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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
CINCUENTA Y CINCO
Había llegado el crepúsculo, la hora favorita del día de Isabelle. Y la estaba pasando en su lugar favorito: el bosque silvestre.Había cabalgado con Martin por la propiedad de los LeBenêt y había desmontado en cuanto llegaron al bosque para que el viejo caballo descansara. Mientras paseaban entre los árboles, la joven respiró hondo el limpio aire de aquel lugar. Hacía años que no lo pisaba. Se le había olvidado lo embriagador que resultaba el aroma de la naturaleza: una mezcla de humedad, hojas podridas, resinosas agujas de pino y las oscuras aguas minerales de los arroyos rocosos que lo recorrían. Tomó nota de todos los indicadores conocidos: la gigantesca roca blanca, el árbol derribado por un rayo, una arboleda de abedules de plata... Aunque era capaz de encontrar el camino con los ojos cerrados.
Por fin llegó a su destino: un emparrado oculto en el interior del bosque. Todo estaba como lo recordaba: el dosel de hojas, los descuidados arbustos de bayas e incluso el diminuto corazón. Seguía allí, en un banco cubierto de musgo, construido con piedras y cáscaras de nuez. Faltaban algunas, pero la mayoría resistía, blanqueadas por la lluvia
y la nieve.
Isabelle se sentó en el suave musgo y tocó una de las piedras. Había intentado con todas sus fuerzas no pensar en Félix desde su visita al marqués, pero, de repente, todo volvió a ella. Lo veía a él y se veía ella, igual que el día que habían hecho el corazón.
Eran los mejores amigos del mundo. Almas gemelas. Desde el día en que su madre se había casado con el padre de Ella y las había llevado a Tavi y a ella a vivir a la Maison Douleur. Era el hijo del mozo de cuadra y le gustaban los caballos tanto como a ella. Cabalgaban juntos por valles y colinas, por arroyos y prados, hasta lo más profundo del bosque silvestre.
Desde el principio, su madre no lo aprobaba. Dos años atrás, cuando Isabelle cumplió los catorce y Félix los dieciséis, había declarado que la joven era demasiado mayor para comportarse como un marimacho.
Había llegado el momento de dejar de montar, de aprender a cantar y a bailar, y a hacer las cosas que hacían las damas como Dios manda, pero Isabelle no quería ni oír hablar del tema. Se escapaba con Félix siempre que podía. Lo adoraba. Lo quería. Y, entonces, un día se dio cuenta de que estaba enamorada de él.
Habían cabalgado al interior del bosque silvestre y se habían detenido en lo alto de la Hondonada del Diablo, un desfiladero arbolado. Por mucho que les gustara explorar, sabían que no debían aventurarse en el desfiladero porque estaba encantado. Así que se tiraron en el banco de musgo, y se comieron las cerezas y la tarta de chocolate que Isabelle había birlado de la cocina.
Cuando estaban terminando y Félix le limpiaba a Isabelle el jugo de cereza de la barbilla con la manga, oyeron que una ramita se partía detrás de ellos.
Se volvieron, despacio. Una cierva se había atrevido a acercarse. Estaba a pocos metros y, con ella, sus cervatillos gemelos, todavía tambaleantes sobre sus patas larguiruchas. Tenían los negros hocicos relucientes y húmedos, el suave pelaje salpicado de blanco, y unos ojos oscuros enormes y confiados. Mientras la cierva pastaba y los cervatillos contemplaban al par de extraños animales sentados en el banco, Isabelle sintió que el corazón le estallaba de alegría. Jamás había visto nada tan bello. Por instinto, alargó la mano para tomar la de Félix. Él la aceptó y no se la soltó hasta que los ciervos se fueron.
Isabelle miró sus manos y después a él, con una pregunta en el rostro, y él se la respondió. Con un beso. Ella contuvo el aliento y se rio; después le devolvió el beso.
Félix olía a todas las cosas que ella amaba: a caballos, cuero, lavanda y heno.
Sabía a cerezas, chocolate y chico.
Era la seguridad conocida y el peligro nuevo.
Antes de marcharse, habían hecho juntos aquel corazón. Isabelle todavía lo recordaba, los dos juntos, colocando las piedras y las nueces...
—Qué bonita imagen —dijo una voz a su lado.
La joven dio un respingo; ahogó un grito. Las imágenes volaron como pétalos de rosa con el viento.
Tanaquill se rio.
—Ah, la felicidad mortal —dijo—. Tan efímera como el alba, tan frágil como el ala de una libélula. Vosotros, pobres criaturas, la tenéis, la perdéis y después os pasáis el resto de vuestras vidas torturándoos con recuerdos hasta que la vejez os lleva a una muerte lenta e incruenta. —Se limpió una mancha color carmesí de la comisura de los labios con el pulgar y se lo lamió—. Mejor una muerte rápida y sangrienta, en mi opinión.
—¿Habéis... habéis visto lo que yo veía? —preguntó Isabelle, con el corazón todavía acelerado por el susto.
—Por supuesto. El corazón deja ecos que merodean como fantasmas. Tanaquill llevaba puesto un vestido de relucientes alas de mariposas azules con los bordes negros. Una corona de rosas negras le adornaba la cabeza; varias mariposas se habían posado en ella, y sus alas de gasa se abrían y cerraban lentamente.
—¿Has encontrado ya los fragmentos de tu corazón, Isabelle? — preguntó la reina de las hadas.
—Ne... necesito algo más de tiempo —contestó ella, con la esperanza de que Tanaquill no le preguntara por qué. No quería decirle lo mal que había salido su visita al orfanato—. Al menos, ahora creo saber cuáles son: la bondad, la amabilidad y la caridad.
Isabelle pensaba que la reina estaría encantada al saber que había averiguado cuáles eran los fragmentos, aunque todavía no los hubiera encontrado, pero no fue así.
—Te pedí que encontraras los pedazos de tu corazón, no del de otra persona —respondió en tono glacial.
—Lo intento. ¡De verdad! Pero...
—¿Tirándoles huevos a los huérfanos?
Isabelle se miró las botas, con las mejillas encendidas.
—Os habéis enterado...
—Y tu deseo... ¿todavía es ser guapa?
—Sí —contestó ella, decidida, levantando de nuevo la mirada. Tanaquill le dio la espalda con un gruñido y después se volvió de nuevo hacia ella.
—Te observaba cuando eras pequeña, ¿lo sabías? —le preguntó, y la señaló con una de sus largas uñas—. Te observé pelear, columpiarte en los árboles, jugar a generales... Escipión, Aníbal, Alejandro Magno.
Ninguno de ellos deseaba ser guapo.
—Alejandro no necesitaba ser guapo —estalló Isabelle, frustrada—. Su madre no lo obligaba a lucir vestidos ridículos ni a bailar minuetos.
Alejandro era un emperador con vastos ejércitos a su mando y un caballo de guerra magnífico llamado Bucéfalo. Yo soy una muchacha que apenas puede andar. Y este es mi magnífico caballo —añadió, señalando con la cabeza a Martin, que en pleno ataque de glotonería se había metido tanto en las zarzas que lo único que se le veía era el huesudo trasero—. Ni
él ni yo vamos a invadir Polonia en el futuro próximo.
Tanaquill parecía a punto de volver a hablar, pero se calló. Olisqueó el aire y prestó atención como hacen los animales, no solo con los oídos, sino también con la carne, con los huesos.
Isabelle también lo oyó: una rama rota; pasos a través de las hojas. La reina de las hadas se volvió hacia ella.
—Pues inténtalo con más ganas, muchacha —le dijo—. El tiempo no está de tu parte.
Y desapareció, y la joven se quedó sola con quienquiera que se acercara. Pocas personas se aventuraban a entrar en el bosque silvestre al anochecer. Isabelle recordaba al desertor que había intentado robarle las gallinas. Había intentado matarla. Estaba segura de que volvería a intentarlo.
Tras maldecirse por haber sido lo bastante estúpida como para alejarse tanto de la seguridad de la casa sin espada ni daga, ni tan siquiera una navaja, miró a su alrededor en desesperada búsqueda de un arma: una rama, una piedra grande, cualquier cosa. Entonces recordó los regalos de Tanaquill. Se metió la mano en el bolsillo con la esperanza de que uno de ellos se transformara en algo con lo que defenderse, pero siguieron siendo un hueso, una cáscara y un tegumento.
Sabía que estaba metida en un lío. Estaba a punto de salir corriendo hacia Martin, de abandonar el bosque al galope, cuando una figura salió de la penumbra, y su corazón traidor le dio un vuelco.
No era un ladrón de pollos el que se le acercaba, aunque no dejaba de ser un desertor.
—De los peores —susurró Isabelle.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
CINCUENTA Y SEIS
Al principio, Felix no la vio.Estaba demasiado ocupado mirando arriba, escudriñando el crepúsculo, aunque Isabelle no sabía qué le llamaba tanto la atención.
Tropezó con una raíz, se enderezó y tuvo que mirarla dos veces para convencerse de que estaba allí. Cuando se le pasó la sorpresa inicial, esbozó una amplia sonrisa. Sus preciosos ojos azules se iluminaron. «No te alegres de verme. No sonrías. No tienes derecho», dijo Isabelle en silencio.
—Isabelle, ¿eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Hablando con las hadas —respondió ella, seca—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—Buscando un nogal caído o, al menos, una buena rama.
—¿Para qué?
—Necesito madera de nogal para tallar mis comandantes. Para mi ejército de soldados de madera. Suelo usar los restos de los muebles que fabricamos en el taller. —La luz de sus ojos se apagó un poco—. Pero ahora mismo no tenemos ningún pedido de escritorios o armarios. Solo de ataúdes. Y para esos usamos pino.
Se quitó la bolsa del hombro y la dejó sobre el banco de musgo. Después se sentó al lado de Isabelle.
—Oí lo de tu casa. Lo siento.
Isabelle le dio las gracias. Félix le preguntó cómo le iba en la granja de los LeBenêt. Isabelle respondió que era mejor que morir de hambre. Su conversación podría haber seguido con aquella sucesión de preguntas y respuestas tensas si los arbustos cercanos no se hubieran sacudido con violencia.
Félix miró hacia el ruido.
—Es Martin —dijo la muchacha.
—Deja que lo adivine: moras —repuso él entre risas—. ¿Recuerdas cuando se comió el cubo entero que habíamos recogido para Adélie?
Mientras hablaba se echó hacia atrás, y su mano se apoyó en una de las piedras del corazón.
Se volvió y movió la mano.
—Todavía está aquí... —dijo, mirándolo.
