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Lectura Octubre 2018
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berny_girl
Celemg
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
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Re: Lectura Octubre 2018
¡No está!
En cuanto a Charlie, los platos decentes que bajo el régimen de Hester habían sido colocados ante su puerta a la hora del desayuno, la comida y la cena se convirtieron en algún que otro sándwich, alguna chuleta fría con un tomate, algún que otro cuenco de huevos revueltos ya cuajados, que aparecían en su puerta a horas imprevisibles, cuando el ama se acordaba. A Charlie no le importaba. Si tenía hambre y tenía algo por ahí, le daba un bocado a la chuleta del día anterior o a un resto de pan reseco, pero si no había nada no pegaba bocado y el hambre no le molestaba. Tenía otra hambre más voraz de la que ocuparse. Era la esencia de su vida y algo que ni la llegada ni la marcha de Hester habían conseguido alterar.
No obstante, sí hubo un cambio para Charlie, aunque nada tuvo que ver con Hester.
De vez en cuando llegaba una carta a la casa y de tanto en tanto alguien la abría. Pocos días después de que John-the-dig comentara que no había llegado ninguna carta de Hester, el ama, que se encontraba en el vestíbulo, reparó en un pequeño montón de cartas que estaban acumulando polvo sobre la alfombrilla situada debajo del buzón. Las abrió.
Una era del banquero de Charlie: ¿estaba interesado en una oportunidad de inversión única?
La segunda era una factura del albañil por el trabajo realizado en el tejado.
¿Era la tercera de Hester?
No. La tercera era del manicomio. Isabelle había muerto.
El ama leyó la carta de hito en hito. ¡Muerta! ¡Isabelle! ¿Podía ser cierto? Gripe, decía la carta.
Había que decírselo a Charlie, pero solo de pensarlo se puso a temblar. « Mejor hablar primero con Dig» , se dijo el ama, apartando las cartas. Pero más tarde, estando John sentado a la mesa de la cocina y ella sirviéndole una taza de té humeante, en su cabeza ya no quedaba rastro de la carta. Se había sumado a esos otros momentos suyos vividos y sentidos pero no grabados que acababan por evaporarse, No obstante, unos días después, cuando pasó por el vestíbulo con una bandeja de tocino y tostadas chamuscadas, colocó mecánicamente las cartas en la bandeja, al lado de la comida, aunque había olvidado por completo qué contenían.
Los días pasaron sin que aparentemente ocurriera nada, exceptuando el hecho de que el polvo seguía aumentando de grosor, la mugre seguía acumulándose en los vidrios de las ventanas y los naipes seguían alejándose un poco más de su estuche en el salón, de manera que cada vez era más fácil olvidarse de que había existido una Hester.
Fue John-the-dig quien advirtió, en el silencio de los días, que algo había ocurrido.
Él era un auténtico hombre de campo, un hombre sin domesticar, pero sabía que llega un momento en que las tazas ya no dan para otra taza de té si no las friegas primero y que un plato donde ha reposado carne cruda no puede utilizarse inmediatamente después para carne asada. Se daba cuenta del estado del ama, no era idiota. Así pues, cuando las tazas y los platos sucios se amontonaban, los fregaba. Era curioso verlo ante el fregadero con sus botas de agua y su gorra, tan torpe con el trapo y la loza y, sin embargo, tan mañoso con sus tiestos de terracota y sus delicadas plantas. Un día reparó en que cada vez había menos tazas y menos platos. A ese ritmo no tendrían suficientes para todos. ¿Dónde estaba la vajilla que faltaba? Enseguida pensó en el ama subiendo de vez en cuando platos de comida para el señorito Charlie. ¿Alguna vez la había visto regresar a la cocina con un plato vacío? No.
Subió. Fuera de la puerta cerrada con llave se extendía una larga hilera de platos y tazas. La comida, intacta, estaba sirviendo de festín a las moscas que zumbaban encima y se respiraba un olor fuerte y desagradable. ¿Cuántos días llevaba el ama dejando comida sin advertir que la del día anterior seguía intacta? Contó los platos y las tazas y frunció el entrecejo. Entonces cayó en la cuenta de lo que había sucedido.
No llamó a la puerta. ¿Para qué? Fue al cobertizo a buscar un trozo de madera lo bastante fuerte para utilizarlo como ariete. Los golpes contra el roble, el crujido de los goznes al desgarrarse de la madera, bastaron para que todas, incluida el ama, acudiéramos al rellano. Cuando la apaleada puerta, semiarrancada de los goznes, cedió, oímos un zumbido de moscas y de la estancia escapó un terrible hedor que echó para atrás a Emmeline y al ama. Hasta John se llevó una mano a la boca y empalideció.
—Quedaos ahí —ordenó al tiempo que entraba en la habitación. Le seguí a uno pasos de distancia.
Levantando nubes de moscas a nuestro paso, sorteamos con tiento los restos de comida putrefacta que inundaban el suelo del antiguo cuarto de los niños. Charlie había estado viviendo como un animal. Había platos sucios cubiertos de moho en el suelo, en la repisa de la chimenea, en las sillas y en la mesa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Con la punta del ariete que todavía sostenía en la mano John la empujó despacio y una rata asustada pasó corriendo por encima de nuestros pies. La escena era truculenta. Más moscas, más comida en descomposición y lo peor de todo: el hombre había devuelto. Una montaña de vómito reseco, salpicado de moscas, se había incrustado en la alfombra. Sobre la mesita de noche había una pila de pañuelos ensangrentados y la vieja aguja de zurcir del ama.
En la cama no había nada. Solo sábanas roñosas manchadas de sangre y otras inmundicias humanas.
John y yo no hablamos. Tratábamos de no respirar, pero cuando por necesidad aspirábamos por la boca, el repugnante aire se nos quedaba atascado en la garganta, provocándonos arcadas. Lo peor, no obstante, estaba por venir. Quedaba otra habitación. John necesitó hacer acopio de todo su valor para abrir la puerta del cuarto de baño. Antes de que cediera del todo ya pudimos detectar el horror que ocultaba. Mi piel pareció olerlo antes que mi nariz y un sudor frío me recorrió el cuerpo. El estado del retrete era atroz. La tapa, aunque bajada, no conseguía retener del todo las heces que lo desbordaban. Pero eso no era nada, porque en la bañera —John dio un brusco paso atrás y me habría pisado si en ese momento yo misma no hubiera retrocedido otros dos pasos—, había una bazofia oscura de emanaciones corporales cuya fetidez hizo que saliéramos disparados del cuarto de baño, sorteando moscas y excrementos de rata, echáramos a correr por el pasillo y bajáramos las escaleras como flechas hasta el jardín. Devolví. En comparación con lo que había visto, mi vómito amarillento se me antojó fresco, limpio y dulce en la hierba verde.
—Tranquila —dijo John, y me dio unas palmaditas en la espalda con una mano todavía temblorosa.
El ama, que nos había seguido con toda la rapidez que le permitían sus pies, caminó por el césped hasta nosotros con el semblante plagado de preguntas. ¿Qué podíamos decirle? Habíamos encontrado la sangre de Charlie.
Habíamos encontrado la mierda de Charlie, la orina de Charlie y el vómito de Charlie, pero ¿dónde estaba Charlie?
—No está —le dijimos—. Se ha ido.
*************
Regresé a mi habitación pensando en el relato. Era curioso en más de un aspecto. Estaba, naturalmente, la desaparición de Charlie, que daba un interesante giro a los acontecimientos y me hizo pensar en los anuarios y esa extraña abreviatura: DF. Pero había algo más. ¿Sabía ella que me había dado cuenta? Había intentado disimularlo, pero me había dado cuenta. Ese día la señorita Winter había dicho « yo».
*******************
En mi habitación, sobre la bandeja y junto a los sándwiches de jamón, encontré un sobre marrón grande. El señor Lomax, el abogado, había contestado a mi carta a vuelta de correo. Acompañando su breve pero amable nota había copias del contrato de Hester, que ojeé por encima y dejé a un lado; de una carta de recomendación de una tal lady Blake de Nápoles que hablaba de manera muy favorable de las aptitudes de Hester y, lo más interesante de todo, de una carta de aceptación de la oferta de empleo escrita por la propia Hester.
Estimado doctor Maudsley:
Le agradezco la oferta de trabajo que tan amablemente me hace.
Será un placer para mí incorporarme al puesto de Angelfield el 19 de abril, como usted propone.
He hecho indagaciones y, al parecer, los trenes solo llegan a Banbury. Tal vez pueda aconsejarme sobre la mejor forma de trasladarme a Angelfield desde allí. Llegaré a la estación de Banbury a las diez y media.
Atentamente,
HESTER BARROW
Se advertía la firmeza de las robustas mayúsculas, la regularidad de la inclinación de las letras, la fluidez de los comedidos rizos de las « g» y las « y» . El tamaño de la carta era el justo: lo bastante leve para permitir ahorro de tinta y papel y lo bastante extensa para ser clara. No había adornos. Tampoco intrincados bucles ni florituras. La belleza de la caligrafía provenía de la sensación de orden, equilibrio y proporción que regía cada carácter. Era una letra pulcra y clara. Era Hester hecha palabra.
En el ángulo superior derecho aparecía una dirección de Londres.
« Bien —pensé—. Ahora ya puedo encontrarte» .
Alcancé un folio y antes de ponerme a transcribir redacté una carta para el genealogista que papá me había recomendado. Era una carta más bien larga; tenía que presentarme, pues seguro que el hombre ignoraba que el señor Lea tenía una hija; tenía que mencionar el asunto de los almanaques para justificar mi petición de sus servicios; tenía que enumerarle todo lo que sabía de Hester: Nápoles, Londres, Angelfield. El mensaje de mi carta, con todo, era simple. Encuéntrela.
Después de Charlie
La señorita Winter no hizo comentario alguno sobre mis contactos con su abogado, aunque no me cabe duda de que estaba al corriente de todo ya que los documentos que solicité no me habrían sido facilitados sin su consentimiento. Me pregunté si ella lo veía como una manera de hacer trampas, como ese « adelantarse en la historia» que tanto desaprobaba, pero el día que recibí las copias del señor Lomax y envié al genealogista mi carta pidiéndole ayuda, la señorita Winter no dijo una palabra al respecto, simplemente retomó la historia donde la había dejado como si esos intercambios de información por correo no se estuvieran produciendo.
******************
Charlie era la segunda pérdida. La tercera contando a Isabelle, aunque a efectos prácticos ya la habíamos perdido hacía dos años, así que ella no contaba. John estaba más afectado por la desaparición de Charlie que por la de Hester. Tal vez Charlie fuera un ermitaño, un excéntrico, pero era el señor de la casa. Cuatro veces al año, a la sexta o séptima insistencia, garabateaba su firma en una hoja de papel y el banco cedía fondos para que la casa siguiera funcionando. Y ya no estaba. ¿Qué pasaría con la casa? ¿Qué harían para conseguir dinero?
John pasó unos días espantosos. Se había empeñado en limpiar las habitaciones de los niños —« De lo contrario enfermaremos todos» —, y cuando el hedor se le hacía intolerable se sentaba en los escalones de fuera y aspiraba el aire limpio del jardín como un hombre recién salvado de morir ahogado. Por la noche se daba largos baños en los que gastaba una pastilla de jabón y se restregaba hasta que la piel le quedaba rosada y brillante. Se enjabonaba incluso las fosas nasales.
Y cocinaba. Habíamos observado que el ama perdía la noción del tiempo en medio de la preparación de sus platos. Las verduras hervían hasta hacerse una pasta y luego se calcinaban en el fondo de la cacerola. La casa tenía un olor permanente a comida carbonizada. Así que un día encontramos a John en la cocina. Las manos que siempre habíamos visto sucias, desenterrando patatas, enjuagaban esos tubérculos amarillos en agua, los pelaban y trajinaban con tapaderas en los fogones. Comíamos buena carne o pescado con abundantes verduras, bebíamos té fuerte y caliente. El ama se sentaba en un rincón de la cocina, aparentemente ajena al hecho de que esas solían ser sus tareas. Después de fregar los platos, cuando caía la noche, John y el ama se quedaban charlando ante la mesa de la cocina. Sus inquietudes eran siempre las mismas. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo iban a sobrevivir? ¿Qué sería de todos nosotros?
—No te preocupes, ya saldrá —dijo el ama.
¿Salir? John suspiró y meneó la cabeza. Ya había oído eso otras veces.
—No está, ama. Se ha ido. ¿Es que ya lo has olvidado?
—Con que se ha ido, ¿eh? —El ama negó con la cabeza y rompió a reír, como si John acabara de contarle un chiste.
El día en que se enteró de la desaparición de Charlie el suceso había pasado rozando por su conciencia, pero no había encontrado un lugar donde aposentarse. Los pasadizos, corredores y escaleras de su mente, que conectaban sus pensamientos pero también los mantenían separados, estaban socavados. El ama tomaba por un extremo el hilo de un pensamiento, lo seguía a través de boquetes en las paredes, se adentraba en túneles que se abrían bajo sus pies y hacía paradas vagas, presa del desconcierto: ¿no había algo…? ¿No había estado…? Cuando pensaba en Charlie, encerrado en el cuarto de los niños enloquecido de dolor por la muerte de su adorada hermana, caía sin darse cuenta por una trampilla en el tiempo y aterrizaba en el recuerdo del padre recién enviudado, recluido en la biblioteca para llorar la pérdida de su esposa.
—Sé cómo sacarlo de allí —dijo con un guiño—. Le llevaré a la niña. Eso le hará reaccionar. Ahora que lo pienso, voy a ver si la pequeña está bien.
John no volvió a explicarle que Isabelle había muerto, pues eso solo generaría en el ama una dolorosa impresión y preguntas sobre el cómo y el porqué.
—¿Un manicomio? —exclamaría atónita—. ¿Por qué nadie me dijo que la señorita Isabelle estaba en un manicomio? ¡No quiero ni pensar en su pobre padre! ¡Con lo que la adora! La noticia lo matará.
Y durante horas el ama se perdería por los desvencijados pasadizos del pasado, apenándose por antiguas tragedias como si hubiesen ocurrido la víspera y olvidándose de los pesares de aquel día. John ya había pasado por eso media docena de veces y no se veía con ánimos de vivirlo otra vez.
Lentamente el ama se levantó; arrastrando con dificultad un pie después de otro salió de la cocina para ir a ver a la niña que durante los años que su memoria ya no recordaba había crecido, se había casado, había tenido gemelas y había fallecido. John no la detuvo. Olvidaría adónde se dirigía antes de alcanzar la escalera. Pero de espaldas a ella hundió la cabeza entre sus manos y suspiró.
¿Qué podía hacer con respecto a Charlie, con respecto al ama con respecto a todo? Ésa era la preocupación constante de John. Transcurrida una semana las habitaciones de los niños ya estaban limpias y una especie de plan había surgido de tantas noches de reflexión. No habían tenido noticias de Charlie, ni cercanas ni lejanas. Nadie lo había visto marcharse y nadie ajeno a la casa sabía que se había marchado. Dados sus hábitos ermitaños, tampoco era probable que alguien se percatara de su ausencia. ¿Estaba en la obligación —se preguntaba John— de informar al médico o al abogado de la desaparición de Charlie? Se hacía esa pregunta una y otra vez, y todas las veces se decía que la respuesta era no. Un hombre estaba en su perfecto derecho de abandonar su hogar si así lo decidía, y de marcharse sin informar a sus empleados de su destino. John no veía beneficio alguno en contárselo al médico, cuya última intervención en la casa solo había implicado problemas, y en cuanto al abogado…
Aquí la reflexión en voz alta de John se volvía más pausada y compleja, pues si Charlie no volvía, ¿quién iba a autorizar las retiradas de dinero del banco? En el fondo sabía que si la desaparición de Charlie se alargaba no le quedaría más remedio que involucrar al abogado, pero así y todo… Su renuencia era comprensible. En Angelfield habían vivido durante años de espaldas al mundo. Hester había sido la única persona extraña que había entrado en su universo, ¡y mira lo que había ocurrido! Además, los abogados le inspiraban desconfianza. John no tenía nada en contra del señor Lomax, que parecía un tipo decente y razonable, pero no se veía capaz de confiar los problemas de la casa a un profesional que obtenía sus ingresos metiendo la nariz en los asuntos privados de los demás. Además, si la ausencia de Charlie llegaba a ser de dominio público, como ya lo era su rareza, ¿accedería el abogado a poner su firma en los documentos bancarios de Charlie para que John y el ama pudieran seguir pagando las cuentas de la comida? No. Sabía lo suficiente de abogados para comprender que no sería tan sencillo. John arrugaba la frente al imaginarse al señor Lomax en la casa, abriendo puertas, hurgando en armarios, escudriñando cada recodo y cada sombra cultivada con esmero en el universo de la casa Angelfield. No terminaría nunca. Además, el abogado solo necesitaría aparecer una vez para advertir que el ama no estaba bien. Insistiría en hacer llamar al médico. Sucedería lo mismo que había pasado con Isabelle y Adeline.
Se la llevarían. ¿Qué bien podía reportarles eso? No. Acababan de deshacerse de un extraño; no era buen momento para invitar a otro. Era mucho más seguro lidiar con los asuntos privados en privado. Y eso significaba, tal y como estaban las cosas, que debía lidiar con la situación él solo. No había prisa. La última retirada de fondos se había realizado hacía tan solo unas semanas, de modo que todavía tenían dinero. Además, Hester se había marchado sin recoger su sueldo, así que disponían de dinero en efectivo si no escribía reclamándolo y la situación se volvía desesperada. No era preciso comprar mucha comida, ya que en el huerto había hortalizas y fruta para alimentar a un ejército y los bosques estaban llenos de urogallos y faisanes. Y si era necesario, si se producía una emergencia o una calamidad (John no sabía muy bien qué quería decir con eso; ¿acaso no era una calamidad todo lo que ya habían padecido?, ¿era posible que estuviera por venir algo peor?, en cierto modo así lo creía), sabía de alguien que aceptaría discretamente algunas cajas de clarete de la bodega a cambio de uno o dos chelines.
—Estaremos bien durante un tiempo —le comentó al ama disfrutando de un cigarrillo una noche en la cocina—. Probablemente podamos apañarnos durante cuatro meses si somos prudentes. Después no sé qué haremos. Ya se verá.
Era un intento de conversación que le reconfortaba, pero por más que había dejado de esperar respuestas coherentes del ama la costumbre de hablarle estaba tan afianzada en él que no podía abandonarla sin más, así que seguía sentándose al otro lado de la mesa de la cocina para compartir sus pensamientos, sus sueños y sus preocupaciones con ella. Y cuando ella contestaba —una serie de palabras sin ton ni son— John daba vueltas a sus respuestas tratando de encontrar la relación con sus preguntas. Pero el laberinto dentro de la cabeza del ama era demasiado complejo para que John pudiera navegar por él, y el hilo que la llevaba de una palabra a la siguiente se le había escurrido de los dedos en la oscuridad.
John seguía cosechando alimentos en el huerto. Cocinaba, cortaba la carne en el plato del ama y le metía trocitos diminutos en la boca. Le vertía el té helado y le preparaba otra taza fría. No era carpintero pero clavaba tablas nuevas sobre las podridas, mantenía vacías las ollas de las estancias principales y subía al desván para examinar los agujeros del tejado sin dejar de rascarse la cabeza. « Tenemos que arreglarlo» , comentaba en un tono resuelto, pero no estaba lloviendo mucho y tampoco nevaba, así que ese trabajo podía esperar. Había tanto que hacer. John lavaba las sábanas y la ropa, que se secaban tiesas y pegajosas por los restos de jabón en escamas. Despellejaba conejos, desplumaba faisanes y los asaba. Fregaba los platos y limpiaba el fregadero. Sabía qué había que hacer. Se lo había visto hacer al ama cientos de veces.
De vez en cuando pasaba media hora en el jardín de las figuras, pero no conseguía disfrutar del momento. El placer de estar allí se veía ensombrecido por la intranquilidad de lo que pudiera estar sucediendo dentro de la casa en su ausencia. Además, para hacerlo bien necesitaba más tiempo del que podía dedicarle. Al final, la única zona del jardín que mantenía en buen estado era el huerto. Del resto se desentendió.
Una vez que nos acostumbramos, conseguimos que nuestra nueva existencia gozara de cierto desahogo. La bodega demostró ser una fuente de ingresos sólida y discreta, y con el paso del tiempo nuestro estilo de vida empezó a parecer sostenible. Tanto mejor si Charlie seguía ausente. Desaparecido, ni vivo ni muerto, no podía hacer daño a nadie.
