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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
—En pie. Es la hora.
Me despierta la culata de un fusil contra las costillas. Estaba en medio de un sueño
abigarrado: primero aparecía mi madre llevándome al colegio, después la hemorragia
en los ojos de Eden y por último los números rojos que hay pintados bajo nuestro
porche.
Cuatro manos me levantan antes de que pueda distinguir nada con claridad, y grito
cuando apoyo la pierna herida. No creía que fuera posible que me doliera más que ayer,
pero así es. Se me llenan los ojos de lágrimas. Cuando consigo enfocar la mirada, veo
que tengo la carne hinchada y tumefacta bajo las vendas. Me gustaría gritar, pero
tengo la boca demasiado seca.
Los soldados me sacan de la celda; fuera nos espera la comandante que vino a verme
ayer. Sonríe en cuanto me ve.
—Buenos días, Day. ¿Cómo te encuentras?
No contesto. Uno de los militares se cuadra ante ella.
—Comandante Jameson, ¿está todo preparado para dictar sentencia?
Ella asiente con un gesto.
—Síganme. Y, por favor, amordácenlo enseguida. Preferiría no oírle gritar
inconveniencias.
El soldado vuelve a cuadrarse y después me mete un trozo de tela en la boca.
Avanzamos por el pasillo y pasamos de nuevo ante la puerta del número rojo. Después
se suceden varias puertas más, algunas opacas y otras de cristal, vigiladas por parejas
de soldados. Necesito confirmar mis sospechas; tengo que hablar con alguien de todo
esto. Estoy débil por la deshidratación, y el dolor de la pierna hace que se me revuelva
el estómago.
De vez en cuando, tras las puertas transparentes se ven presos esposados a la pared.
Por sus andrajosos uniformes, juraría que son prisioneros de guerra de las Colonias. ¿Y
si está John encerrado en alguna de estas celdas? ¿Qué pensarán hacer con él?
Después de lo que me parece una eternidad, entramos en una sala enorme de techo
alto. Se oye a una multitud que corea algo en el exterior, pero no entiendo lo que dicen.
Varios soldados bloquean la puerta que conduce a la fachada del edificio; se apartan y
salimos. La luz del sol me ciega y los gritos me ensordecen. La comandante Jameson
levanta una mano y gira a la derecha mientras los soldados me arrastran hasta una
plataforma. Por fin descubro dónde me encuentro: estoy ante un edificio del centro de
Batalla, el sector militar de Los Ángeles.
Frente a mí, una muchedumbre contenida por un pelotón de soldados me contempla.
Me asombra que haya venido a verme tanta gente. Levanto la vista y observo las
pantallas gigantes de los bloques de alrededor. Todas muestran mi cara junto a
titulares que se suceden a toda velocidad.
EL FAMOSO CRIMINAL «DAY» SERÁ ENJUICIADO
FRENTE A LA INTENDENCIA DE BATALLA.
APRESADO AL FIN EL MALHECHOR MÁS PELIGROSO
DE NUESTRA SOCIEDAD.
EL DELINCUENTE JUVENIL «DAY» HA DECLARADO
QUE TRABAJABA SOLO Y NO ESTABA AFILIADO
A LOS PATRIOTAS.
Contemplo mi apariencia en las pantallas gigantes: ensangrentado, dolorido, débil. Me
cruza el pelo una franja de un rojo oscuro; debo de tener una herida en la cabeza.
Por un instante, me alegro de que mi madre no esté viva. Así no tiene que presenciar
esto.
Los soldados me empujan hacia un bloque de cemento que se alza en el centro de la
plataforma. A mi derecha, tras un atril, se encuentra un juez vestido con una túnica
escarlata de botones dorados. La comandante Jameson se coloca junto a él; a su lado
está la chica, con expresión alerta, enfundada de nuevo en su uniforme de gala.
Contempla impertérrita a la multitud, pero en cierto momento gira la cara y me lanza
una mirada fugaz.
—¡Orden! ¡Orden entre los asistentes! —la voz del juez retumba en los altavoces, pero
la gente no deja de chillar. Los soldados cargan contra la multitud; en primera línea hay
un montón de periodistas con cámaras y micrófonos que apuntan en mi dirección.
Finalmente, uno de los militares grita una orden. Le reconozco: es el capitán joven que
mató a mi madre. Sus hombres disparan varios tiros al aire y la gente se calma. El juez
aguarda unos instantes para asegurarse de que todo está en calma y se ajusta las gafas.
—Les agradezco su cooperación —comienza—. Sé que hace calor esta mañana, así que
seré breve. Como pueden ver, nuestros soldados están presentes y dispuestos a
recordarles que se debe guardar la compostura durante estos procedimientos.
Permítanme que comience con el anuncio oficial: el veintiuno de diciembre, a las ocho
horas treinta y seis minutos del huso horario oceánico, el criminal de quince años
conocido como Day fue arrestado y pasó a custodia militar.
La gente rompe a gritar. En realidad, lo esperaba; lo que no esperaba era oír abucheos
en vez de vítores. Algunas personas —bastantes— no han alzado los puños en el
saludo de la República. La policía ciudadana arresta a unos cuantos alborotadores, los
esposa y se los lleva.
Uno de los soldados que me sujetan me golpea la espalda con el cañón del fusil. Caigo
de rodillas; cuando mi pierna herida choca contra el cemento, grito, pero la mordaza
ahoga el sonido. El dolor me oscurece la visión y noto cómo el vendaje se empapa en
sangre. Estoy a punto de perder el conocimiento, pero los soldados me agarran de los
brazos y me obligan a levantarme. Cuando miro a la chica, veo que se estremece y baja
la vista.
El juez enumera sin inmutarse los crímenes de los que se me acusa.
—A la luz de la larga lista de delitos cometidos por el acusado y de todas las formas en
las que ha atentado contra nuestra gloriosa República —concluye—, la corte suprema
de California declara su veredicto; el criminal conocido como Day es culpable y será
fusilado.
La multitud estalla de nuevo en gritos y los soldados se esfuerzan por evitar que
rompan el cordón.
—La sentencia será ejecutada dentro de cuatro días —añade impertérrito el juez—, el
veintisiete de diciembre a las dieciocho horas del huso horario oceánico, en la ubicación
habitual.
Cuatro días. ¿Cómo voy a salvar a mis hermanos? Levanto la cabeza y contemplo a la
muchedumbre.
—La ejecución se transmitirá en directo para todo el país —prosigue—. Se espera que
todos los ciudadanos estén atentos a cualquier atisbo de conducta criminal que pueda
tener lugar antes o después de la fecha establecida, y que si la detectan, avisen de
inmediato a la policía ciudadana o se personen en la comisaría más próxima. La
presente sentencia es firme e inapelable.
Quieren hacer un ejemplo de mí.
El juez se endereza y se aleja de la tribuna. La multitud continúa cargando contra los
soldados entre gritos, aplausos y abucheos. Los soldados me conducen de vuelta a
rastras; antes de que me metan en la intendencia de Batalla, veo que los ojos de la
chica están fijos en mí. Su cara sigue siendo casi inexpresiva, pero de pronto noto en
ella un destello de emoción: la misma que vi en su cara antes de que conociera mi
auténtica identidad. Solo dura un instante.
Supongo que debería odiarte, pienso. Pero la forma en que me ha mirado me lo impide.
Los soldados, siguiendo órdenes de la comandante Jameson, no me conducen de
vuelta a la celda. En vez de hacerlo, me llevan a un montacargas de aspecto tosco.
Subimos un piso, después otro y otro más hasta llegar a la azotea de la intendencia, a
doce plantas de altura. El sol resulta abrasador: las sombras de los demás edificios no
llegan hasta aquí. La comandante ordena a los soldados que se coloquen en torno a
una plataforma circular que hay en mitad de la azotea. Tiene el sello de la República en
relieve, y de su perímetro partes varias cadenas gruesas que llegan hasta el centro. La
chica cierra la marcha; puedo sentir sus ojos clavados en mi nuca. Me obliga a
quedarme de pie en mitad del círculo y dos soldados me encadenan las manos y los
pies.
—Déjenlo aquí dos días —ordena la comandante.
El sol me deslumbra; el mundo entero parece estar bañado en una nube de diamantes.
Los militares me sueltan y me derrumbo con un estruendo de cadenas, pero en el
último momento reacciono y logro apoyar las palmas de las manos y la rodilla buena.
—Agente Iparis, queda usted al mando. Compruebe el estado del prisionero de manera
periódica y asegúrese de que permanece vivo hasta el día de la ejecución.
—A sus órdenes.
—Está autorizada a suministrarle un vaso de agua y una ración de alimentos al día —la
comandante sonríe mientras se ajusta los guantes—. Puede inventar formas creativas
de hacerlo, si le apetece. Estoy convencida de que puede conseguir que suplique para
obtenerlos.
—A sus órdenes.
—Bien —la comandante se gira hacia mí—. Veo que empiezas a comportarte, Day. Más
vale tarde que nunca.
Se dirige al ascensor acompañada de la chica y deja a los demás soldados montando
guardia.
La tarde transcurre sin que me molesten más. Pierdo y recupero la conciencia a ratos.
La herida de la pierna palpita al mismo ritmo que los latidos de mi corazón: a veces
rápido, otras despacio y, de vez en cuando, con tanta fuerza que casi me desmayo.
Cada vez que cambio de postura, hago una mueca de dolor involuntaria. Intento pensar
dónde puede estar Eden: en los laboratorios del hospital central, en la división médica
de la intendencia de Batalla, en un tren con destino al frente… Estoy seguro de que no
ha muerto; la República no acabará con él antes de que la peste lo haga.
¿Y John? Soy incapaz de imaginar qué habrán hecho con él. A lo mejor sigue vivo; es
posible que quieran sacarle más información sobre mí. Tal vez nos ejecuten a los dos
juntos.
O puede que ya esté muerto.
Siento un dolor nuevo, como una puñalada en medio del pecho, y recuerdo el día que
hice la Prueba, cuando mi hermano vino a buscarme y vio cómo me metían en un tren
junto a los demás niños que habían suspendido. Después, cuando conseguí escapar de
los laboratorios y comencé a observar a mi familia a distancia, le vi sentado muchas
veces a la mesa del comedor, llorando con la cara entre las manos. Jamás me lo ha confesado, pero creo que se culpa a sí mismo por lo que me pasó. Piensa que debería
haberme protegido, haberme ayudado a estudiar más. Algo, cualquier cosa.
Si consigo escapar, todavía estoy a tiempo de salvarlos. Aún puedo usar los brazos y
tengo una pierna sana. Podría hacerlo… si supiera dónde están.
El mundo se desvanece por un momento y luego recupero la visión. Dejo caer los
brazos, inertes y lastrados por las cadenas, y apoyo la cabeza contra la plataforma de
cemento. Los recuerdos del día de mi Prueba me bombardean el cerebro.
El estadio. Los demás niños. Los soldados que vigilaban todas las entradas y salidas. Las
cortinas de terciopelo que separaban a los hijos de las familias ricas.
La prueba física. El examen escrito. La entrevista, que recuerdo especialmente bien. El
tribunal estaba compuesto por seis psiquiatras y un oficial del ejército. Se llamaba Chian
y llevaba un uniforme lleno de medallas. Fue él quien me hizo la mayoría de las
preguntas.
«¿Cómo es el juramento nacional de la República? Bien, muy bien. En el informe del
colegio pone que te gusta la historia. ¿En qué año se constituyó formalmente la
República? ¿Qué es lo que más te gusta del colegio? Leer… Ajá, muy bien. Un profesor
te abrió un expediente porque te colaste en un área restringida de la biblioteca para
leer antiguos textos militares. ¿Podrías decirme por qué hiciste eso? ¿Qué piensas de
nuestro ilustre Elector Primo? Sí, sí, por supuesto que es un buen hombre y un
magnífico líder, pero no deberías hablar de él de esa forma, chico. No es un hombre
como tú y como yo. La forma correcta de dirigirse a él es llamándolo “nuestro glorioso
padre”. Sí, claro que acepto tus disculpas».