Sus ojos buscaron los de Isabelle un instante, y lo que la joven vio en sus profundidades la dejó sin aliento: dolor, un dolor tan profundo como el suyo.
No se lo esperaba. No esperaba que recordara el corazón, y se preguntó si también habría recordado lo demás. De ser así, no lo compartía. Ahora sus ojos estaban en otra parte, y sus profundidades, ocultas. Había abierto el saco y buscaba algo en él.
—Tengo una cosa para ti —dijo a toda prisa, como si intentara evitar aquel tema que nadie había sacado.
De la bolsa extrajo las mismas herramientas de su oficio que Isabelle había visto cuando vació el morral en la casa del marqués, pero también otras cosas.
Objetos extraños. Una mano humana. Medio rostro. Unos dientes. Dos ojos.
Isabelle abrió los ojos como platos, horrorizada.
Félix se dio cuenta y se rio.
—No son de verdad —dijo mientras cogía la mano y se la ofrecía.
La joven la aceptó, esperando encontrarla caliente. La piel pintada era muy realista.
—¿Por qué los tienes?
—Los fabrico. Ahora hago muchas partes del cuerpo, con tantos hombres heridos en el campamento militar. Hay tal demanda que el coronel Cafard no permite que me aliste. Lo intenté, pero me dijo que era más valioso para el ejército trabajando para maese Jourdan que para él.
«Además, tu puntería es horrenda», pensó Isabelle al recordar aquella vez que les habían permitido disparar las pistolas de su padrastro. Él le había dado a todo menos al blanco.
Félix siguió rebuscando en su bolsa hasta que por fin sacó un objeto y lo dejó en el regazo de Isabelle.
—Aquí está. Este es para ti.
La joven bajó la mano y miró lo que le había dado: era una zapatilla de cuero, fina y bien cosida, con un refuerzo y cintas por encima del empeine. La levantó. Pesaba.
—¿Qué es?
Félix no contestó, sino que se la quitó, soltó un poco las cintas y sacó lo que lastraba la zapatilla. Cuando dejó el objeto en las manos de Isabelle, la joven vio que se trataba de un bloque de madera tallado con la forma de los dedos del pie. Cada uno de ellos estaba bien delineado, separado de sus compañeros y lijado hasta quedar muy suave.
—Dedos... —comentó, desconcertada.
—Tus dedos —la corrigió él mientras los recuperaba.
—Es un regalo muy poco común. A la mayoría de las chicas les regalan bombones. O flores.
—Tú nunca fuiste como la mayoría. ¿Lo eres ahora? —preguntó Felix, algo crispado. Después metió de nuevo los dedos en la zapatilla y añadió un poco de la lana de cordero que guardaba en la bolsa—. Pruébatela —le dijo.
Isabelle se subió la falda y se quitó la bota. Después se puso la zapatilla y empezó a atar las cintas.
—No las estás apretando lo suficiente —dijo el joven—. Tiene que quedarte como un guante. —Se inclinó sobre ella, tiró más de los lazos y los ató—. Ponte de pie —le pidió al acabar.
Isabelle lo hizo. La zapatilla le encajaba mejor que un guante, era como parte de su propia piel. Se metió de nuevo la bota.
—Da un paso. Pero ten cuidado, no olvides que te abriste de nuevo la cicatriz cuando te caíste de Martin —le recordó Félix mientras guardaba las distintas partes del cuerpo en su bolsa.
La muchacha apretó los puños. Félix la estaba obligando a desear algo con muchas fuerzas. De nuevo. ¿Y si no funcionaba la zapatilla? ¿Y si le dolía? ¿Y si no hacía más que empeorar las cosas? El chico tenía talento para empeorar las cosas.
—Venga, Isabelle. Eres demasiado valiente para dudar. Da un paso.
La retaba con su voz, la pinchaba, y eso la ofendía. Felix veía miedo en ella, y la muchacha no quería que lo viera. Apoyó el pie con cautela, conteniendo el aliento. No dolía. Dejó escapar el aire. Dio un paso. Y otro.
El peso de los dedos tallados estaba equilibrado a la perfección. Al estar tan ajustado, los dedos se quedaban bien pegados al resto del pie. Nada se deslizaba ni restregaba. Jamás había esperado volver a caminar sin cojear y, sin embargo, allí estaba: sus pasos eran relajados y tranquilos.
La embargó la felicidad. Se puso a caminar de un lado a otro.
—Tómatelo con calma —le advirtió Félix.
Ella corrió de un lado a otro.
—Isabelle.
La joven se subió de un salto al banco de musgo y se puso a brincar. Apoyó el peso en el pie nuevo. Giró, dio zancadas, se rio con ganas. Alegre y emocionada, se olvidó de la compostura. Se olvidó de sentirse incómoda. Se olvidó de su enfado.
—Gracias, Felix. ¡Gracias! —exclamó, y, siguiendo un impulso, le rodeó el cuello con sus brazos.
No vio que los ojos de Felix rebosaban anhelo cuando lo abrazó. No supo que, por un instante, el joven apretó la mejilla contra su cabeza. Lo que sí notó fue que sus brazos se quedaban rígidos a los lados y que después se apartaba de ella.
Dolida, dio un paso atrás.
—Isabelle, no puedo... —empezó a decir.
—¿Que no puedes qué? ¿Acercarte demasiado? —le preguntó ella, ronca—.
No, no deberías. Estoy rota. Y las cosas rotas cortan.
—O me aparto o te abrazo. ¿Y después qué?
Isabelle no se creía lo que acababa de oír.
—¿Es una broma pesada, Felix? —le preguntó, enfadada—. Deberías irte.
Vete. Lo más lejos que puedas.
—Eso ya lo he intentado.
Entonces alargó una mano y le cogió la mejilla. Isabelle le agarró la muñeca con la intención de empujarlo, pero sus dedos se aferraron a ella. Se apoyó en su palma, en su cercanía, en su calor, y se le derritieron las defensas.
—No lo hagas, no es justo —dijo.
—No, no lo es —coincidió él.
—Dijiste que me amabas, pero no era cierto. Mentías. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste mentirme, Felix?
Entonces, Felix la besó, y sus labios eran dulces, tristes y amargos, e Isabelle le devolvió el beso agarrándose a su camisa, tirando de él hacia ella. Al final, el joven rompió el beso, y ella lo miró, desconcertada, buscando sus ojos. Ya ves lo poco que te quería —dijo el muchacho con voz ronca—. Y lo poco que te sigo queriendo.
Entonces recogió su bolsa y se alejó dejando a Isabelle sola en la creciente penumbra.
—¿Te vas? —le gritó—. ¿Otra vez?
—¿Qué voy a hacer si no? ¿Dejar que me rompas el corazón por segunda vez?
—¿Yo? —balbuceó ella—. ¡¿Yo?!
Isabelle se puso a dar vueltas, furiosa. Después cogió una nuez caída del árbol, dentro de su cáscara verde y redonda, y se la lanzó a la espalda.
Falló por un kilómetro.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
CINCUENTA Y SIETE
—Me gustaría reservar pasajes —le dijo la Parca a la joven que estaba detrás del mostrador—. A Marsella. Para dentro de una semana. Me han dicho que aquí me ayudarían con los preparativos.Estaba en el bullicioso vestíbulo de la posada de la aldea. Los viajeros entraban y salían. Un gato maullaba dentro de su jaula de mimbre. La niña que sostenía la jaula lloraba. Su madre, agobiada, intentaba silenciarlos a los dos.
—Sí, madame. ¿Cuántos pasajeros?
—Solo yo, mi criada y nuestro baúl. Me llamo madame Sévèrine. Me alojo en la residencia de los LeBenêt.
—Muy bien, madame —asintió la muchacha—. Yo me encargo de la reserva y de enviar a un mozo a la granja para confirmarla —le informó sin despegar las manos del mostrador.
La Parca frunció el ceño. No quería que se olvidara de su solicitud ni que se equivocara.
—¿Eso es todo? ¿No debería escribirlo en un libro de contabilidad? La joven sonrió y se tocó la sien.
—Este es mi libro de contabilidad. No sé escribir. No se preocupe, madame, yo me encargo del carruaje.
La Parca estaba tan distraída por el ruido que no se había fijado en que los ojos azul pálido de la chica miraban al frente, ciegos. «Ah, sí, la hija del posadero... Odette», meditó. Intentó ver los detalles de su mapa y recordó vagamente una vida infeliz. «Se le negó su amor verdadero, ¿era eso?», se preguntó. Bueno, fuera cual fuera el destino que le hubiera dibujado, estaba claro que Volkmar lo alteraría. La muchacha acabaría siendo víctima de la guerra, como el resto de los aldeanos.
La Parca le dio las gracias y se volvió para marcharse, deseando salir del barullo de la posada. Qué bien sentaba saber que pronto se despediría de SaintMichel y del desagradable asunto que la había llevado hasta allí. Porque dicho asunto estaba a punto de volverse muchísimo más desagradable.
—¿Te vas tan pronto? —preguntó una voz junto a su codo—. Debes de sentirte muy segura. Aunque no sé por qué.
A la Parca se le agrió el buen humor.
—Marqués —le dijo, mirándolo—. Siempre es un placer saludarte. Azar estaba muy elegante con su sombrero negro, su chaqueta de color amarillo pálido y sus bombachos beis. Le ofreció el brazo a la Parca, y juntos salieron del establecimiento.
—¿Dónde está tu carruaje? Te acompañaré hasta él —le dijo Azar.
La Parca señaló a Losca, que estaba calle abajo, sentada en el asiento del conductor de un carro de madera, con las riendas de Martin en las manos.
—Ahí está. Es tan cómodo como elegante.
Azar se rio, y los dos echaron a andar. El hombre inclinó la cabeza hacia ella mientras caminaban.
—Solo porque hayas incendiado la casa de Isabelle no creas que has ganado la apuesta —le dijo en voz baja—. Establecimos unas reglas, ¿recuerdas? Ninguno de los dos puede forzarla a elegir.
La Parca adoptó una expresión inocente.
—No pensarás que he tenido algo que ver, ¿verdad?
—Más que algo, en realidad. Invitarlas a la granja de los LeBenêt fue una jugada muy inteligente. Pero yo también puedo invitarlas a vivir conmigo. Y lo haré.
—Puedes, pero no irán. Les he dicho que eres un hombre de moral dudosa.
—Entonces, iré yo a ellas.
—No, no lo creo —respondió la Parca, que esbozó una sonrisa petulante—. He oído que hay una joven baronesa encantadora que vive en el pueblo de al lado...
