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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por IsCris Jue 23 Jul - 8:13

Me puse al día!
La idea que le dio Tavi de la apartes de su corazón la encontré muy lógica, Isabella debe volver a apasionarse por lo que antes le gustaba cuando era feliz 

Me llegó el pensamiento loco de qué tal vez Azar era El Niño con el que jugaba Isabella, oooo tal vez, el futuro de ella y de él estará unido por lo que el no ve bien lo qué hay en el mapa de vida.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 12:26

TREINTA Y SIETE
—Mi querido marqués —dijo la Parca en cuanto entró en el salón, con un cuervo al hombro—. Qué hogar tan bonito. Y qué... —Hizo una pausa, se acercó a la mesa y examinó el aparato para destilar— muebles tan interesantes. ¿Preparas ginebra, quizá? ¿Perfume? —Se dio un toquecito en la barbilla—. ¿O puede que tinta?
Azar la saludó con una seca inclinación de cabeza.
—Mi querida señora —le dijo—. ¿A qué debo el placer de tu visita?
—Bueno, es lo que se espera de los buenos vecinos, por supuesto — contestó la Parca—. Residimos en el mismo pueblo, ¿no es así? Debemos mantener una relación cordial.
Se paseó despacio por el enorme salón para examinarlo todo.
Mientras lo hacía, los miembros del séquito de Azar dejaron sus quehaceres para mirarla, intrigados.
—Se trata de un château magnífico —comentó con envidia—. Ojalá mi residencia fuera la mitad de bonita.
—¿No te alojas en la posada del pueblo? —preguntó Azar.
—Así era, pero ahora estoy con... —Sonrió e inclinó la cabeza—. Con unos parientes lejanos.
Siguió con su paseo, y sus ojos dieron con el mapa de Isabelle.
—Ni se te ocurra —dijo Azar—. No llegarías a la puerta. La Parca chascó la lengua.
—Espero que no hayas destrozado mi trabajo —repuso mientras recorría el camino de Isabelle con sus dedos torcidos.
Cuando su mano llegó al final, se detuvo en seco, como si hubiera dado con un obstáculo. A la Parca le tembló un poco el labio, aguzó la vista, y entonces, como si recordara que la estaban observando, recompuso el gesto a toda prisa para volver a demostrar fría sorna.
«¿Me lo he imaginado? —se preguntó Azar. El cocinero estaba al otro lado de la Parca y asintió de manera casi imperceptible—. Él también lo ha visto — pensó Azar—. ¿Qué significa?».
—¿Por qué te molestas? —le preguntó la Parca, despreocupada—. Has preparado un nuevo lote de tintas, pero dudo que sean rivales para las mías. Lo que dibujo no puede cambiarse. Tú no puedes cambiarlo.
—Pero ellos sí —repuso Azar—. Con un poco de suerte, los mortales son capaces de hazañas increíbles.
La Parca lo miró, condescendiente.
—Y así es en algunos casos, pero hace falta mucha voluntad para cambiar tu propio destino. Valor. Fuerza. Características de las que adolece la mayoría de los mortales. Es necesario ser excepcional, y esa chica, Isabelle, te aseguro que no lo es.
—Tiene valor y entereza. Y también una tremenda fuerza de voluntad — contestó Azar—. Solo necesita volver a encontrarlos. La sonrisa de la Parca se tornó frágil.
—Como siempre, estás metiéndote donde no debes. Deja que la muchacha disfrute del tiempo que le queda. Si la animas a querer cosas que no le corresponde querer acabarás por romperle el corazón. Y un corazón roto mata a cualquier muchacha.
—Mira, te diré qué mata a las muchachas —respondió Azar, resoplando—: el hambre, la enfermedad, los accidentes, el parto y la violencia. Se necesita algo más que un corazón herido para matar a una mujer. Las mujeres son fuertes como rocas.
La Parca se detuvo, como un gato antes de clavarle los dientes a un ratón, y dijo:
—Pero Volkmar es más fuerte.
La culpa asomó a los ojos de Azar. Se volvió para intentar ocultarlo, pero la Parca lo había visto y se acercó para rematarlo. —Está claro que Volkmar ha cambiado su destino, ¿verdad? —dijo—. Aunque es un mortal excepcional. Excepcionalmente despiadado. — Señaló el mapa con la cabeza—. Ese feo garabato al final del camino de Isabelle es obra suya, como bien sabes.
El científico entornó los ojos, desconcertado.
—No lo entiendo... ¿Volkmar reescribió el mapa de la muchacha?
—No con plumas y tintas, como yo, sino a través de su fuerza de voluntad — contestó la Parca—. Y es tan audaz y tan fuerte que es capaz de cambiar su destino. Y, al hacerlo, cambia los de miles de personas más.
—Entonces, sus actos han forzado a tus tintas a redibujar su mapa — razonó el científico—. Y los mapas de todas aquellas vidas que toca.
—Exacto. Volkmar desea gobernar el mundo y ha empezado su cruel campaña en Francia. Pueblos y ciudades caerán uno a uno mientras aprieta el nudo en torno a París. Saint-Michel también caerá, y con una brutalidad tal que al joven rey no le quedará más remedio que rendirse. Volkmar asesinará a Isabelle a sangre fría. A su hermana. A su madre. A sus vecinos. A todas y cada una de las personas de este pobre lugar desamparado.
Varios de los presentes dejaron escapar un grito ahogado. La diva chilló.
La Parca se volvió hacia ella y fingió cara de inocencia.
—¿No lo sabíais? ¿No os lo contó?
La diva, con los ojos anegados de lágrimas, negó con la cabeza.
—Ya basta, vieja —gruñó Azar.
Pero la Parca, todavía con la vista fija en la diva, no le prestó atención.
—Pero, querida, ¿es que no lo ves?
—Te he dicho que pares.
Sin embargo, no lo hizo. Con los ojos relucientes de rencor, se acercó a la diva y le tomó las manos.
—Por eso vuestro marqués está tan desesperado por cambiar el destino de Isabelle. Porque es culpa suya.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 12:31

TREINTA Y OCHO
Se hizo el silencio en el gran salón.
Azar se quedó inmóvil, con los puños apretados, y el corazón desgarrado por la vergüenza y el arrepentimiento. Los demás tampoco se movieron. Nadie habló.
Hasta que la Parca volvió de nuevo con él.
—He venido, aunque en contra de mi voluntad. Acepto tu apuesta. Jugaremos a nuestro viejo juego. Ya conoces las reglas: ninguno de los dos puede forzar la decisión de la chica. Ni comprarla. Aceptará lo que se le ofrezca o no lo aceptará.
Azar asintió, rígido. Mientras lo miraba, a la Parca se le ensombrecieron los ojos con algo muy similar a la tristeza.
—Si amaras a estos mortales, los dejarías...
—¿A merced de tus tiernos cuidados? —le escupió él.
—En paz.
—Precisamente porque los amo no lo hago. Se merecen una oportunidad.
Algunos nunca la consiguen. Esta muchacha la tendrá.
—Pero ¿la aceptará?
—Gracias por tu visita. Ahora debo volver al trabajo —respondió Azar, brusco.
La Parca se rio y sacudió la cabeza.
—No la aceptará. Los humanos son lo que son: soñadores, locos, pero, sobre todo, idiotas.
La acompañó a la puerta del Château Rigolade, y ella se perdió en la noche, aunque su risa, dura y burlona, permaneció en los oídos de Azar.
Cerró de un portazo y apoyó la frente en la madera. Al cabo de un momento, se enfrentó a sus amigos e intentó explicárselo.
—Hubo una fiesta...
—Siempre la hay —comentó el cocinero, meneando la cabeza.
—... en un castillo de la Selva Negra. Sirvieron una suntuosa cena. Bebí mucho champán. Después de la cena, jugamos a las cartas. Las apuestas eran altas.
—¿Hasta qué punto? —preguntó el cocinero.
—Un millón de ducados de oro —respondió Azar con una mueca.
—Nunca aprenderás, ¿verdad? —repuso el cocinero tras soltar una palabrota. —Entonces no sabía quién era... ni lo que era. No sabía lo que planeaba. Jamás imaginé... —Cerró los ojos de nuevo para protegerse del atroz dolor que sentía—. Cuando tuvo el dinero en sus manos, lo usó en su oscuro beneficio. Reunió su ejército, marchó sobre Francia. Todo lo que ha hecho es culpa mía. Yo lo creé.
Azar bajó la cabeza para mirarse las manos. La diva corrió a su lado y le apretó el brazo.
—Volkmar se creó solo —le dijo a su amigo—. Tenía elección. Podría haber usado su fortuna para el bien y no para el mal.
Azar gruñó, desesperado. Se sentía muy cansado. Le dolían los huesos. Le dolía el corazón. Nada parecía tener sentido. Le habían drenado la energía.
—La vieja está en lo cierto —dijo mientras se dejaba caer en una silla
—Los mortales son idiotas. Debería alejarme. Dejar que se las apañen solos. Quiero ayudar, pero a menudo no hago más que empeorar las cosas. Y destruir personas.
—Pero siempre nos dices que una sola persona puede marcar la diferencia — contestó la diva—. Isabelle podría ser esa persona. Si Volkmar es capaz de cambiar su destino y los de miles de mortales más, ¿por qué no va a poder ella?
Azar dejó escapar una risa sin alegría.
—Isabelle apenas puede caminar.
La diva se dejó caer en un asiento. Todos parecían cansados y hundidos. Nadie hablaba.
Hasta que la maga entró por unas puertas de cristal que daban a la terraza. Calzaba botas de montar, y vestía bombachos y una chaqueta ajustada, todo negro. Tenía los labios pintados y las mejillas sonrojadas, y sujetaba una flor oscura en la mano.
—He tardado bastante, pero por fin encontré la orquídea nocturna que querías. Para «Valor».
Azar negó con la cabeza.
—Ya no la necesito. Mis tintas no funcionan.
La maga miró a los demás.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha muerto alguien? ¿Por qué estáis todos ahí sentados como champiñones? —Puso una mueca—. Aquí dentro apesta. A rendición. A fracaso. Y a podredumbre. —Entornó los ojos—. Es la vieja. Ha estado aquí, ¿verdad? ¿Quién la ha dejado entrar?
El cocinero levantó la mano tímidamente.
—Nunca jamás vuelvas a hacerlo —lo regañó la maga mientras abría el resto de las puertas de la terraza—. Es como el gas sulfúrico de una fumarola. Como el aire enrarecido de una vieja mina. Os ha envenenado. Os ha convencido para que aceptéis las cosas tal como están en vez de luchar por cambiarlas.
Tiró los pasteles de la bandeja de plata, abrió el cuello de la camisa de Azar y lo abanicó con ella. Después se acercó al cocinero y le abofeteó las mejillas.
—¡Espabilad! —ordenó—. Si las tintas no funcionan, encontraremos otra alternativa.
Una brisa entró por las puertas abiertas y refrescó la habitación. Azar parpadeó y miró a su alrededor como si despertara de un sueño profundo.
Recuperó parte del ánimo perdido.
—Había algo en el mapa. Algo... —empezó a decir.
—Algo que inquietó a la vieja —dijo el cocinero, chascando los dedos
—Yo también me di cuenta. Si no es bueno para ella, es muy bueno para
nosotros.
Azar tardó un segundo en volver a la mesa, con el cocinero detrás. Se puso de nuevo las gafas y recorrió el camino de Isabelle con el dedo en busca de lo que había preocupado a la Parca. Dejó atrás el día en que Isabelle se cortó los dedos, la partida de Ella, llegó al inicio de la brutal línea de Volkmar y siguió hasta donde acababa, y después recorrió de nuevo el sendero en dirección contraria, pero no vio nada que no hubiera visto antes. Ni siquiera con las gafas veía con tanta claridad como las Parcas.
Entonces, distinguió algo.
Era una línea tenue, pero allí estaba. Un desvío. Nuevo.
—¡Sí! —gritó, dando una palmada.
—¿Qué es? ¡Habla, hombre! —lo instó el cocinero.
Azar se quitó las gafas y se las dio. El cocinero se las puso, observó el mapa entornando los ojos y sonrió.
—¡Ja! —exclamó—. Con razón la cara de la vieja parecía un cubo de leche cortada. Ese camino...
—No es obra ni de la vieja ni de Volkmar... Es de ella. De Isabelle. Sus acciones han redibujado su camino —concluyó Azar con ojos danzarines
—Yo tenía razón. Isabelle puede cambiar. Cambiará. Vamos a ganar este juego. Vamos a derrotar a las Parcas.
—Tranquilo, no es más que un comienzo. No nos pongamos bravucones le advirtió el cocinero.
—Es más que un comienzo. ¿Has visto adónde conduce?
—Parece un árbol... —dijo el cocinero, mirando de nuevo el mapa—. Un viejo tilo... —Se quitó las gafas—. Por todos los demonios —exclamó
—¿Sabes quién es?
—Tanaquill —respondió Azar.
—¿La reina de las hadas? —preguntó la maga, que se había unido a los
dos hombres—. Azar, es...
—Muy muy poderosa —la interrumpió él.
—En realidad, iba a decir que es una asesina.
—¿La convocó Isabelle? —se preguntó el cocinero en voz alta—. ¿Con qué propósito?
—Dudo que fuera para invitarla a un té —contestó la maga, y se estremeció.
—No lo distingo del todo. Las gafas no son lo bastante potentes, aunque creo que Isabelle le pidió ayuda —dijo Azar. Se acarició las trenzas y señaló al cocinero—. Necesito un regalo. No puedo ir con las manos vacías. ¿Quedan conejos en la despensa?
—Usé los últimos para el estofado que hemos cenado. Tengo faisanes, eso sí —contestó, dirigiéndose a la cocina.
—Me los llevo —dijo Azar.
—¿Vas a ir a buscar a Tanaquill ahora? —preguntó la maga—. ¡Si es casi medianoche!
—No tengo elección —dijo Azar—. La vieja también ha visto ese desvío. Está a la caza de la reina de las hadas mientras hablamos, seguro. Debo encontrarla primero.
Salió corriendo detrás de su cocinero.
El científico, con el rostro surcado de arrugas de preocupación, recogió las gafas de cristales rosados y las limpió.
—Se lo va a comer vivo —dijo.
La maga miró a Azar, también preocupada.
—Tienes razón —respondió, y se dio una palmada en la cadera para asegurarse de que la daga seguía allí antes de añadir—: Voy con él.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 12:38