Las preguntas de Chian no se terminaban nunca. Me hizo docenas y docenas, cada una
más complicada que la anterior, hasta que no fui capaz de saber por qué había
respondido tal cosa o tal otra. No dejaba de hacer anotaciones, aunque uno de sus
asistentes estaba grabando toda la sesión con un micrófono en miniatura.
Yo estaba convencido de que había contestado correctamente. Tuve mucho cuidado y
dije todo lo que creía que les gustaría oír.
Pero después me metieron en un tren que me llevó a los laboratorios.
El recuerdo hace que me tiemble todo el cuerpo a pesar del sol abrasador que me hiere
la piel. Tengo que salvar a Eden, me repito una y otra vez. Eden cumple diez años dentro
de un mes. Cuando se recupere de la peste, tendrá que pasar la Prueba…
Noto la pierna a punto de estallar. Es como si fuera a hincharse hasta reventar el
vendaje y llenar la azotea.
Pasan las horas. Pierdo la noción del tiempo. Los soldados van rotando; entran y salen
según pasan sus turnos de guardia. El sol cambia de posición.
Entonces, cuando por fin está a punto de ocultarse, alguien sale del montacargas y se
acerca a mí.
—En pie. Es la hora.
Me despierta la culata de un fusil contra las costillas. Estaba en medio de un sueño
abigarrado: primero aparecía mi madre llevándome al colegio, después la hemorragia
en los ojos de Eden y por último los números rojos que hay pintados bajo nuestro
porche.
Cuatro manos me levantan antes de que pueda distinguir nada con claridad, y grito
cuando apoyo la pierna herida. No creía que fuera posible que me doliera más que ayer,
pero así es. Se me llenan los ojos de lágrimas. Cuando consigo enfocar la mirada, veo
que tengo la carne hinchada y tumefacta bajo las vendas. Me gustaría gritar, pero
tengo la boca demasiado seca.
Los soldados me sacan de la celda; fuera nos espera la comandante que vino a verme
ayer. Sonríe en cuanto me ve.
—Buenos días, Day. ¿Cómo te encuentras?
No contesto. Uno de los militares se cuadra ante ella.
—Comandante Jameson, ¿está todo preparado para dictar sentencia?
Ella asiente con un gesto.
—Síganme. Y, por favor, amordácenlo enseguida. Preferiría no oírle gritar
inconveniencias.
El soldado vuelve a cuadrarse y después me mete un trozo de tela en la boca.
Avanzamos por el pasillo y pasamos de nuevo ante la puerta del número rojo. Después
se suceden varias puertas más, algunas opacas y otras de cristal, vigiladas por parejas
de soldados. Necesito confirmar mis sospechas; tengo que hablar con alguien de todo
esto. Estoy débil por la deshidratación, y el dolor de la pierna hace que se me revuelva
el estómago.
De vez en cuando, tras las puertas transparentes se ven presos esposados a la pared.
Por sus andrajosos uniformes, juraría que son prisioneros de guerra de las Colonias. ¿Y
si está John encerrado en alguna de estas celdas? ¿Qué pensarán hacer con él?
Después de lo que me parece una eternidad, entramos en una sala enorme de techo
alto. Se oye a una multitud que corea algo en el exterior, pero no entiendo lo que dicen.
Varios soldados bloquean la puerta que conduce a la fachada del edificio; se apartan y
salimos. La luz del sol me ciega y los gritos me ensordecen. La comandante Jameson
levanta una mano y gira a la derecha mientras los soldados me arrastran hasta una
plataforma. Por fin descubro dónde me encuentro: estoy ante un edificio del centro de
Batalla, el sector militar de Los Ángeles.
Frente a mí, una muchedumbre contenida por un pelotón de soldados me contempla.
Me asombra que haya venido a verme tanta gente. Levanto la vista y observo las
pantallas gigantes de los bloques de alrededor. Todas muestran mi cara junto a
titulares que se suceden a toda velocidad.
EL FAMOSO CRIMINAL «DAY» SERÁ ENJUICIADO
FRENTE A LA INTENDENCIA DE BATALLA.
APRESADO AL FIN EL MALHECHOR MÁS PELIGROSO
DE NUESTRA SOCIEDAD.
EL DELINCUENTE JUVENIL «DAY» HA DECLARADO
QUE TRABAJABA SOLO Y NO ESTABA AFILIADO
A LOS PATRIOTAS.
Contemplo mi apariencia en las pantallas gigantes: ensangrentado, dolorido, débil. Me
cruza el pelo una franja de un rojo oscuro; debo de tener una herida en la cabeza.
Por un instante, me alegro de que mi madre no esté viva. Así no tiene que presenciar
esto.
Los soldados me empujan hacia un bloque de cemento que se alza en el centro de la
plataforma. A mi derecha, tras un atril, se encuentra un juez vestido con una túnica
escarlata de botones dorados. La comandante Jameson se coloca junto a él; a su lado
está la chica, con expresión alerta, enfundada de nuevo en su uniforme de gala.
Contempla impertérrita a la multitud, pero en cierto momento gira la cara y me lanza
una mirada fugaz.
—¡Orden! ¡Orden entre los asistentes! —la voz del juez retumba en los altavoces, pero
la gente no deja de chillar. Los soldados cargan contra la multitud; en primera línea hay
un montón de periodistas con cámaras y micrófonos que apuntan en mi dirección.
Finalmente, uno de los militares grita una orden. Le reconozco: es el capitán joven que
mató a mi madre. Sus hombres disparan varios tiros al aire y la gente se calma. El juez
aguarda unos instantes para asegurarse de que todo está en calma y se ajusta las gafas.
—Les agradezco su cooperación —comienza—. Sé que hace calor esta mañana, así que
seré breve. Como pueden ver, nuestros soldados están presentes y dispuestos a
recordarles que se debe guardar la compostura durante estos procedimientos.
Permítanme que comience con el anuncio oficial: el veintiuno de diciembre, a las ocho
horas treinta y seis minutos del huso horario oceánico, el criminal de quince años
conocido como Day fue arrestado y pasó a custodia militar.
La gente rompe a gritar. En realidad, lo esperaba; lo que no esperaba era oír abucheos
en vez de vítores. Algunas personas —bastantes— no han alzado los puños en el
saludo de la República. La policía ciudadana arresta a unos cuantos alborotadores, los
esposa y se los lleva.
Uno de los soldados que me sujetan me golpea la espalda con el cañón del fusil. Caigo
de rodillas; cuando mi pierna herida choca contra el cemento, grito, pero la mordaza
ahoga el sonido. El dolor me oscurece la visión y noto cómo el vendaje se empapa en
sangre. Estoy a punto de perder el conocimiento, pero los soldados me agarran de los
brazos y me obligan a levantarme. Cuando miro a la chica, veo que se estremece y baja
la vista.
El juez enumera sin inmutarse los crímenes de los que se me acusa.
—A la luz de la larga lista de delitos cometidos por el acusado y de todas las formas en
las que ha atentado contra nuestra gloriosa República —concluye—, la corte suprema
de California declara su veredicto; el criminal conocido como Day es culpable y será
fusilado.
La multitud estalla de nuevo en gritos y los soldados se esfuerzan por evitar que
rompan el cordón.
—La sentencia será ejecutada dentro de cuatro días —añade impertérrito el juez—, el
veintisiete de diciembre a las dieciocho horas del huso horario oceánico, en la ubicación
habitual.
Cuatro días. ¿Cómo voy a salvar a mis hermanos? Levanto la cabeza y contemplo a la
muchedumbre.
—La ejecución se transmitirá en directo para todo el país —prosigue—. Se espera que
todos los ciudadanos estén atentos a cualquier atisbo de conducta criminal que pueda
tener lugar antes o después de la fecha establecida, y que si la detectan, avisen de
inmediato a la policía ciudadana o se personen en la comisaría más próxima. La
presente sentencia es firme e inapelable.
Quieren hacer un ejemplo de mí.
El juez se endereza y se aleja de la tribuna. La multitud continúa cargando contra los
soldados entre gritos, aplausos y abucheos. Los soldados me conducen de vuelta a
rastras; antes de que me metan en la intendencia de Batalla, veo que los ojos de la
chica están fijos en mí. Su cara sigue siendo casi inexpresiva, pero de pronto noto en
ella un destello de emoción: la misma que vi en su cara antes de que conociera mi
auténtica identidad. Solo dura un instante.
Supongo que debería odiarte, pienso. Pero la forma en que me ha mirado me lo impide.
Los soldados, siguiendo órdenes de la comandante Jameson, no me conducen de
vuelta a la celda. En vez de hacerlo, me llevan a un montacargas de aspecto tosco.
Subimos un piso, después otro y otro más hasta llegar a la azotea de la intendencia, a
doce plantas de altura. El sol resulta abrasador: las sombras de los demás edificios no
llegan hasta aquí. La comandante ordena a los soldados que se coloquen en torno a
una plataforma circular que hay en mitad de la azotea. Tiene el sello de la República en
relieve, y de su perímetro partes varias cadenas gruesas que llegan hasta el centro. La
chica cierra la marcha; puedo sentir sus ojos clavados en mi nuca. Me obliga a
quedarme de pie en mitad del círculo y dos soldados me encadenan las manos y los
pies.
—Déjenlo aquí dos días —ordena la comandante.
El sol me deslumbra; el mundo entero parece estar bañado en una nube de diamantes.
Los militares me sueltan y me derrumbo con un estruendo de cadenas, pero en el
último momento reacciono y logro apoyar las palmas de las manos y la rodilla buena.
—Agente Iparis, queda usted al mando. Compruebe el estado del prisionero de manera
periódica y asegúrese de que permanece vivo hasta el día de la ejecución.
—A sus órdenes.
—Está autorizada a suministrarle un vaso de agua y una ración de alimentos al día —la
comandante sonríe mientras se ajusta los guantes—. Puede inventar formas creativas
de hacerlo, si le apetece. Estoy convencida de que puede conseguir que suplique para
obtenerlos.
—A sus órdenes.
—Bien —la comandante se gira hacia mí—. Veo que empiezas a comportarte, Day. Más
vale tarde que nunca.
Se dirige al ascensor acompañada de la chica y deja a los demás soldados montando
guardia.
La tarde transcurre sin que me molesten más. Pierdo y recupero la conciencia a ratos.
La herida de la pierna palpita al mismo ritmo que los latidos de mi corazón: a veces
rápido, otras despacio y, de vez en cuando, con tanta fuerza que casi me desmayo.
Cada vez que cambio de postura, hago una mueca de dolor involuntaria. Intento pensar
dónde puede estar Eden: en los laboratorios del hospital central, en la división médica
de la intendencia de Batalla, en un tren con destino al frente… Estoy seguro de que no
ha muerto; la República no acabará con él antes de que la peste lo haga.
¿Y John? Soy incapaz de imaginar qué habrán hecho con él. A lo mejor sigue vivo; es
posible que quieran sacarle más información sobre mí. Tal vez nos ejecuten a los dos
juntos.
O puede que ya esté muerto.
Siento un dolor nuevo, como una puñalada en medio del pecho, y recuerdo el día que
hice la Prueba, cuando mi hermano vino a buscarme y vio cómo me metían en un tren
junto a los demás niños que habían suspendido. Después, cuando conseguí escapar de
los laboratorios y comencé a observar a mi familia a distancia, le vi sentado muchas
veces a la mesa del comedor, llorando con la cara entre las manos. Jamás me lo ha confesado, pero creo que se culpa a sí mismo por lo que me pasó. Piensa que debería
haberme protegido, haberme ayudado a estudiar más. Algo, cualquier cosa.
