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Lectura Octubre 2018
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berny_girl
Celemg
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
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Re: Lectura Octubre 2018
toda la razón Maguita, esas gemelas son de temer, pero yo me pregunto si Adeline y Winter son la misma persona?
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura Octubre 2018
La llegada: bueno definitivamente enigmática la señora Winter, se fue a vivir al último rincón del mundo y esa obsesión con el silencio y poco demasiado extraña
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura Octubre 2018
Me uno. Sin saber estaba leyendo esta historia. Veo hasta dónde han llegado y comento...
martenu1011- Mensajes : 351
Fecha de inscripción : 05/06/2014
Edad : 41
Re: Lectura Octubre 2018
Hola, lamento lo perdida que he estado, pero en verdad ando mal con el internet y esta semana en el trabajo ha sido del terror. En un rato publico más capis.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura Octubre 2018
El doctor y la señora Maudsley
En mi último día, la señorita Winter me habló del doctor y la señora Maudsley.
****************
Dejar verjas abiertas y entrar en casas ajenas era una cosa, pero llevarse un cochecito con un bebé dentro era algo muy diferente. El hecho de que el bebé, cuando lo encontraron, no se hallara en peor estado como consecuencia de su desaparición temporal no cambiaba las cosas. La situación se les había ido de las manos, y era preciso actuar. Los aldeanos no se veían con ánimos de plantear el asunto directamente a Charlie. Tenían entendido que las cosas en la casa eran extrañas y les producía cierto temor acercarse a ella. Es difícil determinar si era Charlie o Isabelle o el fantasma lo que les instaba a mantenerse alejados, así que decidieron ir a hablar con el doctor Maudsley. Éste no era el médico cuya tardanza pudo ser la causa o no de la muerte en el parto de la madre de Isabelle, sino otro doctor que llevaba ocho o nueve años ejerciendo en el pueblo. Aunque ya no era joven, pues mediaba los cuarenta años, el doctor Maudsley irradiaba juventud. No era alto ni demasiado musculoso, pero parecía vital y fuerte. En comparación con el cuerpo, sus piernas eran largas y solía caminar con paso rápido sin esfuerzo aparente. Como andaba más deprisa que nadie, ya se había acostumbrado a descubrirse a sí mismo hablando al aire y a volverse para encontrar a su compañero de paseo unos metros más atrás, resoplando en su esfuerzo por no quedar rezagado. Su energía física rivalizaba con su gran actividad mental. Se podía escuchar el poder de su cerebro en su voz, que era queda pero rauda, con facilidad para encontrar las palabras justas para lapersona justa en el momento adecuado. Su inteligencia se advertía en los ojos: castaños y muy brillantes, como los de un pájaro, observadores, penetrantes, coronados por unas cejas fuertes y cuidadas. Maudsley tenía el don de contagiar su energía, una virtud muy buena para un médico. Al oír sus pisadas en el camino y su llamada a la puerta, los pacientes ya empezaban a encontrarse mejor. Y además caía bien. La gente decía que él ya era de por sí un tónico. Se preocupaba por que sus pacientes vivieran o murieran, y si vivían —y así era casi siempre— deseaba que vivieran bien. Al doctor Maudsley le apasionaban los desafíos a su inteligencia. Cada enfermedad era un enigma para él y no podía descansar hasta resolverlo. Los pacientes terminaban acostumbrándose a que apareciera en sus casas a primera hora de la mañana, después de haberse pasado la noche dando vueltas a sus síntomas, para hacerles una pregunta más; y una vez que acertaba con el diagnóstico, tenía que determinar el tratamiento. Por supuesto, consultaba todos los libros, y conocía a fondo todos los tratamientos comunes, pero su peculiar inteligencia le hacía volver una y otra vez sobre algo tan sencillo como un dolor de garganta desde un ángulo diferente, tratando de encontrar el pedacito de información que le permitiría no solo curar el dolor de garganta, sino comprender el fenómeno de ese dolor desde una perspectiva completamente nueva. Enérgico, inteligente y afable, era un medico excelente y mejor hombre que la media, pero, como todos los hombres, tenía su punto flaco.
La delegación de los hombres del pueblo estaba constituida por el padre del bebé, el abuelo del bebé y el tabernero, un hombre de aspecto cansado al que no le gustaba quedar excluido de ningún asunto. El doctor Maudsley saludó al trío y escuchó atentamente mientras dos de sus integrantes contaban una vez más su relato. Empezaron por el problema de las verjas que quedaban abiertas, siguieron con el controvertido tema de las ollas desaparecidas y después de unos minutos llegaron al climax de la narración: el rapto del niño en el cochecito.
—Se comportan como salvajes —dijo finalmente el Fred Jameson más joven.
—Nadie las controla —añadió el Fred Jameson mayor.
—¿Y qué opina usted? —preguntó el doctor Maudsley al tercer hombre.
Wilfred Bonner, algo apartado, aún no había abierto la boca.
El señor Bonner se quitó la gorra e hizo una inspiración lenta y sibilante.
—Bueno, yo no soy médico, pero a mí me parece que esas niñas no están bien.
—Acompañó sus palabras con una mirada de lo más elocuente. Luego, por si alguien no había captado su mensaje, propinó a su calva cabeza uno, dos y hasta tres golpecitos.
Los tres hombres se miraron los zapatos con gravedad.
—Déjenlo en mis manos —dijo el médico—. Hablaré con la familia.
Y los hombres se marcharon. Ellos habían puesto su granito de arena. Ahora le tocaba al médico, el sabio del pueblo.
Aunque había dicho que hablaría con la familia, el médico en realidad habló con su esposa.
—Dudo de que lo hicieran con mala intención —dijo ella cuando él terminó de relatarle el suceso—. Ya sabes cómo son las niñas. Es mucho más divertido jugar con un bebé que con una muñeca. No le habrían hecho daño. Así y todo, hay que decirles que no vuelvan a hacerlo. Pobre Mary. —Levantó la vista de su costura y volvió el rostro hacia su marido.
La señora Maudsley era una mujer sumamente atractiva. Sus ojos grandes y castaños, con unas pestañas largas que se rizaban coquetas; recogía hacia atrás su cabello, moreno y sin un solo mechón gris en un estilo tan sencillo que solo una auténtica belleza podía lucirlo sin parecer anodina. Cuando se movía, su figura adquiría una elegancia armónica y femenina.
El doctor sabía que su esposa era bonita, pero llevaban demasiado tiempo casados para reparar en su belleza.
—En el pueblo creen que las niñas son retrasadas.
—¡Imposible!
—Por lo menos eso es lo que opina Wilfred Bonner.
La señora Maudsley negó con la cabeza con estupefacción.
—Les tiene miedo porque son gemelas. Pobre Wilfred. Es la ignorancia de las personas mayores. Por fortuna, la siguiente generación es más abierta.
El médico era un hombre de ciencias. Aunque sabía que estadísticamente resultaba improbable que existiera una anormalidad mental en las gemelas, no quería descartar esa posibilidad hasta haberlas examinado. Con todo, no le sorprendía que su esposa, cuya religión le prohibía pensar mal de las personas, diera por hecho que el rumor era un chisme infundado.
—Estoy seguro de que tienes razón —murmuró con una vaguedad que indicaba que estaba seguro de que no era así.
El médico había dejado de intentar que su esposa creyera exclusivamente aquello que era verdad; ella había sido educada en una religión que no permitía aceptar distinciones entre lo que era verdad y lo que era bueno.
—Entonces, ¿qué piensas hacer? —preguntó la señora Maudsley.
—Iré a ver a la familia. Charles Angelfield es algo ermitaño, pero tendrá que verme si me persono en la casa.
La señora Maudsley asintió con la cabeza, que era su manera de disentir de su marido, aunque él no lo sabía.
—¿Y la madre? ¿Qué sabes de ella?
—Muy poco.
El médico siguió cavilando en silencio, la señora Maudsley siguió cosiendo, y transcurrido un cuarto de hora el médico dijo:
—Quizá deberías ir tú, Theodora. Seguramente la madre esté más dispuesta a ver a una mujer que a un hombre. ¿Qué dices? Así pues, tres días más tarde la señora Maudsley llegó a la casa y llamó a la puerta principal. Sorprendida de que nadie le abriera, frunció el entrecejo — después de todo, había enviado una nota para anunciar su visita— y rodeó la casa. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que dio un suave empujón y entró. No había nadie. La señora Maudsley miró a su alrededor. Tres manzanas sobre la mesa, marrones y arrugadas y a punto de pudrirse por el contacto, un paño de cocina negro junto a un fregadero con varias pilas de platos sucios y una ventana tan roñosa que desde dentro apenas podías distinguir sí era de día o de noche. Su nariz blanca y refinada olisqueó el aire y supo cuanto necesitaba saber. Apretó los labios, enderezó los hombros, asió con firmeza el asa de concha de su bolso y emprendió su cruzada. Fue de estancia en estancia buscando a Isabelle, absorbiendo por el camino el olor de la mugre, el desorden y la dejadez que acechaba por todas partes. El ama se cansaba fácilmente, las escaleras se le hacían pesadas y estaba perdiendo vista; solía creer que había limpiado cosas que no había limpiado, o quería limpiarlas y se olvidaba, y la verdad, sabía que a nadie le importaba, de modo que concentraba sus esfuerzos en alimentar a las niñas, que tenían suerte de que el ama todavía pudiera ocuparse de preparar las comidas. Por tanto, la casa estaba sucia y tenía polvo; cuando alguien torcía un cuadro, torcido se pasaba una década, y el día que Charlie no pudo encontrar la papelera de su estudio simplemente arrojó el papel al suelo hacia el lugar donde había estado hasta entonces la papelera, y al poco tiempo se le ocurrió que era menos engorroso vaciar la papelera una vez al año que una vez a la semana. A la señora Maudsley le disgustó sobremanera aquel panorama. Frunció el entrecejo ante las cortinas medio corridas, suspiró ante la plata deslustrada y meneó la cabeza con asombro ante las ollas de la escalera y las partituras desparramadas por el suelo del vestíbulo. En el salón se agachó automáticamente para recuperar un naipe, el tres de espadas, que descansaba caído o desechado en el suelo, pero era tal el desorden que cuando miró a su alrededor buscando el resto de la baraja se sintió perdida. Al volver su impotente mirada al naipe, reparó en el polvo que lo cubría y, como era una mujer maniática con guantes blancos, la abrumó el deseo de dejarlo en algún lado. Pero ¿dónde? Durante unos segundos quedó paralizada por la angustia, dividida entre el deseo de poner fin al contacto entre su inmaculado guante y el naipe polvoriento y algo pegajoso, y su renuencia a dejar la carta en un lugar que no fuera el correcto. Finalmente, con un visible estremecimiento de los hombros, lo colocó sobre el brazo de una butaca de piel y salió aliviada de la estancia.
La biblioteca ofrecía mejor aspecto. Tenía polvo, por supuesto, y la alfombra estaba raída, pero los libros estaban en su sitio, y eso ya era algo. Pero incluso en la biblioteca, justo cuando estaba preparándose para creer que aún quedaba cierto sentido del orden enterrado en esta familia roñosa y caótica, tropezó con una cama improvisada, empotrada en un rincón oscuro entre dos estanterías, tan solo era una manta invadida por las pulgas y una almohada mugrienta, de manera que al principio pensó que era la cama de un gato. Entonces miró de nuevo y vislumbró la esquina de un libro asomando por debajo de la almohada. Tiró de él, era Jane Eyre. De la biblioteca pasó a la sala de música, donde encontró el mismo desorden que había visto en las demás estancias. El mobiliario tenía una distribución extraña, ideal para jugar al escondite. Había un diván vuelto hacia la pared y una silla semioculta detrás de un arcón que había sido arrastrado de su lugar debajo de la ventana —detrás del arcón había un trozo de moqueta donde el polvo era menos denso y el color verde se filtraba con mayor claridad—. Sobre el piano descansaba un jarrón con unos tallos renegridos y quebradizos, rodeado en la base por un círculo uniforme de pétalos apergaminados que semejaban cenizas. La señora Maudsley alargó una mano y levantó uno; el pétalo se desmenuzó, dejando una desagradable mancha gris amarillenta entre sus blancos dedos enguantados. La señora Maudsley pareció hundirse en el banco del piano. La esposa del médico no era una mala mujer, pero estaba tan convencida de su propia importancia que creía que Dios observaba todo lo que hacía y escuchaba todo lo que decía, de manera que estaba demasiado ocupada tratando de erradicar el orgullo que tenía inclinación a sentir por su santidad para reparar en sus otros defectos. Ella era una hacedora de buenas obras, así que todo el daño que pudiera hacer lo hacía sin darse cuenta. ¿Qué pasó por su cabeza mientras permanecía sentada en el banco del piano con la mirada perdida? Esa gente no era capaz ni de poner agua a sus jarrones. ¡Con razón sus niñas se portaban mal! El alcance del problema parecía habérsele revelado a través de las flores muertas, y de una forma distraída, ausente, se quitó los guantes y extendió sus dedos sobre las teclas grises y negras del piano. El sonido que retumbó en la estancia fue el ruido más áspero y menos musical imaginable. En parte, eso se debía a que el piano llevaba muchos años sumido en el abandono, sin nadie que lo tocara o afinara, y en parte a que a la vibración de las cuerdas del instrumento se había sumado casi instantáneamente otro sonido asimismo disonante: una especie de bufido furioso, un chillido desaforado e irritado como el maullido de un gato al que le han pisado la cola.
La señora Maudsley salió bruscamente de su ensimismamiento. Al oír el aullido, contempló el piano con incredulidad y se levantó con las manos en las mejillas. En medio de su desconcierto apenas tuvo un instante para darse cuenta de que no estaba sola. Pues allí, emergiendo del diván, había una figura delgada vestida de blanco… Pobre señora Maudsley.
No tuvo tiempo de advertir que la figura vestida de blanco estaba empuñando un violín y que este caía con gran fuerza y rapidez sobre su cabeza. Antes de que pudiera asimilar aquella escena, el violín chocó contra su cráneo, la envolvió la oscuridad y se desplomó en el suelo inconsciente. Con los brazos extendidos de cualquier manera y el impecable pañuelo blanco todavía remetido en la correa del reloj, parecía que no quedaba una sola gota de vida en ella. Las pequeñas bocanadas de polvo que había despedido la alfombra cuando la señora Maudsley se derrumbó regresaron suavemente a su lugar. Allí yació una buena media hora, hasta que al ama, a su regreso de la granja donde había estado recogiendo huevos, se le ocurrió asomar la cabeza por la puerta y vio una silueta oscura donde antes no había ninguna. La figura de blanco se había esfumado.
**********
Mientras transcribía de memoria, la voz de la señorita Winter pareció llenar mi habitación con el mismo grado de realismo con que había llenado la biblioteca. Esa mujer tenía una forma de hablar que quedaba grabada en mi memoria y resultaba tan fidedigna como una grabación fonográfica. Pero al llegar a este punto, después de decir « La figura de blanco se había esfumado» , se había detenido, así que yo también me detuve, dejé el lápiz flotando sobre la hoja y medité sobre lo que había sucedido después.
Había estado concentrada en el relato y, por tanto, tardé unos instantes en trasladar mis ojos del cuerpo tendido de la esposa del médico a la narradora. Cuando lo hice, me sentí consternada. La palidez habitual de la señorita Winter había adquirido un tono gris amarillento y el cuerpo, aunque siempre rígido, parecía en ese momento estar preparándose para una agresión invisible. El contorno de la boca le temblaba tanto que supuse que estaba a punto de perder la batalla por mantener los labios en una línea firme y que una mueca de dolor contenida se disponía a declararse vencedora.
Me levanté de la butaca alarmada, pero no tenía ni idea de qué debía hacer.
—Señorita Winter —exclamé impotente—, ¿qué le pasa?
—Mi lobo —creí oírle decir, pero el esfuerzo de hablar bastó para hacer que sus labios empezaran a tiritar.
Cerró los ojos, parecía luchar por regular la respiración. Justo cuando me disponía a echar a correr en busca de Judith, la señorita Winter recuperó el control. La agitación de su pecho amainó, los temblores de su cara cesaron y, aunque todavía estaba blanca como la muerte, abrió los ojos y me miró.
—Mejor… —dijo débilmente.
Despacio, regresé a mi butaca.
—Creo que dijo algo sobre un lobo —comencé.
—Sí. La bestia negra que me roe los huesos cada vez que se le presenta la oportunidad. Pasa la mayor parte del tiempo merodeando por los rincones y detrás de las puertas porque tiene miedo de ellas —dijo señalando las pastillas blancas que había en la mesa, a su lado—, pero no son eternas. Se acercan las doce y están perdiendo su efecto. El lobo me está olisqueando el cuello. A las doce y media estará clavando los dientes y las garras; hasta la una, que es cuando podré tomarme la pastilla y tendrá que regresar a su rincón. Vivimos pendientes del reloj, él y yo. Día a día se adelanta cinco minutos, pero no puedo tomar mis pastillas cinco minutos antes. Eso nunca cambia.
—Pero imagino que su médico…
—Naturalmente. Una vez a la semana o una vez cada diez días me ajusta la dosis, pero nunca es suficiente. No quiere ser él quien me mate, de modo que cuando llegue el momento, será el lobo el que acabe conmigo.
Me miró con dureza y después se aplacó.
—Las pastillas están aquí, mírelas; y el vaso de agua. Si lo deseara, yo misma podría precipitar mi final. En el momento que yo quisiera. Así que no se compadezca de mí. He elegido este otro camino porque tengo cosas que hacer.
Asentí.
—De acuerdo.
—Entonces sigamos con lo nuestro y hagamos esas cosas, ¿le parece? ¿Por dónde íbamos?
—La esposa del médico. En la sala de música. Con el violín.
Y continuamos con nuestro trabajo.
********************
Charlie no estaba acostumbrado a enfrentarse a los problemas. Y tenía problemas, un montón de problemas: agujeros en el tejado, ventanas rotas, palomas descomponiéndose en las habitaciones del desván, pero los ignoraba. O quizá vivía tan retirado del mundo que, sencillamente, no reparaba en ellos. Cuando la filtración de agua empezaba a resultar excesiva en una habitación, se limitaba a cerrarla y se trasladaba a otra. La casa, después de todo, era enorme. Me pregunto si, dentro de su torpeza mental, se daba cuenta de que otras personas mantenían sus hogares con esfuerzo, pero como el deterioro era su entorno natural, se sentía cómodo en él.
Aun así, la esposa de un médico aparentemente muerta en la sala de música era un problema que no podía pasar por alto. Si hubiera sido uno de nosotros… Pero una persona de fuera. Eso era otra cosa. Había que hacer algo, si bien no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese algo, y cuando la esposa del médico se llevó una mano a la dolorida cabeza y gimió, la miró acongojado. Tal vez fuera estúpido, pero sabía lo que eso significaba: se avecinaba una catástrofe.
El ama envió a John-the-dig a por el médico y éste llegó a su debido tiempo. Durante un rato el presentimiento de una catástrofe pareció infundado, pues se descubrió que el estado de la esposa del médico no era grave, pues tan solo sufría una conmoción leve. La mujer rechazó una copita de coñac, aceptó té y al rato estaba como nueva.
—Fue una mujer —dijo—. Una mujer de blanco.
—Tonterías —repuso el ama, tranquilizadora y desdeñosa a la vez—. En esta casa no hay ninguna mujer de blanco.
Las lágrimas brillaron en los ojos castaños de la señora Maudsley, pero se mantuvo firme.
—Sí, una mujer delgada tumbada en el diván. Oyó el piano, se levantó y…
—¿La viste detenidamente? —preguntó el doctor Maudsley.
—No, solo un momento…
—¿Lo ve? No puede ser —le interrumpió el ama, y aunque su voz era compasiva también fue firme—. No hay ninguna mujer de blanco. Debió de ver un fantasma.
Entonces la voz de John-the-dig se oyó por primera vez:
—Dicen que la casa tiene fantasmas.
El grupo contempló el violín roto abandonado en el suelo y se fijó en el chichón que estaba formándose en la sien de la señora Maudsley, pero antes de que alguien pudiera opinar sobre la veracidad de esa teoría Isabelle apareció en el umbral. Espigada y esbelta, lucía un vestido de color amarillo claro; tenía el moño desarreglado y sus ojos, aunque bellos, eran salvajes.
—¿Podría ser ella la persona que viste? —le preguntó el médico a su esposa.
La señora Maudsley comparó a Isabelle con la imagen que retenía en su mente. ¿Cuántos tonos separan el blanco del amarillo claro? ¿Dónde está exactamente la frontera entre delgada y espigada? ¿Hasta qué punto un golpe en la cabeza puede afectar a la memoria de una persona? Vaciló. Luego, reparando en los ojos de color esmeralda y encontrando su pareja exacta en su recuerdo, tomó una decisión:
—Sí, es ella.
El ama y John-the-dig evitaron mirarse.
A partir de ese momento, olvidándose de su esposa, el médico dirigió toda su atención a Isabelle. La miró detenida y amablemente, con preocupación en el fondo de sus ojos, al tiempo que le hacía una pregunta detrás de otra. Cuando Isabelle se negaba a responder se mantenía impertérrito, pero cuando se dignaba contestar —maliciosa, impaciente o disparatada— escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza al tiempo que hacía anotaciones en su bloc de médico. Al cogerle la muñeca para tomarle el pulso, reparó, alarmado, en los cortes y cicatrices que marcaban la parte interna de su antebrazo.
—¿Se los hace ella misma?
Franca a su pesar, el ama murmuró:
—Sí.
El médico apretó los labios, preocupado.
—¿Puedo hablar un momento con usted, señor? —preguntó, volviéndose hacia Charlie. Él le miró sin comprender, pero el médico le cogió del codo—. ¿Puede ser en la biblioteca? —Y lo sacó con firmeza de la estancia.
El ama y la esposa del médico esperaron en el salón fingiendo no prestar atención a los sonidos que llegaban de la biblioteca. Había un murmullo, no de voces, sino de una sola voz, serena y comedida. Cuando la voz calló escuchamos « No» , y otro « ¡No!» , con la voz elevada de Charlie, y de nuevo el tono suave del médico. Estuvieron ausentes un buen rato, y se oyeron las reiteradas protestas de Charlie antes de que la puerta se abriera y el médico saliera con el semblante grave y agitado. Detrás de él estalló un alarido de desesperación e impotencia, pero el doctor simplemente hizo una mueca y cerró la puerta tras de sí.
—Hablaré con el hospital —le dijo el médico al ama—. Yo me encargaré del transporte. ¿Le parece bien a las dos en punto?
Desconcertada, el ama asintió con la cabeza y la esposa del médico se levantó para irse.
A las dos en punto tres hombres llegaron a la casa y acompañaron a Isabelle hasta una berlina que aguardaba fuera. Se entregó a ellos como un cordero, se instaló obediente en el asiento, en ningún momento miró por la ventanilla mientras los caballos trotaban despacio por el camino, en dirección a la verja de la casa del guarda. Las gemelas, indiferentes, estaban dibujando círculos en la grava del camino con los dedos de los pies. Charlie estaba en la escalinata, viendo empequeñecerse la berlina. Parecía un niño al que estaban arrebatando su juguete favorito y no podía creer —del todo no, todavía no— que aquello estuviera ocurriendo de verdad.
El ama y John-the-dig le observaban nerviosos desde el vestíbulo, esperando su reacción. El carruaje alcanzó la verja y desapareció tras ella. Charlie se quedó mirando la verja abierta tres, cuatro, cinco segundos más. Luego su boca se abrió en un amplio círculo, espasmódico y trepidante, que dejó ver su lengua trémula, la rojez carnosa de su garganta, los hilos de baba cruzando la oscura cavidad. Nosotros le mirábamos hipnotizados, a la espera de que el espantoso sonido emergiera de su boca, pero el sonido no estaba preparado aún para salir. Durante unos segundos eternos siguió creciendo, amontonándose dentro de Charlie, hasta que todo su cuerpo pareció querer estallar de sonido contenido. Finalmente cayó de rodillas sobre la escalinata y el grito salió de su cuerpo. No fue el bramido de elefante que habíamos estado esperando, sino un bufido húmedo y nasal. Las niñas levantaron la vista un momento, después volvieron impasibles a dibujar círculos. John-the-dig apretó los labios, se dio la vuelta y regresó al jardín y a su trabajo. No había nada que él pudiera hacer ahí. El ama se acercó a Charlie, colocó una mano consoladora en su hombro y trató de convencerle de que entrara en casa, pero él hacía oídos sordos a sus palabras y se limitaba a sorber y gimotear como un niño enrabietado. Y eso fue todo.