TREINTA Y NUEVE
La reina de las hadas estaba en un claro del bosque silvestre con un enorme búho de ojos amarillos posado en el antebrazo.
Era bien pasada la medianoche, pero la oscuridad no hacía más que resaltar su nítida presencia. Llevaba el pelo rojizo trenzado y recogido.
Una diadema de astas le adornaba la cabeza. Lucía un vestido que brillaba como escamas de pez y, encima, una capa de plumas grises sujeta al cuello mediante un par de enormes escarabajos iridiscentes con las fuertes pinzas cerradas.
Azar la había encontrado siguiendo su magia. Dejaba rastro, unas gotas plateadas que destacaban en el suelo del bosque y después se desvanecían. Mientras la maga y él la observaban, ocultos en una arboleda de abedules, Tanaquill acarició el búho y le susurró, sin temer el afilado pico curvo capaz de romper huesos y arrancar corazones, ni las garras que podían desollar animales.
—¿Lista? —susurró Azar. La maga asintió y los dos salieron al claro.
—¡Saludos, poderosa Tanaquill! —la llamó Azar—. Mi búsqueda se ve por fin recompensada. Es un honor encontrarme en vuestra presencia. Tanaquill se rio. Era el sonido del viento otoñal moviendo las hojas en un remolino.
—Llevas más de media hora en mi presencia, oculto detrás de los abedules.
Te he olido. Y a tus faisanes.
Azar se le acercó, con la maga pegada a sus talones.
—Aceptadlos, por favor, majestad, como una pequeña muestra de la estima que os profeso —dijo inclinándose mientras le ofrecía las aves.
—Déjaselos a los buitres —Tanaquil resopló y los rechazó—. Les gustan las cosas muertas. Yo prefiero vivos a mis tributos. El corazón palpitante, la sangre en circulación.
Puso una mano sobre el pecho de Azar, se acercó a su cuello, inhaló su aroma y se humedeció los labios. Azar estaba hechizado por sus seductores ojos verdes, como un ratón embelesado por una serpiente.
Había permitido que se le aproximara demasiado.
La maga lo salvó. Tiró de él y se interpuso entre ambos, con la mano en la empuñadura de la daga. Tanaquill rugió como un zorro que ha perdido a una ardilla bien gorda.
—¿Por qué has venido? ¿Qué quieres de mí? —preguntó.
—Vuestra ayuda. Quiero salvar a una muchacha. Se llama Isabelle. La conocéis. Tengo su mapa. Dibujado por las Parcas. Muestra que hablasteis con ella.
—¿Y cómo es que el mapa se encuentra en tus manos? —preguntó Tanaquill —. Las Parcas guardan su obra con celo.
Azar se lo explicó. Al terminar, la reina dejó escapar un ruidito de disgusto.
—No quiero saber nada de vuestros juegos absurdos —dijo mientras se alejaba—. No te sirvo ni a ti ni a la Parca. Sirvo solo al corazón.
Azar dio un paso hacia ella, desesperado. No podía permitir que se le escapara. Estaba seguro de que algo importante había sucedido entre Isabelle y ella. Algo que podría usar para ayudar a la muchacha.
—Volkmar se acerca más a Saint-Michel con cada día que pasa.
—¿Y qué? —respondió Tanaquill con un gesto del dorso de la mano.
—Que ha reescrito el destino de Isabelle. Con sangre. Pero ella puede cambiarlo. Si es que ella misma es capaz de cambiar.
La risa de Tanaquill resonó en el bosque silvestre.
—¿Esa chiquilla egoísta y rencorosa? ¿Crees que es capaz de vencer a un señor de la guerra?
—No caerán tan solo la aldea y los mortales que viven en ella. Volkmar saquea y quema todo lo que encuentra a su paso. El bosque silvestre y los
que moran en él... tampoco sobrevivirán.
Tanaquill se detuvo. Se volvió. La tristeza y la rabia competían en el fondo de su feroz mirada. Azar vio su preocupación. Y aprovechó la ventaja.
—Por favor, os lo suplico. ¿Qué os dijo Isabelle?
—Pidió mi ayuda —respondió la reina al fin—. Desea ser guapa — añadió, escupiendo la palabra.
—¿Y le concedisteis el deseo?
—Le dije que la ayudaría —contestó Tanaquill de tal modo que Azar tuvo la sensación de que esquivaba la pregunta—. También le dije que tendría que ganarse mi ayuda encontrando los fragmentos perdidos de su corazón.
—Esos fragmentos... ¿Qué son? —preguntó Azar.
—¿Por qué te lo iba a decir? ¿Para que los encuentres y se los sueltes en el regazo?
—Para darle una oportunidad. Es lo único que pido. La oportunidad de redimirse.
—¿Redimirse? —repitió Tanaquill, burlona—. ¿Te refieres a la chica? ¿O a ti?
Las palabras hirieron a Azar, que dio un respingo, aunque su mirada no vaciló. Su sonrisa ya no era dorada, sino sincera y vulnerable.
—A ambos, si tengo suerte.
Tanaquill le sostuvo la mirada. Los ojos de la reina eran penetrantes.
—Nero, un caballo —dijo después—. Felix, un muchacho. Ella, una hermanastra.
En cuanto las palabras brotaron de los labios de la reina de las hadas, Azar lanzó una mirada a la maga. Ella asintió y desapareció en el bosque.
—Gracias, majestad —respondió Azar con fervor; tomó la mano, pálida y fría, de la reina entre las suyas, se la llevó a los labios y la besó.
Tanaquill gruñó, aunque ya no era un rugido amenazante.
—Lo que suceda ahora depende de la muchacha. Ni de ti ni de la Parca —le advirtió cuando Azar le soltó la mano. Como si fuera una señal, la vieja entró en el claro.
—¡Ah, Tanaquill! ¡Qué alegría encontrarte a la luz de la luna! — exclamó, y lanzó una sonrisa petulante a Azar—. ¿Disfrutando del fresco aire nocturno, marqués? ¿El del château estaba demasiado cargado?
A Azar se le cayó el alma a los pies. «¿Cuánto habrá escuchado?», se preguntó, ansioso.
La Parca llevaba una cesta en el brazo y un cuervo al hombro.
—¿Tú también buscas setas? —preguntó a la reina de las hadas.
—Sé por qué has venido —respondió Tanaquill sin prestar atención a su pregunta—. Sin embargo, me temo que tu adversario, aquí presente, te ha ganado por la mano.
A la Parca se le agrió la sonrisa. Azar dejó escapar un suspiro de alivio: quizá no los había escuchado.
—Deja en paz a la chica, Tanaquill —dijo la Parca—. No es tu lucha, y ella no se merece tus esfuerzos. Limítate a tu bosque. Ve de caza.
La reina de las hadas se volvió hacia ella rugiendo, hecha una furia. La Parca trastabilló. Su cuervo graznó.
—No me subestimes, vieja. Me ha llamado un corazón humano, y no es tan fácil volver a meterme en mi caja —le advirtió Tanaquill—. Pretender contenerme es como pretender contener un huracán. Soy más vieja que tú. Más que Azar. Más que el propio tiempo.
Agitó la mano. Se oyó un chillido agudo, se vio un borrón en el aire. El cuervo no vio venir al cazador de ojos amarillos. El búho arrancó al pájaro del hombro de la Parca y lo lanzó al suelo. Después alzó las alas sobre su presa y chilló a la Parca, retándola a intentar recuperarlo.
La Parca no lo hizo. Permaneció inmóvil, con el cuerpo en tensión. Su mirada (de vuelta en Tanaquill) era calculadora, como la de una leona que desea atacar a un rival, pero no está segura de ganar.
Tanaquill percibió su deseo.
—Yo no lo haría en tu lugar. ¿Se te ha olvidado lo que soy? Soy el primer y el último latido del corazón. Soy el cordero recién nacido y el lobo que le desgarra la garganta. Soy la canción de la sangre, vieja. — Lanzó una mirada al cuervo, que se revolvía bajo el búho, y sonrió—. Lo siento por tu caja.
Y desapareció, se desvaneció en la oscuridad, y su búho con ella. Y donde antes estuviera el cuervo apareció una muchacha sentada, con la respiración entrecortada y los dedos temblorosos sobre los cortes de su cuello.
—Arriba, Losca —le ordenó la Parca—. Vuelve a mi habitación. Espérame allí.
Losca se levantó y se alejó del claro dando tumbos, con pasos vacilantes.
—Ese búho podría haber matado a la pobre chica. ¿Por qué no te marchas antes de que alguien más resulte herido? —se regodeó Azar—. Esta apuesta ya está ganada.
La Parca lo miró, fría.
—Vuelve a tu château, marqués. Descansa. Lo vas a necesitar. Creo que tienes que buscar un caballo, a un muchacho y a una hermanastra, ¿no? — comentó mientras se alejaba.
Azar, furioso, soltó un improperio. La vieja había escuchado su conversación con Tanaquill.
La Parca se detuvo al borde del claro, se volvió para mirarlo y, tras esbozar una sonrisa venenosa, añadió: —A no ser que yo los encuentre primero.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 12:39

CUARENTA
Tavi estaba junto a la puerta de la cocina con un cuenco de ciruelas recién cogidas en las manos, mientras el delantal blanco y la falda de su vestido azul revoloteaban con la brisa matutina. Lanzó una mirada escéptica al contenido de la gran cesta que Isabelle había colocado en la parte de atrás de su carro de madera.
—Pero ¿y si los huérfanos no quieren huevos? —preguntó.
—Pues claro que querrán —respondió Isabelle mientras ajustaba una de las hebillas del arnés de Martin—. Los huérfanos no tienen gran cosa. Les alegrará recibirlos.
Tavi arqueó una ceja.
—¿Acaso sabes dónde está el orfanato?
Isabelle le lanzó una miradita a su hermana, pero no respondió.
—¿Llevas tu espada?
—No la necesito.
Lo cierto era que no la tenía. Al despertar aquella mañana, dos días después de haberla usado para defenderse del desertor, descubrió que volvía a ser un hueso, como si percibiera que el peligro había pasado. Se lo guardó de nuevo en el bolsillo, con los demás regalos de Tanaquill.
—Y ¿me puedes explicar por qué vas a regalar estos huevos que tanto necesitamos? —insistió Tavi.
—Porque es un gesto de bondad. Una buena acción.
—¿Todavía intentas encontrar los pedazos de tu corazón?
—Sí —respondió Isabelle mientras se subía al carro y se acomodaba en el asiento.
—¿Has averiguado cuáles son?
Isabelle asintió con la cabeza; había estado pensando en ello sin parar.
—La bondad, la amabilidad y la caridad —contestó, convencida—. Hoy
estoy trabajando en la caridad.
Tanaquill le había dicho que Ella no había tenido que buscar los pedazos de su corazón. «Porque nunca los perdió —pensaba Isabelle mientras yacía en la cama la noche anterior—. Siempre fue buena, amable y caritativa. Puede que Tanaquill quiera que yo también lo sea».
—Izzy, cuando te dije que no montaras más iba en serio. ¿Lo has hecho?
Isabelle, que se inclinaba sobre las riendas de Martin, se enderezó y miró a su hermana.
—Todavía crees que todo esto es porque me di un golpe en la cabeza, ¿verdad?
—Creo que es muy extraño —respondió Tavi, que se metió en la cocina para dejar las ciruelas.
Isabelle la observó marcharse.
—No he perdido la cabeza. Las cosas se pondrán peor, ya lo verás — dijo en voz baja—. Las chicas guapas lo tienen todo más fácil. La gente les sostiene la puerta para que pasen. Los niños les recogen flores. Los carniceros les dan una rodaja de salami gratis, tan solo por el placer de vérsela comer.
Después sacudió las riendas de Martin y se marchó.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 12:44