—¿La hay? —preguntó Azar como si nada mientras se limpiaba una pelusilla invisible de la chaqueta.
—Le gustan mucho las cartas. Y apostar besos en vez de monedas..., una propensión que su marido no aprueba en absoluto.
—No puedes culparme por lo sucedido —repuso Azar, dolido—. ¡No mencionó que estuviera casada!
—El barón tiene buena puntería, según me cuentan.
—Muy buena —respondió el marqués, apenado—. Le abrió un agujero a mi sombrero favorito.
—El rumor ha llegado a oídos de madame LeBenêt. Y de la madre de las muchachas. Me he asegurado de ello. Están escandalizadas. Yo en tu lugar no pondría un pie en la granja —dijo la Parca, y cambió de tema—. En cualquier caso, ¿qué hacías en la posada?
—Enviar a un hombre a París a comprarme un champán decente — contestó Azar—. Y una cuña de Stilton. Té fuerte de calidad. Y la prensa. —Sus cálidos ojos se enfrentaron a los helados de la Parca—. Las zonas rurales son horrendas. Al menos estamos de acuerdo en eso, ¿no?
—Sin duda —respondió la Parca con pesar—. Yo también envié a alguien a París hace poco para que me trajera algunos lujos con los que iluminar mi aburrida vida con madame LeBenêt.
—¿Tan malo es?
—Esa mujer es tan tacaña que usa el mismo café molido diez veces. Vendería mi alma por una buena cafetera humeante. —Se rio entre dientes—. Si tuviera alma, claro. Ay, marqués, si estos mortales supieran, si comprendieran, aunque fuera una pizca lo que supone irse a la tumba y lo que supone pasarse la eternidad tumbados en ella, comerían chocolate para desayunar y caviar para comer, y cantarían arias mientras alimentan a los cerdos. El peor día sobre la tierra es mejor que cualquiera debajo de ella. En fin. Pronto nos marcharemos de este lugar. Al menos yo. Llegaron al carro. Azar saludó a Losca llevándose la mano al sombrero.
—Yo no estaría tan seguro —dijo—. Mi maga estuvo anoche en el bosque silvestre y fue testigo de un interludio romántico. Ya ha encontrado un pedazo de su corazón. Faltan dos.
La Parca lo miró con una sonrisa mordaz y respondió:
—Encontrar los fragmentos de un corazón lleva su tiempo. ¿Cómo va la calavera? Ya sabes a cuál me refiero, ¿no? La que está al pie del mapa de la joven Isabelle. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Semanas? ¿Días? —Azar apretó los labios. Se le tensaron los músculos de la mandíbula—. Días, sí. Eso me parecía —ronroneó la Parca, y le dio una palmadita en el brazo—. Disfruta de tu champán.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
CINCUENTA Y OCHO
Bette parpadeaba con sus pacientes ojos castaños mientras rumiaba.—Buena chica, Bette —le dijo Isabelle, y dio unas palmaditas en los cuartos traseros de la vaca.
Se sentó en un banco de madera bajo, apoyó la mejilla en el cálido costado de la vaca y empezó a ordeñarla. La lenta respiración de Bette y el rítmico sonido de la leche al caer en el cubo de madera consiguieron que la cansada Isabelle tuviera aún más sueño. Apenas había pegado ojo aquella noche. Las imágenes de Felix le anegaban el cerebro. Sus palabras de enfado le resonaban en la cabeza.
¿Cómo podía acusarla de romperle el corazón, si había sido al revés? Los recuerdos la arrastraron de vuelta en el tiempo a un lugar al que no deseaba ir. Después de su beso en el bosque silvestre, cuando se percataron de que estaban enamorados, Felix y ella decidieron huir. Los dos sabían que maman jamás les permitiría estar juntos, así que trazaron un plan: se llevarían a Nero y a Martin, y cabalgarían hasta Italia. Allí, Felix buscaría trabajo en Roma como aprendiz en el estudio de un escultor.
Isabelle se dedicaría a impartir clases de equitación y, por las noches, ambos visitarían las antiguas ruinas de la ciudad, pasearían por donde antes habían paseado los césares, pisarían los mismos caminos por los que sus ejércitos habían marchado.
Y cuando Felix fuese un escultor famoso y rico, viajarían a Mongolia y retarían a los jefes tribales a carreras de caballos. Observarían cazar a las águilas en las estepas rusas. Cabalgarían en camello con los beduinos.
Descubrirían las maravillas del mundo entero.
Pero maman descubrió sus planes. Furiosa, había despedido al padre de Felix y echado a toda su familia. No obstante, antes de marcharse, el joven subió por la enredadera hasta la ventana del dormitorio de Isabelle y le juró que regresaría a buscarla, que se reunirían en el bosque silvestre.
Necesitaba unos cuantos días para ayudar a su familia a encontrar un sitio en el que vivir, le dijo, y después le dejaría una nota en el hueco del tilo para avisarla de la fecha del encuentro.
Isabelle preparó una bolsa de viaje y la escondió bajo la cama. Todas las noches, cuando su madre se acostaba, ella bajaba por la enredadera y corría por el patio hasta el tilo con la esperanza de encontrar la nota de Felix. Pero nunca apareció.
El verano dio paso al otoño y después al invierno. Los vientos helados y la profunda capa de nieve le impedían salir de su dormitorio por las noches, aunque para entonces ya no importaba: se había rendido. Felix
era lo más importante del mundo para ella, pero ella no significaba nada
para él.
¿Cuántas noches había llorado hasta dormirse, con Tavi meciéndola?
También Ella lo había descubierto, de algún modo, y había sido más
amable que nunca con Isabelle. Sin embargo, Isabelle, destrozada y con el
corazón roto, se lo había pagado con crueldad.
Y ahora Felix estaba de vuelta. Le había fabricado una zapatilla. Le
había hecho creer que todavía sentía algo por ella. La había abrazado y
besado en el bosque silvestre, y, después, se había comportado como si
Isabelle tuviera la culpa de lo sucedido. O de lo que no había sucedido,
más bien.
Y allí estaba ella, consternada y falta de sueño por alguien que, hiciera
lo que hiciera, dijera lo que dijera, no había sentido por ella lo suficiente
como para decirle por qué la había abandonado. Era una estupidez; era
una estúpida. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Vivía
en un pajar. Solo tenía un vestido. Su madre no paraba de confundir a
una col con el duque de Burgundy.
Bette mugió, impaciente. Isabelle no se había dado cuenta, pero la
había dejado seca. Con gran esfuerzo, se quitó de la cabeza a Felix y
recogió el cubo de leche. Bette era la última vaca que tenía que ordeñar
esa noche, de lo que la joven se alegraba; las tareas del día le resultaban
interminables, así que estaba deseando acabar.
Con el cubo en la mano, corrió a la vaquería. Perdida en sus
pensamientos, no oyó las voces enfadadas que discutían dentro hasta que
entró por la puerta.
—¡Eres idiota!
—¡No, tú eres idiota!
Hugo y Tavi estaban a poca distancia el uno del otro, gritándose.
Isabelle dejó el cubo en el suelo y se colocó entre ellos.
A través del aluvión de comentarios y gestos desagradables, fue capaz
de averiguar que Tavi había añadido algo a uno de los quesos al meterlo
en su molde la noche anterior. Miel de las colmenas de la granja.
Sedimento de un tonel de vino vacío. Un toque de vinagre.
—¡Pero no se hace así! —vociferaba Hugo—. ¿Lo has visto? Es feo. No
tiene el mismo aspecto que los demás. Le han salido manchas. Y huele
raro. ¡Es distinto!
—¿Tan malo es probar algo nuevo? —bramó Tavi a su vez—. Lo único que quiero es comprobar si las sustancias afectan al sabor y cómo lo hacen. Miel, posos de vino, vinagre... Todo contiene distintos microorganismos...
—¿De qué estás hablando?
—¿Microorganismos? —repitió Tavi—. ¿Formas de vida unicelulares? Ya sabes... ¿Leeuwenhoek? ¿El padre de la microbiología?
Hugo la miraba sin comprender nada.
—Los microorganismos acidifican la leche —explicó Tavi—. La cortan.
El queso se convierte en queso a través del proceso de fermentación.
Hugo sacó pecho.
—El queso se convierte en queso a través de la quesificación —dijo en tono hostil.
Tavi parpadeó. Después alzó las manos.
—Vale, Hugo. Lo que quiero decir es que, si alteramos un solo factor del proceso de... quesificación, aunque sea solo un poquito, variamos el resultado.
—¿Y?
—Y podríamos fabricar algo que no fuera ese soso queso blanco tan aburrido. Sería emocionante, ¿no?
—Ojalá no hubierais venido nunca.
—Eso digo yo.
—Estáis cambiando las cosas. ¿Por qué tenéis que hacerlo?
—Me pregunto si alguien le diría eso a Da Vinci, Newton o Copérnico
— repuso Tavi, que se llevó las manos a las caderas y fingió una voz irritada. «Por Dios, Nicolás, ¿de verdad tenías que poner a la Tierra a dar vueltas alrededor del Sol? ¡Nos gustaba mucho más de la otra manera!».
—Eran hombres. Tú eres una chica —respondió Hugo, con el ceño fruncido —. Las chicas no cambian las cosas, las cocinan. Y las cosen. Y las limpian. Como las mesas. Y los mocos.
Tavi cogió un trapo y limpió con él la cara de Hugo.
—Y los culos —repuso antes de marcharse hecha una furia.
—Le gusta hacer experimentos —dijo Isabelle con la esperanza de ablandarlo.
—He visto el queso. Está estropeado. Mi madre se va a enfadar.
—Puede que Tavi tenga razón. Puede que se convierta en algo asombroso — contestó Isabelle. Después recogió el cubo y echó la leche en una tina—. Saldrá bien. Ya lo verás.
Pero Hugo ya no estaba pensando en quesos.
—No se casará nunca —dijo—. Ningún hombre quiere a una mujer que no hace lo que se le ordena.
—Tavi no quiere un hombre —respondió Isabelle, enfurecida—. Quiere matemáticas —dijo en defensa de su hermana.
—Las matemáticas no os sacarán de aquí. Pero un hombre sí. Y voy a ver si mi madre o Tantine os encuentran alguno —dijo Hugo, que también se marchó hecho una furia.
—Buena suerte —lo despidió Isabelle, poniendo los ojos en blanco—. Si mi madre no lo ha conseguido, dudo que ellas puedan.