De modo que no le revelé a nadie mi descubrimiento.
En el bosque había una cabaña. Abandonada desde hacía muchísimo tiempo, tomada por los espinos y rodeada de ortigas, era el lugar al que solían ir Charlie e Isabelle. Cuando Isabelle ingresó en el manicomio, Charlie siguió yendo a su refugio; yo lo sabía porque lo había visto allí, lloriqueando, grabándose cartas de amor en los huesos con aquella vieja aguja. Sin duda aquél era el lugar, así que cuando Charlie desapareció, yo había vuelto a la cabaña. Me escurrí entre las zarzas y la vegetación colgante que ocultaba la entrada a un ambiente de putrefacción y allí, en la penumbra, lo vi. Desplomado en un rincón, con la pistola a un lado y la mitad del rostro reventado. Reconocí la otra mitad, pese a los gusanos. No había duda de que era Charlie. Reculando, crucé la puerta sin importarme las ortigas y los espinos. Estaba deseando quitarme a Charlie de la vista, pero su imagen me persiguió, y por mucho que corría no lograba escapar a su mirada tuerta y hueca.
¿Dónde encontrar consuelo?
Sabía que había una casa. Una pequeña casa en el bosque. Había robado comida allí una o dos veces. Fui hasta ella y me escondí junto a la ventana mientras recuperaba el aliento, conocedora de que estaba cerca de la vida corriente. Cuando dejé de resoplar me asomé al cristal y vi a una mujer tejiendo en una butaca. Aunque ella ignoraba que yo estaba allí, su presencia me sosegó. Me quedé observándola, limpiando mis ojos, hasta que la imagen del cuerpo de Charlie se diluyó y mi corazón recuperó su ritmo normal. Regresé a Angelfield. Y no se lo conté a nadie. Estábamos mejor así. Además, a él poco podía importarle ya. Charlie fue el primero de mis fantasmas.
*************************
Tenía la sensación de que el coche del médico estaba siempre frente a la casa de la señorita Winter. Cuando llegué por primera vez a Yorkshire el doctor Clifton aparecía cada tres días, luego empezó a presentarse cada dos días, después cada día y ahora la visitaba dos veces al día. Yo estudiaba detenidamente a la señorita Winter. Conocía la situación. La señorita Winter estaba enferma. La señorita Winter se estaba muriendo. Sin embargo, cuando me relataba su historia parecía recurrir a un pozo de fortaleza al que la edad y la enfermedad no podían afectar. Me expliqué la paradoja diciéndome que lo que la mantenía viva eran los cuidados constantes del médico.
Y, sin embargo, de una forma que me pasó inadvertida, la señorita Winter había estado sufriendo un serio deterioro. ¿Pues qué otra cosa podía explicar el repentino anuncio de Judith una mañana? De manera totalmente inesperada me dijo que la señorita Winter se encontraba demasiado delicada para poder reunirse conmigo, y que durante uno o dos días no sería capaz de acudir a nuestras entrevistas. Por tanto, sin nada que hacer allí, podía tomarme unas pequeñas vacaciones.
—¿Vacaciones?
Después de la que había montado por haberme ausentado unos días, lo último que esperaba era que la señorita Winter me propusiera unas vacaciones. ¡Y a tan solo unas semanas de Navidad!
Judith, aunque se sonrojó, no me dio más explicaciones. Algo no iba bien. Me estaban quitando de en medio.
—Si lo desea, puedo hacerle la maleta —se ofreció. Esbozó una sonrisa de disculpa, consciente de que yo sabía que me estaba ocultando algo.
—Puedo hacérmela yo. —La irritación me volvía cortante.
—Hoy Maurice tiene el día libre, pero el doctor Clifton la acompañará a la estación.
Pobre Judith. Detestaba el engaño y no se le daban bien las evasivas.
—¿Y la señorita Winter? Me gustaría comentar algo con ella antes de irme.
—¿La señorita Winter? Me temo que…
—¿No quiere verme?
—No puede verla. —El alivio se dibujó en su rostro y la sinceridad resonó en su voz cuando al fin pudo decir algo que era cierto—. Créame, señorita Lea, sencillamente no puede.
Fuera lo que fuese aquello que Judith trataba de ocultarme, también lo sabía el doctor Clifton.
—¿En qué barrio de Cambridge está la tienda de su padre? —quiso saber, y —: ¿Su padre toca historia de la medicina?
Le contesté lacónicamente, más interesada en mis preguntas que en las suyas, y al cabo de un rato sus esfuerzos por entablar una conversación cesaron. Al entrar en Harrogate, el ambiente en el coche estaba impregnado del silencio opresivo de la señorita Winter.
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura Octubre 2018
que capítulos tan mas emocionantes, no fue nada bueno que separan a las gemelas, y la desaparición de Hester esta muy rara, como estuvo eso de que vio a las niñas juntas, y la pregunta de Winter que si cree en fantasmas, me estoy imaginando cada cosa, y luego esta la manera en que vivía Charly, como es posible que no se dieran cuenta antes del estado en que se encontraba la habitación y él se suicido.
gracias
gracias
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura Octubre 2018
Otra vez en Angelfield
El día anterior, en el tren, había imaginado actividad y ruido: instrucciones lanzadas a voz en grito y brazos enviando mensajes en un apremiante código de señales; grúas, lentas y lastimosas; unas piedras chocando contra otras. En lugar de eso, cuando llegué a la verja de la casa del guarda y miré hacia el edificio en demolición todo era calma y silencio.
Había poco que ver; la neblina que flotaba en el aire volvía invisible todo aquello que se encontraba más allá de un metro. Hasta el sendero parecía borroso. Mis pies tan pronto aparecían como desaparecían. Levanté la cabeza y avancé a ciegas, siguiendo el sendero según lo recordaba de mi última visita y de las descripciones de la señorita Winter. Mi mapa mental se ajustó bien a la realidad: llegué al jardín exactamente cuando lo esperaba. Las oscuras figuras de los tejos parecían un decorado nebuloso, aplanado en dos dimensiones por la lisura del fondo. Cual etéreos bombines, dos siluetas abombadas flotaban sobre la espesa neblina y los troncos que las sostenían desaparecían en el blanco inferior. Sesenta años los habían cubierto de maleza y los habían deformado, pero un día como aquél era fácil imaginar que era la neblina la que atenuaba la geometría de las formas y que cuando se elevara aparecería el jardín de antaño, con toda su perfección matemática, ubicado en los terrenos no de un edificio en demolición o en ruinas, sino de una casa intacta.
Medio siglo, inconsistente como el agua suspendida en el aire, estaba a punto de evaporarse con el primer rayo de sol invernal. Me acerqué la muñeca a los ojos y miré la hora. Había quedado con Aurelius, pero ¿cómo iba a encontrarlo bajo esa neblina? Podría vagar por ella eternamente y no verlo aunque pasara a medio metro de mí. Grité:
—¡Hola!
Y hasta mí llegó una voz masculina.
—¡Hola! Era imposible determinar si Aurelius se encontraba cerca o lejos.
—¿Dónde estás?
Me lo imaginé escudriñando la neblina en busca de algún punto de referencia.
—Cerca de un árbol. —Sus palabras sonaron sordas.
—Yo también —grité a mi vez—. No creo que tu árbol sea el mismo que el mío. Te oigo demasiado lejos.
—Pues tú pareces estar muy cerca.
—¿En serio? ¿Por qué no te quedas donde estás y sigues hablando hasta que dé contigo?
—¡Claro! ¡Qué gran idea! Pero tengo que pensar en algo que decir, ¿no? Qué difícil es hablar por obligación, con lo fácil que parece siempre… Últimamente estamos teniendo un tiempo horrible. Nunca había visto una nebulosidad como ésta.
Y Aurelius siguió pensando en voz alta mientras yo me adentraba en una nube y seguía el hilo de su voz.
Fue entonces cuando la vi. Una sombra que pasó por mi lado, pálida en la luz acuosa. Creo que sabía que no era Aurelius. De repente reparé en los latidos de mi corazón y alargué una mano, en parte asustada, en parte esperanzada. La figura me esquivó y desapareció.
—¿Aurelius? —Mi voz me salió trémula incluso para mis oídos.
—¿Sí?
—¿Sigues ahí?
—Claro.
Su voz llegaba de la dirección equivocada. ¿Qué había visto? A Aurelius desde luego que no. Probablemente había sido un efecto de la niebla. Temiendo lo que todavía podría ver si aguardaba, me quedé muy quieta, escudriñando el aire acuoso, deseando que la figura apareciera de nuevo.
—¡Ajá, aquí estás! —tronó una voz a mi espalda. Aurelius. Cuando me di la vuelta, me agarró por los hombros con sus manos con mitones—. Válgame el cielo, Margaret, estás blanca como el papel. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!
Nos adentramos en el jardín. Con el abrigo, Aurelius parecía más alto y ancho de lo que era en realidad. A su lado, con mi gabardina color gris neblina, me sentía casi incorpórea.
—¿Cómo va tu libro?
—Por ahora solo son notas. Entrevistas con la señorita Winter. E indagaciones.
—Hoy toca indagar, ¿eh?
—Sí.
—¿Qué necesitas saber?
—Solo quiero hacer algunas fotos. Aunque me temo que el tiempo no está de mi parte.
—Dentro de una hora gozarás de buena visibilidad. La neblina no durará mucho.
Fuimos a parar a una especie de senda flanqueada por conos tan anchos que casi formaban un seto.
—¿Por qué vienes a este lugar, Aurelius?
Caminamos pausadamente hasta el final del sendero y penetramos en un espacio donde parecía que solo hubiera niebla. Al llegar a un muro de tejos de una altura que duplicaba la de Aurelius, lo bordeamos. Divisé destellos en la hierba y las hojas; el sol había salido. La humedad del aire comenzó a evaporarse y el campo de visibilidad creció por minutos. Nuestro muro de tejos nos había llevado en círculo dentro de un espacio vacío; habíamos regresado al sendero por el que habíamos entrado.
Cuando mi pregunta se me antojó tan perdida en el tiempo que ni siquiera estaba segura de haberla formulado, Aurelius respondió:
—Nací aquí.
Me paré en seco. Aurelius siguió andando, ajeno al impacto que sus palabras habían tenido en mí. Corrí hasta darle alcance.
—¡Aurelius! —Le agarré de la manga del abrigo—. ¿En serio? ¿De verdad naciste aquí?
—Sí.
—¿Cuándo? Esbozó una sonrisa extraña, triste.
—El día de mi cumpleaños.
Sin detenerme a reflexionar, insistí:
—Vale, pero ¿cuándo?
—Un día de enero, probablemente. O puede que de febrero. O hasta puede que de finales de diciembre. Hace unos sesenta años. Me temo que no sé nada más.
Fruncí el entrecejo, recordé lo que me había contado sobre la señora Love y el hecho de que no tenía madre. Pero ¿cuál ha de ser la situación de un niño adoptado para que sepa tan poco sobre sus circunstancias originales que incluso desconozca qué día nació?
—¿Me estás diciendo, Aurelius, que eres un expósito?
—Sí, eso es justamente lo que soy. Un expósito.
Me quedé sin habla.
—Supongo que acabas acostumbrándote —dijo, y lamenté que él tuviera que consolarme a mí por su pérdida.
—¿En serio?
Me estudió con curiosidad, preguntándose hasta dónde debía contarme.
—No, en realidad no —dijo.
Con los pasos lentos y pesados de los enfermos, reanudamos nuestro paseo. La neblina casi se había disipado. Las formas mágicas de las figuras del jardín habían perdido su encanto y volvían a mostrarse como los arbustos y setos desatendidos que eran.
—De modo que fue la señora Love quien… —empecé.
—Me encontró. Sí.
—¿Y tus padres…?
—Ni idea.
—Pero ¿sabes que naciste aquí, en esta casa?
Aurelius hundió las manos en las profundidades de los bolsillos y tensó los hombros.
—No espero que nadie más lo entienda. No tengo pruebas. Pero lo sé. —Me lanzó una mirada rauda y con mi mirada le alenté a continuar—. A veces podemos saber cosas. Cosas de nosotros que sucedieron antes de lo que somos capaces de recordar. No sé cómo explicarlo.
Asentí y Aurelius prosiguió:
—La noche en que me encontraron hubo un gran incendio aquí. Me lo contó la señora Love cuando yo tenía nueve años. Pensó que debía hacerlo, por el olor a humo que tenían mis ropas cuando me encontró. Más tarde vine para echar un vistazo. Y desde entonces he estado viniendo. Luego busqué la noticia del incendio en los archivos del periódico local. Sea como fuere…
Su voz poseía la levedad de alguien que está contando algo tremendamente importante. Un historia tan preciada que había que frivolizarla para disimular su trascendencia por si el oyente no estaba dispuesto a escuchar.
—Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. « Ésta es mi casa» , me dije. « Procedo de este lugar» . Estaba seguro. Lo sabía.
Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.
—Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.
—Te creo —dije.
Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.
Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.
—Te creo —repetí con la lengua repleta de todas esas palabras—. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.
¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.
—¿Has visto eso, Aurelius?
Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.
—¿Qué? No, no he visto nada.
Ya no estaba. O quizá nunca había estado. Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.
—¿Tienes una fecha de cumpleaños? —preguntó Aurelius.
—Sí, tengo una fecha de cumpleaños.
Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.
—La anotaré —dijo animadamente—. Así podré enviarte una tarjeta.
Fingí una sonrisa.
—Ya falta muy poco.
Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.
—El día diecinueve —le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.
El día anterior, en el tren, había imaginado actividad y ruido: instrucciones lanzadas a voz en grito y brazos enviando mensajes en un apremiante código de señales; grúas, lentas y lastimosas; unas piedras chocando contra otras. En lugar de eso, cuando llegué a la verja de la casa del guarda y miré hacia el edificio en demolición todo era calma y silencio.
Había poco que ver; la neblina que flotaba en el aire volvía invisible todo aquello que se encontraba más allá de un metro. Hasta el sendero parecía borroso. Mis pies tan pronto aparecían como desaparecían. Levanté la cabeza y avancé a ciegas, siguiendo el sendero según lo recordaba de mi última visita y de las descripciones de la señorita Winter. Mi mapa mental se ajustó bien a la realidad: llegué al jardín exactamente cuando lo esperaba. Las oscuras figuras de los tejos parecían un decorado nebuloso, aplanado en dos dimensiones por la lisura del fondo. Cual etéreos bombines, dos siluetas abombadas flotaban sobre la espesa neblina y los troncos que las sostenían desaparecían en el blanco inferior. Sesenta años los habían cubierto de maleza y los habían deformado, pero un día como aquél era fácil imaginar que era la neblina la que atenuaba la geometría de las formas y que cuando se elevara aparecería el jardín de antaño, con toda su perfección matemática, ubicado en los terrenos no de un edificio en demolición o en ruinas, sino de una casa intacta.
Medio siglo, inconsistente como el agua suspendida en el aire, estaba a punto de evaporarse con el primer rayo de sol invernal. Me acerqué la muñeca a los ojos y miré la hora. Había quedado con Aurelius, pero ¿cómo iba a encontrarlo bajo esa neblina? Podría vagar por ella eternamente y no verlo aunque pasara a medio metro de mí. Grité:
—¡Hola!
Y hasta mí llegó una voz masculina.
—¡Hola! Era imposible determinar si Aurelius se encontraba cerca o lejos.
—¿Dónde estás?
Me lo imaginé escudriñando la neblina en busca de algún punto de referencia.
—Cerca de un árbol. —Sus palabras sonaron sordas.
—Yo también —grité a mi vez—. No creo que tu árbol sea el mismo que el mío. Te oigo demasiado lejos.
—Pues tú pareces estar muy cerca.
—¿En serio? ¿Por qué no te quedas donde estás y sigues hablando hasta que dé contigo?
—¡Claro! ¡Qué gran idea! Pero tengo que pensar en algo que decir, ¿no? Qué difícil es hablar por obligación, con lo fácil que parece siempre… Últimamente estamos teniendo un tiempo horrible. Nunca había visto una nebulosidad como ésta.
Y Aurelius siguió pensando en voz alta mientras yo me adentraba en una nube y seguía el hilo de su voz.
Fue entonces cuando la vi. Una sombra que pasó por mi lado, pálida en la luz acuosa. Creo que sabía que no era Aurelius. De repente reparé en los latidos de mi corazón y alargué una mano, en parte asustada, en parte esperanzada. La figura me esquivó y desapareció.
—¿Aurelius? —Mi voz me salió trémula incluso para mis oídos.
—¿Sí?
—¿Sigues ahí?
—Claro.
Su voz llegaba de la dirección equivocada. ¿Qué había visto? A Aurelius desde luego que no. Probablemente había sido un efecto de la niebla. Temiendo lo que todavía podría ver si aguardaba, me quedé muy quieta, escudriñando el aire acuoso, deseando que la figura apareciera de nuevo.
—¡Ajá, aquí estás! —tronó una voz a mi espalda. Aurelius. Cuando me di la vuelta, me agarró por los hombros con sus manos con mitones—. Válgame el cielo, Margaret, estás blanca como el papel. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!
Nos adentramos en el jardín. Con el abrigo, Aurelius parecía más alto y ancho de lo que era en realidad. A su lado, con mi gabardina color gris neblina, me sentía casi incorpórea.
—¿Cómo va tu libro?
—Por ahora solo son notas. Entrevistas con la señorita Winter. E indagaciones.
—Hoy toca indagar, ¿eh?
—Sí.
—¿Qué necesitas saber?
—Solo quiero hacer algunas fotos. Aunque me temo que el tiempo no está de mi parte.
—Dentro de una hora gozarás de buena visibilidad. La neblina no durará mucho.
Fuimos a parar a una especie de senda flanqueada por conos tan anchos que casi formaban un seto.
—¿Por qué vienes a este lugar, Aurelius?
Caminamos pausadamente hasta el final del sendero y penetramos en un espacio donde parecía que solo hubiera niebla. Al llegar a un muro de tejos de una altura que duplicaba la de Aurelius, lo bordeamos. Divisé destellos en la hierba y las hojas; el sol había salido. La humedad del aire comenzó a evaporarse y el campo de visibilidad creció por minutos. Nuestro muro de tejos nos había llevado en círculo dentro de un espacio vacío; habíamos regresado al sendero por el que habíamos entrado.
Cuando mi pregunta se me antojó tan perdida en el tiempo que ni siquiera estaba segura de haberla formulado, Aurelius respondió:
—Nací aquí.
Me paré en seco. Aurelius siguió andando, ajeno al impacto que sus palabras habían tenido en mí. Corrí hasta darle alcance.
—¡Aurelius! —Le agarré de la manga del abrigo—. ¿En serio? ¿De verdad naciste aquí?
—Sí.
—¿Cuándo? Esbozó una sonrisa extraña, triste.
—El día de mi cumpleaños.
Sin detenerme a reflexionar, insistí:
—Vale, pero ¿cuándo?
—Un día de enero, probablemente. O puede que de febrero. O hasta puede que de finales de diciembre. Hace unos sesenta años. Me temo que no sé nada más.
Fruncí el entrecejo, recordé lo que me había contado sobre la señora Love y el hecho de que no tenía madre. Pero ¿cuál ha de ser la situación de un niño adoptado para que sepa tan poco sobre sus circunstancias originales que incluso desconozca qué día nació?
—¿Me estás diciendo, Aurelius, que eres un expósito?
—Sí, eso es justamente lo que soy. Un expósito.
Me quedé sin habla.
—Supongo que acabas acostumbrándote —dijo, y lamenté que él tuviera que consolarme a mí por su pérdida.
—¿En serio?
Me estudió con curiosidad, preguntándose hasta dónde debía contarme.
—No, en realidad no —dijo.
Con los pasos lentos y pesados de los enfermos, reanudamos nuestro paseo. La neblina casi se había disipado. Las formas mágicas de las figuras del jardín habían perdido su encanto y volvían a mostrarse como los arbustos y setos desatendidos que eran.
—De modo que fue la señora Love quien… —empecé.
—Me encontró. Sí.
—¿Y tus padres…?
—Ni idea.
—Pero ¿sabes que naciste aquí, en esta casa?
Aurelius hundió las manos en las profundidades de los bolsillos y tensó los hombros.
—No espero que nadie más lo entienda. No tengo pruebas. Pero lo sé. —Me lanzó una mirada rauda y con mi mirada le alenté a continuar—. A veces podemos saber cosas. Cosas de nosotros que sucedieron antes de lo que somos capaces de recordar. No sé cómo explicarlo.