************
¿Eso fue todo? Un final curiosamente discreto para la desaparición de la madre de la señorita Winter. Estaba claro que la señorita Winter no tenía muy buena opinión de las aptitudes maternales de Isabelle; de hecho, la palabra madre no parecía formar parte de su léxico. Supongo que era comprensible; por lo que había podido ver, Isabelle era la menos maternal de las mujeres. Así y todo, ¿quién era yo para juzgar las relaciones de otras personas con sus madres?
Cerré la libreta, metí el lápiz en la espiral y me levanté.
—Estaré fuera tres días —le recordé—. Regresaré el jueves.
Y la dejé a solas con su lobo.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
El estudio de Dickens
Terminé de pasar a limpio las notas de esa jornada. Los doce lápices ya no tenían punta, de modo que me puse a afilarlos. Uno a uno, los introduje en el sacapuntas. Si giras la manivela de forma lenta y regular, a veces puedes conseguir que la viruta de madera con carboncillo se rice y cuelgue de una sola pieza hasta la papelera, pero esa noche estaba cansada y se quebraban constantemente bajo su propio peso. Pensé en la historia. El ama y John-the-dig me inspiraban simpatía. Charlie e Isabelle me inquietaban. El médico y su esposa tenían la mejor de las intenciones, pero sospechaba que su intervención en la vida de las gemelas no iba a traer nada bueno. Las gemelas me tenían desconcertada. Sabía lo que otra gente pensaba de ellas. John-the-dig pensaba que no podían hablar bien; el ama creía que no comprendían que las demás personas estaban vivas; los vecinos opinaban que estaban mal de la cabeza, pero desconocía —y eso resultaba más que curioso— qué pensaba la narradora. Cuando contaba su relato, la señorita Winter era una luz que lo ilumina todo salvo a sí misma. Era el punto que se perdía en el corazón de la narración. Hablaba de « ellos» , últimamente había hablado de « nosotros» , pero lo que me tenía perpleja era la ausencia del yo. Si se lo preguntara, sé lo que me diría: « Señorita Lea, hicimos un trato» . Ya le había hecho preguntas sobre uno o dos detalles de la historia, y aunque a veces contestaba, cuando no quería hacerlo me recordaba nuestro primer encuentro. « Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas» . De momento me resigné a vivir en la intriga. No obstante, esa misma noche sucedió algo que arrojó cierta luz sobre el asunto. Había ordenado mi escritorio y estaba haciendo la maleta cuando llamaron a la puerta. Abrí y encontré a Judith en el pasillo.
—La señorita Winter desea saber si dispone de un momento para ir a verla. —No me cabía duda de que era la traducción cortés de Judith de un seco « Tráigame a la señorita Lea» .
Terminé de doblar una blusa y bajé a la biblioteca. La señorita Winter estaba sentada en su lugar de siempre y el fuego ardía en la chimenea, pero, por lo demás, en la estancia reinaba la oscuridad.
—¿Quiere que encienda algunas luces? —pregunté desde la puerta.
—No —fue su fría respuesta, y eché a andar por el pasillo hacia ella. Los postigos estaban abiertos y el cielo oscuro, bañado de estrellas, se reflejaba en los espejos. Cuando llegué a su lado la luz danzarina del fuego me permitió advertir que la señorita Winter estaba absorta en sus pensamientos. Me senté en mi sitio y, arrullada por el calor del fuego, contemplé en silencio el cielo nocturno. Transcurrió un cuarto de hora mientras ella rumiaba y yo esperaba. Entonces habló.
—¿Ha visto alguna vez el retrato de Dickens en su estudio? Lo pintó un hombre llamado Buss, creo. Tengo una reproducción por ahí, ya se la buscaré. En el retrato Dickens ha empujado la silla del escritorio hacia atrás y está dormitando con los ojos cerrados y su barbudo mentón sobre el pecho. Lleva puestas las zapatillas. Alrededor de su cabeza flotan personajes de sus libros como si fueran humo de cigarrillo; algunos se apiñan sobre los papeles del escritorio, otros se han deslizado detrás de él o han descendido, como si se creyeran capaces de caminar con sus pies por el suelo. ¿Y por qué no? Sus trazos son tan fuertes como los del propio escritor, así que ¿por qué no deberían ser tan reales como él? Son más reales que los libros de las estanterías, esbozados con una línea apenas visible y discontinua que en algunos lugares se desvanece en una nada fantasmagórica.
» Se estará preguntando por qué recordar ahora ese retrato. Si lo recuerdo con tanta precisión es porque refleja perfectamente la forma en que yo he vivido mi propia vida. He cerrado la puerta de mi estudio al mundo y me he recluido con mis personajes. Durante casi sesenta años he escuchado a hurtadillas y con total impunidad las vidas de seres imaginarios. He mirado descaradamente en corazones y retretes. Me he arrimado a sus hombros para seguir el movimiento de plumas que escribían cartas de amor, testamentos y confesiones. He observado a enamorados amarse, a asesinos matar, a niños jugar con la imaginación. Cárceles y burdeles me han abierto sus puertas; galeones y caravanas de camellos han cruzado mares y desiertos conmigo; siglos y continentes se han esfumado a mi antojo. He espiado las fechorías de los poderosos y he sido testigo de la nobleza de los sumisos. Tanto me he inclinado sobre personas que dormían en sus lechos que es posible que hayan notado mi aliento en sus caras. He visto sus sueños.
» Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: “¡Ahora yo! ¡Venga! ¡Me toca a mí!”. Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.
» Y de vez en cuando, a lo largo de todos estos años, he levantado la cabeza de la hoja (al final de un capítulo, al detenerme para pensar con calma después de una escena de muerte o simplemente buscando la palabra justa) y he visto una cara detrás de la multitud. Una cara familiar. Tez clara, cabello pelirrojo, ojos verdes. Sé perfectamente quién es, pero nunca deja de sorprenderme verla. Siempre me pilla desprevenida. Muchas veces ha abierto la boca para hablarme, pero durante décadas estuvo demasiado lejos para que yo pudiera oírla y, además, en cuanto me percataba de su presencia, yo desviaba la mirada y fingía no haberla visto. Creo que no se dejaba engañar.
» La gente se pregunta por qué soy tan prolífica. Pues bien, el motivo es ella. Si he empezado un libro nuevo cinco minutos después de haber terminado el último se debe a que levantar la vista del escritorio significaría encontrarme con su mirada.
» Los años han pasado; el número de mis libros en los estantes de las librerías ha crecido y, por consiguiente, la multitud de personajes que flotan por mi estudio ha menguado. Con cada libro que he escrito el murmullo de las voces se ha hecho más quedo, la sensación de ajetreo en mi cabeza ha disminuido. El número de rostros reclamando mi atención ha bajado, y siempre, detrás del grupo pero un poco más próxima con cada libro, ahí está ella. La niña de los ojos verdes. Esperando.
» Llegó el día en que terminé la versión final de mi último libro. Escribí la última frase y puse el punto final. Ya sabía lo que iba a ocurrir. La estilográfica se me resbaló de la mano y cerré los ojos. “Ahora —le oí decir, o puede que lo dijera yo—, ya sólo quedamos tú y yo”.
» Discutí un rato con ella. “No saldrá bien —le dije—. Ha pasado mucho tiempo, yo era solo una niña, lo he olvidado todo”. En realidad hablaba por hablar. “Pero yo no lo he olvidado —dice ella—. Recuerdas cuando…”.
» Hasta yo reconozco lo inevitable cuando lo tengo delante. Sí, lo recuerdo.
La tenue vibración en el aire se detuvo. Mi mirada viajó desde las estrellas hasta la señorita Winter. Sus ojos verdes estaban clavados en un punto de la habitación como si en ese preciso instante estuvieran viendo a la niña de ojos verdes y pelo cobrizo. —La niña es usted. —¿Yo? —La señorita Winter desvió la mirada de la niña fantasma y se volvió hacia mí—. No, no soy yo. Ella es… —titubeó—. Es alguien que fue yo. Esa niña dejó de existir hace mucho, mucho tiempo. Su vida terminó la noche del incendio con la misma certeza que si hubiera perecido entre las llamas. La persona que tiene ahora delante no es nada. —Pero su carrera… las historias…
—Cuando no somos nada, inventamos. Llenamos un vacío.
Guardamos silencio y contemplamos el fuego. De vez en cuando la señorita Winter se frotaba distraídamente la palma de la mano.
—Su ensayo sobre Jules y Edmond Landier —comenzó al cabo de un rato.
Me volví hacia ella con recelo.
—¿Por qué los eligió como tema? ¿Sentía por ellos un interés especial, una atracción personal?
Negué con la cabeza.
—Por nada en particular.
Y a partir de ese momento solo existió la quietud de las estrellas y el chisporroteo del fuego.
Aproximadamente una hora después, cuando las llamas estaban más bajas, habló por tercera vez.
—Margaret. —Creo que era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila—. Mañana, cuando se vaya…
—¿Sí?
—Volverá, ¿verdad?
Era difícil evaluar la expresión de su cara con la luz parpadeante y mortecina de la chimenea, y también era difícil determinar hasta qué punto el temblor de su voz era efecto de la fatiga o de la enfermedad, pero tuve la impresión, justo antes de responder « Sí, por supuesto que volveré» , de que la señorita Winter estaba asustada.
A la mañana siguiente Maurice me llevó a la estación y tomé el tren en dirección sur.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Se pone interesante la cosa, que tiene de especial las gemelas y que hay con el supuesto fantasma.
Gracias Maga
Gracias Maga
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
Los almanaques
Qué mejor lugar para iniciar mis indagaciones que en casa, en la librería? Los anuarios viejos me fascinaban. Desde que era niña, cuando me aburría, cuando sentía angustia o miedo me acercaba a esos estantes para hojear las páginas repletas de nombres, fechas y apuntes. Entre sus tapas se resumían vidas pasadas en unas pocas líneas rigurosamente neutras. En aquel mundo los hombres eran baronets, obispos o ministros, y las mujeres, esposas e hijas. No había ninguna anotación que revelara si a esos hombres les gustaba desayunar riñones, ningún apunte señalaba a quién amaban o qué les daba miedo en la oscuridad cuando apagaban la vela por la noche. No había ningún dato personal. Así pues, ¿qué era lo que me conmovía tanto de esos breves comentarios sobre las vidas de hombres fallecidos? Simplemente el hecho de que eran hombres, de que habían vivido, de que ahora estaban muertos. Cuando los leía, sentía una agitación dentro de mí. Dentro de mí, pero no de mí. Cuando leía las listas, la parte de mí que ya se encontraba en el otro lado despertaba y me acariciaba. Nunca expliqué a nadie por qué los almanaques significaban tanto para mí, ni siquiera decía que me gustaban. No obstante, mi padre reparó en mi afición, y siempre que salían a subasta ese tipo de volúmenes, se aseguraba de conseguirlos. En consecuencia, todos los muertos ilustres del país desde hacía muchas generaciones pasaban su vida después de la muerte en la tranquilidad de los estantes de nuestra segunda planta. Y yo era su única compañía. Y en esa segunda planta, acurrucada en el asiento de la ventana, estaba yo volviendo las páginas cargadas de nombres. Había encontrado al abuelo de la señorita Winter, George Angelfield. No era baronet, ni ministro, ni obispo, pero ahí estaba. El apellido era de origen aristocrático; habían ostentado un título, pero unas generaciones atrás se había producido una escisión en la familia: el título había ido en una dirección, el dinero y la finca en otra. Su abuelo pertenecía a esta segunda línea. Los almanaques solían seguir los títulos, pero la conexión era lo bastante estrecha para merecer una entrada, de modo que ahí estaba: Angelfield, George; su fecha de nacimiento; residió en la casa de Angelfield, Oxfordshire; casado con Mathilde Monnier de Reims, nacida en Francia; un hijo, Charles. Siguiendo su rastro a través de los almanaques de años posteriores, una década más tarde encontré una enmienda: un hijo, Charles, y una hija, Isabelle. Después de volver algunas páginas más, hallé la confirmación del fallecimiento de George Angelfield y, buscándola a ella por el apellido de su marido, March, Roland, el enlace de Isabelle. Por un momento me hizo gracia pensar que había hecho todo el viaje hasta Yorkshire para escuchar la historia de la señorita Winter cuando siempre había estado ahí, en los almanaques, unos metros por debajo de mi cama. Luego, no obstante, empecé a pensar con lucidez. ¿Qué demostraba esa información impresa? Únicamente que George y Mathilde y sus hijos Charles e Isabelle habían existido. ¿Cómo sabía yo que la señorita Winter no había encontrado esos nombres de la misma forma que yo, hojeando aquellos volúmenes? Había almanaques en cualquier biblioteca de todo el país. Quienquiera que lo deseara podía consultarlos. ¿Y si la señorita Winter había encontrado una colección de nombres y fechas y había bordado una historia en torno a ella para entretenerse? Además de mis recelos, tenía otro problema: Roland March había fallecido y la información sobre Isabelle terminaba con aquella muerte. Los anuarios configuraban un mundo extraño. En el mundo real, las familias se ramificaban como los árboles, la sangre mezclada por medio de uniones maritales pasaba de una generación a la siguiente creando una red de conexiones cada vez más extensa. Los títulos, en cambio, pasaban exclusivamente de un hombre a otro, la estrecha progresión lineal que los almanaques gustaban de resaltar. A cada lado de la línea correspondiente al título aparecían unos pocos hermanos más jóvenes, sobrinos y primos, que estaban lo bastante cerca para caer dentro del círculo de luz del almanaque. Hombres que podrían haber sido lords o baronets. Y aunque no se decía, hombres que aún estaban a tiempo de serlo si se producía una determinada sucesión de tragedias. Pero después de cierto número de ramificaciones en el árbol genealógico, esos nombres caían de los márgenes y desaparecían en el éter. Ninguna combinación de naufragios, pestes y terremotos sería tan poderosa como para devolver a esos primos terceros a un lugar destacado. El almanaque tenía sus límites. Y así sucedía con Isabelle: ella era mujer; sus hijas eran hembras; su marido (que no era lord) había muerto, y su padre (que no era lord) también había muerto. El almanaque cortaba las amarras a Isabelle y a sus hijas, dejando caer a las tres en el vasto océano de la gente corriente, cuyos nacimientos y muertes y matrimonios son, al igual que sus amores y sus miedos y su desayuno preferido, demasiado insignificantes para dejar constancia de ellos para la posteridad. Pero Charlie era varón. El anuario podía estirarse —lo justo— para incluirlo, sí bien la nube de la insignificancia ya empezaba a proyectar su sombra sobre él. La información era escasa. Se llamaba Charles Angelfield. Había nacido. Vivía en Angelfield. No estaba casado. No estaba muerto. Para el almanaque bastaba con esa información. Consulté un volumen tras otro, encontré una y otra vez la misma reseña raquítica. Con cada nuevo tomo me decía que ése sería el año que lo excluirían, pero ahí estaba año tras año, todavía Charles Angelfield, todavía de Angelfield, aún soltero. Hice un repaso de lo que la señorita Winter me había contado acerca de Charlie y su hermana, y me mordí el labio mientras daba vueltas al significado de su prolongada soltería. Entonces, cuando Charlie debía de rondar los cincuenta, tropecé con una sorpresa. Su nombre, su fecha de nacimiento, su lugar de residencia y una extraña abreviatura, DF, en la que no había reparado antes. Consulté la lista de abreviaturas. DF: declaración de fallecimiento. Regresé a la entrada de Charlie y me quedé mucho rato observándola con el entrecejo fruncido, como si por el hecho de mirarla fijamente fuera a emerger, en el grano o en la filigrana del papel, la solución del enigma. Ese año lo habían declarado muerto. Que yo supiera, se solicitaba una declaración de fallecimiento cuando una persona desaparecía, y, transcurrido cierto tiempo, la familia, por motivos de herencia, y pese a no disponer de pruebas ni de cadáver podía conseguir su patrimonio como si estuviese muerta. Creía recordar que una persona debía llevar siete años desaparecida antes de que pudiera ser declarada muerta. Quizá hubiera fallecido durante ese período de tiempo. O puede que no estuviera muerta, sino que simplemente se había marchado, se había perdido o vivía errante, lejos de todas las personas que la habían conocido. Pero que alguien estuviera legalmente muerto no siempre significaba que estuviera físicamente muerto. ¿Qué clase de vida era ésa, me pregunté, que podía terminar de una forma tan vaga, tan insatisfactoria? DF.
Cerré el almanaque, lo devolví al estante y bajé a la librería para prepararme un chocolate caliente.
—¿Qué sabes de los trámites legales que hay que seguir para que alguien sea declarado muerto? —le pregunté a papá mientras esperaba ante el cazo de la leche que tenía al fuego.
—Supongo que no mucho más que tú —fue su respuesta. Entonces apareció en el umbral y me tendió una de las sobadas tarjetas de nuestros clientes.
—Éste es el hombre a quien deberías preguntárselo. Es catedrático de derecho retirado. Ahora vive en Gales, pero viene aquí todos los veranos para curiosear y dar paseos junto al río; un tipo agradable. ¿Por qué no le escribes? De paso podrías preguntarle si quiere que le guarde el Justitiae Naturales Principia.
Cuando terminé mi chocolate, regresé al almanaque para averiguar más cosas sobre Roland March y su familia. Su tío había tenido escarceos con la pintura, y cuando fui a la sección de historia del arte para ahondar en ese dato, descubrí que sus retratos —si bien en aquel momento eran considerados mediocres— habían estado muy en boga durante un breve período. El English Provincial Portraiture de Mortimer contenía la reproducción de un retrato temprano realizado por Lewis Anthony March, titulado Roland, sobrino del pintor. Resulta extraño contemplar el rostro de un muchacho que todavía no es del todo un hombre en busca de los rasgos de una anciana, su hija. Dediqué unos minutos a estudiar sus facciones carnosas y sensuales, su cabello rubio y brillante, la postura relajada de su cabeza. Cerré aquel libro. Estaba perdiendo el tiempo. Aunque invirtiera todo el día y toda la noche, sabía que no encontraría nada sobre las gemelas que Roland había engendrado.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
En los archivos del « Banbury Herald»
Al día siguiente tomé el tren a Banbury y las oficinas del Banbury Herald. Un hombre joven me enseñó los archivos. Quizá la palabra archivo impresione a quien no los ha frecuentado apenas, pero a mí, que durante años he pasado mis vacaciones en ellos, no me sorprendió que me invitaran a pasar a una especie de armario sin ventanas metido en un sótano.
—El incendio de una casa en Angelfield —expliqué brevemente—, hace unos sesenta años.
El muchacho me mostró el estante donde guardaban los legajos del período en cuestión.
—Le bajaré las cajas.
—Y la sección de literatura de hace unos cuarenta años, pero no estoy segura del año exacto.
—¿Páginas de literatura? No sabía que el Herald hubiera tenido en otra época sección de literatura. —Desplazó la escalera de mano, rescató otra colección de cajas y las colocó junto a la primera sobre una larga mesa, debajo de una potente luz—. Aquí las tiene —dijo animadamente, y me dejó a solas con mi tarea.
El incendio de Angelfield, averigüé, probablemente fue accidental. En aquellos tiempos la gente solía almacenar combustible y eso fue lo que hizo que el fuego se extendiera con tanta virulencia. En aquel momento solo se hallaban en la casa las dos sobrinas del propietario; ambas habían escapado al fuego y se encontraban en el hospital. Se creía que el propietario estaba de viaje. (Se creía… me dije extrañada. Anoté las fechas: todavía tendrían que pasar seis años para la declaración de fallecimiento). La noticia terminaba con algunos comentarios sobre el valor arquitectónico de la casa y señalaba que su estado era ruinoso.
Copié la historia y eché un vistazo a los titulares de números posteriores en busca de más información, pero como no encontré nada guardé los periódicos y me concentré en las demás cajas. « Cuénteme la verdad» , había dicho él; el joven del traje anticuado que había entrevistado a Vida Winter para el Banbury Herald hacía cuarenta años. Y ella no había olvidado sus palabras. La entrevista no aparecía por ningún lado. Ni siquiera había nada que pudiera llamarse sección de literatura. Los únicos artículos literarios eran algunas que otras reseñas de libros tituladas « Quizá le gustaría leer…» , escritas por una crítica llamada señorita Jenkinsop. Mis ojos tropezaron en dos ocasiones con el nombre de la señorita Winter. Era evidente que la señorita Jenkinsop había leído las novelas de la señorita Winter y que le habían gustado; sus elogios, aunque expresados con escasa erudición, eran entusiastas y merecidos, pero estaba claro que la mujer no había conocido a la escritora y que ella no era el hombre del traje marrón.
Cerré el último periódico, lo doblé y lo devolví cuidadosamente a su caja. El hombre del traje marrón era una invención suya; un recurso para atraparme; la mosca con la que el pescador ceba su sedal para atraer a los peces. Era de esperar. Quizá fuera la confirmación de la existencia de George y Mathilde, de Charlie e Isabelle, lo que me había llevado a hacerme la ilusión de su veracidad. Ellos, por lo menos, eran reales; pero el hombre del traje marrón, no.
Me puse el sombrero y los guantes, abandoné las oficinas del Banbury Herald y salí a la calle.
Mientras recorría las invernales aceras buscando un café recordé la carta que la señorita Winter me había enviado. Recordé las palabras del hombre del traje marrón y la forma en que habían resonado en las vigas de mis habitaciones bajo el alero. Pero el hombre del traje marrón era un producto de su imaginación. Debí haberlo supuesto. ¿Acaso la señorita Winter no era una inventora de historias? Una cuentista, una fabulista, una embustera. Y el ruego que tanto me había conmovido —« Cuénteme la verdad» — había sido pronunciado por un hombre que ni siquiera era real.
No supe explicarme el sabor tan amargo de mi decepción.
Ruinas
Desde Banbury tomé un autobús. —¿Angelfield? —dijo el conductor—. El autobús no llega hasta Angelfield, al menos de momento. Tal vez cambie el recorrido cuando hayan construido el hotel.
—¿Piensan construir uno allí?
—Están echando abajo una casa en ruinas para construir un hotel de lujo. Puede que entonces pongan un servicio de autobuses para el personal, pero lo mejor que puede hacer ahora es bajarse en el Hare and Hounds de Cheneys Road y seguir a pie. Un kilómetro y medio más o menos, creo.
No había mucho que ver en Angelfield. Una sola calle cuyo letrero de madera rezaba, con lógica simplicidad, The Street. Pasé por delante de una docena de casitas adosadas por pares. Aquí y allá sobresalía algún rasgo diferenciador —un tejo alto, un columpio, un banco de madera—, pero por lo demás cada casita, con su elaborado tejado de paja, los aguilones blancos y el sobrio enladrillado, parecía el reflejo de su vecina. Las ventanas daban a unos prados bien delimitados con setos y salpicados de árboles. Algo más lejos se divisaban vacas y ovejas, y más allá todavía una superficie densamente arbolada detrás de la cual, según mi mapa, estaba el parque de ciervos. No había aceras, pero tampoco importaba porque no había tráfico. De hecho, no vi señales de presencia humana hasta que dejé atrás la última casa y llegué a una tienda que hacía las veces de oficina de correos.
Dos niños con impermeables amarillos salieron de la tienda y echaron a correr carretera abajo, adelantándose a su madre, que se había detenido en el buzón. Rubia y menuda, estaba intentando pegar los sellos en los sobres sin que se le cayera el periódico que sujetaba bajo el brazo. El niño, ya un muchacho, alargó una mano para echar el envoltorio de su caramelo en la papelera clavada a un poste que había en el borde de la carretera. Cuando fue a coger el envoltorio de su hermana, ésta se resistió.
—¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo sola!
La niña se puso de puntillas, y desoyendo las protestas de su hermano estiró el brazo y lanzó el papel en dirección a la boca de la papelera. Un golpe de brisa se lo llevó volando al otro lado de la carretera.
—¡Te lo dije!
Ambos niños se dieron la vuelta y echaron a correr, pero al verme frenaron en seco. Dos flequillos rubios se desplomaron sobre dos pares de ojos castaños de idéntico contorno. Dos bocas se abrieron con la misma expresión de asombro. No, no eran gemelos, pero casi. Me agaché a recoger el papel y se lo tendí. La niña, deseosa de recuperarlo, hizo ademán de adelantarse. Su hermano, más prudente, alargó un brazo para cortarle el paso y exclamó:
—¡Mamá!
La mujer rubia, que nos observaba desde el buzón, había contemplado la escena.
—Está bien, deja que lo coja. —La niña cogió el papel de mi mano sin levantar la vista—. Dale las gracias —dijo la madre.
Los niños obedecieron de manera comedida, se dieron la vuelta y partieron dando saltos de alivio. Esa vez la mujer aupó a su hija para que llegara a la papelera y mientras lo hacía se volvió hacia mí y observó mi cámara fotográfica con discreta curiosidad.
