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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:44

CIENTO TRECE
La reina se levantó.
Cruzó la habitación y se arrodilló junto a la silla de Tavi.
—Lo siento mucho, Tavi —le dijo—. Lo que hice también te perjudicó a ti. —No pasa nada, Ella —respondió Tavi, y se levantó.
Puso en pie a su hermanastra y la abrazó. Isabelle se les unió. Las tres permanecieron así un momento, llorosas y abrazadas con fuerza.
Entonces, Ella se volvió hacia Felix.
—También tengo que disculparme contigo —dijo mientras le ofrecía la mano —. Tu vida habría sido muy distinta si no te hubiera robado la nota.
—Ay, Ella —respondió Felix, aceptando su mano—. Siento que pensaras que ya no era tu amigo.
Después, la joven se volvió hacia Hugo.
—Tú ni siquiera estarías aquí ahora de no ser por mí —le dijo—. En esta habitación. En este lío...
—En realidad, podría decirse que mi vida ha mejorado —repuso él, encogiéndose de hombros—. Las últimas semanas, con vosotras por allí... — señaló con la cabeza a Isabelle y a Tavi— han sido horribles, pero también emocionantes. Quiero decir, ¿qué hacía antes de que llegarais? Relacionarme con las coles, nada más. Ahora tengo amigos.
Isabelle rodeó con un brazo el cuello de Hugo y lo introdujo en su abrazo colectivo. El muchacho intentó sonreír, pero le salió una mueca. Le dio una palmadita en la espalda a Isabelle a toda prisa y se zafó del grupo. La chica sabía que no estaba acostumbrado a las muestras de afecto.
—Será mejor que nos vayamos. Tenemos que encontrar el modo de poner a salvo a Ella y de llevar los mapas al rey —dijo Hugo—. Y va a ser mucho más complicado cuando salga el sol.
—Vamos a necesitar una escolta armada —añadió Tavi, desesperada —. Nuestro propio regimiento. No, que sea un ejército entero.
Isabelle guardó silencio. Estaba caminando despacio por la habitación de Felix, observando los estantes. La cómoda. La repisa. Después se volvió hacia los demás y anunció:
—No necesitamos encontrar un ejército, porque ya lo tenemos.
—¿Ah, ¿sí? ¿Dónde está? —preguntó Tavi.
Su hermana cogió uno de los soldados de madera de un estante y lo sostuvo en la palma de la mano.
—Aquí mismo.
 


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:45

CIENTO CATORCE
Hugo parpadeó y miró el soldado que Isabelle tenía en la palma de la mano; esbozó una sonrisa forzada.
—Puedes tumbarte, si quieres. En la cama de Felix. Si estás cansada, puedes descansar.
—No estoy cansada. Ni loca, si es a lo que te refieres en realidad. Lo digo en serio. Hay una reina de las hadas. Va por ahí en forma de zorro y vive en el hueco del tilo. Su magia es muy poderosa.
—Una reina de las hadas... —repitió Hugo mientras arqueaba una ceja.
—Es verdad, Hugo —intervino Ella—. Vino a verme una noche, cuando yo tenía el corazón roto, y me preguntó qué era lo que más deseaba. Se lo dije, y me ayudó a conseguirlo. ¿Cómo crees que pude ir al baile?
—He visto ese zorro —dijo Felix—. Cuando era pequeño. Tiene la piel roja como las hojas de otoño. Y unos ojos de un verde intenso.
—Convirtió ratones en caballos y una calabaza en una carroza — explicó Ella.
—Podría encantar a estos soldados de madera y transformarlos en soldados de verdad. Sé que es capaz de lograrlo —dijo Isabelle—. Lo único que tenemos que hacer es llevarlos al tilo.
—¿Cómo? —preguntó Tavi, girando despacio para examinar la habitación —. Hay muchos.
—Dos mil cientos cincuenta y ocho, para ser exactos —precisó Felix.
—Necesitamos cajas o baúles para meterlos. ¿Tienes?
—No, pero sí muchos ataúdes. Seguro que con dos nos basta.
—Podríamos usar a Martin y el carro para transportarlos —sugirió Isabelle —. Solo hay que descargar las patatas.
—Pues vamos —dijo Ella con decisión—. Tenemos un enemigo al que derrotar, un rey y un país a los que salvar, y traidores a los que capturar. — Esbozó una sonrisa lúgubre—. Y después los ajusticiamos y los descuartizamos.
Hugo arqueó ambas cejas y se rascó bajo la gorra.
—Estás cambiada, Ella. No eres la chica que recuerdo. Supongo que es verdad lo que dicen: lo que no te mata...
—... te hace la reina de Francia —terminó Ella por él—. Vamos — añadió, mirando por la ventana de Felix—. Hugo tiene razón: es mucho más difícil llevarle dos mil soldados a una reina de las hadas a plena luz del día.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:46

CIENTO QUINCE
Felix abrió las puertas que daban al patio del taller, y Hugo retrocedió con el carro para meterlo lo más deprisa posible.
Entre los cinco descargaron las patatas y las amontonaron en el suelo. Decidieron que primero subirían los ataúdes al carro y que después bajarían los soldados del cuarto de Felix en cajas, cestas, sábanas... Lo que encontraran.
Los ataúdes eran sencillos, esbeltas cajas de pino, no demasiado pesados. Felix e Isabelle cogieron el primero por las asas de cuerda, lo sacaron del taller y lo dejaron en la plataforma del carro. Felix empujó para intentar deslizarlo bajo los asientos, pero no entraba. Algo lo bloqueaba. Estaba a punto de empujar de nuevo cuando aparecieron Hugo y Tavi, cargados con el segundo ataúd.
—¡Espera! ¡Felix, no! —gritó Hugo—. ¡Lo vas a sacar!
—¿El qué? —preguntó el chico, desconcertado.
—El perro muerto sudoroso —respondió Hugo mientras Tavi y él cargaban el segundo ataúd en el carro.
—¿Hay un perro muerto en el carro? —preguntó Ella, perpleja.
—No, es un queso. Lo inventó Tavi. Está en una caja, bajo los asientos — explicó Isabelle.
—Huele tan mal que no pude deshacerme de él —dijo Hugo—. Tened cuidado, de verdad que no es buena idea levantar la tapa.
Se subió al carro, empujó la caja de madera hacia el lateral izquierdo de la plataforma y después deslizó el primer ataúd para dejarlo a su lado. sabelle empujó el segundo. Tenían el espacio justo.
Todos colaboraron para bajar los soldados. Pronto tuvieron llenos los dos ataúdes. Mientras Felix cerraba las tapas y las clavaba para evitar que se deslizaran durante el viaje, Isabelle se acercó a los establos para ver a Nero. Lo dejaría allí, escondido, para mantenerlo a salvo. Si Cafard lo veía, se lo llevaría, y no quería que un traidor se quedara con su caballo. Le rascó las orejas, le besó la nariz y le pidió que se portara bien. No sabía si llegarían a la Maison Douleur ni si volvería a ver a su querido caballo. Como si percibiera su inquietud, Nero le dio un empujoncito con la nariz. Ella lo besó de nuevo y salió a toda prisa, sin mirar atrás. El caballo la observó partir mientras parpadeaba con sus enormes ojos oscuros y después le dio una buena coz a la puerta del compartimento.
Los demás, salvo Felix, ya estaban en el carro cuando Isabelle se unió a ellos. Subió y se acomodó en la parte de atrás. Tavi y Ella iban delante. Hugo, que estaba en el asiento del conductor, condujo a Martin al exterior. Felix cerró las puertas de la carpintería y se subió al lado de Isabelle.
Hugo sacudió las riendas, y Martin trotó por la calle oscura. Isabelle levantó la mirada: la luna seguía alta, aunque el cielo empezaba a iluminarse. La preocupación le retorcía las tripas.
—Los hombres de Volkmar están a pocos kilómetros y ¿qué hacemos nosotros? —se preguntó, volviéndose hacia Felix—. Transportar soldados diminutos a un animal mágico que vive en el hueco de un árbol. Es lo más demencial que ha sucedido en esta noche de locuras. Mi hermanastra dice que le confesó a Tanaquill lo que su corazón deseaba. Y Tanaquill se lo concedió. ¿Crees que funcionará?
Felix miró a Ella, encajada entre Hugo y Tavi. Después tomó la mano de Isabelle y se la apretó.
—Puede que ya lo haya hecho —respondió.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:48