Ya sola en la vaquería, Isabelle se acercó a la parte de atrás para ver el queso que había provocado tanto jaleo. Estaba en una rejilla, a la izquierda de la habitación. Supo cuál era al instante.
Aunque Hugo le había dicho que era feo, a Isabelle le resultó interesante. Sus raros puntos verdes, los laterales torcidos, el olor acre que desprendía... lo diferenciaban de los otros quesos, que le parecían tan sosos y presumidos en su uniformidad.
—Puede que llegues a ser alguien —le dijo al queso, a pesar de no albergar grandes esperanzas al respecto. Ser diferente no se toleraba entre los quesos.
Ni entre las chicas.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Huy hubo besito, y que mal las ha tratado la vida.
Gracias Luz
Gracias Luz
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Hola Berny!berny_girl escribió:Capitulo 25 al Capitulo 32
Tiene las cuentos de terror y los de fantasías todo en uno... cada capitulo pasa algo un poco mas espeluznante y luego algo fantástico al mismo tiempo...
Seria un milagro que las hermanastras no se vuelvan locas... cuando llegamos al final
Capitulo 33 al Capitulo 36
Ahora estoy toda confundida, no se quien es lo mejor para Isabelle, es Azar, la vieja, la hada madrina o al final nada y que su destino estime que las semanas son lo mejor... esta un poco confuso todo eso.
Creo que todos, en su medida, trabajan y ayudan para que Isabelle descubra qué o quién es lo mejor para ella...
martenu1011- Mensajes : 351
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Estoy poniéndome al día con la lectura... más tarde comento
martenu1011- Mensajes : 351
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Tenía tiempo que no leía un libro tan interesante, donde la protagonista es la malvada hermanastra, y sufro por ella, lo hago de a poco porque no me gusta verla sufrir tanto. Soy un poco cliché y ya quiero que llegue el momento de vivieron felices y comieron perdices, jajaja
carolbarr- Mensajes : 383
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Será que Félix SI llevó la carta, y Mama la encontró?
Presiento que Tavi y Hugo están con el “del odio al amor hay un solo paso” pobre tavi no la comprenden! Jajajajaja
Presiento que Tavi y Hugo están con el “del odio al amor hay un solo paso” pobre tavi no la comprenden! Jajajajaja
IsCris- Mensajes : 1339
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
CINCUENTA Y NUEVE
La noche era clara y cálida. El sol, al ponerse, pintaba el cielo de relucientes tonos naranjas y rosas; el aroma de las flores flotaba en el aire.
Calma.
Paz.
Isabelle rezó para que durara.
Tavi y Hugo estaban sentados el uno junto al otro en un banco de madera, a la sombra del granero. Trabajaban en silencio. Llevaban sin hablarse desde su pelea en la vaquería, el día anterior. «Al menos ya no se gritan», pensó Isabelle.
Maman y ella estaban sentadas en la hierba, frente a ellos. Todos desvainaban habas y las echaban en un cuenco grande para la sopa que madame pensaba preparar. Isabelle miraba a Tavi y a Hugo de vez en cuando. Deseaba mantener la paz. Sabía que su presencia allí era obra de Tantine, no de madame, y sin duda no de Hugo. Quedarse dependía de lo que trabajaran y de que no fueran groseras. Se lo recordaría a Tavi esa noche, cuando se acostarán.
Tavi y ella dormían juntas en el pajar. Hablaban antes de quedarse dormidas, mucho más de lo que lo hacían cuando cada una tenía su propio dormitorio en la Maison Douleur. Anoche, Isabelle le había contado a su hermana su encuentro con Felix en el bosque silvestre y le había enseñado la zapatilla.
«Ya decía yo que caminabas mejor —comentó Tavi—. ¿Y?», añadió, expectante.
«Y nada. No hay ningún “y”», contestó su hermana, que había decidido guardarse lo de la discusión y el beso.
«Qué pena. Siempre me ha gustado Felix. —Tras guardar silencio un rato, dijo—: Aunque me preguntaba...».
«¿El qué?».
«Si todavía estabas buscando los pedazos de tu corazón. Porque estoy bastante segura de que él es...».
«Él no es nadie», la interrumpió Isabelle con convicción, y se tumbó hacia el otro lado».
—El cuenco está lleno —dijo Hugo, y la sacó de su recuerdo.
—Se lo llevaré a madame y sacaré... —dijo Isabelle tras levantarse y estirarse.
Pensaba añadir «otro», pero un grito estremecedor cortó su frase.
Tavi y ella se miraron, alarmadas. Maman soltó la vaina que tenía en la mano.
Oyeron de nuevo el chillido, que procedía de la vaquería, seguido de una única palabra: —¡¡Huuugo!!
Hugo apoyó la espalda en la pared del granero y gruñó.
—Antes esto era tranquilo. Agradable —dijo—. Bueno, puede que no agradable, pero sin duda tranquilo. Si mi madre está gritando, seguro que es por vosotras. Lo sé.
Oyeron otro chillido.
—¡Venga, Hugo! —lo apremió Isabelle, tirándole de la mano—. ¡Parece que está herida!
Fue hacia la vaquería, seguida de los demás. Cuando llegaron, vieron a Tantine.
—Estaba en la cocina... y oí gritos. ¿Hay algún herido? —preguntó, con una mano sobre el pecho.
Antes de que nadie pudiera responder, Hugo abrió la puerta de la vaquería y entró. Los demás lo siguieron. Al entrar Isabelle, la recibió un hedor tan fuerte que se le saltaron las lágrimas.
—¿Qué es esto? —gritó.
—¡Es un monstruo! —chilló madame LeBenêt—. ¡Una abominación!
Estaba de pie al fondo de la habitación, entre los quesos que se curaban, y señalaba uno de ellos. Isabelle se atrevió a acercarse más y ahogó un grito al ver al culpable. Sí que era un monstruo: arrugado, deforme y cubierto de moho peludo.
—¡Por Dios bendito, qué olor! —exclamó Tantine, que se llevó un pañuelo a la nariz.
—A pies sucios.
—A huevos podridos.
—A cloaca.
—A perro muerto —dijo Hugo.
—A perro muerto que lleva una semana pudriéndose al sol —añadió Isabelle. —Y sudando —dijo Hugo.
—Técnicamente, los perros no sudan —lo corrigió Tavi—. Al menos, no como los humanos. Y, sobre todo, los perros no sudan cuando están muertos.
—Este sí —afirmó Hugo—. ¡Míralo!
En el corto espacio de tiempo que habían pasado allí, unas perlas de fluido amarillo transparente habían brotado del queso y rodaban por sus laterales hasta gotear en el suelo.
—Esto ya es el colmo. Os quiero fuera a las tres. ¡Esta noche! —gritó madame.
Una sonrisa iluminó el rostro de Hugo.
A Isabelle se le cayó el mundo encima.
—¡No, madame, por favor! —le suplicó la joven—. ¡No tenemos adonde ir!
—¡Tu hermana tendría que haber pensado en eso antes de destrozar mi queso!
—Bueno, Avara —la tranquilizó Tantine, tomándola del brazo—. No nos apresuremos. La muchacha ha cometido un error, nada más.
—En realidad era un experimento, no un error —la corrigió Tavi mientras examinaba el queso más de cerca—. Tengo que modificar mi hipótesis.
—¡Fuera! —farfulló la señora—. ¡Esta noche! —Se volvió hacia su hijo —. Hugo, saca ese... ese perro muerto sudoroso de aquí ahora mismo antes de que contamine los demás quesos. ¡Tíralo al bosque o a un pozo!
Tantine acompañó a madame a la puerta y, cuando esta salió, se volvió hacia Isabelle.
—Ayuda a Hugo a limpiar esa porquería, niña. Yo enmendaré la situación.
Le dio una palmadita en la mejilla y corrió detrás de Avara. Isabelle se presionó la frente con las palmas de las manos para intentar pensar. Aquello era un desastre. ¿Y si Tantine no convencía a madame? ¿Y si la señora insistía en que se marcharan?
—¿Ya estás contento? —preguntó Tavi a un sonriente Hugo—. Te has librado de nosotras. Asegúrate de echar tierra sobre nuestros huesos cuando nos muramos de hambre tiradas en una cuneta.
—¿Mo... morir de hambre? —tartamudeó Hugo, perdiendo la sonrisa.
—¿Qué pensabas que nos pasaría? —preguntó Tavi.
—¡No me culpes a mí! No es culpa mía. ¡Vosotras sois las que complicáis las cosas!
—¿A quién se las complicamos?
—¿Es que no puedes ser más simpática? ¿Ni siquiera intentarlo?
Entonces, algo se rompió dentro de Tavi. Siempre hablaba con frivolidad, dejando una estela de sarcasmo tras ella, como haría una duquesa con la cola de su vestido. No esta vez. Hugo había perforado su armadura y la sangre brotaba de la herida.
—¿Que lo intente para satisfacer a quién, Hugo? —repitió ella con la voz ronca—. ¿A los niños ricos que van a la Sorbona, aunque sean demasiado estúpidos para resolver una simple ecuación de segundo grado? ¿Al vizconde que tenía sentado al lado en una cena y que intentó meterme la mano debajo de la falda durante todos y cada uno de los cinco platos que sirvieron? ¿A las presumidas damas de sociedad que me miran de arriba abajo y fruncen los labios antes de decirme que no, que no soy buena para sus hijos porque mi barbilla es demasiado prominente y mi nariz demasiado grande, y hablo demasiado de números?
—Tavi... —le susurró Isabelle. Se acercó a ella para intentar rodearla con un brazo, pero su hermana se la sacudió de encima.
—Quería libros. Quería matemáticas y ciencias. Quería una educación — siguió Tavi, con los ojos brillantes—. Pero me dieron corsés, vestidos y zapatos de tacón alto. Al principio me entristecía, Hugo. Y después me enfurecía. Así que no, no puedo ser más simpática. Lo he intentado. Una y otra vez. No funciona. Si a mí no me gusta cómo soy, ¿por qué iba a gustarte a ti?
Y desapareció. Y Hugo e Isabelle se quedaron en la vaquería, incómodos y en silencio. La joven fue a por el cubo y la mopa, que estaban cerca de la puerta, para limpiar la porquería que se acumulaba bajo el perro muerto sudoroso.
—Bien hecho, Galileo —masculló Hugo entre dientes, pero Isabelle lo oyó.
—Podría serlo. Podría ser Galileo, Da Vinci y Newton, todo en uno, de haber tenido la oportunidad, pero nunca la tendrá. Por eso es como es. — Dio un paso vacilante hacia él—. Hugo, no nos obliguéis a marcharnos. Por favor.