En Angelfield ningún forastero podía pasar inadvertido.
Esbozó una sonrisa reservada.
—Que tenga un buen paseo —dijo, y se giró para seguir a sus hijos, que ya habían echado a correr en dirección a las casas adosadas.
Los vi alejándose. Los niños corrían acechándose y persiguiéndose como si estuvieran unidos por una cuerda invisible. Alteraban el rumbo caprichosamente y hacían cambios de velocidad imprevisibles con una sincronización telepática; parecían dos bailarines moviéndose al compás de una misma música interna, dos hojas atrapadas en la misma brisa. Era algo extraño y al mismo tiempo completamente natural. Me habría quedado más tiempo observándolos, pero temerosa de que se dieran la vuelta y me descubrieran mirando, me obligué a reemprender mi camino. Tras recorrer unos cientos de metros las verjas de la casa del guarda aparecieron ante mi vista. Las verjas propiamente dichas no solo estaban cerradas, sino soldadas al suelo y entre sí por retorcidas vueltas de hiedra que entraban y salían de la elaborada artesanía de metal. Sobre las verjas, dominando la carretera, se alzaba un arco de piedra clara cuyos extremos terminaban en sendos edificios pequeños, de una sola estancia, provistos de ventanas. De una de ellas pendía una hoja de papel. Como lectora empedernida que soy, no pude resistir la tentación, así que me encaramé a la hierba alta y húmeda para leerla. Pero era un aviso fantasma. Todavía podía verse el logotipo policromo de una constructora, pero debajo solo podían distinguirse dos manchas grises que parecían párrafos y, una pizca más oscura, la sombra de una firma.
Debían de haber sido letras, pero varios meses de fuerte sol habían desteñido su significado. Estaba segura de que tendría que caminar un largo tramo alrededor de la linde para dar con una entrada, pero apenas después de unos pasos llegué a una pequeña puerta de madera abierta en un muro con un simple pestillo para asegurarla. En un instante ya estaba dentro.
En el camino que en otros tiempos había sido de grava, las piedrecillas se mezclaban con parches de tierra desnuda y hierba achaparrada. Conducía, dibujando una larga curva, hasta una pequeña iglesia de piedra y sílex con un cementerio, después doblaba en la otra dirección y transcurría por detrás de una franja de árboles y arbustos que ocultaban la vista. La maleza invadía ambos lados del camino; ramas de matorrales diversos se peleaban por un espacio mientras, a sus pies, el pasto y la mala hierba penetraban en todos los huecos que podían encontrar.
Me encaminé hacia la iglesia. Reconstruida en la época victoriana, conservaba la sobriedad de sus orígenes medievales. Pequeño y compacto, el capitel se dirigía hacia el cielo sin tratar de agujerearlo. La iglesia estaba situada en el vértice de la curva de grava; cuando estuve algo más cerca desvié la mirada de la entrada del cementerio hacia la vista que se estaba abriendo a mi otro lado. Con cada paso que daba el panorama se ampliaba un poco más, hasta que finalmente la mole de piedra clara que era la casa de Angelfield apareció ante mis ojos. Me detuve en seco.
La casa descansaba en un ángulo inverosímil. Si llegabas por el camino de grava ibas a parar a una esquina del edificio, y no estaba claro qué lado era la fachada. Parecía como si la casa supiera que debía recibir a sus visitantes de cara, pero en el último momento no pudiera reprimir el impulso de darse la vuelta y mirar hacia el parque de ciervos y los bosques que se extendían más allá de los bancales. El visitante no era recibido por una cálida sonrisa, sino por una espalda fría.
Los demás detalles de su aspecto externo solo hacían que aumentar esa sensación de inverosimilitud. La planta era asimétrica. Tres grandes salientes, de cuatro plantas de altura cada uno, sobresalían del cuerpo principal, y sus doce ventanas anchas y altas eran el único toque de orden y armonía que ofrecía la fachada. En el resto de la casa las ventanas estaban repartidas sin orden ni concierto, no había dos iguales, ninguna coincidía con su vecina de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda. Por encima de la tercera planta una balaustrada trataba de envolver la dispar arquitectura en un único abrazo, pero aquí y allá una piedra prominente, un saliente o una ventana absurda echaban por tierra su esfuerzo, así que la balaustrada desaparecía para arrancar de nuevo en el otro lado del obstáculo. Por encima de ella se elevaba un horizonte irregular de torres, atalayas y chimeneas de color miel.
¿Una casa en ruinas? La mayor parte de la piedra dorada tenía un aspecto tan limpio y fresco que parecía recién salida de la cantera. Lógicamente, la intrincada sillería de las atalayas estaba algo desgastada y la balaustrada se estaba desmoronando en algunas partes, pero no podía decirse que el estado de la casa fuera ruinoso. Al verla con el cielo azul de fondo, los pájaros sobrevolando las torres y rodeada de hierba verde, no me costó nada imaginármela habitada.
Entonces me puse las gafas y comprendí.
Las ventanas no tenían vidrios y los marcos estaban, cuando no podridos, calcinados. Lo que había tomado por sombras sobre las ventanas del ala derecha eran manchas de tizne. Y los pájaros que hacían piruetas en el cielo no descendían en picado detrás de la casa, sino dentro de ella. El edificio no tenía tejado. No era una casa, era su estructura.
Volví a quitarme las gafas y el lugar se transformó en una impecable casa isabelina. ¿Sería posible sentir alguna inquietante amenaza si el cielo estuviera teñido de añil y la luna desapareciera de repente detrás de las nubes? Tal vez. Pero dibujada contra aquel cielo azul, la casa era la imagen de la inocencia.
Una barrera bloqueaba el camino. Tenía colgado un aviso. « Peligro. No pasar» . Al reparar en la ranura donde convergían las dos secciones de la barrera, retiré una, entré y la volví a colocar en su sitio.
Después de doblar la fría esquina fui a parar a la fachada de la casa Entre el primer y el segundo saliente seis escalones bajos y anchos conducían a una puerta de madera de doble hoja. Los escalones estaban flanqueados por dos pedestales bajos sobre los que descansaban sendos gatos enormes, esculpidos en un material oscuro y lustroso. Las curvas de su anatomía estaban talladas con tanto realismo que cuando deslicé mis dedos por la superficie de uno de ellos casi esperé tocar pelo y la fría dureza de la piedra me sobresaltó.
La ventana de la planta baja del tercer saliente era la que tenía las manchas de tizne más oscuras. Encaramada a un trozo caído de mampostería, alcancé la altura suficiente para asomarme al interior. Aquella visión me produjo un profundo desasosiego. El concepto de habitación reúne algo universal, algo familiar para todos. Aunque mi dormitorio sobre la librería, mi dormitorio de la infancia en casa de mis padres y mi dormitorio en casa de la señorita Winter difieren enormemente, los tres comparten ciertos elementos, elementos que permanecen invariables en todas partes y para todas las personas. Hasta un campamento temporal tiene algo en lo alto para resguardar de la intemperie, un espacio para que la persona entre, se mueva y salga, y algo que le permite diferenciar el interior del exterior. Allí no había nada de eso.
Las vigas se habían desmoronado, algunas solo por un extremo, de tal manera que cortaban el espacio en diagonal y descansaban sobre los montones de mampostería, carpintería y demás materiales confusos que llenaban la habitación hasta la altura de la ventana. Viejos nidos de pájaro ocupaban algunos rincones y recovecos. Probablemente los pájaros habían llevado semillas consigo; la nieve y la lluvia habían entrado a raudales junto con la luz del sol, así que por increíble que pareciera en ese espacio ruinoso estaban creciendo plantas; divisé las ramas marrones de una budelia y saúcos larguiruchos que apuntaban hacia la luz. La hiedra trepaba por las paredes como si fuera el dibujo de un papel pintado. Estirando el cuello miré hacia arriba y ante mi vista se abrió un oscuro túnel. Las cuatro paredes seguían intactas, pero no vi ningún techo, solo cuatro vigas gruesas espaciadas de un modo irregular seguidas de otro espacio vacío coronado por algunas vigas más, y así sucesivamente. Al final del túnel había luz. Era el cielo.
Ni siquiera un fantasma podría sobrevivir en aquel lugar.
Resultaba casi imposible imaginar que en otros tiempos allí había habido cortinajes, tapices, muebles y cuadros; que arañas de luces habían iluminado lo que ahora iluminaba el sol. ¿Qué había sido esa estancia? ¿Un salón, una sala de música, un comedor?
Escruté la masa de escombros apiñada en la habitación. Entre el revoltijo de materiales irreconocibles que en otra época habían formado un hogar algo atrajo mi atención. Al principio me había parecido una viga medio caída, pero no era lo bastante gruesa, y tenía aspecto de haber estado sujeta a la pared. Ahí había otra, y otra. Estos tablones parecían tener muescas a intervalos regulares, como sí otros trozos de madera hubieran estado en otros tiempos unidos a ellos formando ángulos rectos. De hecho allí, en un rincón, descansaba un tablón donde esos trozos seguían presentes.
Un escalofrío me subió por la espalda.
Esas vigas eran estanterías. Ese revoltijo de naturaleza y arquitectura desmoronada era una biblioteca. En algún momento, sin darme cuenta, había cruzado la ventana sin cristal. Avancé con cuidado, tanteando el suelo a cada paso. Miré en rincones y grietas, pero no vi ningún libro. Aunque tampoco esperara verlos, pues nunca sobrevivirían en esas condiciones, no había podido resistir la tentación de echar un vistazo. Durante unos minutos me concentré en hacer fotografías. Fotografié los marcos de las ventanas, las tablas de madera que antaño habían sostenido libros, la pesada puerta de roble y su colosal marco. Tratando de obtener el mejor encuadre de la gran chimenea de piedra, estaba inclinando un poco el torso hacia un lado cuando me detuve. Tragué saliva, noté los latidos ligeramente acelerados de mi corazón. ¿Había oído algo? ¿Había sentido algo? ¿Se había alterado la disposición de los escombros bajo mis pies? Pero no. No era nada. Aun así, crucé con tiento hasta el otro lado de la habitación, donde había un boquete en la mampostería lo bastante grande para atravesarlo.
Fui a parar al vestíbulo principal, donde se erigía la alta puerta de doble hoja que había visto desde el exterior. La escalera, al ser de piedra, había sobrevivido al incendio. Un amplio arco ascendente; el pasamanos y la balaustrada cubiertos de hiedra; pero las sólidas líneas de su arquitectura estaban limpias; una curva grácil que se ensanchaba en la base como una caracola. Una especie de elegante apóstrofo invertido.
La escalera subía hasta una galería que en otra época probablemente había abarcado todo el ancho del vestíbulo. A un lado solo había un borde de tablas de madera dentadas y una pendiente hasta el suelo de piedra de la planta baja. El otro lado estaba casi completo. Restos de un pasamanos a lo largo de la galería y un pasillo. Un techo, manchado pero intacto; un suelo, e incluso puertas. Era la primera zona de la casa que había visto que parecía haber escapado a la destrucción total. Parecía un lugar habitable.
Hice unas fotos rápidas y, tanteando cada nueva tabla bajo mis pies antes de trasladar el peso del cuerpo, avancé cautelosamente por el pasillo. El pomo de la primera puerta se abrió a un precipicio, ramas y un cielo azul. Ni paredes, ni techo, ni suelo, solo aire fresco del exterior.
Cerré la puerta y seguí caminando por el pasillo, decidida a no dejarme intimidar por los peligros del lugar. Vigilando en todo momento dónde pisaba, alcancé la segunda puerta. Giré el pomo y dejé que la puerta se abriera por su propio impulso.
¡Había movimiento!
¡Mi hermana!
Casi di un paso hacia ella.
Casi.
Entonces lo comprendí: era un espejo, empañado por la mugre y salpicado de manchas oscuras que semejaban tinta.
Miré el suelo que había estado a punto de pisar. No había tablas, solo una pendiente en caída de seis metros sobre duras losas de piedra.
Aunque ya era consciente de lo que había visto, mi corazón seguía desbocado. Levanté la mirada y allí estaba ella; una chiquilla de rostro pálido y ojos oscuros, una figura indefinida, confusa, temblando dentro del viejo marco.
Ella me había visto. Tenía una mano anhelante tendida hacia mí, como si yo solo tuviera que dar unos pasos para cogerla. Y bien mirado, ¿no sería ésa la solución más sencilla, dar unos pasos y reunirme finalmente con ella?
¿Cuánto tiempo me quedé observándola mientras me esperaba?
—No —susurré, pero su brazo seguía haciéndome señas—. Lo siento. —Dejó caer el brazo lentamente.
Entonces levantó la cámara y me hizo una foto. Lo lamenté por ella. Las fotos hechas a través de un cristal nunca salen. Lo sé muy bien; lo he probado muchas veces.
Me detuve ante la tercera puerta, con la mano en el pomo. La regla de tres, había dicho la señorita Winter. Pero ya no estaba de humor para continuar averiguando sobre su historia. Su casa llena de peligros, con su lluvia interior y el espejo engañoso, había dejado de interesarme.
Decidí marcharme. ¿Fotografiar la iglesia? Ni siquiera eso. Iría a la tienda del pueblo; pediría un taxi por teléfono, iría a la estación y de allí a casa. Haría todo eso dentro de un minuto. En aquel instante solo quería quedarme así, con la cabeza apoyada en la puerta, los dedos sobre el pomo, indiferente a lo que pudiera haber al otro lado, esperando a que mis lágrimas se secaran y mi corazón se calmara.
Esperé.
Y de repente, bajo mis dedos, el pomo de la tercera puerta empezó a girar solo.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Marg está investigando por su cuenta y miren con lo que se vino topar, gracias Maga
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
El gigante afable
Eché a correr. Salté por encima de los boquetes de las tablas, bajé de tres en tres los escalones, me resbalé una vez y me abalancé sobre el pasamanos para apoyarme. Agarré un puñado de hiedra, tropecé, recuperé el equilibrio y seguí bajando a trompicones. ¿La biblioteca? No. Hacia el otro lado. Por debajo de una arcada. Ramas de saúco y de budelia se me enganchaban a la ropa y en varias ocasiones estuve en un tris de caer mientras mis pies sorteaban los cascotes de esa casa en ruinas. Al final, inevitablemente, caí al suelo y de mi boca escapó un alarido.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¿Te he asustado? Oh, Dios mío.
Me volví hacia la arcada.
Asomando por el rellano de la galería vislumbré no el esqueleto ni el monstruo de mi imaginación, sino un gigante. El individuo bajó ágilmente por la escalera, avanzó con soltura y despreocupación por los escombros y se detuvo delante de mí con una expresión de intensa preocupación en la cara.
—Válgame el cielo.
Debía de medir un metro noventa o noventa y cinco y era corpulento, tan corpulento que la casa pareció empequeñecerse a su alrededor.
—No quería… Verás, pensaba que… Como llevabas allí un rato y… Pero eso ya no importa, lo que ahora importa, querida, es si te has hecho daño.
Me sentí reducida al tamaño de un niño. Pero, pese a sus colosales dimensiones, ese hombre también tenía algo de niño. Demasiado regordete para tener arrugas, su rostro era redondo y de angelote, y alrededor de su rala cabeza pendía una cuidada aureola de rizos de un tono rubio plateado. Sus ojos, redondos como las monturas de sus gafas, eran amables y poseían una transparencia azul. Yo debía de tener cara de aturdida y quizá estuviera pálida. El gigante se arrodilló a mi lado y me tomó la muñeca.
—Caray, menudo porrazo te has pegado. Si hubiera… No debí… Pulso algo acelerado. Hummm.
La espinilla me ardía. Me llevé una mano a la rodillera del pantalón para tocar una gota y cuando la retiré tenía los dedos manchados de sangre.
—Oh, Dios, oh, Dios, ¿es la pierna, verdad? ¿Está rota? ¿Puedes moverla?
Moví el pie y el alivio se dibujó en su rostro.
—Gracias a Dios. Nunca me lo habría perdonado. No te muevas, quédate aquí descansando mientras yo… voy a buscar… Vuelvo enseguida.
Y se marchó. Sus pies sortearon con delicadeza los bordes mellados de la madera y subieron la escalera dando brincos mientras su torso avanzaba majestuosamente, como desconectado del intrincado juego de piernas que tenía debajo.
Respiré hondo y esperé.
—He puesto en marcha el hervidor de agua —anunció a su regreso.
Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.
—Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla—. Seamos valientes, ¿de acuerdo?
—¿Tienes electricidad? —pregunté. Me sentía algo abrumada.
—¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. —Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.
—Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.
—¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… —Alzó la nariz—. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?
—Solo un poco. —Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.
—Me encantaría con limón.
—Bien. Y ahora te pondremos cómoda. Ha dejado de llover. ¿Té en el jardín?
Se dirigió a la imponente puerta del vestíbulo y descorrió el pasador. Con un menor chirrido de lo que esperaba, las hojas se abrieron e hice ademán de levantarme.
—¡No te muevas!
El gigante llegó brincando hasta mí, se agachó y me recogió del suelo. Me llevó en volandas y suavemente al exterior. Me sentó de lado sobre el lomo de uno de los gatos negros que yo había admirado hacía una hora.
—Espera aquí y cuando regrese tú y yo disfrutaremos de una deliciosa merienda.
Entró de nuevo en la casa. Su colosal espalda se deslizó escaleras arriba, avanzó por el pasillo y entró en la tercera habitación.
—¿Cómoda?
Asentí con la cabeza.
—Estupendo. —El gigante sonrió como si realmente aquella situación fuera estupenda—. Y ahora, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Love. Aurelius Alphonse Love. Pero llámame Aurelius. —Me miró con expectación.
—Margaret Lea.
—Margaret. —Esbozó una sonrisa radiante—. Magnífico. Realmente magnífico. Y ahora come.
El gigante había desdoblado una servilleta, esquina por esquina, entre las orejas del gran gato negro. Dentro había una generosa porción de un bizcocho oscuro y pegajoso; le di un bocado. Era el bizcocho perfecto para un día de frío: condimentado con jengibre, dulce pero picante. Aquel desconocido filtró el té en sendas tazas de delicada porcelana. Me tendió un azucarero con terrones y luego extrajo una bolsita de terciopelo azul de su bolsillo superior y la abrió. Descansando sobre el terciopelo había una cucharilla de plata con una A alargada, con la forma de un ángel estilizado, adornando el mango. Cogí la cucharilla, removí con ella mi té y se la devolví.
Mientras yo bebía y comía mi anfitrión se sentó en el segundo gato, que bajo su enorme contorno adquirió de repente el aspecto de un cachorro. Comía en silencio, con cuidado y concentración. También él me observaba comer, anhelando que el bizcocho fuera de mi agrado.
—Estaba delicioso —dije—. Casero, supongo.
De un gato a otro había unos tres metros, de manera que para conversar teníamos que elevar ligeramente la voz, lo que daba a la conversación un toque teatral, como si se tratara de representación. Y lo cierto era que teníamos público. Cerca de la linde del bosque, un ciervo totalmente inmóvil nos observaba con curiosidad. Sin pestañear, vigilante, con las fosas nasales agitadas. Cuando advirtió que lo había visto no hizo ademán de huir, sino que optó por lo contrario por no tener miedo.
Mi compañero se limpió los dedos en la servilleta, la sacudió y la dobló en cuatro.
—Entonces, ¿te ha gustado? La señora Love me dio la receta. Preparo este bizcocho desde niño. La señora Love era una cocinera maravillosa; una mujer maravillosa en todos los sentidos. Naturalmente, ya no está con nosotros. Se fue a una edad avanzada, aunque yo había confiado en que… Pero no pudo ser.
—Comprendo.
Si bien no estaba segura de comprender. ¿La señora Love era su esposa? Aunque había dicho que hacía ese bizcocho desde que era niño. No podía estar refiriéndose a su madre. ¿Por qué iba a llamar a su madre señora Love? Aun así, dos cosas estaban claras: que la había querido y que la mujer estaba muerta.
—Lo siento —dije.
Aceptó mi pésame con una expresión triste, pero después su rostro se iluminó.
—Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.
—Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?
Lo meditó.
—Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.
Asentí con la cabeza. Seguía sin entender. Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque. El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.
—Dime una cosa… —comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta—. ¿Tienes madre?
Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.
—¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.
—No pasa nada —respondí con calma—. No me importa.
Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:
—Sí, tengo madre.
—¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! —Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos—. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? —exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.
—Entonces, ¿tú no tienes madre? —le pregunté.
Aurelius torció un poco el gesto.
—Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! —No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba—. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.
—Ah.
—Es algo realmente triste. —Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado—. Me habría gustado tener madre.
—Señor Love…
—Aurelius, por favor.
—Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.
—¿Oh? —Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente—. ¿Hay peleas?
—No exactamente.
Frunció el entrecejo.
—¿Malentendidos?
Negué con la cabeza.
—¿Peor? —Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.
—Secretos —le dije.
—¡Secretos! —Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo—. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.
La compasión endulzó su mirada y me tendió un pañuelo blanco cuidadosamente doblado. —
Lo siento —dije—. Debe de ser una reacción de efectos retardados.
—Eso espero.
Mientras me enjugaba las lágrimas Aurelius se volvió hacia el parque de ciervos. El cielo estaba oscureciendo lentamente. Seguí la dirección de sus ojos y divisé un destello blanco: el pelaje claro del ciervo que galopaba con agilidad hacia el abrigo de los árboles.
—Cuando noté que se movía el pomo de la puerta, pensé que eras un fantasma —le expliqué— o un esqueleto.
—¡Un esqueleto! ¡Yo! ¡Un esqueleto! —Rió encantado mientras todo su cuerpo parecía temblar de alegría.
—Y al final resultaste ser un gigante.
—¡Y que lo digas! Todo un gigante. —Se secó los ojos, humedecidos por la risa, y dijo—: La verdad es que en este lugar sí hay un fantasma, o por lo menos eso dicen.
« Lo sé» , estuve a punto de decir. « Lo he visto» , pero, lógicamente, no estábamos hablando del mismo fantasma.
—¿Lo has visto?
—No —suspiró—. No he visto ni la sombra de un fantasma.
Nos quedamos un rato callados, absorto cada uno en sus propias sombras.
—Empieza a refrescar —señalé.
—¿Tu pierna ya está bien?
—Creo que sí. —Resbalé por el lomo del gato e intenté apoyarme en ella—.Sí, está mucho mejor.
—Estupendo. Estupendo.
Nuestras voces eran murmullos en la luz menguante.
—¿Quién era exactamente la señora Love?
—La señora que me acogió. Me dio su apellido. Me dio su libro de recetas. En realidad, me lo dio todo.
Asentí. Recogí mi cámara de fotos.
—Creo que es hora de irme. Debería intentar fotografiar la iglesia antes de que la luz se vaya del todo. Muchas gracias por la merienda.
—Yo tampoco tardaré en marcharme. Ha sido un verdadero placer conocerte, Margaret. ¿Vendrás otro día?
—No vives realmente aquí, ¿verdad? —pregunté con voz dudosa.
Aurelius rió. Era un dulzor oscuro, sustancioso, como el bizcocho.
—Dios mío, no. Tengo una casa allí. —Señaló el bosque—. Vengo aquí por las tardes. Para… bueno, digamos que para meditar.
—Van a derribar la casa. Supongo que ya lo sabes.
—Lo sé. —Aurelius acarició el gato algo distraído, pero con cariño—. Es una pena, ¿no crees? Echaré de menos este viejo caserón. De hecho, cuando te oí pensé que eras uno de ellos, un perito o algo parecido. Pero ha resultado que no.
—No, no soy perito. Estoy escribiendo un libro sobre alguien que vivió aquí.
—¿Las muchachas de Angelfield?
—Sí.
Aurelius asintió pensativamente con la cabeza.
—¿Sabías que eran gemelas? Debe de ser increíble. —Por un momento su mirada viajó muy lejos—. ¿Vendrás otro día, Margaret? —preguntó mientras yo recogía mi bolsa.
—Tengo que hacerlo.
llevó una mano al bolsillo y sacó una tarjeta. Aurelius Love, servicio de catering tradicional inglés para bodas, bautizos y fiestas. Me señaló la dirección y el número de teléfono.
—Llámame cuando vuelvas por aquí. Te invitaré a mi casa y te preparé una merienda de verdad.
Antes de separarnos, Aurelius me cogió la mano y le dio unas palmaditas suaves, a la antigua usanza. Luego su enorme cuerpo subió elegantemente la enorme escalinata y cerró las pesadas puertas tras de sí.
Bajé lentamente por el camino en dirección a la iglesia, con la mente ocupada por el extraño que acababa de conocer y del que me había hecho amiga. Era algo inusitado en mí. Y al cruzar la puerta del cementerio me dije que quizá la extraña fuera yo. ¿Eran solo imaginaciones mías o desde que había conocido a la señorita Winter yo no era la misma?