CIENTO DIECISÉIS
El viejo granjero, con ojos soñolientos y pelo canoso, levantó una mano para saludarlos.
Hugo hizo lo propio, y sus dos carros se cruzaron en silencio. Habían salido de Saint-Michel sin encontrarse con nadie más. Desde que abandonaran la seguridad de la habitación de Felix, Isabelle sentía como si unas bandas de hierro le rodearan el pecho. Al iniciar su camino hacia las suaves colinas de más allá del pueblo, por fin logró respirar un poco, pensando que de verdad tenían una oportunidad de llegar a la Maison Douleur.
Hasta que Hugo soltó una palabrota y señaló al frente: en la penumbra, Isabelle vio la silueta de la vieja iglesia sobre la colina. En la carretera, a su lado, un grupo de soldados cabalgaba a toda velocidad.
—Si mantenemos la calma, saldremos de esta —dijo Tavi.
—¿Cómo? Van a reconocer a Ella enseguida —repuso Hugo.
«Tiene razón», pensó Isabelle.
—Cámbiate con Felix, Ella —le dijo—. Tal vez no te vean tan bien si estás sentada atrás. Tavi, ven tú también. Pondremos a Ella entre nosotras.
Se movieron rápidamente, aunque no era suficiente, y ellos lo sabían: la reina todavía brillaba como una estrella.
Felix se sacó del bolsillo un pañuelo pintado de vivos colores.
—Recógete el pelo con esto.
—Y ponte esto también —añadió Hugo, pasándole sus gafas.
La muchacha siguió sus instrucciones. Las tres iban sentadas sobre una vieja manta de caballo que habían doblado para convertirla en asiento, así que Tavi la sacó y se la echó a Ella sobre los hombros. Isabelle vio un terrón junto a sus pies; lo recogió, lo aplastó y restregó la tierra por las suaves manos de Ella, sobre todo por los nudillos y las uñas, para que se parecieran a las suyas y a las de Tavi.
—Quizá funcione —dijo Tavi.
Felix, con la vista fija al frente, comentó en tono lúgubre:
—Más nos vale. Tienen fusiles.
Unos minutos después, los soldados se les acercaron en fila de a dos. Isabelle tenía los músculos tensos como la cuerda de un arco. Hugo saludó con un solemne gesto de cabeza a los primeros jinetes. Los hombres lo miraron y miraron a sus acompañantes, pero no se detuvieron. Las dos hileras de soldados avanzaron a toda prisa. Isabelle vio que vestían los uniformes del ejército francés. Eran hombres de Cafard, sin duda. Por suerte, el gran duque no se encontraba entre ellos.
El comandante de los jinetes los detuvo y examinó detenidamente el carro al trotar junto a él. «Sigue adelante —lo urgió Isabelle en silencio—. Aquí no hay nada que ver».
—¡Alto! —les gritó de repente el comandante a sus hombres, y dio media vuelta al caballo.
A Isabelle se le paró el corazón.
—Dejad que hable yo —pidió Tavi en voz baja—. Tengo una idea.
—¿Que tú tienes una idea? —susurró Hugo, apretando las riendas—. Que Dios nos ayude.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:50

CIENTO DIECISIETE
—¿Por qué estáis en la carretera a estas horas? ¿Adónde vais? —exigió saber el comandante, mirando a Hugo.
Sin embargo, fue Tavi la que respondió.
—¿Que adónde vamos? ¿Adónde vamos a ir con dos ataúdes detrás y la iglesia ahí delante? —exclamó con voz aguda—. ¡Pues menudo misterio, sargento!
—Es teniente. Y es demasiado temprano para ir al cementerio.
Tavi resopló con desdén.
—La muerte no tiene horario. Mi marido, aquí presente —añadió, dándole una palmada a Hugo en el hombro—, tiene que estar en el campo cuando salga el sol. Y también mi cuñado —dijo, señalando a Felix con la cabeza—. Mi hermana y yo acabamos de perder a dos hermanos en esta maldita guerra. Ahora, mi cuñada —explicó, apuntando a Ella— es viuda y tiene que cuidar de tres niños pequeños.
La reina agachó la cabeza y se sonó los mocos con la manta de caballo.
—No tienen a nadie que las mantenga. Mi marido y yo vamos a meterlas en casa —siguió Tavi—. Cuatro bocas más que alimentar cuando apenas nos queda para nosotros. Así que, teniente, si ya estáis satisfecho, ¿podemos seguir? Los cadáveres no aguantan bien el calor.
—La reina está desaparecida —dijo el teniente—. El gran duque teme que la hayan secuestrado. Ha dado órdenes de detener a cualquier persona sospechosa y de examinar todos los carros.
Tavi se rio en voz alta.
—La reina es una gran belleza, teniente. ¿Aquí ve alguna? ¿Yo, con mi viejo vestido? ¿Mi hermana, con el suyo? ¿O puede que mi cuñada cuatro ojos?
La joven en cuestión alzó la vista y entornó los ojos a través de las gafas de Hugo. La mirada del teniente pasó por encima de ella.
—Dejad que os vea los pies. Los de las damas. Es por todos conocido que la reina tiene los pies más delicados de todo el reino.
Una a una, las tres chicas le enseñaron los pies al teniente. Los de Isabelle eran grandes y tenía las botas sucias. Igual ocurría con Tavi. Los de Ella parecían enormes dentro de las viejas botas maltrechas de Felix.
—Y ahora, si habéis terminado de acosar a mi familia de luto... —dijo Tavi.
Hugo se preparó para sacudir las riendas, pero el teniente alzó una mano.
«¿Y ahora qué?», se preguntó Isabelle, presa del pánico.
—Podríais llevar a la reina escondida en esos ataúdes —dijo el teniente. Indicó a dos de sus hombres que se acercaran a la parte de atrás del carro. ¡Abridlos!
Isabelle estaba paralizada de miedo. Miró a los demás. Felix había subido los hombros hasta las orejas. Hugo tenía los ojos como platos. Tavi se había quedado pálida, aunque no se había rendido.
—¡Esto es una profanación! —gritó—. ¿Es que no tenéis vergüenza? Los dos soldados elegidos para la tarea se miraron entre ellos, incómodos.
—¡Es una orden! —les ladró el teniente.
—¡Llevan varios días muertos! —protestó Tavi—. ¿Acaso queréis que lo último que recordemos de nuestros seres queridos sea su hedor?
«Su hedor».
Aquellas palabras sacaron a Isabelle de su parálisis. Sabía lo que debía hacer. Se volvió y, mirando atrás como si observara a los soldados, metió la mano bajo su asiento. Sus dedos dieron con la caja de madera.
Despacio, con cautela, los metió bajo la tapa.
Suponiendo que las tapas de los ataúdes estarían clavadas, como suele pasar, uno de los soldados sacó una daga de su cinturón para abrirlas. Metió la hoja bajo una de ellas e hizo palanca.
Isabelle abrió un poco la caja de madera y dejó escapar al perro muerto sudoroso.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:51