Si consigo escapar, todavía estoy a tiempo de salvarlos. Aún puedo usar los brazos y
tengo una pierna sana. Podría hacerlo… si supiera dónde están.
El mundo se desvanece por un momento y luego recupero la visión. Dejo caer los
brazos, inertes y lastrados por las cadenas, y apoyo la cabeza contra la plataforma de
cemento. Los recuerdos del día de mi Prueba me bombardean el cerebro.
El estadio. Los demás niños. Los soldados que vigilaban todas las entradas y salidas. Las
cortinas de terciopelo que separaban a los hijos de las familias ricas.
La prueba física. El examen escrito. La entrevista, que recuerdo especialmente bien. El
tribunal estaba compuesto por seis psiquiatras y un oficial del ejército. Se llamaba Chian
y llevaba un uniforme lleno de medallas. Fue él quien me hizo la mayoría de las
preguntas.
«¿Cómo es el juramento nacional de la República? Bien, muy bien. En el informe del
colegio pone que te gusta la historia. ¿En qué año se constituyó formalmente la
República? ¿Qué es lo que más te gusta del colegio? Leer… Ajá, muy bien. Un profesor
te abrió un expediente porque te colaste en un área restringida de la biblioteca para
leer antiguos textos militares. ¿Podrías decirme por qué hiciste eso? ¿Qué piensas de
nuestro ilustre Elector Primo? Sí, sí, por supuesto que es un buen hombre y un
magnífico líder, pero no deberías hablar de él de esa forma, chico. No es un hombre
como tú y como yo. La forma correcta de dirigirse a él es llamándolo “nuestro glorioso
padre”. Sí, claro que acepto tus disculpas».
Las preguntas de Chian no se terminaban nunca. Me hizo docenas y docenas, cada una
más complicada que la anterior, hasta que no fui capaz de saber por qué había
respondido tal cosa o tal otra. No dejaba de hacer anotaciones, aunque uno de sus
asistentes estaba grabando toda la sesión con un micrófono en miniatura.
Yo estaba convencido de que había contestado correctamente. Tuve mucho cuidado y
dije todo lo que creía que les gustaría oír.
Pero después me metieron en un tren que me llevó a los laboratorios.
El recuerdo hace que me tiemble todo el cuerpo a pesar del sol abrasador que me hiere
la piel. Tengo que salvar a Eden, me repito una y otra vez. Eden cumple diez años dentro
de un mes. Cuando se recupere de la peste, tendrá que pasar la Prueba…
Noto la pierna a punto de estallar. Es como si fuera a hincharse hasta reventar el
vendaje y llenar la azotea.
Pasan las horas. Pierdo la noción del tiempo. Los soldados van rotando; entran y salen
según pasan sus turnos de guardia. El sol cambia de posición.
Entonces, cuando por fin está a punto de ocultarse, alguien sale del montacargas y se
acerca a mí.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Pobre Day ya a sufrido lo suficiente, tengo la esperanza de que June lo ayude a escapar, se lo debe, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Me cuesta reconocer a Day, aunque solo han pasado siete horas desde la sentencia.
Está tirado en el centro del emblema de la República. Tiene la piel quemada y el pelo
completamente empapado en sudor, con un mechón cubierto de sangre seca casi
negra, como si se lo hubiera teñido. Gira la cabeza cuando me acerco. No estoy segura
de que me haya visto, porque todavía no se ha puesto el sol y seguramente le esté
cegando.
Otro niño prodigio. Y no de los normales; aunque he conocido a más superdotados,
jamás he sabido de uno al que la República haya hecho desaparecer. Especialmente
habiendo sacado una puntuación perfecta.
Uno de los soldados que vigilan el círculo me ve y se cuadra. Está sudando, y la gorra de
plato no le protege demasiado del sol.
—Agente Iparis —saluda (su acento es del sector Ruby, y la hilera de botones de su
uniforme tiene un aspecto bruñido, reluciente; está claro que presta atención a los
detalles).
Echo un vistazo a los demás soldados.
—Pueden retirarse —indico—. Dígales a sus hombres que traigan un poco de agua y
algo que dé sombra. Ordene a la tropa de reemplazo que venga temprano.
—A sus órdenes —el soldado se cuadra y luego les grita a los demás que se retiren.
En cuanto se marchan de la azotea y me quedo a solas con Day, me quito la capa y me
arrodillo a su lado para examinarle la cara. Me mira de reojo sin pronunciar una palabra.
Tiene los labios tan agrietados que la sangre chorrea hasta su barbilla, y parece
demasiado débil para hablar. Bajo la vista hacia su pierna herida, que está mucho peor
que esta mañana. No me sorprende que se le haya hinchado: tiene que estar infectada.
La sangre empapa la venda.
Rozo la herida de mi costado en un gesto involuntario. Ya no me duele demasiado.
Tengo que conseguir que le miren esa pierna. Suspiro y desprendo la cantimplora de mi
cinturón.
—Toma, bebe un poco de agua. Me han ordenado evitar que mueras antes de tiempo.
Se la acerco a los labios; al principio da un respingo, pero después abre la boca y me
permite que vierta un chorro fino. Espero mientras bebe (tarda una eternidad) y luego
doy yo un trago largo.
—Gracias —susurra dejando escapar una risa seca—. Supongo que ya puedes irte.
Le observo con atención unos instantes. Tiene la piel abrasada y el rostro empapado en
sudor, pero sus ojos siguen siendo tan brillantes como siempre aunque tenga la mirada
algo desenfocada.
Entonces recuerdo la primera vez que lo vi: polvo y humo por todas partes... y de
pronto, un chico con los ojos más azules que había visto en mi vida me agarró de la
mano y me ayudó a levantarme.
—¿Dónde están mis hermanos? —musita— ¿Están vivos?
—Sí —asiento con la cabeza.
—¿Tess está a salvo? ¿No la han arrestado?
—No, que yo sepa.
—¿Qué están haciendo con Eden?
Recuerdo lo que dijo Thomas acerca de los generales que habían ido a verle.
—No lo sé.
Day vuelve la cabeza, cierra los ojos y respira hondo.
—No... no los maten —murmura—. No han hecho nada... y Eden no es... no es ningún
conejillo de Indias, ¿sabes? —se queda callado un momento—. No me llegaste a decir
tu nombre. Supongo que ya no importa, ¿verdad? Tú sí sabes el mío.
Le miro a los ojos.
—Me llamo June Iparis.
—June —musita, y siento una extraña oleada de calor cuando mi nombre suena en sus
labios. Levanta la vista—. June, siento lo de tu hermano. No sabía nada, no sabía que le
hubiera pasado nada.
Estoy entrenada para no creer ni una palabra de lo que diga un prisionero; sé que
mienten, que pueden decir cualquier cosa para encontrar tus puntos vulnerables. Pero
de alguna manera, sé que esto es distinto. Suena tan... sincero, tan serio. ¿Y si me está
diciendo la verdad? ¿Y si a Metias le pasó algo más esa noche? Inspiro profundamente y
me obligo a bajar la vista. La lógica tiene que estar por encima de todo, me repito a mí
misma. La lógica te salvará cuando ninguna otra cosa pueda hacerlo.
De pronto recuerdo algo.
—Day. Abre los ojos y mírame.
Obedece y me acerco a estudiar su iris. Sí, ahí está. Ese extraño borrón, esa peca en
medio del azul del océano.
—¿Cómo te hiciste eso? —la señalo—. Esa mancha, esa imperfección.
La pregunta le parece graciosa, porque rompe en carcajadas solo rotas por un ataque
de tos.
—Esa imperfección fue un regalo de la República.
—¿De qué estás hablando?
Day titubea; juraría que le cuesta ordenar sus pensamientos.
—La otra noche no fue la primera ocasión que visité los laboratorios del hospital
central, ¿sabes? Estuve allí la noche de mi Prueba —intenta alzar la mano y señalarse el
ojo, pero las cadenas se lo impiden—. Me inyectaron algo.
Frunzo el ceño.
—¿La noche que cumpliste diez años? ¿Y qué hacías en el laboratorio? Tenías que estar
de camino a los campos de trabajo.
Day esboza una sonrisa suave, como si estuviera a punto de quedarse dormido.
—Pensaba que eras más lista.
Vaya; el calor del sol no ha evaporado su actitud desafiante.
—¿Y la lesión que tienes en la rodilla?
—También me la hizo tu querida República. La misma noche que lo del ojo.
—¿Y para qué te iba a herir la República, Day? ¿Por qué motivo querrían hacer daño a
alguien que sacó mil quinientos puntos en la Prueba?
Eso despierta su atención.
—¿De qué hablas? Yo suspendí la Prueba.
Así que tampoco lo sabe. Ni siquiera lo sospecha. Bajo la voz hasta convertirla en un
susurro.
—No suspendiste. Sacaste una puntuación perfecta.
—Esto es un truco para hacerme confesar, ¿no? —mueve ligeramente la pierna y su
rostro se crispa de dolor—. Puntuación perfecta... ¡Ja! No sé de nadie que haya sacado
mil quinientos puntos.
Me cruzo de brazos. —Yo.
—¿Tú? —enarca una ceja— ¿Tú eres ese prodigio que sacó la nota máxima?
—Sí. Y al parecer, tú también.
Day resopla y aparta la vista.
—Eso es una estupidez.
—Piensa lo que quieras —digo encogiéndome de hombros.
—No tiene sentido. Si fuera así, ¿no debería ocupar el mismo lugar que tienes tú? ¿No
es ese el sentido de su querida Prueba? —Day traga saliva, dubitativo, antes de
continuar—. Me inyectaron algo en un ojo. Escocía como la picadura de una avispa.
También me rajaron la rodilla con un bisturí. Me obligaron a tomar una especie de
medicamento, y lo siguiente que supe es que estaba tirado en el sótano del hospital,
entre un montón de cadáveres. Pero no estaba muerto —vuelve a reírse débilmente—.
Feliz cumpleaños.
Experimentaron con él, supongo que con propósitos militares. De pronto lo veo con
claridad meridiana y la idea me enferma. Dañaron deliberadamente su rodilla, su
corazón y su ojo. La rodilla: querrían estudiar sus extraordinarias capacidades físicas, su
velocidad y su agilidad. El ojo: no creo que fuera una inyección, sino una extracción de
tejido para analizar por qué su visión es tan aguda. El corazón: le medicaron para
comprobar hasta qué punto descendía su frecuencia cardiaca, y debieron de sentirse
muy decepcionados cuando se le detuvo temporalmente el corazón. Por eso pensaron
que había muerto.
El motivo está claro: querían desarrollar algo a partir de las muestras de tejido. No sé
qué. Píldoras, lentes de contacto... Cualquier cosa para crear soldados mejores, más
veloces, de vista más aguda, de mente más ágil, de mayor resistencia.
Todas esas ideas me invaden la cabeza durante un segundo antes de que pueda
detenerlas. Pero es imposible: no concuerda con los valores de la República. ¿Por qué
desperdiciar de esa forma a un superdotado?
A menos que vieran en él algo peligroso. Una chispa de desafío; ese mismo espíritu
rebelde que mantiene ahora. Algo por lo que concluyeran que educarlo comportaba un
riesgo superior a las posibles contribuciones que Day pudiera hacer a la sociedad. El
año pasado, treinta y ocho niños sacaron más de mil cuatrocientos puntos.
Puede que la República quisiera hacer desaparecer a este en concreto. ¿Por qué les
pone tan nerviosos aún ahora?
—¿Puedo hacer yo alguna pregunta? —dice Day—. Me toca, ¿no?