____________________________________________________________________________
Tumbas
Había recordado que necesitaba luz cuando ya era demasiado tarde, así que descarté hacer más fotografías. Entonces saqué mi libreta para pasear por el cementerio. Angelfield era una población antigua pero pequeña y había pocas tumbas. Encontré a John Digence, « Llamado al jardín del Señor» , y también a una mujer, Martha Dunne, « Sierva leal de Nuestro Señor» , cuyas fechas de nacimiento y muerte coincidían bastante con las que esperaba del ama. Anoté los nombres, las fechas y las inscripciones en mi libreta. En una tumba había flores frescas, un alegre ramo de crisantemos naranjas, y me acerqué para ver a quién recordaban con tanto afecto. Era Joan Mary Love, « Siempre recordada» .
Aunque busqué detenidamente, no vi el apellido Angelfield por ningún lado. Mi desconcierto, con todo, no duró más de un minuto. La familia de la casa grande no podía tener tumbas corrientes en el cementerio. Sus tumbas serían más ostentosas, con efigies y extensos epitafios grabados en lápidas de mármol. Y estarían dentro, en la capilla.
La iglesia tenía un aspecto lúgubre. Las viejas ventanas, angostos fragmentos de vidrio verdoso contenidos en un sólido entramado de arcos de piedra, dejaban entrar una luz sepulcral que iluminaba débilmente la pálida piedra de las columnas y los arcos, las blanqueadas bóvedas entre las vigas negras del techo y la madera pulimentada de los bancos. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, examiné las lápidas y los monumentos que descansaban en la pequeña capilla. Todos los Angelfield muertos desde hacía siglos tenían sus epitafios allí, renglones y renglones de locuaz encomio, grabados sin reparar en gastos en costoso mármol. Ya volvería otro día para descifrar las inscripciones de esas primeras generaciones; entonces solo estaba buscando un puñado de nombres.
Con la muerte de George Angelfield terminaba la elocuencia fúnebre. Charlie e Isabelle —presumiblemente fueron ellos quienes así lo decidieron— no parecían haber puesto mucho empeño en resumir la vida y la muerte de su padre para las generaciones futuras. « Liberado de las penas terrenales, descansa ahora con su Salvador» era el lacónico mensaje grabado en su lápida. El papel de Isabelle en este mundo y su marcha del mismo aparecía resumido en términos bastante convencionales: « Adorada madre y hermana, partió a un lugar mejor» . No obstante, anoté la frase en mi libreta e hice un cálculo rápido. ¡Más joven que yo! No tan trágicamente joven como su marido, pero había muerto a una edad muy temprana.
Estuve a punto de saltarme a Charlie. Descartadas aquella tarde el resto de lápidas de la capilla, me disponía a tirar la toalla cuando mis ojos divisaron finalmente una losa pequeña y oscura. Tan pequeña y tan negra que parecía concebida para que resultara invisible o, cuando menos, insignificante. Como no había pan de oro que iluminara las letras, fui incapaz de descifrarlas con solo mirar, de manera que alargué una mano y palpé la inscripción, palabra por palabra, con las yemas de los dedos, como si fuera braille.
Charlie Angelfield, desapareció en la oscura noche. Nunca volveremos a verlo.
No había fechas. Sentí un escalofrío. Me pregunté quién habría elegido esas palabras. ¿Vida Winter? ¿Y qué emoción escondían? Tuve la impresión de que el texto encerraba cierta ambigüedad. ¿Expresaba el dolor de una pérdida o era la despedida triunfal de los supervivientes de una mala persona?
Cuando salí de la iglesia y eché a andar lentamente por el camino de grava hacia la verja de la casa del guarda sentí un escrutinio leve, casi ingrávido, en la espalda. Aurelius se había ido, por tanto, ¿qué era? ¿El fantasma de Angelfield, o los ojos calcinados de la casa? Probablemente no fuera más que un ciervo que me observaba, invisible, desde la penumbra del bosque.
—Es una pena que no puedas ir a casa unas horas —dijo mi padre en la librería esa noche.
—Ya estoy en casa —protesté fingiendo no entenderlo.
Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.
—Tengo muy poco tiempo —expliqué—. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.
—Sí —dijo papá—. Falta poco para Navidad.
Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.
—He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas. —Está bien. No te preocupes.
********
Esa noche, arrancándome de mi sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.
¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!
Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?
El miedo desaparece.
Me he despertado.
Ya no siento la presión a través de las mantas. Solo había existido en mi sueño. No sé si me siento aliviada o decepcionada.
Me levanto, hago la maleta y en la desolación del amanecer invernal caminé hasta la estación para tomar el primer tren al norte.
Eché a correr. Salté por encima de los boquetes de las tablas, bajé de tres en tres los escalones, me resbalé una vez y me abalancé sobre el pasamanos para apoyarme. Agarré un puñado de hiedra, tropecé, recuperé el equilibrio y seguí bajando a trompicones. ¿La biblioteca? No. Hacia el otro lado. Por debajo de una arcada. Ramas de saúco y de budelia se me enganchaban a la ropa y en varias ocasiones estuve en un tris de caer mientras mis pies sorteaban los cascotes de esa casa en ruinas. Al final, inevitablemente, caí al suelo y de mi boca escapó un alarido.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¿Te he asustado? Oh, Dios mío.
Me volví hacia la arcada.
Asomando por el rellano de la galería vislumbré no el esqueleto ni el monstruo de mi imaginación, sino un gigante. El individuo bajó ágilmente por la escalera, avanzó con soltura y despreocupación por los escombros y se detuvo delante de mí con una expresión de intensa preocupación en la cara.
—Válgame el cielo.
Debía de medir un metro noventa o noventa y cinco y era corpulento, tan corpulento que la casa pareció empequeñecerse a su alrededor.
—No quería… Verás, pensaba que… Como llevabas allí un rato y… Pero eso ya no importa, lo que ahora importa, querida, es si te has hecho daño.
Me sentí reducida al tamaño de un niño. Pero, pese a sus colosales dimensiones, ese hombre también tenía algo de niño. Demasiado regordete para tener arrugas, su rostro era redondo y de angelote, y alrededor de su rala cabeza pendía una cuidada aureola de rizos de un tono rubio plateado. Sus ojos, redondos como las monturas de sus gafas, eran amables y poseían una transparencia azul. Yo debía de tener cara de aturdida y quizá estuviera pálida. El gigante se arrodilló a mi lado y me tomó la muñeca.
—Caray, menudo porrazo te has pegado. Si hubiera… No debí… Pulso algo acelerado. Hummm.
La espinilla me ardía. Me llevé una mano a la rodillera del pantalón para tocar una gota y cuando la retiré tenía los dedos manchados de sangre.
—Oh, Dios, oh, Dios, ¿es la pierna, verdad? ¿Está rota? ¿Puedes moverla?
Moví el pie y el alivio se dibujó en su rostro.
—Gracias a Dios. Nunca me lo habría perdonado. No te muevas, quédate aquí descansando mientras yo… voy a buscar… Vuelvo enseguida.
Y se marchó. Sus pies sortearon con delicadeza los bordes mellados de la madera y subieron la escalera dando brincos mientras su torso avanzaba majestuosamente, como desconectado del intrincado juego de piernas que tenía debajo.
Respiré hondo y esperé.
—He puesto en marcha el hervidor de agua —anunció a su regreso.
Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.
—Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla—. Seamos valientes, ¿de acuerdo?
—¿Tienes electricidad? —pregunté. Me sentía algo abrumada.
—¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. —Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.
—Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.
—¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… —Alzó la nariz—. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?
—Solo un poco. —Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.
—Me encantaría con limón.
—Bien. Y ahora te pondremos cómoda. Ha dejado de llover. ¿Té en el jardín?
Se dirigió a la imponente puerta del vestíbulo y descorrió el pasador. Con un menor chirrido de lo que esperaba, las hojas se abrieron e hice ademán de levantarme.
—¡No te muevas!
El gigante llegó brincando hasta mí, se agachó y me recogió del suelo. Me llevó en volandas y suavemente al exterior. Me sentó de lado sobre el lomo de uno de los gatos negros que yo había admirado hacía una hora.
—Espera aquí y cuando regrese tú y yo disfrutaremos de una deliciosa merienda.
Entró de nuevo en la casa. Su colosal espalda se deslizó escaleras arriba, avanzó por el pasillo y entró en la tercera habitación.
—¿Cómoda?
Asentí con la cabeza.
—Estupendo. —El gigante sonrió como si realmente aquella situación fuera estupenda—. Y ahora, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Love. Aurelius Alphonse Love. Pero llámame Aurelius. —Me miró con expectación.
—Margaret Lea.
—Margaret. —Esbozó una sonrisa radiante—. Magnífico. Realmente magnífico. Y ahora come.
El gigante había desdoblado una servilleta, esquina por esquina, entre las orejas del gran gato negro. Dentro había una generosa porción de un bizcocho oscuro y pegajoso; le di un bocado. Era el bizcocho perfecto para un día de frío: condimentado con jengibre, dulce pero picante. Aquel desconocido filtró el té en sendas tazas de delicada porcelana. Me tendió un azucarero con terrones y luego extrajo una bolsita de terciopelo azul de su bolsillo superior y la abrió. Descansando sobre el terciopelo había una cucharilla de plata con una A alargada, con la forma de un ángel estilizado, adornando el mango. Cogí la cucharilla, removí con ella mi té y se la devolví.
Mientras yo bebía y comía mi anfitrión se sentó en el segundo gato, que bajo su enorme contorno adquirió de repente el aspecto de un cachorro. Comía en silencio, con cuidado y concentración. También él me observaba comer, anhelando que el bizcocho fuera de mi agrado.
—Estaba delicioso —dije—. Casero, supongo.
De un gato a otro había unos tres metros, de manera que para conversar teníamos que elevar ligeramente la voz, lo que daba a la conversación un toque teatral, como si se tratara de representación. Y lo cierto era que teníamos público. Cerca de la linde del bosque, un ciervo totalmente inmóvil nos observaba con curiosidad. Sin pestañear, vigilante, con las fosas nasales agitadas. Cuando advirtió que lo había visto no hizo ademán de huir, sino que optó por lo contrario por no tener miedo.
Mi compañero se limpió los dedos en la servilleta, la sacudió y la dobló en cuatro.
—Entonces, ¿te ha gustado? La señora Love me dio la receta. Preparo este bizcocho desde niño. La señora Love era una cocinera maravillosa; una mujer maravillosa en todos los sentidos. Naturalmente, ya no está con nosotros. Se fue a una edad avanzada, aunque yo había confiado en que… Pero no pudo ser.
—Comprendo.
Si bien no estaba segura de comprender. ¿La señora Love era su esposa? Aunque había dicho que hacía ese bizcocho desde que era niño. No podía estar refiriéndose a su madre. ¿Por qué iba a llamar a su madre señora Love? Aun así, dos cosas estaban claras: que la había querido y que la mujer estaba muerta.
—Lo siento —dije.
Aceptó mi pésame con una expresión triste, pero después su rostro se iluminó.
—Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.
—Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?
Lo meditó.
—Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.
Asentí con la cabeza. Seguía sin entender. Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque. El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.
—Dime una cosa… —comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta—. ¿Tienes madre?
Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.
—¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.
—No pasa nada —respondí con calma—. No me importa.
Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:
—Sí, tengo madre.
—¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! —Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos—. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? —exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.
—Entonces, ¿tú no tienes madre? —le pregunté.
Aurelius torció un poco el gesto.
—Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! —No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba—. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.
—Ah.
—Es algo realmente triste. —Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado—. Me habría gustado tener madre.
—Señor Love…
—Aurelius, por favor.
—Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.
—¿Oh? —Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente—. ¿Hay peleas?
—No exactamente.
Frunció el entrecejo.
—¿Malentendidos?
Negué con la cabeza.
—¿Peor? —Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.
—Secretos —le dije.
—¡Secretos! —Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo—. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.
La compasión endulzó su mirada y me tendió un pañuelo blanco cuidadosamente doblado. —
Lo siento —dije—. Debe de ser una reacción de efectos retardados.
—Eso espero.
Mientras me enjugaba las lágrimas Aurelius se volvió hacia el parque de ciervos. El cielo estaba oscureciendo lentamente. Seguí la dirección de sus ojos y divisé un destello blanco: el pelaje claro del ciervo que galopaba con agilidad hacia el abrigo de los árboles.
—Cuando noté que se movía el pomo de la puerta, pensé que eras un fantasma —le expliqué— o un esqueleto.
—¡Un esqueleto! ¡Yo! ¡Un esqueleto! —Rió encantado mientras todo su cuerpo parecía temblar de alegría.
—Y al final resultaste ser un gigante.
—¡Y que lo digas! Todo un gigante. —Se secó los ojos, humedecidos por la risa, y dijo—: La verdad es que en este lugar sí hay un fantasma, o por lo menos eso dicen.
« Lo sé» , estuve a punto de decir. « Lo he visto» , pero, lógicamente, no estábamos hablando del mismo fantasma.
—¿Lo has visto?
—No —suspiró—. No he visto ni la sombra de un fantasma.
Nos quedamos un rato callados, absorto cada uno en sus propias sombras.
—Empieza a refrescar —señalé.
—¿Tu pierna ya está bien?
—Creo que sí. —Resbalé por el lomo del gato e intenté apoyarme en ella—.Sí, está mucho mejor.
—Estupendo. Estupendo.
Nuestras voces eran murmullos en la luz menguante.
—¿Quién era exactamente la señora Love?
—La señora que me acogió. Me dio su apellido. Me dio su libro de recetas. En realidad, me lo dio todo.
Asentí. Recogí mi cámara de fotos.
—Creo que es hora de irme. Debería intentar fotografiar la iglesia antes de que la luz se vaya del todo. Muchas gracias por la merienda.
—Yo tampoco tardaré en marcharme. Ha sido un verdadero placer conocerte, Margaret. ¿Vendrás otro día?
—No vives realmente aquí, ¿verdad? —pregunté con voz dudosa.
Aurelius rió. Era un dulzor oscuro, sustancioso, como el bizcocho.
—Dios mío, no. Tengo una casa allí. —Señaló el bosque—. Vengo aquí por las tardes. Para… bueno, digamos que para meditar.
—Van a derribar la casa. Supongo que ya lo sabes.
—Lo sé. —Aurelius acarició el gato algo distraído, pero con cariño—. Es una pena, ¿no crees? Echaré de menos este viejo caserón. De hecho, cuando te oí pensé que eras uno de ellos, un perito o algo parecido. Pero ha resultado que no.
—No, no soy perito. Estoy escribiendo un libro sobre alguien que vivió aquí.
—¿Las muchachas de Angelfield?
—Sí.
Aurelius asintió pensativamente con la cabeza.
—¿Sabías que eran gemelas? Debe de ser increíble. —Por un momento su mirada viajó muy lejos—. ¿Vendrás otro día, Margaret? —preguntó mientras yo recogía mi bolsa.
—Tengo que hacerlo.
llevó una mano al bolsillo y sacó una tarjeta. Aurelius Love, servicio de catering tradicional inglés para bodas, bautizos y fiestas. Me señaló la dirección y el número de teléfono.
—Llámame cuando vuelvas por aquí. Te invitaré a mi casa y te preparé una merienda de verdad.
Antes de separarnos, Aurelius me cogió la mano y le dio unas palmaditas suaves, a la antigua usanza. Luego su enorme cuerpo subió elegantemente la enorme escalinata y cerró las pesadas puertas tras de sí.
Bajé lentamente por el camino en dirección a la iglesia, con la mente ocupada por el extraño que acababa de conocer y del que me había hecho amiga. Era algo inusitado en mí. Y al cruzar la puerta del cementerio me dije que quizá la extraña fuera yo. ¿Eran solo imaginaciones mías o desde que había conocido a la señorita Winter yo no era la misma?
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Tumbas
Había recordado que necesitaba luz cuando ya era demasiado tarde, así que descarté hacer más fotografías. Entonces saqué mi libreta para pasear por el cementerio. Angelfield era una población antigua pero pequeña y había pocas tumbas. Encontré a John Digence, « Llamado al jardín del Señor» , y también a una mujer, Martha Dunne, « Sierva leal de Nuestro Señor» , cuyas fechas de nacimiento y muerte coincidían bastante con las que esperaba del ama. Anoté los nombres, las fechas y las inscripciones en mi libreta. En una tumba había flores frescas, un alegre ramo de crisantemos naranjas, y me acerqué para ver a quién recordaban con tanto afecto. Era Joan Mary Love, « Siempre recordada» .
Aunque busqué detenidamente, no vi el apellido Angelfield por ningún lado. Mi desconcierto, con todo, no duró más de un minuto. La familia de la casa grande no podía tener tumbas corrientes en el cementerio. Sus tumbas serían más ostentosas, con efigies y extensos epitafios grabados en lápidas de mármol. Y estarían dentro, en la capilla.
La iglesia tenía un aspecto lúgubre. Las viejas ventanas, angostos fragmentos de vidrio verdoso contenidos en un sólido entramado de arcos de piedra, dejaban entrar una luz sepulcral que iluminaba débilmente la pálida piedra de las columnas y los arcos, las blanqueadas bóvedas entre las vigas negras del techo y la madera pulimentada de los bancos. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, examiné las lápidas y los monumentos que descansaban en la pequeña capilla. Todos los Angelfield muertos desde hacía siglos tenían sus epitafios allí, renglones y renglones de locuaz encomio, grabados sin reparar en gastos en costoso mármol. Ya volvería otro día para descifrar las inscripciones de esas primeras generaciones; entonces solo estaba buscando un puñado de nombres.
Con la muerte de George Angelfield terminaba la elocuencia fúnebre. Charlie e Isabelle —presumiblemente fueron ellos quienes así lo decidieron— no parecían haber puesto mucho empeño en resumir la vida y la muerte de su padre para las generaciones futuras. « Liberado de las penas terrenales, descansa ahora con su Salvador» era el lacónico mensaje grabado en su lápida. El papel de Isabelle en este mundo y su marcha del mismo aparecía resumido en términos bastante convencionales: « Adorada madre y hermana, partió a un lugar mejor» . No obstante, anoté la frase en mi libreta e hice un cálculo rápido. ¡Más joven que yo! No tan trágicamente joven como su marido, pero había muerto a una edad muy temprana.
Estuve a punto de saltarme a Charlie. Descartadas aquella tarde el resto de lápidas de la capilla, me disponía a tirar la toalla cuando mis ojos divisaron finalmente una losa pequeña y oscura. Tan pequeña y tan negra que parecía concebida para que resultara invisible o, cuando menos, insignificante. Como no había pan de oro que iluminara las letras, fui incapaz de descifrarlas con solo mirar, de manera que alargué una mano y palpé la inscripción, palabra por palabra, con las yemas de los dedos, como si fuera braille.
Charlie Angelfield, desapareció en la oscura noche. Nunca volveremos a verlo.
No había fechas. Sentí un escalofrío. Me pregunté quién habría elegido esas palabras. ¿Vida Winter? ¿Y qué emoción escondían? Tuve la impresión de que el texto encerraba cierta ambigüedad. ¿Expresaba el dolor de una pérdida o era la despedida triunfal de los supervivientes de una mala persona?
Cuando salí de la iglesia y eché a andar lentamente por el camino de grava hacia la verja de la casa del guarda sentí un escrutinio leve, casi ingrávido, en la espalda. Aurelius se había ido, por tanto, ¿qué era? ¿El fantasma de Angelfield, o los ojos calcinados de la casa? Probablemente no fuera más que un ciervo que me observaba, invisible, desde la penumbra del bosque.
—Es una pena que no puedas ir a casa unas horas —dijo mi padre en la librería esa noche.
—Ya estoy en casa —protesté fingiendo no entenderlo.
Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.
—Tengo muy poco tiempo —expliqué—. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.
—Sí —dijo papá—. Falta poco para Navidad.
Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.
—He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas. —Está bien. No te preocupes.
********
Esa noche, arrancándome de mi sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.
¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!
Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?
El miedo desaparece.
Me he despertado.
Ya no siento la presión a través de las mantas. Solo había existido en mi sueño. No sé si me siento aliviada o decepcionada.
Me levanto, hago la maleta y en la desolación del amanecer invernal caminé hasta la estación para tomar el primer tren al norte.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
pues si que se lastimo Maggie, trmendo susto se dio, Aurelius me pareció un poco tonto, no se algo raro.
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
El primer encuentro: Definitivamente esta Vida Winter es muy misteriosa, pero me gustó que en cienta manera Margaret la presionó fuera de su zona de confort para que empiece a soltar la verdad
yiany- Mensajes : 1938
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Re: Lectura Octubre 2018
La llegada de Hester
Cuando había salido de Yorkshire el mes de noviembre avanzaba poco a poco y a mi regreso apenas le quedaban unos días para sumergirse en diciembre. Diciembre me produce dolores de cabeza y reduce mi apetito ya de por sí escaso. Me mantiene en vela por las noches con su oscuridad húmeda y fría. Inquieta, apenas puedo concentrarme en la lectura. Dentro de mí hay un reloj que empieza a correr el 1 de diciembre, midiendo los días, las horas y los minutos, restando el tiempo que falta para una fecha concreta, la celebración de la fecha en que mi vida se hizo y se deshizo: mi cumpleaños. Detesto diciembre. Ese año mi aprensión era todavía más intensa debido al tiempo. Un cielo plomizo oprimía la casa, obligándonos a vivir en un eterno crepúsculo. A mi llegada encontré a Judith yendo de una estancia a otra, recogiendo lámparas de mesa, lámparas de pie y lámparas de lectura de las habitaciones de invitados siempre vacías y repartiéndolas por la biblioteca, el salón y mis dependencias. Hacía lo que fuera para mantener a raya la penumbra gris que acechaba en cada recodo, debajo de cada silla, en los pliegues de las cortinas y las jaretas de la tapicería.
La señorita Winter no me preguntó qué había hecho aquellos días; tampoco me habló de la evolución de su enfermedad, pero, pese a la brevedad de mi ausencia, su deterioro era evidente. Los chales de cachemira caían en pliegues aparentemente vacíos sobre su encogido cuerpo y los rubíes y esmeraldas de los dedos parecían haberse dilatado, tanto habían enflaquecido sus manos. La línea blanca visible en la raya del cabello antes de mi partida se había ensanchado y trepaba por cada pelo, diluyendo sus matices metálicos en un tono anaranjado más tenue. Sin embargo, su fragilidad física, la señorita Winter poseía una fuerza y una energía que trascendían la enfermedad y la edad y la hacían poderosa. En cuanto me personé en la biblioteca, sin darme apenas tiempo de tomar asiento y sacar mi libreta, empezó a hablar, retomando la historia donde la había dejado, como si le fuera a estallar por dentro y no pudiera contenerla ni un minuto más.
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Tras la marcha de Isabelle, los vecinos coincidieron en que debía hacerse algo por las niñas. Tenían trece años; no era una edad adecuada para dejarlas desatendidas, necesitaban la influencia de una mujer. ¿No convendría enviarlas a un colegio? Pero ¿qué colegio aceptaría a unas niñas como ésas? Cuando llegaron a la conclusión de que la idea del colegio era inviable, decidieron que lo mejor sería contratar a una institutriz. Y encontraron una. Se llamaba Hester. Hester Barrow. No era un nombre bonito; tampoco ella era una muchacha bonita. El doctor Maudsley se hizo cargo de todo. Charlie, encerrado con su dolor, apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor, y a John-the-dig y el ama, simples sirvientes de la casa, nadie les consultó. El doctor se puso en contacto con el señor Lomax, el abogado de la familia, y entre los dos y con la ayuda del director del banco, llevaron a cabo todas las gestiones.
Nosotras, impotentes, pasivas, compartíamos la expectación, cada una con nuestra mezcla particular de emociones. El ama tenía sentimientos encontrados. Desconfiaba instintivamente de esa extraña que se disponía a entrar en sus dominios y además temía que por la institutriz se descubrieran sus deficiencias, pues llevaba años al frente de la casa y conocía sus limitaciones, pero también abrigaba algunas esperanzas; esperanzas de que la recién llegada inculcara en las niñas cierto sentido de la disciplina y reinstaurara el juicio y los buenos modales en la casa. De hecho, tanto anhelaba un hogar ordenado, bien llevado, que los días anteriores a la llegada de la institutriz le dio por darnos órdenes, como si nosotras fuéramos unas niñas dadas a obedecer. Huelga decir que no le hicimos ni caso. Los sentimientos de John-the-dig no eran tan contradictorios: simplemente se mostraba hostil ante la novedad. No se dejaba arrastrar por las interminables conjeturas del ama sobre cómo iban a ser las cosas y se abstenía, sirviéndose de su silencio, de alimentar el optimismo que amenazaba con echar raíces en el corazón del ama. « Si es la persona adecuada…» o « A saber lo mucho que podrían mejorar las cosas…» , decía ella, pero él se limitaba a mirar por la ventana de la cocina. Cuando el médico le sugirió que recogiera a la institutriz en la estación con la berlina, reaccionó de una manera muy grosera. « No tengo tiempo para ir por el condado recogiendo a condenadas maestrillas» , contestó, y el médico se vio obligado a organizarse para poder acudir él personalmente. John no había vuelto a ser el mismo desde el incidente del jardín de las figuras y entonces, con la inminente llegada de aquel nuevo cambio, pasaba muchas horas solo rumiando acerca de sus propios miedos y preocupaciones con respecto al futuro.