Asentí y Aurelius prosiguió:
—La noche en que me encontraron hubo un gran incendio aquí. Me lo contó la señora Love cuando yo tenía nueve años. Pensó que debía hacerlo, por el olor a humo que tenían mis ropas cuando me encontró. Más tarde vine para echar un vistazo. Y desde entonces he estado viniendo. Luego busqué la noticia del incendio en los archivos del periódico local. Sea como fuere…
Su voz poseía la levedad de alguien que está contando algo tremendamente importante. Un historia tan preciada que había que frivolizarla para disimular su trascendencia por si el oyente no estaba dispuesto a escuchar.
—Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. « Ésta es mi casa» , me dije. « Procedo de este lugar» . Estaba seguro. Lo sabía.
Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.
—Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.
—Te creo —dije.
Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.
Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.
—Te creo —repetí con la lengua repleta de todas esas palabras—. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.
¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.
—¿Has visto eso, Aurelius?
Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.
—¿Qué? No, no he visto nada.
Ya no estaba. O quizá nunca había estado. Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.
—¿Tienes una fecha de cumpleaños? —preguntó Aurelius.
—Sí, tengo una fecha de cumpleaños.
Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.
—La anotaré —dijo animadamente—. Así podré enviarte una tarjeta.
Fingí una sonrisa.
—Ya falta muy poco.
Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.
—El día diecinueve —le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.
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Re: Lectura Octubre 2018
El calcetín gris de la señora Love
Cuando empezó a llover nos subimos la capucha y corrimos a refugiarnos en la iglesia. En el porche bailamos una pequeña giga para sacudirnos las gotas del abrigo y entramos.
Nos sentamos en un banco cercano al altar, alcé la vista hasta el blanco techo abovedado y me quedé mirándolo hasta marearme.
—Háblame de cuando te encontraron —dije—. ¿Qué sabes al respecto?
—Sé lo que la señora Love me contó —respondió Aurelius—. Puedo contarte eso. Y no hay que olvidar lo de mi herencia.
—¿Tienes una herencia?
—Sí. No es mucho. No es lo que la gente suele considerar una herencia, pero así y todo… Ahora que lo pienso, puedo enseñártela más tarde.
—Me encantaría.
—Sí… Porque estaba pensando que a las nueve apenas se tiene hambre, pues se acaba de desayunar, ¿no crees? —Lo dijo con una mueca de pesar que se tornó en sonrisa con sus siguientes palabras—. Así que me dije, invita a Margaret al tentempié de las once. Bizcocho y café, ¿qué te parece? No te iría mal engordar un poco. Y entonces podría enseñarte mi herencia. Bueno, lo poco que hay que ver.
Acepté su invitación.
Aurelius se sacó las gafas del bolsillo y procedió a limpiarlas distraídamente con un pañuelo.
—Y ahora…
Lentamente, hizo una profunda inspiración; luego espiró despacio.
—Tal como me la contaron. La señora Love y su historia.
Su rostro adoptó una expresión neutra, señal de que, como hacen los cuentacuentos, estaba desapareciendo para dejar paso a la voz de la historia misma. Entonces comenzó a hablar, y desde sus primeras palabras pude oír, en las profundidades de su voz, la voz de la señora Love arrancada de la tumba por la evocación de su historia.
De su historia y la historia de Aurelius, y quizá la historia de Emmeline.
*****
Esa noche el cielo estaba negro como boca de lobo y se avecinaba tormenta. El viento silbaba entre las copas de los árboles y la lluvia azotaba las ventanas. Yo estaba tejiendo en esta butaca, junto al fuego, un calcetín gris, el segundo, y ya iba por la curva del talón. De repente un escalofrío me recorrió el cuerpo. No porque tuviera frío, ni mucho menos. En el cesto había una buena brazada de leña que había traído del cobertizo esa misma tarde y acababa de echar otro leño al fuego. De modo que no tenía frío, nada de frío, pero es cierto que pensé: « Menuda nochecita, me alegro de no ser un pobre desgraciado atrapado en la intemperie lejos de su casa» , y fue pensar en ese pobre desgraciado y sentir el escalofrío. Dentro de casa reinaba el silencio, solo se oía el crepitar del fuego, el clic clic de la agujas de tejer y mis suspiros. ¿Mis suspiros, te preguntas? Pues sí, mis suspiros. Porque no era feliz. Me había dado por rememorar, y eso es un mal hábito para una cincuentona. Tenía un fuego que me daba calor, un techo sobre mi cabeza y una cena caliente en el estómago, pero ¿era feliz? No. Así que ahí estaba, suspirando sobre mi calcetín gris mientras la lluvia seguía cayendo. Al rato me levanté para ir a buscar a la despensa un trozo de pastel de ciruelas sabroso y esponjoso, bañado con coñac. No imaginas cómo me levantó el ánimo. Pero cuando regresé y recogí las agujas, el corazón me dio un vuelco. ¿Y sabes por qué? ¡Porque había tejido dos talones! Eso me inquietó. Me inquietó mucho, porque yo soy cuidadosa cuando hago calceta, no una chapucera como mi hermana Kitty, y tampoco estaba medio ciega como mi pobre y anciana madre al final de sus días. Solo había cometido ese error dos veces en mi vida. La primera vez que hice un talón de más yo era aún una muchachita. Era una tarde soleada y estaba sentada junto a una ventana abierta, aspirando los aromas de todo lo que estaba floreciendo en el jardín. En esa ocasión era un calcetín azul. Para… bueno, para un joven mozo. Mi prometido. No te diré su nombre, no es necesario. El caso es que estaba soñando despierta. Menuda boba. Soñaba con vestidos blancos y tartas blancas y todas esas tonterías. Entonces bajé la vista y vi que había tejido el talón dos veces. Ahí estaba, claro como el día. Una caña en canalé, un talón, más canalé para el pie y luego… otro talón. Me eché a reír. No importaba. Solo tenía que deshacerlo. Acababa de sacar las agujas cuando vi que Kitty subía corriendo por el sendero del jardín. « ¿Qué demonios le pasa —pensé— con todas esas prisas?» . Tenía la cara blanca y en cuanto me vio por la ventana se detuvo en seco. Entonces supe que el problema no era suyo, sino mío. Abrió la boca, pero no pudo ni pronunciar mi nombre. Estaba llorando, y de repente lo soltó. Había habido un accidente. Mi prometido había salido con su hermano para perseguir a un urogallo en un coto privado. Alguien los vio y se asustaron; echaron a correr. Daniel, su otro hermano, llegó primero a los escalones de la cerca y saltó. Mi prometido se precipitó. La escopeta se le quedó atascada en la verja. Hubiera debido tranquilizarse, tomarse su tiempo. Oyó unos pasos a su espalda y le entró el pánico. Tiró de la escopeta. El resto no hace falta que te lo cuente, ¿verdad? Puedes imaginarlo. Deshice el punto. Todos esos nudos diminutos que haces uno detrás de otro, fila a fila, para tejer un calcetín, los deshice todos. Es fácil: sacas las agujas, das un pequeño tirón y se deshacen solos. Uno a uno, fila a fila. Deshice el talón de más y continué. El pie, el primer talón, el canalé de la caña. Todos esos puntos deshaciéndose mientras tiras de la lana. Finalmente no quedó nada por deshacer, solo una pila de lana azul arrugada en mi regazo. Se tarda poco en tejer un calcetín y mucho menos en deshacerlo. Supongo que hice un ovillo con la lana para poder tejer otra cosa, pero no lo recuerdo. La segunda vez que tejí dos talones estaba empezando a envejecer. Kitty y yo estábamos sentadas aquí, junto al fuego. Hacía un año que su marido había fallecido, y casi un año que ella se había venido a vivir conmigo. Se estaba recuperando bien, pensé. Últimamente sonreía más. Se interesaba por las cosas. Podía escuchar el nombre de su marido sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Yo estaba tejiendo —un estupendo par de escarpines de dormir para Kitty, de lana de cordero suavísima, de color rosa, a juego con el camisón— y ella tenía un libro en la falda. Era imposible que lo estuviera leyendo, porque dijo:
—Joan, has tejido dos talones.
Sostuve el punto en alto. Tenía razón.
—Caramba —exclamé.
Kitty dijo que si hubiera sido su labor de punto no le habría sorprendido. Ella siempre estaba haciendo talones de más o no hacía ninguno. En más de una ocasión había tejido para su marido un calcetín sin talón, solo con caña y puntera. Nos reímos. Pero estaba sorprendida, dijo. Esos despistes no eran propios de mí. Bueno, le dije, ya había cometido antes ese error. Una vez. Y le recordé lo que acabo de contarte, la historia de mi prometido. Mientras recordaba en voz alta deshice cuidadosamente el segundo talón y me dispuse a tejer la puntera. Para eso hace falta concentración y la luz empezaba a disminuir. El caso es que terminé la historia y mi hermana no dijo nada; supuse que estaba pensando en su marido. Era lógico, yo hablando de la pérdida que había sufrido tantos años atrás y ella con la suya tan reciente. No quedaba apenas luz para terminar la puntera como es debido, de modo que dejé la labor a un lado y levanté la vista.
—¿Kitty? —dije—. ¿Kitty? No obtuve respuesta. Por un momento pensé que dormía, pero no estaba durmiendo.
Parecía tan serena. Tenía una sonrisa dibujada en el rostro. Como si se alegrara de reunirse con él, con su marido. En el rato que yo había estado escudriñando el calcetín en la penumbra, relatando mi antigua historia, ella se había ido con él. Así pues, esa noche de cielo negro como boca de lobo me inquietó descubrir que había tejido dos talones. No me quedaba nadie a quien perder. Solo quedaba yo. Miré el calcetín; lana gris. Una cosa sencilla. Para mí. Probablemente no importaba, me dije. ¿Quién iba a echarme de menos? Nadie sufriría con mi partida, lo cual era una bendición. Y después de todo, yo por lo menos había tenido una vida, no como mi prometido. Recordaba el semblante de Kitty, con esa expresión feliz y serena. « No puede ser tan malo» , pensé. Me puse a deshacer el segundo talón. Para qué, te estarás preguntando. La verdad es que no quería que me encontraran con él. « Vieja torpe —me los imaginé diciendo—. La encontraron con el punto en la falda y adivina qué: había tejido dos talones» . No quería que dijeran eso, así que lo deshice. Y mientras lo hacía me fui preparando mentalmente para partir. No sé cuánto tiempo estuve así, pero en un momento dado un ruido logró abrirse paso hasta mis oídos. Procedía de fuera. Era un llanto, como el de un animal extraviado. Estaba absorta en mis pensamientos, sin esperar que nada se interpusiera entre mi final y yo, de modo que al principio no le hice caso. Pero volví a oírlo. Parecía que me estuviera llamando. Pues ¿quién más iba a oírlo en aquel lugar tan apartado? Pensé que a lo mejor era un gato que había perdido a su madre. Y aunque me estaba preparando para reunirme con mi Creador, la imagen del gatito con el pelaje empapado no me dejaba concentrarme. Entonces me dije que el hecho de que me estuviera muriendo no era razón para negar a una criatura de Dios un poco de alimento y calor. Y si te soy sincera, no me importaba la idea de tener una criatura viva a mi lado precisamente en aquel momento, así que fui hasta la puerta. ¿Y qué encontré? Debajo del porche, protegido de la lluvia, había ¡un bebé! Envuelto en una tela de lona, maullando como un gatito. Pobre chiquitín. Estabas aterido, mojado y hambriento. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Me agaché y te recogí; en cuanto me viste dejaste de llorar.
No me entretuve fuera. Querías comida y ropa seca, de modo que no, no me detuve mucho tiempo en el porche. Solo una mirada rápida. Nada en absoluto. Nadie en absoluto. Únicamente el viento agitando los árboles en la linde del bosque y —qué extraño— humo elevándose en el cielo, a la altura de Angelfield. Te estreché contra mí, entré en casa y cerré la puerta. En dos ocasiones había tejido dos talones en un calcetín, y en ambas había tenido la muerte cerca. Esa tercera vez era la vida la que había llamado a mi puerta. Eso me enseñó a no darle demasiada importancia a las coincidencias. Además, después ya no tuve tiempo para pensar en la muerte. Tenía que pensar en ti. Y vivimos felices y comimos perdices.
***********
Aurelius tragó saliva. Tenía la voz ronca y entrecortada. Las palabras habían salido de él como por ensalmo; palabras que había escuchado miles de veces de niño, repetidas en su interior durante décadas de adulto. Finalizada su historia nos quedamos callados, contemplando el altar. Fuera la lluvia seguía cayendo pausadamente. Aurelius estaba quieto como una estatua, si bien yo sospechaba que sus pensamientos eran todo menos sosegados. Eran muchas las cosas que podría haberle dicho, pero no dije nada. Aguardé a que regresara al presente a su ritmo. Cuando lo hizo, me habló:
—El problema es que ésa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta… Antes de que oyera el ruido en la noche… Antes de que… Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:
—Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia… significa que antes de eso… para que eso pueda ocurrir… por fuerza…
Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.
—Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que…
Ahí estaba.
El verbo.
La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.
Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius. « No me abandones» .
Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida.
—Es absurdo que aguardemos a que deje de llover —susurré—. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos.
—Sí —dijo él con un filo rasposo en la garganta—. Vamos.
—El problema es que ésa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta… Antes de que oyera el ruido en la noche… Antes de que… Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:
—Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia… significa que antes de eso… para que eso pueda ocurrir… por fuerza…
Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.
—Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que…
Ahí estaba.
El verbo.
La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.
Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius. « No me abandones» .
Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida.
—Es absurdo que aguardemos a que deje de llover —susurré—. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos.
—Sí —dijo él con un filo rasposo en la garganta—. Vamos.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Al Paso que voy dudo q logre alcanzarlas.
Jardines: bueno definitivamente cada cual con sus rarezas, pero esas gemes son caso aparte, realmente parecen desconectarse del mundo.
Jardines: bueno definitivamente cada cual con sus rarezas, pero esas gemes son caso aparte, realmente parecen desconectarse del mundo.
Última edición por yiany el Jue 25 Oct - 15:53, editado 1 vez
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yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
Tranquila, no hay apuroyiany escribió:Al Paso que voy dudo q logre alcanzarlas.
Jardines: bueno definitivamente cada cual con sus rarezas, pero esas gemes son caso aparte, realmente parecen desconectarse del mundo.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
La herencia
—Son dos kilómetros en línea recta —dij o señalando el bosque—, y un poco más por carretera.
Atravesamos el parque de ciervos y casi habíamos alcanzado el límite del bosque cuando oímos una voz. Era la voz de una mujer que, atravesando la lluvia, subía por el camino de grava hasta sus hijos y alcanzaba el parque.
—Te lo dije, Tom . Está muy mojado. No pueden trabajar cuando llueve tanto.
Decepcionados, los niños se habían detenido al ver las grúas y la maquinaria paradas. Con las gorras sobre sus rubias cabezas me era imposible distinguirlos. La mujer los alcanzó y la familia formó un círculo de impermeables para entablar un breve debate.
Aurelius observaba embelesado la escena fam iliar.
—Los he visto antes —dije—. ¿Sabes quiénes son?
—Una familia. Viven en The Street, en la casa del columpio. Karen cuida de los venados.
—¿Todavía se caza en esta zona?
—No, Karen solamente los cuida. Son una familia muy amable.
Los siguió envidioso con la mirada, después salió de su ensimismamiento negando con la cabeza.
—La señora Love fue muy buena conmigo —dijo— y y o la quería mucho. Todo eso otro… —Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se volvió hacia el bosque—. En fin, vamos a mi casa.
Al parecer la familia de impermeables, que se dirigía de nuevo hacia las verjas de la casa del guarda, había tomado la misma decisión.
Aurelius y y o atravesamos el bosque en silenciosa camaradería.
No había hojas que obstruyeran la luz, y las ramas, renegridas por la lluvia, atravesaban el cielo acuoso con su oscuridad. Alargando un brazo para apartar las ramas bajas, Aurelius hacía saltar gotas que se sumaban a las que venían del cielo. Llegamos hasta un árbol caído y, asomándonos a su interior, contemplamos el oscuro charco de lluvia que había reblandecido la corteza putrefacta hasta hacer de ella casi una pasta.
—Mi hogar —anunció Aurelius.
Era una pequeña casa de piedra. Aunque no había sido construida para resultar atractiva sino para resistir, sus líneas sencillas y sólidas eran agradables. La rodeamos. ¿Tenía cien o doscientos años? Era difícil determinarlo. No era la clase de casa a la que cien años pudieran cambiar demasiado. En la parte trasera había un anexo nuevo y espacioso, casi tan grande como la casa, ocupado enteramente por una cocina.
—Mi santuario —dij o al tiempo que me invitaba a pasar.
Un enorme horno de acero inoxidable, paredes blancas y dos neveras inmensas: una cocina de verdad para un cocinero de verdad.
Aurelius me acercó una silla y me senté junto a una mesa pequeña situada cerca de una librería. Los estantes estaban abarrotados de libros de cocina en francés, inglés e italiano. Sobre la mesa descansaba un libro diferente de los demás. Era un cuaderno grueso con las esquinas gastadas por el paso del tiempo, cubierto de un papel marrón casi transparente después de décadas de haber sido manipulado por dedos pringados de mantequilla. Alguien había escrito REZETAS en la tapa, con mayúsculas anticuadas, aprendidas en la escuela. Años después la misma persona había tachado la « Z» y escrito encima una « C» utilizando otra pluma.
—¿Puedo? —pregunté.
—Claro.
Abrí el cuaderno y empecé a hojearlo. Bizcocho Victoria, pan de dátiles y nueces, bollitos de mantequilla, pastel de jengibre, damas de honor, tarta de almendras, pastel de frutas… La ortografía y la letra mejoraban a medida que pasaba las páginas.
Aurelius giró una esfera del horno y, moviéndose con suma soltura, reunió sus ingredientes. En poco tiempo todo estuvo a su alcance, y alargaba el brazo para coger un tamiz o un cuchillo sin levantar siquiera la vista. Se movía en su cocina del mismo modo que un conductor cambia de marcha en su coche: el brazo se extendía suave, independiente, sabiendo exactamente qué hacer, mientras los ojos no se apartaban ni un segundo de lo que tenían justo delante: el cuenco donde estaba mezclando los ingredientes. Aurelius tamizaba harina, cortaba mantequilla en cuadraditos y rallaba cáscara de naranja con la misma naturalidad con que respiraba.
—¿Ves ese armario a tu izquierda? —dijo—. ¿Te importaría abrirlo? Pensando que quería un utensilio, abrí la puerta.
—Dentro encontrarás una bolsa colgada de un gancho.
Era una especie de cartera, vieja y de una forma curiosa. Los lados no estaban cosidos, sino simplemente remetidos. Se cerraba con una hebilla y tenía una correa de cuero larga y ancha, sujeta a cada lado con un cierre oxidado, que presumiblemente te permitía llevarla cruzada. El cuero estaba seco y agrietado, y la lona, tal vez caqui en otros tiem pos, solo mostraba el color de los años.
—¿Qué es? —pregunté.
Aurelius levantó la vista del cuenco un segundo.
—La bolsa en la que me encontró. Y siguió mezclando sus ingredientes.
¿La bolsa en la que lo encontró? Mis ojos viajaron lentamente de la cartera a Aurelius. Incluso encorvado sobre su masa medía más de metro ochenta. Recordé que la primera vez que lo vi me había parecido un gigante de cuento. Aquella correa ni siquiera alcanzaría para que pudiera cruzarse la cartera, pero hacía sesenta años había sido lo bastante pequeño para caber allí dentro. Mareada ante la idea de lo que el tiempo era capaz de hacer, volví a sentarme. ¿Quién había metido a un bebé en esa cartera hacía sesenta años? ¿Quién lo había envuelto en la lona, había cerrado la hebilla contra la lluvia y se había colgado la correa del hombro para llevarlo en medio de la noche a casa de la señora Love? Deslicé los dedos por los lugares que había tocado esa persona. La lona, la hebilla, la correa. Buscando un rastro, una pista, en braille, en tinta invisible o en código, que mis dedos pudieran descifrar si hubiera sabido cómo hacerlo. Pero no sabían.
—Es exasperante, ¿verdad?
Le oí deslizar algo en el horno y cerrar la puerta. Luego noté que lo tenía detrás, mirando por encima de mi hombro.
—Ábrela tú. Tengo las manos llenas de harina.
Desabroché la hebilla y desplegué la lona. La tela se abrió en un círculo en cuyo centro descansaba una maraña de papeles y harapos.
—Mi herencia —anunció.
