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Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly

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Mensaje por yiniva Mar 14 Jul - 18:48

Íjole, por un momento pense que lograrían engañarlo, Isa estaba entre la espada y la pared, sabía que actuaba mal, pero no quería defraudar a su mamá.
Gracias Luz por los capítulos


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Mensaje por carolbarr Mar 14 Jul - 19:09

Me imaginaba otro giro de la historia

Gracias


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Mensaje por IsCris Mar 14 Jul - 22:42

Definitivo, la madrastra como siempre es la mayor culpable de todo, como obliga a sus propias hijas a cortarse los pies, me dio hasta grima leer esa parte 

Y que será eso qué pasó cuando niñas que Isabella sigue guardando tanto rencor?!


Luz, cuando capítulos tiene la historia?


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 13:33

IsCris escribió:Definitivo, la madrastra como siempre es la mayor culpable de todo, como obliga a sus propias hijas a cortarse los pies, me dio hasta grima leer esa parte 

Y que será eso qué pasó cuando niñas que Isabella sigue guardando tanto rencor?!


Luz, cuando capítulos tiene la historia?

Pronto sabremos qué fue lo que pasó...

Tiene 129 + epílogo Crazy (los capítulos son cortos).


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 13:50

NUEVE
Era una tarde de verano.
El cielo era azul; el sol brillaba.
Las rosas bajaban dando tumbos por los muros de piedra que rodeaban la mansión. Los pájaros cantaban en las ramas abiertas del tilo y, bajo ellas, las tres niñas jugaban. Ella confeccionaba guirnaldas de margaritas y se inventaba historias sobre Tanaquill, la reina de las hadas, que vivía en el hueco del árbol. Tavi hacía ecuaciones en una pizarra con un trozo de tiza. Isabelle practicaba esgrima con el mango de una mopa vieja y fingía defender a sus hermanas de Barba negra.
—¡Ha llegado tu hora, escoria pirata! ¡En guarde! —gritó mientras avanzaba hacia el gallo Bertrand, que se había acercado al árbol. Evidentemente prefería a Félix, el hijo del mozo de cuadra, pero estaba ocupado con un nuevo potrillo.
El gallo se enderezó cuan largo era, agitó las alas, cacareó con ganas y atacó. Persiguió a Isabelle alrededor del árbol, después ella lo persiguió a él, y así siguieron hasta que una exasperada Tavi gritó:
—¡Por amor de Dios, Izzy! ¿Es que no puedes estarte quieta? Incapaz de librarse del gallo, Isabelle trepó por el tilo con la esperanza de que el animal perdiera interés. Justo cuando se había sentado en una rama, un carruaje entró en el camino de la casa. El gallo le echó un vistazo y salió pitando. Dos hombres bajaron del coche. Uno tenía el pelo gris y caminaba encorvado. Llevaba un bastón y una caja de seda rosa con flores pintadas. El más joven cargaba con una bolsa de cuero. Isabelle no los reconoció, aunque eso no era nada raro: a menudo acudían hombres de París para ver a su padre, la mayoría comerciantes como él, para hablar de negocios.
Los hombres no vieron ni a Isabelle ni a Ella (oculta por el dosel de ramas), solo a Tavi sentada en el banco.
—¿Qué haces ahí, pequeña? ¿Practicas el abecedario? —preguntó el caballero de más edad.
—Intento demostrar el quinto postulado de Euclides —contestó Octavia con el ceño fruncido. No levantó la mirada de su pizarra.
El anciano se rio y le dio un codazo a su acompañante.
—¡A fe mía que hemos dado con una erudita! —exclamó. Después se dirigió de nuevo a Tavi—. Bueno, escúchame, patito, no debes preocuparte por problemas de álgebra.
—En realidad, es geometría.
Al anciano no le sentó bien la corrección.
—Sí, bueno, sea lo que sea, la mente femenina no está hecha para eso —le advirtió—. Se te recalentará el cerebro. Te dolerá la cabeza. Y con los dolores de cabeza salen arrugas, ya sabes.
Tavi levantó la vista.
—¿Ah, así funciona? Entonces, ¿por qué os salieron las arrugas a vos? No creo que se os haya recalentado mucho el cerebro.
—¡Pero bueno! Jamás en mi vida... ¡Qué niña más maleducada! —balbuceó el anciano, que agitó el bastón frente a ella.
Fue entonces cuando Ella dio un paso adelante.
—Tavi no pretendía ser maleducada, señor...
—Sí que lo pretendía —susurró Tavi entre dientes.
—... es que Euclides la pone de mal humor —terminó Ella.
El anciano dejó de farfullar y sonrió. Ella ejercía ese efecto en la gente.
—Qué niña más guapa. Qué dulce y simpática. Le pediré a tu papá que te case con mi nieto. Así tendrás un marido rico, vivirás en una casa elegante y lucirás bellos vestidos. ¿Te gustaría?
Ella vaciló antes de responder:
—¿Podría tener mejor un perrito?
Los dos hombres se echaron a reír. El más joven le dio una palmada cariñosa bajo la barbilla. El mayor le acarició los rubios rizos, la llamó «florecilla» y le dio un bombón de la caja rosa que le llevaba a maman. La niña sonrió, le dio las gracias con entusiasmo y se comió el dulce. Isabelle, todavía en lo alto del árbol, contempló el intercambio con anhelo. Le encantaban los bombones. Mopa en mano, bajó de un salto del árbol, lo que sobresaltó al anciano, que chilló, dio un paso atrás y
cayó al suelo.
—¿Qué demonios haces con ese palo? —le gritó, con la cara roja.
—Luchar contra Barba negra —contestó Isabelle mientras el joven ayudaba al otro a levantarse.
—¡Casi me matas!
Isabelle le lanzó una mirada escéptica.
—Yo me caigo continuamente. De los árboles. De los caballos. Incluso del pajar, una vez. Y no me he matado. ¿Podríais darme un bombón a mí también, por favor?
—¡Por supuesto que no! —exclamó el anciano mientras se sacudía la ropa—. —¿Por qué le iba a dar un regalo tan delicado a un desagradable monito con las manos sucias y el pelo lleno de hojas?
Recogió la caja rosa y el bastón, y se dirigió a la casa, sin dejar de mascullar en todo el camino. Hablaba en voz baja, pero Isabelle, que no había perdido la esperanza de conseguir un bombón, los siguió y lo oyó.
—La guapa es encantadora y será una esposa maravillosa algún día,
pero las otras dos... —Sacudió la cabeza—. Bueno, supongo que siempre pueden meterse a monjas, institutrices o lo que sea que hagan las muchachas feas.
Isabelle se paró en seco. Se llevó la mano al pecho. Notaba un dolor agudo en el corazón, un sentimiento nuevo y extraño. Unos minutos antes jugaba feliz a matar piratas, ignorante por completo de que le faltaba algo. De que era menos de lo que debía ser. De que era un «monito desagradable», no una «florecilla».
Por primera vez, comprendió que su hermanastra era guapa, pero ella no. Isabelle era fuerte. Era valiente. Vencía a Félix en las peleas de espadas. Saltaba con su semental, Nero, por encima de los obstáculos que todos los demás temían. Una vez había ahuyentado a un lobo del gallinero armada tan solo con un palo.
«Esas cosas también son buenas —pensó allí plantada, desconcertada y despojada de parte de sí misma—. Son buenas, ¿no? Yo lo soy, ¿verdad?».
Ese fue el día en que todo cambió entre las tres niñas.
No eran más que crías. A Ella le habían dado un dulce y se había pavoneado al recibir toda la atención. Isabelle estaba celosa; no podía evitarlo. También quería un dulce. Quería que le dedicaran palabras amables y recibir miradas de admiración.
A veces es más fácil decir que odias lo que no tienes que reconocer cuánto lo quieres. Así que Isabelle, todavía de pie bajo el tilo, dijo que odiaba a Ella.
Y Ella respondió que odiaba a su hermanastra.
Y Tavi dijo que odiaba a todo el mundo.
Y en los ojos fríos y vigilantes de maman, que estaba escuchando desde la terraza, se encendió una luz nueva y peligrosa.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 13:54

DIEZ
 
—Isabelle, me voy ya. No.… no sé si volveré a verte.
La voz de Ella sacó a Isabelle de sus recuerdos. La futura princesa se inclinó para besar la frente de su hermanastra, y sus labios fueron como un hierro al rojo que le marcaba la piel.
—No me odies más, hermanastra —le susurró Ella—. Por tu bien, no por el mío.
Y se fue, e Isabelle se quedó sola en el banco.
Pensó en la persona que una vez fue y en la persona en la que se había convertido. Pensó, sobre todo, en las cosas que le habían dicho que debía querer, en las cosas realmente importantes; tanto, que se había mutilado con tal de conseguirlas. Su hermanastra ya las tenía, mientras que Isabelle no tenía nada. Los celos la abrasaban, como había ocurrido durante tantos años.
Isabelle miró a su izquierda y vio a Tavi subir con dificultad los escalones de la mansión, cruzar el umbral cojeando y cerrar la puerta.
Miró a su derecha y vio al príncipe ayudar a Ella a subir al carruaje; después subió él y también cerró la puerta.
El gran duque se sentó al lado del chófer. Gritó una orden a los soldados que tenían delante, todos ya a lomos de sus caballos, y los hombres abrieron la marcha. El cochero restalló el látigo, y los ocho sementales blancos se pusieron en marcha de un salto.
Isabelle contempló el carruaje que se alejaba por el largo camino, seguía por la estrecha carretera y coronaba una colina. Un segundo después, desapareció.
Se quedó un buen rato donde estaba, hasta que el día se tornó frío y el sol empezó a ocultarse. Hasta que los pájaros volaron a sus nidos y el zorro de ojos verdes se internó en el bosque para cazar. Después se levantó y susurró a las sombras, cada vez más largas: —No es a ti a quien odio, Ella. Nunca te he odiado. Me odio a mí.