CIENTO DIECIOCHO
Fue una masacre.
Los caballos relincharon. Tres de ellos tiraron a sus jinetes al suelo.
Algunos de los soldados vomitaron la cena. Incluso el teniente se puso verde.
A Isabelle, Tavi y Ella, sentadas justo encima de la apestosa abominación, les ardían los ojos. Las lágrimas les caían por las mejillas, lo que les daba más que nunca el aspecto de la familia de luto que fingían ser.
Tavi vio la ventaja y la aprovechó. Se levantó y agitó un dedo en dirección al teniente.
—¡Debería daros vergüenza, señor! —chilló—. ¡Molestar a los muertos! ¡Molestar a los dolientes! ¡Hacer llorar a una pobre viuda!
—¡Por amor de Dios, sellad eso! —rugió el teniente, que se tapaba la nariz con una mano.
El soldado que había levantado una esquina de la tapa empezó a martillearla con ganas con la empuñadura de la daga.
—Estoy tentada de contarle al coronel Cafard lo que habéis hecho — siguió Tavi—. No estamos secuestrando a nadie. ¡Somos gente pobre que intenta enterrar a sus seres queridos!
—Mis disculpas, madame. ¡Seguid vuestro camino! —dijo el teniente, agitando la mano.
Hugo asintió y chascó la lengua. Martin se alejó al trote. Isabelle, todavía mirando atrás, colocó en su sitio a toda prisa la tapa del perro muerto, lo que mitigó el olor, aunque Hugo y Martin siguieron a medio galope de todos modos para intentar alejarse de los vapores que flotaban en el ambiente. Unos minutos después llegaron a lo alto de la colina y dejaron a los soldados atrás.
Cuando bajaron por el otro lado, Hugo detuvo el carro y se inclinó hacia delante con la respiración entrecortada. Le temblaban las manos.
—Ha faltado muy poco —dijo Felix con voz temblorosa.
—No sabemos si es la única patrulla. Deberíamos seguir —los urgió Isabelle.
Hugo se enderezó; ya había recuperado el aliento.
—Necesito mis gafas. Antes de que me salga de la carretera.
—Gracias a todos —dijo Ella mientras se las devolvía—. Me habéis salvado la vida.
—Ha sido Tavi —repuso Hugo—. Fue la que fabricó esa cosa.
Tavi sacudió la cabeza con modestia y dijo:
—Fue Leeuwenhoek.
—¿Quién? —le preguntó su hermanastra cuando Hugo arrancó.
—Es una larga historia. Te la contaré algún día. Si vivimos lo suficiente — respondió Isabelle en tono lúgubre.
Hugo convenció a Martin para volver al medio galope. Al hacerlo, una de las ruedas del carro se metió en un bache y envió a Tavi hasta el borde del asiento.
Su hermanastra la agarró y después le dio la mano para mantenerla a salvo. También sujetó la de Isabelle. Mientras el carro aceleraba a través de lo que quedaba de la noche, ni Isabelle ni Tavi ni Ella se soltaron.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:53

CIENTO DIECINUEVE
Las estrellas se desdibujaban cuando Martin subía al trote por el camino de la Maison Douleur hacia el tilo. Antes de que Hugo lo detuviera, los demás ya habían bajado del carro.
Un relincho de curiosidad recorrió el terreno. Isabelle sabía que se trataba de uno de los dos caballos rescatados que ahora vivían en el prado. Martin les devolvió el saludo. La reina se quedó mirando los restos de la mansión.
—Lo siento, Ella. Era tu hogar mucho antes de que fuera el nuestro — dijo Isabelle.
—No lo echo de menos. Espero que todos los fantasmas escaparan cuando se derrumbaron los muros.
Felix y Hugo ya habían llevado uno de los ataúdes a la base del tilo. Felix abrió la tapa con un cuchillo que llevaba guardado en el bolsillo. Tavi e Isabelle trasladaron el segundo. Felix abrió también la tapa. Después, todos se volvieron hacia Ella.
—¿Cómo lo hacemos? —le preguntó Felix—. ¿Cómo llamamos a Tanaquill?
—Pues... no lo sé. Isabelle, ¿lo sabes tú?
—No —respondió la joven, y sintió una punzada de miedo—. No recuerdo qué hice exactamente.
La reina respiró hondo.
—Deja que piense... Recuerdo caminar hasta el tilo después de que todas se fueran al baile. Estaba muy enfadada. Quería ir más que nada en el mundo. Con todo mi corazón. Y, de repente, apareció.
—Una mujer alta... —dijo Felix con un escalofrío.
—Sí.
—Con cabello rojo, ojos verdes y dientes afilados.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ya está aquí —respondió, señalando hacia las ruinas.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 13 Ago - 16:55

CIENTO VEINTE
Tanaquill salió de las sombras.
Llevaba un vestido fabricado con caparazones de escarabajos negros que emitía un brillo oscuro a la tenue luz de la luna. Su corona era una diadema de murciélagos. Tres jóvenes víboras se le enrollaban en el cuello; sus cabezas reposaban como joyas sobre la clavícula de la reina de las hadas.
Tanaquill se dirigió a Ella.
—No esperaba volver a verte por aquí. Y menos aún en compañía de tus hermanastras. Lo único que querías cuando hablamos por última vez era huir de este lugar. ¿Y ahora regresas?
—No estaría aquí, frente a vos, si Isabelle no me hubiera rescatado del complot de un traidor. Si Octavia no hubiera engañado a mis enemigos. Les debo la vida. Ahora, Isabelle necesita vuestra ayuda, majestad.
Tanaquill empezó a caminar en círculo alrededor de Isabelle. Le puso una afilada uña negra bajo la barbilla y se la levantó.
—¿Has encontrado todos los fragmentos, niña?
—Sí, majestad. Cre... creo que sí. Espero que sí.
—Y ahora que tu corazón vuelve a estar entero, ¿qué te dice?
Isabelle bajó la vista y se miró las manos apretadas. Pensó en Malleval, y unas lágrimas de rabia le anegaron los ojos. Pensó en el gran duque, disponiendo con frialdad las muertes de sus jóvenes monarcas. Recordó el dulce peso de la espada en su mano.
—Me dice cosas imposibles —susurró.
—¿Todavía deseas ser bella? Solo tienes que decírmelo para que se cumpla.
Isabelle alzó la mirada al cielo durante un momento y parpadeó para espantar las lágrimas.
—No —respondió al fin.
—¿Qué es lo que deseas, entonces?
—Un ejército —contestó ella, mirando a la reina de las hadas a los ojos—. Deseo alzar un ejército contra Volkmar y el gran duque. Deseo salvar a mi familia, a mis amigos y a mi país.
—Mucho pides. De la nada, nada proviene. La magia debe salir de alguna parte. Transformar una calabaza en una carroza es un juego de niños, pero ¿un ejército? Eso es mucho más difícil. Ni siquiera yo soy capaz de convertir un guijarro en soldado o un champiñón en comandante.
—Os hemos traído esto —dijo Isabelle, y corrió a los ataúdes.
Sacó una de las figuras (un oficial que sostenía un sable cruzado frente al pecho) y se lo puso a Tanaquill en la mano.
La reina de las hadas lo observó. Ladeó la cabeza.
—Por favor, alteza —le dijo Isabelle—. Ayudadnos, por favor.
Los profundos ojos verdes de Tanaquill se enfrentaron a los de Isabelle. Atrapada por su mirada, la joven sintió que la reina de las hadas veía en su interior. Tanaquill dio un paso atrás, alzó una mano y la hizo
girar en el aire.
Se levantó una brisa que se convirtió en viento. Y el viento se dobló sobre sí mismo y formó un remolino cada vez más ancho.
A Isabelle se le aceleró el pulso cuando el viento sacó las figuritas de los ataúdes y las repartió por el campo, los jardines, las cuadras y el césped.
Una vez que los ataúdes estuvieron vacíos, el viento cesó.
Y dejó paso a otro ruido.