CUARENTA Y UNO
Isabelle encontró el orfanato sin dificultad; estaba escondido en una calle estrecha detrás de la iglesia.
Lo dirigían unas monjas y estaba instalado en su convento. Una verja de hierro rodeaba el edificio y sus terrenos, aunque la puerta no estaba cerrada con llave. Isabelle la abrió y entró cargada con su cesta de huevos.
Los niños, vestidos con bastas ropas grises, jugaban en el césped del patio.
Un chico de rostro dulce se le acercó, seguido de algunos de sus amigos.
—Toma, pequeño —dijo Isabelle—. Os he traído unos huevos.
El niño dio unos pasos vacilantes hacia ella.
—Me llamo Henri —dijo, mirándola con atención—. Y tú eres Isabelle.
—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó ella mientras se arrodillaba y le sonreía.
—No lo he adivinado. La hermana Bernadette te señaló cuando nos llevó al mercado. Dijo que no debíamos ser como tú. Que eres una de las hermanastras feas de la reina, una persona horrible y mala.
A Isabelle se le agrió la sonrisa. Dos de las niñas que seguían al niño dieron un paso adelante y empezaron a cantar:
«¡Hermanastra, hermanastra!
¡Fea hasta decir basta!
¡Dale un trago de aguarrás!
¡Y cuélgala en el patio de atrás!».
Antes de que Isabelle se diera cuenta de lo que sucedía, los niños se habían dado las manos y bailaban a su alrededor como diablillos mientras cantaban:
«¡Hermanastra, hermanastra,
ante el diablo se arrastra!
¡Dale huesos de cereza y no los dejes de una pieza!».
Se soltaron las manos al terminar la canción y retrocedieron entre risitas.
Isabelle decidió marcharse antes de que decidieran cantar otra estrofa.
—Toma, llévatelos —empujó la cesta contra Henri—. Son huevos frescos, muy buenos.
—No los queremos. No de ti —respondió Henri.
Isabelle sintió que la ira le corría por las venas, pero la reprimió.
—Voy a dejar la cesta aquí —insistió—. Quizás alguno de vosotros pueda llevarla dentro.
Henri se encogió de hombros, hosco. Miró hacia la cesta y se volvió hacia su amigo.
—Hazlo, Sébastien —dijo.
—Hazlo tú, Henri —repuso Sébastien. Henri se volvió hacia una niña—.
Émilie, hazlo tú.
Isabelle se rindió. Bien podían seguir discutiendo quién se llevaba la cesta sin estar ella presente.
Pero no era eso de lo que estaban hablando los niños.
Después de alejarse unos cuantos pasos, notó un dolor, repentino e inesperado, justo entre los omóplatos. La fuerza del impacto la hizo trastabillar. Consiguió mantener el equilibrio y se volvió.
Los niños se reían, encantados. Isabelle se llevó la mano al hombro y se tocó la espalda del vestido: la palma se le manchó de limo amarillo.
—¿Quién de vosotros me ha tirado el huevo? —exigió saber. Nadie respondió, pero Henri se acercó tranquilamente a la cesta, sacó otro huevo y, antes de que Isabelle pudiera detenerlo, se lo lanzó a la cabeza. Tenía una puntería excelente: le acertó justo entre los ojos.
Isabelle jadeó.
—¿Por qué...? ¡Pequeño... trol! —gritó mientras le caía huevo por la cara.
Los otros no necesitaron oír más: corrieron a la cesta, agarraron los huevos y se los tiraron con todas sus fuerzas.
Isabelle tendría que haber salido corriendo del patio y regresar al carro, pero no era de las que huyen con el rabo entre las piernas. Así que se abalanzó sobre la cesta, cogió un huevo y se lo lanzó a Henri. Su puntería no era tan buena como la del niño, puesto que todavía tenía metido huevo en los ojos. En vez de darle a Henri, acertó en el pequeño
Sébastien, justo en la nuca. El niño tropezó, cayó en la hierba y comenzó a aullar.
Isabelle lanzó otro huevo y le dio a Henri en el hombro. Mientras cogía un tercero de la cesta, tres más le dieron a ella, uno en la cara. Lanzó el que tenía en la mano en ese momento para limpiarse de nuevo los ojos.
Aunque no vio dónde aterrizaba, sí que oyó el ruido húmedo que produjo al estrellarse en alguien.
—Por Dios bendito, ¿qué está pasando aquí? —chilló una voz.
Isabelle parpadeó; abrió los ojos y descubrió que no había acertado en un niño, sino en una anciana vestida de blanco con un rosario al cuello.
La muchacha observó, horrorizada, como la cáscara de huevo se le deslizaba por la parte delantera del inmaculado hábito y caía al suelo.
Goterones de yema le salpicaban las puntas de los zapatos. La anciana contempló el desastre de su ropa. Después miró a los niños que la rodeaban: a Henri, que se restregaba el hombro; a Émilie, que se observaba el mandil manchado y lanzaba lastimeros sollozos; al pequeño
Sébastien, que estaba sentado en la hierba y gemía:
—¡Isabelle, la hermanastra fea..., nos ha a.… atacado!
Entonces, la anciana miró a Isabelle. Sus ojos, hundidos en su rostro arrugado, ardían. Se le dilataban las fosas nasales.
—Ay, Dios mío —susurró la muchacha, llevándose las manos a las mejillas —. Oh, no.
Era la hermana Claire, la que supervisaba el convento, la anciana y venerable madre superiora, y estaba furiosa.


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Mensaje por yiniva Jue 23 Jul - 19:26

Pobre Isa que huerquillos tan groseros, ahora sólo falta que no quiera ser buena, para qué si la siguen tratando horrible, aunque logró cambiar un poco su mapa y ya da sabemos cuáles son las partes de su corazón.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 21:01

CUARENTA Y DOS
La puerta de hierro se cerró detrás de Isabelle con un estruendo metálico. Avergonzada, la muchacha volvió la vista atrás a través de los barrotes.
—Lo siento muchísimo —dijo con tristeza.
—¡No quiero volver a verte nunca jamás cerca de este orfanato! — chilló la hermana Bernadette mientras agitaba un dedo desde el otro lado de la puerta—. ¡El voto de silencio de la madre superiora, roto después de... cincuenta años! ¡Por tu culpa!
La monja le dio la espalda y se alejó hecha una furia, dejando a Isabelle sola. Todavía encogida, regresó cojeando al carro y se subió al asiento. Martin la miró.
—No preguntes —le dijo Isabelle.
Estaba desesperada por volver a casa, pero era tanto su arrepentimiento por lo que había hecho que se inclinó hacia delante, se puso la cabeza entre las manos y gruñó. En su mente se repetía cada segundo de lo sucedido después de acertar en el pecho de la madre superiora con un huevo.
—¡Debería darte vergüenza! —había gritado la anciana—. ¡Lanzarles huevos a los niños! ¡Hacer llorar a unos pobres huérfanos! ¡Malgastar la comida que tanto necesitamos en tiempos de guerra! No había visto un comportamiento tan indignante en toda mi vida. No quería creer lo que contaban, hice oídos sordos a los cotilleos, pero tú, Isabelle de la Paumé, ¡eres tan horrible como todos dicen!
Mientras gritaba a Isabelle, las dos monjas que la habían acompañado al patio le hacían gestos frenéticos. Una se había llevado un dedo tembloroso a los labios. La otra sacudía la cabeza, con los ojos como platos.
—¡Hermana, tu voto! —había dicho.
Para demostrar su piedad y devoción, la hermana Claire había hecho solemne voto de silencio cinco décadas antes. Gracias a un esfuerzo sobrehumano, había cumplido su voto y jamás había pronunciado ni una palabra; se comunicaba con las otras monjas por escrito. Al darse cuenta de lo que había hecho, la anciana se llevó una mano a la boca y se desmayó allí mismo.
—¡Cre... creo que está muerta! —gritó la hermana Bernadette.
En cuanto oyeron aquello, los niños, todos y cada uno de ellos, empezaron a llorar con ganas. Alarmadas por el ruido, una docena de monjas había acudido a toda prisa. Una había tenido la presencia de ánimo suficiente para sentar a la hermana Claire y frotarle las muñecas.
Un instante después, la anciana recuperó el conocimiento. Fue entonces cuando la hermana Bernadette echó a Isabelle.
—Ay, Martin —se quejó Isabelle tras enderezarse de nuevo—. Les he lanzado huevos a unos niños. De diez años. De ocho. Creo que incluso había uno de cinco.
Se metió la mano en el bolsillo de la falda y palpó el hueso, la nuez y el tegumento. Seguían allí, aunque ahora le parecían más maldiciones que regalos. No iba a ganarse el favor de la reina de las hadas lanzándoles huevos a los huérfanos. Esperaba de corazón que Tanaquill no lo descubriera.
Isabelle regresó a casa lo más deprisa que pudo. Por suerte, no se cruzó con nadie en la carretera. En cuanto entró en el establo, le quitó los arreos a Martin, lo cepilló y lo soltó fuera para que pastara. Después metió la cabeza debajo de la bomba de agua del abrevadero para limpiarse los restos de huevo.
Unos minutos después entró en la cocina con el pelo empapado, la cara roja por culpa del agua fría y la ropa hecha un asco.
Tavi estaba removiendo una olla burbujeante de mermelada de ciruela.
Arqueó las cejas en cuanto vio a su hermana.
—Parece que las obras de caridad no están a la altura de su fama — comentó.
—Para —le dijo Isabelle, alzando una mano.
—¿Dónde está nuestra cesta? ¿Te la han robado?
—Te he dicho...
—Ahora tendré que buscar otra donde sea.
—¡que pares! —chilló Isabelle mientras se tapaba las orejas. Salió corriendo de la cocina y subió las escaleras para cambiarse de ropa.
Era un alivio quitarse el vestido, que se había quedado tieso como el merengue. Echó agua de la jarra de su cómoda en una palangana, mojó un paño y se quitó los últimos restos de huevo del cuello. Unos minutos más tarde estaba en el pasillo, abrochándose los botones de arriba de un vestido limpio. Mientras caminaba hacia las escaleras, una voz detrás de ella le preguntó:
—¿Dónde has estado, Isabelle?
A la muchacha se le cayó el alma a los pies. «Ahora no, maman», pensó. Todavía tenía que ocuparse de Martin y de la larga lista de tareas del día. No le quedaba tiempo para convencer a su madre de que no había ni baile ni cena ni fiesta de jardín para la que arreglarse.
Tavi acababa de subir las escaleras cargada con una bandeja con una taza de té para su maman.
—Se fue a dar un paseo —le dijo mientras la tomaba por el brazo para conducirla de vuelta a su dormitorio.
—¿En serio, Octavia? —insistió su madre, llevándose una mano al pecho—. ¿Con quién? ¿Con un caballero? ¿Con un vizconde?
—¡No, con el duque de Huev-minster! —respondió Tavi, y volvió la cabeza para guiñarle un ojo a su hermana.
Isabelle frunció el ceño, aunque le agradeció que distrajera a maman. Así ella podría bajar las escaleras con sigilo y salir de la casa sin responder a más preguntas.
Tenía que llevar a Martin al prado. Regresó a los establos, cogió su cabestro y se le acercó.
—Bueno, Martin, estoy limpia. Tú estás cepillado. Algo es algo —le dijo —. Quizás el resto del día transcurra en paz y armonía. —Esbozó una sonrisa irónica —. Después del desastre de esta mañana, ¿qué más puede salir mal?
El caballo estaba frente a los establos, a la sombra de un alto abedul, con la cabeza gacha. Al acercársele, la muchacha vio que estaba examinando algo en la hierba. Le daba con la nariz y después le pasaba el casco por encima.
—¿Qué tienes ahí, viejo amigo? ¿Una flor de manzanilla?
Sabía que al caballo le encantaba comerse las diminutas florecillas amarillas y blancas que crecían alrededor de los establos, pero, cuando el caballo alzó la cabeza, Isabelle vio que lo que le había llamado la atención no era manzanilla.
Colgado de la boca de Martin había un collar de perlas de valor incalculable.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 21:03