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Mensaje por yiniva Miér 15 Jul - 16:27

Que mal trataron a Isa desde pequeña, quizá por eso es así 
gracias Luz


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 19:56

ONCE
—Dame el ojo, Nelson. ¡Ahora!
Un vivaracho monito negro con la cara rodeada de blanco correteaba por la cubierta del barco. En una pata llevaba un ojo de cristal.
—Nelson, te lo advierto...
El hombre que hablaba (alto, bien vestido, echando chispas por sus ojos color ámbar) tenía un porte impresionante, pero el mono no le prestaba atención. En vez de entregar su tesoro, se subió al palo de trinquete y saltó al aparejo.
El contramaestre del barco, que se tapaba con una mano la cuenca ocular vacía, perseguía con pasos atropellados a la criatura mientras aullaba pidiendo su pistola.
—¡Nada de armas de fuego, por favor! —gritó una mujer con un vestido de seda rojo—. Debéis persuadirlo. Lo que mejor funciona es la ópera.
—No os preocupéis, que pienso persuadirlo de bajar, ¡con una bala! — gruñó el contramaestre.
Horrorizada, la diva se llevó una mano al generoso pecho y se lanzó a entonar Lascia ch’io pianga, el aria de tristeza y desafío de una heroína. El mono ladeó la cabeza. Parpadeó. Pero no cedió.
La maravillosa voz de la diva fluyó por la cubierta hasta llegar a los muelles y atrajo a decenas de mirones. El barco, un clíper llamado Aventura, había atracado en el puerto de Marsella minutos atrás, después de tres semanas en alta mar.
Mientras la diva seguía cantando, otro miembro del séquito del hombre de ojos ámbar, una pitonisa, consultó sus cartas del tarot a toda prisa. Una a una, las dejó sobre el suelo de cubierta. Cuando terminó, su rostro estaba tan blanco como las velas.
—¡Nelson, baja! —gritó—. ¡Esto no acaba bien!
Una maga conjuró un plátano, lanzó la piel hacia atrás y agitó la fruta en el aire. Una actriz llamó al mono, suplicante. Y, entonces, un grumete subió corriendo desde el interior del barco blandiendo la pistola del contramaestre. La diva lo vio; su voz subió de golpe tres octavas. Mientras el contramaestre recuperaba su pistola y la amartillaba, un grupo de acróbatas, todos vestidos con trajes de lentejuelas, cruzaron la cubierta haciendo piruetas laterales y se lanzaron sobre el aparejo. El mono corrió trinquete arriba, hasta el puesto del vigía. El contramaestre apuntó, pero, al hacerlo, un traga fuegos escupió llamas hacia él. El contramaestre dio unos pasos atrás, pisó la piel de plátano y perdió el equilibrio. Cayó, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente. Se disparó el arma. El tiro erró el blanco. No así el fuego.
Sus lenguas de color naranja lamieron el borde inferior del aparejo, que prendió con un silbido; después subieron a toda prisa y devoraron las cuerdas tratadas con brea. Aterrado, el mono bajó del puesto del vigía al palo de trinquete. Los acróbatas saltaron tras él uno a uno, como estrellas fugaces.
Cuando el último de ellos aterrizó, una gota de brea ardiendo cayó sobre la mecha de un cañón que estaba preparado para usarse en caso de ataque pirata. La mecha prendió; el cañón se disparó. La pesada bola de hierro silbó por encima del puerto y abrió un agujero en un barco de pesca. Entre gritos y palabrotas, los pescadores saltaron al agua y nadaron como locos hacia la orilla.
Convencidos de que atacaban al Aventura, seis músicos vestidos con levitas de color lavanda y pelucas empolvadas sacaron los instrumentos de sus fundas y empezaron a tocar una endecha. Unos instantes después, el estrépito del carro tirado por caballos de los bomberos de la ciudad estuvo a punto de ahogar su música.
La diva, que ya estaba al final de su aria, llegó a la nota más alta. El cuerpo de extinción de incendios, que bombeaba con frenesí en el muelle, lanzó sus fuentes de agua al aparejo, apagó las llamas y empapó tanto a la diva como a todos los que se encontraban en cubierta. La multitud del puerto irrumpió en un estruendoso aplauso. Lanzaron los sombreros al aire. Los hombres lloraron. Las mujeres se desmayaron. Y, en el camarote del capitán, todas las ventanas saltaron en pedazos.
La diva terminó. Empapada, se acercó a la barandilla del barco e hizo una reverencia. Los presentes la vitorearon al grito de «¡Brava!». El mono bajó del palo de trinquete y saltó a los brazos de su dueño. El hombre de ojos ámbar le arrebató el ojo de cristal, lo abrillantó contra su solapa y lo depositó con cuidado en su lugar de origen. No tenía ni idea de si estaba del derecho o del revés, y el contramaestre, todavía inconsciente, no se lo podía decir.
El capitán salió de su camarote sacudiéndose los cristales de las mangas. Se detuvo en cubierta, entrelazó las manos a la espalda y examinó la escena que tenía ante él.
—¡Señor Fleming! —ladró al primer oficial.
—¡Señor! —ladró en respuesta el interpelado, saludando.
—¿Quién es el responsable de esto? Por favor, no me diga que es...
—El marqués del Azar, señor, ¿quién si no?


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 19:57

DOCE
El capitán Duval estaba furioso.
Y Azar hacía lo que podía por parecer compungido. Se le daba bastante bien, puesto que había practicado mucho.
—¿Qué me decís del aparejo que habéis quemado, las ventanas que habéis roto y el barco de pesca que habéis destrozado? —bramó el capitán—. ¡Costará una fortuna repararlo todo!
—¡Entonces será una fortuna bien empleada! —repuso Azar, que esbozó su sonrisa más encantadora—. No creo haber escuchado una interpretación tan exquisita de Lascia ch’io pianga en toda mi vida.
—¡Ese no es el tema, señor!
—¡Ese siempre es el tema, señor! —repuso Azar—. Lo que recordaréis en vuestro lecho de muerte no serán el aparejo quemado y las ventanas rotas, sino la imagen de una diva empapada, su vestido pegado a todas sus generosas y voluptuosas curvas, mientras su magnífica voz se alzaba más alto que el fuego de los cañones y las llamas. Que los contables cuenten. Vos y yo, señor mío, preferimos valorar los momentos de asombro, ¡de deleite!
El capitán, que ya había soportado discursos más que de sobra durante el viaje, se pellizcó el puente de la nariz.
—Decidme, marqués, ¿cómo es posible que el mono se hiciera con el ojo?
—Una apuesta en una partida de cartas. Me aposté con el contramaestre cinco ducados contra su ojo de cristal. El muy bobo se sacó el ojo y lo dejó sobre las monedas. Decidme, capitán, ¿alguna vez habéis conocido a un mono capaz de resistirse a un ojo de cristal?
El capitán señaló a Nelson, que estaba encaramado en el hombro de Azar.
—Quizás deba pedirle al mono que corra con los gastos.
Azar metió la mano en su bolsa, que estaba tirada en cubierta, a sus pies, y sacó un grueso monedero de cuero.
—¿Bastará con esto? —preguntó mientras lo soltaba en la mano del capitán.
El capitán abrió el monedero, contó las monedas del interior y asintió con la cabeza.
—No tardaremos en bajar la plancha de desembarco —dijo—. La próxima vez que decidáis viajar por mar, marqués, por favor, que sea en el barco de otro. No obstante, Azar no lo escuchaba. Ya le había dado la espalda para comprobar que los miembros de su séquito estuvieran en cubierta. Todos y cada uno de ellos eran necesarios. Se dirigía a la zona rural. Allí no había casas de la ópera. No había grandes teatros ni salas de conciertos. En fin, apenas había cafés, y muy pocas confiterías, librerías y restaurantes. No sobreviviría ni cinco minutos sin sus músicos, sus acróbatas y sus actores, su diva, sus bailarinas, su maga, su pitonisa, su traga fuegos, su tragasables, su científico y su cocinero.
—¡Esperad! ¡Falta el cocinero! —exclamó Azar tras completar el recuento.
Miró a Nelson—. ¿Dónde está?
El mono se llevó las patas a la boca e hinchó los carrillos.
—Otra vez no —masculló Azar.
Un instante después, un hombre bajo y calvo ataviado con un abrigo largo de cuero y un pañuelo rojo atado al cuello llegó dando tumbos desde la cubierta de popa. Estaba arrugado y con cara de sueño. Tenía el rostro tan gris como las gachas pasadas.
—Mareo —dijo al unirse a Azar.
—Mareo, ¿eh? ¿Así es como se dice en francés: «Anoche bebí demasiada ginebra»? —preguntó Azar arqueando una ceja.
—¿Es necesario que hables tan alto? —repuso el cocinero con una mueca. Después apoyó la cabeza en la borda—. ¿Por qué demonios tardan tanto con la plancha? De todos modos, ¿adónde vamos? Dime que a París.
—Me temo que no. Saint-Michel.
—No he oído hablar de ese sitio en toda mi vida.
—Está en el campo.
—Odio el campo. ¿Por qué vamos allí?
Azar se aferró a la borda. Pensó en el mapa de la chica. Isabelle, se llamaba. Recordó el final de su camino. Las manchas rojas. Las líneas violentas grabadas en el pergamino, como si las hubiera trazado un loco. Y entonces recordó que así había sido.
—Su camino puede cambiarse —susurró—. Puedo cambiarlo. Lo cambiaré.
—¿Qué camino? —preguntó el cocinero—. ¿De qué estás hablando? ¿Por qué...?
Dejó las palabras flotar en el aire. Algo le había llamado la atención en el muelle. Azar también lo vio. Un veloz carruaje negro se abría paso por la atestada calle paralela a los muelles. Un rostro se recortaba en su ventana: una cara de mujer, pálida y ajada. Debió de percatarse de que la observaban porque, de repente, levantó la vista. Sus ojos grises se encontraron con los de Azar y no se apartaron. En aquella mirada cruel, él vio que sería una guerra sin cuartel y sin compasión.
El cocinero tomó aire y lo dejó salir, despacio.
—Ella es la razón de que estemos aquí, ¿no?
Azar asintió.
—Eso no es bueno. Es la peor de las tres, y eso ya es decir. ¿Por qué ha venido? ¿Por qué hemos venido nosotros? ¿Me lo vas a explicar en algún momento?
—Para luchar.
—¿De qué se trata esta vez? ¿De oro? ¿De gloria? ¿De tu orgullo? —preguntó el otro en tono cortante.
Azar observó el carruaje de la Parca, que dobló una esquina y desapareció, antes de contestar:
—De un alma. Del alma de una muchacha.
—Deberías haberlo dicho antes —repuso el cocinero, asintiendo—. Por eso sí merece la pena luchar.
El rostro del cocinero perdió su aspecto adormilado; en su lugar, apareció la determinación. Se llevó los índices a la boca y dejó escapar un silbido ensordecedor. Después se alejó mientras bramaba a un pobre marinero para que bajara de una vez la condenada plancha de desembarque. La maga, los acróbatas y el resto del séquito de Azar se paseaban por cubierta reuniendo sus enseres para correr tras él.
Azar recogió su bolsa, se la colgó al hombro y siguió al cocinero. Su única esperanza de ganar aquella batalla consistía en estar siempre un paso por delante de la Parca, y veía que ya se encontraba diez pasos por detrás.