Parecía un montón de basura esperando a ser arrojada a un cubo, pero él la miraba con la misma intensidad que un niño contempla un tesoro.
—Estas cosas constituyen mi historia —dijo—. Estas cosas me dicen quién soy. Sólo hay que… entenderlas. —Su desconcierto era profundo pero resignado—. Llevo toda mi vida intentando relacionarlas. Siempre me digo que si pudiera encontrar el hilo… Todo cobraría sentido. Mira esto, por ejemplo…
Era un trozo de tela. Hilo, en su momento blanco, entonces amarillo. Lo aparté del resto de las cosas y lo alisé. Llevaba bordado un dibujo de estrellas y flores también blanco, tenía cuatro botones de delicado nácar; era el vestido o el pelele de un recién nacido. Los vastos dedos de Aurelius flotaron sobre la diminuta prenda, deseando tocarla, temiendo mancharla de harina. En sus estrechas manguitas habría cabido poco más de un dedo.
—Es la ropa que llevaba puesta —explicó Aurelius.
—Es muy vieja.
—Tan vieja como y o, supongo.
—Más.
—¿Tú crees?
—Mira estos pespuntes de aquí… y éstos. Ha sido zurcida en más de una ocasión. Y este botón no coincide con el resto. Otros bebés llevaron esta prenda antes que tú.
Los ojos de Aurelius viajaron hasta mí y regresaron al retal de hilo, ávidos de información.
—También está esto. —Señaló una hoja impresa. Había sido arrancada de un libro y estaba muy arrugada. Tomándola en mis manos, empecé a leer:
—« … desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma…» .
Aurelius tomó el hilo de la frase y continuó, recurriendo no a la hoja, sino a su memoria:
—… mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha.
Enseguida lo reconocí. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Lo había leído sabe Dios cuántas veces.
—Jane Eyre —dij e, sorprendida.
—¿Lo has reconocido? Sí, es Jane Eyre. Se lo pregunté a un señor en una biblioteca. Lo escribió Charlotte no sé qué. Tenía muchas hermanas, por lo visto.
—¿Lo has leído?
—Lo empecé. Iba de una niña que ha perdido a su familia y la recoge su tía. Pensé que estaba sobre la pista de algo. Una mujer horrible, la tía, nada que ver con la señora Love. El tipo que le arroja el libro en esta página es uno de sus primos. Después la meten en un colegio, un colegio espantoso, con una comida espantosa, pero hace una amiga. —Aurelius sonrió recordando la historia—. Entonces la amiga muere. —Su rostro se entristeció—. Y a partir de ahí… perdí el interés. No llegué al final. Después de eso, no podía verle el sentido. —Se encogió de hombros para sacudirse la confusión—. ¿Lo has leído? ¿Qué ocurre al final? ¿Tiene alguna relación?
—Se enamora de su patrono. La esposa de él, que está loca y vive clandestinamente en la casa, intenta quemar el edificio y Jane se marcha. Cuando vuelve, la esposa ha fallecido y el señor Rochester está ciego, y Jane se casa con él.
—Ah. —Aurelius arrugó la frente mientras se esforzaba por comprender—. No, no veo la relación. El principio puede que sí. La niña sin madre. Pero después… Ojalá alguien pudiera decirme qué significa. Ojalá hubiera alguien que pudiera simplemente contarme la verdad.
Miró la página arrancada.
—Tal vez lo importante no sea el libro, sino esta página en concreto. A lo mejor tiene un significado oculto. Mira esto.
El interior de la contraportada de su cuaderno de recetas de la infancia estaba lleno de hileras y columnas de números y letras escritas con la caligrafía grande de un niño.
—Antes pensaba que era un código —explicó—. Intenté descifrarlo. Probé con la primera letra de cada palabra, luego con la primera letra de cada línea. Y con la segunda. Luego probé a sustituir unas letras por otras. —Señaló sus diferentes ensay os con mirada febril, como si todavía existiera la posibilidad de ver algo en lo que no había reparado antes.
Yo sabía que era una tarea inútil.
—¿Qué es esto? —Levanté el siguiente objeto y no pude evitar un estremecimiento. En su momento había sido una pluma, pero entonces era una cosa sucia y repugnante. Agotados los aceites, las barbas se habían separado y formado rígidas púas marrones a lo largo de la caña agrietada.
Aurelius se encogió de hombros, negó con la cabeza con impotencia y solté la pluma con alivio.
Solo quedaba una cosa.
—Y esto… —dij o Aurelius, pero no terminó la frase. Era un trozo de papel desgarrado, con una mancha de tinta que antaño pudo haber sido una palabra. Estudié la mancha con detenimiento.
—Creo… —tartamudeó Aurelius—. Bueno, la señora Love pensaba… En realidad los dos coincidíamos en que… —Me miró esperanzado— en que podía ser mi nombre.
Alargó un dedo.
—Se mojó con la lluvia, pero aquí, justo aquí… —Me llevó hasta la ventana y me indicó que sostuviera el papel a contraluz—. Esto del principio parece una A. Y esto, hacia el final, una S. Está un poco borroso por los años, hay que fijarse mucho, pero seguro que puedes verlo, ¿a que sí?
Miré fijamente la mancha.
—¿A que sí?
Hice un vago movimiento con la cabeza, ni afirmativo ni negativo.
—¡Lo ves! Una vez que sabes lo que estás buscando resulta evidente, ¿verdad?
Seguí mirando, pero las letras que él podía ver eran invisibles a mis ojos.
—Y así —seguía— es cómo la señora Love decidió que me llamaba Aurelius. Aunque supongo que también podría llamarme Alphonse.
Soltó una risa triste, nerviosa, y se dio la vuelta.
—El otro objeto es la cuchara, pero y a la has visto. —Se llevó una mano al bolsillo superior y sacó la cuchara de plata que y o había visto en nuestro primer encuentro, mientras comíamos bizcocho de jengibre sentados en los gatos gigantescos que flanqueaban la escalinata de la casa de Angelfield.
—Y está la bolsa —dij e—. ¿Qué clase de bolsa es?
—Una bolsa corriente —respondió distraídamente Aurelius. Se la llevó a la cara y la olió con delicadeza—. Antes olía a hum o, pero ahora y a no. —Me la pasó y acerqué la nariz—. ¿Lo ves? Ya no huele.
Aurelius abrió la puerta del horno y sacó una bandeja de galletas doradas que puso a enfriar. Luego llenó el hervidor de agua y preparó una bandeja. Tazas y platillos, azucarero, jarrita de leche y platos pequeños.
—Toma —dij o pasándome la bandeja. Abrió una puerta que dejaba entrever una sala de estar, butacas viejas y confortables y cojines floreados—. Ponte cómoda. Enseguida voy con el resto. —De espaldas a mí, se inclinó para lavarse las manos—. Estaré contigo en cuanto hay a recogido todo esto.
Entré en la sala de estar de la señora Love y me senté en una butaca junto a la chimenea mientras Aurelius guardaba su herencia —su inestimable e indescifrable herencia— en un lugar seguro.
*********
Me marché de la casa con algo arañándome la cabeza. ¿Era algo que Aurelius había dicho? Sí. Un eco o una conexión había requerido de manera imprecisa mi atención, pero el resto del relato se lo había llevado por delante. No importaba. Ya volvería.
En el bosque hay un claro. A sus pies, el suelo desciende en picado y se llena de maleza antes de volver a nivelarse y cubrirse de árboles. Eso lo convierte en un inesperado mirador desde donde se puede contemplar la casa. Y en aquel claro me detuve cuando regresaba de casa de Aurelius.
La escena era desoladora. La casa, o lo que quedaba de ella, ofrecía un aspecto fantasmagórico. Una mancha gris contra un cielo gris. Las plantas superiores del ala izquierda y a habían desaparecido. La planta baja sobrevivía, con el marco de la puerta delimitado por su dintel de oscura piedra y la escalinata, pero la puerta propiamente dicha y a no estaba. No era un buen día para estar expuesta a los elementos y la imagen de la casa semidesmantelada me produjo un estremecimiento. Hasta los gatos de piedra la habían abandonado. Al igual que los ciervos, se habían marchado para resguardarse de la lluvia. El ala derecha del edificio seguía en su mayor parte intacta, pero a juzgar por la posición de la grúa, iba a ser la próxima en desaparecer. ¿Realmente se necesitaba toda esa maquinaria?, me sorprendí pensando. Pues tuve la impresión de que las paredes se estaban disolviendo con la lluvia; esas piedras todavía erguidas, pálidas y frágiles como el papel de arroz, parecían dispuestas a desvanecerse ante mis propios ojos si me quedaba el tiempo suficiente.
Llevaba la cámara fotográfica colgada del cuello. La desenterré del abrigo y me la acerqué a los ojos. ¿Era posible captar el aspecto evanescente de la casa a través de toda esa hum edad? Lo dudaba, pero estaba dispuesta a intentarlo.
Estaba ajustando el objetivo cuando percibí movimiento en el borde del encuadre. No era mi fantasma. Los niños habían vuelto. Habían vislumbrado algo en la hierba y se estaban agachando con entusiasmo. ¿Qué era? ¿Un erizo? ¿Una culebra? Intrigada, moví el objetivo para ver mejor.
Uno de los niños metió la mano en la larga hierba y sacó algo. Era el casco amarillo de un obrero. Con una sonrisa radiante, se echó el sueste hacia atrás — ahora podía ver que se trataba del muchacho— y se llevó el casco a la cabeza. Se puso rígido como un soldado, el pecho echado hacia fuera, la cabeza erguida, los brazos a los lados y el rostro tenso, concentrado en evitar que el casco, demasiado grande, se le resbalara. En cuanto dio con la postura se produjo un pequeño milagro. Un rayo de sol se filtró por un claro abierto en una nube y se posó sobre el niño, iluminándolo en su momento de gloria. Apreté el disparador e hice la foto. El niño del casco, un letrero amarillo de « No pasar» sobre el hombro izquierdo y a la derecha, en segundo plano, una lúgubre mancha gris, la casa.
El sol se ocultó de nuevo y bajé la vista para correr la película y guardar la cámara. Cuando volví a mirar, los niños estaban en el camino. Cogidos de la mano, la derecha de ella en la izquierda de él, se dirigían hacia la verja de la casa del guarda dando vueltas, iguales en ritmo, iguales en gravitación, cada uno el contrapeso perfecto del otro. Con la cola de sus impermeables ondeando y los pies rozando apenas el suelo, parecían estar a punto de elevarse y echar a volar.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
tendrá algún significado lo que estaba en la bolsa, y como dice Aurelius descubriendo lo se sabrá su origen
gracias
gracias
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
Merrily y el Cochecito: jajajajaaja, me he podido doblar de la risa, se robaron el coche para rodar montaña abajo y de paso le mataron las amebas a todos en el pueblo. Me imaginó no mas el saperoco q se formó despues de eso.
yiany- Mensajes : 1938
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Re: Lectura Octubre 2018
« Jane Eyre» y el horno
Cuando regresé a Yorkshire nadie me pidió explicaciones por mi destierro. Judith me recibió con una sonrisa forzada. La luz cenicienta del día había trepado por su piel, formando sombras debajo de los ojos. Descorrió unos centímetros más las cortinas de la ventana de mi sala de estar, pero no salimos de la penumbra.
—Maldito tiempo —exclamó; sentí que ella ya no podía más.
Aunque duró solo unos días, pareció una eternidad. Casi siempre parecía de noche, y nunca completamente de día; el efecto oscurecedor del cielo plomizo nos hacía perder la noción del tiempo. La señorita Winter llegó tarde a una de nuestras reuniones matutinas. También ella estaba pálida. Yo no sabía si eran indicios de un dolor reciente u otra cosa lo que proyectaba oscuras sombras en sus ojos.
—Le propongo un horario más flexible para nuestros encuentros —dijo una vez instalada en su círculo de luz.
—Bien.
Yo estaba al corriente de sus noches desapacibles por mi entrevista con el médico, percibía si la medicación que tomaba para controlar el dolor estaba perdiendo fuerza o no había alcanzado aún su punto máximo de efectividad. Así pues, acordamos que en lugar de personarme cada mañana a las nueve, esperaría a que me llamaran a la puerta.
Al principio quiso verme entre las nueve y las diez; luego empezó a retrasarse. Cuando el doctor le modificó la dosis, a la señorita Winter le dio por citarme temprano, pero nuestras reuniones eran más breves. Después adquirimos la costumbre de reunirnos dos o tres veces al día a cualquier hora. Unas veces me llamaba cuando se encontraba bien y hablaba largo y tendido, prestando atención a los detalles. Otras veces me llamaba cuando tenía dolores. En esas ocasiones no buscaba tanto la compañía como el poder anestésico de la narración.
El fin de mis reuniones de las nueve fue otra ancla que hasta entonces me situaba en el tiempo que desapareció. Escuchaba la historia de la señorita Winter, la escribía, cuando dormía soñaba con la historia y cuando estaba despierta era la historia la que formaba el constante telón de fondo de mis pensamientos. Sentí estar viviendo dentro de un libro. Ni siquiera necesitaba salir de él para comer, pues podía sentarme a la mesa y leer mi transcripción mientras picaba de los platos que Judith me llevaba a la habitación. Las gachas señalaban que era por la mañana. La sopa y la ensalada significaba mediodía. El filete y la tarta de riñones representaban la noche. Recuerdo haber cavilado durante un largo rato sobre un plato de huevos revueltos. ¿Qué hora sería? Podía ser cualquier hora. Di unos bocados y lo aparté.
En ese largo e indiferenciado período hubo algunos incidentes que llamaron mi atención. Los anoté en su momento, separadamente de la historia, y ahora merece la pena recordarlos. He aquí uno de ellos. Me hallaba en la biblioteca. Estaba buscando Jane Eyre y encontré casi un estante entero de ejemplares. Era la colección de una fanática: había ejemplares modernos y baratos que no tendrían ningún valor en una librería de viejo; ediciones que salían al mercado tan raramente que era difícil ponerles un precio, y ejemplares que encajaban en todas las categorías comprendidas entre esos dos extremos. El volumen que yo estaba buscando era una edición corriente — aunque peculiar— de finales de siglo. Mientras curioseaba, Judith entró con la señorita Winter y colocó la silla junto al fuego.
Cuando Judith se hubo marchado, la señorita Winter preguntó:
—¿Qué está buscando?
—Jane Eyre.
—¿Le gusta Jane Eyre?
—Mucho. ¿Y a usted?
—Sí.
Tembló por un escalofrío.
—¿Quiere que avive el fuego?
La señorita Winter bajó los párpados, como si le hubiese asaltado una oleada de dolor.
—Supongo que sí.
Cuando el fuego volvió a arder con fuerza, dijo:
—¿Tiene un momento, Margaret? Tome asiento.
Y tras un minuto de silencio, dijo:
—Imagine una cinta transportadora, una enorme cinta transportadora y al final de la misma un gigantesco horno. En la cinta transportadora hay libros. Todos los ejemplares del mundo de todos los libros que usted ama. Colocados en fila. Jane Eyre. Villette. La dama de blanco.
—Middlemarch —contribuí.
—Gracias. Middlemarch. E imagine una palanca con dos letreros: ENCENDIDO y APAGADO. En este preciso instante la palanca está en la posición de apagado. Al lado hay un individuo con una mano sobre la palanca, a punto de ponerla en marcha y usted puede detenerlo. Tiene una pistola en la mano. No tiene más que apretar el gatillo. ¿Qué hace?
—Eso es absurdo.
—El individuo gira la palanca. La cinta transportadora se pone en marcha.
—Pero eso es demasiado extremo; estamos hablando de un caso hipotético.
—El primero en caer es Shirley.
—No me gusta esa clase de juegos.
—Ahora es George Sand quien empieza a arder.
Suspiré y cerré los ojos.
—Por ahí viene Cumbres borrascosas. ¿Va a dejar que arda?
No pude evitarlo. Vi los libros, vi su inexorable avance hacia la boca del horno y me estremecí.
—Como quiera. Ahí va. ¿También Jane Eyre?
Jane Eyre. De repente sentí la boca seca.
—Solo tiene que disparar. No la delataré. Nadie lo sabrá jamás. —Esperó—. Los ejemplares de Jane Eyre han empezado a caer. Solo unos pocos. Hay muchos más. Aún dispone de tiempo para tomar una decisión.
Me froté nerviosamente el pulgar contra el borde áspero de la uña del dedo corazón.
—Están empezando a caer más y más deprisa.
La señorita Winter no apartaba la mirada de mí.
—La mitad ha sido engullida ya por las llamas. Piense, Margaret. Muy pronto Jane Eyre habrá desaparecido para siempre. Piense.
La señorita Winter parpadeó.
—Dos tercios. Solo una persona, Margaret. Solo una persona diminuta e insignificante.
Parpadeé.
—Todavía dispone de tiempo, aunque poco. Recuerde que esa persona insignificante está quemando libros. ¿Realmente merece vivir?
Parpadeo. Parpadeo.
—Es su última oportunidad.
Parpadeo. Parpadeo. Parpadeo.
Adiós a Jane Eyre.
—¡Margaret! —exclamó la señorita Winter con el rostro crispado de indignación y golpeando el brazo de la silla con la mano izquierda. Hasta la mano derecha, impedida como estaba, le tembló en el regazo.
Más tarde, cuando transcribí lo sucedido, pensé que era la expresión más espontánea de un sentimiento que había visto en la señorita Winter. Un sentimiento demasiado intenso para invertirlo en un simple juego.
¿Y mis sentimientos? Vergüenza, pues había mentido. Naturalmente que amaba los libros más que a las personas. Naturalmente que Jane Eyre tenía para mí más valor que el desconocido que ponía en marcha la palanca. Naturalmente que toda la obra de Shakespeare valía más que una vida humana. Naturalmente. Pero, a diferencia de la señorita Winter, me avergonzaba reconocerlo. Cuando me disponía a salir de la biblioteca regresé al estante de Jane Eyre y cogí el ejemplar que se ajustaba a mis criterios en cuanto a antigüedad, clase de papel y de letra. Una vez en mi habitación, pasé las páginas hasta dar con el fragmento: « … desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma, mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha» . El libro estaba intacto. No le faltaba ninguna página. No era el ejemplar del que habían arrancado la hoja de Aurelius. Pero, en cualquier caso, ¿por qué iba a serlo? De haber pertenecido a Angelfield, la página habría ardido con el resto de la casa. Permanecí un rato ociosa, pensando únicamente en Jane Eyre, en una biblioteca y un horno y una casa en llamas, pero por mucho que combinaba una y otra vez los elementos, no conseguía ver la relación. El otro detalle que recuerdo de esos días fue el incidente de la fotografía. Un paquete pequeño apareció una mañana en mi bandeja del desayuno, dirigido a mi nombre con la letra apretada de mi padre.
Eran las fotografías de Angelfield; le había enviado el carrete y papá lo había mandado revelar. Había algunas fotos claras de mi primer día: zarzas creciendo entre los escombros de la biblioteca, hiedra serpenteando por la escalera de piedra. Me detuve en la foto del dormitorio donde me había encontrado cara a cara con mi fantasma; sobre la vieja chimenea solo se veía el resplandor de un flash. Así y todo, la separé de las demás fotos y la guardé en mi libreta. Las demás fotografías correspondían a mi segunda visita, el día en que el tiempo había sido tan desfavorable. La mayoría no eran más que confusas composiciones de nebulosidad. Recordaba tonos grises recubiertos de plata, una neblina deslizándose como un velo de gasa, mi aliento en la frontera entre el aire y el agua. Pero mi cámara no había captado nada de eso; tampoco era posible distinguir si las manchas oscuras que interrumpían el gris eran una piedra, un muro, un árbol o un bosque. Después de pasar media docena de fotos más, desistí. Las guardé en el bolsillo de la rebeca y bajé a la biblioteca.
Llevábamos aproximadamente media entrevista cuando reparé en el silencio. Estaba soñando, absorta, como siempre, en la infancia gemela de la señorita Winter. Reproduje la pista sonora de su voz, creí recordar un cambio de tono, que se había dirigido a mí, pero no conseguía recordar las palabras.
—¿Qué? —dije.
—Su bolsillo —repitió—. Tiene algo en el bolsillo.
—Oh… Son fotografías… —Con un pie todavía en el limbo, a caballo entre su historia y mi vida, seguí farfullando—: De Angelfield.