—No lo entiendes. Tengo mis motivos para... —Dejó escapar una palabrota —. Da igual.
—¿Qué motivos? ¿De qué estás hablando?
Hugo negó con la cabeza y se fue hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —le preguntó Isabelle.
—Hay una vieja caja de madera en el pajar. Está forrada de plomo. Con suerte, contendrá el olor. Voy a meter el perro muerto en la caja, subir la caja al carro y conducir hasta encontrar un pozo viejo en el que tirarlo. Quizá me tire yo detrás, ya que estoy.
La joven lo observó salir, temerosa. Aquello era horrible. Acudiría a Tantine. En cuanto Hugo y ella limpiaran aquel desastre. Si la anciana no conseguía que madame LeBenêt cambiara de idea, se quedarían sin hogar.
Indefensas. Podían darse por muertas.
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Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA
Justo antes del alba, en el bosque silvestre, una raposa perseguía a su comida.
El objeto de su atención, una ardilla roja, estaba en el suelo del bosque, muy ocupada recogiendo nueces caídas. La depredadora avanzaba al amparo de las sombras, cada vez más cerca. Se tensó, enseñando los dientes, pero, justo cuando estaba lista para saltar sobre su presa, un enorme búho cornudo aterrizó por encima de ella, en una rama, y agitó las hojas armando alboroto.
La ardilla soltó sus nueces con un chillido de terror y corrió a su nido. Un segundo después, la raposa también desapareció. En su lugar había una mujer de pelo caoba con un vestido gris crepuscular. Se volvió, airada y con los ojos verdes echando chispas.
—¡Ese era mi desayuno! —le gritó al pájaro.
Las criaturas, tanto grandes como pequeñas, huyeron a sus madrigueras al oír su voz. Los ciervos se escondieron en la maleza. Los pájaros cantores protegieron con sus alas a sus polluelos. No obstante, el búho no se inmutó y dejó que la reina de las hadas se desahogara. Había elegido una rama alta muy cómoda en la que posarse, y desde ella ululó a Tanaquill.
La reina entornó los ojos.
—¿Para eso me dejas sin comida?
El búho siguió hablando.
—¿Y qué más da? —gruñó Tanaquill—. La Parca y Azar, Azar y la Parca, una se mueve, el otro contraataca. Como si los seres vivos no fueran más que piezas de su juego de ajedrez. Sus tejemanejes no me conciernen.
Le dio la espalda y, con un remolino de tela, se alejó. Pero el búho la llamó varias veces con un fuerte ululato.
Tanaquill se paró en seco.
—¿Un semental? —preguntó, y se volvió lentamente—. ¿Eso hizo la Parca?
El búho asintió con su gran cabeza gris.
La reina empezó a pasearse sobre las hojas secas, que susurraban bajo sus pies. El búho entrechocó el pico.
—No, no se lo voy a contar a Azar —respondió ella—. Compraría el caballo y le pondría un lacito para regalárselo a la muchacha. Me encargaré en persona.
Tanaquill se humedeció los labios. Sus afilados dientes reflejaron la pálida luz de la mañana.
—Isabelle ha recuperado el primer pedazo de su corazón, aunque se niegue a reconocerlo. Necesitará valor para conseguir este, el segundo. — Chascó los dedos—. Vamos, búho, veamos si todavía le queda.
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Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y UNO
El pueblo casi se había olvidado de Isabelle.
Saint-Michel estaba tan abarrotado de refugiados cansados y desorientados, locos por comprar comida, que la mujer del panadero, el carnicero y el quesero tenían demasiado trabajo para burlarse de ella.
Al final había acabado vendiendo verduras en el mercado con Hugo aquella mañana porque madame, que solía ir con él, estaba ocupada atendiendo a una vaca enferma. Como temía que Tavi experimentara con las coles en vez de venderlas, la tarea había recaído sobre Isabelle. Por más que no la entusiasmara la idea de regresar al pueblo, se ocupó del trabajo sin quejarse. De algún modo, Tantine había logrado convencer a la señora de que les permitiera quedarse, y la muchacha se sentía tan aliviada que estaba decidida a no darle ninguna razón para que cambiase de idea.
Los clientes no habían parado de llegar desde que Hugo y ella aparecieron en la plaza del mercado. Los refugiados, que vivían en tiendas de campaña o en carromatos aparcados en los campos de los alrededores, reclamaban a voces coles y patatas. Isabelle no tenía ni idea de su procedencia, así que les preguntó y se lo contaron.
Volkmar había redoblado sus ataques contra las aldeas que rodeaban París, según le explicaron. Había saqueado sus granjas y quemado sus hogares. Muchos habían escapado sin posesión alguna. El rey luchaba con valentía, pero estaban diezmando sus tropas. Habían visto al gran duque cabalgar por el campo con una caravana de carros para pedir a los ciudadanos que poseyeran armas del tipo que fuera (pistolas, espadas, hachas, cualquier cosa) que las donaran al ejército. La reina viajaba con él: buscaba a los niños huérfanos y los llevaba a lugar seguro.
Algunos de los refugiados estaban delgados y enfermos. Una anciana que arrastraba a cuatro nietos suplicó a Isabelle las hojas que se cayeran de las coles.
Isabelle le dio una col entera y no se la cobró. La mujer la abrazó. Hugo vio el intercambio y frunció el ceño, aunque no la detuvo.
Alguien más se percató.
—Eso no cambia nada, Isabelle —le dijo Cecile mientras se acercaba al carro—. Sigues siendo fea.
Isabelle se ruborizó de vergüenza: la aldea no se había olvidado de ella. Nunca lo haría, no con Cecile por allí recordándoselo a todo el mundo. Intentó pensar en qué decir, pero, antes de lograr responder, fue Hugo el que habló.
—Lo cambia para la anciana —dijo.
Isabelle lo miró. Se sentía agradecida de que acudiera en su defensa, aunque también sorprendida. Sabía que al chico no le gustaba mucho. Por lo mucho que apretaba la mandíbula y la frialdad de sus ojos, intuía que Cecile le gustaba aún menos. No tuvo tiempo de meditar sobre ello, puesto que otro refugiado, un anciano, se acercó al carro arrastrando los pies y pidió medio kilo de patatas.
—¡No le compréis a esa! —le dijo Cecile cuando el hombre entregaba la moneda—. ¿No sabéis quién es? ¡Es Isabelle de la Paumé, una de las hermanastras feas!
El anciano se rio sin ganas. La risa se transformó en una tos atroz.
Cuando por fin pudo volver a hablar, respondió:
—No hay nada más feo que la guerra, madeimoselle.
Después se alejó arrastrando los pies con su compra.
Cecile resopló. Parecía querer replicar algo inteligente y mordaz, pero la inteligencia nunca había sido su punto fuerte, así que acabó por marcharse haciendo aspavientos.
Casi una hora después de la marcha de Cecile, Isabelle y Hugo vendieron la última col. Isabelle recogió las hojas verdes caídas del fondo del carro, se las dio a un niñito descalzo vestido con una camisa harapienta y le dijo que se las llevara a su madre para preparar sopa.
Después se quitó el delantal de lona que le había dado Hugo (con su único bolsillo lleno de monedas) y se lo devolvió.
Sin embargo, Hugo negó con la cabeza.
—Quédatelo. Y toma también el mío —añadió mientras se lo desataba.
—¿Por qué? ¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Pues... es que... tengo que hacer un recado. Vuelve a casa sin mí. Ya te alcanzaré.
Se restregó las puntas de las botas en las perneras mientras hablaba y después se escupió en las manos para alisarse el ingobernable pelo.
A la joven le resultó todo muy misterioso. Dobló con cuidado ambos delantales para que no se cayeran las monedas y los metió bajo el asiento del carro.
—Ah, otra cosa, Isabelle.
—¿Sí?
—Si llegas a casa antes que yo, no le digas a mi madre lo de mi recado. Dile que he ido a arreglar una valla del prado o algo así.
Isabelle accedió a su petición, más intrigada que nunca. Entonces, Hugo se tiró de los laterales de la chaqueta, respiró hondo y se marchó. La muchacha se subió al carro y sacudió las riendas. Martin echó a andar.
Habían terminado pronto en el mercado, lo que la alegraba, ya que significaba que empezaría antes el resto del trabajo del día.
Acababa de salir de la plaza cuando vio a Hugo de nuevo: estaba ayudando a Odette a cruzar la calle. Le había dado el brazo. Ella tenía el
rostro vuelto hacia él. Lucía un bonito vestido azul, llevaba el pelo rubio rojizo recogido en un moño suelto y una rosa prendida en él. «Debe de ir a una fiesta o a una boda —pensó Isabelle—. Seguro que se ha perdido y Hugo está ayudándola a encontrar el camino».
Era un bonito gesto. Odette no había tenido una vida fácil. Casi todos en la aldea se portaban bien con ella, pero unos cuantos (como Cecile) no. «¿Quién iba a imaginárselo?», pensó, y Hugo empezó a caerle algo mejor, aunque no mucho.
Unos minutos después salió del pueblo y llegó a una bifurcación en el camino. A la derecha estaba el camino de regreso a la granja de los LeBenêt. A la izquierda, el río y los distintos negocios que no tenían permiso para instalarse dentro de la aldea por los olores que emanaban de ellos o el riesgo de incendio que suponían: la curtiduría, la tintorería y el matadero.
Isabelle estaba tan sumida en sus pensamientos (se preguntaba si Tavi habría logrado encargarse de ordeñar a las vacas sin meterse en líos y si maman estaría recogiendo coles o hablando con ellas) que no se fijó en el animal que estaba sentado justo en el centro de la bifurcación, observando, como si la esperase a ella.
Cuando alzó la cabeza y se percató de que un zorro le bloqueaba el paso, ya era demasiado tarde.
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Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y DOS
El zorro corrió hacia Martin con la cabeza gacha y los dientes fuera. Se metió debajo de él y le correteó entre las piernas entre gruñidos y bocados a los cascos.
Aterrado, el caballo saltó a la izquierda y le arrancó las riendas de las manos a Isabelle. El carro se agitó con violencia y la lanzó sobre el asiento. Consiguió enderezarse, aunque no recuperar las riendas.
—¡Para, Martin! ¡Para! —gritó, pero el caballo, loco de miedo, siguió corriendo.
El zorro lo persiguió corriendo junto a él, gruñendo. El carro daba botes por la accidentada carretera que iba al río, con Isabelle agarrada al asiento para no salir volando. Dejaron atrás edificios y talleres. Los hombres intentaban frenar a Martin, pero nadie se atrevía a ponérsele delante. Y, entonces, Isabelle vio el río.