CUARENTA Y TRES
Isabelle y Martin subieron a medio galope por el serpenteante camino bordeado de árboles que llevaba al Château Rigolade.
Después de recuperarse de la conmoción de ver al caballo a punto de tragarse las valiosas perlas, le había quitado el collar de la boca, lo había limpiado de saliva y se lo había metido en el bolsillo. El collar pertenecía al marqués o a una de sus amigas, estaba segura. El monito, Nelson, lo llevaba encima al disparar al ladrón de pollos.
«Sea quien sea el propietario, estará muerto de preocupación», pensó Isabelle. Cada una de aquellas perlas tenía el tamaño de una avellana.
Al llegar a lo alto del camino, miró hacia los establos pensando que podría dejar a Martin con un mozo de cuadra y pedirle ver al marqués, pero el camino conducía directamente al château, con sus fuentes borboteantes, sus rosales, sus robles y su cuidado césped. Isabelle no veía a nadie, ni a una doncella ni a un criado ni a un jardinero, ni tampoco al marqués y a sus amigos. Se sentía incómoda montada en su caballo en medio del camino de la casa de un noble, así que decidió llamar a la puerta principal. Sin embargo, mientras se bajaba del caballo, oyó música que procedía de la parte de atrás. De repente, sin orden ni concierto, la música cesó, como si uno de los intérpretes hubiera cometido un error, y a continuación siguió de nuevo.
Isabelle siguió el sonido y rodeó el edificio con Martin de las riendas hasta llegar al patio de atrás. El césped bajaba hasta un claro rodeado de enormes robles. Al otro extremo del claro, bastante lejos de la casa, había un escenario a medio construir. La muchacha distinguió a duras penas a un hombre en una escalera, de espaldas a ella, clavando tablas con un martillo.
Más cerca, en la terraza en sombra del château, los miembros del séquito del marqués parecían ensayar una obra. Los músicos estaban sentados en sillas a un lado de la terraza y hacían muecas cuando su director los reprendía con enfado. Los actores daban vueltas por el otro lado. Algunos sostenían libretos, otros blandían espadas y escudos falsos.
A un lado se veían baúles abiertos rebosantes de vestuario. Cuatro monos se perseguían unos a otros entre ellos, peleándose por las cuentas de
cristal y las coronas de oropel. Isabelle cojeó camino de la terraza mientras retorcía las riendas de Martin. Varias mujeres levantaron la vista para mirarla. Eran mayores que ella y llevaban fastuosos vestidos, así que se sintió gris y sosa en comparación. Reconoció a la diva, elegante e imperiosa; a la maga, que mordía un melocotón y, de algún modo, lograba convertirlo en un acto misterioso; a una acróbata que hacía girar un plato sobre su dedo; y a una actriz que lucía una peluca roja y sostenía un cetro.
La maga fue la primera en hablarle.
—Isabelle, ¿verdad? Fuisteis la que nos indicó el camino, ¿no? —Una chispa traviesa le bailó en los ojos—. He estado preguntando por ahí por vos. Me han contado que sois una de las hermanastras feas de la reina.
Isabelle se encogió al oírlo. Aquellas espléndidas mujeres sabían quién era; no querrían tener nada que ver con ella.
La maga notó su incomodidad.
—Tranquila, niña. Que te llamen fea no es tan malo. ¡En absoluto! — exclamó mientras tiraba el hueso de melocotón—. A todas nos lo han llamado alguna vez, y no nos ha matado —añadió, limpiándose el jugo de la barbilla con la palma de la mano.
—De hecho, nos han llamado cosas mucho peores —dijo la actriz. Las demás aportaron su granito de arena: «Difíciles. Obstinadas. Cabezotas. Gruñonas. Tozudas. Tercas. Desnaturalizadas. Abominables. Intratables. Inmorales. Ambiciosas. Escandalosas. Rebeldes».
Fea no es nada —dijo la diva—. Guapa... Esa palabra sí que es peligrosa.
Guapa te engancha deprisa y te mata despacio —dijo la acróbata.
—Si llamas guapa a una chica una vez, lo único que querrá a partir de entonces y por siempre jamás es volver a oírlo —añadió la maga.
Se sacó una larga cuerda de seda del interior de la chaqueta, echó un extremo por encima de una rama alta que colgaba sobre la terraza y la amarró a otra más baja. Después se puso de pie sobre una silla bajo el árbol y ató el otro extremo para formar un nudo corredizo.
Guapa es un lazo que te echas al cuello —dijo, e hizo justo eso—. Cualquier idiota puede apretártelo y darle una patada a tu punto de apoyo. Y entonces...
Perdió el equilibrio y se tambaleó sobre la silla. Con los brazos moviéndose en molinillo, cayó. La cuerda se tensó con un horrendo chasquido. Su cuerpo rotó en círculos mientras agitaba las piernas sin parar.
Isabelle gritó, segura de que la mujer acababa de matarse, pero la maga se libró del lazo, aterrizó de pie y se echó a reír.
—Es un truco horroroso —la regañó la diva, e Isabelle se llevó una mano al pecho—. Has matado de miedo a la pobre muchacha.
—Qué bienvenida más desagradable —intervino la actriz, que miraba con el ceño fruncido a la maga—. ¿Os puedo servir una taza de té, querida? —preguntó a Isabelle—. ¿Una porción de tarta?
—N-no. No, gracias —respondió ella mientras intentaba calmar los latidos de su corazón—. Tengo que regresar. Solo venía porque he encontrado algo o, mejor dicho, mi caballo lo ha encontrado, y creo que os pertenece. —Se sacó el collar del bolsillo y se lo entregó a la diva—.
Estaba tirado en la hierba, cerca de nuestros establos.
—¡Creía que lo había perdido para siempre! —exclamó la mujer, y acto seguido abrazó a Isabelle—. ¡Gracias! —Se puso las perlas al cuello y les dio unas palmaditas—. Me las regaló el marqués. Seguro que él también querrá daros las gracias. Id a verlo, ¿lo haréis? Creo que está en el claro, con el carpintero.
Isabelle miró hacia el césped, colina abajo, donde estaba el escenario.
Parecía un camino muy largo, y le dolía el pie.
—¿Sería posible ir hasta allí a caballo? —preguntó, y señaló a Martin con la cabeza.
—¡Por supuesto! —dijo la diva—. Ah, Isabelle, otra cosa.
La muchacha se subió a su montura y se volvió.
—¿Sí?
—Volveréis, ¿verdad? ¿Para asistir a nuestra obra cuando esté lista?
—Me encantaría —respondió ella con timidez.
—¡Espléndido! Os enviaremos una invitación. ¡Adiós! —se despidió la diva, agitando la mano.
—Adiós —dijo Isabelle. Chascó la lengua para que Martin se pusiera en marcha y se dirigió al claro.
La diva la vio alejarse y perdió la sonrisa. La maga y la actriz se unieron a ella. Las tres guardaron silencio, con los ceños fruncidos. Nelson bajó de una rama y se acomodó en el hombro de la diva.
—¿Seguro que encontraste al correcto? —preguntó al fin la diva.
—Seguro —respondió la maga—. Tardé tres días en localizarlo, removí cielo y tierra. Busqué en otras cuatro aldeas. Al final resultó que lo tenía delante de las narices desde el principio.
—Caza de muchachos. Tu deporte favorito —comentó la actriz, algo brusca.
Los carnosos labios de la maga se curvaron en una sonrisa.
—Es que huelen que alimentan.
—La Parca sabe que lo sabemos —dijo la diva—. Azar tiene que ir un paso por delante de ella. Será mejor que esto funcione.
—Sí. Será mejor —dijo Azar, que apareció detrás de ellas—. Acabo de mirar su mapa...
La maga se volvió hacia él, preocupada.
—La fecha de su muerte... —dijo.
—La calavera... —añadió la diva a la vez.
Azar asintió con gesto lúgubre.
—Se ha vuelto dos tonos más oscura.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 23 Jul - 21:04

CUARENTA Y CUATRO
Martin avanzaba despacio hacia el claro, con alguna que otra pausa para arrancar un bocado de hierba o darle un mordisco a un arbusto.
—¿Es que no eres capaz de comportarte? —le regañó Isabelle mientras tiraba de sus riendas—. ¿Aunque solo sea por esta vez?
Al acercarse al teatro, la muchacha observó la estructura. Veía que iba a ser un escenario de madera pequeño pero construido con elegancia y muy completo, con proscenio, bastidores y un arco.
Se fijó en que el carpintero todavía seguía subido a la escalera, dándole al martillo. Era esbelto y alto, y llevaba la abundante melena castaña recogida en una coleta baja. Tenía la camisa blanca empapada de sudor; los pantalones azules, salpicados de virutas. Ansiosa por encontrar al marqués, examinó el teatro, las pilas de maderas que había delante, la mesa de trabajo cargada de sierras y taladros..., pero no lo vio.
«No está aquí, imposible —razonó—. Es demasiado llamativo, demasiado escandaloso para pasarlo por alto».
Entonces miró al carpintero. Había algo familiar en la curva de sus hombros y en la forma relajada en que se manejaba sobre la escalera, absorto en su trabajo, sin importarle el peligro. Por un momento creyó conocerlo, pero entonces sacudió la cabeza para descartar la idea: maman nunca le había permitido hablar con los obreros.
Sin embargo, decidió hablar con este, por si sabía dónde se encontraba el marqués.
Acababa de inclinarse hacia delante para llamarlo cuando ocurrió el desastre: un enorme cuervo bajó volando de un árbol hacia Martin, le aleteó en la cara y le arañó la nariz con las afiladas garras.
Martin chilló, aterrado, lo que no detuvo al pájaro. El caballo dejó escapar un relincho agudo, se volvió y corcoveó para intentar librarse del cuervo. Isabelle perdió el equilibrio y salió volando de cabeza. La bota se le enganchó en el estribo al caer y, con el tirón, se le desprendió, le desgarró la media y le abrió la herida. Aterrizó boca abajo en el suelo con
un gran estruendo. Martin se alejó trotando hacia los árboles, todavía
intentando patear al pájaro.
Todo se volvió blanco durante unos segundos. Sin embargo, después recuperó los sentidos y, con ellos, un dolor atroz. Se alegró de todos modos, ya que sabía que, cuando no sentías nada (como, por ejemplo, las piernas), era cuando estabas metida en un lío.
Entre gruñidos, rodó para ponerse boca arriba. Un segundo después abrió los ojos y se sorprendió al encontrarse con un rostro que la observaba. Aunque estaba borroso y distorsionado, parecía la cara de un chico.
«O puede que esté muerta y sea la cara de un santo —pensó—. Como los de la iglesia del pueblo, con sus pómulos altos y sus tristes ojos pintados. O puede que sea la cara de un ángel. Sí, eso es, una cara de ángel, trágica y amable».
—¿Estoy muerta, ángel? —preguntó, y volvió a cerrar los ojos.
—No. Y no soy un ángel.
—¿Santo? —
No.
—¿Chico?
—Sí.
Tras una pausa, el muchacho añadió:
—La gente pierde dedos de los pies continuamente, ¿sabes? Brazos y piernas. Ojos y orejas. No es razón para suicidarse. Porque eso es lo que estás haciendo, ¿no? ¿Intentando matarte?
«¿Quién eres, chico?», se preguntó Isabelle. Él no le dio la oportunidad de preguntar.
—Tienes suerte de que se te soltara el pie del estribo —siguió diciendo —. Podría haberte arrastrado y roto una pierna. O el cuello. Martin es un animal horrible. ¿Por qué no montas a Nero? Habría partido a ese pájaro por la mitad.
¿Cómo conocía a Martin? ¿Y a Nero?
Isabelle se obligó a levantar los párpados. Despacio, enfocó la vista en el rostro del muchacho. Ahora sabía por qué sus ojos le habían resultado familiares. Por qué se había preguntado si los había visto antes. Los había visto. Todos los días de su infancia. Trepando árboles. Peleando con palos de mopa. Jugando a piratas.
Todavía los veía en sueños.
—Barbanegra —susurró.
—Anne Bonny —respondió él con una reverencia. Y también con la más triste y amable de las sonrisas.


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Mensaje por IsCris Vie 24 Jul - 9:05

Que emoción!! Azar le llevó a Félix!
La parca aunque quiso no lo pudo evitar que se conocieran 
Esperemos que ahora la carabela de Isa se ponga más clara


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Mensaje por yiniva Vie 24 Jul - 16:07

siiii, por fin se encontraron
gracias Luz


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Mensaje por berny_girl Sáb 25 Jul - 12:30

Capítulo 37 al Capítulo 41
Todo deciden el futuro de Isabelle y ella ni enterada de como juegan con su destinos…
Isabelle está un poco pérdida en encontrar los fragmentos perdidos, y más encima tiene que toleran las humillaciones de los niños…
 
Capítulo 42 al Capítulo 44
Las monjas están medias locas… su comportamiento deja mucho que desear para ser religiosas.
Isabelle por fin se encuentra el Felix, pero será solo el rencuentro que la ayudara, aunque su final está más cerca que lejos.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:31