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Mensaje por Luz Guerrero Miér 15 Jul - 20:01

carolbarr escribió:Me imaginaba otro giro de la historia

Gracias

Quiero saber ese giro...  Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly - Página 2 728240221


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Mensaje por carolbarr Miér 15 Jul - 20:02

Increíble como puede influir cualquier cosa en un niño

Gracias


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Mensaje por IsCris Jue 16 Jul - 10:12

Definitivamente las circunstancias hicieron a Isabella resentida y odiosa con Ella 

Lo que no entiendo porque Azar la quiere ayudar, que le llamó tanto su atención?


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Mensaje por martenu1011 Jue 16 Jul - 12:39

Comencé a leer la historia. La verdad es que es bastante espeluznante.  Pero la estoy disfrutando.  Es raro que novelas así me atrapen...
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Mensaje por martenu1011 Jue 16 Jul - 12:47

Entiendo a Isabelle. Creo que, más de una vez nos han hecho sentir un patito feo. No comparto la forma en que ella reacciona, pero puedo asegurarles que mi manera de actuar obtiene el mismo resultado:una autoestima  pisoteada.
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Mensaje por martenu1011 Jue 16 Jul - 12:51

IsCris me pregunto lo mismo.  Qué habrá visto Azar en ella para mostrar tanto interés? Será la valentía y fuerza de voluntad de la que esa sociedad reniega en una mujer, porque mujeres así terminan mal?
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Mensaje por Luz Guerrero Jue 16 Jul - 17:44

TRECE
Isabelle, sudorosa, mareada y magullada, se inclinó sobre su silla de montar y habló con su caballo.
Maman intentó venderte, Martin. ¿Lo sabías? Al matadero, donde hervirían tus huesos para sacar cola. Yo soy la que la ha detenido. Tal vez
debas meditar sobre eso.
Viejo, lento y de mal carácter, Martin también tenía la columna vertebral hundida, era cazcorvo y tendía a morder; pero también era lo único que le quedaba a la joven.
—Vamos —lo urgió.
Apretó los talones contra sus flancos para intentar que trotara alrededor del patio de la granja. Sin embargo, Martin tenía otras ideas. Se puso a medio galope, frenó de golpe... y la tiró de la silla. Isabelle se golpeó con fuerza contra el suelo, rodó hasta quedar boca arriba y se quedó allí tirada, gruñendo.
Era la tercera vez que la derribaba aquella mañana. Isabelle era una jinete experta, pero todo había cambiado. No conseguía distribuir bien su peso en los estribos. No había tracción donde los dedos del pie derecho tendrían que haberse apoyado. Incapaz de mantener el equilibrio de la manera apropiada, le costaba corregir a Martin cuando se encabritaba, corcoveaba o, simplemente, se paraba en seco.
No obstante, las caídas no la desanimaban. Le daban igual la tierra en el rostro, los moratones, el dolor. Así no recordaba que Ella se había ido. Que Ella había ganado. Que Ella lo tenía todo, mientras que Isabelle no tenía nada.
Seguía tumbada en el suelo, mirando las nubes cruzar el cielo, cuando una cara se inclinó sobre ella y se las tapó.
—¿Cuántas veces te has caído hoy? —le preguntó Tavi, que no esperó a la respuesta—. Te vas a matar.
—Si tengo suerte.
—Déjalo ya. No puedes volver a cabalgar.
El miedo se enroscó en las tripas de Isabelle con tan solo pensarlo. No era cierto. No permitiría que lo fuera. Montar era lo único que le quedaba. Era lo único que la había ayudado a seguir adelante mientras el pie se curaba. Mientras se acostumbraba a cojear en vez de caminar. Mientras los criados se marchaban. Mientras maman cerraba las contraventanas y echaba las llaves a las puertas. Mientras las malas hierbas crecían sobre los muros de piedra.
—¿Por qué has venido? —le preguntó a Tavi. Su hermana prefería quedarse dentro de casa con sus libros y sus ecuaciones.
—Para decirte que tenemos que ir al mercado. No podemos seguir retrasándolo.
Isabelle parpadeó.
—No es buena idea.
Se había corrido la voz. Sobre el zapato de cristal y lo que se habían hecho para probárselo. Sobre Ella y cómo la habían tratado. Los niños lanzaban barro a su casa. Un hombre había roto una de las ventanas de una pedrada. Isabelle sabía que se meterían en más líos si iban a la aldea.
—¿Tienes una mejor? —preguntó Tavi—. Necesitamos queso, jamón y mantequilla. Llevamos semanas sin probar el pan.
Isabelle suspiró. Se levantó y se sacudió la ropa.
—Tendremos que llevar el carro. No podemos caminar. No sin nuestros...
—Vale. Engancha a Martin. Yo iré a por algunas cestas —repuso Tavi, brusca, antes de dirigirse a la cocina. No le gustaba hablar de sus heridas.
Ni de Ella. Ni de aquel tema, en general.
—Vale —dijo Isabelle, que cojeó de vuelta a su caballo.
No se acostumbraba a sus pasos lentos y tambaleantes. La herida de Tavi no era tan grave. Después de curarse, volvió a caminar como siempre.
Isabelle dudaba que en su caso fuera así alguna vez.
—Ah, Izzy...
Isabelle se volvió. Tavi tenía el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Pórtate bien. En la aldea. ¿Crees que podrás?
Isabelle descartó la pregunta con un gesto de la mano y cogió las riendas de Martin. Sin embargo, lo cierto era que no tenía ni idea de si podría o no. Había intentado comportarse. Durante muchos años. En salitas y salones de baile, en fiestas en jardines y cenas. Con las manos tensas y la mandíbula apretada, había intentado ser todo lo que su madre le pedía: simpática, dulce, considerada, amable, recatada, atenta, paciente, complaciente y discreta.
De vez en cuando, funcionaba. Un par de días. Y después siempre sucedía algo.
Como aquella vez, en una cena elegante que había organizado maman, en la que un cadete de vuelta de su primer año en la academia militar había dicho que la segunda guerra púnica terminó cuando Escipión venció a Aníbal en la batalla de Cannas, cuando cualquier idiota sabía que se trataba de la batalla de Zama. Isabelle le había corregido, y él se había reído y había dicho que no sabía de lo que hablaba. Después de sacar su libro favorito, Una historia ilustrada de los mejores comandantes del mundo, de su biblioteca y demostrarle que, de hecho, sabía de lo que hablaba, el cadete la había insultado. Entre dientes. Furiosa, ella lo había insultado a su vez. Y no precisamente entre dientes.
Maman se pasó una semana sin dirigirle la palabra.
Y también aquella vez en la que asistió a un baile en el château de una baronesa, se aburrió de la danza y decidió dar un paseo. No pretendía batirse en duelo con el barón, pero el hombre la encontró admirando un par de sables montados en la pared del vestíbulo y se ofreció a enseñarle sus movimientos. Ella también le enseñó los suyos: le saltó varios botones de la chaqueta y, de camino, le cortó la barbilla.
Aquella vez, maman dejó de hablarle durante un mes. Su madre la había regañado por su atroz comportamiento, pero Isabelle no creía que arrancarle los botones a un barón fuera tan malo.
Sabía que era capaz de cosas peores. Mucho peores. Unos cuantos meses atrás, cuando buscaba en su armario la sombrilla rosa que maman insistía en que llevara («¡El rosa es favorecedor, Isabelle!») y un par de horribles zapatos de seda («¿Qué más da que te aprieten? ¡Así tus pies parecen más pequeños!»), encontró un libro sobre Alejandro Magno que había ocultado para que su madre no se lo llevase. Se sentó en el suelo de su alcoba, arrugando su recargado vestido en el proceso, y abrió el libro, ansiosa. Era una reliquia de tiempos mejores, de antes de comprender que los guerreros y los generales eran hombres, y que demostrar interés por las espadas, los caballos de batalla y las estrategias bélicas resultaba impropio de una dama. Mientras Isabelle hojeaba el libro, se encontró de nuevo luchando junto a Alejandro a través de Egipto. Lágrimas de anhelo le anegaban los ojos. Justo cuando se las limpiaba, Ella entró en el dormitorio cargada con
una bandeja de plata. En ella había colocado una taza de chocolate caliente y un plato de magdalenas.
—He oído que maman te gritaba por lo de la sombrilla y los zapatos, y he pensado que esto te ayudaría —dijo al dejar la bandeja a su lado. Se trataba de un gesto amable, pero los gestos amables de Ella solo servían para irritar a Isabelle.
Miró a su hermanastra, que no necesitaba ni parasoles ni zapatos que apretaran. Que parecía una diosa a pesar de vestir ropa remendada y un viejo par de botas. Después se miró, torpe y desmañada con su ridículo vestido, cogió la taza de chocolate caliente y la lanzó contra la pared. Las magdalenas fueron detrás. Y la bandeja de plata.
—Límpialo —le ordenó con un brillo desagradable en los ojos.
—Isabelle, ¿por qué estás tan enfadada? —le preguntó Ella, herida. Furiosa,  con las manos apretadas, Isabelle respondió:
—Déjalo ya, Ella. Deja de ser amable conmigo. ¡Déjalo!
—Lo siento —había respondido Ella, sumisa, cuando se agachó a recoger los fragmentos rotos.
Aquella sumisión debería haber apaciguado a Isabelle, pero tuvo el efecto contrario.
—¡Eres lamentable! —le gritó—. ¿Por qué nunca te defiendes? ¡Dejas que maman te acose! ¡Eres amable con Tavi y conmigo a pesar de que te tratamos fatal! ¿Por qué, Ella?
La muchacha había colocado con delicadeza los trozos de porcelana en la bandeja.
—Para intentar deshacer todo esto. Para arreglarlo —respondió en voz baja.
—No puedes arreglarlo. ¡No, a no ser que me conviertas en ti!
—No digas eso —había respondido Ella tras levantar la vista, afligida —. Nunca te conviertas en mí. Jamás.
Isabelle dejó de gritar, sorprendida durante un instante por la vehemencia de su hermanastra. Y, entonces, las pisadas de maman se oyeron en el pasillo, así que tuvo el tiempo justo de esconder el libro y agarrar la sombrilla antes de que su madre entrara en la habitación para gritarle que se diera prisa. Se marcharon a una fiesta de jardín unos minutos después, una tan abrumadoramente aburrida que a Isabelle se le olvidó que pretendía insistirle a Ella para que le explicara sus palabras. Y ahora era demasiado tarde.
Martin, cansado de estar quieto, le dio un buen mordisco a Isabelle en el brazo, lo que la alejó de aquellos dolorosos recuerdos.
—A ti tampoco se te da bien comportarte, ¿verdad, viejo? —le dijo. Condujo al caballo a los fríos establos de piedra y le quitó los arreos.
No necesitaba atarlo: Martin era un caballo poco ambicioso y huir no entraba dentro de sus aspiraciones. Antes de ponerle el arnés le dio un cepillado rápido. No hacía falta, puesto que no se había ejercitado demasiado, pero Isabelle deseaba sentir su pelaje bajo las manos, el terciopelo de su nariz contra la mejilla, su racheado aliento a hierba. Cuando terminó, lo condujo al carro. Mientras recorrían los establos, miró los compartimentos vacíos. El par de elegantes caballos árabes que antes tiraban del coche y los enormes percherones que trabajaban los campos ya no estaban; los habían vendido después de que el novio se marchara.
Aunque intentó no hacerlo, Isabelle no pudo evitar mirar en el último compartimento. Eso también le traía recuerdos. También habían vendido el caballo que vivía allí. Hacía años. Nero. Un semental negro de diecisiete manos de altura, con ojos de ónice y crin de seda al viento. Montarlo era como montar una tormenta. Todavía sentía su fuerza mientras piafaba y bailaba bajo ella, impaciente por salir.
También sentía a Félix. Sentado detrás de ella, agarrado a su cintura, sus labios junto a su oreja, sus ojos clavados en el muro de piedra que tenían enfrente. Se reía, y en su risa había un desafío.
—¡No lo hagas, Isabelle! —le había gritado Ella—. ¡Es demasiado
peligroso!
Pero Isabelle no la escuchó. Espoleó a Nero con los talones y, un segundo después, galopaban directos hacia el muro. Su hermanastra se había tapado los ojos. Isabelle se inclinó sobre la silla, su pecho contra el
cuello de Nero, sus manos en lo alto de sus crines, y Félix apoyado en ella.
Sintió la tensión de todos y cada uno de los músculos del semental y después sintió lo que era volar. Félix y ella gritaron de alegría al aterrizar, y después salieron disparados por el prado hacia el bosque silvestre, dejando a Ella atrás.
Las imágenes desaparecieron tan deprisa como habían surgido, y lo único que quedó fue un compartimento vacío con telarañas en las esquinas. Nero ya no estaba. Felix, tampoco. Maman se los había llevado como tantas otras cosas: sus bombachos de cuero, su sombrero de pirata, las rocas relucientes, los cráneos de animales y los nidos de pájaro que coleccionaba. Su espada de madera. Sus libros. Uno a uno, todos desaparecieron, y cada pérdida era como el corte de un cuchillo de trinchar que la iba reduciendo, que suavizaba su contorno. Que la iba convirtiendo en la niña que su madre quería que fuera. Isabelle se había cortado los dedos del pie, pero, a veces, todavía los sentía.
Maman le había sacado el corazón.
A veces, también lo sentía.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 16 Jul - 17:46