Esa intrusa representaba un par de ojos nuevos, un par de oídos nuevos, en una casa donde nadie había mirado ni escuchado como es debido desde hacía años. John-the-dig, acostumbrado a los secretos, intuía problemas. Todos, a nuestra manera, nos sentíamos intimidados. Todos menos Charlie, claro. Cuando por fin llegó el día, únicamente Charlie se comportó como siempre. Aunque recluido e invisible, su presencia se hacía notar por los ruidos y golpes que de vez en cuando sacudían la casa, un estruendo al que nos habíamos acostumbrado tanto que apenas lo oíamos. En sus desvelos por Isabelle el hombre había perdido la noción del tiempo y la llegada de la institutriz no significaba nada para él. Esa mañana estábamos haraganeando en uno de los cuartos frontales del primer piso. Lo habrías llamado un dormitorio si la cama hubiese asomado por debajo de la pila de trastos que se habían amontonado encima de la manera en que se amontonan los trastos a lo largo de las décadas. Emmeline estaba deshaciendo con las uñas los hilos de plata que bordaban el estampado de las cortinas. Cuando conseguía liberar uno, se lo guardaba furtivamente en el bolsillo para añadirlo más tarde al tesoro que escondía bajo su cama. De pronto algo interrumpió su concentración.
Llegaba alguien, y comprendiera o no lo que eso significaba, se le había contagiado la expectación que flotaba en la casa. Emmeline fue la primera en oír la berlina. Desde la ventana observamos a la recién llegada descender del vehículo, alisarse las arrugas de la falda con dos enérgicas palmadas y echar un vistazo a su alrededor. Miró hacia la entrada, a su izquierda, a su derecha y por último —me aparté de un salto— hacia arriba. Tal vez nos confundió con un efecto engañoso de la luz o con una cortina levantada por la brisa que se colaba por un cristal roto. Creyese ver una cosa u otra, a nosotras no nos vio. Pero nosotras sí la veíamos. A través del nuevo agujero abierto por Emmeline en la cortina. No sabíamos qué pensar. Hester era de estatura media. De constitución media. Tenía un pelo que no era ni rubio ni moreno. La piel a juego. El abrigo, los zapatos, el vestido, el sombrero, todo tenía ese mismo tinte neutro. El rostro carecía de rasgos destacables. Sin embargo, no podíamos dejar de mirarla. La miramos hasta que nos dolieron los ojos. En cada poro de su pequeño rostro anodino había luz. Algo brillaba en su ropa y en su pelo. Algo irradiaba de su equipaje. Algo proyectaba un resplandor en torno a su persona, como una bombilla. Algo hacía que resultara exótica.
No teníamos ni idea de qué era ese algo. Nunca habíamos imaginado nada igual. Lo descubrimos más tarde. Hester estaba limpia. Toda ella restregada, enjabonada, enjuagada, frotada y encremada. Imagínate lo que pensó de Angelfield. Cuando llevaba en la casa quince minutos envió al ama a buscarnos. No hicimos caso y esperamos a ver qué ocurría. Esperamos y esperamos. Y no ocurrió nada. Ésa fue la primera vez que nos desorientó, solo que entonces no lo sabíamos. De nada servía nuestra habilidad para escondernos si la mujer no pensaba ir a buscarnos; y no lo hizo. Nos pusimos a dar vueltas por la habitación, al principio aburridas, después molestas por la curiosidad que se iba apoderando de nosotras pese a nuestros esfuerzos por combatirla. Empezamos a prestar atención a los ruidos que llegaban de abajo: la voz de John-the-dig, el arrastre de muebles, algunos portazos y otros golpes. Luego se hizo el silencio. Nos llamaron para comer y no bajamos. A las seis el ama nos llamó de nuevo.
—Bajad a cenar con vuestra nueva institutriz, niñas.
Nos quedamos en el cuarto. No apareció nadie. Poco a poco empezamos a intuir que la recién llegada era una fuerza que no debíamos subestimar. Más tarde oímos el trajín de los miembros de la casa preparándose para acostarse. Pasos en la escalera y la voz del ama diciendo:
—Espero que esté cómoda, señorita.
Y la voz de la institutriz de acero aterciopelado contestando:
—Estoy segura, señora Dunne. Le agradezco las molestias que se ha tomado.
—En cuanto a las niñas, señorita Barrow…
—No se preocupe por ellas, señora Dunne. Estarán bien. Buenas noches.
Y después del roce de los pies del ama bajando con tiento por la escalera, el silencio.
Cayó la noche y la casa dormía. Menos nosotras. Como sus demás lecciones, los esfuerzos del ama por enseñarnos que la noche era para dormir habían fracasado, así que no nos asustaba la oscuridad. Pegamos la oreja a la puerta de la institutriz, pero solo oímos las tenues rascaduras de un ratón bajo las tablas del suelo y continuamos nuestra excursión hacia la despensa. La puerta no se abrió. En toda nuestra vida jamás se había utilizado la cerradura, pero esa noche un rastro fresco de aceite la delató. Ajena al problema, Emmeline aguardaba pacientemente a que la puerta se abriera, como hacía siempre, convencida de que en unos instantes podría ponerse morada de pan, mantequilla y mermelada. No había por qué alarmarse. El bolsillo del delantal del ama; ahí estaría la llave. Ahí era donde estaban siempre las llaves: la anilla con las llaves oxidadas y sin usar de las puertas, los cerrojos y los armarios de toda la casa, y pruebas interminables hasta averiguar qué llave correspondía a qué cerradura.
El bolsillo estaba vacío. Emmeline, algo extrañada por la demora, empezaba a inquietarse. La institutriz se estaba perfilando como un serio desafío, pero no podría con nosotras. Saldríamos. Siempre nos quedaba la opción de entrar en una de las casas de la aldea para pillar cualquier cosa para comer. El pomo de la puerta de la cocina empezó a girar, poco después se detuvo. Ni los tirones ni las sacudidas consiguieron liberarlo. Estaba cerrado con candado. La ventana rota del salón había sido entablada y los postigos del comedor reforzados. Solo quedaba una posibilidad. Nos dirigimos hacia la enorme puerta de doble hoja del vestíbulo. Emmeline me seguía sin hacer ruido, presa del desconcierto. Tenía hambre. ¿A qué venía tanto trajín de puertas y ventanas? ¿Cuánto faltaba para que pudiera atiborrarse de comida? Un rayo de luna, teñido de azul por el cristal tintado de las ventanas del vestíbulo, bastó para iluminar los enormes, pesados e inalcanzables cerrojos en lo alto de las puertas que alguien había lubricado y corrido. Estábamos atrapadas. Emmeline habló. « Ñam ñam» , dijo. Tenía hambre. Y cuando Emmeline tenía hambre, Emmeline tenía que comer, así de sencillo. Nos vimos en un grave apuro. Tardó mucho, pero finalmente su pequeño cerebro comprendió que la comida que tanto ansiaba no iba a llegar. Una mirada de pasmo asomó en sus ojos. Emmeline abrió la boca y aulló. El llanto subió por la escalera de piedra, dobló por el pasillo de la izquierda, viajó otro tramo de escalones y se coló por debajo de la puerta del dormitorio de la nueva institutriz. A ese primer sonido pronto se sumó otro. No los pasos arrastrados y miopes del ama, sino el andar presto y acompasado de Hester Barrow. Un clic, clic, clic pausado y enérgico. Fue bajando un tramo de escalera, continuó avanzando por un pasillo y llegó al descansillo.
Me refugié entre los pliegues de las largas cortinas justo antes de que emergiera en el rellano. Era medianoche. Ahí estaba, en lo alto de la escalera, una figura pequeña y compacta, ni gorda ni delgada, sostenida por un par de piernas robustas y coronada por un semblante sereno y resuelto. Con el cinturón de su bata azul anudado con firmeza y el pelo cuidadosamente cepillado, parecía dormir sentada y lista para enfrentarse rauda a la mañana. Tenía el cabello fino y pegado a la cabeza, la cara redonda y la nariz regordeta. Era una mujer anodina, o algo incluso peor, pero esa característica en Hester no producía, ni de lejos, el mismo efecto que en otras mujeres. Hester atraía las miradas. Emmeline, al pie de la escalera, estaba sollozando de hambre, pero en cuanto Hester se presentó en todo su esplendor, dejó de llorar y se quedó mirándola aparentemente apaciguada, como si lo que hubiera aparecido ante ella fuera una bandeja repleta de pasteles.
—Me alegro de verte —dijo Hester bajando las escaleras—. Pero dime, ¿quién eres? ¿Adeline o Emmeline?
Emmeline, boquiabierta, no contestó.
—No importa —dijo la institutriz—. ¿Quieres cenar? ¿Dónde está tu hermana? ¿Crees que a ella también querrá cenar?
—Ñam —dijo Emmeline, y yo no supe si era la palabra cenar o la propia Hester la que había provocado aquel sonido de mi hermana.
Hester miró a su alrededor, buscando a la otra gemela. La cortina le pareció eso, una mera cortina, pues tras echarle una fugaz ojeada devolvió toda su atención a Emmeline.
—Ven conmigo —sonrió. Sacó una llave de su bolsillo. Era de un azul plateado limpio, lustroso y brillaba seductor bajo la luz azul.
El truco funcionó.
—Brilla —dijo Emmeline, e ignorando qué era o la magia que podía ejercer, siguió la llave y a Hester con ella por los fríos pasillos hasta la cocina.
En los pliegues de la cortina mis retortijones de hambre se convirtieron en rabia. ¡Hester y su llave! ¡Emmeline! Se estaba repitiendo la historia del cochecito. Era amor.
Era la primera noche y Hester había ganado.
La suciedad de la casa no se contagió a nuestra impecable institutriz, como habría sido de esperar, sino todo lo contrario. Exhaustos y polvorientos, los escasos rayos de luz que conseguían colarse por las mugrientas ventanas y los pesados cortinajes parecían posarse siempre en Hester. Ella los reunía en su persona y los lanzaba a la penumbra renovados y revitalizados por su contacto. Poco a poco, el brillo se fue extendiendo desde Hester hacia el resto de la casa. El primer día únicamente se vio afectada su habitación. Hester descolgó las cortinas y las sumergió en una bañera de agua jabonosa. Las colgó en el tendedero, donde el sol y el viento despabilaron el insospechado estampado de rosas de color rosa y amarillo. Mientras las cortinas se secaban, lavó la ventana con papel de periódico y vinagre para dejar entrar la luz, y cuando pudo ver lo que estaba haciendo limpió a fondo la habitación. Cuando anocheció había creado dentro de esas cuatro paredes un pequeño cielo de limpidez. Y eso fue solo el principio. Con jabón y con lejía, con energía y con determinación, impuso la higiene en la casa.
Allí donde los habitantes llevaban generaciones arrastrándose sin rumbo fijo y medio ciegos, girando cada uno alrededor de sus sórdidas obsesiones, Hester llegó como un milagro purificador. Durante treinta años el ritmo de vida dentro de aquella casa se había medido por el lento movimiento de las motas de polvo atrapadas en algún rayo de sol cansino, pero entonces los piececitos de Hester marcaron los minutos y los segundos, y con un vigoroso golpe de plumero las motas desaparecieron. A la limpieza le sucedió el orden, y la casa fue la primera en notar los cambios. Nuestra nueva institutriz realizó un recorrido exhaustivo. Empezó por abajo y fue subiendo, chasqueando la lengua y frunciendo el entrecejo en cada piso.
No había armario o recoveco que escapara a su atención; lápiz y libreta en mano, examinó hasta la última habitación, tomando nota de las manchas de humedad y las ventanas que hacían ruido, buscando chirridos en puertas y tablas, probando llaves viejas en cerraduras viejas y etiquetándolas. Dejaba tras de sí puertas cerradas con llave. Pese a tratarse de una primera « inspección» , la fase preliminar de la restauración propiamente dicha, en cada cuarto realizaba algún cambio: una pila de mantas en un rincón dobladas y colocadas en orden sobre una silla; un libro recogido y encajado debajo de su brazo para su posterior devolución a la biblioteca; la línea de una cortina enderezada. Todo eso hecho con notable presteza pero sin transmitir la menor sensación de apremio. Parecía que Hester solo tuviera que recorrer con su mirada una habitación para que la oscuridad reculara, para que el caos, abochornado, comenzara a ordenarse a sí mismo, para que los fantasmas se batieran en retirada. Y de esa manera, hasta la última habitación fue hesterizada.
Es cierto que el desván la detuvo en seco. Se le cayó la mandíbula y contempló horrorizada el agujero del tejado. Pero incluso frente a ese caos se mostró invencible. Apretando los labios, recuperó la frialdad y se puso a garabatear en su libreta con renovado vigor. Al día siguiente llegó un albañil. Le conocíamos del pueblo; era un hombre tranquilo y de andar pausado que cuando hablaba alargaba las vocales para dar un descanso a la boca antes de pronunciar la siguiente consonante. Tenía siempre seis o siete trabajos en curso y raras veces terminaba alguno; se pasaba su jornada laboral fumando cigarrillos y observando el trabajo que tenía entre manos meneando la cabeza con gesto fatalista. El hombre subió al desván con su habitual paso perezoso, pero después de pasar cinco minutos con Hester se puso a darle al martillo como si le fuera la vida en ello. Hester le había galvanizado. En unos días ya había establecido un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para levantarse. Unos días más y ya había zapatos limpios para estar en el interior de la casa y botas limpias para salir al exterior.
No solo eso, sino que los vestidos de seda fueron lavados, remendados, reajustados y guardados para supuestas « ocasiones especiales» , y vestidos nuevos de popelín azul marino y verde con fajín y cuello blancos aparecieron para usarlos a diario. Emmeline prosperaba bajo ese nuevo régimen. Comía bien y a horas regulares, y tenía permitido jugar —bajo estrecha supervisión— con las llaves brillantes de Hester. Incluso llegó a sentir verdadera pasión por los baños. El primer día se resistió, gritó y pateó mientras Hester y el ama la desvestían y la sumergían en la bañera, pero cuando se vio en el espejo después del baño, cuando se vio limpia y con el pelo recogido en una cuidada trenza atada con un lazo verde, abrió la boca y entró en otro de sus trances. Le gustaba estar reluciente. Siempre que se hallaba en presencia de Hester, Emmeline la estudiaba a hurtadillas, a la espera de una sonrisa. Si Hester sonreía —lo cual no era nada infrecuente— Emmeline se quedaba mirándola encantada. Al poco tiempo aprendió a devolverle la sonrisa. Otros miembros de la casa también mejoraron. El médico examinó los ojos del ama y, pese a sus protestas, fue llevada a un especialista. A su regreso había recuperado la vista. El ama se alegró tanto de ver el nuevo estado de pulcritud de la casa que se olvidó de todos los años vividos en la penumbra y rejuveneció lo suficiente para unirse a Hester en este espléndido nuevo mundo. Ni siquiera John- the-dig, que obedecía las órdenes de Hester a regañadientes y jamás permitía que sus ojos oscuros se cruzaran con los ojos chispeantes y ubicuos de la institutriz, pudo resistirse al efecto positivo de su energía. Sin decir una palabra a nadie, agarró las tijeras de podar y entró en el jardín de las figuras por primera vez desde el trágico incidente y unió sus esfuerzos a los que ya estaba haciendo la naturaleza para reparar la violencia del pasado. La influencia sobre Charlie fue menos directa. Él la evitaba y así ambos estaban contentos. Hester solo deseaba hacer su trabajo, y su trabajo solo éramos nosotras. Nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, sí, pero nuestro tutor quedaba fuera de su jurisdicción y, por tanto, lo dejaba tranquilo. Ella no era Jane Eyre y él no era el señor Rochester.
Dado el amor por la limpieza de la nueva institutriz, Charlie optó por retirarse a los antiguos cuartos de los niños del segundo piso, detrás de una puerta firmemente cerrada con llave donde él y sus recuerdos pudieran revolverse bien a gusto en la mugre. Para él, el efecto Hester se limitó a una mejora de la dieta y a una mano más firme sobre sus finanzas, las cuales, bajo el control honrado pero endeble del ama, habían sufrido el saqueo de vendedores y negociantes sin escrúpulos. Charlie no reparaba en ninguna de esas mejoras y de haberlo hecho dudo mucho de que le hubieran importado. Pero Hester mantenía a las niñas bajo control y fuera de la vista, y si Charlie se hubiera detenido a pensarlo, se lo habría agradecido. Bajo el reinado de Hester no existían motivos para que vecinos hostiles acudieran a quejarse de las gemelas. Bajo el reinado de Hester, Charlie no tenía necesidad de bajar a la cocina a comer un sándwich hecho por el ama, y sobre todo no tenía necesidad de abandonar ni por un minuto el reino imaginario en el que vivía con Isabelle, solo con Isabelle, siempre con Isabelle. Todo lo que cedió en territorio lo ganó en libertad. Nunca oía a Hester, nunca la veía; jamás se le cruzaba por la cabeza. Se ajustaba completamente a su manera de vivir. Hester había triunfado. Quizá tuviera cara de torta, pero no había nada que la muchacha no pudiera hacer si se lo proponía.
**********************************
La señorita Winter guardó silencio. Tenía la mirada fija en un rincón de la estancia, donde su pasado se le aparecía con más realismo que el presente y que yo. En los extremos de sus labios y sus ojos parpadeaba una ligera expresión de angustia y pesar. Consciente de la delgadez del hilo que la conectaba con su pasado, me preocupaba romperlo pero también me preocupaba que no siguiera con el relato.
El silencio se alargó.
—¿Y usted? —pregunté con suavidad—. ¿Qué pensaba usted?
—¿Yo? —Pestañeó levemente—. Oh, a mí me caía bien. He ahí el problema.
—¿Problema?
La señorita Winter pestañeó de nuevo, se acomodó en su butaca y se volvió hacia mí con una mirada nueva, afilada. Había cortado el hilo.
—Creo que es suficiente por hoy. Puede irse.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
En busca de datos
Con la historia de Hester regresé rápidamente a mi rutina. Por las mañanas escuchaba a la señorita Winter relatar su historia sin apenas anotar ya nada en la libreta. Más tarde, en mi habitación, con mis pliegos de folios, mis doce lápices rojos y mi fiel sacapuntas, transcribía lo que había memorizado. Mientras las palabras brotaban de la punta del lápiz sobre el papel, la voz de la señorita Winter resonaba en mis oídos; más tarde, cuando leía en voz alta lo que había escrito, notaba cómo mi rostro se distorsionaba hasta adoptar sus expresiones. Mi mano izquierda subía y caía, emulando los enfáticos gestos de la señorita Winter, mientras la derecha descansaba, como impedida, en mi regazo. Las palabras se transformaban en imágenes dentro de mi cabeza. La aseada y pulcra Hester, envuelta en un brillo plateado, en una aureola que crecía constantemente, abarcando primero su cuarto, luego la casa, después a los habitantes. El ama, transformada de lenta figura en la penumbra en una mujer de ojos vivos y brillantes que todo lo miraban. Y Emmeline, una vagabunda sucia y desnutrida que se dejaba convertir, bajo el hechizo del aura de Hester, en una muchacha limpia, cariñosa y regordeta. Hester proyectaba su luz incluso en el jardín de las figuras, donde se posaba sobre las ramas destrozadas de los tejos y hacía crecer nuevos brotes. También aparecía Charlie, naturalmente, deambulando en la oscuridad fuera de aquel círculo, dejándose oír sin dejarse ver. Y John-the-dig, el jardinero de nombre extraño, rumiando en la periferia, reacio a ser absorbido por la luz. Y Adeline, la misteriosa y sombría Adeline.
Para todos mis proyectos biográficos construyo una caja de vidas. Una caja con fichas que contienen los detalles —nombre, ocupación, fechas, lugar de residencia y cualquier otro dato en apariencia pertinente— de todas las personas que han sido importantes en la vida del sujeto en cuestión. Nunca sé qué pensar realmente de mis cajas. Según mi estado de ánimo las veo como un monumento que reconforta a los muertos (« ¡Mirad! —me los imagino diciendo mientras me observan por el cristal—. ¡Nos está anotando en sus fichas! ¡Y pensar que llevamos muertos doscientos años!» ) o, cuando el cristal está muy oscuro y me siento encallada y sola a este lado del mismo, las veo como pequeñas lápidas de cartón frías e inanimadas, tan muertas las cajas como el cementerio. El elenco de personajes de la señorita Winter era muy reducido y, mientras los barajaba en mis manos, su falta de solidez me dejó consternada. Me estaban narrando una historia, pero todavía estaba muy lejos de poseer toda la información que necesitaba.
Cogí una ficha en blanco y me puse a escribir.
Hester Barrow
Institutriz
Casa de Angelfield
Nacida: ?
Fallecida: ?
Me detuve. Reflexioné. Calculé con los dedos. En aquel entonces las niñas tenían trece años. Y Hester no era una mujer mayor. No podía serlo, con todo ese brío. ¿Cuántos años tenía por tanto la institutriz? ¿Treinta? ¿Y si no superaba los veinticinco? Apenas doce años mayor que las niñas… Me pregunté si sería eso posible. La señorita Winter, septuagenaria, se estaba muriendo, pero eso no significaba que una persona mayor que ella tuviera que estar muerta. ¿Qué probabilidades había de que estuviera viva?
Solo podía hacer una cosa.
Añadí otra nota a la ficha y la subrayé.
ENCUÉNTRALA
¿Fue el hecho de haber decidido buscar a Hester lo que hizo que esa noche apareciera en mis sueños? Una figura anodina con una bata perfectamente anudada, de pie en el descansillo de la escalera, meneando la cabeza y apretando los labios mientras contemplaba las paredes tiznadas, las tablas partidas del suelo y la hiedra culebreando por la escalera de piedra. En medio de todo ese caos, cuánta lucidez desprendía su entorno inmediato, cuánta paz. Atraída como una palomilla, me acercaba a ella, pero al entrar en su círculo mágico no ocurría nada. Seguía sumida en la oscuridad. Los ojos de Hester iban de un lado a otro, absorbiéndolo todo, hasta que finalmente se detenían en una figura situada detrás de mí. Mi gemela, o eso entendí en el sueño. Pero cuando sus ojos se posaron en mí, no me vieron. Me desperté con una familiar sacudida caliente en mi costado y repasé las imágenes del sueño para tratar de comprender la causa de mi pánico. No había nada aterrador en Hester; nada desconcertante en el suave barrido de sus ojos por mi cara. Lo que me hacía temblar en la cama no era lo que vi en el sueño, sino lo que yo era en él. Si Hester no me vio, tenía que ser porque yo era un fantasma. Y si era un fantasma, significaba que estaba muerta. No había otra explicación. Me levanté y fui al cuarto de baño a enjuagarme el miedo. A fin de evitar el espejo, me miré las manos en el agua, pero lo que vi me llenó de espanto. Al mismo tiempo que mis manos existían aquí, sabía que existían también en el otro lado, donde estaban muertas. Y los ojos que las veían, mis ojos, estaban también muertos en ese otro lugar. Y mi mente, que estaba teniendo esos pensamientos, ¿no estaba igualmente muerta? Un profundo terror se apoderó de mí. ¿Qué clase de criatura anormal era yo? ¿Qué abominación de la naturaleza es ésa que divide a una persona en dos cuerpos antes de su nacimiento y luego aniquila uno de ellos? ¿Y qué queda entonces de mí? Medio muerta, desterrada al mundo de los vivos de día mientras que de noche mi alma se pega a su gemela en un limbo umbrío.
Encendí la chimenea, preparé una taza de chocolate y me tapé con la bata y unas mantas para escribir una carta a mi padre. ¿Cómo iba la librería, cómo estaba mamá, cómo estaba él, qué pasos había que dar, me preguntaba, cuando se quería encontrar a alguien? Los detectives privados, ¿existían en la realidad o solo en las novelas? Le conté lo poco que sabía acerca de Hester. ¿Era posible emprender una investigación con tan pocos datos? ¿Estaría dispuesto un detective privado a aceptar la clase de trabajo que yo tenía en mente? De no ser así, ¿quién podría hacerlo?