CUARENTA Y CINCO
—Ha pasado mucho tiempo, reina de los piratas.
Isabelle no se atrevía a hablar. No estaba segura de lo que saldría por su boca. Así que se limitó a asentir lo mejor que pudo, dado que estaba tirada en el suelo.
«Está mayor —pensó—. Más alto. Ahora tiene pómulos y barba de tres días en la mandíbula. Su voz es más grave, aunque sus ojos son exactamente iguales, de ese azul índigo desvaído. Ojos de artista. De soñador».
Deseaba levantar una mano y tocar aquella cara que tan bien conocía, recorrerle con los dedos el borde de la mandíbula, los labios. Preguntarle cómo se había hecho la diminuta cicatriz encima del pómulo derecho.
—Félix —dijo mientras se sentaba.
—Isabelle.
—Es... um... —tartamudeó, en busca de la palabra adecuada—... maravilloso volver a verte.
Félix la miró, preocupado.
—Lo mejor será que no te levantes. Te he visto caer. Te has golpeado
 —Estoy bien —respondió ella, y se levantó. Entonces chilló: un dolor agudo y caliente le subió disparado por la pierna al apoyar el peso en el pie herido.
—Creo que deberías sentarte —dijo Félix, mirándole el pie.
Isabelle siguió su mirada. Su media blanca tenía una flor roja. El dolor de la caída había sido tan intenso que ni siquiera había notado que sangraba. El muchacho la tomó de la mano, y el calor de su contacto, la sensación de su piel contra la de ella, la volvieron a marear.
La condujo hasta un banco de piedra bajo un árbol. Isabelle se sentó y miró a su alrededor en busca de Martin. El animal estaba masticando hierba a la sombra, con las riendas enrolladas alrededor del cuello.
—Tiene unos cuantos arañazos en la nariz, pero nada exagerado — dijo Félix.
—Gracias. Ya estoy bien. No te entretendré más —repuso Isabelle, que esbozó una sonrisa forzada—. Tienes que construir ese escenario.
—Así es. Y el marqués lo quiere deprisa. Nos paga muy bien, a mi maestro y a mí.
—¿Tu maestro?
—Maese Jourdan. Es el carpintero de Saint-Michel. Me contrató hace un mes.
Isabelle digirió la información. Felix estaba de vuelta en Saint-Michel. No sabía si alegrarse, emocionarse, enfadarse o todo junto.
—Así que ahora eres carpintero —respondió, intentando sonar despreocupada, aunque sonaba ridícula. «Está aserrando tablas y uniéndolas con clavos, ¡por amor de Dios! —se regañó—. ¿Qué otra cosa iba a ser?».
—Aprendí el oficio trabajando para otros carpinteros. En otros pueblos.
—Siempre estabas tallando, lo recuerdo. Querías ser escultor. Como Miguel Ángel.
—Quería muchas cosas —repuso él en voz baja mientras se miraba las manos, bastas y llenas de cicatrices.
Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Isabelle deseaba romperlo. Deseaba gritarle, decirle que ella también quería cosas. Preguntarle por qué le había mentido. Sin embargo, el orgullo se lo impedía.
Félix levantó la vista y la miró a los ojos. Después volvió a examinar la media manchada de sangre.
—Oí lo que pasó —dijo—. Todo. El príncipe. Ella. El zapato de cristal.
Isabelle levantó la vista: el pájaro que había asustado a Martin estaba posado en una rama, sobre ellos.
—Nunca había visto un cuervo tan grande —comentó para intentar cambiar de tema.
Félix miró el pájaro; después volvió a mirarla a ella.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te cortaste medio pie?
—¿Es que nunca has oído hablar de la charla insustancial, Félix? — preguntó ella, pálida.
—Nosotros no hablábamos por hablar, así que no voy a empezar ahora. ¿Por qué lo hiciste?
Isabelle no quería hablar de ello, no con él, pero Félix no pensaba dejarlo estar.
—Isabelle, te he preguntado...
—Te he oído —le soltó ella, acorralada.
—Entonces, ¿por qué?
«Porque te fuiste y te lo llevaste todo contigo —pensó—. Mis sueños. Mis esperanzas. Mi felicidad».
Pero no lo podía reconocer delante de él; apenas era capaz de reconocerlo ella.
—Para conseguir lo que se suponía que debía querer..., a la persona que se suponía que debía querer —dijo al fin.
Félix hizo una mueca.
—¿Te mutilaste de ese modo por alguien que se suponía que debías querer?
—Ya sabes cómo es mi madre. No podía seguir luchando. No después de haber perdido todo lo que ama... —Se tragó la palabra—. No después de haber perdido todo lo que me importaba. No después de convertirme en la hermanastra fea.
—¿Fea? ¿De dónde ha salido eso? Yo nunca he pensado que fueras fea. Me gustaba tu risa. Y tus ojos. Y también tu pelo. Todavía me gusta. Es cobrizo, como el pelaje de una ardilla roja.
—¿Tengo pelo de ardilla? —preguntó Isabelle, incrédula—. ¿Y eso es un cumplido?
—Me encantan las ardillas —respondió Felix, encogiéndose de hombros—. Son luchadoras. Y listas. Y bellas.
Tras decir lo cual, dejó de nuevo la bolsa en el suelo y se arrodilló junto a Isabelle. Después le levantó la falda y le quitó la media.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo?
—Dios mío —dijo con voz entrecortada el muchacho mientras le sostenía el talón en la mano.
Isabelle estaba horrorizada. La cicatriz estaba roja y en carne viva; parte de ella se había abierto y goteaba sangre. Intentó zafarse de él, pero era demasiado fuerte.
—¡Suelta! —gritó, e intentó taparse el pie con la falda.
—Está sangrando. Tengo vendas y medicamentos. Siempre me estoy cortando.
—¡Me da igual!
—Deja que te lo cure.
—¡No!
—¿Por qué?
—¡Porque... porque me da vergüenza!
Félix se puso en cuclillas.
—Ya te he visto los pies otras veces, Isabelle —le recordó con cariño—. Antes nos bañábamos juntos en el arroyo, ¿te acuerdas?
Isabelle apretó los puños. Ya no era la vergüenza de su pie desnudo lo que le molestaba, sino que Félix veía algo más que sus pies: veía en su interior. Siempre había sido capaz de hacerlo. Y, bajo su mirada, Isabelle se sentía demasiado vulnerable.
—¡Que me sueltes!
—No. Tienes tierra en la herida —repuso él, dejando el talón en el suelo—. Si no hacemos algo, se te infectará. Y entonces tendrás que cortarte toda la pierna. Ni siquiera tú serías capaz de superar eso.
Isabelle se dejó caer, vencida. Se le había olvidado lo tozudo que era. Félix se acercó a un árbol cercano, recogió la bolsa de cuero y la cantimplora de agua que estaban junto a él, y volvió con la muchacha.
Abrió la cantimplora y lavó la herida. Después abrió las hebillas de la bolsa y volcó sus contenidos en el suelo: escoplos, lápices, cuchillos de tallar, una escofina, reglas. Y un soldado diminuto, de unos cinco centímetros de alto.
Isabelle lo recogió.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó, contenta de hablar de algo que no fuera el destrozo de su pie. Y de su vida.
—Los tallo en mi dormitorio, por las noches. He fabricado un ejército completo con compañías de fusileros, granaderos, sus comandantes... Está casi terminado. Solo me quedan unos cuantos oficiales.
—¿Qué vas a hacer con él cuando acabes?
—Venderlo. A un noble, para que sus hijos jueguen con él. A alguien rico, como un banquero o un comerciante. A quien pueda pagar mi precio.
Isabelle examinó de cerca el soldadito.
—Es increíble, Felix —se maravilló. La talla era preciosa y estaba pintado con mucha minuciosidad; era tan realista que se le veían los botones del abrigo, el gatillo del fusil y la determinación en la mirada.
—Es mejor que fabricar ataúdes —respondió él, triste—. A veces creo que tendremos que talar todos los árboles de Francia para poder enterrar a nuestros muertos.
—¿Tan mal va? —preguntó ella en voz baja tras dejar el soldado. Félix asintió.
—¿Qué nos va a pasar?
—No lo sé, Isabelle.
Algunos muchachos le habrían contado una historia feliz sobre la futura victoria de los hombres del rey, claro que sí, para no herir su sensibilidad femenina. Pero Felix no. Él jamás se andaba con remilgos. Y a ella le encantaba que así fuera.
«Al menos, eso no ha cambiado entre nosotros —pensó, melancólica —. Aunque todo lo demás sí».
El chico siguió rebuscando entre sus cosas hasta que por fin encontró lo que necesitaba: un fajo bien doblado de tiras de lino limpias y un frasquito de cristal. Echó unas gotitas del contenido del frasco en la herida de Isabelle; ardía. La muchacha aulló de dolor; él no le prestó atención y le vendó con cuidado la herida.
—De nada —dijo al terminar. Después le quitó la media y la bota del otro pie.
—Félix, no puedes ir por ahí quitándoles las medias a las chicas. Es muy poco apropiado.
—Los pies no me dicen gran cosa —repuso él, resoplando—. Y menos los sudados. De todos modos, no voy por ahí quitándoles las medias a las chicas.
Solo a ti.
Le estiró las piernas y le puso los pies juntos, con los talones en el suelo.
—¿Qué estás haciendo?
—Puede que algo, puede que nada —respondió él mientras tomaba medidas y las garabateaba en un trozo de papel con un lápiz casi gastado.
Cuando terminó, le volvió a poner las medias y las botas. Después se levantó y le dijo que el marqués era un buen jefe, aunque impaciente, y que lo mejor era que volviera al trabajo. Isabelle también se levantó y lo convenció de que podría volver a casa a caballo. Juntos se acercaron a Martin.
—Hola, viejo cabrón, ¿me has echado de menos? —saludó Félix al caballo.
Martin alzó la cabeza, alargó las orejas y le mordió. Félix se echó a reír.
—Lo tomaré como un sí —dijo mientras le daba unas palmadas en el cuello.
Isabelle se percató de que al chico le brillaban los ojos. «Los caballos
viejos todavía le hacen llorar. Eso tampoco ha cambiado —pensó—. Ni tampoco me ayuda a odiarlo».
Se subió a su montura de nuevo y tomó las riendas de Martin.
—Gracias, Félix. Por curarme.
Félix, que estaba rascándole las orejas al caballo, no respondió enseguida.
—Amaba —dijo al fin.
—¿Qué? —preguntó Isabelle mientras metía los pies en los estribos.
—Antes has dicho: «No después de haber perdido todo lo que me importaba». Pero ibas a decir: «No después de haber perdido todo lo que amaba».
—¿Y qué? —preguntó ella con cautela—. ¿Qué importa?
—Importa porque hubo un tiempo en que creía... —La miró a los ojos —. Creía que yo era una de esas cosas. Y, de repente, Isabelle perdió la poca compostura que había estado esforzándose tanto por conservar. «Cómo se atreve, después de lo que hizo...».
—Y la gente dice que yo soy cruel. ¡Tú eres el insensible, Félix! —le gritó, con la voz rota de rabia.
—¿Yo? Pero si no hice...
—No, no hiciste, y ahí empezaron los problemas. Adiós, Félix. De nuevo.
La muchacha se dio media vuelta con el caballo y lo azuzó con los talones. Martin tuvo que darse cuenta de que estaba molesta, porque obedeció la orden de inmediato y salió a medio galope. Atravesaron el claro en un instante.
Isabelle se alejó sin mirar atrás.
Como había hecho Félix.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:32

CUARENTA Y SEIS
En el bosque silvestre, la Parca se agachó al lado de unas setas de tallos esbeltos y fantasmales a la pálida luz de la luna en cuarto creciente. Arrancó una bien rechoncha.
Amanita virosa, el ángel destructor. Es muy pero que muy venenosa, Losca —dijo mientras se la entregaba a su criada—. Y esencial cuando se prepara cualquier tinta de tono verdoso, como «Celos», «Envidia» o «Resentimiento».
La Parca se había llevado consigo algunas de las tintas de su palazzo y había estado preparando más, pero para usarlas necesitaba ponerle las zarpas encima al mapa de Isabelle. «Tampoco me vendría mal ponerle las zarpas encima a Isabelle —pensó—. ¿Cómo voy a convencerla de que es una estupidez luchar contra su destino si ni siquiera la veo?». Azar ya se las había ingeniado para encontrarse dos veces con la chica. La Parca sabía que tenía que atraer a Isabelle a su órbita, pero ¿cómo?
—¿Vas a preparar tinta esta noche? ¿A pesar de no tener el mapa? — preguntó una voz desde la oscuridad.
Losca graznó de miedo. La Parca, que no se asustaba con tanta facilidad, se volvió hacia el sonido.
—¿Azar? —repuso, mientras escudriñaba las sombras. Se oyó un zumbido y después brotó una luz cegadora. Tres antorchas encendidas iluminaron a Azar, a su maga y a su cocinero.
—Cuánto optimismo, qué poco propio de ti —dijo Azar para picarla.
—¿Qué aspecto tiene la calavera? —preguntó ella tras reírse con desprecio —. La del mapa de Isabelle, me refiero. ¿Está más clara? —Azar le lanzó una mirada asesina—. Eso me parecía.
—Voy ganando —le aseguró el marqués, levantando la barbilla—. Le he devuelto un pedazo de su corazón. El muchacho la ama, y ella lo ama.
El amor ha alterado el rumbo de muchas vidas.
—He oído que el encuentro no transcurrió según lo previsto —dijo la Parca, que esbozó una sonrisa taimada—. He oído que no cayeron el uno en brazos del otro, precisamente.
—La próxima vez que vea a ese cuervo, pienso dispararle —gruñó Azar mientras lanzaba una mirada amenazadora a Losca.
—Has ganado una batalla, no la guerra —repuso la Parca con desdén —. Es fácil amar lo bonito. ¿Será Isabelle capaz de amar cuando duela? ¿Cuándo tenga un precio? ¿Cuándo el amor pueda costarle la vida?
—Los mortales no nacen fuertes, sino que se hacen fuertes. Isabelle también lo conseguirá.
—Eres muchas cosas —dijo la Parca, sacudiendo la cabeza—. Pero, sobre todo, eres implacable.
—Y vos sois aburrida, madame —respondió él, acalorado—. Tan aburrida que meterías a todo el mundo en la cama a las ocho con una taza de leche caliente y un plato de magdalenas. ¿Es que nos ves que el valor de arriesgarse, de atreverse, de lanzar una moneda de oro al aire una y otra vez, ganes o pierdas, es lo que hace humanos a los humanos? Son seres frágiles y condenados, más ciegos que gusanos y, sin embargo, más valientes que los dioses.
—Retar a las Parcas es difícil. Comer magdalenas es fácil. La mayoría de los mortales eligen las magdalenas. Y eso hará Isabelle. —Mientras hablaba, la luna desapareció detrás de una nube—. Se hace tarde. Ya son más de las doce —dijo la Parca—. A estas horas acechan criaturas peligrosas en el bosque, y mi doncella y yo debemos regresar a la seguridad de la granja de madame LeBenêt.
La anciana volvió a echarse sobre los hombros el chal, que le había caído hasta los codos. Sus ojos grises se posaron sobre las tres llamas ardientes que sostenían Azar y sus amigos. De repente, sonrió.
—Está muy oscuro sin la luna. Cuesta encontrar el camino. ¿Podríais prestarme una antorcha?
Azar vaciló.
—Vamos —rezongó la Parca—. ¿De verdad pensáis negarle a una anciana el único medio de iluminar su regreso a casa?
Azar asintió, y la maga le entregó su antorcha a la vieja.
—Buenas noches, marqués. Y gracias.
El marqués la observó alejarse con la antorcha en alto delante de ella y su doncella correteando detrás. No le veía la cara ni oyó su voz; de haberlo hecho, se habría percatado de lo estúpido que había sido.
—Sí, esta noche acechan criaturas peligrosas, Losca —le dijo la mujer a su sirvienta—. Y ninguna es tan peligrosa como yo.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:33

CUARENTA Y SIETE
El borracho se tambaleaba tanto como si estuviera a bordo de una barquita en un mar turbulento.
La botella de vino que se había bebido entera, la que le había regalado tanta felicidad media hora atrás, ahora se agitaba como agua de sentina en su interior.
Lo que le había sucedido era culpa de alguien. Tenía que serlo. No estaba seguro de quién era el culpable, pero lo encontraría y se lo haría pagar.
Aquel día había perdido su trabajo por robarle a su empleador. Y después se había emborrachado con monedas prestadas y había regresado a casa dando tumbos. Su mujer lo había echado de allí al enterarse de que no quedaba dinero para alimentar a sus hijos. «¡Vete al infierno!», le había gritado. Y allí estaba, tambaleándose por una carretera solitaria en plena noche, a medio camino del lugar al que lo había mandado su esposa.
Pero, un momento... ¿Qué era eso? ¿Gente? Estaban abucheando, chillando. Lanzaban puñados de barro. ¿A qué? El borracho corrió a acercarse sobre sus inestables piernas y vio que era una casa... No, una mansión. La luna había salido de detrás de una nube, y el borracho vio que la casa estaba cerrada y a oscuras.
—¿Qué hacéis? —le preguntó a un chaval, bajo y grosero, de ojos pequeños y dientes podridos.
—Aquí viven las hermanastras feas —respondió, como si holgara cualquier otra explicación. Después cogió una piedra y la lanzó a la puerta principal.
¡Las hermanastras feas! El borracho había oído hablar de ellas. Conocía su historia. «Qué vergüenza, ser tan crueles cuando las muchachas deben ser amables. Ser feas cuando deben ser bonitas», pensó. Era un insulto. ¡Lo insultaban a él! ¡Al pueblo! ¡A toda Francia!
—Véngate —le susurró una voz detrás de él.
Se volvió sobre los talones, perdió el equilibrio y cayó de boca. Tras unos
cuantos intentos consiguió levantarse y, cuando por fin se puso en pie, vio quién le había hablado: una afable anciana vestida de negro con una cesta al brazo y un cuervo al hombro. Sostenía una antorcha.
—¿Qué has dicho, abuela?
—Tú estás en la calle, sin un penique y solo. Y ellas están ahí, en una mansión grande y cómoda. Y las tres son unas arpías, como tu mujer. Cómo te avergüenzan, estas mujeres. Deberías vengarte por su insolencia. El borracho meditó sobre las palabras de la anciana. Una luz, mate pero peligrosa, le iluminó los ojos inyectados en sangre.
—Sí. Sí, ¡lo haré ahora mismo! —exclamó mientras alzaba un dedo. Después lo dejó caer poco a poco hasta que colgó sin fuerzas, junto a su costado—. Pero ¿cómo?
—Pareces un tipo listo —dijo la anciana.
—Lo soy, se lo aseguro, abuela. No encontrará a otro más listo que yo. La mujer sonrió.
—Sé que encontrarás el modo —le dijo.
Y le entregó la antorcha.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:34