—Sí —me giro hacia el ascensor: acaban de llegar los soldados de refresco. Levanto la
mano y les ordeno que se queden donde están—. Pregunta.
—Necesito saber por qué se llevaron a Eden. La peste... Sé que los ricos lo tienen muy
fácil: hay nuevas vacunas cada año y todos los medicamentos que quieran. Pero me
parece extraño... ¿Nunca te has preguntado por qué no desaparece del todo la
epidemia? ¿Por qué rebrota con tanta frecuencia?
Clavo los ojos en los suyos.
—¿Qué insinúas?
—Lo que quiero decir es que... —consigue enfocar la mirada— Mira: ayer, cuando me
sacaron de la celda, vi cifras de color rojo estampadas en la puerta de algunos de los
laboratorios de la intendencia. Ya había visto esos números antes, en Lake. ¿Por qué se
ven en los sectores más pobres? ¿Qué hacen ahí? ¿Qué están inyectando en esos
sectores?
Entorno los ojos.
—¿Crees que la República se dedica a infectar a la gente a propósito? Day, estás
entrando en terreno peligroso.
Pero eso no lo detiene; su tono de voz es cada vez más urgente.
—Por eso quieren a Eden —musita—. Para ver cómo evoluciona la nueva mutación del
virus. ¿Para qué, si no?
—Lo que quieren es evitar que se extienda una nueva epidemia.
Day suelta otra carcajada rota por la tos.
—No. Lo están usando. Lo están usando... —su voz se hace débil—. Lo están usando...
—se le empiezan a caer los párpados: el esfuerzo de hablar lo ha dejado exhausto.
—Deliras —replico.
De pronto me doy cuenta de algo extraño: mientras el simple contacto con Thomas me
produce repulsión, la cercanía de Day no me provoca nada parecido. Debería
asquearme, pero no lo hace.
—Propagar calumnias como esa supone una traición contra la República —le
advierto—. Además, ¿por qué iba a autorizar el Congreso una cosa así?
Day fija sus ojos de nuevo en los míos; cuando creo que no tiene fuerzas suficientes
para contestar, su voz suena con más firmeza que antes.
—Piénsalo. ¿Cómo hacen las vacunas que les suministran todos los años? Siempre
funcionan. ¿No te parece raro que haya vacunas que respondan a cada nuevo brote de
peste en cuanto aparece? ¿Cómo son capaces de predecir qué vacuna van a necesitar?
Me pongo en cuclillas. Jamás me he cuestionado la campaña anual de vacunación a la
que estamos obligados a someternos; nunca he tenido motivos para hacerlo. ¿Y por
qué iba a desconfiar? Papá trabajaba tras aquellas puertas, buscando nuevos sistemas
para combatir la peste. No: me niego a seguir escuchando esto. Recojo la capa del suelo
y la sujeto bajo el brazo.
—Una cosa más —musita Day mientras me levanto. Bajo la vista: sus ojos azules me
queman—. ¿De verdad crees que llevan a los niños que suspenden a campos de
trabajo? June, los únicos campos de trabajo son los depósitos de cadáveres del sótano
del hospital.
No puedo quedarme aquí ni un segundo más. Me alejo de la plataforma, de Day. El
corazón me golpea en el pecho. Los soldados, formados en una hilera junto al
montacargas, se ponen todavía más firmes cuando llego a su altura. Me las ingenio
para que mi expresión parezca irritada.
—Quítenle las cadenas —le ordeno a uno—. Bájenlo a la enfermería para que le curen
la pierna. Denle un poco de comida y de agua. Si no, no sobrevivirá a esta noche.
El soldado se cuadra, pero no me molesto en mirarlo antes de cerrar la puerta.
Me cuesta reconocer a Day, aunque solo han pasado siete horas desde la sentencia.
Está tirado en el centro del emblema de la República. Tiene la piel quemada y el pelo
completamente empapado en sudor, con un mechón cubierto de sangre seca casi
negra, como si se lo hubiera teñido. Gira la cabeza cuando me acerco. No estoy segura
de que me haya visto, porque todavía no se ha puesto el sol y seguramente le esté
cegando.
Otro niño prodigio. Y no de los normales; aunque he conocido a más superdotados,
jamás he sabido de uno al que la República haya hecho desaparecer. Especialmente
habiendo sacado una puntuación perfecta.
Uno de los soldados que vigilan el círculo me ve y se cuadra. Está sudando, y la gorra de
plato no le protege demasiado del sol.
—Agente Iparis —saluda (su acento es del sector Ruby, y la hilera de botones de su
uniforme tiene un aspecto bruñido, reluciente; está claro que presta atención a los
detalles).
Echo un vistazo a los demás soldados.
—Pueden retirarse —indico—. Dígales a sus hombres que traigan un poco de agua y
algo que dé sombra. Ordene a la tropa de reemplazo que venga temprano.
—A sus órdenes —el soldado se cuadra y luego les grita a los demás que se retiren.
En cuanto se marchan de la azotea y me quedo a solas con Day, me quito la capa y me
arrodillo a su lado para examinarle la cara. Me mira de reojo sin pronunciar una palabra.
Tiene los labios tan agrietados que la sangre chorrea hasta su barbilla, y parece
demasiado débil para hablar. Bajo la vista hacia su pierna herida, que está mucho peor
que esta mañana. No me sorprende que se le haya hinchado: tiene que estar infectada.
La sangre empapa la venda.
Rozo la herida de mi costado en un gesto involuntario. Ya no me duele demasiado.
Tengo que conseguir que le miren esa pierna. Suspiro y desprendo la cantimplora de mi
cinturón.
—Toma, bebe un poco de agua. Me han ordenado evitar que mueras antes de tiempo.
Se la acerco a los labios; al principio da un respingo, pero después abre la boca y me
permite que vierta un chorro fino. Espero mientras bebe (tarda una eternidad) y luego
doy yo un trago largo.
—Gracias —susurra dejando escapar una risa seca—. Supongo que ya puedes irte.
Le observo con atención unos instantes. Tiene la piel abrasada y el rostro empapado en
sudor, pero sus ojos siguen siendo tan brillantes como siempre aunque tenga la mirada
algo desenfocada.
Entonces recuerdo la primera vez que lo vi: polvo y humo por todas partes... y de
pronto, un chico con los ojos más azules que había visto en mi vida me agarró de la
mano y me ayudó a levantarme.
—¿Dónde están mis hermanos? —musita— ¿Están vivos?
—Sí —asiento con la cabeza.
—¿Tess está a salvo? ¿No la han arrestado?
—No, que yo sepa.
—¿Qué están haciendo con Eden?
Recuerdo lo que dijo Thomas acerca de los generales que habían ido a verle.
—No lo sé.
Day vuelve la cabeza, cierra los ojos y respira hondo.
—No... no los maten —murmura—. No han hecho nada... y Eden no es... no es ningún
conejillo de Indias, ¿sabes? —se queda callado un momento—. No me llegaste a decir
tu nombre. Supongo que ya no importa, ¿verdad? Tú sí sabes el mío.
Le miro a los ojos.
—Me llamo June Iparis.
—June —musita, y siento una extraña oleada de calor cuando mi nombre suena en sus
labios. Levanta la vista—. June, siento lo de tu hermano. No sabía nada, no sabía que le
hubiera pasado nada.
Estoy entrenada para no creer ni una palabra de lo que diga un prisionero; sé que
mienten, que pueden decir cualquier cosa para encontrar tus puntos vulnerables. Pero
de alguna manera, sé que esto es distinto. Suena tan... sincero, tan serio. ¿Y si me está
diciendo la verdad? ¿Y si a Metias le pasó algo más esa noche? Inspiro profundamente y
me obligo a bajar la vista. La lógica tiene que estar por encima de todo, me repito a mí
misma. La lógica te salvará cuando ninguna otra cosa pueda hacerlo.
De pronto recuerdo algo.
—Day. Abre los ojos y mírame.
Obedece y me acerco a estudiar su iris. Sí, ahí está. Ese extraño borrón, esa peca en
medio del azul del océano.
—¿Cómo te hiciste eso? —la señalo—. Esa mancha, esa imperfección.
La pregunta le parece graciosa, porque rompe en carcajadas solo rotas por un ataque
de tos.
—Esa imperfección fue un regalo de la República.
—¿De qué estás hablando?
Day titubea; juraría que le cuesta ordenar sus pensamientos.
—La otra noche no fue la primera ocasión que visité los laboratorios del hospital
central, ¿sabes? Estuve allí la noche de mi Prueba —intenta alzar la mano y señalarse el
ojo, pero las cadenas se lo impiden—. Me inyectaron algo.
Frunzo el ceño.
—¿La noche que cumpliste diez años? ¿Y qué hacías en el laboratorio? Tenías que estar
de camino a los campos de trabajo.
Day esboza una sonrisa suave, como si estuviera a punto de quedarse dormido.
—Pensaba que eras más lista.
Vaya; el calor del sol no ha evaporado su actitud desafiante.
—¿Y la lesión que tienes en la rodilla?
—También me la hizo tu querida República. La misma noche que lo del ojo.
—¿Y para qué te iba a herir la República, Day? ¿Por qué motivo querrían hacer daño a
alguien que sacó mil quinientos puntos en la Prueba?
Eso despierta su atención.
—¿De qué hablas? Yo suspendí la Prueba.
Así que tampoco lo sabe. Ni siquiera lo sospecha. Bajo la voz hasta convertirla en un
susurro.
—No suspendiste. Sacaste una puntuación perfecta.
—Esto es un truco para hacerme confesar, ¿no? —mueve ligeramente la pierna y su
rostro se crispa de dolor—. Puntuación perfecta... ¡Ja! No sé de nadie que haya sacado
mil quinientos puntos.
Me cruzo de brazos. —Yo.
—¿Tú? —enarca una ceja— ¿Tú eres ese prodigio que sacó la nota máxima?
—Sí. Y al parecer, tú también.
Day resopla y aparta la vista.
—Eso es una estupidez.
—Piensa lo que quieras —digo encogiéndome de hombros.
—No tiene sentido. Si fuera así, ¿no debería ocupar el mismo lugar que tienes tú? ¿No
es ese el sentido de su querida Prueba? —Day traga saliva, dubitativo, antes de
continuar—. Me inyectaron algo en un ojo. Escocía como la picadura de una avispa.
También me rajaron la rodilla con un bisturí. Me obligaron a tomar una especie de
medicamento, y lo siguiente que supe es que estaba tirado en el sótano del hospital,
entre un montón de cadáveres. Pero no estaba muerto —vuelve a reírse débilmente—.
Feliz cumpleaños.
Experimentaron con él, supongo que con propósitos militares. De pronto lo veo con
claridad meridiana y la idea me enferma. Dañaron deliberadamente su rodilla, su
corazón y su ojo. La rodilla: querrían estudiar sus extraordinarias capacidades físicas, su
velocidad y su agilidad. El ojo: no creo que fuera una inyección, sino una extracción de
tejido para analizar por qué su visión es tan aguda. El corazón: le medicaron para
comprobar hasta qué punto descendía su frecuencia cardiaca, y debieron de sentirse
muy decepcionados cuando se le detuvo temporalmente el corazón. Por eso pensaron
que había muerto.
El motivo está claro: querían desarrollar algo a partir de las muestras de tejido. No sé
qué. Píldoras, lentes de contacto... Cualquier cosa para crear soldados mejores, más
veloces, de vista más aguda, de mente más ágil, de mayor resistencia.
Todas esas ideas me invaden la cabeza durante un segundo antes de que pueda
detenerlas. Pero es imposible: no concuerda con los valores de la República. ¿Por qué
desperdiciar de esa forma a un superdotado?
A menos que vieran en él algo peligroso. Una chispa de desafío; ese mismo espíritu
rebelde que mantiene ahora. Algo por lo que concluyeran que educarlo comportaba un
riesgo superior a las posibles contribuciones que Day pudiera hacer a la sociedad. El
año pasado, treinta y ocho niños sacaron más de mil cuatrocientos puntos.