«¡No se va a parar! —pensó—. Va a tirarse del muelle. ¡Nos vamos a ahogar los dos!».
Entonces, tan deprisa como había aparecido, el zorro desapareció, y el agotado Martin frenó y se detuvo a pocos metros del agua. Isabelle se bajó del carro dando tumbos, con piernas temblorosas y el aliento acelerado.
—Chisss, Martin, tranquilo —lo calmó mientras lo acariciaba—. Tranquilo, viejo amigo.
Los ojos del caballo estaban tan abiertos que Isabelle le veía el blanco. Tenía los labios salpicados de espuma y la piel cubierta de saliva. Se agachó para mirarle las patas: no había sangre; el zorro no se las había mordido. Encontró las riendas, enredadas en las correas, y las soltó. Por puro milagro, el carro estaba intacto.
La respiración de la joven se calmó poco a poco mientras caminaban de vuelta a la carretera. Pasaron junto a la curtiduría y la tintorería.
Algunos de los trabajadores le preguntaron si se encontraba bien.
—Yo de ti traería a ese caballo por aquí —le dijo uno de ellos al acercarse al matadero.
Isabelle lo miró. Estaba apoyado en la valla, fumando. Las gotas de sangre que le caían del delantal de cuero le manchaban los zapatos. La muchacha oyó el grito desesperado de un animal al otro lado de la valla.
Apartó la vista; no quería ver a la pobre criatura indefensa.
—Ese caballo no es bueno —dijo el hombre—. Podría haberte matado.
Isabelle no le prestó atención, pero Martin sí: lo miró fijamente. Alzó las orejas. Se le dilataron las fosas nasales. Se paró en seco. Entonces, la joven notó un hedor, una peste a sangre, miedo y muerte que salía flotando como un espectro entre los barrotes de hierro. Martin también lo olió. Estaba temblando. Isabelle temió que saliera corriendo de nuevo.
—Vamos, Martin, por favor. Tenemos que irnos —le dijo, tirándole de la muserola.
Sin embargo, el caballo se negaba a avanzar. Se había plantado con sus cuatro patas en la tierra, había alzado la cabeza, y relinchaba tanto y tan fuerte, con un dolor tan desgarrador, que Isabelle le soltó la brida.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Martin no miraba al hombre, sino más allá, al caballo del otro lado de la valla. Dio un paso hacia el patio, despacio, como en trance, y después otro. Martin relinchó de nuevo, y el otro caballo respondió.
—No sigas —le dijo el hombre—. No es un espectáculo bonito para una muchacha.
Isabelle lo vio. Vio un relámpago de oscuridad entre los barrotes. Ojos locos. Cascos letales. Había cuatro hombres corpulentos alrededor del animal, pero no eran capaces de reducirlo. Aunque tenían cuerdas y armas, y el caballo no contaba con nada, los asustados eran ellos.
Tiempo atrás, Martin tenía un amigo. Era magnífico. Alto, fuerte e intrépido. De haber sido humano, Martin lo habría odiado por ser todo lo que él no era.
Pero Martin no era humano, así que lo adoraba.
Los caballos nunca olvidan a un amigo.
Martin había olido a su amigo. Y lo había oído. Un caballo negro como la noche y diez veces más bello.
Martin conocía a aquel caballo. Quería a aquel caballo.
Isabelle también.
Se agarró a los barrotes de hierro y susurró su nombre:
—Nero.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y TRES
Isabelle corrió.
A lo largo de la valla. Dejando atrás al hombre que le chillaba que parara. A través de la puerta. Y directa al infierno.
Dos ovejas que habían salido de un salto de su redil corrían por el patio entre balidos, esquivando a sus perseguidores, desesperadas por escapar. El ganado mugía con aire lastimero. Había animales recién sacrificados y colgados para desangrarlos; y otros más antiguos a los que estaban descuartizando.
Y, en el centro de todo, un semental negro luchaba por su vida.
Los criados de la muerte, cuatro hombres fortachones, lo rodeaban.
Uno de ellos había conseguido echarle una soga al cuello. Otro había atrapado una de las patas traseras y lo había desequilibrado. Un tercero lo había agarrado de la otra pata trasera. El caballo cayó. Tras un último y valiente intento por levantarse, se tumbó en el lodo, los flancos agitados, los ojos cerrados.
El cuarto hombre estaba apoyado en un mazo. Agarró el mango de madera con ambas manos y alzó la pesada cabeza de acero.
—¡No! —gritó Isabelle—. ¡Para!
Pero nadie la oyó, no por encima de los balidos de las ovejas y los mugidos del ganado.
La joven corrió más deprisa, entre gritos, súplicas y chillidos. Estaba a pocos metros del caballo cuando metió el pie en un charco. Resbaló y cayó despatarrada.
Escupiendo barro, Isabelle levantó la cabeza a tiempo de ver cómo el hombre alzaba el mazo del suelo y lo giraba en espiral alrededor de su cuerpo, con los músculos de sus fuertes brazos bien hinchados.
Un grito desgarrador le brotó del corazón y le salió por la garganta.
Avanzó medio a rastras medio a tumbos por el lodo y la sangre, y se abalanzó sobre el cuello del caballo.
Justo cuando el hombre descargaba el martillo.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y CUATRO
El agujero que dejó el mazo era profundo.
Isabelle lo sabía porque el hombre que había empuñado la herramienta la obligó a mirarlo. Le agarró la parte de atrás del vestido, tiró de ella para apartarla del caballo como si fuera una muñeca de trapo y la soltó en el barro. Aterrizó a cuatro patas.
—¿Ves ese mazo? ¿Ves lo que ha hecho? —le gritó.
Isabelle asintió, aunque solo veía el mango. La cabeza estaba enterrada en el suelo.
—¡Podría haber sido tu cráneo!
El hombre, un gigantón, temblaba como un gatito. Había cogido impulso con todas sus fuerzas y entonces, en cuestión de una fracción de segundo, una muchacha se había interpuesto en su trayectoria. Había movido el cuerpo hacia la izquierda en el último momento posible y había logrado golpear el suelo en vez de a la chica.
Isabelle se levantó. Tenía el vestido manchado de sangre. También el rostro.
Le daba igual.
—No matéis a mi caballo —suplicó—. Por favor.
—Es mi caballo. Yo lo compré. Mejor estás sin él. Es demasiado salvaje.
—Estaría mejor con él.
—Entonces, cómpramelo. Cuatro libras.
Isabelle pensó en el dinero escondido bajo el asiento del carro y tuvo que reprimir el impulso de salir corriendo a por él. Porque no era una ladrona.
—No tengo dinero —dijo, triste.
—Entonces encuéntralo, chica, y deprisa. Tienes hasta mañana por la mañana. Abrimos las puertas a las siete en punto. Preséntate puntual y con el dinero, o el caballo se va.
Isabelle asintió y le dijo al hombre que volvería. Se dijo que se le ocurriría algo, que conseguiría el dinero de algún modo.
—Dejad que se levante —pidió, mirando al caballo.
Nadie se movió.
—¡Dejad que se levante! —Esta vez no era una súplica, sino una orden, y los hombres la oyeron. Le quitaron las cuerdas que habían usado para sujetarlo.
En cuanto estuvo libre, el caballo se puso en pie. Miró a Isabelle, parpadeando, y se acercó lentamente a ella. La olisqueó. Le resopló en la cara. Sacudió la orgullosa cabeza y relinchó.
Isabelle intentó reírse, aunque acabó por ser un sollozo. Apoyó la mejilla en la suya, y metió los sucios dedos en su crin lacia y enredada.
Habían vendido a Nero. Pensaba que no volvería a verlo. Y, ahora, allí estaba, pero desaparecería para siempre si no conseguía cuatro libras.
—Te sacaré de aquí, te lo juro —le susurró.
—Ahora tienes que marcharte. Tenemos trabajo —le dijo el hombre del mazo.
Isabelle asintió, le dio una palmada a Nero en el cuello y salió del matadero.
Uno de los hombres que había sujetado al caballo (un muchacho, en realidad), cerró las puertas una vez que estuvo fuera. Se quedó allí y la observó marchar. En ese momento, habría hecho por ella cualquier cosa que le hubiera pedido. La habría seguido a cualquier parte. Habría muerto por ella.
Entonces no lo sabía, pero la imagen de la joven, con la espalda recta, el vestido sucio y el rostro manchado de porquería, permanecería con él durante el resto de su vida. Miró el cuchillo que tenía en la mano y lo odió.
Detrás de él, los demás hablaban.
—¿Era esa una de las La Paumé? Creía que eran feas.
—¿Qué dices? ¿Crees que es guapa? Si está más sucia que una bota vieja y es más chillona que una trompeta...
—Sí, pero...
—Me da pena el hombre que acabe con ella.
—Tiene agallas, eso hay que reconocerlo.
—Cierto. Imagina si todas las chicas tuvieran esa fuerza... ¡y lo supieran!
—Mejor cruzar los dedos para que eso no pase. ¿Qué sería de nuestro mundo entonces, ¿eh?
—¡Ja! ¡Un infierno en vida!
—No —susurró el muchacho—: un paraíso.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
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Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y CINCO
La puerta de la cocina de madame estaba abierta. Isabelle respiró hondo y entró.
El día era soleado, pero la casa de la señora estaba oscura, así que tuvo que esperar unos segundos a que se le acostumbrase la vista. Cuando lo hizo, vio que madame estaba de pie a la mesa de la cocina, amasando pan.
—Ya he vuelto. Tengo vuestro dinero —dijo mientras dejaba los delantales en la mesa.
La señora LeBenêt se limpió las manos en un paño de cocina, deseando contar sus monedas, y entonces vio a Isabelle.
—¿Qué te ha pasado? ¡Estás asquerosa! —graznó.
Isabelle empezó a contárselo, y la mujer la escuchó unos cuantos segundos, pero la atracción del dinero era demasiado tentadora, así que desenrolló los delantales, volcó los bolsillos y lo contó. Tantine estaba sentada en una mecedora cercana, tejiendo. A diferencia de la señora, ella sí que prestó atención a cada palabra.
Cuando terminó la historia, añadió: —Necesito comprar mi caballo, Nero. Tengo que llevar cuatro libras al matadero mañana para que no lo maten.
—¿Y? ¿Qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó la señora con aire ausente. Tenía ocho columnas de monedas apiladas y la mitad del dinero todavía sin contar.
—Por favor, madame. Son solo cuatro libras. He trabajado muy duro para vos.