CUARENTA Y OCHO
Isabelle, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, estaba sentada en el asiento del hueco de la ventana y contemplaba la luna plateada en cuarto creciente jugar al escondite con las vaporosas nubes, que no dejaban de moverse.
Estaba muy cansada, pero no podía acostarse. Ni siquiera se había desvestido.
Aquella noche había vuelto la gente a gritarles, abuchearlas y lanzar cosas a la casa. Pararían al cabo de un rato, en cuanto vieran que nadie acudía a la puerta, cuando por fin se aburrieran. No podría dormir hasta entonces; permanecería despierta y vigilante, asomándose de vez en cuando entre las tablillas de las contraventanas para asegurarse de que la multitud no se metiera demasiado en el patio ni bajara la colina, hacia los animales.
Esperaba que el ruido no despertara a su madre y la alterara. Tavi estaría bien. A diferencia de la ventana de Isabelle, que daba al patio delantero y al camino, la de su hermana daba a los huertos de atrás. No oiría nada.
La joven bostezó. Su cuerpo deseaba dormir. Había estado trabajando desde el mismo instante en que había regresado a casa de su visita al Château Rigolade hasta que se había puesto el sol, con una breve parada
para comer a mediodía. Había fregado el suelo de la cocina. Había sacudido el polvo de las alfombras. Había lavado las ventanas. Barrido escaleras. Desherbado el huerto. Podado las rosas. Cualquier cosa con tal de no pensar en Félix, de no recordar su mirada amable y su sonrisa torcida. Sus delicadas manos.
El modo en que se le soltaban los rizos de la coleta y le caían por la nuca. La línea de la mandíbula, cubierta de barba de tres días. La peca sobre el labio superior.
«Para ya —se dijo—. Ahora mismo».
Era traición, aquel deseo. ¿Cómo era que anhelaba estar con la persona que le había hecho más daño que nadie en toda su vida? Era como anhelar beber un vaso de veneno, coger una cobra o llevarse una pistola cargada a la sien.
Se obligó a pensar en otra cosa, aunque no tardó en arrepentirse, puesto que solo lograba rememorar el otro desastre del día. Las burlas de los niños del orfanato resonaban en sus oídos, igual que el chillido de indignación de la madre superiora.
No estaba más cerca que antes de encontrar uno de los fragmentos perdidos de su corazón, y los regalos de Tanaquill le pesaban en el bolsillo y le recordaban su fracaso.
Todavía albergaba alguna esperanza, por débil que fuera, de ser guapa. Solo tenía que encontrar otro modo de ganarse la ayuda de la reina de las hadas.
«Tavi preparó mermelada —pensó—. Podría llevar un poco a un anciano recluido en su casa..., si conociera a alguno. Podría tejer calcetines y llevárselos a los soldados del coronel Cafard... Pero no sé tejer. Podría hacer sopa para una persona enferma, un refugiado o una familia pobre con muchos niños... Pero no se me da demasiado bien cocinar». Sin dejar de mirar por la ventana, Isabelle dejó escapar un profundo suspiro.
—¿Cómo lo hacías, Ella? ¿Cómo conseguías ser siempre tan buena? ¿Incluso conmigo?
Apoyó la cansada cabeza en la pared. Le llegaban los gritos, las risas y los improperios del exterior. Sabía que no debía dormir, aunque no creía hacer mal alguno si cerraba los ojos. Un minutito. Se quedó dormida al instante y soñó muchas cosas. Con Tanaquill. Con el marqués. Con la maga que colgaba de su soga de seda. Con un mono que lucía un collar de perlas. Con Félix.
Y con Ella.
Estaba de nuevo allí, en la Maison Douleur, de pie junto a la chimenea, con un vestido andrajoso. Tenía el rostro y las manos manchados de ceniza. Isabelle se alegraba mucho de verla, pero su hermanastra no estaba contenta. Daba vueltas de un lado a otro, temerosa.
—Despierta, Isabelle —le decía con urgencia—. Tienes que marcharte. Un fuego ardía en la chimenea y, mientras la muchacha hablaba, el fuego aumentaba de tamaño. Sus llamas subían por las paredes del hogar y llegaban hasta la repisa. Isabelle tosió. Le dolía respirar. Le picaban los ojos. El humo, denso y asfixiante, flotaba por el salón. Lenguas de fuego lamían las paredes y el techo. La habitación empezó a ennegrecerse y rizarse por los bordes, como si no fuera real, sino un cuadro.
—¡Isabelle, despierta!
—¡Estoy despierta, Ella! —gritó, girando en círculos frenéticos. Las llamas lo devoraban todo a su paso. Una lámpara de aceite estalló. Los cristales de las ventanas se hicieron pedazos. Las cortinas prendieron con un ruido estruendoso.
—¡Corre, Isabelle, date prisa! —gritó Ella—. ¡Sálvalas!
Y, entonces, la joven observó con horror que las llamas engullían también a su hermanastra.
—¡No, Ella! —gritó tan fuerte que despertó.
El corazón le latía contra las costillas. Todavía notaba el calor del fuego, oía el crepitar de las mesas y las sillas de maderas entre las llamas. Le costaba ver; tenía los ojos empañados por el sueño. Se los restregó con el pulpejo de las manos para intentar enfocar la vista.
—Era tan real... —susurró.
Se levantó. El suelo le quemaba bajo los pies descalzos. Le picaban los ojos. Con un escalofrío de terror se dio cuenta de que no era el sueño lo que le emborronaba la vista, sino el humo.
El fuego... no era un sueño. Era real. Dios mío, era real.
El terror la impulsó a salir corriendo de la habitación.
—¡Maman! ¡Tavi! —gritó al tirar de la puerta—. ¡Despertad!
¡Corred!
¡Corred! ¡La casa está ardiendo!


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:34

CUARENTA Y NUEVE
—¿Isabelle? —murmuró Tavi—. ¿Qué pasa? ¿Qué...? —No llegó a terminar la frase.
—¡Fuego! —gritó Isabelle, tirando de ella para sacarla de la cama—. ¡Sal! ¡Corre!
Salió corriendo del dormitorio de Tavi y recorrió el pasillo que conducía a la habitación de su madre.
—¡Maman! ¡¡Maman!! —la llamó al entrar por la puerta.
No estaba dormida, sino sentada a su tocador, probándose un collar.
—Deja de gritar, Isabelle, no es propio de una dama —la regañó.
—La casa está ardiendo. Tenemos que irnos —respondió ella mientras la agarraba por la mano.
—No puedo salir así —dijo su madre, zafándose de ella—. No estoy vestida correctamente.
Isabelle la agarró por la muñeca y, medio engatusándola, medio a rastras, la sacó al pasillo. En lo alto de las escaleras se reunieron con Tavi, que tenía los brazos llenos de libros y miraba las llamas de abajo, paralizada de miedo.
—No pasa nada, podemos conseguirlo —le aseguró su hermana—. Mira la puerta, Tavi. No las llamas.
La muchacha asintió, rígida, y siguió a Isabelle cuando empezó a bajar los escalones. Las ventanas estallaron por el calor. El aire entró en la casa a través de las ventanas rotas y alimentó el fuego, de modo que las llamas
del vestíbulo crecieron. Las tres mujeres tenían que cruzarlo para llegar a la puerta delantera y a la seguridad.
—Podemos hacerlo. Pegaos a mí —dijo Isabelle.
—¡No quiero salir! —protestó su madre—. ¡Mi pelo está hecho un desastre!
—¡Peor aspecto tendrá si se te carboniza! —contestó Isabelle, y la sujetó con más fuerza.
Siguió bajando las escaleras en curva, tirando de su madre y obligando a Tavi a seguirle el ritmo. Cuando llegaron al vestíbulo, las llamas ya ocupaban la mitad del espacio.
—¿Qué hacemos? —gritó Tavi.
—Corremos —contestó su hermana—. Ve, Tavi, tú primero.
La joven agachó la cabeza y salió disparada. Isabelle suspiro de alivio al verla desaparecer al otro lado de la puerta. Ahora le tocaba a ella.
Sujetó tan fuerte como pudo la muñeca de su madre y dio unos pasos por la entrada.
Al hacerlo, una ráfaga de viento entró por una de las ventanas rotas y les lanzó una cortina en llamas. La joven alzó las manos por instinto para protegerse y soltó a su madre.
Maman vio su oportunidad y, con un grito animal, salió corriendo escaleras arriba.
—¡No, maman! —gritó su hija, tras ella.
Se la encontró de nuevo en su dormitorio, cepillándose el pelo como loca. Isabelle le arrebató el cepillo.
—¡Mírame! —le gritó mientras le cogía las manos y la obligaba a mirarla a los ojos—. El fuego está destruyendo la mansión. Tienes que venir conmigo.
Su madre se levantó. Se pasó las manos por el pelo.
—¿Qué me voy a poner? ¿Qué, Isabelle? ¡Dímelo!
Recogió un vestido del suelo y un par de zapatos, y se los llevó al pecho. Después descolgó el pesado espejo de su gancho de la pared. El vestido y los zapatos cayeron al suelo al hacerlo.
—¡No! —gritó, y fue a cogerlos, con lo que se le escapó el espejo, que cayó hacia delante y la dejó atrapada contra el suelo.
—¡Para ya! —le suplicó su hija mientras le quitaba de encima el espejo.
Sin embargo, no lo hizo. Abandonó sus galas, pero agarró de nuevo el espejo y lo sacó de la habitación con ella. Llegó hasta el rellano antes de que se le cayera otra vez con un gran estrépito que resonó por la casa.
Entre sollozos, se sentó a su lado.
Isabelle miró hacia la barandilla. El miedo le formó un nudo en el estómago al ver que las llamas ya subían por las paredes hacia la planta de arriba. También lamían la escalera.
Maman, no nos podemos llevar el espejo —dijo Isabelle, cada vez más aterrada.
—No puedo dejarlo aquí —respondió su madre, mirándolo con tristeza—. No soy nada sin él. Me dice quién soy.
A Isabelle, el corazón le martilleaba en el pecho. El cuerpo entero le pedía huir. Sin embargo, no lo hizo, sino que se sentó junto a su madre.
Maman, si no dejas el espejo, morirás.
Su madre negó con la cabeza, tozuda.
Maman —insistió su hija, con la voz rota—, si no dejas el espejo, moriré.
¿Le importaría a su madre que así fuera? No lo sabía. Para ella no era más que una decepción. ¿Alguna vez había agradado a maman en vez de irritarla?
La mujer miró a Isabelle. Algo cambiaba y se resquebrajaba en las profundidades heladas de sus ojos. La joven lo vio y también vio que su madre era incapaz de detener el proceso.
—Eres fuerte. Muy fuerte —dijo maman—. Lo noté cuando no eras más que un bebé pequeñito. Siempre me ha asustado tu fuerza. Te mecía en mis brazos y pensaba: «¿Existe un lugar en el mundo para una niña tan fuerte?».
Bajo ellas cedió una gigantesca viga de madera del techo, que se estrelló contra el vestíbulo y se llevó consigo buena parte de la planta de arriba. El ruido era ensordecedor. El polvo y el humo que levantó las cegaban. Isabelle se tapó la cabeza con los brazos y gritó. Cuando el polvo se asentó, se asomó de nuevo por la barandilla y vio un enorme agujero irregular en el suelo de la entrada, junto a las escaleras. En la oscuridad, con el fuego ardiendo a su alrededor, parecía la boca del infierno.
Maman, por favor —le suplicó.
Pero su madre, todavía mirando el espejo, no parecía oírla. A la joven se le retorció de terror el estómago. Sin embargo, otra emoción surgió dentro de ella y reprimió el terror: el odio.
¿Cuántas veces la había llamado su madre a su cuarto, la había colocado frente a aquel mismo espejo y la había mirado desde atrás con el ceño fruncido, molesta por la forma en que el vestido le abultaba por aquí o se le arrugaba por allá, o disgustada por sus pecas, su sonrisa torcida o su pelo indomable?
¿Cuántas veces había mirado Isabelle su propio reflejo y no había visto más que a una muchacha triste y torpe que le devolvía la mirada?
Aquel espejo y todos los demás de la casa le habían robado la confianza, la felicidad, la fuerza y el valor una y otra vez. Le había robado el alma; y ahora quería su vida.
Otra ventana estalló en el interior de la casa. El ruido de los cristales rotos le dijo a Isabelle lo que debía hacer. Se levantó, arrebató el espejo a su madre y, con un grito salvaje, lo tiró por la barandilla. Golpeó el suelo de abajo y se hizo un millón de añicos relucientes.
—¡No! —chilló maman mientras metía las manos entre los barrotes. Se quedó contemplando las llamas unos largos segundos y después miró a Isabelle, perdida.
—Levanta, maman —le ordenó ella, dándole la mano—. Nos vamos.
Juntas bajaron de nuevo las escaleras. Cuando llegaron abajo, vieron que el suelo del vestíbulo ya no estaba; solo quedaba una estrecha pasarela pegada a una de las paredes y apoyada en vigas ardientes. Un paso en falso y morirían envueltas en llamas.
La joven condujo a su madre por lo que quedaba del suelo, sin separarse de la pared. Cuando estaban cerca de la puerta tuvieron que saltar por encima del agujero de medio metro y por fin llegaron al exterior, donde una llorosa Tavi corrió hacia ellas.
Isabelle apartó a toda prisa a su madre y a su hermana del infierno hasta alcanzar la seguridad del tilo. Bajo sus ramas, con la ropa achicharrada, las caras manchadas de hollín y abrazadas, las tres mujeres contemplaron el avance del fuego y el derrumbe de las paredes de la Maison Douleur, que arrastraron con ellas el pesado tejado de pizarra y destruyeron todo lo que poseían, su pasado y su presente.
—Y, con suerte —susurró una anciana vestida de negro que observaba desde las sombras—, su futuro.