Puede que la República quisiera hacer desaparecer a este en concreto. ¿Por qué les
pone tan nerviosos aún ahora?
—¿Puedo hacer yo alguna pregunta? —dice Day—. Me toca, ¿no?
—Sí —me giro hacia el ascensor: acaban de llegar los soldados de refresco. Levanto la
mano y les ordeno que se queden donde están—. Pregunta.
—Necesito saber por qué se llevaron a Eden. La peste... Sé que los ricos lo tienen muy
fácil: hay nuevas vacunas cada año y todos los medicamentos que quieran. Pero me
parece extraño... ¿Nunca te has preguntado por qué no desaparece del todo la
epidemia? ¿Por qué rebrota con tanta frecuencia?
Clavo los ojos en los suyos.
—¿Qué insinúas?
—Lo que quiero decir es que... —consigue enfocar la mirada— Mira: ayer, cuando me
sacaron de la celda, vi cifras de color rojo estampadas en la puerta de algunos de los
laboratorios de la intendencia. Ya había visto esos números antes, en Lake. ¿Por qué se
ven en los sectores más pobres? ¿Qué hacen ahí? ¿Qué están inyectando en esos
sectores?
Entorno los ojos.
—¿Crees que la República se dedica a infectar a la gente a propósito? Day, estás
entrando en terreno peligroso.
Pero eso no lo detiene; su tono de voz es cada vez más urgente.
—Por eso quieren a Eden —musita—. Para ver cómo evoluciona la nueva mutación del
virus. ¿Para qué, si no?
—Lo que quieren es evitar que se extienda una nueva epidemia.
Day suelta otra carcajada rota por la tos.
—No. Lo están usando. Lo están usando... —su voz se hace débil—. Lo están usando...
—se le empiezan a caer los párpados: el esfuerzo de hablar lo ha dejado exhausto.
—Deliras —replico.
De pronto me doy cuenta de algo extraño: mientras el simple contacto con Thomas me
produce repulsión, la cercanía de Day no me provoca nada parecido. Debería
asquearme, pero no lo hace.
—Propagar calumnias como esa supone una traición contra la República —le
advierto—. Además, ¿por qué iba a autorizar el Congreso una cosa así?
Day fija sus ojos de nuevo en los míos; cuando creo que no tiene fuerzas suficientes
para contestar, su voz suena con más firmeza que antes.
—Piénsalo. ¿Cómo hacen las vacunas que les suministran todos los años? Siempre
funcionan. ¿No te parece raro que haya vacunas que respondan a cada nuevo brote de
peste en cuanto aparece? ¿Cómo son capaces de predecir qué vacuna van a necesitar?
Me pongo en cuclillas. Jamás me he cuestionado la campaña anual de vacunación a la
que estamos obligados a someternos; nunca he tenido motivos para hacerlo. ¿Y por
qué iba a desconfiar? Papá trabajaba tras aquellas puertas, buscando nuevos sistemas
para combatir la peste. No: me niego a seguir escuchando esto. Recojo la capa del suelo
y la sujeto bajo el brazo.
—Una cosa más —musita Day mientras me levanto. Bajo la vista: sus ojos azules me
queman—. ¿De verdad crees que llevan a los niños que suspenden a campos de
trabajo? June, los únicos campos de trabajo son los depósitos de cadáveres del sótano
del hospital.
No puedo quedarme aquí ni un segundo más. Me alejo de la plataforma, de Day. El
corazón me golpea en el pecho. Los soldados, formados en una hilera junto al
montacargas, se ponen todavía más firmes cuando llego a su altura. Me las ingenio
para que mi expresión parezca irritada.
—Quítenle las cadenas —le ordeno a uno—. Bájenlo a la enfermería para que le curen
la pierna. Denle un poco de comida y de agua. Si no, no sobrevivirá a esta noche.
El soldado se cuadra, pero no me molesto en mirarlo antes de cerrar la puerta.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Una nueva pesadilla. En esta aparece Tess.
Corro por las calles de Lake. Tess va por delante y no sabe dónde estoy. Aunque gira a
derecha e izquierda buscándome con desesperación, no encuentra más que extraños,
policías y soldados. La llamo, pero no consigo mover las piernas. Es como si avanzara
entre barro espeso.
¡Tess!, grito. ¡Estoy aquí! ¡Justo detrás de ti!
No me oye. Observo con impotencia cómo tropieza con un soldado; cuando intenta
alejarse, él la agarra y la tira al suelo. Grito algo, no sé qué. El soldado desenfunda la
pistola y la apunta. De pronto, ya no es Tess: es mi madre y yace en un charco de
sangre. Querría correr hacia ella, pero me quedo escondido tras una chimenea,
agachado como un cobarde. Está muerta y es culpa mía. Entonces vuelvo a
encontrarme en los laboratorios del hospital, rodeado de médicos y enfermeros que
me escrutan. Parpadeo por la luz cegadora. La pierna me estalla de dolor. Me están
rajando la pierna; apartan la carne y dejan los huesos al descubierto, raspando con sus
escalpelos. Enarco la espalda y chillo. Una de las enfermeras intenta sujetarme. Tiro una
bandeja con el brazo.
—¡No te muevas! ¡Maldita sea, chico! ¡No voy a hacerte daño!
Tardo casi un minuto en despabilarme. La imagen borrosa del hospital se desvanece,
pero cuando logro enfocar la vista, descubro un fluorescente muy parecido a los de mi
sueño. Un médico se inclina sobre mí. Lleva gafas y una mascarilla. Suelto un grito e
intento apartarme, pero estoy atado a la camilla con correas.
El médico suspira y se baja la mascarilla.
—A lo que he llegado... Me toca atender a un criminal como tú cuando podría estar
ayudando a los soldados del frente.
Miro a mi alrededor, confundido. Varios guardias se alinean frente a las paredes de la
sala. A un lado, un enfermero limpia la sangre del instrumental médico.
—¿Dónde estoy?
El médico me dirige una mirada de impaciencia.
—Estás en el hospital de la intendencia de Batalla. La agente Iparis me ordenó que te
curara la pierna; al parecer, no podemos permitir que mueras antes de tu ejecución.
Levanto la cabeza todo lo que puedo y miro hacia abajo. Me han puesto una venda
limpia en la herida. Cuando intento mover la pierna, me sorprende lo poco que duele.
—¿Qué me has hecho? —le pregunto al médico.
Él se limita a encogerse de hombros. Luego se quita los guantes y empieza a lavarse las
manos en una de las pilas.
—Un arreglo de emergencia. Podrás aguantar hasta el día de la ejecución —hace una
pausa—. Aunque no sé si eso es una buena noticia para ti...
Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Intento disfrutar todo lo que puedo de este
bienestar relativo, pero no logro quitarme de la cabeza las imágenes de la pesadilla; es
demasiado reciente. ¿Dónde estará Tess? ¿Podrá arreglárselas sola? Es tan miope...
¿Quién la ayudará de noche, cuando no distinga más que sombras?
En cuanto a mi madre... No me siento con fuerzas para pensar en ella.
Alguien llama con fuerza a la puerta.
—¡Abra! —grita una voz de hombre—. La comandante Jameson quiere ver al
prisionero.
«El prisionero». La expresión me hace sonreír: no quieren llamarme por mi nombre.
A los guardias de la puerta casi no les da tiempo a abrirla y echarse a un lado antes de
que la comandante Jameson entre como un ciclón. Parece molesta. Hace chascar los
dedos.
—Saquen al chico de la camilla y encadénenlo —ordena secamente antes de clavarme
el índice en el pecho—. Tú... tú no eres más que un mocoso. Nunca has ido a la
universidad, ¡ni siquiera pasaste la Prueba! ¿Cómo fuiste capaz de burlar a los soldados?
¿Cómo has podido causarnos tantos problemas? —hace una mueca que descubre sus
dientes—. Sabía que ibas a costamos más de lo que vales; tienes una habilidad especial
para hacer perder el tiempo a mis soldados, por no mencionar a los de los demás
comandantes.
Aprieto la mandíbula para no ponerme a gritar yo también. Los soldados se acercan a
mí a toda prisa y desatan las correas que me sujetan a la camilla. El médico inclina la
cabeza.
—Disculpe, comandante —interviene—. ¿Ha sucedido algo? ¿Qué está pasando?
La comandante Jameson le fulmina con la mirada, furiosa, y él recula.
—Hay una manifestación frente a la intendencia —responde—. La multitud ha
empezado a atacar a la policía ciudadana.
Los soldados me bajan de la camilla, y doy un respingo en cuanto apoyo el peso en la
pierna herida.
—¿Manifestantes?
—Sí. Alborotadores. —La comandante me agarra la cara—. Me han ordenado que mis
hombres respalden a la policía ciudadana, lo cual trastorna mi plan de trabajo. Ya he
tenido que mandar aquí a uno de mis mejores soldados para que lo atendieran de
varias heridas en la cara. La escoria como tú no ha aprendido a respetar a nuestros
muchachos —me aparta con repugnancia y me da la espalda—. Llévenselo —ordena a
los soldados que me sujetan.
Los guardias me hacen salir del quirófano y me conducen a toda prisa por el pasillo. La
comandante se aprieta una mano contra el oído, escucha atentamente y grita unas
cuantas órdenes. Mientras me llevan a rastras hacia un ascensor, pasamos junto a
varios monitores de televisión puestos en fila. Los miro de reojo: jamás había visto nada
parecido en el sector Lake. Están transmitiendo justo lo que acaba de decir la
comandante; no oigo la voz, pero los titulares son inconfundibles.
DISTURBIOS FRENTE A LA INTENDENCIA DE BATALLA.
LAS TROPAS RESPONDEN.
A LA ESPERA DE NUEVAS ÓRDENES.
Esto no es un informativo público, me digo. Las imágenes muestran la explanada que
hay frente a la intendencia, invadida por cientos de personas. Una hilera de soldados
vestidos de negro lucha por contener a la multitud; otros, armados con fusiles, corren
por los tejados y las cornisas para tomar posiciones. Mientras pasamos al lado del
último monitor, consigo echar un vistazo a los manifestantes que se apiñan bajo las
farolas. Algunos se han pintado una raya de color rojo sangre en el pelo.
Los soldados me empujan para que entre en el ascensor. La gente protesta por mí, y
esa idea me emociona y me llena de temor al mismo tiempo. Es imposible que los
militares pasen esto por alto: sellarán los sectores marginales y arrestarán a todos y
cada uno de los manifestantes de la explanada.
O los matarán.
Una nueva pesadilla. En esta aparece Tess.
Corro por las calles de Lake. Tess va por delante y no sabe dónde estoy. Aunque gira a
derecha e izquierda buscándome con desesperación, no encuentra más que extraños,
policías y soldados. La llamo, pero no consigo mover las piernas. Es como si avanzara
entre barro espeso.
¡Tess!, grito. ¡Estoy aquí! ¡Justo detrás de ti!
No me oye. Observo con impotencia cómo tropieza con un soldado; cuando intenta
alejarse, él la agarra y la tira al suelo. Grito algo, no sé qué. El soldado desenfunda la
pistola y la apunta. De pronto, ya no es Tess: es mi madre y yace en un charco de
sangre. Querría correr hacia ella, pero me quedo escondido tras una chimenea,
agachado como un cobarde. Está muerta y es culpa mía. Entonces vuelvo a
encontrarme en los laboratorios del hospital, rodeado de médicos y enfermeros que
me escrutan. Parpadeo por la luz cegadora. La pierna me estalla de dolor. Me están
rajando la pierna; apartan la carne y dejan los huesos al descubierto, raspando con sus
escalpelos. Enarco la espalda y chillo. Una de las enfermeras intenta sujetarme. Tiro una
bandeja con el brazo.