Avara dejó de contar y miró a Isabelle, horrorizada.
—No me estarás pidiendo a mí el dinero, ¿verdad?
—Os lo devolveré.
—De ningún modo. No se trata solo de las cuatro libras. Voy a acabar en la miseria con lo que come ese viejo jaco tuyo, Martin. Lo que faltaba para arruinarme del todo es otro caballo.
Dijo más, pero Isabelle ya no la escuchaba. Cruzó la habitación y se
arrodilló frente a Tantine.
—Por favor, Tantine, os lo suplico.
La anciana dejó su labor y cogió las sucias manos de Isabelle entre las suyas.
—Niña, dices que vendieron a esa criatura al matadero porque es ingobernable, ¿no? ¿Y si te tira? No podría seguir viviendo con esa culpa. Un semental rebelde no es un animal apropiado para una joven dama.
Isabelle comprendió que allí no obtendría ayuda. Se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Tantine, arqueando una ceja.
—Al Château Rigolade. A ver al marqués. Quizá él me preste...
—No, te lo prohíbo —la cortó la anciana.
—Pero...
La mujer alzó una mano para silenciarla.
—Si tú no vas a tener en cuenta tu reputación, Isabelle, al menos hazlo por la de mi familia. Mientras residas aquí, no pondrás un pie cerca del Château Rigolade.
—¡Bien dicho! —coincidió Avara.
La joven agachó la cabeza, desolada.
—Sí, Tantine.
—En vez de preocuparte por caballos, preocúpate por las coles, que no se van a cosechar solas —la regañó madame—. Asegúrate de que el carro esté otra vez lleno para mañana.
Isabelle salió de la casa y condujo el carro hasta el campo. Por el camino, no dejó de darle vueltas a la cabeza; tenía que haber un modo de conseguir el dinero. Se negaba a rendirse. Para cuando desenganchó a Martin y lo condujo de vuelta al establo, su cabeza volvía a estar bien alta. Le brillaban los ojos. Cuando lo metió en su casillero, le dio una ración extra de avena.
—Come, Martin, que vas a necesitar tus fuerzas. Esta noche tenemos
trabajo —le dijo.
Martin enderezó las orejas; le gustaban las intrigas. Al menos, mucho más que tirar de carros cargados de coles.
A Isabelle se le había ocurrido una idea; era desesperada y arriesgada. Además, necesitaría la ayuda de su hermana para ponerla en marcha, y también la de Hugo, lo que sería más difícil. Sin embargo, el joven le debía una; no había contado lo de su recado.
Mientras cepillaba a Martin recordó lo que le había dicho Tanaquill durante su encuentro en el bosque silvestre. Las palabras le sonaron tan claras, tan ciertas, que fue como si la reina de las hadas estuviese allí misma, a su lado: «Te pedí que encontraras los pedazos de tu corazón, no del de otra...».
Nero era un fragmento de su corazón, lo sabía con una certeza inquebrantable. Cuando lo cabalgaba era más valiente de lo que jamás habría creído posible. La aterraba reconocerlo porque sabía que, si lo perdía de nuevo, moriría.
—Nero no va a morir. No lo permitiremos —le dijo Isabelle a Martin mientras le daba palmaditas en el cuello—. Descansa un poco, viejo amigo.
Partiremos cuando anochezca.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y SEIS
—¿Qué temperatura tiene que tener el fuego para fundir el oro? — preguntó Isabelle.
—Mucha —respondió Hugo.
—Mil novecientos cuarenta y ocho grados Fahrenheit —dijo Tavi—. Mil sesenta y cuatro grados Celsius.
—Te lo sabes de memoria, ¿eh? —repuso Hugo.
—¿Y qué voy a saberme si no? ¿La letra de alguna estúpida canción de amor? ¿Una receta de albóndigas?
—Sí, estaría bien que supieras las dos cosas.
Tavi miró al cielo, exasperada.
Los tres caminaban a oscuras por la solitaria carretera que conducía de la granja de los LeBenêt a la Maison Douleur. Isabelle había decidido rebuscar entre las ruinas de su antiguo hogar con la esperanza de encontrar algo de valor. Sabía que no podría mover las vigas achicharradas ni las pesadas piedras ella sola, así que suplicó a Tavi y a Hugo que la ayudaran. Tavi aceptó porque sabía lo mucho que Nero significaba para ella. Hugo, porque había obligado a Isabelle a prometer que, si encontraba más de un objeto valioso, lo usaría para buscarse otra casa.
La joven antes tenía varias joyas, igual que Tavi, y maman tenía muchas. Cuando la mansión ardió, todas supusieron que el fuego las abría destruido, aunque, en realidad, no las habían buscado. Isabelle esperaba desenterrar un collar o quizá una cuchara de servir de plata, una moneda de oro..., cualquier cosa que canjear por la vida de Nero.
Martin los seguía de su correa. Nadie lo cabalgaba. Necesitaba todas sus fuerzas para lo que se avecinaba. Hugo tenía un grueso rollo de cuerda al hombro. Tavi y él llevaban faroles.
—¿Alguna vez habéis pensado en fabricar chucrut con vuestras coles? — preguntó Tavi—. Así tendríais algo que vender en el mercado durante el invierno.
—¿Nunca se te ha ocurrido dejar las cosas como están?
—No. Nunca. Así no se puede hacer ningún descubrimiento.
—¿Como el perro muerto sudoroso? —dijo Hugo con un resoplido de risa.
—¿Qué le pasó, por cierto? —preguntó ella a su vez, tras lanzarle una mirada asesina.
—Sigue en una caja en el carro, bajo el asiento de atrás. Todavía no he encontrado un buen lugar donde tirarlo. Un lugar en el que no mate a nadie. Espero encontrar un pozo de lava ardiente algún día. O la cueva de un dragón. O las puertas del infierno.
—Eres gracioso, Hugo —comentó Tavi, mirándolo—. ¿Quién lo iba a decir?
Hugo guardó silencio un momento; después dijo:
—Odette. Ella lo sabe.
—¿Odette, la del pueblo?
Hugo asintió.
—¿Y cómo sabe que eres gracioso? —preguntó Isabelle, que recordaba haberlo visto ayudarla a cruzar la calle en el mercado.
—Porque estamos enamorados. Y queremos casarnos.
Tavi e Isabelle se pararon en seco. Martin también, pero Hugo siguió andando con las manos apretadas en puños.
—¿Lo sabe tu madre? —preguntó Tavi, que corrió para alcanzarlo.
Isabelle y Martin trotaron tras ella.
—¿Que soy gracioso?
—No, Hugo; lo de Odette.
—Sí. Se lo dije. Hace un año.
—Entonces, ¿por qué no os habéis casado todavía? —preguntó
Isabelle tras ponerse a su altura.
—Mi madre no lo permite —respondió el muchacho con tristeza.
Isabelle y Tavi intercambiaron miradas de incredulidad. Hugo nunca había pronunciado tantas palabras seguidas, ni con tanta emoción.
—Hugo...
—No te burles, Tavi. Por favor —le advirtió él.
—No.… no pensaba hacerlo —repuso ella, dolida.
—Odette es la que dirige la posada a efectos prácticos. La que se encarga de controlar las reservas. Prepara la mejor sopa de cebolla que os podáis imaginar. Y su tarta de manzana... Lucharía contra el mismo demonio por una porción. Pero mi madre dice que una chica ciega no puede dirigir una granja. Dice que sería una inútil, otra boca más que alimentar. Solo ve lo que Odette no es, no lo que es.
Tavi le apoyó una mano amable en la espalda.
—Este mundo, la gente que vive en él, como tu madre o Tantine, nos clasifica. Nos mete en cajas. Tú eres un huevo. Tú eres una patata. Tú, una col. Nos dicen quiénes somos. Lo que tenemos que hacer. Lo que seremos. Porque tienen miedo. Temen lo que podríamos ser —le explicó.
—¡Pero les permitimos hacerlo! —exclamó Hugo, enfadado—. ¿Por qué?
—Porque a nosotros también nos da miedo lo que podríamos ser —
respondió ella con una sonrisa triste.
Entonces cayó sobre ellos un silencio tan profundo y oscuro como una noche sin luna.
Hugo fue el primero en romperlo.
—¿Qué voy a hacer? ¿Me lo sabéis decir alguna? Odette lo es todo para mí.
—No puedo creerme que nos lo estés preguntando a nosotras —dijo Isabelle —. Creía que nos odiabas.
—Os odio. Pero estoy desesperado, y vosotras sois listas.
—Cásate con ella de todos modos —sugirió Tavi.
—Vive en casa de ella —dijo Isabelle.
—Allí no hay sitio para mí. Su familia vive en una casita detrás de la posada. Tiene tantos hermanos que aquello está a punto de reventar por las costuras.
—Tiene que existir un modo. Pensaremos en algo. De verdad —le
aseguró Tavi.
Hugo asintió. Logró esbozar una sonrisa. Sin embargo, Isabelle notaba que no la creía.
Caminaron por la carretera en silencio, vacilantes y pesarosos. Hugo lamentaba no estar con Odette. Tavi lamentaba no poder dedicarse a sus
fórmulas y teoremas. Isabelle lamentaba no ser guapa. O eso se decía.
No obstante, junto con ese pesar, o quizás a causa de él, había una resolución.
Ni Isabelle ni Tavi ni Hugo sabían si alguna vez serían capaces de enseñar al mundo lo que eran, en vez de lo que no eran. No sabían si serían capaces de evitar que se les rompiera el corazón.
Pero aquella noche, quizá, solo quizá, lograran salvar a un caballo. Un animal difícil que no sabía ser otra cosa que lo que era.
En el fondo, tenían sus esperanzas depositadas en él. Los tres. Porque no se atrevían a anhelar nada para ellos.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Que alegria que ya Isabelle este yendo por el camino correcto de la búsqueda de su corazón! Ya sabe que Nero es uno, que reconozca que Félix también lo es como le había dicho Tavi
Y que sorpresa, no me esperaba que Hugo estuviera enamorado de Odette; muy bien por cómo le habló a Cecile, ya en el pueblo solo queda una “señorita malvada”
Y que sorpresa, no me esperaba que Hugo estuviera enamorado de Odette; muy bien por cómo le habló a Cecile, ya en el pueblo solo queda una “señorita malvada”
IsCris- Mensajes : 1339
Fecha de inscripción : 25/10/2017
Edad : 26
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Que bien que Isa reconoció una parte de su corazón, ahora solo necesita dinero para recuperarlo y Odette y Hugo que lindos, lastima que no puedan estar juntos.
gracias Luz
gracias Luz
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Capitulo 45 al Capitulo 52
Espera algo mas con en el rencuentro con Felix, hablaron pero falto un poco de sinceridad a mi gusto.