CATORCE
—Seis sous —dijo la esposa del panadero, con los rollizos brazos cruzados sobre su enorme pecho pecoso.
—¿Seis? —repitió Isabelle, desconcertada—. Pero el cartel dice tres — añadió, señalando una pizarra en el puesto del panadero en la que estaba el precio marcado con tiza.
La mujer se escupió en la mano, borró el tres de la pizarra y escribió un seis encima.
—Para ti son seis —le dijo, insolente.
—Pero es el doble. ¡No es justo! —protestó Isabelle.
—Tampoco lo es tratar a tu hermanastra como a una esclava —repuso la mujer—. No lo niegues. Fuiste cruel con una muchacha indefensa. Recibiste tu merecido, ¿no es verdad? Ahora es reina y más bella que nunca. ¿Y tú? Tú no eres más que su fea hermanastra. Isabelle agachó la cabeza, ruborizada. Tavi y ella acababan de llegar al mercado y ya habían empezado las pullas.
Tras respirar hondo para calmarse, recordó la orden de su hermana: pórtate bien. Contó las monedas que llevaba en el bolsillo y se las dio. La esposa del panadero le entregó a cambio una barra de pan más pequeña de la cuenta y quemada por abajo, acompañada por una sonrisa de desdén.
—Le está bien empleado —dijo una mujer que estaba en la cola.
—El pan quemado es demasiado bueno para ella —resopló otra.
Las mujeres siguieron asintiendo, señalando y comentando, disfrutando de su justa indignación como cerdos revolcándose en el barro, cuando el día anterior la primera había abofeteado tan fuerte a su hija por derramar la leche que todavía se veía un verdugón en la mejilla de la niña, mientras que la segunda había besado al marido de su hermana detrás de la taberna.
Nadie jalea tanto en una ejecución como el asesino que se libró del mismo destino.
—Espero que te ahogues con él —dijo la esposa del panadero cuando Isabelle metió el pan en su cesta.
La joven sintió que la ira ardía en su interior. Consiguió reprimir las duras palabras que le subían a la garganta.
—Espero que tu fea hermana se ahogue también.
Al oír la mención a su hermana, a Tavi, que había adelgazado desde la marcha de Ella, que rara vez sonreía y apenas comía, el genio que había estado controlando estalló.
La atracción principal del mostrador del panadero era una pirámide de relucientes panecillos marrones construida con mucho mimo. Isabelle echó el brazo atrás y tiró la cima. Una docena de panecillos cayeron rodando de la mesa y aterrizaron en la calle embarrada.
—Ahógate con eso —le dijo a la balbuceante esposa del panadero y a sus cacareantes clientas.
La cara de la mujer, su chillido de ira, su consternación... Durante un momento, a Isabelle le sentaron muy bien. «He ganado», pensó. Sin embargo, al alejarse cojeando del puesto se percató, con un escalofrío de terror premonitorio, de que no había ganado. Había ganado su furia. De nuevo.
«Ella no habría hecho eso —pensó—. Mi hermanastra las habría desarmado con una dulce sonrisa y unas cuantas palabras bonitas». Porque Ella nunca se enfadaba. Ni cuando tenía que cocinar y limpiar para ellas. Ni cuando comía sola en la cocina. Ni siquiera cuando maman no la dejó ir al baile.
Tenía una fría habitación en el desván y una cama dura; Isabelle y Tavi disfrutaban de chimeneas encendidas y colchones de plumas en sus alcobas. Ella solo tenía un vestido harapiento, mientras que Isabelle y Tavi contaban con decenas de vestidos preciosos. No obstante, día tras día, era Ella la que cantaba, Ella la que sonreía. Ni Isabelle ni Tavi. «¿Por qué?», se preguntó Isabelle, desesperada por encontrar la respuesta, convencida de que, si la descubría, aprendería también a ser buena y amable. Pero la respuesta no llegaba, y solo sentía un dolor profundo y constante en el lazo izquierdo del pecho.
De haber preguntado a las ancianas de Saint-Michel, que estaban todas sentadas junto a la fuente de la plaza del pueblo, le habrían contado lo que lo producía. Porque las ancianas tienen un dicho: «No hay lobo más peligroso que el enjaulado».
Al final de Saint-Michel está el bosque silvestre. Los lobos que allí viven salen por la noche, merodean por campos y granjas, hambrientos de gallinas y tiernos corderitos. Sin embargo, existe otro tipo de lobo, uno mucho más traicionero. A ese lobo es al que se refieren las viejas. «Corred si lo veis —les dicen a sus nietas—. Tiene lengua de plata, pero sus dientes son afilados. Si os atrapa, os comerá vivas».
La mayoría de las muchachas de la aldea hacen lo que se les dice, pero, de vez en cuando, hay una que no. Se mantiene firme, mira al lobo a los ojos y se enamora de él.
La gente la ve correr al bosque por la noche. La ve a la mañana siguiente, con hojas en el cabello y sangre en los labios. «Esto no está bien —dicen—. Una muchacha no debe amar a un lobo».
Así que deciden intervenir. Van detrás del lobo con fusiles y espadas.
Lo persiguen por el bosque silvestre. Sin embargo, la chica está con él y los ve venir.
Los aldeanos alzan los fusiles y apuntan. La joven abre la boca para gritar y, al hacerlo, el lobo se le mete dentro. Se lo traga entero, con dientes, zarpas, pelo y todo. Y él se le enrosca en el corazón.
La gente del pueblo baja las armas y se va a casa. La muchacha suspira de alivio, ya que cree haber encontrado la solución. Cree que estará
satisfecha con el recuerdo de los ojos dorados del lobo. Cree que al lobo le bastará un refugio caliente para ser feliz.
No obstante, la joven no tarda en percatarse de que ha cometido un terrible error, puesto que el lobo es una criatura salvaje, y las criaturas salvajes no se pueden enjaular. Quiere salir, pero la chica es oscura por dentro, y él no encuentra la salida.
Así que le aúlla en la sangre. Le desgarra los huesos. Y, como no funciona, acaba por comérsele el corazón.
Los aullidos y los bocados... vuelven loca a la joven. Intenta sacárselo de dentro cortándose la carne con una cuchilla.
Intenta quemarlo acercándose una vela a la piel.
Intenta matarlo de hambre negándose a comer hasta que no es más que un saco de huesos.
En poco tiempo, ambos acaban bajo tierra.
Un lobo vive dentro de Isabelle. Intenta contenerlo con todas sus fuerzas, pero su hambre crece. Le rompe la columna y le devora el corazón. Corre a casa. Cierra la puerta. Echa el pestillo. No sirve de nada. Los lobos del bosque tienen dientes afilados y largas zarpas, pero es el lobo de tu interior el que acabará por destrozarte.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 16 Jul - 17:48