Cuando salí de mi ensimismamiento las fotos ya estaban en sus manos. Al principio las miró una a una detenidamente, forzando la vista a través de las gafas para intentar reconocer algo en las borrosas siluetas. Tras comprobar que las imágenes indescifrables se sucedían, dejó escapar un pequeño suspiro a lo Vida Winter, un suspiro que insinuaba que sus bajas expectativas se habían cumplido, y tensó la boca en una línea de desaprobación. Con la mano buena empezó a pasar las fotos por encima y para demostrar que había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante, las iba arrojando sobre la mesa sin dedicarles apenas una ojeada.
El ritmo regular de las fotos aterrizando en la mesa me tenía hipnotizada. Formaban una pila desordenada, desplomándose unas sobre otras y resbalando por las escurridizas superficies de sus compañeras con un sonido que parecía decir « para nada, para nada, para nada» . Entonces el ritmo se detuvo. La señorita Winter estaba totalmente rígida sosteniendo una foto en alto y estudiándola con el entrecejo fruncido. « Ha visto un fantasma» , pensé. Al rato, fingiendo no ser consciente de mi mirada, colocó la foto detrás de la docena aún pendiente, y siguió pasando y arrojando fotos como antes. Cuando la foto que había llamado su atención reapareció, la añadió al montón sin detenerse apenas a mirarla.
—Jamás habría adivinado que era Angelfield, pero si usted lo dice… — comentó con suma frialdad. Luego, con un movimiento en apariencia ingenuo, recogió las fotos y al tendérmelas se le cayeron—. Lo siento mucho, mi mano — murmuró mientras yo me agachaba a recogerlas, pero no me dejé engañar.
Y retomó la historia donde la había dejado.
Más tarde volví a mirar las fotos. Aunque la caída las había desordenado, no me fue difícil adivinar cuál era la que tanto le había impactado. En ese montón de imágenes grises y borrosas solo una destacaba realmente del resto. Me senté en el borde de la cama contemplando la foto y rememorando el instante. El desvanecimiento de la neblina y el calor del sol se habían unido en el momento justo para permitir que un rayo de luz cayera sobre un niño que posaba rígido ante la cámara con el mentón alto, la espalda recta y unos ojos que revelaban el temor a que en cualquier momento el casco amarillo se le resbalara de la cabeza. ¿Por qué le había impresionado tanto esa foto? Escudriñé el fondo, pero la casa, a medio demoler, era solo una mancha gris sobre el hombro derecho del niño. Más cerca, apenas se veían los barrotes de la valla de seguridad y una esquina del letrero de « No pasar» .
¿Era el niño lo que había despertado su interés?
Estuve media hora dándole vueltas a la foto, y cuando decidí guardarla nada había resuelto. Tan perpleja me tenía que la metí en mi libreta, junto con la foto de una ausencia en un espejo.
Aparte de la foto del niño y el juego de Jane Eyre y el horno, poco más me perturbaba. A menos que el gato cuente. Sombra reparó en mis extraños horarios y arañaba mi puerta en busca de mimos a cualquier hora del día y de la noche. Apuraba trocitos de huevo o pescado de mi plato. Podía pasarme horas escribiendo y deambulando en el oscuro laberinto de la historia de la señorita Winter, pero por mucho que me olvidara de mí misma nunca era del todo ajena a la sensación de estar siendo observada, y cuando me abstraía más de la cuenta, era la mirada del gato la que parecía penetrar en mi confusión e iluminarme el camino de regreso a mi cuarto, mis notas, mis lápices y mi sacapuntas. Algunas noches hasta dormía conmigo en mi cama y me acostumbré a dejar las cortinas abiertas para que, si despertaba, pudiera sentarse en el alféizar y ver movimientos en la oscuridad invisibles para el ojo humano.
Eso es todo. Aparte de esos detalles, no había nada más. Solo el eterno crepúsculo y la historia.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Desmoronamiento
Isabelle se había ido. Hester se había ido. Charlie se había ido. La señorita Winter me habló entonces de otras pérdidas.
***************
Arriba, en el desván, apoyé la espalda contra la crujiente pared y empujé para obligarla a ceder. Luego aflojé. Así una y otra vez. Estaba tentando a la suerte. ¿Qué ocurriría, me preguntaba, si la pared se desplomara? ¿Se hundiría el tejado? ¿Cederían las tablas del suelo con el peso de la caída? ¿Era posible que las tejas, las vigas y la piedra atravesaran los techos, hundiendo camas y cajas, como si de un terremoto se tratara? ¿Y qué pasaría luego? ¿Se detendría ahí? ¿Hasta dónde podría llegar? Seguí empujando, provocando a la pared, desafiándola a caer, pero no cayó. Incluso bajo coacción, resulta sorprendente lo que una pared muerta es capaz de aguantar.
En medio de la noche me desperté con un retumbo en los oídos. El estruendo ya había cesado, pero aún me resonaba en los tímpanos y el pecho. Salté de la cama y corrí hasta las escaleras seguida de Emmeline.
Alcanzamos el descansillo al mismo tiempo que John, que dormía en la cocina, llegaba a las escaleras. De pie, en medio del vestíbulo, estaba el ama, en camisón, mirando hacia arriba. A sus pies había un enorme bloque de piedra y en el techo, directamente encima de su cabeza, un agujero. En el aire flotaba un polvo gris que subía y bajaba, sin decidirse a aposentarse. Fragmentos de yeso, argamasa y madera seguían cayendo de arriba, con un sonido que hacía pensar en ratones dispersándose, y yo notaba los respingos de Emmeline cada vez que un tablón o un ladrillo se desplomaba en las plantas superiores.
Los escalones de piedra estaban fríos, luego astillas y pedacitos de yeso se me fueron clavando en los pies. En medio de los cascotes con los remolinos de polvo asentándose lentamente a su alrededor, el ama semejaba un fantasma. Polvo gris en el pelo, polvo gris en la cara y las manos, polvo gris en los pliegues de su largo camisón. Estaba completamente inmóvil, mirando hacia arriba. Me acerqué a ella y uní mi mirada a la suya. Vimos el agujero en el techo y a través de él otro agujero en otro techo y encima otro techo con otro agujero. Vimos el papel de peonías del primer dormitorio, el dibujo del enrejado de hiedra de la habitación superior y las paredes de color gris claro del pequeño cuarto del desván. Y por encima de todo eso, muy por encima de nuestras cabezas, vimos el agujero del tejado y el cielo. No había estrellas.
Le cogí la mano.
—Vamos —dije—, no sirve de nada mirar.
Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.
—Voy a acostarla —le dije a John.
Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.
—Sí —dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente—. Y yo empezaré a arreglar todo esto.
Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.
A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.
—La hemos perdido —le dije a John en la cocina—. Está muerta.
El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.
—Sí —dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída—. Sí.
Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.
Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.
—Pondré agua a hervir —dije—. Te prepararé una taza de té.
No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?
Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Que onda, todos se van, la dama murió ya sólo quedan las gemelas y John
gracias
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yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
El doctor y la señora Maudsley: bueno que Lee ha ido mal a la esposa del dr, mucho dárselas de Santurrona, pero nada tenía q hacer husmeando en casa ajena.
yiany- Mensajes : 1938
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Re: Lectura Octubre 2018
El jardín plateado
Antes de despertar por completo tuve la sensación de que algo había cambiado. Un instante después, antes incluso de abrir los ojos, supe de qué se trataba: había luz.
Adiós a las sombras que habían estado merodeando por mi habitación desde el comienzo del mes, adiós a los rincones sombríos y el aire lúgubre. La ventana era un rectángulo claro y por ella entraba una claridad que iluminaba cada detalle de mi habitación. Llevaba tanto tiempo sin verla que la dicha se apoderó de mí, como si no fuera únicamente una noche lo que había terminado, sino el invierno entero. Como si hubiese llegado la primavera.
El gato estaba en el antepecho de la ventana mirando fijamente el jardín. Al oírme, bajó de un salto y arañó la puerta con las patas, pidiendo salir. Me vestí, me puse el abrigo y bajamos con sigilo a la cocina.
Caí en la cuenta de mi error en cuanto salí. No era de día. Lo que brillaba en el jardín, ribeteando de plata las hojas y acariciando el contorno de las estatuas, no era el sol sino la luna. Me detuve en seco y la miré. Era un círculo perfecto, suspendido pálidamente en un cielo sin nubes. Hechizada, me habría quedado allí hasta el alba, pero el gato, impaciente, se arrimó a mis tobillos pidiendo mimos y me agaché para acariciarlo. En cuanto lo toqué se apartó de mí, luego se detuvo a unos metros y miró por encima de su hombro.
Me subí el cuello del abrigo, hundí mis ateridas manos en los bolsillos y lo seguí.
Primero me llevó por el camino herboso que transcurría entre los largos arriates. A nuestra izquierda el seto de tejos brillaba con fuerza; a nuestra derecha, de espaldas a la luna, el seto estaba oscuro. Doblamos por el jardín de las rosas, donde los arbustos podados semejaban estacas de ramas muertas, pero los cuidadísimos macizos de boj que los rodeaban formando sinuosos dibujos isabelinos jugaban al escondite con la luna, mostrando aquí plata, allí ébano. Me habría detenido una docena de veces —una hoja de hiedra girada lo justo para atrapar por completo la luz de la luna, la aparición repentina del enorme roble dibujado con una claridad sobrenatural contra el cielo blanquecino—, pero no podía. El gato seguía avanzando resuelto, con la cola en alto como la sombrilla de un guía turístico indicando « por aquí, síganme» . En el jardín tapiado se subió al muro que rodeaba el estanque de la fuente y recorrió la mitad de su perímetro sin prestar atención al reflejo de la luna que centelleaba en el agua como una moneda brillante en el fondo. Cuando estuvo frente a la entrada arqueada del invernadero, saltó del muro y caminó hacia ella. Se detuvo debajo del arco. Miró a izquierda y derecha con detenimiento.
Divisó algo y se escabulló en esa dirección, desapareciendo de mi vista. Intrigada, me acerqué de puntillas al arco y miré a mi alrededor.
Un invernadero rebosa de colorido si lo ves en el momento adecuado del día, en el momento adecuado del año. Para cobrar vida, necesita en gran medida de la luz del día. El visitante de medianoche ha de aguzar la vista para apreciar sus atractivos. Demasiada oscuridad para distinguir las hojas de eléboro, bajas y espaciadas, sobre la tierra negra; demasiado pronto en la estación para disfrutar del brillo de las campanillas de invierno; demasiado frío para que el torvisco desprendiera su fragancia. Había incluso avellana de bruja; pronto sus ramas se cubrirían de trémulas borlas amarillas y naranjas, pero por ahora las ramas eran su principal atracción. Delgadas y desnudas, se retorcían con elegante contención, formando delicados nudos.
A sus pies, encorvada sobre el suelo, divisé la silueta de una figura humana.
La miré petrificada.
La figura respiraba y se movía con mucho esfuerzo, emitiendo jadeos y gruñidos entrecortados.
Durante un largo y lento segundo mi mente trató de explicarse la presencia de otro ser humano en el jardín de la señorita Winter en mitad de la noche. Algunas cosas las supe al instante, sin necesidad de pensarlas. Para empezar, la persona arrodillada en el suelo no era Maurice. Pese a tratarse de la persona con más probabilidades de estar en el jardín, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser él. Ésa no era su constitución enjuta y nervuda, ésos no eran sus movimientos comedidos. Tampoco era Judith. ¿La pulcra y sosegada Judith, con sus inmaculadas uñas, su pelo impecable y sus zapatos lustrosos, arrastrándose por el jardín en mitad de la noche? Imposible. No necesitaba tener en cuenta esas dos opciones, de modo que no lo hice.
Durante ese segundo mi mente viajó cien veces entre dos pensamientos. Era la señorita Winter.
Era la señorita Winter porque… porque lo era. Lo intuía. Lo sabía. Era ella, seguro.
No podía ser ella. La señorita Winter estaba débil y enferma. La señorita Winter nunca abandonaba su silla de ruedas. La señorita Winter estaba demasiado dolorida para ponerse a arrancar hierbajos y no digamos acuclillarse en el suelo helado y remover la tierra de manera tan frenética.
No era la señorita Winter.
Pero no obstante, increíblemente, pese a todo, lo era. Ese primer momento fue largo y desconcertante. El segundo, cuando finalmente llegó, fue inesperado.
La figura se detuvo en seco… se dio la vuelta… se levantó… y lo supe.
Eran los ojos de la señorita Winter. Verdes, brillantes, sobrenaturales.
Pero no era la cara de la señorita Winter.
Carne parcheada cubierta de manchas y cicatrices, surcada de grietas más profundas que las que podía abrir la edad. Dos bolas disparejas por mejillas. Los labios torcidos: una mitad un arco perfecto que hablaba de una antigua belleza, la otra un injerto contrahecho de carne blanquecina.
¡Emmeline! ¡La hermana gemela de la señorita Winter! ¡Viva y habitando en esta casa!
Mi mente era un torbellino, la sangre estallaba en mis oídos, la impresión me tenía paralizada. Ella me miraba sin pestañear y advertí que estaba menos asustada que yo. No obstante, ambas parecíamos igual de fascinadas. Semejábamos dos estatuas.
Ella fue la primera en reponerse. En un gesto apremiante, me tendió una mano negra, cubierta de tierra, y con voz ronca bramó una serie de sonidos sin sentido.
El estupor ralentizó mi respuesta; no fui capaz ni de balbucir su nombre antes de que se diera la vuelta y se alejara con paso presto, con el cuerpo echado hacia delante y los hombros encorvados. El gato emergió de las sombras. Se desperezó con calma y, sin mirarme siquiera, partió tras ella. Desaparecieron bajo el arco y me quedé sola. Sola con una parcela de tierra removida.
Conque zorros.
Una vez que se fueron podría haberme dicho a mí misma que lo había imaginado, que había estado caminando sonámbula mientras soñaba que la hermana gemela de Adeline se me aparecía y me susurraba un mensaje secreto e ininteligible. Pero yo sabía que no había sido un sueño. Y aunque ya no podía ver a Emmeline, podía oír su tarareo. Ese exasperante e inarmónico fragmento de cinco notas. La la la la la.
Me quedé quieta, escuchándolo, hasta que se apagó por completo.
Entonces me di cuenta de que tenía las manos y los pies helados y me encaminé hacia la casa.
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Re: Lectura Octubre 2018
El alfabeto fonético
Habían transcurrido muchos años desde que aprendiera el alfabeto fonético. Todo comenzó por una tabla de un libro de lingüística que había en la librería de papá. Un fin de semana que no tenía nada que hacer abrí aquel libro y quedé prendada de los signos y símbolos que aparecían en la tabla. Había letras que conocía y letras que no. Había enes mayúsculas que no sonaban como las enes minúsculas e íes griegas mayúsculas que no sonaban como las íes griegas minúsculas. Otras letras, enes, des, eses y zetas, tenían graciosos rizos y rabitos, y podías poner el palito a haches, íes y úes como si fueran tes. Me encantaban esos híbridos locos y extravagantes: llenaba hojas enteras con emes que se convertían en jotas y uves que se encaramaban precariamente sobre diminutas oes cual perros de circo sobre pelotas. Mi padre tropezó con mis hojas de símbolos y me enseñó los sonidos que acompañaban a cada uno. Descubrí que en el alfabeto fonético internacional podías escribir palabras que semejaban números, palabras que semejaban códigos secretos, palabras que semejaban lenguas perdidas. Yo necesitaba una lengua perdida. Una con la que poder comunicarme con los seres perdidos. Solía escribir una palabra concreta una y otra vez. El nombre de mi hermana. Un talismán. Lo escribía en un trozo de papel que doblaba con sumo cuidado y llevaba siempre conmigo. En invierno vivía en el bolsillo de mi abrigo, en verano me hacía cosquillas en el tobillo, dentro del pliegue del calcetín. Por la noche me dormía con el trocito de papel aferrado en la mano. Pese al cuidado que ponía, no siempre tenía esos papelitos localizados. Los perdía, hacía otros nuevos, luego tropezaba con los viejos. Cuando mi madre intentaba arrancarme el papel de los dedos, me lo tragaba para frustrar sus intenciones, aunque tampoco habría sabido leerlo. No obstante, el día en que vi a mi padre sacar un papel gastado y gris del fondo de un cajón lleno de porquerías y desdoblarlo, no intenté detenerle. Cuando leyó el nombre secreto pareció que el rostro se le partía, y sus ojos, cuando me miraron, eran un pozo de pesar. Quiso hablar. Abrió la boca para hablar pero yo, llevándome un dedo a los labios, le mandé callar. No quería que pronunciara el nombre de mi hermana. ¿Acaso no había tratado de mantenerla en la oscuridad? ¿Acaso no había querido olvidarla? ¿Acaso no había intentado ocultármela? Ahora no tenía derecho a ella.
Le arranqué el papel de los dedos y salí de la habitación sin decir una palabra. En el asiento bajo la ventana de la segunda planta, me metí el papel en la boca, saboreé su fuerte sabor seco y leñoso y me lo tragué. Durante años mis padres habían mantenido el nombre de mi hermana enterrado en el silencio, en su esfuerzo por olvidar. Yo lo protegería con mi propio silencio, y lo mantendría en mi recuerdo. Además de mi pronunciación incorrecta en diecisiete idiomas de hola, adiós y lo siento, y mi habilidad para recitar el alfabeto griego hacia delante y hacia atrás (yo, que no he aprendido una palabra de griego en mi vida), el alfabeto fonético era uno de esos pozos de conocimiento inútil que me quedaban de mi infancia libresca. Lo había aprendido solo por diversión, su finalidad era exclusivamente privada, de modo que con los años no me esforcé en practicarlo. Por eso cuando regresé del jardín y me puse ante el papel para reproducir las sibilantes y fricativas, las oclusivas y vibrantes del susurro apremiante de Emmeline, tuve que intentarlo varias veces hasta dar con la transcripción fonética correcta. Al tercer o cuarto intento me senté en la cama y contemplé mi renglón de símbolos, signos y garabatos. ¿Era exacto? Me empezaron a asaltar las dudas. ¿Había retenido fielmente los sonidos durante los cinco minutos que había tardado en volver a casa? ¿Recordaba el alfabeto fonético con precisión? ¿Y si esos primeros intentos fallidos habían contaminado mi recuerdo? Susurré lo que había escrito en el papel. Volví a susurrarlo con apremio. Aguardé a que la aparición de un eco en mi memoria me dijera que había dado en el clavo. Nada. Era la transcripción parodiada de unos sonidos mal entendidos y recordados solo a medias después. Estaba perdiendo el tiempo. Escribí el nombre secreto. El hechizo, el amuleto, el talismán. Nunca me había funcionado. Ella nunca aparecía. Yo seguía estando sola. Hice una pelota con el papel y la arrojé a un rincón.
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Re: Lectura Octubre 2018
La escalera de mano
—Le aburre mi historia, señorita Lea? Soporté varios comentarios de esa guisa al día siguiente cuando, incapaz de reprimir los bostezos, me removía en mi asiento y me frotaba los ojos mientras escuchaba la narración de la señorita Winter.
—Lo siento. Solo estoy cansada.
—¡Cansada! —exclamó—. ¡Parece una muerta andante! Una comida como Dios manda la reanimará. ¿Se puede saber qué le pasa?
Me encogí de hombros.
—Estoy cansada, eso es todo.
Apretó los labios y me miró con dureza, pero no dije más y retomó su historia.
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Así estuvimos seis meses. Vivíamos recluidos en un puñado de estancias: la cocina, donde John seguía durmiendo por las noches, el salón y la biblioteca. Nosotras, las chicas, utilizábamos la escalera de servicio para ir de la cocina al único dormitorio que parecía seguro. Habíamos trasladado del viejo cuarto los colchones donde dormíamos, pero allí quedaron las camas, demasiado pesadas para moverlas. Después del dramático descenso del número de sus habitantes, sentíamos que la casa se nos había quedado grande. Nosotros, los supervivientes, estábamos más a gusto en la seguridad y la facilidad de nuestros pequeños aposentos. Con todo, nunca conseguíamos olvidarnos totalmente del resto de la casa, que como una extremidad moribunda se enconaba lentamente detrás de las puertas. Emmeline pasaba gran parte de su tiempo inventando juegos de naipes.
—Juega conmigo. Oh, venga, juguemos —insistía.