—¡No te muevas! ¡Maldita sea, chico! ¡No voy a hacerte daño!
Tardo casi un minuto en despabilarme. La imagen borrosa del hospital se desvanece,
pero cuando logro enfocar la vista, descubro un fluorescente muy parecido a los de mi
sueño. Un médico se inclina sobre mí. Lleva gafas y una mascarilla. Suelto un grito e
intento apartarme, pero estoy atado a la camilla con correas.
El médico suspira y se baja la mascarilla.
—A lo que he llegado... Me toca atender a un criminal como tú cuando podría estar
ayudando a los soldados del frente.
Miro a mi alrededor, confundido. Varios guardias se alinean frente a las paredes de la
sala. A un lado, un enfermero limpia la sangre del instrumental médico.
—¿Dónde estoy?
El médico me dirige una mirada de impaciencia.
—Estás en el hospital de la intendencia de Batalla. La agente Iparis me ordenó que te
curara la pierna; al parecer, no podemos permitir que mueras antes de tu ejecución.
Levanto la cabeza todo lo que puedo y miro hacia abajo. Me han puesto una venda
limpia en la herida. Cuando intento mover la pierna, me sorprende lo poco que duele.
—¿Qué me has hecho? —le pregunto al médico.
Él se limita a encogerse de hombros. Luego se quita los guantes y empieza a lavarse las
manos en una de las pilas.
—Un arreglo de emergencia. Podrás aguantar hasta el día de la ejecución —hace una
pausa—. Aunque no sé si eso es una buena noticia para ti...
Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Intento disfrutar todo lo que puedo de este
bienestar relativo, pero no logro quitarme de la cabeza las imágenes de la pesadilla; es
demasiado reciente. ¿Dónde estará Tess? ¿Podrá arreglárselas sola? Es tan miope...
¿Quién la ayudará de noche, cuando no distinga más que sombras?
En cuanto a mi madre... No me siento con fuerzas para pensar en ella.
Alguien llama con fuerza a la puerta.
—¡Abra! —grita una voz de hombre—. La comandante Jameson quiere ver al
prisionero.
«El prisionero». La expresión me hace sonreír: no quieren llamarme por mi nombre.
A los guardias de la puerta casi no les da tiempo a abrirla y echarse a un lado antes de
que la comandante Jameson entre como un ciclón. Parece molesta. Hace chascar los
dedos.
—Saquen al chico de la camilla y encadénenlo —ordena secamente antes de clavarme
el índice en el pecho—. Tú... tú no eres más que un mocoso. Nunca has ido a la
universidad, ¡ni siquiera pasaste la Prueba! ¿Cómo fuiste capaz de burlar a los soldados?
¿Cómo has podido causarnos tantos problemas? —hace una mueca que descubre sus
dientes—. Sabía que ibas a costamos más de lo que vales; tienes una habilidad especial
para hacer perder el tiempo a mis soldados, por no mencionar a los de los demás
comandantes.
Aprieto la mandíbula para no ponerme a gritar yo también. Los soldados se acercan a
mí a toda prisa y desatan las correas que me sujetan a la camilla. El médico inclina la
cabeza.
—Disculpe, comandante —interviene—. ¿Ha sucedido algo? ¿Qué está pasando?
La comandante Jameson le fulmina con la mirada, furiosa, y él recula.
—Hay una manifestación frente a la intendencia —responde—. La multitud ha
empezado a atacar a la policía ciudadana.
Los soldados me bajan de la camilla, y doy un respingo en cuanto apoyo el peso en la
pierna herida.
—¿Manifestantes?
—Sí. Alborotadores. —La comandante me agarra la cara—. Me han ordenado que mis
hombres respalden a la policía ciudadana, lo cual trastorna mi plan de trabajo. Ya he
tenido que mandar aquí a uno de mis mejores soldados para que lo atendieran de
varias heridas en la cara. La escoria como tú no ha aprendido a respetar a nuestros
muchachos —me aparta con repugnancia y me da la espalda—. Llévenselo —ordena a
los soldados que me sujetan.
Los guardias me hacen salir del quirófano y me conducen a toda prisa por el pasillo. La
comandante se aprieta una mano contra el oído, escucha atentamente y grita unas
cuantas órdenes. Mientras me llevan a rastras hacia un ascensor, pasamos junto a
varios monitores de televisión puestos en fila. Los miro de reojo: jamás había visto nada
parecido en el sector Lake. Están transmitiendo justo lo que acaba de decir la
comandante; no oigo la voz, pero los titulares son inconfundibles.
DISTURBIOS FRENTE A LA INTENDENCIA DE BATALLA.
LAS TROPAS RESPONDEN.
A LA ESPERA DE NUEVAS ÓRDENES.
Esto no es un informativo público, me digo. Las imágenes muestran la explanada que
hay frente a la intendencia, invadida por cientos de personas. Una hilera de soldados
vestidos de negro lucha por contener a la multitud; otros, armados con fusiles, corren
por los tejados y las cornisas para tomar posiciones. Mientras pasamos al lado del
último monitor, consigo echar un vistazo a los manifestantes que se apiñan bajo las
farolas. Algunos se han pintado una raya de color rojo sangre en el pelo.
Los soldados me empujan para que entre en el ascensor. La gente protesta por mí, y
esa idea me emociona y me llena de temor al mismo tiempo. Es imposible que los
militares pasen esto por alto: sellarán los sectores marginales y arrestarán a todos y
cada uno de los manifestantes de la explanada.
O los matarán.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Day ya le sembró dudas a June, espero que ahora ella empiece investigar mas a fondo y se de cuenta de que en verdad hay algo turbio, lo de los manifestantes es una buena distracción para que por lo menos lo dejen en paz un rato, aunque espero que no lastimen a la gente. Gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Cuando yo era pequeña, a veces Metias tenía que acudir con su patrulla a sofocar
disturbios ciudadanos. Después solía hablarme de ellos. La historia siempre era la
misma: diez o doce personas sin recursos económicos (normalmente adolecentes, a
veces algo mayores) montaban un alboroto en alguno de los sectores deprimidos para
protestar contra las cuarentenas o los impuestos. Después de tirarles unas cuantas
bombas de humo, los arrestaban a todos y los llevaban ante los tribunales.
Jamás había presenciado una revuelta como esta: cientos de personas que arriesgan la
vida por protestar. Nunca había visto nada ni remotamente parecido.
—¿Qué les pasa? —le pregunto a Thomas—. ¿Han perdido la cabeza?
Estamos de pie en el estrado que se alza frente a la intendencia de Batalla. Los
soldados de la comandante Jameson se enfrentan a la muchedumbre y tratan de
hacerla retroceder con sus escudos y sus porras.
Hace un rato fui a echarle un vistazo a Day, cuando el doctor le estaba operando. Me
pregunto si estará despierto y si habrá visto este caos en los monitores de la planta.
Espero que no. Es mejor que no sepa lo que ha comenzado por su causa.
Pensar en él, en la acusación que ha lanzado contra la República al culparla de crear
epidemias y de matar a los niños que suspenden la prueba, me llena de cólera.
Desenfundo la pistola; prefiero estar preparada.
—¿Habías visto alguna vez una cosa así? —le pregunto a Thomas, esforzándome por
mantener la voz en calma.
Sacude la cabeza.
—Solo en una ocasión, y hace ya mucho tiempo.
Le caen en la cara algunos mechones oscuros. No va tan bien peinado como de
costumbre; supongo que ha bajado para apoyar a los soldados y ahora se está tomado
un descanso. Una de sus manos se posa en la pistola que lleva el cinto, la otra descansa
sobre el fusil que le cruza el pecho. No me ha dirigido la mirada ni una sola vez desde
que intento besarme anoche en el descansillo.
—Idiotas… —masculla con asco—. Si no se disuelven pronto, los comandantes harán
que lo lamenten.
Contemplo a los mandos, que están de pie en uno de los balcones de la intendencia;
aunque hay poca luz para ver con claridad, me da la impresión de que la comandante
Jameson no se encuentra entre ellos. Pero debe de estar dando órdenes por
micrófono, porque Thomas escucha atentamente con una mano apretado contra la
oreja. Diga lo que diga la comandante, es solo para él.
La muchedumbre no deja de cargar contra los militares. Por su ropa —camisas
desgarradas, pantalones rotos, zapatos desparejos y llenos de agujeros—, parecen
todos de los sectores pobres cercanos al lago.
Les ruego en silencio que se retiren. Márchense de aquí antes de que las cosas se pongan
peor, pienso una y otra vez.
Thomas se acerca a mí y hace un gesto con la cabeza en dirección a la multitud.
—¿Ves a esa chusma?
Ya me había fijado, pero me giro educadamente y observo lo que señala: varios
manifestantes se han teñido un mechón de color rojo para imitar la sangre que
manchaba el pelo de Day cuando se dictó la sentencia.
—Vaya héroe que han elegido. Day estará muerto en menos de una semana —
masculla.
Asiento sin decir nada.
Se oyen gritos. Una patrulla se ha abierto camino hasta la parte trasera de la plaza, han
encajonado a la muchedumbre y la empuja hacia el centro. Frunzo el ceño: este no es el
protocolo para manejar a una multitud desatada.
En clase nos enseñaron que las bombas de humo o las lacrimógenas eran más que
suficiente para estas situaciones, pero no hay ni rastro de ellas: ningún soldado lleva
máscara de gas. Y ahora, otra patrulla carga contra los rezagados que aún no habían
entrado en la plaza, persiguiéndolos por callejuelas estrechas en las que es imposible
montar una revuelta.
—¿Qué te ha dicho la comandante? —le pregunto a Thomas.
El pelo le cubre los ojos y hace difícil distinguir su expresión.
—Que esperemos sus órdenes.
Nos quedamos ahí parados durante al menos media hora. Me meto las manos en los
bolsillos y acaricio el colgante de Day con el pulgar. No sé por qué, estos disturbios me
recuerdan a la pelea de skiz. Puede que algunos manifestantes formaran parte del
público.
Entonces me fijo en los soldados que se mueven por las azoteas de la plaza. Algunos
avanzan corriendo por las cornisas mientras otros forman en línea recta sobre los
edificios. Algo no cuadra. Las guerras de los soldados normales llevan cordones de
color negro y una hilera de bonotes plateados. Sin embargo, estos uniformes no tiene
botones: solo una raya blanca que les cruza el pecho. En las mangas distingo brazaletes
grises. Me lleva unos instantes reconocerlos.
—Thomas —le doy un toquecito y señalo los tejados—. Son ejecutores.
Su rostro no muestra la menor sorpresa; no hay emoción alguna en sus ojos. Carraspea.
—Así es.
—¿Qué hacen ahí? —pregunto alzando la voz.
Bajo la vista hacia los manifestantes y la subo de nuevo a los tejados. Ni un solo soldado
lleva bombas de humo ni lacrimógenas. En cambio, cada uno porta un fusil de
precisión.
—No los están dispersando, Thomas. Los están acorralando.
Me dirige una mirada severa.
—Mantén la posición June. Presta atención a la multitud.
No le hago caso. Continúo con la vista fija en los tejados y al cabo de un rato veo que la
comandante Jameson se asoma a la azotea de la intendencia, rodeada de soldados.
Agacha la cabeza y dice algo por el micrófono.
Pasan unos segundos. Me invade una sensación de ahogo creciente. Sé dónde va a
parar esto.
De pronto, Thomas murmura algo al micrófono; parece una respuesta a alguna orden.
Clavo los ojos en los suyos. Él me sostiene la mirada y después se gira hacia el resto de
la patrulla, que permanece a nuestro lado en la plataforma.
—¡Fuego a discreción! —grita.