QUINCE
Isabelle consiguió terminar sus compras sin más incidentes. El quesero le echó una mirada cortante y la carnicera le soltó algunas palabras desagradables, pero ella no les prestó atención.
Ahora caminaba hacia la plaza del pueblo. Tavi y ella habían decidido dividirse para terminar antes y encontrarse después junto al carro.
Aunque Isabelle se dirigía hacia allí, no conocía bien las calles y esperaba seguir la dirección correcta. Maman apenas les permitía ir a Saint-Michel.
«Solo las muchachas vulgares se pasean por la aldea», les decía. Isabelle estaba deseando volver a casa. Los irregulares adoquines le dificultaban el camino, y le dolían los pies. El aroma de lo que había comprado (lonchas de jamón salado, diminutos pepinillos, un fuerte roquefort con vetas azules) brotaba de la cesta, y el estómago le rugía de hambre. Llevaba varias semanas sin probar aquellos manjares.
Procuró mantener la cabeza gacha al entrar en la plaza con la esperanza de pasar desapercibida. Aunque no veía demasiado con los ojos pegados al suelo, sí que oía bastante.
Los aldeanos se reunían a la puerta de tiendas y tabernas para intercambiar rumores con voces tensas. Volkmar von Bruch había saqueado otro pueblo. Avanzaba hacia el oeste. No, hacia el sur. Había refugiados por todas partes. La querida reina Ella, que Dios la bendiga, estaba intentando ayudar. Había ordenado a las familias nobles que abrieran sus mansiones y castillos a los niños que habían quedado huérfanos tras los ataques.
Mientras Isabelle se apresuraba en regresar al carro, oyó cascos sobre los adoquines. Se volvió y vio a un grupo de soldados que entraban en la plaza, encabezados por un hombre alto a lomos de un bello caballo blanco. La joven se apartó cojeando y se unió a la multitud, junto a la fuente. Nadie la molestó; la gente solo tenía ojos para los soldados. Los vítores empezaron en cuanto cruzaron la plaza.
—¡Bendito seáis, coronel Cafard! —gritó una mujer.
—¡Dios salve al rey! —bramó otra.
El coronel montaba muy erguido, con la vista al frente. Su abrigo azul oscuro y sus bombachos blancos estaban impolutos, y llevaba las botas bien abrillantadas.
—Al menos, Saint-Michel está a salvo —dijo un hombre cuando pasaron los soldados.
Los demás le dieron la razón: ¿acaso no había enviado el rey a sus mejores regimientos? ¿Acaso el buen coronel no los había apostado justo a las puertas de la aldea, en los pastos de Levesque? Y en el campamento esperaban más de dos mil soldados; no había nada que temer.
Aunque hacía calor, Isabelle sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. «Alguien acaba de bailar sobre tu tumba», solía decir la vieja niñera Adélie cuando eso pasaba. No tenía ni idea de que el sanguinario Volkmar hubiera entrado tan al sur de Francia. Ni Tavi ni maman ni ella habían salido de casa en más de un mes. Sus últimas noticias (que el viejo rey había muerto y que habían coronado rey al príncipe y reina a Ella) se las habían dado los criados antes de partir.
Distraída por la conversación de los aldeanos, Isabelle no se fijó en el hoyo que tenía delante hasta que lo pisó. Un dolor desgarrador le subió por la pierna. Ahogó un grito, cojeó hasta una farola y se apoyó en ella para no cargar peso en el pie herido. Miró hacia la calle con la esperanza
de ver su carro, pero no había ni rastro de él.
Sin embargo, sí que vio a Odette, la hija del posadero, dirigirse hacia ella con su bastón sobre los adoquines. Odette era ciega y usaba el bastón para caminar por las serpenteantes calles del pueblo.
Entonces, Isabelle vio otra cosa.
Cecile, la hija del alcalde, y su pandilla de amigas caminaban por detrás de Odette. Cecile había puesto los ojos bizcos y tenía la lengua fuera. Agitaba la sombrilla delante de ella como si fuera un bastón para burlarse de Odette. Sus amigas se reían por lo bajo.
El terror se apoderó de Isabelle. Sabía que debía ir a defender a Odette, pero le dolía el pie y no le quedaban fuerzas para otro enfrentamiento. Se dijo que Odette no sabía lo que ocurría. Al fin y al cabo, no veía a Cecile, pero ella, Isabelle, la veía y sabía que sería la siguiente víctima de la muchacha. Ansiosa, miró a su alrededor en busca de un lugar donde esconderse, pero era demasiado tarde: Cecile la había localizado.
—Isabelle de la Paumé, ¿eres tú? —preguntó Cecile arrastrando las
palabras y olvidando por completo a Odette.
Mientras hablaba, Isabelle vio la entrada a un callejón. No se molestó en contestar, sino que salió corriendo por el estrecho pasaje sin prestar atención al dolor. El callejón estaba húmedo y olía a alcantarilla. Una rata se le cruzó en el camino y alguien estuvo a punto de vaciarle un orinal en la cabeza, pero consiguió evitar a Cecile y salir al otro lado de la calle, donde habían dejado el carro.
Sintió un inmenso alivio. Aunque Tavi todavía no había llegado, estaba segura de que lo haría pronto. Mientras tanto, podría sentarse. En aquellos momentos, el pie le dolía como si le ardiera. No obstante, de camino al carro, la culpa le aguijoneaba la conciencia. Pensó en Odette. ¿La habría dejado en paz Cecile? ¿O se habría frustrado tanto por no poder burlarse de Isabelle que había decidido redoblar sus intentos de atormentar a la muchacha ciega?
Los libros de historia dicen que los reyes, los duques y los generales son quienes empiezan las guerras. No te lo creas. Las empezamos nosotros, tú y yo. Cada vez que le damos la espalda a alguien, que guardamos silencio, que no nos metemos, que nos portamos bien.
Lo que está mal, lo cobarde, lo fácil. Eso se hace deprisa. Lo dejas atrás. Se acabó, te dices mientras te alejas a toda prisa. No es cosa mía. Pero puede que el asunto en sí no opine lo mismo.
Isabelle tenía tanta prisa por escapar que había echado a caminar hacia el carro sin mirar a izquierda y derecha.
—¡Isabelle, querida! ¡Ahí estabas! —la llamó una voz.
A Isabelle se le cerró el estómago. Se volvió, despacio.
Detrás de ella, sonriendo como una víbora, se encontraba Cecile.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 16 Jul - 17:49

DIECISÉIS
Cecile, rubia y arrogante, se acercó a Isabelle. Llevaba un vestido amarillo y un parasol a juego, y una docena de muchachas no tan importantes seguía sus pasos.
—Cuánto tiempo, Isabelle —trinó—. Ya oí lo de Ella y el príncipe. Dinos, ¿cómo fue la boda real?
Hubo risitas. Susurros. Miradas mordaces. Todo el mundo sabía que Isabelle, Octavia y maman no habían sido invitadas a la boda de Ella.
—¿Tenéis vuestras propias habitaciones en palacio? —preguntó una de las chicas.
—¿Te ha buscado Ella un duque para casarte? —bromeó otra.
—¿Quién se va a casar con un duque? ¡Ojalá fuera yo! —exclamó una tercera, emocionada. Acababa de alcanzar al grupo. Se llamaba Berthe. Era bajita y rechoncha, con unos prominentes incisivos.
Cecile se volvió hacia ella.
—¿Un duque? ¿Y por qué iba a querer acercársete un duque, Berthe? Te buscaremos un marido cazador. A esos sí les gustan las conejitas gordas.
Berthe perdió la sonrisa. Sus mejillas adquirieron un tono rojo chillón.
Las otras muchachas se echaron a reír. No tenían elección: Cecile siempre recordaba a las que no lo hacían y se tomaba como un reto convertirlas en sus siguientes víctimas.
Bajo el bonito vestido de Cecile, bajo su corsé de seda y su camisola de lino, había un corazón que más bien parecía un tronco podrido. Si se le daba la vuelta, las criaturas que vivían debajo salían corriendo, huyendo de la luz. Criaturas como la envidia, el miedo, la ira y la vergüenza.
Isabelle lo sabía porque su corazón se había convertido en lo mismo, pero, a diferencia de Cecile, sabía que la crueldad nunca procedía de la fuerza, sino de tu yo más oscuro, frío y débil.
Algo llamó la atención de Cecile en la calle. Era una pequeña col podrida. Le dio una patada hacia Berthe.
—Hazlo —le ordenó—. Se lo merece. Es fea. Una hermanastra fea.
Berthe miró la col y vaciló.
Cecile entornó la mirada.
—¿Te da miedo? Hazlo.
El reto envalentonó a las otras. Como una manada de hienas, animaron a Berthe. La chica, a regañadientes, recogió la col y la lanzó.
Cayó sobre los adoquines, frente a Isabelle, y le salpicó la falda. Las burlas subieron de tono.
El miedo recorrió la nuca de Isabelle como una uña afilada. Sabía que Cecile no había hecho más que empezar. Dentro de ella, una voz dijo: «No tengo miedo de un ejército de leones dirigidos por una oveja. Tengo miedo de un ejército de ovejas dirigido por un león».
En las situaciones difíciles, Isabelle oía a los generales en su cabeza; era así desde que tenía la edad suficiente para leerlos. El que le hablaba en aquellos momentos era Alejandro Magno, y se dio cuenta de que tenía razón: las lacayas de Cecile, desesperadas por lograr su aprobación, harían todo lo que su líder les pidiera.
Se sabía capaz de ganar a una de ellas, a pesar del pie herido, pero no a una docena. Tendría que encontrar otro modo de salir de aquella.
—Ya vale, Cecile —dijo. Aunque se moría de dolor, retrocedió cojeando de vuelta al mercado, suponiendo que la otra se cansaría del juego si se negaba a jugarlo.
Sin embargo, Cecile no tenía intención de permitir que lo dejara. Se agachó y recogió un trozo de adoquín roto.
—Quédate donde estás, Isabelle, o le lanzo esto a tu caballo.
Isabelle se detuvo en seco. Se volvió.
—No serás capaz —le dijo, porque era demasiado, incluso para Cecile.
—Sí que lo soy —respondió ella, y gesticuló hacia las demás—. Todas lo son. —Como si deseara demostrar su afirmación, le dio el adoquín a Berthe—.
Lánzalo. Si te atreves.
Berthe lo miró con los ojos muy abiertos.
—Cecile, no. Es una piedra.
—Gallina.
—No soy una gallina —protestó Berthe con voz temblorosa.
—Pues hazlo.
Isabelle se puso delante de la cabeza de Martin para protegerlo. Berthe lanzó la piedra, pero le dio al carro.
—Has fallado adrede —la acusó Cecile.
—¡No! —gritó Berthe.
Cecile recogió otro trozo de adoquín y se lo soltó en la mano.
—Acércate —dijo, y la empujó.
Berthe dio unos cuantos pasos vacilantes hacia Isabelle con la piedra agarrada con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Cuando alzó de nuevo el brazo, miró a Isabelle a los ojos. Los de la otra chica estaban rebosantes de lágrimas. Fue como mirarse a un espejo. Isabelle vio la angustia de la otra muchacha y la reconoció: era la suya.
—Es bueno que todavía llores —le susurró—. Cuando dejas de llorar es cuando estás perdida.
—Calla. No estoy llorando. No —respondió Berthe mientras echaba el brazo atrás.
Isabelle sabía que recibir una pedrada dolería. Puede que la matara. Si tal era su destino, que así fuera. Se negaba a abandonar a Martin; cerró los ojos apretó los puños y esperó el dolor.
Pero no llegó. Los segundos transcurrieron, despacio.
Abrió los ojos.
Las muchachas habían desaparecido, se habían desperdigado como gorriones. Donde antes estuviera Cecile, ahora había una anciana vestida de negro.