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:35

CINCUENTA
Cuando salió el sol a la mañana siguiente, Isabelle estaba bajo el tilo, contemplando el montón de escombros humeantes en que se había convertido su hogar.
Tenía el vestido empapado. Los mechones de pelo húmedo se le pegaban a la piel. Una intensa lluvia matutina había apagado el incendio, aunque no antes de que un fuerte viento hubiera empujado las ascuas al otro lado del patio, al gallinero y a la ventana abierta del pajar.
Tavi había abierto la puerta del corral y había ahuyentado a las aves para que se alejaran del peligro. Habían desaparecido en el bosque.
Isabelle había sacado a Martin antes de que el incendio se propagara a los establos. El caballo también estaba bajo el tilo, con ellas, sacudiéndose gotas de lluvia de las crines. Tavi y maman estaban acurrucadas contra el tronco del árbol, dormidas bajo algunas mantas para caballos que Isabelle había conseguido salvar de los establos.
Habían perdido todo lo que había en la mansión. Ropa. Muebles. Comida. El dinero que su madre guardara en billetes era ahora cenizas; las monedas y las joyas se habrían fundido o estarían enterradas sin remedio bajo pilas de piedras calientes y vigas humeantes.
Ningún vecino había acudido a ayudarlas, ni a ver si estaban heridas o si necesitan comida o refugio. Estaban completamente solas. Desahuciadas. Sin amigos. Eso aterrorizaba a Isabelle más que el fuego.
Helada por la lluvia, entumecida por dentro, la joven no sabía cómo iban a comer aquel día ni cómo encontrarían cobijo para la noche. No sabía cómo dar el siguiente paso. No veía un camino adelante.
Se levantó, sujetándose los codos, y se pasó más de una hora observando en silencio las volutas de humo que brotaban de la casa.
Hasta que oyó el ruido de unos cascos y el crujido de las ruedas de un carro, y salió de debajo del árbol para ver de quién se trataba.
—Isabelle, ¿eres tú? —la llamó una voz—. ¡Dios bendito, niña! ¿Qué
ha pasado aquí?
Isabelle vio que se le acercaba un caballo viejo y un carro de granja aún más viejo cargado hasta arriba de coles. A las riendas iba Avara LeBenêt. Sentada a su lado, con la cara arrugada por la preocupación, y los ojos tan brillantes y ajetreados como los de un buitre, estaba Tantine


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:36

CINCUENTA Y UNO
—Ha sido un incendio —dijo Isabelle sin inflexión en la voz—. Nos lo ha quitado todo.
Tantine se llevó una arrugada mano al pecho.
—Eso es horrible. ¡Horrible, mi niña!
—Se recoge lo que se siembra —resopló madame LeBenêt.
—¿Cómo empezó? —preguntó Tantine.
—No lo sé —respondió la muchacha, que se apretaba la frente con una mano —. Me desperté, y la planta de abajo estaba ardiendo.
—Debió de ser una chispa de la chimenea. O una brasa que salió rodando.
¿Dónde está tu madre? ¿Y tu hermana?
—Ahí abajo, dormidas —contestó Isabelle, señalando el tilo.
—Esto es un horror. Estás empapada. Y muerta de frío, por lo que veo. ¿No tenéis adónde ir?
Isabelle negó con la cabeza, aunque, entonces, se le ocurrió algo.
—Quizá el marqués pueda ayudarnos. Su château es muy grande, y nosotras solo necesitamos una habitación en el desván. Podríamos... Tantine palideció. Se puso en pie de un salto, lo que sobresaltó tanto a madame LeBenêt como a Isabelle.
—¡De ninguna manera! —exclamó—. No quiero oír otra palabra al respecto. El marqués es un hombre de moral relajada, querida. Vive con varias mujeres, y ni una de ellas es su esposa. ¡No permaneceré de brazos cruzados mientras ese canalla corrompe a dos jóvenes!
—Pero sí parece muy...
Isabelle iba a decir «agradable», pero Tantine la silenció levantando la mano. Después se volvió hacia madame LeBenêt.
—Tienen que quedarse con nosotras, Avara. Somos sus vecinas más cercanas.
La otra mujer casi se atraganta.
—¿Tres bocas más que alimentar, Tantine? ¿En plena guerra y con tan poca comida?
Isabelle pensó en las hileras de coles de los campos de los LeBenêt. En los gordos pollos de su corral. En las ramas de sus ciruelos, dobladas por el peso de tanta fruta. No le entusiasmaba la idea de aceptar caridad de aquella mujer tan severa y tacaña, pero sabía que no le quedaba elección.
«Por favor, Tantine —le suplicó en silencio—. Convencedla, por favor».
—Es una carga, sí —reconoció la anciana—, pero eres una mujer generosa, Avara. Una mujer que siempre piensa primero en los demás.
Madame LeBenêt asintió con energía, como se hace cuando se acepta un halago o cualquier otra cosa que no te pertenece.
—Tienes razón. Es cierto que soy demasiado buena. Será mi perdición.
—Ten en cuenta lo que ganarás con este arreglo: tres personas más para trabajar en el campo. Con lo mucho que las necesitas, después de que todos tus peones se unieran al ejército. Solo queda Hugo porque ve mal. Tus coles se pudrirán en los campos si no las llevas al mercado.
Avara examinó a Isabelle de arriba abajo. Entornó los ojos. Se sacó un pedacito de comida de los dientes con la uña.
—De acuerdo —dijo al fin—. Tu familia y tú podéis venir a la granja, y yo os alimentaré si... —levantó un dedo— si prometéis trabajar duro.
Isabelle estuvo a punto de llorar de alivio. Podrían secarse, calentarse junto a la chimenea de la granja. Puede que incluso hubiera un cuenco de sopa caliente para ellas.
—Trabajaremos muy duro, madame, os lo prometo —dijo—. Tavi, maman, Martin, yo... Todos.
—No, de ningún modo. La oferta no incluye al caballo.
Isabelle la miró primero a ella y después a Tantine, suplicante.
—Pero no puedo dejarlo aquí. Es viejo. Necesita su avena y un establo seco en el que dormir.
—¿Ves, Tantine? Ya se están aprovechando de mí —dijo madame LeBenêt mientras señalaba a Isabelle.
—Dudo que el animal coma mucho —le aseguró la anciana—. Y también puedes usarlo.
La mujer transigió.
—Supongo que es cierto. —Señaló el caballo que tiraba de su carro—. Louis está en las últimas.
«Porque lo has matado a trabajar —pensó la joven mientras observaba al pobre animal, que estaba en los huesos—. Y harás lo mismo con nosotras». Al comprenderlo, se quedó hundida.
—Pues arreglado —declaró Tantine, que esbozaba una sonrisa de satisfacción.
—Id a la granja —dijo su acompañante—. Buscad a Hugo. Está cortando coles. Os enseñará qué tenéis que hacer. —Sacudió las riendas del caballo—. Tantine y yo vamos a llevar esta carga al mercado.
—Gracias, madame —respondió Isabelle mientras el carro se alejaba —. Gracias por hacernos un hueco en su casa.
—¿Casa? —gritó la mujer, volviendo la vista atrás—. ¿Quién ha dicho nada de casa? ¡Las tres dormiréis en el pajar, y mucho es!


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Mensaje por Luz Guerrero Sáb 25 Jul - 17:39

CINCUENTA Y DOS
La Parca se quedó mirando la rácana ración de café aguado de la taza desportillada que tenía delante y el duro cuscurro de pan para mojar en ella. Al lado había una jarrita de leche. Ni azúcar, ni galletas, ni un brioche blando y calentito.
—Puede que me excediera usando «Desalmado» en el mapa de Avara LeBenêt —se dijo mientras tamborileaba con los dedos en la mesa.
«Desalmado» era una tinta negra seca y polvorienta muy versátil. Lo mismo propiciaba la mezquindad que, aplicada correctamente, encogía el alma. También resultaba útil para frenar el impulso creativo, aunque había que tener cuidado: con un poquito bastaba.
La Parca cerró los ojos y se imaginó una delicada taza de porcelana con un humeante expreso elaborado con granos de café oscuros y untuosos, una bandeja de sabrosas galletas de anís y una silla tapizada de terciopelo para sus viejos huesos.
En fin, no tardaría mucho en abandonar Saint-Michel para siempre.
Estaba haciendo progresos. Un idiota borracho había quemado la Maison Douleur para ella, e Isabelle y su familia estaban ahora desahuciadas y atrapadas en la granja de los LeBenêt, lo que significaba que ella podía controlar a la chica. Azar ya no le llevaba ventaja.
Se levantó, se acercó al viejo fregadero de piedra y tiró el café por el desagüe. Después lavó la taza, la secó y salió. Avara y Hugo ya estaban en el campo; Isabelle, Tavi y su madre, también. Mientras la Parca admiraba las flores de final del verano en un raquítico rosal que intentaba subir por el muro de la casa, Losca le aterrizó en el hombro.
La vieja sonrió, encantada de ver a la astuta criatura.
—¿Dónde has estado? ¿Empalando ratones de campo con ese afilado pico tuyo? ¿Robando polluelos de sus nidos? ¿Sacándoles los ojos a los muertos?
Losca sacudió las alas. Con emoción apenas contenida, empezó a parlotear. La vieja escuchó, extasiada.
—¿A trescientos kilómetros al oeste de aquí? Volkmar avanza deprisa; eso es bueno. Cuanto antes dejemos esto atrás, mejor.
Losca inclinó la cabeza y siguió hablando.
La Parca se rio.
—¡Eso son dos buenas noticias! Que el caballo está con una viuda, ¿dices? ¿Y los establos se caen a pedazos? —La vieja asintió—. Es probable que no tenga mucho dinero. Con unas cuantas monedas bastará. No puedo hacerlo yo misma, demasiada sangre, pero conozco a un hombre que sí. ¡Bien hecho, mi niña! Azar encontró el primer pedazo del corazón de Isabelle y puso al muchacho en su camino, pero el caballo es el fragmento que no encontrará. Y, sin los tres, no conseguirá la ayuda de Tanaquill.
Se metió la mano en el bolsillo de la falda.
—¡Toma! —dijo mientras sacaba una araña de patas largas. Se la lanzó a Losca, que la atrapó en el aire, glotona.
La Parca se dirigió al granero. Le preguntaría a Hugo si podía engancharle un carro para acercarse a la aldea y poner en marcha su plan para el caballo. Estaba encantada, segura de que estaría lista para marcharse en cuestión de días, de una quincena, a lo sumo.
Volkmar se acercaba.
Y ella quería estar bien lejos cuando llegara al pueblo.


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Mensaje por IsCris Lun 27 Jul - 8:34

Isabelle debería hablar sinceramente con Félix, se lee que el también la aprecia mucho

Esa Parca, si que es mala; como le quema la casa, esperemos que Azar llegue pronto y pueda sacar a Isabelle de ahí, y conseguí el caballo también...


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Mensaje por yiniva Lun 27 Jul - 12:58

Que mala onda que Isa no pudiera hablar bien con Felix y de pilon el incendio de su casa, que mal se porto la mamá al no querer salir de la casa