Leí la carta. Dinámica y razonable, no delataba mi miedo. Estaba amaneciendo. El temblor había cesado. Judith no tardaría en llegar con el desayuno.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Pues Hester parece ser una buena persona, que estuvo al pendiente de las niñas y mantenía el orden, yo no creó que aun este con vida y si lo esta, será que podrá recordar.
gracias Maga
gracias Maga
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
El ojo en el tejo
No había nada que la nueva institutriz no pudiera hacer si se lo proponía. Por lo menos eso pareció al principio. Pero transcurrido un tiempo comenzaron los problemas. El primero fue su discusión con el ama. Hester, tras haber limpiado, ordenado y cerrado con llave algunas habitaciones, se sorprendió un día al encontrárselas nuevamente abiertas. Llamó al ama.
—¿Qué necesidad hay de mantener abiertas las habitaciones que no se utilizan? —preguntó—. Ya ve lo que sucede entonces: las niñas entran cuando les place y crean caos donde antes había orden. Eso nos genera a usted y a mí un trabajo innecesario.
El ama se mostró totalmente de acuerdo y Hester se marchó de la entrevista bastante satisfecha; pero una semana después volvió a encontrar abiertas puertas que hubieran debido estar cerradas y con expresión ceñuda llamó de nuevo al ama. Esa vez no aceptaría promesas vagas, esa vez estaba decidida a llegar al fondo del asunto.
—Es por el aire —explicó el ama—. Si el aire no corre la humedad se apodera de las casas.
Con palabras sencillas, Hester le dio al ama una sucinta conferencia sobre la circulación del aire y la humedad y la despachó convencida de que aquella vez sí había resuelto el problema.
Una semana después advirtió que las puertas volvían a estar abiertas. En aquella ocasión, en lugar de llamar al ama, reflexionó. Aquel problema de las puertas era más complejo de lo que parecía a simple vista, así que decidió estudiar al ama, descubrir por medio de la observación qué se ocultaba detrás de esas puertas abiertas.
El segundo problema tenía que ver con John-the-dig. A Hester no le había pasado inadvertida su desconfianza, pero no dejó que eso la desanimara. Ella era una extraña en la casa y a ella le correspondía demostrar que estaba allí por el bien de todos y no para causar problemas. Sabía que con el tiempo se lo ganaría. No obstante, aunque parecía que el hombre se iba acostumbrando a su presencia, su desconfianza estaba tardando más de la cuenta en diluirse. Y un día esa desconfianza estalló en algo más. Hester le había abordado para hablarle de algo bastante banal. En nuestro jardín había visto —o eso aseguraba ella— a un niño del pueblo que en ese momento hubiera debido estar en el colegio.
—¿Quién es? —quiso saber—. ¿Quiénes son sus padres?
—Eso no es asunto mío —contestó John con una hosquedad que la dejó atónita.
—No digo que sea suyo —repuso Hester con calma—, pero ese niño debería estar en el colegio. Estoy segura de que en eso coincidirá conmigo. Si me dice quién es, hablaré con sus padres y con su maestra.
John-the-dig se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse, pero ella no era una mujer que se rendía con facilidad. Rauda como el rayo, se le plantó delante y repitió la pregunta. ¿Por qué no iba a hacerlo? Era una pregunta absolutamente razonable y la estaba formulando con educación. ¿Qué razones tenía ese hombre para negarse a cooperar?
Pero se negó.
—Los niños del pueblo no vienen por aquí —fue su única respuesta.
—Ése sí —insistió ella.
—No vienen porque tienen miedo.
—Eso es absurdo. ¿De qué han de tener miedo? El niño llevaba puesto un sombrero de ala ancha y pantalones de hombre adaptados a su tamaño. Su aspecto era bastante peculiar. Por fuerza tiene que saber de quién le hablo.
—No he visto a ningún niño como ése —fue la desdeñosa contestación, y John, una vez más, hizo ademán de marcharse.
Sin embargo, Hester era una mujer persistente.
—Pero tuvo que verlo…
—Solo determinadas mentes, señorita, pueden ver cosas que no existen. Soy un tipo sensato. Donde no hay nada que ver, no veo nada. Yo en su lugar, señorita, haría lo mismo. Que tenga un buen día.
Dicho eso se marchó y esa vez Hester no intentó cortarle el paso. Se quedó dónde estaba, perpleja, meneando la cabeza y preguntándose qué bicho le había picado al hombre. Angelfield, por lo visto, era una casa llena de misterios. Así y todo, nada gustaba tanto a Hester como ejercitar la mente. Estaba decidida a llegar al fondo de las cosas.
Sin duda alguna Hester poseía una perspicacia y una inteligencia extraordinarias, pero, como contrapartida, no hay que olvidar que no sabía muy bien a quién se enfrentaba. Un ejemplo era su costumbre de dejar a las gemelas solas durante breves períodos mientras ella seguía su propio orden del día en otro lado. Primero las observaba detenidamente, evaluando su estado de ánimo, calculando su fatiga, la proximidad de la hora de comer y sus patrones de actividad y descanso. Si el resultado del análisis revelaba que las gemelas se disponían a pasar una hora holgazaneando dentro de la casa, las dejaba solas. En una de esas ocasiones tenía un objetivo concreto en mente. El médico estaba allí y quería tener unas palabras con él. En privado. La ingenua de Hester. No hay intimidad donde hay niños.
Recibió al médico en la puerta.
—Hace un día precioso. ¿Le apetece dar un paseo por el jardín?
Se dirigieron al jardín de las figuras sin saber que les estaban siguiendo.
—Ha obrado usted un milagro, señorita Barrow —comenzó el médico—. Emmeline parece otra.
—No —dijo Hester.
—Sí, se lo aseguro. Mis expectativas se han cumplido con creces. Estoy impresionado.
Hester bajó la cabeza y le dio ligeramente la espalda. Tomando su respuesta por modestia y creyéndola abrumada por sus elogios, el médico guardó silencio. El tejo recién podado le ofreció algo que admirar mientras la institutriz recuperaba la serenidad. Fue una suerte para él que estuviera absorto en las líneas geométricas del tejo, pues de lo contrario habría reparado en la expresión irónica de Hester y habría caído en la cuenta de su error.
La firme negativa de Hester nada tenía que ver con la afectación femenina. Era, sencillamente, la expresión de un desacuerdo. Por supuesto que Emmeline parecía otra. Dada la presencia de Hester, no podía ser de otro modo. No había nada de milagroso en eso. He ahí lo que había querido decir con su negativa.
El comentario condescendiente del médico, con todo, no le sorprendía. Nadie solía reparar por aquel entonces en las muestras de talento de las institutrices, pero en cualquier caso creo que estaba decepcionada. Hester pensaba que el médico era la única persona de Angelfield que podría haberla entendido. Pero no era así.
Se volvió hacia él y tropezó con su espalda. Con las manos en los bolsillos y los hombros rectos, el médico estaba mirando la línea donde terminaba el tejo y comenzaba el cielo. Su cuidado pelo empezaba a encanecer y en la coronilla había un círculo perfecto de piel rosada de cuatro centímetros de diámetro.
—John está reparando el daño que causaron las gemelas —dijo Hester.
—¿Qué las impulsó a hacer algo así?
—En el caso de Emmeline, la respuesta es sencilla. Adeline la obligó a hacerlo. En cuanto a los motivos de Adeline, la respuesta es más compleja. Dudo que se conozca a sí misma. La mayor parte del tiempo actúa dominada por impulsos donde no parece existir un factor consciente. Sea cual sea la razón, asestaron un golpe tremendo a John. Su familia ha cuidado este jardín durante generaciones.
—Un acto despiadado. Y sorprende aún más viniendo de una niña.
Sin que el doctor la viera, Hester volvió a torcer el gesto. Estaba claro que el hombre sabía muy poco de niños.
—Un acto despiadado, en efecto, pero los niños pueden ser muy crueles. Lo que pasa es que no nos gusta pensar eso de ellos.
Lentamente, empezaron a caminar entre las figuras, admirando los tejos al tiempo que hablaban de la labor de Hester. A una distancia prudente, pero siempre lo bastante cerca para poder oírlos, una pequeña espía los seguía saltando de tejo en tejo. El médico y la institutriz doblaban a izquierda y derecha, a veces giraban y volvían sobre sus pasos; era un juego de ángulos, una danza intrincada.
—Imagino, señorita Barrow, que estará satisfecha con los resultados de su labor con Emmeline.
—Así es. Con otro año bajo mi tutela no veo razones para que Emmeline no pueda abandonar para siempre su conducta indisciplinada y se convierta definitivamente en la muchacha dulce que sabe ser en sus mejores momentos. No será inteligente, pero no sé por qué no puede llegar el día en que sea capaz de vivir de manera satisfactoria separada de su hermana. Quizá incluso termine casándose; no todos los hombres buscan inteligencia en una esposa y Emmeline es muy cariñosa.
—Excelente, excelente.
—Adeline es un caso muy distinto.
Se detuvieron junto a un frondoso obelisco con un tajo abierto en uno de sus lados. La institutriz escudriñó las ramas marrones del interior y acarició una de las ramitas nuevas, con sus brillantes hojas verdes, que estaban brotando de la vieja madera en dirección a la luz. Suspiró.
—Adeline me tiene algo perpleja, doctor Maudsley. Agradecería su opinión como médico.
Él hizo una leve y cortés inclinación de cabeza.
—Por supuesto. ¿Qué le preocupa exactamente?
—Nunca he conocido a una niña tan desconcertante. —Hester hizo una pausa —. Disculpe que me explaye tanto, pero las rarezas que he apreciado en Adeline no pueden explicarse de forma sucinta.
—En ese caso, tómese su tiempo. No tengo prisa.
El médico señaló un banco que había detrás del cual un seto de boj había sido guiado hasta configurar un intrincado arco enroscado, a la manera de un cabecero de una cama hecho por un artesano. Tomaron asiento y se encontraron frente a la parte sana de una de las figuras geométricas más grandes del jardín.
—Mire, un dodecaedro.
Hester pasó por alto el comentario y procedió con su explicación.
—Adeline es una niña hostil y agresiva. Le molesta mi presencia en la casa y se opone a todos mis esfuerzos por imponer orden. Come de forma irregular, rechaza la comida hasta que el hambre la vence e incluso entonces apenas da unos bocados. Hay que bañarla a la fuerza y pese a su delgadez se necesitan dos personas para mantenerla dentro del agua. Cualquier gesto de ternura por mi parte tropieza con su total indiferencia. Parece incapaz de sentir el abanico básico de las emociones humanas y francamente, doctor Maudsley, me he preguntado si está capacitada para regresar al redil de la normalidad.
—¿Es inteligente?
—Es astuta; es avispada, pero es imposible estimularla para que se interese por algo que vaya más allá del ámbito de sus propios deseos, caprichos y apetitos.
—¿Y en las clases?
—Estoy segura de que comprende que con niñas así en las clases no imparto las lecciones que se dan a los niños normales. No hay aritmética, ni latín, ni geografía. No obstante, a fin de fomentar el orden y la rutina, las niñas están obligadas a asistir a clase durante dos horas dos veces al día, y las educo contándoles historias.
—¿Y esas lecciones son del agrado de Adeline?
—¡Ojalá pudiera responder a esa pregunta! Adeline es una niña bastante salvaje, doctor Maudsley. Para poder retenerla en clase he de recurrir a artimañas y a veces me veo obligada a pedir a John que me la traiga a la fuerza. Adeline hace lo que sea por evitarlo, agita los brazos o se pone completamente rígida para que sea más difícil pasarla por la puerta. Sentarla ante una mesa es casi imposible. La mayoría de las ocasiones John se ve obligado a dejarla en el suelo. Durante la clase no me mira ni me escucha, sino que se repliega en sí misma, en su propio mundo interior.
El médico escuchaba atentamente y asentía con la cabeza.
—Es un caso difícil —dijo luego—. La conducta de Adeline le genera una mayor ansiedad y teme que los resultados de sus esfuerzos sean menos satisfactorios que con Emmeline. Sin embargo, señorita Barrow —su sonrisa era encantadora—, perdóneme si no alcanzo a comprender por qué afirma que Adeline la desconcierta. Su explicación sobre la conducta y el estado mental de la muchacha es más coherente que la que podrían dar muchos estudiantes de medicina basándose en los mismos indicios.
Hester le miró con compostura.
—Todavía no he llegado a la parte desconcertante.
—Ah.
—Claro que existen métodos que han funcionado con niños como Adeline en el pasado y, además, cuento con estrategias de mi propia cosecha en las que tengo cierta fe y que no dudaría en aplicar si no fuera porque…
Hester vaciló y esa vez el médico tuvo la prudencia de esperar a que prosiguiera. Cuando habló de nuevo, lo hizo despacio, midiendo cuidadosamente sus palabras.
—Se diría que dentro de Adeline hay una especie de neblina, una neblina que la separa no solo del resto de la humanidad, sino de sí misma. A veces la neblina se hace más tenue y a veces se disipa del todo y aparece otra Adeline. Después la neblina regresa y Adeline vuelve a ser la de antes.
Hester miró al médico, atenta a su reacción. Él frunció el entrecejo, pero por encima del ceño, donde el pelo reculaba, la piel era lisa y rosada.
—¿Cómo se comporta durante esos períodos?
—Los signos externos son sumamente discretos. Tardé semanas en percatarme del fenómeno e incluso entonces esperé cierto tiempo antes de estar lo bastante segura para acudir a usted.
—Comprendo.
—En primer lugar está su respiración. En un momento dado cambia, y sé que aunque finge estar metida en su propio mundo me está escuchando. Y sus manos…
—¿Sus manos?
—Generalmente las tiene tensas y estiradas, así —Hester hizo una demostración—, pero a veces advierto que las relaja, así —aflojó los dedos—. Es como si su implicación en la historia acaparara toda su atención y eso debilitara sus defensas, de modo que se relaja y olvida su pose de rechazo y rebeldía. He trabajado con muchos niños difíciles, doctor Maudsley, poseo bastante experiencia. Y lo que he visto se resume en lo siguiente: aunque parezca increíble, en Adeline se produce una especie de cambio químico, como si padeciera una fermentación.
El médico no respondió de inmediato. En lugar de eso, se detuvo a reflexionar, y su concentración pareció complacer a Hester.
—¿La aparición de esos signos sigue alguna pauta?
—Nada de lo que pueda estar segura todavía… Pero… Él ladeó la cabeza, animándola a continuar.
—Probablemente no sea importante, pero hay ciertas historias…
—¿Historias?
—Jane Eyre, por ejemplo. A lo largo de varios días les conté una versión abreviada de la primera parte y entonces pude apreciarlo claramente. También con Dickens. Los relatos históricos y las fábulas con moraleja no tienen el mismo efecto.
El médico frunció el entrecejo.
—¿Y es algo sistemático? ¿La lectura de Jane Eyre provoca siempre los cambios que ha descrito?
—No, he ahí el problema.
—Hummm. ¿Qué piensa hacer entonces?
—Existen métodos para manejar a niños egoístas y rebeldes como Adeline.
En estos momentos, un régimen estricto podría bastar para impedir que más tarde termine ingresando en un manicomio. Sin embargo, dicho régimen, que implicaría la imposición de una rutina estricta y la eliminación de casi todo lo que la estimula, sería sumamente perjudicial para…
—¿La niña que vemos a través de los claros en la neblina?
—Exacto. De hecho, para esa niña nada podría ser más dañino.
—¿Y qué futuro prevé para esa niña, para la muchacha en la neblina?
—Todavía no puedo responder a esa pregunta. Baste decir que hoy día no puedo tolerar que se sienta perdida. A saber lo que sería de ella.
Contemplaron en silencio la frondosa geometría, meditando sobre el problema planteado por Hester sin saber que el problema en cuestión, oculto detrás de las figuras, los estaba observando a través de los huecos entre las ramas.
Finalmente, el médico habló.
—No sé de ninguna enfermedad que pueda causar los efectos mentales que usted describe. Sin embargo, mi desconocimiento puede deberse a mi propia ignorancia. —Hizo una pausa, a la espera de que ella protestara, pero no lo hizo —. Hummm. Como un primer paso, quizá sería aconsejable que sometiera a la niña a un examen minucioso para determinar su estado de salud tanto mental como físico.
—Es justamente lo que estaba pensando —contestó Hester—. Y ahora — rebuscó en sus bolsillos—, aquí tiene mis notas. En ellas encontrará una descripción de cada una de las situaciones que he presenciado, junto con un análisis preliminar. ¿Cree que después del examen podría quedarse media hora para darme a conocer sus primeras impresiones? Después podríamos decidir el siguiente paso que debemos seguir.
El médico la miró pasmado. Había sobrepasado los límites de su papel de institutriz. ¡Y se estaba comportando como si fuera un colega experto!
Hester se había percatado de ello.
Titubeó. ¿Podía dar marcha atrás? ¿Era demasiado tarde? Tomó una decisión. De perdidos, al río.
—No es un dodecaedro —dijo maliciosamente—. Es un tetraedro.
El doctor se levantó y caminó hasta la figura. Uno, dos, tres, cuatro… Sus labios se movían mientras contaba.
Se me paró el corazón. ¿Iba a rodear el árbol contando caras y ángulos? ¿Iba a contradecirme?
Pero llegó hasta seis y se detuvo. Sabía que ella tenía razón.
Entonces, durante un curioso instante, simplemente se miraron. Él con expresión indecisa. ¿Quién era esa mujer? ¿Con qué autoridad le hablaba de la forma en que lo hacía? No era más que una institutriz provinciana con cara de torta, ¿no?
Ella le miraba en silencio, paralizada por esa indecisión que parpadeaba en el rostro de él.
Entonces el mundo pareció inclinarse levemente sobre su eje y ambos desviaron rápidamente la mirada.
—El examen —comenzó ella.
—¿Le parece el miércoles por la tarde? —propuso él.
—El miércoles por la tarde.
Y el mundo volvió a girar sobre su eje. Echaron a andar hacia la casa y al llegar al camino el médico se despidió. Detrás del tejo, la pequeña espía se mordía las uñas y rumiaba.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Cinco notas
Un áspero velo de agotamiento me irritaba los ojos. Ya no podía pensar. Había trabajado todo el día y la mitad de la noche y me asustaba dormirme. ¿Me gastaba mi mente una broma pesada? Creía oír una melodía. Bueno, no exactamente una melodía. Tan solo cinco notas sueltas. Abrí la ventana para corroborarlo. Sí. Sin duda llegaba un sonido del jardín. Entiendo de palabras. Si me das un fragmento de texto dañado o desgarrado, soy capaz de adivinar lo que iba antes y lo que iba después; o por lo menos puedo reducir las posibilidades a la opción más probable. Pero la música no es mi lenguaje. ¿Eran esas cinco notas el comienzo de una nana? ¿La caída agonizante de un lamento? Imposible saberlo. Sin un principio ni un final que las delimitara, sin una melodía que las sostuviera, fuera lo que fuera lo que las unía parecía sumamente precario. Cada vez que sonaba la primera nota se producía un angustioso instante mientras ésta esperaba a descubrir si su compañera todavía seguía allí o se había esfumado para siempre, arrastrada por el viento. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Con la quinta no había una resolución, solo la sensación de que tarde o temprano los frágiles eslabones que unían esa ristra de notas caprichosas se romperían como se habían roto los eslabones del resto de la melodía, y también ese último fragmento vacío desaparecería para siempre, dispersándose con el viento como las últimas hojas de un árbol en invierno. Obstinadamente mudas cada vez que mi mente consciente les pedía que se manifestaran, las notas acudían de repente a mí cuando no estaba pensando en ellas. Absorta en mi trabajo por la noche, caía en la cuenta de que llevaban rato repitiéndose en mi cabeza. O en la cama, debatiéndome entre el sueño y la vigilia, las oía a lo lejos, entonando para mí su melodía poco definida y sin sentido. Pero ahora la oía de verdad. Al principio, una sola nota, a sus compañeras las sofocaba la lluvia que martilleaba la ventana. « No es nada» , me dije, y me preparé para seguir durmiendo. Entonces, en un instante de calma en medio de la tormenta, tres notas se elevaron por encima del agua. Era una noche impenetrable. Tan negro estaba el cielo que del jardín solo podía captar el sonido de la lluvia. Esa percusión era la lluvia contra las ventanas.Las ráfagas suaves e irregulares eran lluvia fresca sobre la hierba. El goteo era agua bajando por los canalones hasta los desagües. Tic, tic, tic. Agua resbalando por las hojas hasta el suelo. Y detrás de todo eso, debajo, entremedio —si no estaba loca o soñando— las cinco notas. La la la la la. Me puse las botas y el abrigo y salí a la oscuridad de la noche. No veía a un palmo de mi mano. No oía nada salvo el chapoteo de mis botas sobre la hierba. De repente capté una señal. Un sonido seco, inarmónico; no un instrumento, sino una voz humana atonal, discordante. Lentamente y haciendo frecuentes paradas, seguí la dirección de las notas. Bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque, o por lo menos creo que es allí hacia donde me dirigí. Entonces perdí el rumbo, anduve a trompicones por tierra blanda donde pensaba que debía de haber una senda y fui a parar no al lado del tejo, como esperaba, sino a un terreno de arbustos de medio metro de alto con pinchos que se me enganchaban en la ropa. De ahí en adelante renuncié a indagar dónde estaba y me orienté únicamente por el oído, siguiendo las notas como el hilo de Ariadna por un laberinto que ya no reconocía. La melodía sonaba a intervalos irregulares, y en cada ocasión me dirigía hacia ella, hasta que el silencio me detenía y me quedaba esperando otra nueva pista. ¿Cuánto tiempo pasé dando tumbos en la oscuridad? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Lo único que sé es que finalmente me encontré de nuevo frente la puerta por la que había salido. Había vuelto —o me habían llevado— al punto de partida. El silencio entonces fue definitivo. Las notas habían muerto y en su lugar reapareció la lluvia. En vez de entrar me senté en el banco y descansé la cabeza sobre mis brazos cruzados, sintiendo el golpeteo de la lluvia en la espalda, el cuello y el pelo. Empezó a parecerme una insensatez el haberme puesto a perseguir por el jardín algo tan etéreo, y casi logré convencerme de que lo que había oído era solo producto de mi imaginación. Luego mi mente dobló por otros derroteros. Me pregunté cuándo me enviaría mi padre información sobre la forma de dar con Hester. Pensé en Angelfield y fruncí el entrecejo: ¿qué haría Aurelius cuando demolieran la casa? Pensar en Angelfield me llevó a pensar en el fantasma y eso me llevó a pensar en mi propio fantasma, la foto que le había hecho, perdida en una nebulosa blanca. Decidí telefonear a mi madre al día siguiente, mas era una decisión poco arriesgada; nada te obliga a cumplir un propósito formulado en mitad de la noche.
De repente la columna me envió una señal de alarma.
Una presencia. Aquí. Ahora. A mi lado.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor.
La oscuridad era total. No se veía nada ni a nadie. La negra noche se lo había tragado todo, incluido el gran roble, y el mundo se había reducido a los ojos que me estaban observando y el ritmo frenético de mi corazón.
La señorita Winter no. Aquí no; a estas horas de la noche no. Entonces, ¿quién? La sentí antes de sentirla. La presión en el costado, vista y no vista. Era Sombra, el gato. Volvió a arrimarse, otro roce del carrillo contra mis costillas, y un maullido algo retrasado como para anunciar su presencia. Alargué una mano y le acaricié mientras mi corazón trataba de encontrar su ritmo. El gato ronroneó.
—Estás empapado —le dije—. Vamos, bobo. No es una buena noche para pasear.
Me siguió hasta mi habitación, se secó el pelaje a lametazos mientras yo me envolvía el cabello con una toalla y nos quedamos dormidos juntos en la cama. Por una vez —quizá fuera la protección del gato— mis sueños me dieron un respiro.
El día amaneció apagado y gris. Después de la entrevista salí a dar un paseo por el jardín. En la lúgubre luz de la tarde intenté volver sobre el camino que había seguido la noche anterior. El comienzo fue fácil: bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque; pero después me desorienté. El recuerdo de haber caminado por la tierra blanda de un macizo me tenía desconcertada, pues todos los macizos y arriates estaban perfectamente ordenados y rastrillados. Aun así, hice algunas conjeturas, tomé una o dos decisiones al azar y dibujé una trayectoria más o menos circular con la esperanza de que reflejara, al menos en parte, mi paseo nocturno.
No vi nada fuera de lo normal. A menos que cuente el hecho de que me encontré a Maurice y esta vez me habló. Estaba arrodillado sobre una parcela de tierra removida, distribuyendo, alisando y aplanando. Me oyó acercarme por la hierba y levantó la vista.
—Condenados zorros —gruñó. Y regresó a su trabajo.