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Mensaje por yiniva Jue 13 Ago - 18:37

Los ayudará? Me da gusto que esten todos juntos
Gracias Luz


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Mensaje por IsCris Vie 14 Ago - 8:36

Que emocionante todo esto, seguro que si la ayuda y pueden destruir a esos traidores 
Lo que me hubiese gustado que buscaran ayuda de Azar, el sin duda les serviría con sus amigos


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Mensaje por carolbarr Vie 14 Ago - 15:08

Encontró las tres partes de su corazón y la reina de las hadas le debe deseo, yo creo que si la va a ayudar

Si, es muy bueno que estén juntos

Gracias


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 14 Ago - 23:16

CIENTO VEINTIUNO
Isabelle sintió el temblor del suelo bajo sus pies.
Se oyeron crujidos, gruñidos y fuertes golpes: los ruidos de los árboles en una potente tormenta. La joven miró hacia las colinas y los campos, ahora iluminados por las primeras luces del alba.
Las diminutas figuras de Felix estaban creciendo.
A Isabelle le latió el corazón como loco al observarlas: los cuerpos de madera respiraban; se estiraban, la cabeza atrás, los brazos abiertos al cielo; mejillas de madera que tomaban color; ojos vacíos iluminados por el fuego de la guerra.
Oyeron los gritos de los sargentos que ordenaban a sus hombres ponerse en formación. Isabelle distinguió los chasquidos metálicos de las balas al entrar en las recámaras y el ruido de los fusiles al apoyarse en los hombros. Un mar de uniformes azules la rodeaba.
Dos caballos saltaron por encima de la valla de la cuadra y galoparon hacia Tanaquill. Mientras la reina de las hadas hablaba con ellos y los acariciaba, la joven se percató de que eran los dos que ella misma había rescatado. No tenían nada que ver con lo que eran antes. Su pelaje relucía; sus crines se ondeaban al viento. Resoplaban y pateaban el suelo, impacientes por recibir a sus jinetes.
Tanaquill dio un paso atrás cuando dos hombres (tenientes, razonó Isabelle, a juzgar por los uniformes) reclamaron los caballos. Se subieron sin dificultad a las monturas, extendieron las riendas y se volvieron hacia Isabelle.
—Nuestro general, madeimoselle. ¿Dónde se encuentra? —le preguntó uno de ellos—. Esperamos órdenes.
Isabelle alargó el cuello. Miró más allá de los tenientes, hacia el jardín, las cuadras... Buscaba al general, que debía de ser alto y fuerte, marcado por las cicatrices de cien batallas; un hombre amenazante con un porte feroz.
Pero no lo veía.
—¿Dónde está? —preguntó, volviéndose hacia Felix—. ¿Dónde está el general?
—Isabelle... —respondió él, que negaba con la cabeza—. No.… no he tallado ninguno.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 14 Ago - 23:17

CIENTO VEINTIDÓS
—¿Qué quieres decir con eso, Felix? —preguntó Isabelle, presa del pánico.
—Iba a tallarlo al final, cuando estuvieran terminados los soldados y todos los demás oficiales... No me dio tiempo a llegar al general.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué me decís del marqués? —preguntó Tavi—. Sería un buen general.
—¡Sí! ¡El marqués! —exclamó Isabelle, que se volvió hacia Tanaquill—. Iré a por él, no tardaré mucho. Está...
—No hay tiempo —la interrumpió Tanaquill, y señaló el ejército encantado —. Míralos.
Los movimientos de los soldados se tornaban rígidos y espasmódicos.
Perdían el color. Se les empañaban los ojos.
—¿Qué les sucede? —preguntó Isabelle, desazonada.
—Son guerreros. Existen para luchar. Si no tienen un general que los conduzca a la batalla, se apaga su fuego. La magia muere.
El pánico de la joven se transformó en terror. No podía perder aquel ejército. Era la única oportunidad de Ella y de su país.
—¿Qué me decís de Felix? ¿O de Hugo? ¿Podríais transformarlos en general? —preguntó.
Se volvió hacia los muchachos, esperando ver a Felix de uniforme o a Hugo con una espada, pero seguían exactamente igual.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no pasa nada? —preguntó.
—Porque este es tu deseo, no el suyo —respondió Tanaquill.
Isabelle se volvió hacia los dos chicos.
—Por favor —les suplicó.
—Isabelle, soy carpintero. Ni siquiera me he presentado todavía para recibir formación militar. Mataría a todos estos hombres —dijo Felix.
Hugo negó con la cabeza y dio un paso atrás.
Isabelle se sujetó la cabeza con las manos.
—¿Qué podemos hacer?
Tanaquill empezó de nuevo a caminar en círculos a su alrededor.
—¿Qué desea tu corazón, Isabelle? ¿Cuál es su mayor anhelo? —le preguntó.
—Salvar a mi reina, a mi rey, a mi país —balbuceó ella, enloquecida—. Evitar que maten a los inocentes. —Sin embargo, seguía sin suceder nada, así que añadió—: Darles a estos soldados un general valiente, un guerrero de verdad que lo dé todo en la batalla: sus lágrimas y su sangre, su cuerpo y su alma; su vida.
Tanaquill se detuvo frente a ella. Le puso una de sus manos de largas uñas en el pecho.
Isabelle oía el latido de su propio corazón cada vez más alto. El ruido la ensordecía. Le llenaba la cabeza.
La voz de la reina de las hadas atravesó aquel ruido de fondo como un trueno.
—Te lo preguntaré por última vez, Isabelle: ¿qué es lo que desea tu corazón?