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 27 Jul - 13:41

CINCUENTA Y TRES
Isabelle se enderezó con el rostro hacia el sol y se estiró para intentar aliviar el dolor de espalda.
Sus manos callosas estaban tan sucias como sus botas. El sol le había bronceado los brazos y añadido pecas a la nariz y a las mejillas, a pesar del viejo sombrero de paja. Tenía la falda recogida y anudada sobre las rodillas para no arrastrarla por la tierra.
—Isabelle, Octavia, ¿tengo bien el pelo? ¿Y si una condesa o una duquesa viene a visitarnos? —preguntó maman, nerviosa.
—Seguro que viene alguna, maman. Al fin y al cabo, los campos de coles son uno de los destinos preferidos por la nobleza —respondió Tavi.
—Tienes el pelo perfecto, maman. Ahora coge tu cuchillo y corta algunas coles —dijo Isabelle mientras regañaba a su hermana con la mirada.
Al hacerlo, se fijó en que Tavi, que se encontraba una hilera más allá pero bastante detrás de ella, estaba inclinada sobre una col y la examinaba con atención.
«Los vegetales no son tan interesantes», pensó.
—Tavi, ¿qué estás haciendo ahí? —preguntó tras saltar de su hilera a la de su hermana.
—¡Nada! —contestó la otra a toda prisa—. ¡Cortar un tallo!
Pero no era así: había aplastado una de las grandes hojas exteriores y usaba una piedra afilada para garabatear ecuaciones encima.
—¡Con razón te estás quedando atrás! —la regañó Isabelle.
—Lo siento, Iz —contestó Tavi, y agachó la cabeza—. No puedo evitarlo. Estoy tan aburrida que tengo ganas de llorar.
—Aburrida es mejor que muerta, que es lo que estarías si nos quedamos sin
comer otra vez porque no hemos llenado el carro —dijo su hermana.
Madame LeBenêt había decretado que las tres mujeres debían llenar de coles el carro de madera más grande de la granja todos los días si querían
comer algo.
—Lo siento —repitió Tavi.
Parecía tan abatida que Isabelle se ablandó.
—Nosotras nos podemos saltar un par de comidas, pero maman no.
Está empeorando.
Ambas muchachas miraron a su madre, que estaba sentada en el suelo ahuecándose el cabello y alisándose el andrajoso vestido (el mismo vestido de seda que llevaba la noche del incendio) mientras hablaba animadamente con las coles. Estaba demacrada, con las mejillas hundidas. Tenía los ojos apagados. Las canas parecían aumentar de un día para otro.
Desde su llegada a la granja se había refugiado aún más en el pasado. Los pocos momentos de lucidez que había tenido en las escaleras de la Maison Douleur en llamas no se habían repetido. Isabelle lo achacaba al trauma de perder su hogar y todas sus posesiones, y a las dificultades a las que ahora se enfrentaban. No obstante, sabía que había más; que maman creía haber fallado en su principal deber como madre (asegurarse de casar bien a sus hijas) y que ese fracaso la había trastornado.
Isabelle se había despertado con un sobresalto la primera noche en el pajar, convencida de que un ratón le había correteado por la mejilla, pero era su madre. Estaba sentada en el heno, apartándole el pelo de la cara.
—¿Qué será de vosotras? —susurraba—. Mis pobres, pobres hijas.
Vuestras vidas han acabado antes de empezar. Sois peones con rostros sucios y vestidos harapientos. ¿Quién os querrá ahora?
—Vete a dormir, maman —le había dicho Isabelle, asustada.
Su madre, antes una persona temible, se debilitaba ante sus ojos. Vivir con ella había sido difícil; enfrentarse a su desagrado constante; a su rabia; a sus rígidas reglas. Sin embargo, pasara lo que pasara, siempre había conseguido pagar los recibos. A pesar de enviudar dos veces, había logrado darles un techo y ponerles comida en la mesa. Ahora, por primera vez, Isabelle era la encargada de eso, a veces con la ayuda de Tavi, a menudo sola. Y eso también era difícil.
Llevaban una semana en la propiedad de los LeBenêt, después de rescatar todo lo que pudieron de la granja: mantas para los caballos, dos sillas de madera, dos monturas y bridas. Milagrosamente, su carro de madera no había ardido, aunque habían tardado varias horas en sacarlo porque se le había caído encima parte del tejado. Después de cargarlo con sus cosas, engancharon a Martin y se dirigieron a la casa de los LeBenêt.
Cuando llegaron, madame y Tantine ya habían regresado del mercado, y la señora de la casa las había puesto a trabajar de inmediato.
Habían aprendido a cortar coles, desenterrar patatas y zanahorias, dar de comer a los cerdos y ordeñar a las vacas.
Tavi había demostrado incluso más torpeza con los animales que con las coles, así que madame le había encargado las tareas relacionadas con la fabricación del queso. Era la responsable de vigilar la leche en las cubas de madera de la vaquería mientras se agriaba y cuajaba, después tenía que remover con cuidado la cuajada con una gran pala de madera y meterla en moldes para que madurara y se convirtiera en queso. Era el único trabajo al que Tavi se dedicaba con entusiasmo, puesto que la transformación que sufría la leche hasta llegar a ser queso la fascinaba.
Sus días eran largos y duros. Las comidas eran escasas y no había comodidades. Las camas eran mantas para caballos extendidas sobre el heno. Se bañaban una vez a la semana.
Con una sonrisa irónica, Isabelle recordó el momento en que le había preguntado a madame si podían bañarse al final de cada día de trabajo.
—Por supuesto, el estanque de los patos es todo vuestro.
—¿El estanque de los patos? —repitió Isabelle pensando que se trataba de una broma.
—¿Esperas una bañera de cobre y una toalla turca? —le preguntó la señora con una sonrisa de desdén.
Isabelle se había acercado al estanque. Tenía las manos llenas de ampollas. Se le había incrustado la tierra bajo las uñas. Le dolían los músculos. Apestaba a humo, sudor y leche pasada. Su vestido estaba tan sucio que se había quedado tieso.
Las orillas del estanque no ofrecían ninguna intimidad, y ella era demasiado recatada para desnudarse a la vista de los demás, así que se limitó a quitarse las botas y las medias, guardó el hueso, la nuez y el tegumento en una de las botas, y se metió vestida en el agua. Ya se le secaría la camisola mientras dormía. Solo tenía ese vestido. Los del armario, las sedas y satenes que su madre había elegido con esmero para impresionar a sus pretendientes..., ahora no eran más que cenizas.
El estanque recibía sus aguas de un manantial, de modo que el agua estaba tan fría que Isabelle se quedó sin aliento, aunque también le entumeció las manos destrozadas y el cuerpo dolorido. Se había soltado la sucia cinta que le sujetaba el cabello, se había metido bajo el agua y se había restregado el cuero cabelludo. Al salir a la superficie vio que madame pasaba junto al estanque.
—Se han vuelto las tornas, ¿eh? —se burló la mujer mientras observaba a la empapada Isabelle de arriba abajo—. Ojalá tu hermanastra pudiera verte. Se iba a reír con ganas.
—No, no lo creo —respondió Isabelle mientras se escurría el agua del
pelo.
—¡Pues claro que sí!
—Yo lo habría hecho —le aseguró—. Pero ¿Ella? Jamás. Esa era su fortaleza. Y mi debilidad.
Se metió de nuevo bajo el agua. Cuando salió, madame ya no estaba.
Observó el vuelo de las golondrinas, y escuchó a las ranas y a los grillos. Pensó en Tanaquill y en la ayuda que le había ofrecido, y le pareció tan lejana como las estrellas. ¿Cómo iba a encontrar los pedazos de su corazón cuando lo único que hacía, día tras día, era recoger coles? Pensó en todas las personas que habían quemado su casa, que jamás le permitirían olvidar que no era más que la hermanastra fea.
«Quizá no exista ayuda para mí —pensó—. Quizá deba encontrar el modo de vivir con eso».
Sin duda, era lo que le aconsejaba Tantine: «Ay, niña —le había dicho
la noche después del incendio—. A menudo nuestros destinos son crueles, pero debemos aprender a aceptarlos. No nos queda otra».
Puede que la anciana estuviera en lo cierto. El desespero se había abatido sobre ella desde su llegada a la granja de los LeBenêt. Ahora su vida eran las vacas y las coles, y parecía que no habría nada más.
—Ya es mediodía y ni siquiera habéis llenado medio carro —dijo una voz unas cuantas hileras más allá, lo que devolvió a la joven al presente.
El ánimo de Isabelle, ya de por sí bajo, quedó por los suelos. Allí estaba la persona que hacía que Tantine pareciera una optimista sin remedio.
Era Hugo, el hijo de madame LeBenêt.


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Mensaje por Luz Guerrero Lun 27 Jul - 13:48

CINCUENTA Y CUATRO
Isabelle alzó los hombros a la altura de las orejas.
—Sé que no hemos llenado el carro, Hugo. Gracias por avisar —le dijo, brusca.
Hugo parpadeó y la miró a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—Solo lo comentaba.
—Pues ya lo has hecho.
Había muchas cosas desagradables en sus nuevas vidas: hambre, agotamiento, dormir en el caluroso pajar, limpiar los puestos de las vacas, tener las manos en carne viva y con ampollas que se reventaban y supuraban... Sin embargo, nada era más desagradable que Hugo, tan enorme y hosco. No le gustaban ni Isabelle ni Tavi, y aprovechaba cualquier oportunidad para dejárselo claro.
—Si no llenáis ese carro, no cenaréis esta noche.
—Podrías ayudarnos. Iríamos más deprisa. Así lo llenaríamos —sugirió Tavi.
—No puedo —respondió él—. Tengo que afilar el arado. Y después...
—¡Hugo! ¡Eh, Hugo! —lo interrumpió una voz.
Hugo, Isabelle y Tavi se volvieron y vieron un carro que avanzaba pesadamente por el camino. Dos hombres jóvenes lo conducían. Isabelle sabía quiénes eran: soldados a las órdenes del coronel Cafard. Trabajaban en la cocina del campamento y acudían todos los días para recoger verduras.
—Ahora tenéis que ayudar a Claude y Remy —dijo Hugo—. Las dos. Lo ha dicho mi madre. Tardaréis una hora, como mínimo. Esta noche vais a volver a pasar hambre.
No lo dijo con malicia o alegría, sino con apagada resignación. Como un viejo que pronostica lluvia.
—Podrías darnos parte de tu cena —le dijo Tavi—. Podrías llevárnosla a hurtadillas cuando oscurezca.
—Es sopa. ¿Cómo voy a llevaros sopa?
—Pues pan. Llévanos pan. Lo envuelves en tu servilleta cuando no mire nadie y te lo metes en el bolsillo.
—Ojalá no hubierais venido nunca —dijo Hugo, turbado—. Siempre estáis pensando en.… en cosas. No deberíais hacerlo. Las chicas no deben hacerlo. Son los hombres los que piensan. Soy yo el que tiene que pensar en llevaros pan.
—¡Pues piénsalo! Piensa en llevarnos queso. Un poco de jamón. ¡Piensa en algo antes de que nos muramos de hambre! —le espetó Tavi.
—¡Eh, Hugo! ¿Dónde están las patatas? —le preguntó Claude—. El cocinero dice que hoy tenemos que recoger patatas y zanahorias. Hola, Isabelle. Hola, Tavi. Hola, madame de la Paumé.
Maman, que todavía estaba hablando con las coles, se levantó.
—Excelencias —saludó con una reverencia—. ¿Veis, niñas? —añadió en tono pomposo—. Guardar las apariencias siempre compensa. El papa ha venido a visitarnos. Y el rey de España.
Claude y Remy se miraron, desconcertados.
—No le prestéis atención —les dijo Isabelle.
Hugo señaló con la cabeza el camino por el que habían llegado los soldados.
—Habéis levantado una buena nube de polvo —les dijo.
La carretera estaba a casi un kilómetro de la granja, y un seto vivo muy alto se la tapaba, pero, por encima, todos veían una enorme masa de polvo que se elevaba por el aire.
—No hemos sido nosotros. Son más heridos —respondió Remy.
Hugo se quitó las gafas y se las limpió en la camisa. Después se las puso de nuevo y contempló la nube de polvo, cada vez más alta en el cielo y girando como una tormenta al acecho.
—Tiene que haber muchos.
—Carros y más carros a lo largo de varios kilómetros, hasta donde alcanza la vista —respondió Remy. Después miró las riendas que sujetaba —. Estamos perdiendo.
—Vamos, Rem. ¡Eso es porque todavía no hemos ido nosotros! —se jactó Claude, dándole un codazo—. ¡Le meteré la espada por el culo a Volkmar y lo enviaré corriendo de vuelta a la frontera!
Remy logró esbozar una sonrisa, aunque desganada.
Isabelle sabía que los enviarían pronto al frente. Se preguntó si volvería a verlos. ¿También a ellos los traerían de regreso mutilados, en aquellos carros que botaban por las maltrechas carreteras? ¿O acabarían en una tumba excavada a toda prisa y jamás verían de nuevo su hogar?
Remy, Claude y ella habían hablado un poco durante los últimos días, mientras los ayudaba a cargar los carros. Había averiguado que Claude, de piel aceitunada y ojos oscuros, venía del sur, de una familia de pescadores. Remy, de piel clara y pelo rubio, era del oeste, hijo de un impresor que esperaba escribir sus propios libros algún día, en vez de limitarse a imprimirlos. Tenían tantas ganas de ser soldados como ella de casarse con el príncipe. Pero la decisión de combatir o no no era suya,
igual que la decisión de cortarse los dedos no había sido de ella. Isabelle y Tavi dejaron a su madre con las coles y ayudaron a los muchachos. Hugo decidió colaborar. Después de subir al carro el último saco de patatas, Remy y Claude volvieron a sus asientos.
—Nos vemos mañana —se despidió Hugo, entornando los ojos para protegerlos del sol.
Claude negó con la cabeza.
—Vendrá alguien nuevo. Rem y yo nos marchamos.
Tras un instante de silencio, Hugo respondió:
—Entonces nos veremos a vuestro regreso.
Remy tragó saliva. Después se metió la mano bajo la camisa y se sacó una cadena de plata. De ella colgaba una cruz.
—Si no.… si no regreso, ¿podrías hacerle llegar esto a mi madre? —le pidió a Isabelle. Le dijo su apellido y el lugar del que procedía. Parecía muy asustado y muy joven, y la muchacha le aseguró que no sería necesario e intentó devolverle la cruz, pero él no la aceptaba. Lo que sí hizo fue darle las gracias.
—No es nada. O.… ojalá pudiera hacer algo más para ayudaros, para ayudar a todos los soldados.
—¿Qué ibas a hacer? —repuso Remy, sonriendo—. Eres una chica — bromeó.
—Se me da bien la espada. Tan bien como a ti. Quizá mejor. He estado practicando.
—Las chicas no luchan. Quédate aquí y recoge coles para nosotros, ¿de
acuerdo? Los soldados tienen que comer.
Isabelle se obligó a sonreír y se despidió de ellos con la mano. El carro se alejó traqueteando por el camino. Y ella estaba de vuelta entre las coles para cuando llegaron a la carretera.
Durante varios largos minutos los observó con el cuchillo en alto, como si sujetara la empuñadura de la espada de Tanaquill. Al hacerlo, una terrible añoranza se apoderó de ella, un anhelo tan profundo que ni siquiera sabía darle nombre. Era un hambre más intensa y más feroz que la necesidad de comida, un hambre que le cantaba en la sangre y le resonaba en los huesos.
Les dio la espalda y, con un suspiro, se agachó sobre las coles. Tavi, maman y ella tendrían que recoger muchas más si querían comer esa noche. Y, mientras trabajaba, se preocupaba por los carros y los estómagos vacíos.
Aunque no tenía por qué. El estómago es fácil de satisfacer.
Es el hambre del corazón lo que nos mata.


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Luz Guerrero
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