Volví a la casa y me puse a transcribir la entrevista de la mañana.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
poco a poco Hester logro descifrar a las niñas, cada una tiene sus particularidades, gracias Maga
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
El experimento
Llegó el día del examen médico y el doctor Maudsley se personó en la casa. Como de costumbre, Charlie no estaba allí para recibir al visitante. Hester le había informado de la visita del médico de la manera acostumbrada (una carta depositada fuera de sus aposentos, sobre una bandeja) y, como no había obtenido respuesta, supuso acertadamente que el asunto le traía sin cuidado. La paciente se hallaba en uno de sus estados de ánimo huraños pero dóciles. Se dejó conducir hasta el cuarto elegido para el examen y aceptó que le dieran golpecitos y punzadas. Invitada a abrir la boca y sacar la lengua, se negó en redondo, pero al menos cuando el médico le introdujo los dedos para separar la mandíbula superior de la inferior, no le mordió. Tenía la mirada apartada de él y sus instrumentos, apenas parecía consciente de su presencia y del examen. Fue imposible sacarle una sola palabra. El doctor Maudsley descubrió que su paciente estaba por debajo del peso adecuado y tenía piojos; por lo demás, físicamente gozaba de buena salud. Su estado psicológico, sin embargo, era más difícil de determinar. ¿Era la muchacha, como había insinuado John-the-dig, mentalmente deficiente? ¿O acaso la conducta de la chica se debía a la negligencia de su madre y la falta de disciplina? Ésa era la opinión del ama, quien, al menos en público, siempre estaba dispuesta a absolver a las gemelas. No fueron ésas las únicas opiniones que el médico tuvo presentes mientras examinaba a la gemela salvaje. La noche anterior, en su propia casa, pipa en boca y con la mano sobre la chimenea, había estado cavilando en voz alta sobre el caso (le gustaba que su mujer le escuchara, pues estimulaba su elocuencia), enumerando los ejemplos de mala conducta de que había sido informado: los hurtos en las casas de los aldeanos, la destrucción del jardín de las figuras, la violencia vertida sobre Emmeline, la fascinación por las cerillas… Se hallaba reflexionando sobre las posibles explicaciones cuando la dulce voz de su esposa le interrumpió:
—¿No crees que simplemente es traviesa?
Por un instante la interrupción lo dejó demasiado pasmado para poder contestar.
—Solo era una sugerencia —continuó ella agitando una mano para restar importancia a sus palabras. Había hablado con suavidad, pero eso poco importaba. El hecho de que hubiera hablado bastó para que sus palabras fueran cortantes.
Y luego estaba Hester.
—Ha de tener presente —le había dicho— que dada la ausencia de un vínculo fuerte con los padres y de una orientación firme por parte de otras personas, el desarrollo de la niña hasta el día de hoy ha estado enteramente determinado por su experiencia como gemela. Su hermana es el único punto fijo y permanente en su conciencia, de modo que toda su visión del mundo se ha ido formando a través del prisma de su relación con ella. —Ha de tener presente —le había dicho— que dada la ausencia de un vínculo fuerte con los padres y de una orientación firme por parte de otras personas, el desarrollo de la niña hasta el día de hoy ha estado enteramente determinado por su experiencia como gemela. Su hermana es el único punto fijo y permanente en su conciencia, de modo que toda su visión del mundo se ha ido formando a través del prisma de su relación con ella.
Tenía razón, desde luego. El doctor Maudsley ignoraba de qué libro lo había sacado ella, pero debía de haberlo leído con detenimiento, porque había expuesto la idea con suma brillantez. Mientras la escuchaba, le había sorprendido su voz. Aunque claramente femenina, había en la institutriz un ligero tono de autoridad masculina. Hester era elocuente. Tenía una graciosa tendencia a expresar sus opiniones con el mismo dominio comedido que cuando explicaba una teoría de algún especialista sobre la que había leído. Y cuando hacía una pausa al final de una frase para recuperar el aliento, le lanzaba una mirada rauda —la primera vez la había encontrado desconcertante, pero después le resultó divertida— para indicarle si podía hablar o si tenía intención de seguir hablando ella.
—Debo investigar un poco más —le dijo a Hester cuando se reunieron para hablar de la paciente después del examen—. Y tenga por seguro que observaré con detenimiento la relevancia de su condición de gemela.
Hester asintió.
—Yo lo veo así —dijo—: En cierta manera podríamos considerar a las gemelas dos hermanas que se han repartido un conjunto de características. Mientras que una persona sana y normal experimenta todo un abanico de emociones diferentes y muestra una extensa variedad de comportamientos, podría decirse que las gemelas han dividido ese abanico de emociones y comportamientos en dos y cada una ha asimilado una parte. Una gemela es salvaje y propensa a los arrebatos; la otra es perezosa y pasiva. Una prefiere la limpieza; la otra adora la suciedad. Una tiene un apetito insaciable; la otra puede pasarse varios días sin comer. Ahora bien, si esa polaridad (podremos discutir más tarde en qué medida ha sido adoptada de forma consciente) es fundamental para el sentido de identidad de Adeline, ¿no es comprensible que inhiba dentro de ella todo lo que, desde su punto de vista, corresponde a Emmeline?
La pregunta no esperaba contestación; Hester no le indicó al médico que podía hablar, simplemente hizo una inspiración moderada y continuó:
—Ahora consideremos las cualidades del ser al que, de forma algo fantasiosa, nos referimos como la niña en la neblina. Esa niña escucha las historias, es capaz de comprender y emocionarse con un lenguaje que no es el de las gemelas. Eso sugiere una voluntad de relacionarse con otras personas. Pero de las dos gemelas, ¿a quién le ha sido asignada la tarea de relacionarse con la gente? ¡A Emmeline! De modo que Adeline ha de reprimir esa parte de su personalidad.
Hester se volvió hacia el médico y le brindó esa mirada que significaba que le cedía el turno de palabra.
—Es una idea curiosa —respondió él con cautela—. Yo habría imaginado lo contrario, ¿no le parece? Que por el hecho de ser gemelas cabría esperar que tuvieran más similitudes que diferencias.
—Pero hemos observado que no es así —se apresuró a replicar Hester.
—Hummm.
Hester le dejó rumiar. El médico contemplaba la pared desnuda, absorto en sus pensamientos, al tiempo que ella le lanzaba miradas nerviosas, tratando de leer en su rostro la acogida que estaba teniendo su teoría. Finalmente, estuvo listo para hacer su dictamen.
—Aunque su idea resulta interesante —esbozó una sonrisa afable para suavizar el efecto de sus desalentadoras palabras—, no recuerdo haber leído nada sobre esa división de la personalidad entre gemelos en ninguno de los especialistas en la materia.
Hester pasó por alto la sonrisa y le miró manteniendo la compostura.
—Los especialistas no lo consideran así, eso es cierto. De estar en algún lugar, estaría en Lawson, y no es el caso.
—¿Ha leído a Lawson?
—Naturalmente. Ni por un momento se me ocurriría exponer una opinión sobre un tema, el que fuera, sin estar primero segura de mis fuentes.
—Oh.
—Existe una referencia a unos niños gemelos peruanos en Harwood que sugiere algo similar, si bien el autor se queda corto en cuanto a las conclusiones que podrían extraerse.
—Recuerdo ese caso… —El médico dio un ligero respingo—. ¡Oh, ya veo la relación! Me pregunto si el estudio de Brasenby guarda alguna relación con este caso.
—No he podido obtener el estudio completo. ¿Cree que podría prestármelo?
Y así empezó todo.
Impresionado por la agudeza de las observaciones de Hester, el médico le prestó el estudio de Brasenby. Cuando ella se lo devolvió, llevaba adjunta una hoja con anotaciones y preguntas expuestas de manera sucinta. Mientras tanto, él había obtenido otros libros y artículos para completar su biblioteca sobre gemelos, trabajos de reciente publicación, ejemplares de investigaciones en curso de diferentes especialistas y ediciones extranjeras. Transcurrida una o dos semanas cayó en la cuenta de que podía ahorrarse mucho tiempo si primero le pasaba los trabajos a Hester y luego leía los concisos e inteligentes resúmenes que ella elaboraba. Cuando entre los dos hubieron leído cuanto era posible leer, regresaron a sus observaciones personales. Ambos habían recopilado notas, él médicas, ella psicológicas; había abundantes anotaciones con la letra de él en los márgenes del manuscrito de ella; ella, por su parte, había hecho aún más anotaciones en el manuscrito de él e incluso adjuntado sus convincentes ensayos en hojas aparte.
Leían, pensaban, escribían, se reunían, discutían. Así continuaron hasta que supieron todo lo que había que saber sobre gemelos, pero todavía había algo que desconocían, y ese algo era, en realidad, lo único que importaba.
—Todo este trabajo —dijo el médico una noche en la biblioteca—, todas estas hojas, y seguimos como al principio. —Se mesó el pelo con gesto nervioso. Le había dicho a su esposa que estaría de regreso a las siete y media e iba a llegar tarde—. ¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina? Creo que la respuesta a esa pregunta se halla fuera de los límites del conocimiento actual. —Suspiró y arrojó el lápiz sobre la mesa, entre irritado y resignado.
—Tiene razón. Así es. —Era comprensible que Hester pareciera molesta, pues él había tardado cuatro semanas en llegar a una conclusión que ella podría haberle brindado desde el principio solo con que él hubiera estado dispuesto a escucharla.
El médico se volvió hacia ella.
—Solo hay una forma de averiguarlo —prosiguió Hester con calma.
Él enarcó una ceja.
—Mi experiencia y mis observaciones me han llevado a creer que aquí existen posibilidades de realizar un proyecto de investigación pionero. Lógicamente, siendo una mera institutriz yo tendría dificultades para convencer a la revista adecuada de que publicara cualquier trabajo que pudiera ofrecerle. Echarían un vistazo a mi currículo y me tomarían por una estúpida con ideas que no son de mi competencia. —Se encogió de hombros y bajó la mirada—. Quizá tengan razón y así sea. Sin embargo —astutamente volvió a levantar la vista—, para un hombre con la formación y los conocimientos adecuados, estoy segura de que aquí hay un proyecto jugoso.
La primera reacción del médico fue de pasmo, pero después se le empañaron los ojos. ¡Una investigación pionera! La idea no era tan descabellada. Entonces pensó que después de todo lo que había leído en los últimos meses, ¡por fuerza tenía que ser el médico mejor informado del país sobre el tema de los gemelos! ¿Quién más sabía lo que él sabía? Y más importante aún, ¿quién más tenía el caso idóneo ante sus propias narices? ¿Una investigación pionera? ¿Por qué no?
Hester le permitió recrearse unos minutos más y cuando vio que su insinuación había calado hondo murmuró:
—Por supuesto, si necesitara una ayudante sería un placer para mí colaborar con usted en lo que precisara.
—Es usted muy amable —asintió él—. Naturalmente, usted ha trabajado con las niñas… Tiene experiencia de primera mano… Una experiencia inestimable… Ciertamente inestimable.
El doctor Maudsley se marchó de Angelfield y llegó flotando en una nube hasta su casa, donde no reparó en que la cena estaba fría y su esposa de mal humor. Hester recogió los papeles de la mesa y salió de la biblioteca; su satisfacción podía oírse en sus pasos enérgicos y la firmeza con que cerró la puerta tras de sí. La biblioteca parecía vacía, pero no era así. Tendida cuan larga era en lo alto de las librerías, una muchacha se estaba mordiendo las uñas y pensando. Investigación pionera. « ¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina?» . No hacía falta ser un genio para imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.
Actuaron de noche.
Emmeline no se revolvió en ningún momento cuando la levantaron de la cama. Debía de sentirse segura en los brazos de Hester; quizá le tranquilizó reconocer, dormida, el olor a jabón mientras se la llevaban del cuarto por el pasillo. Fuera cual fuese el motivo, esa noche no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Su despertar a la realidad se produciría muchas horas después. Para Adeline fue diferente. Rápida y perspicaz, despertó de inmediato al sentir la ausencia de su hermana. Corrió como una flecha hasta la puerta, pero la rauda mano de Hester ya había girado la llave. En un instante lo supo todo, lo sintió todo. Separación. No gritó, no aporreó la puerta con los puños, no arañó la cerradura con las uñas. Su espíritu combativo la había abandonado por completo.
Se derrumbó en el suelo, cayó echa un ovillo contra la puerta y allí permaneció toda la noche. Las tablas desnudas mordían sus prominentes huesos, pero no sentía el dolor. La chimenea estaba apagada y el camisón era fino, pero no sentía el frío. No sentía nada. Estaba destrozada. Cuando a la mañana siguiente fueron a por ella, no oyó la llave en la cerradura, no reaccionó cuando la puerta la arrastró al abrirse. Tenía la mirada inerte, la piel pálida. Qué fría estaba. Podría haber sido un cadáver de no ser por los labios, que temblaban incesantemente, repitiendo un mantra silencioso que podría haber sido « Emmeline, Emmeline, Emmeline» . Hester levantó a Adeline en brazos. No fue difícil. La niña ya tenía catorce años pero estaba en los huesos. Sacaba toda su fuerza de su voluntad, y cuando ésta desapareció, se volvió inconsistente. La bajaron por la escalera con la misma facilidad que una almohada de plumas sacada a ventilar. Conducía John. En silencio. De acuerdo o en desacuerdo, poco importaba. Hester tomaba las decisiones. Le dijeron a Adeline que la llevaban a ver a Emmeline, una mentira que hubieran podido ahorrarse, pues Adeline no habría opuesto resistencia, independientemente de a dónde se la hubiesen llevado. Se sentía perdida, ausente de sí misma. Sin su hermana, no era nada y no era nadie. Lo que trasladaron a la casa del médico no era más que el caparazón de una persona. Y allí lo dejaron. De nuevo en casa, sacaron a Emmeline de la cama de Hester y la devolvieron a su cama sin despertarla. Durmió otra hora y cuando al fin abrió los ojos, se sorprendió ligeramente al ver que su hermana no estaba.
A lo largo de la mañana su sorpresa fue en aumento y por la tarde se transformó en ansiedad. Rastreó la casa, y también los jardines. Se internó en el bosque, se adentró en el pueblo, tanto como se lo permitió su coraje. A la hora de la merienda Hester la encontró en el borde de la carretera, mirando en la dirección que la habría llevado, de haberla seguido, hasta la puerta de la casa del médico. No se había atrevido. Hester le posó una mano en el hombro y la atrajo hacia sí, luego la condujo de nuevo a la casa. De vez en cuando Emmeline se detenía y titubeaba, deseando volver, pero Hester la cogía de la mano y tiraba firmemente de ella. Emmeline la seguía con pasos obedientes pero perplejos. Después de la merienda se quedó mirando por la ventana. A medida que la luz decaía el miedo se fue apoderando de ella, pero la angustia no la asaltó hasta que Hester hubo cerrado las puertas con llave y comenzó la rutina de acostarla. Lloró toda la noche. Sollozos solitarios que parecían no tener fin. Lo que en Adeline había estallado en un instante tardó veinticuatro angustiosas horas en prorrumpir en Emmeline, pero cuando llegó el alba estaba tranquila.
Había llorado y temblado hasta perder la conciencia. La separación de hermanos gemelos no es una separación cualquiera. Imagínate que sobrevives a un terremoto y al recuperar el conocimiento te encuentras ante un mundo irreconocible. El horizonte ha cambiado de lugar. El sol tiene otro color. Nada queda del terreno que conocías. Tú estás viva; pero estar viva no es lo mismo que vivir. No es extraño que los supervivientes de semejantes catástrofes suelan desear haber perecido con el resto de la gente.
****************************
La señorita Winter tenía la mirada perdida. Su célebre tinte cobrizo se había diluido en un tono asalmonado. Ya no utilizaba laca y los compactos rizos habían dado paso a una maraña suave e informe, pero tenía el semblante severo y el porte rígido, como si se estuviera preparando para un viento afilado que solo ella podía notar.
Lentamente, se volvió hacia mí.
—¿Se encuentra bien? —preguntó—. Judith dice que no come mucho.
—Nunca he comido mucho.
—Está pálida.
—Será que estoy un poco cansada.
Terminamos pronto. Creo que ninguna de las dos se sentía con ánimo de continuar.
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Re: Lectura Octubre 2018
Fantasmas
Cuando volví a verla, la señorita Winter estaba diferente. Cerró los ojos con cansancio y tardó más de lo acostumbrado en evocar el pasado y comenzar a hablar. Mientras juntaba los hilos la observé y advertí que no se había puesto las pestañas postizas. Conservaba la sombra de ojos violeta y la arrolladora raya negra, pero sin las pestañas de araña parecía una niña que ha estado jugando con el estuche de pinturas de su madre.
**********************
Las cosas no salieron como Hester y el médico esperaban. Se habían preparado para una Adeline que despotricara, bramara, pataleara y batallara. En cuanto a Emmeline, contaban con que su cariño por Hester la ayudara a aceptar la repentina ausencia de su gemela. Esperaban, en resumidas cuentas, las mismas niñas de siempre, solo que separadas en lugar de juntas. De ahí que al principio les sorprendiera que las gemelas se convirtieran en dos muñecas de trapo inertes. Bueno, no del todo inertes. La sangre seguía circulando perezosamente por sus venas. Tragaban las cucharadas de sopa que les metían en la boca, el ama en una casa, la esposa del médico en la otra. Pero tragar es un acto reflejo, y las gemelas no tenían hambre. Sus ojos, abiertos durante el día, no veían, y por la noche, aunque los cerraban, no gozaban de la tranquilidad del sueño. Estaban separadas, estaban solas, estaban en una suerte de limbo. Eran dos seres mutilados, mas no les faltaba un miembro, sino el alma. ¿Dudaron los supuestos científicos de sí mismos? ¿Se detuvieron a pensar si estaban haciendo lo correcto? ¿Proyectaron las figuras inconscientes y desmañadas de las gemelas una sombra sobre su bello proyecto? En realidad no eran deliberadamente crueles. Solo insensatos. Mal orientados por sus conocimientos, por su ambición por su propia ceguera. El médico realizaba pruebas. Hester observaba. Y cada día se reunían para comparar notas, para comentar lo que al principio, con optimismo, llamaban progreso.
Ante el escritorio del médico o en la biblioteca de Angelfield, se sentaban juntos con las cabezas inclinadas sobre papeles donde estaban anotados todos los pormenores sobre la vida de las niñas. Conducta, dieta, sueño. Cavilaban sobre la falta de apetito, sobre la propensión a dormir todo el tiempo, ese dormir que no era dormir. Proponían teorías que explicaran los cambios generados en las gemelas. El experimento no estaba yendo todo lo bien que esperaban, de hecho había comenzado de manera desastrosa, pero ambos científicos eludían la posibilidad de que estuvieran perjudicándolas y preferían alimentar la creencia de que juntos podían obrar un milagro. Al médico le proporcionaba una enorme satisfacción trabajar por primera vez desde hacía décadas con una mente científica tan lúcida. Le maravillaba la capacidad de su protegida para captar un principio y, al minuto siguiente, aplicarlo con originalidad y perspicacia profesionales.
No tardó en reconocer para sus adentros que la institutriz era más una colega que una protegida. Y Hester estaba encantada de ver que por fin su mente estaba siendo debidamente alimentada y desafiada. Salía de sus reuniones diarias rezumando entusiasmo y satisfacción. Así se explica fácilmente la ceguera de ambos. ¿Cómo podía esperarse de la institutriz y el médico que comprendieran que lo que a ellos les estaba haciendo tanto bien podía estar causando un enorme daño en las niñas que tenían a su cargo? A menos que por las noches sentados a solas transcribiendo sus observaciones del día, levantaran la vista hacia la niña de mirada inerte que permanecía inmóvil en la silla del rincón y sintieran que una duda cruzaba por sus mentes. Pero de ser así, no lo anotaban en sus observaciones, ni siquiera lo mencionaban. Tan dependiente se volvió la pareja de su empresa conjunta que no se dio cuenta de que el gran proyecto no estaba avanzando en lo más mínimo.
El estado de Emmeline y Adeline era casi catatónico y la niña en la neblina no aparecía por ningún lado. Impertérritos ante la falta de conclusiones, los científicos proseguían con su trabajo: elaboraban tablas y gráficos, proponían teorías y desarrollaban intrincados experimentos que poner en práctica. Con cada fracaso se decían que habían acotado algo del campo de la investigación y pasaban a la siguiente gran idea. La esposa del médico y el ama participaban en el proyecto, pero a distancia. Se ocupaban del cuidado físico de las niñas. Metían cucharadas de sopa en sus dóciles bocas tres veces al día. Las vestían, las bañaban, les lavaban la ropa y les cepillaban el pelo. Ambas mujeres tenían sus razones para desaprobar el proyecto; ambas tenían sus razones para guardarse sus opiniones. John-the-dig, por su parte, había quedado totalmente excluido. Nadie le preguntaba su parecer, pero eso no le impedía formular su dictamen diario ante al ama en la cocina:
—Esto no traerá nada bueno; te lo digo yo. Nada bueno.
Llegó un momento en que Hester y el médico deberían haberse rendido. Ninguno de sus planes había dado fruto y, aunque se devanaban los sesos, no se les ocurrían más tácticas. Justo entonces Hester detectó pequeños signos de progreso en Emmeline. La muchacha había vuelto la cabeza hacia una ventana y la habían visto asiendo con fuerza una baratija brillante de la que se negaba a separarse. Escuchando detrás de las puertas (lo cual no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia), Hester descubrió que la muchacha cuando estaba sola, hablaba en susurros en el antiguo lenguaje de las gemelas.
—Se consuela a sí misma imaginando la presencia de su hermana —le dijo al médico.
El médico decidió entonces dejar a Adeline sola durante largas horas mientras él escuchaba detrás de la puerta, libreta y pluma en mano. Nunca oyó nada.
Hester y el médico se recordaban a sí mismos que debían ser pacientes en el caso más serio de Adeline, al tiempo que se felicitaban por los progresos de Emmeline. Anotaban animados el aumento de su apetito, su buena disposición a sentarse recta, los primeros pasos que había dado por sí misma. Emmeline no tardó en pasearse de nuevo por la casa y el jardín sin abandonar del todo su aire errabundo. Oh, sí, coincidían Hester y el doctor, ¡el experimento realmente empezaba a dar resultados! Es difícil decir si en algún momento se pararon a pensar que lo que ellos llamaban « progresos» no era más que el regreso de Emmeline a los hábitos que ya mostraba antes de que comenzara el experimento.
No todo era coser y cantar con Emmeline. Hubo un terrible día en que su olfato la llevó hasta el armario donde estaban guardados los andrajos que su hermana solía ponerse. Se los llevó a la cara, aspiró su olor rancio animal, y, feliz, se los puso. Era una situación delicada, pero lo peor estaba por venir. Así vestida, se vio en un espejo y, confundiendo su reflejo con su hermana, echó a correr hacia él. El topetazo fue lo bastante estrepitoso para que el ama llegara corriendo. La mujer encontró a Emmeline junto al espejo, llorando no por su dolor, sino por su pobre hermana, que se había roto en varios pedazos y estaba sangrando.
Hester le quitó los harapos y ordenó a John que los quemara. Como medida de precaución, le pidió al ama que girara todos los espejos hacia la pared. Emmeline estaba perpleja, pero no volvieron a producirse incidentes de esa índole. Emmeline no hablaba. Pese a sus cuchicheos en solitario, puertas adentro, siempre en el antiguo lenguaje de las gemelas, era imposible inducirla a pronunciar una sola palabra en inglés delante del ama o de Hester. Era un asunto controvertido. Hester y el médico tuvieron una larga charla en la biblioteca y llegaron a la conclusión de que no había de qué preocuparse. Emmeline podía hablar, así que con el tiempo lo haría. Su negativa a hablar y el incidente con el espejo eran decepciones, desde luego, pero la ciencia funcionaba así. ¡Y había que ver los progresos! ¿Acaso Emmeline no estaba ya lo bastante fuerte para permitirle salir? Además, últimamente pasaba menos tiempo en el borde de la carretera merodeando frente a la línea invisible que no osaba traspasar, mirando en dirección a la casa del médico. Las cosas no estaban yendo del todo mal.
¿Adelantos? No eran los que habían esperado al principio. Si los comparaban con los resultados que Hester había obtenido con la muchacha cuando llegó a la casa, no eran muchos, pero era cuanto tenían y le estaban sacando todo el partido posible. Es probable que, en el fondo, se sintieran aliviados. Pues ¿cuál habría sido la consecuencia de un éxito definitivo? Se habrían terminado las razones para seguir trabajando juntos. Y aunque no querían verlo, eso era lo último que deseaban que sucediera, dejar de trabajar juntos. Jamás habrían terminado el experimento por su propia voluntad. Jamás. Haría falta algo, algo externo a ellos, para detenerlo. Algo que llego de forma totalmente inesperada.