Al final yo cedía y jugábamos. Juegos extraños, con reglas que cambiaban constantemente; juegos que solo ella entendía y partidas que siempre ganaba, lo cual le producía una gran alegría. También se daba baños. Su pasión por el jabón y el agua era inagotable; se pasaba horas entretenida en el agua que yo había calentado para lavar la ropa y los platos. No me molestaba. Por lo menos una de nosotras era feliz. Antes de cerrar las habitaciones, Emmeline había revuelto en los armarios de Isabelle y se había hecho con vestidos, frascos de perfume y zapatos que apiló en nuestro dormitorio. Era como dormir en un camerino. Emmeline se ponía los vestidos. Algunos tenían diez años, otros —de nuestra abuela, la madre de Isabelle, imagino— treinta e incluso cuarenta. Emmeline nos divertía por las noches con sus teatrales entradas en la cocina vestida con los atuendos más extravagantes. Los vestidos le hacían aparentar más de quince años, le hacían parecer femenina. Yo recordaba la conversación de Hester con el doctor en el jardín —« No veo razones para que Emmeline no pueda casarse algún día» — y recordaba lo que el ama me había contado de Isabelle y las meriendas al aire libre —« Era la clase de muchacha que los hombres no pueden mirar sin desear tocarla» —, y me asaltaba una repentina ansiedad. Pero luego Emmeline se dejaba caer pesadamente en una silla de la cocina, sacaba una baraja de cartas de un bolso de seda y decía, toda aniñada: « Anda, juega conmigo a cartas» . Aunque eso conseguía tranquilizarme un poco, me aseguraba de que no saliera de casa vestida así.
John vivía sumido en la apatía. Un día, no obstante, salió de ella para hacer algo impensable: contratar a un muchacho que le ayudara en el jardín.
—No te preocupes —me dijo—. Es Ambrose, el hijo del viejo Proctor. Un muchacho tranquilo. Y no será por mucho tiempo, solo hasta que termine de reparar la casa.
Yo sabía que eso le llevaría toda la vida. El muchacho se presentó un día. Era más alto que John y más ancho de hombros. Los dos con las manos en los bolsillos, hablaron de la labor de ese día y el muchacho se puso a trabajar. Tenía una forma de cavar paciente y acompasada; el repique suave y constante de la pala en la tierra me crispaba los nervios.
—¿Por qué hemos de tenerlo aquí? —deseaba saber yo—. Es tan extraño como los demás.
Pero, por la razón que fuese, el muchacho no era un extraño para John. Quizá porque provenía de su mismo mundo, el mundo de los hombres, un mundo desconocido para mí.
—Es un buen chico —me respondía John una y otra vez—. Y muy trabajador. No hace preguntas y habla poco.
—Quizá no tenga lengua, pero tiene ojos en la cara.
John se encogía de hombros y miraba hacia otro lado, parecía incómodo.
—Yo no estaré aquí eternamente —dijo finalmente un día—. Las cosas no podrán seguir siempre como hasta ahora.
—Dibujó un vago gesto con el brazo para abarcar la casa, sus habitantes, la vida que llevábamos—. Algún día las cosas tendrán que cambiar.
—¿Cambiar?
—Estáis creciendo. Ya no será lo mismo, ¿no crees? Una cosa es ser niñas, pero cuando uno se hace mayor…
Yo ya me había ido. No quería escuchar lo que fuera que tuviera que decirme. Emmeline estaba en el dormitorio arrancando lentejuelas de un pañuelo de noche para su caja de tesoros. Me senté a su lado. Estaba demasiado absorta en su labor para levantar la vista. Sus dedos regordetes jugueteaban incansablemente con una lentejuela hasta que ésta se desprendía y la echaba en la caja. Era un trabajo lento, pero Emmeline tenía todo el tiempo del mundo. Inclinada sobre el pañuelo, mantenía el semblante imperturbable, los labios juntos, la mirada atenta y soñadora a un mismo tiempo. De vez en cuando sus párpados superiores descendían, cubriendo los verdes iris, pero en cuanto rozaban el párpado inferior subían para desvelar el mismo verde. ¿Me parecía realmente a ella?, me pregunté. Sabía que en el espejo mis ojos eran idénticos a los suyos. Y sabía que teníamos la misma inclinación de la nuca bajo el peso de la melena pelirroja. Y sabía el impacto que ejercíamos en los vecinos del pueblo las raras ocasiones en que nos paseábamos del brazo por The Street luciendo idénticos vestidos. Pero, así y todo, no me parecía a Emmeline, ¿verdad? Mi cara no podría adoptar esa expresión de apacible concentración. Estaría retorciéndose de frustración. Estaría mordiéndome el labio, resoplando de impaciencia, apartándome el pelo de la cara y echándolo furiosamente hacia atrás. No estaría tranquila, como Emmeline. Estaría arrancando las lentejuelas con los dientes. No me dejarás, ¿verdad?, quise decirle. Porque yo nunca te dejaré. Viviremos siempre aquí, juntas. Diga lo que diga John-the-dig.
—¿Por qué no jugamos?
Emmeline continuó con su tarea, como si no me hubiera oído.
—Juguemos a que nos casamos. Tú puedes ser la novia. Venga. Podrías ponerte… esto. —Desenterré una prenda de gasa amarilla del montón de vestidos apilados en un rincón—. Es como un velo, mira.
Emmeline no levantó la vista, ni siquiera cuando se lo eché por la cabeza. Se limitó a apartárselo de los ojos y siguió toqueteando la lentejuela. Entonces dirigí mi atención a su caja de tesoros. Las llaves de Hester seguían allí relucientes, aunque parecía que Emmeline había olvidado a su anterior cuidadora. Había algunas joyas de Isabelle, los envoltorios de colores de los caramelos que Hester le había dado un día, un inquietante fragmento de vidrio verde de una botella y un pedazo de cinta con un borde dorado que había sido mío, un regalo del ama de hacía muchos años, más de los que podía recordar. Debajo del resto de objetos todavía estarían los hilos de plata que Emmeline había arrancado de la cortina el día en que llegó Hester. Y semioculto bajo el revoltijo de rubíes, cristales y demás baratijas vi algo que parecía fuera de lugar. Algo de cuero. Ladeé la cabeza para verlo mejor. ¡Ah! ¡Por eso lo quería! Por las letras doradas. I A R. ¿Qué era I A R? ¿O quién era I A R? Incliné la cabeza hacia el otro lado y divisé algo más. Un candado diminuto, y una llave diminuta. No era de extrañar que estuvieran en la caja de tesoros de Emmeline. Letras doradas y una llave. Supuse que era su posesión más preciada. Y de repente caí en la cuenta. ¡I A R! ¡Diario!
Alargué una mano. Rápida como un rayo —su aspecto podía ser engañoso— la mano de Emmeline descendió como un torno sobre mi muñeca y la detuvo. Con gesto firme, sin mirarme, apartó mi mano y bajó la tapa. La presión de sus dedos me había dejado marcas blancas en la muñeca.
—Voy a irme —dije, para ponerla a prueba. Mi voz no sonaba muy convincente—. Hablo en serio. Y voy a dejarte aquí. Voy a crecer y a vivir por mi cuenta.
A renglón seguido, llena de digna autocompasión, me levanté y salí del cuarto. Emmeline no fue a buscarme al asiento bajo la ventana de la biblioteca hasta bien entrada la tarde. Yo había corrido la cortina para esconderme, pero Emmeline entró directamente en la biblioteca y miró a su alrededor. La oí acercarse, noté el movimiento de la cortina cuando la levantó. Con la frente pegada a la ventana, yo estaba observando las gotas de lluvia en el cristal. El viento las hacía temblar y amenazaban constantemente con emprender uno de sus recorridos zigzagueantes en que engullían las gotitas que encontraban a su paso y dejaban tras de sí una breve senda plateada. Se acercó y posó su cabeza en mi hombro. Me sacudí con brusquedad para quitármela de encima. Me negaba a darme la vuelta y hablarle. Emmeline me cogió la mano y deslizó algo en mi dedo. Esperé a que se fuera para ver qué era. Un anillo. Me había dado un anillo. Giré la piedra sobre la parte interna del dedo y la acerqué a la ventana. La luz la resucitó. Verde, como el color de mis ojos. Verde, como el color de los ojos de Emmeline. Emmeline me había dado un anillo. Cerré los dedos en un fuerte puño con la piedra contra mi corazón.
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John recogía los cubos de agua de lluvia y los vaciaba; pelaba verduras para el puchero; iba a la granja y regresaba con leche y mantequilla. No obstante, después de cada tarea su energía lentamente acumulada parecía agotarse y en cada ocasión me preguntaba si le quedarían fuerzas para levantar su enjuto cuerpo de la mesa y continuar con la siguiente.
—¿Vamos al jardín de las figuras? —le pregunté—. Podrías enseñarme qué hay que hacer allí.
No me contestó. De hecho, creo que apenas me oyó. Dejé reposar el asunto y al cabo de unos días se lo pregunté otra vez, y otra y otra.
Finalmente John entró en el cobertizo y se puso a afilar las tijeras de podar con su tranquila cadencia. Después bajamos las largas escaleras de mano y las sacamos.
—Así —dijo levantando un brazo para señalarme el seguro de la escalera. La extendió contra el sólido muro del jardín. Ensayé con el seguro varias veces, subí unos peldaños, bajé de nuevo—. Cuando la tengas apoyada en los tejos no la notarás tan firme —me dijo—, pero en cuanto la domines verás que es una escalera segura. Tienes que acostumbrarte a ella.
Y de ahí fuimos al jardín de las figuras. John me llevó hasta un tejo mediano cubierto de maleza. Me disponía a apoyar en él la escalera cuando exclamó:
—No, no. No seas impaciente. —Tres veces rodeó lentamente el árbol. Después se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo. Me senté a su lado y encendió uno para mí—. Nunca cortes con el sol de frente —me dijo—. Tampoco cortes con tu sombra de frente. —Dio unas caladas a su cigarrillo—. Vigila las nubes. No dejes que desvirtúen el contorno cuando pasan. Busca algo fijo en tu campo de visión. Un tejado o una cerca. Ésa será tu ancla. Y nunca tengas prisa. Tómate tu tiempo tanto para observar como para cortar. —Mientras hablaba en ningún momento desvió la vista del árbol, yo tampoco—. Has de sentir la parte de atrás del árbol mientras podas la parte de delante y viceversa. Y no cortes solamente con las tijeras en la mano. Utiliza todo el brazo, desde el hombro.
Terminamos nuestros respectivos cigarrillos y los apagamos con la punta de la bota.
—Y tal como lo ves ahora, desde lejos, manténlo en la memoria cuando lo estés viendo de cerca.
Estaba lista. Tres veces me dejó apoyar la escalera en el árbol antes de convencerse de que estaba segura. Entonces cogí las tijeras de podar y subí. Trabajé durante tres horas. Al principio era consciente de la altura, miraba constantemente hacia abajo, tenía que obligarme a subir cada nuevo escalón. Y cada vez que desplazaba la escalera, necesitaba varios intentos para afianzarla. No obstante, poco a poco la tarea me fue absorbiendo. Llegó un momento en que ya no sabía a qué altura me encontraba, tan concentrada estaba en la forma que estaba creando. John rondaba cerca. De vez en cuando hacía un comentario: « ¡Vigila tu sombra!» o « ¡Piensa en la parte de atrás!» , pero el resto del tiempo se limitaba a observar y fumar. Solo cuando bajé por última vez, retiré el seguro y plegué la escalera, reparé en lo doloridas que tenía las manos por el peso de las tijeras de podar. Pero no me importó.
Retrocedí para contemplar mi obra. Rodeé el árbol tres veces. Mi corazón dio un respingo. Era buena.
John asintió con la cabeza.
—No está mal —declaró—. Servirás.
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Fui al cobertizo a buscar la escalera para podar el jobo gigante, pero la escalera no estaba. El muchacho que tanto me desagradaba estaba en el huerto con el rastrillo. Me acerqué con expresión ceñuda.
—¿Dónde está la escalera? —Era la primera vez que le dirigía la palabra.
Pasando por alto mi brusquedad, respondió cortésmente:
—La cogió el señor Digence. Está en la fachada, reparando el tejado.
Cogí uno de los cigarrillos que John había dejado en el cobertizo y me puse a fumar lanzando crueles miradas al muchacho, que observaba el cigarrillo con envidia. Después, afilé las tijeras de podar. Acto seguido, como le había cogido el gusto, afilé el cuchillo del jardín, tomándome mi tiempo, haciéndolo bien. Detrás del ritmo de la piedra contra la hoja sonaba el del rastrillo del muchacho sobre la tierra. Miré el sol y me dije que era demasiado tarde para ponerme a trabajar con el jobo. Así que fui a buscar a John.
La escalera estaba tumbada en el suelo. Las dos secciones, cual manecillas de un reloj, formaban un ángulo imposible; el riel metálico que debía mantenerlas en las seis en punto estaba arrancado de la madera y por el tajo de la barra lateral asomaban gruesas astillas. Junto a la escalera yacía John. Cuando le toqué el hombro no se movió, pero estaba caliente como el sol que le acariciaba los despatarrados miembros y el pelo ensangrentado. Tenía la mirada clavada en el cielo azul, pero el azul de sus ojos estaba extrañamente nublado. La muchacha sensata me abandonó. De repente era solo yo, una niña estúpida, una menudencia.
—¿Qué voy a hacer? —susurré.
—¿Qué voy a hacer? —Mi voz me asustó.
Tumbada en el suelo, con mi mano aferrada a la mano de John y fragmentos de grava horadándome la sien, vi pasar el tiempo. La sombra del saliente de la biblioteca avanzó por la grava y alcanzó los primeros peldaños de la escalera. Poco a poco, peldaño a peldaño, fue trepando hacia nosotros. Y alcanzó el seguro. El seguro. ¿Por qué John no había comprobado el seguro? Tuvo que comprobarlo. Seguro que lo hizo. Pero si lo hizo, ¿cómo…?, ¿porqué…? Peldaño a peldaño, la sombra del saliente se iba acercando. Cubrió los pantalones de estambre de John, su camisa verde, su pelo. ¡Cuánto pelo había perdido! ¿Por qué no cuidé mejor de él? No tenía sentido pensar en eso. Y, sin embargo, ¿cómo no hacerlo? Mientras reparaba en las canas de John, también reparé en las profundas muescas que las patas de la escalera habían abierto en la tierra al tambalearse bajo sus pies. Eran las únicas marcas. La grava no es como la arena o la nieve, ni siquiera como la tierra recién removida; no retiene las huellas. No había nada en ella que indicara que alguien pudo haber llegado, pudo haber merodeado en la base de la escalera y, una vez terminado lo que había ido a hacer, pudo haberse alejado con total tranquilidad. A juzgar por las señales en la grava, podría haberlo hecho un fantasma. Todo estaba frío. La grava, la mano de John, mi corazón. Me levanté y me alejé de John sin mirar atrás. Rodeé la casa hasta el huerto. El muchacho seguía allí, estaba guardando el rastrillo y la escoba. Al verme se detuvo y me miró fijamente. Luego, cuando me detuve. —¡No te desmayes! ¡No te desmayes!, me dije— echó a correr hacia mí para sostenerme. Yo le observaba como si se hallara muy, muy lejos. Y no me desmayé. No del todo. Cuando lo tuve cerca, sentí que una voz brotaba de mi interior, palabras que no elegí pronunciar pero que se abrieron paso a la fuerza por mi asfixiada garganta.
—¿Por qué nadie me ayuda?
Me sujetó por las axilas, me desplomé sobre él, me tumbó lentamente hasta la hierba.
—Yo te ayudaré —dijo—. Yo te ayudaré.
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Con la muerte de John-the-dig todavía viva en mi mente, con la visión del rostro desconsolado de la señorita Winter aún en mi memoria, apenas reparé en la carta que me esperaba en mi habitación. No la abrí hasta que terminé la transcripción, y cuando lo hice no fue mucho lo que encontré.
Querida señorita Lea: Después de toda la ayuda que su padre me ha prestado a lo largo de los años, permítame expresarle lo mucho que me complace ser capaz, aunque en pequeña medida, de devolverle el favor a su hija. Mis primeras indagaciones en Reino Unido no me han aportado pistas sobre el paradero de la señorita Hester Barrow después de su período como empleada de Angelfield. He encontrado algunos documentos relacionados con su vida anterior a ese período y estoy elaborando un informe que llegará a sus manos en unas semanas. Mis indagaciones no han llegado, ni mucho menos, a su fin. Todavía no he agotado la investigación relativa al contacto italiano, y es más que probable que de esos primeros años surja algún detalle que dé un nuevo giro a mis pesquisas.
¡No desespere! Si hay alguien que puede encontrar a su institutriz ese soy yo.
Atentamente,
EMMANUEL DRAKE
Guardé la carta en un cajón y me puse el abrigo y los guantes.
—Vamos —le dije a Sombra.
Me siguió hasta el jardín y tomamos el camino que transcurría por el lateral de la casa. De vez en cuando un arbusto que crecía pegado a la pared obligaba a la senda a desviarse; poco a poco, imperceptiblemente, ésta se iba alejando de la pared, de la casa, e iba adentrándose en los señuelos laberínticos del jardín. Me resistí a su suave curva y continué recto. Mantener la pared de la casa siempre a mi izquierda me obligó a escurrirme detrás de un macizo de arbustos frondosos y añejos cada vez más denso. Mis tobillos tropezaban con los tallos nudosos y tuve que envolverme la cara con la bufanda para evitar rasguños. El gato me acompañó durante un rato, luego se detuvo, abrumado por la espesa vegetación.
Seguí andando, y encontré lo que estaba buscando: una ventana cubierta de hiedra y con un follaje perenne tan frondoso entre ésta y el jardín que la tenue luz que escapaba por el cristal pasaba totalmente inadvertida. Al otro lado de la ventana, sentada ante una mesa, estaba la hermana de la señorita Winter. Delante de ella se encontraba Judith, metiéndole cucharadas de sopa entre los labios secos y descarnados. De repente detuvo la mano a medio camino entre el cuenco y la boca y se volvió directamente hacia mí. No podía verme, había demasiada hiedra. Probablemente había notado el roce de mi mirada. Tras una breve pausa, volvió a su tarea, pero no antes de que yo hubiera notado algo extraño en la cuchara. Era una cuchara de plata con una A alargada en el mango que tenía la forma de un ángel estilizado. Yo había visto antes una cuchara como ésa. A. Ángel. Angelfield. Emmeline tenía una cuchara como ésa y también Aurelius.
Arrimándome a la pared y con las ramas enredándose en mi pelo, salí del macizo de arbustos. El gato me observó mientras me sacudía las ramitas y hojas muertas de las mangas y los hombros.
—¿Entramos? —propuse, y él aceptó encantado.
El señor Drake no había conseguido dar con Hester. Yo, en cambio, había encontrado a Emmeline.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
El eterno crepúsculo
En mi estudio transcribía, en el jardín deambulaba, en mi dormitorio acariciaba al gato y mantenía mis pesadillas a raya permaneciendo despierta. La noche de intensa luna en que había visto a Emmeline en el jardín me parecía ahora un sueño, pues el cielo se había encapotado de nuevo y volvíamos a estar inmersos en aquel interminable crepúsculo. Las muertes del ama y John-the-dig daban al relato de la señorita Winter un giro escalofriante. ¿Era Emmeline —la inquietante figura en el jardín— la persona que había estado jugando con la escalera? No me quedaba más remedio que esperar y dejar que la historia se fuese desvelando por sí misma. Entretanto, con el transcurso de diciembre, la sombra que rondaba en mi ventana iba ganando intensidad. Su proximidad me repelía, su lejanía me rompía el corazón, verla me provocaba esa familiar combinación de miedo y anhelo. Llegué a la biblioteca antes que la señorita Winter —no sé si era por la mañana, por la tarde o por la noche, pues entonces todos los momentos eran iguales— y esperé frente a la ventana. Mi pálida hermana apretó sus dedos contra los míos, me atrapó en su mirada implorante, empañó el cristal con su aliento frío. Solo tenía que romper el cristal para reunirme con ella.
—¿Qué está mirando? —preguntó la voz de la señorita Winter a mi espalda.
Me volví despacio.
—Siéntese —me ladró. Y luego añadió—: Judith, echa otro leño al fuego, ¿quieres? Y tráele a esta muchacha algo de comer.
Tomé asiento.
Judith me sirvió chocolate caliente y tostadas. La señorita Winter prosiguió con su historia mientras yo daba pequeños sorbos al chocolate.
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—Te ayudaré —dijo.
Pero ¿qué podía hacer él? No era más que un muchacho.
Me lo quité de encima. Lo envié a buscar al doctor Maudsley y en su ausencia preparé té fuerte y dulce y me bebí una tetera entera. Pensé con frialdad y rapidez. Cuando llegué al poso, el aguijón de las lágrimas ya había dado marcha atrás. Era hora de actuar.