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Mensaje por Luz Guerrero Jue 16 Jul - 17:53

martenu1011 escribió:Comencé a leer la historia. La verdad es que es bastante espeluznante.  Pero la estoy disfrutando.  Es raro que novelas así me atrapen...
Yo tambien pense que era un poco espeluznante... Pero me atrapo poco a poco.

Me alegara que la estés disfrutando Lectura #5 -2020 Hermanastra-Jennifer Donnelly - Página 2 3683771782


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 17 Jul - 14:59

DIECISIETE
La mujer miraba calle abajo, a las jóvenes que huían.
Tenía el rostro surcado de arrugas; el pelo, blanco como la nieve, trenzado y recogido en un moño sobre la nuca. Un anillo negro le adornaba la mano, que más bien parecía una zarpa. Para Isabelle era la viva imagen de la frágil vejez, tan quebradiza y delicada como una rama bajo el hielo.
Y entonces se volvió y miró a Isabelle, y la joven creyó ahogarse en las grises profundidades de aquellos ojos antiguos, arrastrada por una voluntad mucho mayor que la suya.
—La del vestido amarillo, la cabecilla, tendrá mal fin —dijo la mujer en tono sabio—. Te lo garantizo.
Isabelle sacudió la cabeza para intentar despejarla. Se sentía zarandeada e inestable, como si saliera caminando de un mar turbulento.
—¿Las... las habéis perseguido vos?
La mujer se rio.
—¿Perseguido? Niña, estas viejas piernas no podrían perseguir ni a un caracol. Venía a hablar contigo. Las muchachas salieron corriendo en cuanto me vieron. —Hizo una pausa antes de añadir—: Eres una de las hermanastras feas, ¿verdad? Me ha parecido que te llamaban así.
Isabelle hizo una mueca y se preparó para otro torrente de insultos. Sin embargo, la mujer se limitó a chasquear la lengua y decir:
—Es una estupidez por tu parte salir a la calle. Las groserías no pueden matarte, pero las rocas sí. Debes quedarte en casa, a salvo.
—Hasta las chicas feas tienen que comer —respondió ella, ruborizada.
—La gente no lo olvidará —dijo la anciana, y negó con la cabeza, triste —. Ni lo perdonará. Ser fea es demasiada ofensa. Créeme, soy vieja y he visto mucho. Bueno, he llegado a ver que perdonaban a una muchacha deshonesta que robó una fortuna en piedras preciosas solo porque tenía una sonrisa bonita. Y a una joven violenta que robaba carruajes a punta de pistola salir de prisión solo por sus largas pestañas negras. ¡Si conozco incluso a una asesina que se libró de la horca porque tenía labios carnosos y hoyuelos, y el juez se enamoró de ella! Pero ¿a una chica fea? Ah, niña, el mundo está hecho para los hombres. A una chica fea no la perdonarán nunca.
Las palabras de la mujer fueron como una puñalada entre las costillas de Isabelle, tan profunda que tuvo que parpadear para reprimir las lágrimas.
—Cuando era pequeña, creía que el mundo estaba hecho para mí — dijo.
—Es lo que siempre creen los niños —respondió la anciana, comprensiva—. Y los lunáticos. Aunque seguro que ahora eres más lista. Ten cuidado. Dudo que esas muchachas te vuelvan a molestar, pero puede que haya otras.
—Gracias, madame —dijo Isabelle—. Estoy en deuda con vos.
—Puede que tengas que pagarla. —Señaló el carro—. ¿Te importaría llevarme? Llegamos a la posada del pueblo anoche, mi doncella y yo, y desde esta mañana temprano intentamos dar con alguien que nos lleve a la granja de mis parientes, pero no encontramos a nadie.
—Por supuesto, os llevaré, madame... Em, madame... —Isabelle se percató de que no sabía su nombre.
Madame Sévèrine. Soy la tía abuela del pobre monsieur LeBenêt, que falleció hace unos meses, Dios lo tenga en su gloria. Tante Sévèrine, me llamaba cuando era pequeño. Tantine, por abreviar. Y así debes llamarme tú también, querida niña. Me gustaría ir a casa de los LeBenêt.
—Nada más fácil, madame —respondió ella con alegría—. Los LeBenêt son nuestros vecinos. ¡Qué coincidencia! —exclamó, feliz de poder ayudar a aquella mujer que había tenido la amabilidad de ayudarla a ella.
—Sí, qué coincidencia —repuso la anciana. Una sonrisa le curvó las comisuras de los labios, aunque no le llegó a los ojos.
Isabelle le explicó que tenía que esperar a su hermana, pero que irían a la taberna en cuanto ella llegara para recoger el baúl de madame y a su criada.
—Tantine —la corrigió la mujer.
—Tantine —repitió ella—. ¿Os gustaría sentaros mientras esperamos?
—Pues sí. Estos viejos huesos se cansan con facilidad. Isabelle la ayudó a subir al carro y acomodarse en el asiento de madera. Le gustaba aquella anciana tan agradable.
—Gracias, mi niña —dijo Tantine—. Creo que seremos buenas amigas, tú y yo.
—Es una suerte que nuestros caminos se hayan cruzado —respondió la joven, sonriendo.
La anciana asintió y le dio una palmada en la mano.
—Algunos lo llaman suerte. Yo lo llamo destino.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 17 Jul - 15:01