***************
—¿Qué?
Aunque se nos había terminado el tiempo, aunque ella tenía ese aspecto demacrado y ceniciento que adquiría cuando se acercaba la hora de la medicación, aunque estaba prohibido hacer preguntas, no pude contenerme.
Pese al dolor, los ojos verdes de la señorita Winter brillaron con picardía cuando se inclinó confidencialmente hacia delante.
—¿Cree en los fantasmas, Margaret?
¿Creía en los fantasmas? ¿Qué podía contestar? Asentí con la cabeza.
Satisfecha, la señorita Winter se reclinó en su butaca y tuve la familiar sensación de que había desvelado más de lo que creía.
—Hester no. Ningún científico cree. Por tanto, como no creía en los fantasmas, tuvo serios problemas el día en que vio uno.
**************************
He aquí lo que ocurrió:
Un día soleado, tras haber terminado sus tareas antes de lo acostumbrado, Hester salió de casa temprano y decidió ir a casa del médico tomando el camino más largo. El cielo estaba completamente azul, el aire era fresco y limpio y se sentía llena de una poderosa energía a la que no podía poner nombre pero que despertaba en ella el deseo de hacer algún ejercicio extenuante.
El camino que bordeaba los prados la condujo hasta lo alto de una pequeña loma que, sin llegar a ser colina, brindaba una espléndida vista del paisaje y las tierras circundantes. Se hallaba a medio camino de la casa del médico, avanzando con el paso enérgico y el corazón acelerado, pero sin la más mínima sensación de sobreesfuerzo, sintiendo que podría echar a volar si se lo proponía, cuando vio algo que la detuvo en seco.
A lo lejos, jugando juntas en un prado, estaban Emmeline y Adeline. Eran inconfundibles: dos melenas pelirrojas, dos pares de zapatos negros; una niña con el vestido de popelín azul marino que el ama le había puesto a Emmeline esa mañana, la otra con el vestido verde.
No podía ser.
Pero sí podía ser. Hester era científica. Podía verlas, por lo tanto allí estaban. Seguro que había una explicación. Adeline se había escapado de la casa del médico. Su letargo se había desvanecido con la misma rapidez con que había llegado y, aprovechando una ventana abierta o un juego de llaves desatendido, había huido antes de que alguien reparara en su recuperación. Eso era.
¿Qué debía hacer? De nada le serviría echar a correr hacia las gemelas. Para abordarlas tenía que atravesar un largo trecho de campo abierto y ellas la verían y huirían antes de que hubiera cubierto la mitad del terreno. Así pues, fue directa a la casa del médico a la carrera.
Momentos después estaba aporreando con impaciencia la puerta. Fue la señora Maudsley quien abrió, irritada por el alboroto, pero Hester tenía cosas más importantes en la cabeza que una disculpa y, apartándola, caminó hasta la puerta del consultorio. Entró sin llamar. El médico levantó la vista, sorprendido de ver el rostro de su colaboradora encendido por el esfuerzo y el pelo, normalmente impecable, salido de las horquillas. Le costaba respirar; quería hablar, pero todavía no podía.
—¿Qué le ocurre? —preguntó él levantándose de la silla y rodeando la mesa para posar las manos en los hombros de Hester.
—¡Adeline! —jadeó—. ¡La ha dejado salir!
Presa del pasmo, el doctor frunció el entrecejo. Volvió a Hester por los hombros hasta colocarla de cara al otro extremo de la habitación.
Y allí estaba Adeline.
Hester se volvió rauda hacia el doctor.
—¡Pero si acabo de verla con Emmeline! En la linde del bosque al otro lado del prado de Oates… —comenzó con vehemencia, pero su voz se fue apagando a medida que aumentaba su extrañeza.
—Tranquila, siéntese aquí, beba un poco de agua —dijo el médico.
—Probablemente se escapó. Pero ¿cómo consiguió salir? ¿Y cómo pudo volver tan deprisa? —Hester se esforzaba por comprender.
—Adeline no se ha movido de esta habitación en las últimas dos horas, desde el desayuno. No ha estado sola ni un minuto. —El médico miró a Hester a los ojos, conmovido por su agitación—. Debió de ver a otra niña. Un niña del pueblo —sugirió manteniendo su dignidad médica.
—Pero… —Hester meneó la cabeza—. Era la ropa de Adeline. El pelo de Adeline.
Hester se volvió de nuevo hacia Adeline. Los ojos de la muchacha, abiertos como platos, eran indiferentes al mundo. No llevaba puesto el vestido verde que Hester había visto hacía unos minutos, sino el azul marino, y no tenía el pelo suelto, sino recogido en una trenza.
La mirada que Hester dirigió de nuevo al médico era de puro desconcierto. Todavía respiraba agitadamente. No había una explicación científica, racional, para lo que había visto. Y Hester sabía que el mundo era totalmente científico. Por lo tanto, solo podía haber una explicación.
—Debo de estar loca —susurró. Sus pupilas se dilataron y las fosas nasales le temblaron—. ¡He visto un fantasma!
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ver a su colaboradora reducida a semejante estado de turbación produjo una extraña sensación en el médico. Y aunque era el científico que había en él quien primero había admirado a Hester por su fría cabeza y su infalible cerebro, fue el hombre, animal e instintivo, el que respondió a su desmoronamiento envolviéndola en un apasionado abrazo y posando sus firmes labios en los de ella.
Hester no opuso resistencia.
Escuchar detrás de las puertas no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia… y la esposa del médico era una científica entusiasta cuando se trataba de estudiar a su marido. El beso que tanto sobresaltó al médico y a Hester no sorprendió en absoluto a la señora Maudsley, que llevaba tiempo esperando algo así.
Abrió la puerta y, en un arrebato de indignada rectitud, irrumpió bruscamente en el consultorio.
—Le agradecería que abandonara inmediatamente esta casa —le dijo a Hester—. Puede enviar a John con la berlina para que recoja a la niña.
Luego volviéndose hacia su marido dijo:
—Contigo hablaré más tarde.
El experimento había terminado. Y con él muchas otras cosas.
John recogió a Adeline. No vio ni al médico ni a su esposa, pero se enteró de los acontecimientos de la mañana por boca de la criada.
Una vez en casa, acostó a Adeline en su antigua cama, en su antigua habitación, y dejó la puerta entornada. Emmeline, que estaba deambulando por el bosque, levantó la cabeza, olfateó el aire y se volvió directamente hacia la casa. Entró por la puerta de la cocina, fue derecha a la escalera, subió los escalones de dos en dos y caminó con paso resuelto hasta la antigua habitación. Cerró la puerta tras de sí.
¿Y Hester? Nadie la vio regresar a la casa y nadie la oyó partir, pero cuando el ama llamó a su puerta al día siguiente, encontró la ordenada habitación vacía y ni rastro de Hester.
********************
Emergí del hechizo de la historia y regresé a la biblioteca de la señorita Winter con sus cristales y espejos.
—¿Adónde fue? —pregunté.
La señorita Winter me observó con un ligero ceño en la frente.
—Ni idea. ¿Qué importa eso?
—Tuvo que ir a algún lugar.
La narradora me lanzó una mirada de soslayo.
—Señorita Lea, no conviene encariñarse con los personajes secundarios. No es su historia. Vienen, se van, y una vez que se han ido ya no vuelven. Eso es todo.
Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y me dirigí a la puerta, pero al llegar a ella me di la vuelta.
—Entonces, ¿de dónde venía?
—¡Por todos los santos! ¡No era más que una institutriz! Hester es irrelevante, créame.
—Seguro que tenía referencias. Un trabajo anterior. O por lo menos una carta de solicitud de empleo con una dirección. A lo mejor llegó por medio de una agencia.
La señorita Winter cerró los ojos y una expresión de resignación asomó en su rostro.
—Estoy segura de que el señor Lomax, el abogado de la familia Angelfield, estará al corriente de esos detalles. Aunque dudo de que le sirvan de algo. Es mi historia, sé de lo que hablo. Tiene el despacho en Market Street, en Banbury. Le daré instrucciones de que responda a todas las preguntas que usted desee hacerle. Le escribí al señor Lomax esa misma noche.
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Re: Lectura Octubre 2018
Después de Hester
El día siguiente, cuando Judith llegó con la bandeja del desayuno, le di la carta para el señor Lomax y ella extrajo del bolsillo de su delantal una carta para mí. Reconocí la letra de mi padre.
Las cartas de mi padre constituían siempre un consuelo, y ésa no fue una excepción. Confiaba en que yo estuviera bien. ¿Estaba adelantando en mi trabajo? Había leído una novela danesa del siglo XIX extraña y encantadora de la que me hablaría a mi regreso. En una subasta había tropezado con un fajo de cartas del siglo XVIII que nadie parecía querer. ¿Las quería? Las había comprado por si acaso me interesaban. ¿Detectives privados? Sí, tal vez, ¿pero no podría un genealogista hacer el trabajo igual de bien o incluso mejor? Conocía a un individuo con las aptitudes adecuadas y pensándolo bien, le debía un favor, pues a veces se pasaba por la librería para consultar los almanaques. En el caso de que yo deseara llevar el asunto adelante, ahí tenía su dirección. Por último, como siempre, esas cinco palabras bien intencionadas pero secas: « Mamá te envía un abrazo» .
« ¿Realmente mi madre me envía un abrazo?» , me pregunté. Papa habría comentado: « Esta tarde le escribiré a Margaret» , y ella —¿con naturalidad?, ¿con cariño?—: « Envíale un abrazo de mi parte» . No. No podía imaginarlo. Seguro que se trataba de un añadido de mi padre, escrito sin que ella tuviera conocimiento. ¿Por qué se molestaba? ¿Para complacerme? ¿Para hacerlo realidad? ¿Era por mí o por ella que se esforzaba sin resultados por vincularnos? Era una tarea imposible. Mi madre y yo éramos como dos continentes distanciándose lenta pero inexorablemente; mi padre, el constructor del puente, no dejaba de alargar la frágil estructura que había construido para conectarnos.
Había llegado una carta a la librería para mí; mi padre la adjuntaba a la suya. Era del catedrático de derecho que me había recomendado.
Estimada señorita Lea:
No estaba al corriente de que Ivan Lea tuviera una hija, pero ahora que lo sé debo decirle que es un placer para mí conocerla y más aún poder serle de utilidad. La declaración de fallecimiento es justo lo que usted imagina: la presunción legal de la muerte de una persona cuyo paradero se desconoce desde hace un tiempo tal y en unas circunstancias tales que su muerte es la única suposición razonable. Su principal función es hacer posible que el patrimonio de una persona desaparecida pase a manos de sus herederos.
He realizado las indagaciones necesarias y localizado los documentos relacionados con el caso que a usted le interesa. Su señor Angelfield era, al parecer, un hombre dado a la reclusión y por lo visto se desconocen la fecha y las circunstancias de su desaparición. No obstante, la labor minuciosa y solidaria de un tal señor Lomax efectuada en nombre de las herederas (dos sobrinas) hizo posible que se llevaran a cabo los trámites pertinentes. La finca era de un valor considerable, aunque se vio algo mermado por un incendio que dejó la casa en un estado ruinoso. Pero todo eso podrá verlo por si misma en la copia que he hecho para usted de los documentos pertinentes.
Advertirá que el abogado firmó en nombre de una de las beneficiarías. Se trata de una práctica habitual en los casos en que el beneficiario no puede, por la razón que sea (por ejemplo una enfermedad u otro tipo de incapacidad), ocuparse de sus propios asuntos.
La firma de la otra beneficiaría atrajo especialmente mi atención. Resultaba casi ilegible, pero al final logré descifrarla. ¿He tropezado con uno de los secretos mejor guardados de hoy día? Aunque es posible que usted ya lo supiera. ¿Es eso lo que despertó su interés por el caso?
¡No tema! ¡Soy un hombre sumamente discreto! ¡Dígale a su padre que me haga un buen descuento por el Justitiae Naturalis Principia y no le diré una palabra a nadie!
Su atento servidor,
WILLIAM HENRY CADWALLADR
Fui directa a la última página de la cuidada copia que el catedrático Cadwalladr me había hecho. En ella había un espacio para las firmas de las sobrinas de Charlie. Como bien decía, el señor Lomax había firmado en nombre de Emmeline. Eso me indicaba, al menos, que Emmeline había sobrevivido al incendio. En la segunda línea, el nombre que había estado esperando: Vida Winter. Y al lado, entre paréntesis, las palabras « antes conocida como Adeline March» .
Demostrado.
Vida Winter era Adeline March.
La señorita Winter decía la verdad.
Con eso en mente acudí a mi cita en la biblioteca, donde escuché y escribí en mi libreta mientras la señorita Winter relataba el período que siguió a la partida de Hester.
**************************
Adeline y Emmeline pasaron la primera noche y el primer día en su cuarto, en la cama, abrazadas y mirándose a los ojos. Existía un acuerdo tácito entre el ama y John-the-dig de tratarlas como si estuvieran convalecientes, y en cierto modo así era. Les habían infligido una herida, de modo que allí permanecieron, tumbadas, nariz contra nariz mirándose con los ojos bizcos. Sin una palabra. Sin una sonrisa. Parpadeando al unísono. Y con la transfusión que tuvo lugar a través de esa larga mirada de veinticuatro horas la conexión que se había roto sanó, pero como todas las heridas que sanan, dejó una cicatriz.
Entretanto, el ama no alcanzaba a comprender qué le había pasado a Hester. John, reacio a decepcionarla con respecto a la institutriz no decía nada, pero su silencio solo consiguió que la mujer hiciera suposiciones en voz alta.
—Supongo que le habrá dejado dicho al médico adónde iba —concluyó abatida—. Tendré que preguntarle cuándo tiene previsto volver.
Entonces John se vio obligado a hablar y lo hizo con brusquedad.
—¡No se te ocurra preguntar al médico adónde ha ido! No le preguntes nada. Además, ya no volveremos a verlo por aquí.
El ama desvió la mirada con expresión ceñuda. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Por qué no estaba Hester allí? ¿Por qué estaba John tan disgustado? Y el médico, que había sido el único que frecuentaba la casa, ¿por qué iba a dejar de visitarla? Estaban ocurriendo cosas que escapaban a su entendimiento. Últimamente, cada vez más a menudo y durante períodos más largos, le asaltaba la sensación de que algo raro le sucedía al mundo. En más de una ocasión parecía que su cabeza despertaba de repente y descubría que habían transcurrido horas enteras, sin haber dejado huella alguna en su memoria. Cosas que eran obvias para otras personas no siempre lo eran para ella. Y cuando hacía preguntas para tratar de comprenderlas, en los ojos de la gente aparecía una mirada extraña que se apresuraban a disimular. Sí. Algo raro estaba ocurriendo y la inexplicada ausencia de Hester era solo una parte más.
Aunque lamentaba la infelicidad del ama, John celebraba la partida de Hester. La marcha de la institutriz fue como si le quitaran un gran peso de encima. Entraba en la casa con mayor libertad y por las noches pasaba más horas con el ama en la cocina. En su opinión, la marcha de Hester no constituía pérdida alguna. La institutriz solo había tenido un efecto positivo en su vida —al animarle a trabajar de nuevo en el jardín de las figuras—, y lo había hecho de manera tan sutil, tan discreta, que para John resultó fácil reorganizar su propia mente hasta que ésta le dijo que la decisión había sido enteramente suya. Cuando tuvo claro que Hester ya no volvería, sacó sus botas del cobertizo y procedió a sacarles brillo ante la lumbre de la cocina con las piernas encima de la mesa, pues ¿quién iba a impedírselo ahora?
En el cuarto de arriba, la rabia y la furia parecían haber abandonado a Charlie, dejándole en su lugar un cansancio acongojado. A veces se podía oír el roce de sus lentos pasos en el suelo y a veces, al pegar la oreja a la puerta, se le oía llorar con los sollozos exhaustos de un niño desdichado de dos años. ¿Podía ser que Hester, de una forma misteriosa pero así y todo científica, hubiera ejercido su influencia a través de la puerta cerrada bajo llave y mantenido a raya lo peor de su desesperación? No parecía algo imposible.
No solo las personas reaccionaron ante la ausencia de Hester. También la casa respondió de inmediato. El primer síntoma fue el silencio. Ya no se oía el tap, tap, tap de los pies de Hester recorriendo pasillos y escaleras. Luego también cesaron los golpes y martillazos del albañil en el tejado. El hombre, tras enterarse de que Hester ya no estaba, había tenido la bien fundada sospecha de que a falta de alguien que pusiera sus facturas delante de las narices de Charlie, nadie le pagaría por su trabajo. Recogió sus herramientas y se marchó; apareció otro día para llevarse la escalera de mano y nunca más regresó.
El primer día de silencio, y como si nada lo hubiera interrumpido, la casa reanudó su largo y lento proceso de deterioro. Al principio fueron pequeñas cosas: la suciedad empezó a manar de cada grieta de cada objeto en cada habitación, las superficies escupían polvo, las ventanas se cubrieron con la primera capa de mugre. Todos los cambios de Hester habían sido superficiales y su mantenimiento exigía una atención diaria. Por tanto, cuando el programa de limpieza del ama empezó a flaquear y finalmente se vino abajo, la verdadera naturaleza de la casa se impuso de nuevo. Llegó un momento en que no se podía coger nada sin notar la vieja pegajosidad de la mugre en los dedos.
También los objetos recuperaron rápidamente sus antiguos hábitos. Las llaves fueron las primeras en salir andando. De la noche a la mañana se desprendieron de cerraduras y anillas y se juntaron, en polvorienta camaradería, en una cavidad bajo una tabla suelta del suelo. Los candelabros de plata, que todavía conservaban el brillo que les había sacado Hester, viajaron desde la repisa de la chimenea del salón hasta el tesoro que Emmeline guardaba bajo la cama. Los libros salían de los estantes de la biblioteca y subían a otros pisos para descansar en todos los rincones y debajo de los sofás. A las cortinas les dio por correrse y descorrerse a su antojo. Hasta el mobiliario aprovechó la falta de supervisión para desplazarse. Un sofá se alejaba unos centímetros de la pared, una silla se movía medio metro hacia la izquierda. Pruebas, todo ello, de que el fantasma de la casa dominaba de nuevo su territorio.
Un tejado en vías de reparación empeora en lugar de mejorar. Algunos de los agujeros que había dejado el albañil eran más grandes que los que se le había encomendado reparar. No estaba nada mal tumbarse en el suelo del desván y sentir el sol en la cara, pero notar la lluvia era algo muy diferente. Las tablas del suelo empezaron a ablandarse, luego el agua se filtró en las habitaciones inferiores. Había lugares donde sabíamos que no debíamos pisar, lugares donde el suelo se hundía peligrosamente bajo nuestros pies. Pronto se desmoronaría y se podría ver la habitación de abajo. ¿Y cuánto tiempo tendría que pasar para que el suelo de esa habitación cediera y se pudiera ver la biblioteca? ¿Y terminaría cediendo el suelo de la biblioteca? ¿Llegaría el día en que sería posible divisar el cielo desde el sótano a través de las cuatro plantas?
El agua, como Dios, actúa de manera inescrutable. Una vez dentro de una casa, sigue la fuerza de la gravedad indirectamente. Encuentra surcos y cauces secretos dentro de las paredes y debajo de los suelos; penetra y gotea en direcciones inesperadas; emerge en los lugares más insospechados. Había trapos desperdigados por toda la casa para que embebieran el agua, pero nadie se molestaba en escurrirlos; se colocaban ollas y barreños para atrapar las gotas, pero rebosaban antes de que alguien se acordara de vaciarlos. La constante humedad arrancaba el yeso de las paredes y se comía la argamasa. En el desván había paredes tan inestables que, como un diente flojo, podías mecerlas con la mano.
¿Y las gemelas?
La herida que Hester y el médico les habían causado era muy profunda. Las cosas, lógicamente, ya nunca serían como antes. Las gemelas compartirían siempre una cicatriz y los efectos de la separación nunca serían erradicados por completo. No obstante, cada una vivía la cicatriz de forma diferente. Adeline, después de todo, había caído en un estado de amnesia temporal en cuanto comprendió lo que Hester y el médico estaban tramando. Se ausentó de sí misma casi en el mismo instante en que perdió a su gemela y no guardaba recuerdo alguno del tiempo que había pasado separada de ella. Adeline ignoraba si la oscuridad que se había interpuesto entre la pérdida de su hermana y el reencuentro con ella había durado un año o un segundo. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y ella volvía a estar viva.
Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello. Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.
Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato. Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.
Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.
De modo que al tercer día de su reencuentro Emmeline abandonó el juego del escondite en el jardín de las figuras y se marchó a la sala de billar, donde guardaba una baraja de cartas. Tumbada boca abajo en la mesa de paño, se puso a jugar. Era una versión del solitario, pero la más sencilla, la más infantil. Emmeline ganaba siempre; de hecho, el juego estaba ideado para que no pudiera perder, y cada vez que ganaba se alegraba muchísimo.
A media partida ladeó la cabeza. En realidad no podía oírlo, pero su oído interno, constantemente sintonizado con el de su hermana gemela, le dijo que Adeline la estaba llamando. No hizo caso; ya la vería más tarde, cuando terminara la partida. Una hora después, cuando Adeline irrumpió violentamente en la sala de billar con los ojos encendidos de ira, Emmeline no pudo hacer nada para defenderse. Adeline trepó a la mesa y, enloquecida de furia, se abalanzó sobre su hermana.
Emmeline no levantó un solo dedo para defenderse; tampoco lloró. No emitió sonido alguno, ni durante ni después del ataque. Tras descargar toda su ira, Adeline se quedó unos minutos contemplando a su hermana. La sangre estaba empapando el paño verde. Había naipes desperdigados por toda la sala. Encogidos en un ovillo, los hombros de Emmeline subían y bajaban entrecortadamente al ritmo de su respiración.
Adeline se dio la vuelta y se marchó.
Emmeline se quedó donde estaba, sobre la mesa, hasta que John la encontró horas después. Se la llevó al ama, que le lavó la sangre del pelo, le puso una compresa en el ojo y le curó las heridas con solución de avellana de bruja.
—Esto no habría sucedido si Hester estuviera aquí —comento—. Ojalá supiera cuándo piensa volver.
—No volverá —dijo John esforzándose por contener su enfado, tampoco a él le gustaba ver a la niña en ese estado.
—Pero no entiendo por qué se fue de ese modo, sin decir una palabra. ¿Qué puede haber ocurrido? Alguna emergencia, digo yo. En su familia…
John negó con la cabeza. Había escuchado una docena de veces esa idea a la que se aferraba el ama de que Hester volvería. El pueblo entero sabía que no regresaría. La criada de los Maudsley lo había oído todo. También aseguraba haberlo visto todo, así que a esas alturas era imposible que hubiera un solo adulto en el pueblo que no asegurara que la institutriz de rostro anodino había mantenido una relación adúltera con el médico.
Los rumores sobre la « conducta» de Hester (eufemismo de mala conducta que utilizaban los lugareños) estaban destinados a llegar algún día a oídos del ama. Cuando ocurrió, al principio la mujer se escandalizó. Se negaba a contemplar la idea de que Hester —su Hester— pudiera haber hecho algo así, pero cuando explicó indignada a John los chismorreos, éste se los confirmó. El día en cuestión había ido a casa del médico, le recordó, para recoger a la niña. Lo había oído directamente de boca de la criada. El mismísimo día que ocurrió. Además, ¿por qué iba a marcharse Hester tan de repente, sin previo aviso, a menos que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal?
—Su familia —tartamudeó el ama—. Una emergencia…
—En ese caso, ¿dónde está la carta? ¿No crees que habría escrito una carta si tenía previsto volver? Habría dado alguna explicación. ¿Has recibido alguna carta?
El ama negó con la cabeza.
—Eso significa —concluyó John sin poder reprimir la satisfacción en su voz — que hizo algo que no debía y que no volverá. Se ha ido para siempre. Te lo digo yo.
El ama siguió dándole vueltas al asunto. No sabía qué creer. El mundo se había convertido en un lugar sumamente desconcertante para ella.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
lento pero seguro. Aca vamos:
Y por fin empezamos: vaya historia extraña la de Isabelle y su hermano, definitivamente algo sanguinarios, pero por la reacción del padre a la partida de Isabelle, parece que es hereditario. También estoy empezando a dudar de la paternidad de las gemelas.
Y por fin empezamos: vaya historia extraña la de Isabelle y su hermano, definitivamente algo sanguinarios, pero por la reacción del padre a la partida de Isabelle, parece que es hereditario. También estoy empezando a dudar de la paternidad de las gemelas.
yiany- Mensajes : 1938
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