—¡Thomas! —grito, pero ya han empezado a sonar disparos en los tejados y la
plataforma.
Me abalanzo hacia adelante. Ni siquiera sé lo que estoy haciendo (¿qué pretendo,
interponerme entre los soldados y la multitud?), pero Thomas me agarra del hombro
antes de que pueda dar un paso.
—¡Atrás, June!
—¡Ordena que detengan el fuego! —chillo sin dejar de debatirme—. ¡Diles…!
Thomas me derriba con tanta fuerza que se me abre la herida del costado.
—¡Maldita sea June! ¡Atrás!
El suelo está sorprendentemente frío. Me quedo ahí desorientada, incapaz de
moverme. No entiendo lo que acaba de pasar.
La piel me arde alrededor de la herida. Llueven balas en la plaza. La gente cae, la
multitud entera se derrumba como un dique en una riada. Thomas para. Por favor, para.
Me gustaría levantarme y gritarle, hacerle daño. Si estuviera vivo, Metias te mataría por
hacer esto Thomas.
Me tapo los oídos. Los disparos son ensordecedores.
El tiroteo no dura más que unos minutos, pero se hacen eternos. Al fin, Thomas ordena
a los soldados que detengan el fuego y los manifestantes que no han sido heridos caen
de rodillas con los brazos en alto. Los soldados se apresuran para reducirlos; les
esposan las manos en la espalda y los obligan a formar grupos. Me incorporo con
dificultad. Todavía me zumban los oídos. Contemplo la escena: sangre, cadáveres,
prisioneros. Hay noventa y siete… noventa y ocho muertos. No, por lo menos son
ciento veinte. Varios centenares más están arrestados. Soy incapaz de concentrarme;
no puedo ni contarlos.
Thomas me echa una mirada antes de descender de la plataforma. Su expresión es
grave, incluso culpable. De pronto, me doy cuenta con un sentimiento de vértigo de
que no se arrepiente de la masacre que acaba de provocar, si no de haberme tirado al
suelo. Echa a andar hacia la intendencia, seguido de varios soldados. Giro la cara para
no mirarle.
Cuando yo era pequeña, a veces Metias tenía que acudir con su patrulla a sofocar
disturbios ciudadanos. Después solía hablarme de ellos. La historia siempre era la
misma: diez o doce personas sin recursos económicos (normalmente adolecentes, a
veces algo mayores) montaban un alboroto en alguno de los sectores deprimidos para
protestar contra las cuarentenas o los impuestos. Después de tirarles unas cuantas
bombas de humo, los arrestaban a todos y los llevaban ante los tribunales.
Jamás había presenciado una revuelta como esta: cientos de personas que arriesgan la
vida por protestar. Nunca había visto nada ni remotamente parecido.
—¿Qué les pasa? —le pregunto a Thomas—. ¿Han perdido la cabeza?
Estamos de pie en el estrado que se alza frente a la intendencia de Batalla. Los
soldados de la comandante Jameson se enfrentan a la muchedumbre y tratan de
hacerla retroceder con sus escudos y sus porras.
Hace un rato fui a echarle un vistazo a Day, cuando el doctor le estaba operando. Me
pregunto si estará despierto y si habrá visto este caos en los monitores de la planta.
Espero que no. Es mejor que no sepa lo que ha comenzado por su causa.
Pensar en él, en la acusación que ha lanzado contra la República al culparla de crear
epidemias y de matar a los niños que suspenden la prueba, me llena de cólera.
Desenfundo la pistola; prefiero estar preparada.
—¿Habías visto alguna vez una cosa así? —le pregunto a Thomas, esforzándome por
mantener la voz en calma.
Sacude la cabeza.
—Solo en una ocasión, y hace ya mucho tiempo.
Le caen en la cara algunos mechones oscuros. No va tan bien peinado como de
costumbre; supongo que ha bajado para apoyar a los soldados y ahora se está tomado
un descanso. Una de sus manos se posa en la pistola que lleva el cinto, la otra descansa
sobre el fusil que le cruza el pecho. No me ha dirigido la mirada ni una sola vez desde
que intento besarme anoche en el descansillo.
—Idiotas… —masculla con asco—. Si no se disuelven pronto, los comandantes harán
que lo lamenten.
Contemplo a los mandos, que están de pie en uno de los balcones de la intendencia;
aunque hay poca luz para ver con claridad, me da la impresión de que la comandante
Jameson no se encuentra entre ellos. Pero debe de estar dando órdenes por
micrófono, porque Thomas escucha atentamente con una mano apretado contra la
oreja. Diga lo que diga la comandante, es solo para él.
La muchedumbre no deja de cargar contra los militares. Por su ropa —camisas
desgarradas, pantalones rotos, zapatos desparejos y llenos de agujeros—, parecen
todos de los sectores pobres cercanos al lago.
Les ruego en silencio que se retiren. Márchense de aquí antes de que las cosas se pongan
peor, pienso una y otra vez.
Thomas se acerca a mí y hace un gesto con la cabeza en dirección a la multitud.
—¿Ves a esa chusma?
Ya me había fijado, pero me giro educadamente y observo lo que señala: varios
manifestantes se han teñido un mechón de color rojo para imitar la sangre que
manchaba el pelo de Day cuando se dictó la sentencia.
—Vaya héroe que han elegido. Day estará muerto en menos de una semana —
masculla.
Asiento sin decir nada.
Se oyen gritos. Una patrulla se ha abierto camino hasta la parte trasera de la plaza, han
encajonado a la muchedumbre y la empuja hacia el centro. Frunzo el ceño: este no es el
protocolo para manejar a una multitud desatada.
En clase nos enseñaron que las bombas de humo o las lacrimógenas eran más que
suficiente para estas situaciones, pero no hay ni rastro de ellas: ningún soldado lleva
máscara de gas. Y ahora, otra patrulla carga contra los rezagados que aún no habían
entrado en la plaza, persiguiéndolos por callejuelas estrechas en las que es imposible
montar una revuelta.
—¿Qué te ha dicho la comandante? —le pregunto a Thomas.
El pelo le cubre los ojos y hace difícil distinguir su expresión.
—Que esperemos sus órdenes.
Nos quedamos ahí parados durante al menos media hora. Me meto las manos en los
bolsillos y acaricio el colgante de Day con el pulgar. No sé por qué, estos disturbios me
recuerdan a la pelea de skiz. Puede que algunos manifestantes formaran parte del
público.
Entonces me fijo en los soldados que se mueven por las azoteas de la plaza. Algunos
avanzan corriendo por las cornisas mientras otros forman en línea recta sobre los
edificios. Algo no cuadra. Las guerras de los soldados normales llevan cordones de
color negro y una hilera de bonotes plateados. Sin embargo, estos uniformes no tiene
botones: solo una raya blanca que les cruza el pecho. En las mangas distingo brazaletes
grises. Me lleva unos instantes reconocerlos.
—Thomas —le doy un toquecito y señalo los tejados—. Son ejecutores.
Su rostro no muestra la menor sorpresa; no hay emoción alguna en sus ojos. Carraspea.
—Así es.
—¿Qué hacen ahí? —pregunto alzando la voz.
Bajo la vista hacia los manifestantes y la subo de nuevo a los tejados. Ni un solo soldado
lleva bombas de humo ni lacrimógenas. En cambio, cada uno porta un fusil de
precisión.
—No los están dispersando, Thomas. Los están acorralando.
Me dirige una mirada severa.
—Mantén la posición June. Presta atención a la multitud.
No le hago caso. Continúo con la vista fija en los tejados y al cabo de un rato veo que la
comandante Jameson se asoma a la azotea de la intendencia, rodeada de soldados.
Agacha la cabeza y dice algo por el micrófono.
Pasan unos segundos. Me invade una sensación de ahogo creciente. Sé dónde va a
parar esto.
De pronto, Thomas murmura algo al micrófono; parece una respuesta a alguna orden.
Clavo los ojos en los suyos. Él me sostiene la mirada y después se gira hacia el resto de
la patrulla, que permanece a nuestro lado en la plataforma.
—¡Fuego a discreción! —grita.
—¡Thomas! —grito, pero ya han empezado a sonar disparos en los tejados y la
plataforma.
Me abalanzo hacia adelante. Ni siquiera sé lo que estoy haciendo (¿qué pretendo,
interponerme entre los soldados y la multitud?), pero Thomas me agarra del hombro
antes de que pueda dar un paso.
—¡Atrás, June!
—¡Ordena que detengan el fuego! —chillo sin dejar de debatirme—. ¡Diles…!
Thomas me derriba con tanta fuerza que se me abre la herida del costado.
—¡Maldita sea June! ¡Atrás!
El suelo está sorprendentemente frío. Me quedo ahí desorientada, incapaz de
moverme. No entiendo lo que acaba de pasar.
La piel me arde alrededor de la herida. Llueven balas en la plaza. La gente cae, la
multitud entera se derrumba como un dique en una riada. Thomas para. Por favor, para.
Me gustaría levantarme y gritarle, hacerle daño. Si estuviera vivo, Metias te mataría por
hacer esto Thomas.
Me tapo los oídos. Los disparos son ensordecedores.
El tiroteo no dura más que unos minutos, pero se hacen eternos. Al fin, Thomas ordena
a los soldados que detengan el fuego y los manifestantes que no han sido heridos caen
de rodillas con los brazos en alto. Los soldados se apresuran para reducirlos; les
esposan las manos en la espalda y los obligan a formar grupos. Me incorporo con
dificultad. Todavía me zumban los oídos. Contemplo la escena: sangre, cadáveres,
prisioneros. Hay noventa y siete… noventa y ocho muertos. No, por lo menos son
ciento veinte. Varios centenares más están arrestados. Soy incapaz de concentrarme;
no puedo ni contarlos.
Thomas me echa una mirada antes de descender de la plataforma. Su expresión es
grave, incluso culpable. De pronto, me doy cuenta con un sentimiento de vértigo de
que no se arrepiente de la masacre que acaba de provocar, si no de haberme tirado al
suelo. Echa a andar hacia la intendencia, seguido de varios soldados. Giro la cara para
no mirarle.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
El montacargas sube varios pisos hasta que se detiene con un chirrido de la cadena.
Dos soldados me sacan a rastras y me conducen por un corredor que me resulta
familiar. Me van a meter de nuevo en la celda, al menos de momento. Por primera vez
desde que me desperté en la camilla, me doy cuenta de que estoy agotado. Dejo caer la
cabeza contra el pecho; el médico debe de haberme inyectado algún sedante para que
no me moviera durante la operación. Veo borroso a los lados, como si estuviera
corriendo muy deprisa y el paisaje se difuminara.
Los soldados se detienen en mitad del pasillo, bastante lejos de mi celda. Levanto la
vista, sorprendido: nos encontramos frente a una de las estancias en las que me fijé
antes, las que tienen la puerta de cristal. Deben de ser las salas de interrogatorio. Muy
bien. Así que quieren sacarme más información antes de ejecutarme.
Se oye un zumbido y después una voz que proviene del auricular de uno de los
militares. El soldado asiente.
—Hay que meterlo dentro —dice—. El capitán dice que vendrá pronto.
Me quedo esperando de pie. Pasan los minutos. Dos soldados montan guardia
impertérritos a los lados de la puerta, y otros dos me sujetan los brazos aunque estoy
esposado. Se supone que esta habitación está insonorizada, pero juraría que puedo oír
un estruendo de disparos y gritos lejanos. El corazón me late desbocado: las tropas
deben de estar disparando a la multitud de la plaza. ¿Estará muriendo gente por mi
culpa?
Espero. Me pesan los párpados. Lo único que deseo es hacerme un ovillo en una
esquina de la celda y dormir.