El trato entre Aza y la Vieja era que ninguno se involucraria con Isabelle, que dejarían que ella decidiera su futuro y dependiendo de eso uno ganaría... pero al parecer eso a nadie le queda claro... Aza juega sus cartas para el reencuentro, la vieja para que quemen la casa y aun peor llevarlas a la casa de esa persona que las explota...
Ahora solo falta que llegue la guerra a la cuidad y el destino de Isabelle y de todos es que se predijo desde un inicio... creo que todo esfuerzo de mejorar de Isabelle no sirve de nada, todos juegan con su destino.
Capitulo 53 al Capitulo 58
Puede que el pasado con Felix, sea alguna acciones su mama y que simplemente nunca se enterara Isabelle cuando debía juntarse y esperaba por ella... puede que todo sea un mal entendido que los llevo a romper sus corazones.
En verdad creo que al final nadie le hace un bien, todos juegan sus propias cartas sin preocuparse mucho por el presente de Isabella... creo que la guerra es la muerte mas próxima que se presenta en el mapa.
Puede que Hugo sienta algún tipo de atracción hacia Tavi??
Espera algo mas con en el rencuentro con Felix, hablaron pero falto un poco de sinceridad a mi gusto.
El trato entre Aza y la Vieja era que ninguno se involucraria con Isabelle, que dejarían que ella decidiera su futuro y dependiendo de eso uno ganaría... pero al parecer eso a nadie le queda claro... Aza juega sus cartas para el reencuentro, la vieja para que quemen la casa y aun peor llevarlas a la casa de esa persona que las explota...
Ahora solo falta que llegue la guerra a la cuidad y el destino de Isabelle y de todos es que se predijo desde un inicio... creo que todo esfuerzo de mejorar de Isabelle no sirve de nada, todos juegan con su destino.
Capitulo 53 al Capitulo 58
Puede que el pasado con Felix, sea alguna acciones su mama y que simplemente nunca se enterara Isabelle cuando debía juntarse y esperaba por ella... puede que todo sea un mal entendido que los llevo a romper sus corazones.
En verdad creo que al final nadie le hace un bien, todos juegan sus propias cartas sin preocuparse mucho por el presente de Isabella... creo que la guerra es la muerte mas próxima que se presenta en el mapa.
Puede que Hugo sienta algún tipo de atracción hacia Tavi??
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Aquí sigo sufriendo, aunque ya se ve luz, al menos Isabelle está siguiendo el camino correcto
Raro que este libro tenga capítulos tan cortos
Raro que este libro tenga capítulos tan cortos
carolbarr- Mensajes : 383
Fecha de inscripción : 28/08/2015
Edad : 47
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Estoy de acuerdo contigo, a mi parecer la única neutral es Tanaquill.berny_girl escribió:Capitulo 45 al Capitulo 52
Espera algo mas con en el rencuentro con Felix, hablaron pero falto un poco de sinceridad a mi gusto.
El trato entre Aza y la Vieja era que ninguno se involucraria con Isabelle, que dejarían que ella decidiera su futuro y dependiendo de eso uno ganaría... pero al parecer eso a nadie le queda claro... Aza juega sus cartas para el reencuentro, la vieja para que quemen la casa y aun peor llevarlas a la casa de esa persona que las explota...
Ahora solo falta que llegue la guerra a la cuidad y el destino de Isabelle y de todos es que se predijo desde un inicio... creo que todo esfuerzo de mejorar de Isabelle no sirve de nada, todos juegan con su destino.
Capitulo 53 al Capitulo 58
Puede que el pasado con Felix, sea alguna acciones su mama y que simplemente nunca se enterara Isabelle cuando debía juntarse y esperaba por ella... puede que todo sea un mal entendido que los llevo a romper sus corazones.
En verdad creo que al final nadie le hace un bien, todos juegan sus propias cartas sin preocuparse mucho por el presente de Isabella... creo que la guerra es la muerte mas próxima que se presenta en el mapa.
Puede que Hugo sienta algún tipo de atracción hacia Tavi??
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
Yo tambien sufro por Isa y Tavi, esperemos que pronto consiga todos los pedazos de su corazón.carolbarr escribió:Aquí sigo sufriendo, aunque ya se ve luz, al menos Isabelle está siguiendo el camino correcto
Raro que este libro tenga capítulos tan cortos
Sí, algunos capítulos son cortos.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
A carolbarr le gusta esta publicaciòn
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y SIETE
Hugo silbó. Estaba de pie en lo alto de los escalones de la entrada a la Maison Douleur, con el farol ante él. Los escalones habían sobrevivido al incendio, no como todo lo demás.
Isabelle y Tavi estaban a su lado.
Era mucho peor de lo que Isabelle recordaba. Las partes de la casa que seguían en pie la mañana después del fuego se habían derrumbado desde entonces. El tejado, tres de las paredes, los suelos y techos, todo se había caído. Solo quedaba la pared de atrás. Piedra, mortero y vigas de madera yacían enredados en traicioneras pilas inestables.
—Vamos a tener que avanzar despacio para que no nos caigan los escombros encima —comentó Hugo.
No era lo que Isabelle deseaba oír. Habían empezado tarde. Madame y Tantine se habían demorado más de lo normal en acostarse; Hugo no había podido escaparse hasta las once y media. Isabelle debía regresar al matadero con algo de valor para las siete de la mañana, y ni siquiera habían empezado a buscar todavía; y ahora Hugo decía que tenían que ir despacio.
El miedo le parloteaba, le decía que no había tiempo suficiente. Que las rocas eran demasiado pesadas para moverlas, y las vigas, demasiado grandes. Que, aunque llegara al fondo de las ruinas, no encontraría nada de valor, que las llamas se lo habían llevado todo.
Mientras estaba allí, sin saber cómo ni por dónde empezar, una piedra suelta bajó dando tumbos por la pared de atrás y cayó sobre una pila de escombros con un fuerte estruendo. Se sobresaltó. Era como si la Maison Douleur les advirtiera que no entraran.
Pensó en Nero en el matadero, contemplando la oscuridad. Bajó los escalones, trepó por los restos de su casa y se negó a escuchar.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
Re: Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly
SESENTA Y OCHO
—¡Arre, Martin! ¡Arre, chico! —le gritó Hugo, urgiéndolo a avanzar.
Martin se echó hacia delante y tiró del arnés con todas sus fuerzas. Estaba cansado. Todos lo estaban. Llevaban horas buscando, arrastrándose entre los escombros achicharrados con sus faroles para mover a mano todas las piedras que pudieran y usar a Martin para apartar las vigas más pesadas, todo sin éxito.
—¡Vamos, Martin! ¡Arre!
Martin lo hizo, y la viga salió de las ruinas y cruzó la hierba. Hugo le dio unas palmaditas y deshizo el nudo de la cuerda.
—¿Algo? —preguntó.
—¡No! —gritó Isabelle.
Con un suspiro, el cansado Hugo le dio media vuelta al caballo, y juntos caminaron de vuelta a los escombros. Isabelle y Tavi estaban ocupadas excavando en lo que antes fuera su sala de estar. Mover algo a menudo suponía soltar otra cosa. Más de una vez habían tenido que apartarse de un salto para evitar tejas o listones de madera.
Aunque nadie lo sabía, la viga que Hugo y Martin acababan de sacar al patio también había desestabilizado los restos: era la que soportaba la pila de madera quemada en la que buscaba Isabelle. Como estaba de espaldas a la pila, no la vio temblar y empezar a deslizarse. Pero Hugo sí.
—¡Isabelle! ¡Cuidado! —gritó, y corrió hacia ella.
La agarró por un brazo y tiró para apartarla. La muchacha tropezó y cayó contra él. Los dos se desplomaron. La madera se estrelló cerca de ellos, y el filo serrado de uno de los pedazos le dio a Isabelle en el hombro y le hizo un corte muy feo.
Tavi gritó. Corrió hacia Isabelle y Hugo, y los ayudó a levantarse.
—Ya está. Se acabó —dijo con voz temblorosa—. Siento que no hayamos encontrado nada. Lo siento por Nero. Pero esto está vacío. Dios mío, Isabelle, ¡tú hombro!
Tavi obligó a su hermana a salir de entre los escombros y la sentó bajo el tilo.
Allí le apretó un pañuelo contra la herida.
Isabelle no quería sentarse.
—Estoy bien —le dijo, quitándole el pañuelo—. Voy a volver. La última vez... —No —respondió Tavi—. Podrías haberte matado. Hugo podría haberse matado. Nos vamos.
El joven se había acercado a ellas. Estaba tumbado en la hierba, agotado. Tavi se sentó a su lado. Isabelle se unió a ellos a regañadientes.
—¿Estás bien? —le preguntó Tavi a Hugo. Él asintió con los ojos cerrados —. Gracias por salvar a Isabelle. Si algo llega a ocurrirle, no lo habría soportado.
Si algo llega a ocurriros —añadió con la voz rota.
—No pasa nada, los dos estamos bien —dijo Hugo.
—Sí que pasa. Creía que ibais a morir los dos. Ay, Hugo... No.… no debería haberlo hecho.
—¿El qué?
—Llamarte idiota. En la vaquería, el otro día. Lo siento. Verás, ser cruel es lo único que tengo, así que siempre intento perfeccionarlo.
—No es lo único que tienes —repuso él, sonriendo con cansancio—. Tienes mucho más. Seguro que, de haber vivido hace cien años, habrías sido tú la que descubriera que los círculos son redondos. No Newton ni Da Vinci.
De no haber estado Isabelle tan concentrada en los escombros, quizás hubiera visto que un tesoro ya brillaba entre las cenizas: que Tavi ahora no dudara en disculparse por su mal comportamiento y que Hugo estuviera dispuesto a hablar con ternura en vez de con mal humor. Por desgracia, Isabelle solo tenía una cosa en la cabeza, salvar a Nero, y se le acababa el tiempo.
Hugo se levantó con un gruñido, recogió la cuerda, la enrolló y se la echó al hombro.
—Empieza a clarear —dijo—. Mi madre no tardará en levantarse. Mejor será que me encuentre en la cama cuando venga a despertarme.
Tavi también se levantó y se volvió hacia Isabelle.
—Venga, Iz. Levanta. Hora de irse.
Luz Guerrero- Mensajes : 541
Fecha de inscripción : 10/05/2020
Edad : 27
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