Cuando el muchacho regresó con el médico yo ya estaba preparada. En cuanto lo oí acercarse a la casa doblé la esquina para recibirlos.
—¡Emmeline, mi pobre niña! —exclamó el médico al tiempo que se acercaba extendiendo una mano compasiva, como si se dispusiera a abrazarme.
Di un paso atrás y él frenó en seco.
—¿Emmeline? —En sus ojos brilló la duda. ¿Adeline? Imposible. No podía ser. El nombre murió en sus labios—. Perdona —balbució. Pero seguía sin saber.
No le ayudé a salir de su confusión. En lugar de eso, rompí a llorar.
No eran lágrimas auténticas. Mis lágrimas auténticas —y tenía muchas, créame— las tenía guardadas. En algún momento, esa noche o mañana u otro día, no sabía exactamente cuándo, estaría sola y podría llorar durante horas. Por John, por mí. Lloraría a voz en cuello, aullaría como hacía de niña, cuando solo John era capaz de calmarme acariciándome el pelo con unas manos que olían a tabaco y jardín. Serían lágrimas calientes y feas, y cuando se me terminaran — si se me terminaban— mis ojos estarían tan hinchados que tendría que mirar por dos rendijas coloradas.
Pero ésas eran lágrimas privadas, no para aquel hombre. Las lágrimas que vertí para él eran falsas. Lágrimas que hacían resaltar el verde de mis ojos como hacen los brillantes con las esmeraldas. Y funcionaron. Si deslumbras a un hombre con unos ojos verdes, lo tendrás tan hipnotizado que no notará que detrás de esos ojos hay alguien espiándole.
—Me temo que no puedo hacer nada por el señor Digence —dijo el médico, levantándose después de examinar el cuerpo.
Era extraño escuchar el verdadero apellido de John.
—¿Cómo ocurrió? —El médico contempló la balaustrada donde John había estado trabajando y luego se inclinó sobre la escalera—. ¿Falló el seguro?
Yo podía contemplar el cadáver sin apenas emocionarme.
—¿Es posible que resbalara —me pregunté en voz alta—, que se agarrara a la escalera en el momento de caer y la arrastrara consigo?
—¿Nadie lo vio caer?
—Nuestras habitaciones dan al otro lado de la casa y el muchacho se encontraba en el huerto.
El muchacho estaba un poco alejado de nosotros, desviando su mirada del cadáver.
—Humm. Si no recuerdo mal, el señor Digence no tenía familia.
—Siempre llevó una vida muy solitaria.
—Ya. ¿Y dónde está tu tío? ¿Por qué no ha salido a recibirme?
Ignoraba lo que John le había contado al médico sobre nuestra situación. No tenía más remedio que improvisar sobre la marcha.
Con un sollozo en la voz, le conté que mi tío se había ido.
—¿Que se ha ido? —El médico frunció el entrecejo.
El muchacho no reaccionó. De momento mis palabras no le habían sorprendido. Se estaba mirando los pies para evitar mirar el cadáver y tuve tiempo de pensar que era un gallina antes de decir:
—Mi tío estará fuera unos días.
—¿Cuántos días?
—¡Oh! Veamos, ¿cuándo se fue exactamente…? —Arrugué la frente e hice ver que contaba los días. Luego, posando los ojos en el cadáver, dejé que las rodillas me flaquearan.
El médico y el muchacho corrieron a mi lado y me sostuvieron cada uno por un codo.
—Tranquila. Luego, querida, luego.
Les permití que me llevaran a la cocina.
—¡No sé qué debo hacer! —dije cuando doblábamos la esquina.
—¿Sobre qué?
—Sobre el entierro.
—No te preocupes por eso. Hablaré con la funeraria y el párroco se ocupará del resto.
—¿Con qué dinero?
—Tu tío lo arreglará a su regreso. Por cierto, ¿dónde está?
—¿Y si tarda en volver?
—¿Lo crees probable?
—Mi tío es un hombre… imprevisible.
—Sin duda.
El muchacho abrió la puerta de la cocina y el médico me ayudó a entrar y me acercó una silla. Me dejé caer pesadamente.
—Si la situación lo requiere, el abogado realizará las gestiones pertinentes.
Pero dime, ¿dónde está tu hermana? ¿Sabe lo que ha ocurrido?
—Está durmiendo —dije sin un parpadeo.
—Mejor así. Deja que duerma, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
—¿Quién crees que podría cuidar de vosotras mientras estáis solas?
—¿Cuidar de nosotras?
—No podéis quedaros solas en esta casa… No después de lo ocurrido…
Vuestro tío ya fue un imprudente al dejaros solas al poco tiempo de haber perdido a vuestra ama de llaves y sin haber buscado una sustituta. Es preciso que venga alguien.
—¿Realmente lo cree necesario? —Yo era todo lágrimas y ojos verdes; Emmeline no era la única que sabía actuar como una mujer.
—Bueno, seguro que vosotras…
—Lo digo porque la última vez que alguien vino a cuidar de nosotras… Se acuerda de nuestra institutriz, ¿verdad?
Y le lancé una mirada tan malvada y fugaz que al médico le costó creer lo que veía. Tuvo la decencia de sonrojarse y desvió la mirada. Cuando la posó de nuevo en mí, yo volvía a ser toda esmeraldas y brillantes.
El muchacho carraspeó.
—Podría venir mi abuela, señor. No quiero decir que se quede, sino que se pase un rato por aquí todos los días.
Desconcertado, el doctor Maudsley meditó esa posibilidad. Era una salida, y él estaba buscando alguna.
—Muy bien, Ambrose, creo que ésa será una buena solución. Al menos de momento. Estoy seguro de que vuestro tío volverá muy pronto; en tal caso no habrá necesidad, como dices, de… bueno… de…
—Efectivamente. —Me levanté con suavidad—. Entonces, si a usted no le importa hablar con la funeraria, yo me encargaré de hablar con el párroco. —Le tendí una mano—. Gracias por venir tan deprisa.
El hombre había perdido todo su temple. Siguiendo mi ejemplo, se puso en pie y noté el breve roce de sus dedos en los míos. Estaban sudorosos.
Buscó una vez más mi nombre en mi cara. ¿Adeline o Emmeline? ¿Emmeline o Adeline? Eligió la única opción segura.
—Mi pésame más sincero por la pérdida del señor Digence, señorita March.
—Gracias, doctor. —Y oculté mi sonrisa tras un velo de lágrimas.
El doctor Maudsley se despidió del muchacho con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.
Era el turno del muchacho.
Esperé a que el médico se hubiera marchado. Entonces abrí la puerta y le invité a salir.
—Por cierto —dije cuando alcanzó el umbral, en un tono que dejaba claro que yo era la señora de la casa—, no hace falta que venga tu abuela.
Me miró con curiosidad. Él sí veía los ojos verdes y la muchacha que había dentro.
—Tanto mejor —dijo tocándose despreocupadamente la visera de la gorra—, porque no tengo abuela.
« Te ayudaré» , había dicho, pero no era más que un muchacho. Aun así sabía conducir la tartana.
Al día siguiente nos llevó al despacho del abogado en Banbury, yo a su lado y Emmeline en el asiento trasero. Después de aguardar un cuarto de hora bajo la mirada vigilante de la recepcionista, pasamos finalmente al despacho del señor Lomax. El hombre miró a Emmeline, me miró a mí y dijo:
—No necesito preguntar quiénes son.
—Nos encontramos en un pequeño apuro —le dije—. Mi tío está de viaje y nuestro jardinero ha fallecido. Fue un accidente. Un trágico accidente. Dado que el hombre no tiene familiares y ha trabajado toda su vida para nosotros, creo que nuestra familia debería correr con los gastos del entierro, pero andamos algo escasas de…
Los ojos del abogado viajaron hasta Emmeline y volvieron a mí.
—Le ruego que disculpe a mi hermana; no está muy bien. —Emmeline ofrecía un aspecto muy extraño. Le había dejado ponerse uno de sus vestidos pasados de moda y sus ojos eran demasiado bellos para dejar sitio a algo tan mundano como la inteligencia.
—Sí —dijo el señor Lomax, y bajó comprensivamente el tono de voz—. Algo había oído al respecto.
Respondiendo a su amabilidad, me incliné sobre la mesa y le confié:
—Y claro, con mi tío… bueno, usted ya ha tratado en varias ocasiones con él, de modo que seguro que ya lo sabe. Las cosas con él tampoco son siempre fáciles. —Le ofrecí mi mirada más transparente—. De hecho, es un verdadero placer poder hablar con alguien sensato para variar.
El hombre repasó mentalmente los rumores que había oído. Una de las gemelas no estaba del todo bien, decían. Pues es evidente que la otra no tiene un pelo de tonta, concluyó.
—El placer es mutuo, señorita… Disculpe, pero ¿le importaría recordarme el apellido de su padre?
—El apellido al que se refiere es March, pero nos hemos acostumbrado a que se nos conozca por el apellido de nuestra madre. En el pueblo nos llaman las gemelas Angelfield. Nadie recuerda al señor March, y nosotras todavía menos. No tuvimos la oportunidad de conocerlo y no mantenemos ninguna relación con su familia. Muchas veces he pensado que deberíamos cambiarnos oficialmente el apellido.
—Eso es posible. ¿Por qué no? Es muy sencillo.
—Pero lo haremos otro día. El asunto de hoy…
—Por supuesto. Permítame que la tranquilice en lo referente al entierro. Si no me equivoco, usted no sabe cuándo regresará su tío.
—Puede que estemos hablando de mucho tiempo —dije, lo cual no era exactamente una mentira.
—No se preocupe. Si no regresa a tiempo para hacerse cargo de los gastos, lo haré yo en su nombre y lo solucionaremos a su regreso.
Dibujé en mi cara el alivio que el hombre estaba buscando y mientras el placer de haber sido capaz de quitarme ese peso de encima seguía fresco en él, le asedié con una docena de preguntas sobre qué pasaría si una chica como yo, con la responsabilidad de una hermana como la mía, sufría la desgracia de perder a su tutor para siempre. En pocas palabras me explicó toda la situación y comprendí claramente los pasos que tendría que dar y cuándo tendría que hacerlo.
—¡Pero nada de eso debería preocuparle ahora! —concluyó, como si se hubiera dejado llevar por la descripción del inquietante panorama y deseara poder retirar tres cuartas partes de lo que había dicho—. Después de todo, su tío no tardará en volver.
—¡Dios lo quiera!
Estábamos en la puerta cuando el señor Lomax recordó lo más importante.
—¿No habrá dejado por casualidad una dirección?
—¡Ya conoce a mi tío!
—Lo imaginaba. ¿No sabrá, al menos, por dónde anda?
El señor Lomax me caía bien, pero eso no me impedía mentirle si tenía que hacerlo. En una chica como yo, mentir era un acto reflejo.
—Sí… digo, no.
Me miró con gravedad.
—Porque si no sabe dónde está… —Su mente volvió sobre los trámites legales que acababa de enumerarme.
—Bueno, puedo decirle adónde dijo que se iba.
El señor Lomax me miró enarcando las cejas.
—Dijo que se iba a Perú.
Los redondos ojos del señor Lomax se abrieron de par en par y la mandíbula le quedó colgando.
—Naturalmente, usted y yo sabemos que eso es absurdo —terminé—. Mi tío no puede estar en Perú, ¿verdad?
Y con mi sonrisa más serena y competente cerré la puerta tras de mí, dejando al señor Lomax preocupándose en mi nombre.
Llegó el día del entierro y todavía no había tenido una oportunidad de llorar. Cada día había surgido algo. Primero fue el párroco, luego los aldeanos que llegaban cautamente a la puerta para preguntar sobre coronas y flores. Incluso vino la señora Maudsley, cortés pero fría, como si el delito de Hester me hubiera contaminado.
—La señora Proctor, la abuela del muchacho, se ha portado de maravilla — le dije—. Dele las gracias de mi parte a su marido por la idea.
Mientras todo eso ocurría, yo abrigaba la sospecha de que el joven Proctor no me quitaba el ojo de encima, aunque nunca conseguía pillarle in fraganti.
El entierro de John tampoco era un lugar adecuado para llorar. De hecho, era el menos adecuado. Porque yo era la señorita Angelfield. ¿Y quién era él? Un simple jardinero.
Después del oficio religioso, mientras el párroco hablaba amable e inútilmente con Emmeline. —¿Le gustaría asistir a misa más a menudo? El amor de Dios es una bendición para todas sus criaturas—, me dediqué a escuchar al señor Lomax y al doctor Maudsley, que estaban de espaldas a mí, creyendo que no podía oírles.
—Una chica competente —le dijo el abogado al doctor—. Creo que todavía no comprende del todo la gravedad de la situación. ¿Se da cuenta de que nadie conoce el paradero de su tío? Pero cuando la comprenda, estoy seguro de que sabrá hacerle frente. He iniciado los trámites para resolver la cuestión monetaria. Lo que más le preocupaba a la muchacha era poder pagar el entierro del jardinero. Ciertamente, un corazón bondadoso el que acompaña a esa cabeza juiciosa.
—Sí —coincidió débilmente el médico.
—Siempre tuve la impresión… aunque ignoro por qué… de que las dos no estaban… del todo bien. Pero ahora que las he conocido es evidente que solo es una la afectada, por fortuna. Claro que usted, siendo su médico, probablemente siempre lo supo.
El doctor murmuró algo que no pude oír.
—¿Qué? —preguntó el abogado—. ¿Neblina, ha dicho?
No hubo respuesta y el abogado formuló otra pregunta.
—Sin embargo, ¿quién es quién? No pude aclararlo el día en que vinieron a verme. ¿Cómo se llama la hermana juiciosa?
Me volví lo justo para poder observarlos por el rabillo del ojo. El médico me estaba mirando con la misma expresión que durante el oficio. ¿Dónde estaba la niña inanimada que había tenido varios meses viviendo en su casa? La niña que no podía levantar una cuchara ni pronunciar una palabra en inglés, y no digamos dar instrucciones para un entierro y hacer preguntas inteligentes a un abogado. Comprendía el origen de su desconcierto. Sus ojos viajaban de mí a Emmeline, y de ella a mí.
—Creo que es Adeline.
Vi cómo sus labios pronunciaban ese nombre y sonreí mientras todas sus teorías y experimentos médicos caían desmoronados a sus pies.
Me volví hacia ellos y les saludé con una mano, un gesto de agradecimiento por haber asistido al entierro de un hombre al que apenas conocían para ofrecerme su apoyo. Así lo interpretó el abogado. Puede que el médico le diera una interpretación muy diferente.
Más tarde, muchas horas más tarde. Terminado el entierro, por fin podría llorar.
Pero no pude. Mis lágrimas, contenidas durante demasiado tiempo, se habían secado.
Tendrían que quedarse dentro para siempre.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Lágrimas secas
—Disculpe… —comenzó Judith. Apretó los labios. Luego, con un revuelo de manos inusitado en ella, añadió—: El médico está visitando a un paciente y todavía tardará una hora en llegar. Se lo ruego…
Me anudé la bata y la seguí; Judith caminaba deprisa unos pasos por delante de mí. Después de subir y bajar escaleras y girar por pasillos y corredores llegamos a la planta baja, pero era una zona de la casa donde yo no había estado antes. Finalmente llegamos a una serie de habitaciones que supuse eran los aposentos de la señorita Winter. Nos detuvimos ante una puerta y Judith me miró preocupada. Comprendía muy bien su angustia. Del otro lado de la puerta llegaban sonidos inhumanos, guturales, bramidos de dolor interrumpidos por jadeos entrecortados. Judith abrió la última puerta y entró.
Quedé petrificada. ¡Con razón el sonido retumbaba de ese modo! A diferencia del resto de la casa, con sus cortinajes y su mullida tapicería, sus paredes forradas y sus tapices, aquella habitación era pequeña, sobria y desnuda. Las paredes eran de yeso pelado y el suelo de madera. En un rincón había una sencilla librería abarrotada de papeles amarillentos y, en otro, una cama angosta cubierta con una sencilla colcha blanca. En la ventana, sendas cortinas de percal pendían lánguidamente a uno y otro lado del cristal, dejando entrar la noche. Desplomada sobre un pupitre, de espaldas a mí, estaba la señorita Winter. Sus feroces naranjas y llamativos morados habían desaparecido. Vestía un blusón blanco de manga larga y estaba llorando.
Un chirrido de aire, áspero y atonal, sobre cuerdas vocales. Lamentos discordantes que desembocaban en espeluznantes gemidos. Sus hombros subían y bajaban con violencia y el torso le temblaba; la fuerza de esa convulsión viajaba por el delicado cuello hasta la cabeza y descendía por los brazos hasta alcanzar unas manos que aporreaban espasmódicamente la superficie del pupitre. Judith se apresuró a colocar de nuevo el cojín bajo la sien de la señorita Winter, que, poseída por la crisis, parecía ajena a nuestra presencia.
—Nunca la había visto así —dijo Judith con los dedos apretados contra los labios. Y con un tono de pánico creciente añadió—: No sé qué hacer.
La boca de la señorita Winter se abría y retorcía en espantosas y delirantes muecas de dolor, un dolor demasiado grande para caber en su boca.
—No se preocupe —le dije a Judith. Conocía aquel sufrimiento. Arrastré una silla y me senté junto a la señorita Winter.
—Chist, chist, lo sé. —Le rodeé los hombros con un brazo y cubrí sus manos con la mía. Envolviéndola con mi cuerpo, acerqué mi oreja a su cabeza y proseguí con el conjuro—. Tranquila, pronto pasará. Chist, mi niña, no está sola.
—La mecí sin dejar en ningún momento de susurrar las palabras mágicas. No eran palabras mías, sino de mi padre. Palabras que sabía que funcionarían porque siempre había sido así conmigo—. Chist —susurré—. Lo sé. Pronto pasará.
Las convulsiones no cesaron, ni los gritos se hicieron menos dolorosos, pero poco a poco perdieron violencia. Entre un acceso y otro, la señorita Winter tenía tiempo de inspirar desesperadas bocanadas de aire.
—No está sola. Estoy con usted.
Finalmente calló. Tenía la curva del cráneo apretada contra mi mejilla. Algunos mechones de su pelo me rozaban los labios. Podía notar en mis costillas su respiración trémula, las delicadas convulsiones de sus pulmones. Tenía las manos heladas.
—Tranquila, tranquila.
Nos quedamos un rato en silencio. Tiré del chal hacia arriba para cubrirle mejor los hombros y le froté las manos para darles calor. Tenía el rostro desfigurado. Apenas podía ver a través de sus hinchados párpados y tenía los labios secos y agrietados. El nacimiento de un moretón señalaba el lugar donde su cabeza había estado golpeando el pupitre.
—Era un buen hombre —dije—. Un buen hombre. Y lo quería.
Asintió lentamente. Su boca tembló. ¿Había intentado decir algo? Movió de nuevo los labios.
¿El seguro? ¿Era eso lo que había dicho?
—¿Fue su hermana quien estuvo toqueteando el seguro? —Ahora parece una pregunta dura, pero en aquel momento, tras haber arrastrado consigo el torrente de lágrimas toda formalidad, mi franqueza no pareció fuera de lugar.
Mi pregunta provocó en la señorita Winter un último espasmo de dolor, pero cuando habló, lo hizo con rotundidad.
—No fue Emmeline. No fue ella. No fue ella.
—Entonces, ¿quién?
La señorita Winter cerró los ojos y empezó a balancear y mover la cabeza de un lado a otro. He visto ese mismo comportamiento en animales del zoo enloquecidos por su cautiverio. Temiendo que el tormento la asaltara de nuevo, recordé lo que mi padre acostumbraba hacer para consolarme cuando era niña. Suave, tiernamente, le acaricié el cabello hasta que, aplacada, dejó descargar la cabeza en mi hombro.
Finalmente estuvo lo bastante tranquila para que Judith pudiera acostarla. En un tono infantil y somnoliento, la señorita Winter me pidió que me quedara. Arrodillada junto a su cama, la contemplé mientras se dormía. De vez en cuando un espasmo perturbaba su sueño y en su rostro se dibujaba el miedo. Cuando eso ocurría, le acariciaba el pelo hasta que los párpados se calmaban.