DIECIOCHO
Era poco más del mediodía cuando Isabelle y Tavi salieron de la aldea con Tantine sentada entre ellas. El sol estaba ya alto, y aquel día de agosto hacía un calor abrasador.
Losca, la criada de Tantine, una chica delgada de nariz aguileña, ojos brillantes y cabello de ébano recogido en una larga trenza, se sentaba en la parte de atrás del carro, encima del baúl de Tantine. No dijo nada en todo el camino; se limitó a observar el paisaje mientras ladeaba la cabeza y parpadeaba.
Martin trotaba por la carretera lo más despacio que podía, lo que le dio a Tantine tiempo de sobra para contarles a las jóvenes por qué había ido a SaintMichel.
—Es este asunto de Volkmar —dijo en tono lúgubre—. Vivo en París, y él pretende tomarlo. El rey ha fortificado la ciudad, pero la gente se marcha por cientos. Pienso quedarme con mis parientes indefinidamente. Es lo más seguro. Siempre hay que elegir el camino más seguro.
—Para los LeBenêt será un alivio teneros sana y salva con ellos, Tantine — dijo Tavi—. Deben de estar muy preocupados por vos.
—En realidad no tienen ni idea de que voy a su casa. No tenemos mucha relación. De hecho, no conozco a madame LeBenêt. Monsieur LeBenêt era pariente de mi marido. Mi difunto marido, mejor dicho. También falleció hace poco.
Isabelle y Tavi le dieron el pésame. Tantine se lo agradeció.
—En su testamento, mi marido le dejó una sustanciosa cantidad de dinero a monsieur LeBenêt —añadió—. Ahora me pregunto qué hacer con él. Me han dicho que tiene un hijo, Hugo, pero no sé nada de él. Me gustaría comprobar si se trata de alguien que honrará el nombre de la familia antes de entregarle la herencia.
«Buena suerte con eso», pensó Isabelle. Conocía a Hugo desde que eran pequeños. Había jugado a piratas y mosqueteros con Felix y ella unas cuantas veces, siempre con el ceño fruncido tras sus gruesas gafas. En todos aquellos años, él no le había gruñido más que un par de palabras.
Dudaba que a Tantine le gruñera más de una.
Mientras el sol seguía subiendo y Martin seguía arrastrando el carro con desgana por los prados, los campos de trigo y los huertos de árboles frutales, la anciana siguió hablando. Les estaba contando cómo era su elegante casa de París cuando un grito agudo y entrecortado desgarró el aire.
Isabelle se enderezó de golpe. Tavi dio un brinco. Las dos intercambiaron miradas de sorpresa y después examinaron lo que las rodeaba buscando el origen del sonido. Losca se asomó por el borde del carro, estirando el cuello.
—Ahí —dijo Tantine, señalando adelante.
Una carreta militar, tirada por dos fuertes caballos de tiro, había llegado a la cresta de una colina y rodaba hacia ellas. A pesar de la distancia, Isabelle veía que el uniforme del conductor estaba manchado de sangre. Al acercarse, vio lo que contenía y dejó escapar un grito ahogado.
En la parte de atrás, sin protección frente al sol inmisericorde, había al menos treinta hombres, todos malheridos. Llevaban vendas empapadas de sangre atadas alrededor de cabezas y torsos. Les faltaban miembros.
Uno estaba tirado sobre un asiento de madera, con las piernas destrozadas. Era el que había gritado. Una de las ruedas tropezó con un bache y agitó el carro, y el hombre volvió a gritar.
Para cuando la carreta las dejó atrás, Tavi estaba aferrada a su asiento, y a Isabelle le temblaban tanto las manos que tuvo que apretar las riendas de Martin para tranquilizarse. Tantine tenía los labios apretados. Nadie habló.
Isabelle recordó su libro, Una historia ilustrada de los mejores comandantes del mundo. Félix y ella lo habían leído con atención cuando eran pequeños, embobados con las láminas en color que ilustraban batallas famosas. Las imágenes las convertían en algo glorioso y emocionante, y los soldados que luchaban en ellas parecían galantes y valientes. Pero el sufrimiento que acababa de presenciar no era glorioso en absoluto. La dejaba pasmada, con el estómago revuelto. Intentó imaginarse al responsable: Volkmar. Era un duque, según le habían contado. ¿Luciría medallas en su uniforme? ¿Una banda cruzándole el pecho? ¿Iría a caballo? ¿Llevaría espada? Por un momento, Isabelle entornó los ojos y dejó de ver la carretera que tenía ante ella, los muros de piedra que la bordeaban, las rosas que trepaban por ellos. En su mente, una figura alta y poderosa caminaba hacia ella por un campo de batalla. El humo blanco se arremolinaba a su alrededor y le tapaba el rostro, aunque sí se veía la espada que blandía, afilada como una cuchilla. Sintió un escalofrío, como en el mercado.
Tavi habló, y la imagen se desvaneció.
—¿Adónde van? —preguntó.
—A un campamento militar al otro lado de Saint-Michel. Oí a los aldeanos hablar de ello —contestó Isabelle mientras se sacudía de encima la extraña visión y la sensación de peligro que dejaba atrás.
—He visto muchas carretas como esas en mi viaje desde París —dijo Tantine —. Ah, niñas, me temo que esta guerra no nos irá bien. Nuestro rey es joven e inexperto, y Volkmar, despiadado y astuto. Cuenta con menos tropas, pero vencen a las del rey en todas las ocasiones.
Las tres volvieron a guardar silencio. Lo único que se oía eran los cascos de Martin, los crujidos del carro y el zumbido de los insectos. No tardaron en llegar al desvío hacia la granja de los LeBenêt: un camino polvoriento que conducía a un viejo caserío de piedra. Unas cortinas blancas andrajosas colgaban de las ventanas; unas contraventanas combadas les servían de marco. Los pollos daban vueltas alrededor de la desgastada puerta azul. La vaquería, también de piedra, estaba conectada a la casa. Detrás de las estructuras, el ganado pastaba en un terreno vallado, y los campos de coles, patatas, nabos y cebollas se extendían hasta la entrada al bosque silvestre.
Losca se bajó del carro antes de que parara. Mientras Isabelle ayudaba a Tantine a bajar y Tavi abría la puerta de atrás para sacar el baúl, madame LeBenêt, también andrajosa y gastada, salió a saludarlas, si es que aquello se podía llamar saludo.
—¿Qué queréis? —ladró, y su miraba agria bastaba para cortar la leche.
—Os hemos traído a vuestra tía abuela, madame —respondió Isabelle, que señaló con la cabeza a Tantine—. Ha venido desde París con su doncella.
Madame LeBenêt entornó los ojos; frunció más el ceño.
—No tengo ninguna tía abuela.
—Soy madame Sévèrine, la tía abuela de vuestro difunto marido —le explicó Tantine.
—Mi marido no os mencionó nunca.
—No me sorprende. Había una disputa familiar, mucho encono... Madame LeBenêt la cortó, grosera.
—¿Me tomáis por imbécil? Ahora llegan todos los días a Saint-Michel desconocidos que huyen de París fingiendo ser un no sé qué o un no sé cuántos lejano para que les den cobijo y comida. No, señora, lo siento. No podéis quedaros aquí. Vuestra doncella y vos nos dejaríais sin comida y
sin hogar.
«¿Que una anciana tan diminuta y su escuchimizada doncella los van a dejar sin comida?», pensó Isabelle. Agachó la cabeza y se puso a toquetear una de las hebillas del arnés de Martin. No se atrevía a mirar a madame porque no quería que notara su exasperación. Toda la aldea sabía que Avara LeBenêt era una tacaña. No solo tenía unos campos abundantes, sino que también contaba con dos docenas de gallinas ponedoras, diez vacas lecheras, arbustos de diversas bayas,
manzanos y un enorme huerto. Se sacaba una pequeña fortuna todos los
sábados en el mercado, pero no hacía más que quejarse de lo pobre que
era.
—Ah, siento oír que no tenéis sitio para mí —repuso Tantine con un suspiro de abatimiento—. Me temo que tendré que saldar la herencia con algún otro miembro de la familia.
Madame LeBenêt se puso firme, como un perro de caza que ha avistado un pato bien gordo.
—¿Herencia? ¿Qué herencia? —preguntó, brusca.
—La herencia que mi difunto marido me pidió que entregara a vuestro difunto marido. Creía que quizá pudiera entregársela a vuestro hijo, pero ahora...
Madame LeBenêt se dio una palmada en la frente.
—¡Tante Sévèrine! —exclamó—. ¡Por supuesto! ¡Mi marido hablaba mucho de vos! Y siempre con mucho cariño. Debéis de estar exhausta después de un viaje tan largo. Dejad que os prepare una taza de té.
—Debería dedicarse al teatro —le comentó Tavi a Isabelle. La vecina la oyó.
—¿A qué esperáis vosotras dos? —les espetó—. ¡Bajad el baúl! Con grandes dificultades, Isabelle y Tavi consiguieron sacar el baúl del carro y llevarlo al interior de la casa. Isabelle suponía que Losca las ayudaría, pero la muchacha estaba observando fijamente un saltamontes posado en el ralo rosal cercano a la puerta, concentrada en el insecto.
Madame indicó a Tavi e Isabelle que dejaran el baúl en el dormitorio pequeño y después se metió en la cocina a preparar el té. Cuando las chicas regresaron al carro, vieron que Tantine seguía junto a él.
Tavi subió de nuevo al vehículo y se sentó, mientras que Isabelle vacilaba.
—¿Estaréis bien aquí? —preguntó.
—Estaré bien —le aseguró Tantine—. Sé manejar a Avara. Gracias otra vez por traerme.
—No tiene importancia. Gracias por salvarme de una muerte segura a manos de Cecile —respondió la joven, irónica.
Se volvió para marcharse, pero, al hacerlo, Tantine le cogió la mano. A Isabelle le sorprendió la fuerza de aquellos dedos torcidos.
Se quedaron quietas un momento, mirándose a los ojos. La Parca, una criatura sin corazón ni alma, que caminaba con el polvo de Alejandría en los zapatos, las cenizas de Pompeya en el dobladillo de la falda y la arcilla
roja de Xi’an en las mangas. Tan vieja como el tiempo. Sin principio ni fin. Y la joven humana. Tan mal hecha. Nada más que carne tierna, uñas mordidas y un corazón maltrecho que latía en una frágil jaula de huesos. Isabelle no tenía ni idea de quién era la dueña de los ojos insondables a los que se asomaba. No tenía ni idea de que la Parca pretendía ganar la apuesta que había aceptado, costara lo que costara.
—Debemos irnos, Tantine —dijo al fin—. ¿Seguro que aquí estaréis bien?
La Parca asintió y le dio un último apretón a la mano de la muchacha.
—Sí, y espero que tú también lo estés. Ten cuidado con los que huyen de París, niña —le advirtió—. No todos los refugiados son viejas urracas inofensivas como yo. Algunos son canallas que pretenden llevar a las jóvenes por el mal camino. Procede con cautela. Cierra las contraventanas. Echa el pestillo de las puertas. Y, sobre todo, no dejes nada, repito, nada en manos del azar.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 17 Jul - 15:01

DIECINUEVE
Muchas horas después, sobre un mantel de damasco azul, en un campo muy al sur de Saint-Michel, una diva, una maga y una actriz se sentaban bajo un roble a comer fruta y dulces.
A su alrededor tocaban los músicos. Un malabarista lanzaba antorchas encendidas por los aires. Un tragasables se tragaba un sable. Y tres ruidosos capuchinos saltaban entre las ramas del roble, mientras un cuarto se sentaba en el mantel mirando las perlas de la diva.
—Cuidado. El ladronzuelo está planeando su siguiente golpe —le advirtió la maga.
—Nelson —le dijo la diva al mono, agitando un dedo ante él—, ni se te ocurra...
Un bramido cortó su frase:
—¿Ahora?
—¡No! —le gritaron de vuelta.
Las tres mujeres se volvieron hacia el origen del escándalo. Azar, con las manos en las caderas, estaba junto a un gran carruaje pintado. Se había quitado el abrigo. Su camisa blanca con volantes estaba abierta por el cuello; sus largas trenzas, recogidas y atadas con los cordones de los zapatos de alguien. El sudor le perlaba la frente.
De pie en lo alto del carruaje, uno encima de los hombros del otro, había cuatro acróbatas. El de abajo había afianzado las fuertes piernas en el techo; el de arriba se llevaba un catalejo al ojo.
—Venga —le ordenó Azar a un quinto, haciendo un gesto hacia el carruaje —. Dime lo que ves.
Un segundo después, un niño enjuto trepaba a lo alto de la torre humana.
—¿Algo? —gritó Azar mientras el niño le cogía el catalejo al acróbata que tenía debajo—. Tienes que buscar una aldea que se llama Saint- Michel. Tiene una iglesia con una estatua de un arcángel en...
—¡No la veo!
Azar soltó un improperio.
—¡Ahora vas tú! —le dijo a un segundo niño enjuto.
—¿Otro más? —preguntó la diva, apartando la vista—. No quiero
mirar.
Azar y sus amigos se habían perdido. El conductor se había estado guiando por el instinto y se había equivocado en una intersección. No tenían mapa de carreteras; a Azar no le gustaban; arruinaban la diversión, según decía. Ahora empezaba a caer la noche, la aldea de Saint-Michel no se veía por ninguna parte y Azar esperaba que sus acróbatas la localizaran.
La diva se sirvió otro macaron de una bonita caja de papel del centro del mantel y mordió el dulce. El frágil merengue se rompió; las migajas le cayeron en el escote. El mono se acercó corriendo para pescarlas.
—¡Nelson, mono descarado! —exclamó ella, dándole un manotazo. Nelson le rodeó el cuello con sus peludos brazos, le dio un beso y salió pitando. De no haber estado tan enfadada por sus payasadas, puede que se hubiera dado cuenta de que el animal arrastraba algo sobre la hierba.
—La vieja ya ha llegado, lo presiento —comentó la maga, preocupada, mientras se pasaba una moneda de plata de un dedo a otro, veloz.
—Si encuentra a la chica antes que Azar, la envenenará de dudas y miedo — dijo la diva.
—Pero esta Isabelle es fuerte, ¿no? —repuso la actriz.
—Eso he oído —dijo la maga—. Por otro lado, ¿será lo bastante fuerte?
—Él cree que sí —respondió la diva, señalando a Azar con la cabeza—. Pero ¿quién sabe? Es difícil librarse de la vieja. Es una batalla, como bien sabemos todas las que hemos luchado contra ella. Y las batallas dejan heridas.
Se remangó. Una fea cicatriz le recorría desde la muñeca hasta el codo.
—De mi padre. Fue a por mí con un cuchillo cuando le dije que no entraría en un convento, como él deseaba, sino que me iría a Viena a estudiar ópera.
La maga se abrió el cuello de la chaqueta para enseñar su cicatriz, roja y reluciente, justo debajo de la clavícula.
—De una piedra. Lanzada por un sacerdote que me llamó demonio. Porque a la gente les gustaban más mis milagros que los suyos.
La actriz se llevó la mano al guardapelo de oro que llevaba prendido en la solapa, sobre el corazón. Lo abrió y enseñó a las otras los retratos en miniatura de una niña y un niño.
—No tengo cicatrices, pero sí una herida que jamás se curará —dijo con lágrimas en los ojos—. Mis hijos. Me los quitó un juez para dárselos al borracho de mi marido. Porque solo una mujer inmoral se exhibiría en un escenario.
La maga tiró de la actriz para acercársela, la besó en la mejilla y le secó las lágrimas con un pañuelo. Después hizo una pelota con el pañuelo y lo aplastó entre las palmas de las manos. Cuando las abrió de nuevo, el pañuelo había desaparecido y en su lugar se encontraba una mariposa.
Mientras las tres mujeres miraban, la mariposa echó a volar llevada por la brisa.
Pasó volando junto a un monito que jugaba con una sarta de perlas. Junto a un violinista, un trompetista, un cocinero, un científico y tres bailarinas, todos con sus propias cicatrices.
Junto a un hombre de ojos ámbar enfadado por la llegada del crepúsculo. Maldiciendo los traicioneros caminos; construyendo una torre humana cada vez más alta.
Los carnosos labios rojos de la maga esbozaron una sonrisa pequeña pero desafiante.
—Eso es lo que hacemos con nuestro dolor —dijo mientras observaba el vuelo de la mariposa—: lo convertimos en algo bello.
—Lo convertimos en algo significativo —añadió la diva.
—Lo convertimos en algo mejor —susurró la actriz.