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 14 Ago - 23:18

CIENTO VEINTITRÉS
Isabelle intentó hablar, formar palabras, pero los latidos de su corazón eran tan fuertes que el sonido le llenaba la garganta y le impedía hablar. Cerró los ojos, y un remolino formado por mil imágenes le cruzó la mente. Se vio de pequeña, feliz y libre. Antes de que le dijeran que era menos de lo que debía ser, que no le gustaban las cosas correctas.
Se vio volando por encima de las vallas con Nero. Galopando por los campos mientras el barro salía disparado bajo los cascos del caballo. Se vio trepando a lo alto del tilo con Felix, imaginando que las ramas eran el aparejo de un barco pirata. Batiéndose en duelo con el mango de una mopa. Echando del corral a un lobo hambriento, armada tan solo con una escoba.
Aquellas imágenes de la infancia desaparecieron y dieron paso a otras. Se vio luchando contra maman. Contra los aburridos muchachos con los que jamás habría pasado más de diez minutos seguidos de haber podido elegir, por no hablar ya de una vida entera. Contra los interminables días de té y pasteles, de sonrisas falsas y conversaciones insulsas.
Isabelle veía por fin que llevaba toda la vida luchando por ser quien era.
Embargada por la angustia, la esperanza y el anhelo, le preguntó a su corazón cómo ganar esa pelea.
Y su corazón respondió.
Cubrió las manos de Tanaquill con las suyas.
Y Tanaquill sonrió y respondió:
—Sí.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 14 Ago - 23:19

CIENTO VEINTICUATRO
Isabelle abrió los ojos y miró a su alrededor.
Tanaquill se había alejado, de vuelta a las sombras bajo el tilo.
Pero Tavi, Ella, Felix y Hugo se habían quedado paralizados. La miraban. Tavi sonreía. A Ella se le salían los ojos de las órbitas. Hugo estaba boquiabierto.
Por las mejillas de Felix caían las lágrimas.
Isabelle bajó la vista para mirarse y contuvo el aliento.
Su vestido andrajoso había desaparecido. Vestía bombachos de cuero, una túnica de cota de malla y una reluciente coraza plateada. En sus manos sostenía un casco de elegante factura. Qué dulce era el peso de la armadura y de la espada que le colgaba de la cadera. Se sentía más alta, más fuerte, como si ya no estuviera hecha de sangre, huesos y carne blanda, sino de hierro y acero.
Los ecos de un feroz relincho recorrieron la gris mañana.
Isabelle se volvió y vio a un semental negro acercarse a medio galope por el camino. Lucía una manta de malla y una testera plateada. Fuerte y majestuoso, un caballo digno de una guerrera.
Frenó hasta ponerse al trote, se detuvo frente a Isabelle y resopló.
Isabelle se rio y le dio unas palmadas en el cuello.
—Estaba encerrado en un compartimento, en un establo de la aldea —dijo, volviéndose hacia la reina de las hadas—. ¿Cómo ha salido?
Tanaquill se encogió de hombros.
—Supongo que le habrá dado una coz a la puerta —respondió—. Ya sabes cómo es.
Isabelle rodeó a Nero hasta colocarse a su flanco izquierdo. Hugo le sujetó el casco mientras Felix la ayudaba a subir a su grupa. Tavi y Ella se acercaron.
Los tenientes se enderezaron en sus monturas, a la espera de órdenes.
A lo largo y ancho de la Maison Douleur, en sus campos y prados, los soldados esperaban, firmes.
El silencio era sepulcral, todos miraban a Isabelle.
—Me temo que no sé cómo hacer esto —susurró, apretando la mano de Felix —. Nunca he sido general.
—Ya sabes lo más importante: sabes ser valiente. Siempre lo has sabido.
—Sabes aventajar al enemigo —añadió Ella—. Nos has traído hasta aquí.
—Sabes luchar —dijo Tavi.
—Eres la peor chica que he conocido, Isabelle —intervino Hugo, con una sinceridad conmovedora—. Eres tan dura y terca que me provocas pesadillas.
Isabelle esbozó una sonrisa trémula.
—Gracias, Hugo. Sé que entre esas palabras se esconde un cumplido.
—Vete ya —le dijo Felix, y le soltó la mano—. Y regresa.
Hugo le entregó el casco. Isabelle lo cogió e inclinó la cabeza ante la reina de las hadas.
—Gracias —le dijo con la voz rota.
—Lo que se rompió vuelve a estar completo —repuso ella, asintiendo —. Has recuperado los fragmentos de tu corazón. El muchacho es el amor, fiel y verdadero. El caballo es el valor, salvaje e indómito. Tu hermanastra es tu conciencia, amable y compasiva. Ten por seguro que eres una guerrera, Isabelle, y que una verdadera guerrera lleva consigo el amor, el valor y su conciencia a la batalla con el mismo aplomo con el que blande su espada.
Isabelle se colocó el casco. Desenvainó la espada y la sostuvo en alto.
Nero piafó, se volvió en círculo y tiró de las riendas, deseando ponerse en marcha. Los músculos de los brazos de Isabelle se tensaron. La hoja plateada de la espada reflejó la luz del alba.
Los soldados la vitorearon, un grito de guerra de mil gargantas que resonó por los campos y subió por las colinas. Isabelle sonrió, disfrutando del estruendo.
—¡Soldados! —gritó cuando guardaron silencio—. ¡Esta mañana marchamos contra un enemigo temible! Asesina a inocentes, saquea nuestros pueblos y aldeas, y asola nuestros cultivos. No tiene derecho a nuestras tierras. La codicia y la sed de sangre son lo único que lo impulsa.
Sus soldados y él no conocen la piedad. En sus corazones arden las llamas de la conquista, pero en los nuestros brilla la luz de la justicia.
Rodearemos la Hondonada del Diablo. ¡Allí lucharemos y allí venceremos!
El rugido que siguió a sus palabras fue el de un huracán, un maremoto, un temblor de tierra. Se alzó en el aire convertido en una fuerza asombrosa que nada ni nadie sería capaz de detener. Isabelle tenía hipnotizados a los soldados. Habrían marchado hasta las profundidades del infierno y batallado contra el mismo diablo de habérselo pedido ella.
—¡Por el rey, por la reina y por el país! —gritó la joven.
Espoleó a Nero con los talones. El caballo alzó las patas delanteras y agitó los cascos en el aire antes de salir al galope, volar por encima del muro de piedra y aterrizar en el campo del otro lado. Sus tenientes cabalgaron tras ella. Sus soldados los siguieron.
Isabelle montaba muy erguida. Estaba ruborizada, con los ojos en llamas. Era temible.
Era fuerte.
Era bella.


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Mensaje por martenu1011 Sáb 15 Ago - 12:38

Creo que cambiar su gran deseo por ayudar otros, es una muestra suficiente de haber recuperado las partes de su corazón. 
Pienso en esas cosas imposibles que le dice el corazón de Isabelle...será así, tan imposibles?
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Mensaje por yiniva Sáb 15 Ago - 15:52

Ay qué emoción esto ya se puso más interesante  ahora sí Isa ya está completa


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Mensaje por carolbarr Sáb 15 Ago - 16:58

Me encanta!!!! Estoy que lloro de emoción!!! 

Después de tanto sufrir, pudo recuperar su corazón y lograr su objetivo

Gracias!


