADECER A
@TATINE Y @VERITOJ.VACIO POR SEGUIR ESTA LECTURA Y TAMBIÉN A @MAGA  POR LA OPORTUNIDAD.
NOS ESTAMOS LEYENDO EN LA PRÓXIMA....


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Mensaje por Veritoj.vacio Sáb 30 Sep - 18:15

Gracias mil Tere, me gusto mucho, la tenia entr mis pendientes y por fin la empecé


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Mensaje por Tatine Sáb 30 Sep - 20:17

Muchas gracias Tere, pues solo dire que ME ENCANTÓ EL LIBRO! Me encanta Charley, es tan chistosa XD y quedé mas intrigada con Reyes.
Voy a buscar la saga para seguir leyendola
Muchas gracias Tere
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Mensaje por Maga Dom 12 Nov - 18:01

mariateresa escribió:CHICAS ESTE ES EL FINAL DEL LIBRO.... ESPERO QUE LES HAYA GUSTADO PERSONALMENTE ES UNA DE MIS SAGAS FAVORITAS.
QUIERO AGRADECER A
@TATINE Y @VERITOJ.VACIO POR SEGUIR ESTA LECTURA Y TAMBIÉN A @MAGA  POR LA OPORTUNIDAD.
NOS ESTAMOS LEYENDO EN LA PRÓXIMA....
Hola estas fueron las unicas que participaron en la lectura? necesito saber para poner medallas.


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 3 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Maga Miér 29 Nov - 20:30

MEDALLAS ASIGNADAS. FALTAN PUNTOS


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Lectura #2 Septiembre 2017 - Página 3 Empty Re: Lectura #2 Septiembre 2017

Mensaje por Maga Jue 30 Nov - 21:45

PUNTOS ASIGNADOS


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