¿Cuándo me había consolado mi padre de ese modo? Un incidente emergió de las profundidades de mi memoria. Yo debía de tener entonces doce años. Era domingo y papá y yo estábamos comiendo unos sándwiches frente al río cuando llegaron unas gemelas. Dos niñas rubias con unos padres rubios que habían ido a pasar el día para admirar la arquitectura y disfrutar del sol. Todo el mundo reparaba en ellas. Probablemente estaban acostumbradas a las miradas de los desconocidos, pero no a la mía. En cuanto las vi el corazón me dio un vuelco. Fue como contemplarme en un espejo y verme completa. Con qué ardor me quedé observándolas, con qué avidez. Nerviosas, las gemelas le dieron la espalda a la niña de los ojos voraces y se aferraron a las manos de sus padres. Pude ver su miedo, y una mano dura me estrujó los pulmones hasta que el cielo se volvió negro. Más tarde, en la librería, yo en el asiento de la ventana, entre el sueño y la pesadilla; papá en el suelo, de cuclillas, acariciándome el pelo y murmurando su conjuro: « Chist, pronto pasará. Tranquila. No estás sola» .
Poco después llegó el doctor Clifton. Cuando me di la vuelta y lo vi en el umbral, tuve la sensación de que llevaba allí un buen rato. Al pasar frente a él cuando me iba, vi algo en su semblante que no supe interpretar.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
Yo pensaba que Emmeline si tenía algo que ver con la muerte de Jhon, pero según Winter no, entonces que pasó, en realidad un accidente?
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
Criptografía submarina
Regresé a mis habitaciones, con los pies avanzando con la misma lentitud que mis pensamientos. Nada tenía sentido. ¿Por qué había muerto John-the-dig? Porque alguien había toqueteado el seguro de la escalera de mano. No pudo ser el muchacho. De acuerdo con la historia de la señorita Winter, tenía una coartada clara: mientras John y su escalera salían volando desde la balaustrada hasta chocar contra el suelo, el muchacho estaba contemplando el cigarrillo de la señorita Winter sin atreverse a pedirle una calada. Por tanto, tuvo que ser Emmeline. Pero nada en la historia indicaba que Emmeline fuera capaz de algo así. Ella era una niña inofensiva, la propia Hester lo decía. Y la señorita Winter lo había expresado con claridad. No, no fue Emmeline. Entonces, ¿quién? Isabelle estaba muerta. Charlie había desaparecido.
Entré en mi habitación y me detuve frente a la ventana. La oscuridad era impenetrable; en el cristal solo aparecía mi reflejo, una sombra pálida a través de la cual se podía ver la noche.
—¿Quién? —le pregunté.
Finalmente escuché la voz en mi cabeza, queda y persistente, que había estado intentando desoír: Adeline.
« No» , dije.
« Sí» , dijo la voz. Adeline.
No podía ser. Los gritos de dolor por John-the-dig seguían frescos en mi mente. Nadie podría llorar así por un hombre al que ha matado, ¿o sí? Nadie podría asesinar a un hombre al que quiere lo suficiente para derramar todas esas lágrimas, ¿o sí?
Pero la voz en mi cabeza me narró, episodio tras episodio, la historia que tan bien conocía. La violencia en el jardín de las figuras, cada acometida de las tijeras de podar un golpe en el corazón de John; los ataques contra Emmeline, los tirones de pelo, las palizas y mordiscos; el bebé arrancado del cochecito y abandonado a su suerte, para que muriera o fuera encontrado. Una de las gemelas no estaba muy bien de la cabeza, decían en el pueblo. Hice memoria y cavilé. ¿Era posible? ¿Habían sido las lágrimas que acababa de presenciar lágrimas de culpa, lágrimas de remordimiento? ¿Había estado abrazando y consolando a una asesina? ¿Era ése el secreto que la señorita Winter había estado ocultando al mundo durante toda su vida? Me asaltó una desagradable sospecha. ¿Era ésa la intención de la señorita Winter contándome su historia, que la compadeciera, que la exonerara, que la perdonara? Sentí un escalofrío.
De una cosa por lo menos estaba segura: la señorita Winter había querido a John-the-dig; no podía ser de otro modo. Recordé su cuerpo, convulso y atormentado, apretado contra el mío, y comprendí que solo un amor truncado podía generar semejante desesperación. Recordé a la niña Adeline tendiendo una mano a John y a su soledad después de la muerte del ama, devolviéndolo a la vida al pedirle que le enseñara a podar las figuras del jardín.
El jardín que ella había destruido.
Mis ojos erraron por la oscuridad al otro lado de la ventana, por el magnífico jardín de la señorita Winter. ¿Era el jardín su homenaje a John-the-dig? ¿Su penitencia por el daño que había causado?
Me froté los ojos cansados y supe que debía acostarme, pero estaba demasiado cansada para conciliar el sueño. Si no hacía algo para detenerla, mi mente se pasaría toda la noche dando vueltas en círculos. Decidí darme un baño.
Mientras esperaba a que la bañera se llenara, busqué algo en qué ocupar la mente. Una bola de papel asomando por debajo del tocador llamó mi atención. La desplegué y la alisé. Era un renglón de caligrafía fonética.
En el cuarto de baño, con el agua como ruido de fondo, hice algunos intentos fugaces de encontrar sentido a la serie de símbolos, acompañada en todo momento por la sensación debilitante de que no había captado con precisión los sonidos emitidos por Emmeline. Visualicé el jardín iluminado por la luna, las contorsiones de las avellanas de bruja, el rostro grotesco y apremiante; volví a oír la voz entrecortada de Emmeline. Pero por mucho que me esforzaba, no conseguía recordar sus sonidos.
Me metí en la bañera, dejando en el borde el pedazo de papel. El agua, caliente en los pies, en la piernas, en la espalda, se enfrió al entrar en contacto con la mácula en mi costado. Con los ojos cerrados, me deslicé bajo la superficie. Orejas, nariz, ojos, la cabeza al completo. El agua me repicó en los oídos, el pelo se separó de las raíces.
Salí en busca de aire y volví a sumergirme. Otra vez aire y agua.
Sueltas, como envueltas en agua, en mi cabeza empezaron a flotar ideas. Sabía lo suficiente sobre el lenguaje de gemelos para saber que nunca es un lenguaje inventado en su totalidad. En el caso de Emmeline y Adeline, su lenguaje estaría basado en el inglés o el francés, quizá contuviera elementos de ambos.
Aire. Agua. La introducción de distorsiones; en la entonación, tal vez, o en las vocales. Y a veces un efecto extra, añadido para camuflar el significado, no para transmitirlo.
Aire. Agua.
Un rompecabezas. Un código secreto. Una criptografía. No podía ser tan complicado como los jeroglíficos egipcios o la lineal B micénica. ¿Cuál sería el proceso que debía seguir? Examina cada sílaba por separado. Cada sílaba podría ser una palabra o parte de una palabra. Retira primero la entonación. Juega con la acentuación. Experimenta alargando, acortando y allanando los sonidos vocales. Acto seguido, ¿que te sugiere la sílaba en inglés? ¿Y en francés? ¿Y si la excluyeras y jugaras con las sílabas colindantes? Existiría un vasto número de combinaciones posibles. Miles. Pero no sería un número infinito. Un ordenador podría hacerlo. También un cerebro humano, si dispusiera de uno o dos años.
Los muertos están bajo tierra.
¿Qué? Me senté de golpe. Las palabras me habían llegado de la nada y ahora me aporreaban dolorosamente el pecho. Carecían de sentido. ¡No podía ser!
Temblando, alargué una mano hasta el borde de la bañera, donde había dejado el trozo de papel, y me lo acerqué a los ojos. Lo examiné. Mis anotaciones, mis símbolos y signos, mis garabatos y mis puntos no estaban. Habían estado descansando en un charco de agua y se habían ahogado.
Traté de recordar los sonidos tal como me habían llegado debajo del agua, pero se habían borrado de mi memoria. Lo único que podía recordar era el rostro tenso y concentrado de Emmeline y las cinco notas que había entonado mientras se alejaba.
Los muertos están bajo tierra. Palabras que habían penetrado en mi mente ya formadas y se habían marchado sin dejar rastro. ¿De dónde habían salido? ¿De qué tretas se había valido mi mente para pergeñar esas palabras?
Yo no creía realmente que Emmeline hubiera dicho eso, ¿verdad?
« Vamos, sé razonable» , me dije.
Alcancé el jabón y decidí expulsar de mi cabeza esas alucinaciones submarinas.
Maga- Mensajes : 3549
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Re: Lectura Octubre 2018
mmm, yo pensaba que Emmeline era la gemela mala, pero Marg dice que es la Sra. Winter, será? y por que Marg ha estado cansada últimamente, esa casa le esta chupando la energía o que?
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura Octubre 2018
Mechones
En casa de la señorita Winter nunca miraba el reloj. Para los segundos contaba con las palabras; los minutos eran renglones de caligrafía en lápiz. Once palabras por renglón, veintitrés renglones por hoja, he ahí mi nueva cronometría. Paraba regularmente para hacer girar la manivela del sacapuntas y observar las virutas de madera con carboncillo columpiarse hasta la papelera; esas pausas marcaban mis « horas» . Tan absorta me tenía la historia que estaba escuchando y escribiendo que no deseaba nada más. Mi propia vida había quedado reducida a la nada. Mis pensamientos diurnos y mis sueños nocturnos estaban habitados por seres que pertenecían al mundo de la señorita Winter, no al mío. Eran Hester y Emmeline, Isabelle y Charlie quienes vagaban por mi imaginación, y Angelfield era el lugar al que siempre volvían mis pensamientos. La verdad era que no me molestaba renunciar a mi vida. Sumergirme hasta las profundidades de la historia de la señorita Winter era un modo de dar la espalda a mi propia historia. Sin embargo, no es tan fácil olvidarse de sí mismo. Por mucho que insistiera en mi ceguera, no podía escapar al hecho de que ya era diciembre. En el fondo de mi mente, en la linde de mi sueño, en los márgenes de las hojas que tan frenéticamente llenaba con palabras, era consciente de que había comenzado la cuenta atrás y sentía la aproximación implacable de mi cumpleaños. El día siguiente a la noche de las lágrimas no vi a la señorita Winter. Se quedó en cama y solo recibió a Judith y al doctor Clifton. Lo agradecí. Tampoco yo había pasado una buena noche. Un día después, no obstante, me mandó llamar. Fui a su sencilla habitación y la encontré acostada. Me pareció que sus ojos habían aumentado de tamaño. No llevaba maquillaje. Tal vez su medicación se hallara en su momento de máxima efectividad, porque el caso es que la señorita Winter irradiaba una tranquilidad que no le había visto hasta entonces. No me sonrió, pero cuando levantó la vista vi amabilidad en sus ojos.
—No necesitará la libreta ni el lápiz —dijo—. Hoy quiero que haga otra cosa por mí.
—¿Qué?
Judith entró. Extendió una sábana en el suelo, arrastró la silla de ruedas desde la habitación contigua y sentó en ella a la señorita Winter. Trasladó la silla hasta el centro de la sábana y la giró para que la señorita Winter pudiera mirar por la ventana. Luego le colocó una toalla sobre los hombros y desplegó sobre ella la mata de pelo naranja.
Antes de irse me tendió unas tijeras.
—Buena suerte —dijo con una sonrisa.
—¿Qué se supone que debo hacer? —le pregunté a la señorita Winter.
—Cortarme el pelo, naturalmente.
—¿Cortarle el pelo?
—Sí. No ponga esa cara. No tiene ningún secreto.
—Pero no sé cómo se hace.
—Solo tiene que coger las tijeras y cortar. —Suspiró—. No me importa cómo lo haga. No me importa cómo quede. Sencillamente deshágase de él.
—Pero yo…
—Por favor.
Me coloqué a regañadientes detrás de la señorita Winter. Después de dos días en cama, su pelo era una maraña de hirsutas hebras naranjas. Estaba seco, tan seco que temí que crujiera, y salpicado de pequeños enredos.
—Será mejor que lo cepille primero.
Estaba demasiado enredado. Aunque la señorita Winter no dejaba escapar una sola queja, yo notaba que se encogía con cada cepillada. Decidí que sería más piadoso cortar directamente los nudos y dejé el cepillo a un lado.
Con timidez, di el primer tijeretazo. Unos pocos centímetros, hasta la mitad de la espalda. Las hojas atravesaron limpiamente el cabello y los pedazos aterrizaron en la sábana.
—Más corto —dijo suavemente la señorita Winter.
—¿Por aquí? —Le toqué los hombros.
—Más corto.
Levanté un mechón y corté con mano temblorosa. Una culebra naranja resbaló hasta mis pies y la señorita Winter empezó a hablar.
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Recuerdo que unos días después del entierro me hallaba en el antiguo cuarto de Hester. No por una razón concreta; simplemente estaba allí, frente a la ventana, mirando al vacío. Mis dedos tropezaron con una pequeña protuberancia en la cortina. Un roto que ella había zurcido. Hester era una cuidadosa costurera. Así y todo, por un extremo asomaba un trozo de hilo. De forma ociosa, distraída, empecé a jugar con él. No pretendía tirar del hilo, en realidad no pretendía nada… Pero de repente ahí estaba, en mis dedos. El hilo, en toda su largura, zigzagueando con el recuerdo de las puntadas. Y el agujero de la cortina abierto. Pronto empezaría a deshilacharse. A John nunca le gustó tener a Hester en la casa. El día en que se marchó, lo celebró. Aun así, una cosa era cierta: si Hester hubiera estado allí, John no habría subido al tejado. Si Hester hubiera estado allí, nadie habría toqueteado el seguro de la escalera. Si Hester hubiera estado allí, ese día habría amanecido como cualquier otro día, y como cualquier otro día John habría hecho sus labores de jardinero. Cuando la ventana salediza hubiera proyectado su sombra vespertina sobre la grava, allí no habría habido ninguna escalera, ni peldaños, ni un John tendido en el suelo para no sentir la fría caricia. Aquel día habría llegado y se habría marchado como cualquier otro, y por la noche John se habría acostado y habría dormido profundamente, sin soñar que caía al vacío. Si Hester hubiera estado allí. El agujero en la cortina me resultó insoportable.
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Yo había estado dando tijeretazos al pelo de la señorita Winter mientras ella hablaba, pero al llegar a la altura de los lóbulos me detuve.
Alzó una mano y palpó la longitud.
—Más corto —dijo.
Recuperé las tijeras y seguí cortando.
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El muchacho seguía apareciendo todas las mañanas. Cavaba, desherbaba, plantaba y abonaba. Yo suponía que continuaría trabajando hasta cobrar el dinero que le debíamos, pero cuando el abogado me entregó una suma en efectivo —« Para que puedan mantenerse hasta que vuelva su tío» — y le pagué, siguió viniendo a trabajar. Le observaba desde las ventanas de arriba. Alguna que otra vez el muchacho levantaba la vista y yo daba un salto atrás, pero un día me vio y me saludó con la mano. No le devolví el saludo.
Todas las mañanas dejaba hortalizas en la puerta de la cocina, a veces junto con un conejo desollado o una gallina desplumada, y todas las tardes recogía las mondaduras para el abono. Se entretenía en la puerta, y como ya le había pagado casi siempre tenía un cigarrillo en los labios.
Yo había agotado los cigarrillos de John y me fastidiaba que el muchacho pudiera fumar y yo no. Nunca se lo dije, pero un día, estando él con el hombro apoyado en el marco de la puerta, me descubrió mirando el paquete de cigarrillos de su bolsillo superior.
—Te cambio uno por una taza de té —dijo.
Entró en la cocina —era la primera vez que entraba desde la muerte de John — y se sentó en la silla de John con los codos sobre la mesa. Yo me senté en la silla del rincón, donde solía sentarse el ama. Bebimos el té en silencio, lanzando bocanadas de humo que viajaban hacia el deslucido techo en forma de perezosas nubes y espirales. Después de dar la última calada a nuestros respectivos cigarrillos y apagarlos cada uno en su plato, se levantó sin decir una palabra, salió de la cocina y regresó a su trabajo. Al día siguiente, cuando llamó a la puerta con las verduras, entró directamente en la cocina, se sentó en la silla de John y me dio un cigarrillo antes incluso de que yo hubiera puesto el agua a hervir.
No hablábamos, pero teníamos nuestras propias costumbres.
Emmeline, que nunca se levantaba antes del mediodía, a veces pasaba la tarde en el jardín contemplando al muchacho hacer su trabajo. Yo la reñía.
—Eres la hija de la casa. Él es el jardinero. ¡Por el amor de Dios, Emmeline!
Pero era inútil. Emmeline esbozaba su lenta sonrisa a toda persona que conseguía fascinarla. Yo los vigilaba de cerca, teniendo presenté lo que el ama me había dicho sobre los hombres que no podían ver a Isabelle sin desear tocarla. Pero el muchacho no daba muestras de desear tocar a Emmeline, aun cuando le hablara con ternura y le gustara hacerla reír. No obstante, la situación me inquietaba.
A veces los observaba desde una ventana de arriba. Un día soleado vi a Emmeline tumbada en la hierba con la cabeza descansando en la mano y el codo apoyado en el suelo. La postura hacía resaltar la curva que ascendía desde la cintura hasta la cadera. Él volvió la cabeza para responder a algo que ella había dicho, y mientras la miraba, Emmeline rodó sobre su espalda, levantó una mano y se apartó un mechón de la frente. Fue un gesto lánguido, sensual, que me hizo sospechar que a ella no le importaría que él la tocara. No obstante, cuando el muchacho terminó de decir lo que estaba diciendo, se dio la vuelta, como si no lo hubiera notado, y siguió trabajando. Al día siguiente estábamos fumando en la cocina. Por una vez, rompí nuestro silencio.
—No toques a Emmeline —le dije. Me miró sorprendido.
—No la he tocado.
—Bien. Pues no lo hagas.
Pensé que con eso había terminado. Dimos otra calada a nuestros cigarrillos y me dispuse a retomar el silencio cuando, tras soltar el humo, él habló de nuevo.
—No quiero tocar a Emmeline.
Le oí. Oí lo que dijo. Esa curiosa entonación. Oí lo que quería decir. Sin mirarle, di otra calada a mi cigarrillo. Sin mirarle, expulsé lentamente el humo.
—Ella es más amable que tú —dijo.
Mi cigarrillo no estaba ni a la mitad, pero lo apagué. Caminé hasta la puerta de la cocina y la abrí.
Él se detuvo en el umbral, frente a mí. Yo estaba rígida, mirando hacia delante, hacia los botones de su camisa.
Su nuez subió y bajó cuando tragó saliva. Su voz sonó como un susurro.
—Sé amable conmigo, Adeline.
Indignada, levanté los ojos, decidida a fulminarle con mi mirada, pero la ternura que vi en su cara me sobresaltó. Por un momento me sentí… turbada.
Y él aprovechó el momento. Levantó una mano para acariciarme la mejilla.
Pero yo fui más rápida. Levanté un puño y aparté su mano de un latigazo.
No le hice daño. No hubiera podido hacérselo. Pero él parecía perplejo, decepcionado.
Y se marchó.
La cocina se quedó muy vacía después de aquella escena. El ama se había ido. John se había ido. También el muchacho se había ido.
«Te ayudaré», había dicho. Pero era imposible. ¿Cómo podía ayudarme un muchacho como él? ¿Cómo podía alguien ayudarme?
**************************************
La sábana estaba cubierta de pelo naranja. Yo caminaba sobre pelo y también lo tenía enganchado en los zapatos. El viejo tinte había desaparecido; los escasos mechones que pendían del cuero cabelludo de la señorita Winter eran enteramente blancos.
Retiré la toalla y le soplé en la nuca para espantar los restos de cabello.
—Pásame el espejo —dijo la señorita Winter.
Se lo pasé.
Con el cabello trasquilado parecía una chiquilla entrecana.
Se lo puso delante y se miró a los ojos, desnudos y apagados, durante un largo rato. Luego dejó el espejo sobre la mesa, boca abajo.
—Es justamente lo que quería. Gracias, Margaret.
La dejé sola, y cuando regresé a mi habitación pensé en el muchacho. Pensé en él y Adeline, y en él y Emmeline. Luego pensé en Aurelius, encontrado siendo un bebé, vestido con una prenda antigua y envuelto en una bolsa de cuero, con una cuchara de Angelfield y una página de Jane Eyre. Pensé largo y tendido en todo eso, pero por más que lo intenté no llegué a ninguna conclusión.
En uno de esos incomprensibles quiebros de la mente sí tuve, no obstante, una ocurrencia. Recordé lo que Aurelius me había dicho la última vez que estuve en Angelfield: « Ojalá hubiera alguien que pudiera contarme la verdad» . Y encontré su eco: « Cuénteme la verdad» . El muchacho del traje marrón. Eso explicaría por qué el Banbury Herald no tenía constancia de la entrevista para la que su joven reportero había viajado a Yorkshire. Aurelius era el muchacho del traje marrón.
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