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Mensaje por IsCris Sáb 15 Ago - 19:14

Que emoción todo esto!!
Ya Vera Volkar con quien se metió


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 16 Ago - 12:05

CIENTO VEINTICINCO
La luna había desaparecido. Las estrellas se habían apagado.
Tanaquill había terminado su labor.
Con una sonrisa en los labios, observó a Felix, con su daga, y a Hugo, con un hacha que había sacado de un tocón, seguir a las tropas, decididos a luchar con ellas.
Tavi y Ella volvieron a subirse al carro y bajaron por el camino hacia lo que quedaba de los establos. Tavi pensaba guardar allí el carro, dejar a Martin en el prado y esconderse en el gallinero con Ella hasta que fuera seguro salir.
Cuando el carro se alejaba, dos figuras salieron de detrás de las ruinas de la mansión. Una era una anciana vestida de negro; la otra, un joven con levita azul y bombachos de terciopelo.
—Lo ha hecho. Tenía mis dudas —dijo Tanaquill mientras las dos figuras se le acercaban—. La muchacha es valiente. Mucho más de lo que se imagina.
—He venido a por el mapa. Es mío —repuso la Parca—. Tienes que devolvérmelo.
—Deberíais dármelo a mí. Yo he ganado la apuesta —dijo Azar.
Tanaquill miró a la anciana.
—No seguirás dibujando el mapa de la vida de Isabelle. —Después volvió sus ojos verdes hacia Azar—. Ni tampoco tú seguirás alterándolo. Ahora su vida es un paisaje abierto y, si sobrevive al día de hoy, será ella quien decida el camino por el que transitará.
Mientras Tanaquill hablaba, sacó el mapa de Isabelle de entre los pliegues de su capa, lo lanzó al aire y susurró un hechizo. El mapa se desintegró en un fino polvo reluciente que se llevó la brisa.
La Parca y Azar lo vieron desaparecer, y se volvieron hacia la reina de las hadas, acosándola a protestas. Pero ella ya se había ido. Vieron un relámpago rojo cuando la zorra saltó por encima de un muro de piedra. La siguieron con la mirada en su carrera por los campos y las colinas. Se detuvo al borde del bosque silvestre para volver la vista atrás una última vez antes de internarse en el bosque.
Existe la magia en este mundo tan triste y difícil. Una magia más fuerte que el destino, más fuerte que la casualidad. Y aparece en los lugares más
insospechados.
Una noche junto a la chimenea, cuando una muchacha deja un trozo de queso para un ratón hambriento.
En un matadero, cuando a los viejos y a los enfermos, a los débiles y a los descartados se les concede más importancia que al dinero.
En el pequeño desván de un carpintero pobre, donde tres hermanas aprendieron que el precio del perdón es perdonar.
Y ahora, en un campo de batalla, donde una simple chica intenta cambiar el curso de una cruenta guerra.
Es la magia de una criatura frágil y falible, una capaz de las crueldades más inenarrables y de la amabilidad más inmensa. Vive dentro de todos los seres humanos, dispuesta a redimirnos. A transformarnos. A salvarnos.
Si encontramos el valor para escucharla.
Es la magia del corazón humano.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 16 Ago - 12:06

CIENTO VEINTISÉIS
El explorador trajo buenas noticias.
La pared de escaramujo que se alzaba del río, densa e impenetrable, seguía allí.
—Bien —dijo Isabelle en voz baja—. Así cerramos el borde meridional del campamento de Volkmar y evitamos que escapen montaña arriba hacia el bosque silvestre.
Mientras hablaba, usó un palo para dibujar un diagrama de la Hondonada en la tierra. Sus tenientes la rodeaban para ver el dibujo del campamento, en el centro de la hondonada.
—Tenemos que rodear los otros tres lados y bloquear todas las rutas de escape —siguió mientras dibujaba un arco desde un borde del muro de escaramujo al otro, y encerraba el campamento en su interior—. Dividimos las tropas en dos. Una mitad va al oeste y la otra, al este. Se reúnen aquí, donde estamos ahora —dijo, dando un golpecito con el palo en el punto más al norte del diagrama—. Id deprisa y en silencio. Enviad la señal en cuanto estéis en posición. Marchad.
Isabelle había salido de Saint-Michel con sus tropas, había rodeado el bosque silvestre y había bajado por una larga carretera llena de baches hasta el borde de la Hondonada del Diablo. Habían marchado al doble de velocidad de lo normal, pero, aun así, el sol ya empezaba a subir por el cielo, así que ya no contaban con la ayuda de la oscuridad. La joven había procurado mantener una distancia que, esperaba, fuera de unos tres kilómetros entre sus tropas y el campamento de Volkmar para evitar que los vieran u oyeran, aunque sabía que con cada momento que pasaba aumentaban las posibilidades de ser descubiertos.
Si eso sucedía, perdería el elemento sorpresa. Creía que sus tropas superaban en número a las del enemigo, pero Malleval le había demostrado de lo que era capaz aquella gente. Sabía que necesitaría cualquier ventaja a su alcance. Hasta que llegara la señal, estaría sobre ascuas.
Los tenientes cabalgaron hacia sus tropas, y dieron órdenes en voz baja y urgente. De inmediato, los soldados desaparecieron entre los árboles. Estaban hechos de madera. Eran criaturas del bosque y, tras colocarse en sus puestos, volvieron a ser uno con él, sin hacer más ruido que una rama que cruje con el viento o las hojas que susurran con la brisa.
Isabelle asintió con la cabeza, y el joven soldado enjuto al que se dirigía la saludó y se subió a un alto pino que se encontraba detrás de ella con un catalejo metido en la chaqueta.
Transcurrieron veinte minutos. Treinta. Isabelle había dado órdenes de que cada compañía enviara a un hombre a la copa de un árbol con un pedazo de tela roja. El hombre tenía que agitar la tela cuando todos los miembros de su compañía estuvieran en posición. Pasaron cuarenta minutos.
Tensó la mano que sujetaba la espada. «¿Por qué tardan tanto?», se preguntó, nerviosa. Nero agitó la cabeza en silencio.
Justo cuando creía que perdería el temple, lo oyó: el graznido de un halcón, señal del joven soldado de lo alto del árbol: había visto las banderas rojas. Todo el mundo estaba en su sitio.
Isabelle bajó la cabeza. «Isabel, Yennenga, Abhaya Rani, acompañadme — rezó—. Dadme astucia y fuerza. Convertidme en una persona intrépida y valiente».
Después alzó la cabeza, levantó la espada y gritó:
—¡A la carga!


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 16 Ago - 12:08

CIENTO VEINTISIETE
El gran duque no vio venir a Isabelle.
Después de la huida de la joven con Ella, el noble había cabalgado hasta el campamento de Cafard para organizar partidas de búsqueda; después había regresado al de Volkmar, donde había pasado el resto de la noche. Mientras él estaba en su tienda de campaña, afeitándose frente al espejo, Isabelle desplegaba sus fuerzas a lo largo del perímetro de la
Hondonada del Diablo.
Mientras él se abotonaba su chaqueta, ella ocupaba su lugar al frente del ejército.
Cuando él se sentaba a la mesa plegable y untaba mantequilla en una tostada, ella y sus guerreros descendían.
Los gritos y chillidos lo pusieron en pie. Oyó disparos. Caballos relinchando. Un chorro de sangre que salpicaba la pared de su tienda. El golpe húmedo de una hoja al dar en carne.
Agarró su vaina, se la abrochó a la cintura y corrió a la refriega. El caos se había adueñado del campamento. Los soldados de Isabelle corrían por doquier, atacando a las tropas de Volkmar.
—¡Mi caballo! ¡Traedme mi caballo! —bramó, pero nadie respondió a su orden.
Los hombres caían a su alrededor. El aire se enturbiaba con el humo blanco de la pólvora. La mano del gran duque fue a colocarse en la empuñadura de su espada, pero no tuvo la oportunidad de sacarla. Lo último que vio fue a una muchacha a lomos de un semental negro, una furia vengadora que caía sobre él. Y, entonces, Isabelle le clavó su espada en el pecho y atravesó con ella aquel corazón traidor.
El hombre cayó de rodillas con una mancha carmesí cubriéndole la chaqueta y una expresión de sorpresa en el rostro. Después, se dio de bruces contra el suelo.
Isabelle no se detuvo a celebrarlo, puesto que no disfrutaba matando, sino que siguió adelante, decidida a continuar. Soldado tras soldado cayeron bajo su espada. Sus hombres circulaban por el campamento como un rabioso río desbordado, algunos con espadas, otros con fusiles con bayonetas. Prendían fuego a las tiendas, destruían cuadras, liberaban caballos, aplastaban carros.
A pesar de haberlos sorprendido, los hombres de Volkmar no tardaron en reagruparse. Se trataba de soldados formidables que luchaban por sus vidas, así que su contraataque fue temible. Pero Isabelle luchaba por las vidas de sus compatriotas y lo hacía como una leona, urgiendo a Nero a
internarse cada vez más en el campamento.
Acababa de atravesar a un oficial que apuntaba con su fusil a uno de los tenientes de su ejército cuando oyó el ruido de cascos tras ella. Al volverse en la silla, vio a un jinete que cabalgaba en su dirección. Vestía el uniforme de los invasores. Llevaba una espada en la mano y los ojos le brillaban de furia asesina. «Alguien acaba de bailar sobre tu tumba», le susurró la voz de Adélie.
¿Había sido él?
Allí, en la Hondonada del Diablo, por fin lo descubriría.
Le dio media vuelta a Nero.
Se enfrentó a Volkmar.
Y liberó al lobo.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 16 Ago - 12:11