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Mensaje por Luz Guerrero Vie 17 Jul - 15:02

VEINTE
Al caer la noche, la Parca se encontraba bebiendo una infusión de manzanilla con madame LeBenêt, Azar intentaba encontrar el camino a Saint-Michel, e Isabelle, en su cocina, miraba con preocupación a su hermana.
Tavi estaba haciendo lo que siempre hacía por las noches: sentarse junto a la chimenea con un libro abierto en el regazo. Sin embargo, las arrugas de su ceño parecían más profundas que en otras ocasiones, y las sombras bajo los ojos, más oscuras.
Aunque siempre había sido estudiosa e introvertida, lo era más desde que Ella se había marchado. A veces, a Isabelle le daba la sensación de que estaba observando a su hermana apagarse como una brasa, y que llegaría el día en que se convertiría en ceniza y se alejaría volando.
Las dos hermanas se llevaban un año y se parecían mucho. Ambas tenían pelo caoba, frentes despejadas y pecas sobre la nariz, además de los ojos del color del café cargado. Tavi era más alta, esbelta, mientras que la figura de Isabelle era más redondeada. Sin embargo, lo que más las diferenciaba eran sus personalidades: Tavi era tranquila y contenida;
Isabelle, todo lo contrario.
Mientras Isabelle colocaba lonchas de jamón, láminas de manzana, pan y queso en un plato para llevárselo a su madre, se preguntaba cómo sacar a su hermana de su ensimismamiento.
—¿Qué estás leyendo, Tavi?
—El Compendio de cálculo por reintegración y comparación, del sabio persa Al-Juarismi —respondió Tavi sin levantar la vista.
—Suena emocionante —se burló Isabelle—. ¿Quién es Al-Juarismi?
—El padre del álgebra —contestó su hermana, que esta vez sí levantó la mirada—. Aunque muchos creen que el matemático griego Diofanto también podría reclamar ese título.
—Es una palabra curiosa, álgebra, ¿verdad? —comentó Isabelle para que su hermana siguiera hablando.
—Viene del árabe —explicó Tavi, sonriendo—. De al-jabr, que significa «reintegración, recomposición». Al-Juarismi creía que se puede recomponer lo roto si se aplica la ecuación correcta. —Perdió un poco la sonrisa—. Ojalá hubiera una ecuación capaz de hacer lo mismo con las
personas.
Iba a añadir algo más, pero una voz aguda la interrumpió.
—¡Isabelle! ¡Octavia! —gritó su madre desde el umbral—. ¿Por qué no estáis vestidas? ¡Vamos a llegar tarde al baile!
Maman entró en la cocina con los labios fruncidos por el disgusto. Llevaba un vestido de satén del color del cielo invernal y un penacho de plumas de avestruz blancas en el pelo, que se había recogido sin mucha maña. Tenía el rostro pálido y el brillo de la fiebre en los ojos. Las manos le revoloteaban alrededor del cuerpo como palomas; lo mismo se ahuecaba el pelo que se ponía a juguetear con las perlas.
A Isabelle se le cayó el alma a los pies al verla; no estaba bien desde que se fuera Ella. A veces era la misma persona competente y arrogante de siempre, mientras que otras, como aquella noche, se desorientaba. Se
perdía en el pasado, convencida de que iban a asistir a una cena, a un baile o a palacio.
Maman, te has equivocado de día —le dijo Isabelle, sonriendo para calmarla.
—No seas tonta. Tengo la invitación aquí mismo.
Le enseñó la tarjeta impresa que llevaba en la mano, con la superficie de color marfil manchada y los bordes doblados. Isabelle la reconoció: había llegado meses atrás.
—Sí —repuso alegremente—. Pero es que ese baile ya se celebró, maman.
La mujer se quedó mirando las palabras grabadas.
—No... No consigo leer la fecha... —dijo, y dejó la frase en el aire.
—Ven, te ayudaré a desvestirte. Puedes ponerte un camisón bonito y tumbarte.
—¿Estás segura de la fecha, Isabelle? —preguntó maman, y su tono pasó de tiránico a desconcertado.
—Sí. Vuelve a tu dormitorio. Te subiré la cena —la convenció mientras la tomaba del brazo.
De repente, su madre se indignó de nuevo y se zafó de su mano.
—Octavia, ¡suelta ese libro! Te vas a dejar los ojos con tanto número.
— Cruzó la cocina y le quitó el libro a Tavi de las manos—. ¡De verdad! ¿Acaso existe algún hombre que piense: «Vaya, ¿me encantaría conocer a una muchacha que sepa despejar una equis»? Ve a vestirte. ¡No podemos hacer esperar a la condesa!
—¡Por amor de Dios, maman, déjalo ya! —le soltó su hija—. Ese baile fue hace años. Y aunque no fuera así, la condesa ya no quiere saber nada de nosotras. ¡Nadie quiere!
Maman se quedó inmóvil y en silencio durante un buen rato. Cuando habló de nuevo, su voz no era más que un susurro.
—Pues claro que la condesa quiere vernos. ¿Por qué no iba a querer?
—Porque lo sabe. Sabe lo de Ella y cómo la tratamos. Nos odia. Todo el pueblo nos odia. Todo el país nos odia. ¡Somos parias!
Su madre se llevó una mano a la frente. Cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, el brillo febril había retrocedido para volver a dar paso a la claridad. Pero también dio paso a otra cosa: a una ira fría y amenazadora.
—Te crees muy lista, Octavia, pero no lo eres —dijo—. Antes de que el príncipe viniera a por Ella recibí cinco ofertas de matrimonio para ella. Cinco. A pesar de haberla convertido en nuestra criada. ¿Sabes cuántas me hicieron por ti?
Cero. Resuelve esa ecuación, querida.
Tavi, herida, apartó la vista.
—¿En qué esperas emplear exactamente todos tus estudios? — preguntó maman mientras agitaba el libro en el aire—. ¿Quieres ser profesora? ¿Científica? Eso es para hombres. Si no te encuentro marido, ¿quién te mantendrá cuando yo no esté? ¿Qué harás? ¿Te convertirás en la institutriz de los hijos de otras y vivirás en un frío desván, donde te alimentarás de los restos de su mesa? ¿Trabajarás como costurera y te pasarás el día cosiendo hasta quedarte ciega? —sacudió la cabeza, asqueada—. Incluso vestida con harapos, Ella te eclipsaba. Era guapa y agradable. ¿Y tú? Tú te afeas con tus números, tus fórmulas y tus ridículas ecuaciones. Eso debe acabar. Y acabará.
Se dirigió a la chimenea y lanzó el libro al fuego.
—¡No! —gritó Tavi, que saltó de su silla, agarró un atizador e intentó rescatarlo. Por desgracia, las llamas ya ennegrecían las hojas.
—¡Terminad de vestiros, las dos! —ordenó maman, que salió de la
habitación a grandes zancadas—. ¡Jacques! ¡Trae el carruaje!
—Tavi, ¿de verdad tenías que alterarla? —preguntó Isabelle, enfadada
—. ¡Maman! —la llamó, corriendo tras ella—. ¿Dónde estás?
Se la encontró intentando abrir la puerta principal, todavía pidiendo el carruaje. Isabelle tardó una eternidad en conseguir subirla de nuevo a su dormitorio. Cuando la tuvo allí, la ayudó a desvestirse y le dio un vaso de brandy para calmarla. Intentó que comiera algo, pero ella se negó. Al final, Isabelle logró meterla en la cama. Cuando estaba tapándola, su madre se sentó y la agarró por el brazo.
—¿Qué será de tu hermana y de ti? Dime —preguntó con ojos temerosos.
—Nos irá bien. Nos las apañaremos. Nuestro padrastro nos dejó dinero, ¿no?
Maman se rio. Era una risa cansada y sin esperanza.
—Vuestro padrastro no nos dejó más que deudas. He vendido el Rembrandt.
Casi toda la plata. Varias de mis joyas...
Isabelle estaba agotada. Le dolía la cabeza.
—Chisss, maman. Duerme un poco. Hablaremos de eso por la mañana. Cuando regresó a la cocina, Tavi estaba arrodillada junto al hogar, mirando el fuego. Su hermana le quitó el atizador e intentó sacar el libro de la chimenea, pero era demasiado tarde.
—Déjalo, Iz. Déjalo. Se ha ido —dijo Tavi con voz entrecortada.
A Isabelle le dolía el corazón por ella. La firme y lógica Tavi nunca lloraba.
—Lo siento, solo quería ayudar —respondió mientras dejaba el atizador.
—¿Sí? Pues arréglame el pelo —repuso su hermana, hundida—. Dale color a mis mejillas. Ponme guapa. ¿Puedes hacerlo?
Isabelle no contestó. Ojalá pudiera poner guapa a Tavi. Y ponerse guapa ella. Qué distintas serían sus vidas.
—No lo creo —añadió Tavi mientras contemplaba las cenizas de su amado libro—. Podría resolver todas las ecuaciones de Diofanto, ampliar el trabajo de Newton sobre las series infinitas, terminar el análisis de Euler sobre los números primos... Y daría igual. —Miró a Isabelle—. La guapa es Ella. Tú y yo somos las hermanastras feas. Y así el mundo nos reduce a las tres a nuestro mínimo común denominador.


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Mensaje por berny_girl Sáb 18 Jul - 5:29

Capítulo 5 al Capítulo 8
Ella es la chica encantadora de todo cuento de hadas y las hermanastras las malas de la película, aunque Isabelle nos muestra un poco más de sentido común, aun teniendo su madre que la disminuya.


Capítulo 9 al Capítulo 12
Que viejos más desagradables tuvieron que conocer esas niñas, lo peor que marcaron a las tres de una forma u otra, para quienes fueron después.
Azar es como una versión diferente de un hada madrina, que viene ayudar a la chica… en verdad que el en todo esto es quien me tiene mas confundida.  


Capítulo 13 al Capítulo 16
La gente siempre ve, el mal ajeno, pero no el propio… y castigan al otro…
En verdad que me tiene un poco confusa todo la historia….


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