CIENTO VEINTIOCHO
Chispas azules volaron por los aires cuando las dos espadas chocaron.
La de Volkmar era más grande y él era más fuerte, pero Isabelle era sagaz. Paraba sus mandobles con la hoja y los bloqueaba con el escudo. Largo rato luchó mientras sus caballos batían la tierra a su alrededor, y sus gritos, gruñidos y juramentos se mezclaron con los de sus soldados. Volkmar martilleaba el escudo de Isabelle de tal modo que a la joven se le sacudía el brazo izquierdo. Él había salido corriendo de su tienda sin armadura. Isabelle apuntaba con destreza a su cabeza sin proteger y consiguió abrirle un corte en la mejilla, aunque ninguno de los dos era capaz de asestar el golpe mortal.
Entonces, Volkmar cambió de dirección y atacó con su espada a la espalda de Isabelle, acertándole con el lado plano de la hoja. La fuerza del impacto la tiró del caballo. El casco salió volando, aunque consiguió conservar la espada.
Volkmar se bajó de su montura y caminó hacia ella. Aturdida por el golpe, no lo vio venir. Sin embargo, cuando el hombre alzó la espada, uno de los soldados de Isabelle, que luchaba a pocos metros de ella, gritó una advertencia.
La hoja cortó el aire. Isabelle rodó hacia la derecha para intentar apartarse de ella, pero la punta le acertó en la pantorrilla izquierda. Gritó y retrocedió por el suelo con la pierna buena.
El comandante enemigo corrió hacia ella y le propinó una patada en el costado, detrás de la coraza. Isabelle oyó el crujido de los huesos. Sintió un dolor cegador. Cayó sobre el otro costado, entre jadeos, con la espada bajo ella.
—Levanta, perra. Ponte en pie como el hombre que crees ser y enfréntate a tu muerte.
Isabelle intentó levantarse. Consiguió ponerse de rodillas. Volkmar le dio un salvaje revés en el rostro, que la derribó de nuevo.
Todo su cuerpo era puro dolor. Le costaba ver algo a través de su niebla roja.
Volkmar estaba cerca, caminando en círculos a su alrededor, jugando con ella antes de matarla.
—¡Recoge tu espada! ¡Ven a por mí! —le gritó.
Isabelle escupió la sangre que se le acumulaba en la boca y lo miró a los ojos. El hombre sujetaba la espada cruzaba sobre el cuerpo para protegerse el vientre. Ella sabía que su única oportunidad consistía en ponerse en pie de algún modo y conseguir que bajara la espada.
«Pero ¿cómo?», se preguntó.
«Tienes que parecer débil cuando estás fuerte y fuerte cuando estás débil», fue la respuesta.
—Gracias, Sun Tzu —susurró.
Y después, en voz alta, suplicó:
—No me mates, por favor.
Su enemigo sonrió al ver el miedo en los ojos de la joven, al percibir el dolor en su voz.
—Bueno, sí que te mataré, pero todavía no.
Relajó un poco el brazo; la hoja bajó unos centímetros.
Con gran esfuerzo, Isabelle se levantó e intentó alejarse cojeando, arrastrando la pierna herida tras ella.
Volkmar siguió con sus círculos, burlándose de la joven. Ya la contaba entre sus víctimas. No tenía ni idea de que se había caído mil veces de un caballo y sabía cómo soportar el dolor. Desconocía que había luchado en mil duelos bajo el tilo cuando era pequeña. Que había practicado con espantapájaros en la granja de los LeBenêt. Que había aprendido a bloquear y arremeter, a fintar, retroceder y atacar después. No veía que, en aquel momento, estaba en plena finta. Que su herida sangraba mucho, pero no era profunda. Que la patada que le había propinado en las costillas dolía como un demonio, pero que no la había dejado ni sin aliento, ni sin voluntad, ni sin coraje.
Entre jadeos y muecas, con una mano en el costado para hacer más teatro, Isabelle se levantó con la cabeza agachada, suplicante. Estaba inclinada sobre la espada y la usaba de muleta. Así parecía indefensa, con un arma inútil.
A pesar de haber bajado la mirada, veía los pies de Volkmar y su espada. La punta estaba ya a un par de centímetros del suelo. Caminaba hacia ella.
«Más cerca —lo urgió en silencio—. Un poquito más...».
—Eres buena guerrera, lo reconozco. Para ser mujer —dijo Volkmar, que estaba a pocos metros—. Pero eres demasiado impulsiva para ser una gran soldado. Tienes más valor que sentido común.
«Más cerca... Eso es...».
—El gran duque me habló de ti y de que te habías lisiado para casarte con el príncipe. —Se rio—. Seguro que a él sí que lo sorprendiste. Te vi matarlo. Fue un golpe de suerte, por supuesto, aunque acertado. No se esperaba verte de vuelta, y menos al mando de un ejército. No se esperaba tanto de una muchacha vulgar que había sido capaz de cortarse sus propios dedos.
«Más cerca...».
Isabelle se aferró a su espada. Respiró hondo para calmarse y alzó la cabeza, despacio.
—No, claro que no. ¿Por qué se lo iba a esperar? ¿Por qué te lo ibas a esperar tú? —preguntó—. Pero ya no corto dedos...
Entonces, con un grito ensordecedor, alzó la espada y le cortó el cuello a Volkmar de un tajo limpio.
—Corto cabezas.


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Mensaje por Luz Guerrero Dom 16 Ago - 12:12

CIENTO VEINTINUEVE
La puerta del carruaje de Isabelle se abrió.
La joven salió del vehículo y subió con paso firme por las grandes escaleras de mármol que conducían a las altas puertas doradas del palacio. Había soldados a ambos lados de las escaleras. Todos hicieron el saludo marcial, y ella se lo devolvió.
Era un día especial. Isabelle apenas era capaz de contener la emoción.
Dos lacayos le abrieron las puertas y otro la acompañó al interior. El gran vestíbulo, todo mármol y espejos, se iluminaba con mil velas que titilaban dentro de sus enormes lámparas de cristal. Al atravesarlo, pensó en la primera vez que había entrado en el palacio: con Tavi y maman, para el baile del príncipe.
El corazón se le encogió al recordar que habían dejado a Ella en casa, sollozando en la cocina. Isabelle llevaba entonces un rígido vestido de seda con cuentas de cristal y lazos. Su doncella le había recogido el cabello en un absurdo moño estilo nido de pájaro. Al entrar a palacio se había visto de reojo en un espejo... y había odiado a la chica que le devolvía la mirada.
En aquel preciso instante pasó por el mismo espejo y se detuvo unos segundos para observar su reflejo. Una muchacha distinta le devolvía la mirada, una de porte desenvuelto y cabeza alta. Esta muchacha llevaba el pelo recogido en una trenza sencilla. Vestía una entallada chaqueta de cuello alto de sarga azul marino y una falda larga a juego, con una abertura que le permitía montar sin problemas. Unas relucientes botas negras de cuero asomaban por debajo del borde.
Aquel uniforme ocultaba una venda blanca que le oprimía el torso para ayudarla con el dolor de las costillas que Volkmar le había roto con la patada. Una hilera de puntos le recorría la pantorrilla izquierda, donde el comandante le había abierto un corte irregular con la espada. La herida cicatrizaba bien. Un cirujano militar se la había cosido después de la batalla de la Hondonada del Diablo.
La batalla había sido larga y sangrienta, pero Isabelle la había ganado.
Después, ella y sus fuerzas habían caído sobre Saint-Michel, donde habían detenido al coronel Cafard y lo habían encerrado. A continuación, se había dirigido al campamento del rey.
Tenía el mapa en el que se mostraba la localización del resto de las tropas de Volkmar. Isabelle había atacado a las compañías una tras otra y había ganado tres batallas más incluso antes de llegar hasta el rey.
Cuando se presentó en su campamento, le explicó quién era y por qué había ido, y después le dio el mapa de Volkmar y el suyo como prueba de la traición del gran duque. Juntos derrotaron al resto de los invasores.
La magia de Tanaquill era potente. No había acabado a medianoche, como el encantamiento que había preparado para Ella, sino que se había apagado poco a poco. Después de cada batalla, cuando llegaba el momento de recoger y enterrar a los muertos, no encontraban a ninguno. Es decir, a ninguno de los soldados de Isabelle. Los encargados de barrer los campos después de la lucha solo encontraban los cadáveres de los soldados de Volkmar y, a veces, curiosamente, una figurita de madera enredada en la hierba.
El muro de escaramujo se había hundido de nuevo en el río después de la batalla de la Hondonada del Diablo. Isabelle había regresado al tilo, se había arrodillado y había metido dentro la medalla recibida por su valor en la hondonada.
«Para vos —dijo, agachando la cabeza—. Gracias».
Un lacayo que esperaba junto al codo de Isabelle se aclaró la garganta y la apartó de sus recuerdos.
—General, el rey y la reina os esperan en el Gran Salón.
Isabelle asintió y lo siguió. La condujo por un largo pasillo hasta unas
puertas doradas. Tras un fuerte empujón, el hombre entró en el Gran Salón y anunció el nombre de Isabelle.
En el otro extremo del salón, sentados en tronos dorados, estaban el rey Charles y la reina Ella. A lo largo de los dos laterales, en tres hileras, se alineaba la aristocracia de Francia, decenas de cortesanos, ministros, oficiales y amigos.
Mientras Isabelle caminaba por el centro de la sala hacia la pareja real, vio a Hugo y su nueva esposa, Odette. Tavi también estaba allí, con su túnica de estudiante. A petición de la reina, el rey había decretado que todas las universidades y facultades del país debían permitir la asistencia de mujeres. Su madre estaba al lado, sonriendo a un duque por allí y a una condesa por allá. Tras pedirle disculpas a Ella, se habían reconciliado, así que ahora pasaba sus días en los jardines de palacio, hablando con las coles reales.
Felix también estaba allí, y a Isabelle se le alegró el corazón al verlo, vestido con su chaqueta nueva. El hombre al que había vendido los soldados de madera exigió la devolución del dinero, pero el rey le estaba tan agradecido a Felix por haber fabricado el ejército que salvó a Francia que se encargó él mismo de pagar al hombre y le concedió al joven una beca para la mejor escuela de bellas artes de París. Estaba ocupado todos los días aprendiendo a esculpir piedra, pero siempre procuraba reservar las noches para cabalgar junto a Isabelle por el bosque privado del rey.
Isabelle ya había llegado hasta los reyes. Se detuvo a pocos metros de ellos, inclinó la cabeza y se arrodilló.
El rey se puso de pie. Un criado con guantes esperaba cerca de él; en sus manos sostenía una reluciente caja de ébano. La abrió y dejó al descubierto el grueso collar de oro que descansaba sobre el terciopelo
negro. El rey sacó la cadena de la caja, se dirigió a Isabelle y se la puso. Tras colocársela bien sobre los hombros, le pidió que se levantara y se volviera hacia la corte.
—Damas y caballeros, ciudadanos de Francia, estamos hoy aquí reunidos gracias al valor y la fuerza de esta joven. Jamás podré pagarle lo que ha hecho por nosotros. Y jamás me separaré de ella. Dependo de su sabio consejo, y su coraje y su fortaleza me inspiran esperanza en este camino que nos conduce desde la destrucción provocada por la guerra a los días dorados de la paz. Me he asegurado de tenerla siempre junto a mí. En las reuniones con mis nobles y ministros, y, llegado el caso, en el campo de batalla. —El rey sonrió y añadió—: Querido pueblo, os presento a la guerrera más audaz de Francia... y a mi nueva gran duquesa.
El aplauso fue ensordecedor. Los gritos y vítores arrancaron ecos a los altos muros de piedra.
A Isabelle le latía con fuerza el corazón (de alegría, de gratitud, de orgullo) al contemplar los rostros de todos sus seres queridos.
La reina se unió a Isabelle y al rey, y juntos bajaron por los escalones para saludar a la corte. Todos querían desearle lo mejor a Isabelle. La familia y los amigos la abrazaban y besaban. Los nobles querían oír sus historias del campo de batalla. Los ministros le preguntaban por su opinión sobre el estado de las fortificaciones a lo largo de la frontera.
Tanta atención la mareaba. Dio un paso atrás un momento para pedir algo de beber a un criado. Mientras lo hacía, vio otro rostro entre la multitud y, por un instante, fue como si el tiempo se hubiera detenido, y el rey, la reina y toda la corte se hubieran quedado paralizados.
El marqués del Azar sonreía. Estaba tirando al aire una moneda de oro. Se la lanzó a ella. Isabelle la atrapó. Después, el marqués se quitó el sombrero y desapareció entre la gente.
Isabelle lo observó alejarse, agarrada con fuerza a la moneda de oro. Jamás volvió a verlo. Jamás olvidó el día en que lo conoció, ni que sus amigos le habían dicho que podía desear algo más que ser guapa. Jamás olvidó a Isabel, Yennenga y Abhaya Rani. Lució su moneda de oro en una cadena hasta el día de su muerte. No obstante, su posesión más preciada era el recuerdo de la sonrisa del marqués, una sonrisa que era un guiño y un reto. Un camino del bosque en una noche ventosa. Un beso en la oscuridad.
Una sonrisa que le había dado todo lo que deseaba: la oportunidad de labrar su propio destino.
La oportunidad de ser ella misma.


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Mensaje por martenu1011 Dom 16 Ago - 15:09

Me encantan las palabras de la reina de las hadas!😍
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