Por fin oigo pasos que se acercan. La puerta se abre y entra un hombre joven vestido
de negro. El cabello oscuro le cubre los ojos. Tiene charreteras plateadas en los
hombros. Los soldados se cuadran al verle y el hombre les ordena que descansen con
un gesto.
Ahora lo reconozco: es el que mató a mi madre. June mencionó su nombre: Thomas.
Debe de haberle enviado la comandante Jameson.
—Señor Wing —dice cruzándose de brazos—, es un placer conocerle oficialmente.
Estaba empezando a creer que no se presentaría la oportunidad.
Me obligo a guardar silencio. Parece incomodarle estar en la misma habitación que yo.
Por su expresión, diría que tiene algo personal contra mí.
—Mi comandante desea que le hagamos unas preguntas rutinarias antes de su
ejecución. Puro protocolo… Intentaremos que el interrogatorio sea cordial, aunque me
temo que hemos empezado con un mal pie.
Soy incapaz de contener la carcajada.
—¿En serio? ¡No me digas!
Thomas no replica, pero le veo tragar saliva y esforzarse por no alterar la expresión.
Mete una mano bajo su capa, saca un mando a distancia y lo dirige hacia la pared.
Aparece una proyección: un informe policial con fotos de un tipo que no conozco.
―Voy a enseñarle una serie de fotografías, señor Wing ―dice Thomas―. Las personas
que quiero mostrarle son sospechosos de colaboración con los Patriotas.
Los Patriotas han intentado reclutarme varias veces sin éxito: durante un tiempo,
aparecieron mensajes crípticos en los muros de los callejones donde dormía. Algo más
tarde, un hombre me abordó en la calle y me entregó una nota. Acabaron por hacerme
llegar un paquete con algo de dinero y una carta en la que pedían que me uniera a su
causa. Ignoré sus ofertas y, al cabo de unos meses, dejé de saber de ello.
―Nunca he trabajado con los Patriotas ―contesto―. Si alguna vez decido matar a
alguien, lo haré por mi cuenta y riesgo.
―Aunque no forme parte de sus filas, es posible que se hayan cruzado en su camino.
Puede que desee colaborar con nosotros y ayudarnos a encontrarlos.
―Claro, cómo no. Tú mataste a mi madre; como podrás imaginar, tengo unas ganas
terribles de ayudarte.
Thomas se las ingenia para pasar por alto mi comentario y señala la foto de la pared.
―¿Conoce a esta persona?
Niego con la cabeza.
―Primera vez que la veo.
Pulsa una tecla del mando y aparece otra foto.
―¿Y a esta?
―No.
Otra foto.
―¿Qué me dice de esta?
―No.
Una más: otra cara desconocida en la pared.
―¿Qué me dice de esta chica?
―No la he visto en mi vida.
Más caras que no reconozco. Thomas va pasando las imágenes sin pestañear. Menudo
idiota: no es más que una marioneta del Estado. Le miro fijamente, deseando con todas
mis fuerzas no estar encadenado para poder darle una paliza. Más fotos. Más caras
nuevas. Thomas no pone en duda ni una sola de mis contestaciones. De hecho, parece
deseoso de largarse de la habitación y alejarse de mí.
Y entonces reconozco a alguien. La imagen borrosa muestra a una chica con el cabello
largo, mucho más largo que la media melena que recuerdo. Todavía no tiene el tatuaje
de la planta trepadora.
Vaya. Resulta que Kaede es una Patriota.
No me atrevo a decir nada; no quiero que note que la he re conocido.
―Mira ―suelto―, si supiera quiénes son, ¿de verdad crees que te lo diría?
Thomas se esfuerza por mantener la compostura.
―Bien. Esto es todo, señor Wing.
―Venga ya, esto no es todo. Estás deseando darme un puñetazo, ¿a que sí? Vamos.
Hazlo. Te desafío.
Los ojos le brillan de furia, pero se contiene.
―Mis órdenes eran hacerle unas preguntas ―responde, tenso―. No haré nada más.
Hemos acabado.
―¿Por qué? ¿Es que me tienes miedo, o qué? ¿El valor solo te ha llegado para dispararle
a mi madre?
Thomas estrecha los ojos y termina por encogerse de hombros.
―No era más que basura. Ahora hay una menos a la que controlar.
Aprieto los puños y le escupo directamente en la cara.
Esto parece obligarle a reaccionar, y me da un puñetazo con la izquierda que me hace
ver borroso por un momento.
―Te crees que eres alguien, ¿verdad? ―me espeta―. Te sientes especial porque has
hecho algunas gamberradas y has jugado a practicar la caridad con la peor chusma de
los barrios bajos. Muy bien. Te voy a contar un secreto: yo también provengo de un
sector pobre. Pero yo he seguido las normas; me he abierto camino con esfuerzo y me
he ganado el respeto de mi país. Ustedes, la escoria callejera, se dedican a quejarse
mientras culpan al Estado de su mala suerte. Son un montón de vagos malolientes; son
basura.
Me propina otro puñetazo que me lanza la cabeza hacia atrás. Noto el sabor de la
sangre en la boca; me tiembla todo el cuerpo por el dolor. Thomas me agarra del cuello
y me acerca a él. Mis esposas tintinean.
―La señorita Iparis me contó lo que le hiciste cuando estaba de misión en las calles
―masculla―. ¿Cómo te atreves a obligar a alguien de su rango…?
Ah. Ahí está. Eso es lo que le molesta de verdad. Así que sabe lo del beso… No puedo
evitar sonreír, aunque me duele toda la cara.
―Ajá, de modo que te fastidia. He visto cómo la mirabas. Estás colado por ella,
¿verdad? ¿También intentas «abrirte camino» hasta ella, imbécil? Siento muchísimo
reventarte la historieta que te has montado, pero yo no la obligué a hacer
absolutamente nada.
La cara de Thomas ha tomado un color escarlata rabioso de pura furia.
―La señorita Iparis está deseando presenciar su ejecución, señor Wing. Eso puedo
garantizarlo.
Me echo a reír.
―Eres mal perdedor, ¿eh? Mira, voy a hacer que te sientas un poco mejor: te voy a
contar cómo fue. Oírlo es casi tan bueno como vivirlo, ¿no?
Thomas me aprieta el cuello. Le tiemblan las manos.
―Si yo fuera tú, iría con más cuidado. Tal vez se te haya olvidado que tenemos a tus
hermanos. Los dos están a merced de la República… Cuida lo que dices si no quieres
ver sus cadáveres tirados junto al de tu madre.
Me propina otro puñetazo y después me hunde la rodilla en el estómago. Me quedo sin
aire. Pienso en Eden y en John y me obligo a tranquilizarme, a no prestar atención al
dolor. Sé fuerte. No permitas que te afecte.
Me golpea dos veces más; la fatiga le hace respirar con dificultad. Haciendo un enorme
esfuerzo, baja los brazos y suspira.
―Eso es todo, señor Wing ―murmura―. Le veré el día de su ejecución.
El dolor me impide contestar, así que me limito a sostener la mirada. Sus ojos muestran
una expresión extraña, como si se sintiera enfadado y decepcionado consigo mismo
porque he conseguido sacarlo de sus casillas.
Se da media vuelta y abandona la habitación sin decir ni una palabra más.
El montacargas sube varios pisos hasta que se detiene con un chirrido de la cadena.
Dos soldados me sacan a rastras y me conducen por un corredor que me resulta
familiar. Me van a meter de nuevo en la celda, al menos de momento. Por primera vez
desde que me desperté en la camilla, me doy cuenta de que estoy agotado. Dejo caer la
cabeza contra el pecho; el médico debe de haberme inyectado algún sedante para que
no me moviera durante la operación. Veo borroso a los lados, como si estuviera
corriendo muy deprisa y el paisaje se difuminara.
Los soldados se detienen en mitad del pasillo, bastante lejos de mi celda. Levanto la
vista, sorprendido: nos encontramos frente a una de las estancias en las que me fijé
antes, las que tienen la puerta de cristal. Deben de ser las salas de interrogatorio. Muy
bien. Así que quieren sacarme más información antes de ejecutarme.
Se oye un zumbido y después una voz que proviene del auricular de uno de los
militares. El soldado asiente.
—Hay que meterlo dentro —dice—. El capitán dice que vendrá pronto.
Me quedo esperando de pie. Pasan los minutos. Dos soldados montan guardia
impertérritos a los lados de la puerta, y otros dos me sujetan los brazos aunque estoy
esposado. Se supone que esta habitación está insonorizada, pero juraría que puedo oír
un estruendo de disparos y gritos lejanos. El corazón me late desbocado: las tropas
deben de estar disparando a la multitud de la plaza. ¿Estará muriendo gente por mi
culpa?
Espero. Me pesan los párpados. Lo único que deseo es hacerme un ovillo en una
esquina de la celda y dormir.
Por fin oigo pasos que se acercan. La puerta se abre y entra un hombre joven vestido
de negro. El cabello oscuro le cubre los ojos. Tiene charreteras plateadas en los
hombros. Los soldados se cuadran al verle y el hombre les ordena que descansen con
un gesto.
Ahora lo reconozco: es el que mató a mi madre. June mencionó su nombre: Thomas.
Debe de haberle enviado la comandante Jameson.
—Señor Wing —dice cruzándose de brazos—, es un placer conocerle oficialmente.
Estaba empezando a creer que no se presentaría la oportunidad.
Me obligo a guardar silencio. Parece incomodarle estar en la misma habitación que yo.
Por su expresión, diría que tiene algo personal contra mí.
—Mi comandante desea que le hagamos unas preguntas rutinarias antes de su
ejecución. Puro protocolo… Intentaremos que el interrogatorio sea cordial, aunque me
temo que hemos empezado con un mal pie.
Soy incapaz de contener la carcajada.
—¿En serio? ¡No me digas!
Thomas no replica, pero le veo tragar saliva y esforzarse por no alterar la expresión.
Mete una mano bajo su capa, saca un mando a distancia y lo dirige hacia la pared.
Aparece una proyección: un informe policial con fotos de un tipo que no conozco.
―Voy a enseñarle una serie de fotografías, señor Wing ―dice Thomas―. Las personas
que quiero mostrarle son sospechosos de colaboración con los Patriotas.
Los Patriotas han intentado reclutarme varias veces sin éxito: durante un tiempo,
aparecieron mensajes crípticos en los muros de los callejones donde dormía. Algo más
tarde, un hombre me abordó en la calle y me entregó una nota. Acabaron por hacerme
llegar un paquete con algo de dinero y una carta en la que pedían que me uniera a su
causa. Ignoré sus ofertas y, al cabo de unos meses, dejé de saber de ello.
―Nunca he trabajado con los Patriotas ―contesto―. Si alguna vez decido matar a
alguien, lo haré por mi cuenta y riesgo.
―Aunque no forme parte de sus filas, es posible que se hayan cruzado en su camino.
Puede que desee colaborar con nosotros y ayudarnos a encontrarlos.
―Claro, cómo no. Tú mataste a mi madre; como podrás imaginar, tengo unas ganas
terribles de ayudarte.
Thomas se las ingenia para pasar por alto mi comentario y señala la foto de la pared.
―¿Conoce a esta persona?
Niego con la cabeza.
―Primera vez que la veo.
Pulsa una tecla del mando y aparece otra foto.
―¿Y a esta?
―No.
Otra foto.
―¿Qué me dice de esta?
―No.
Una más: otra cara desconocida en la pared.
―¿Qué me dice de esta chica?
―No la he visto en mi vida.
Más caras que no reconozco. Thomas va pasando las imágenes sin pestañear. Menudo
idiota: no es más que una marioneta del Estado. Le miro fijamente, deseando con todas
mis fuerzas no estar encadenado para poder darle una paliza. Más fotos. Más caras
nuevas. Thomas no pone en duda ni una sola de mis contestaciones. De hecho, parece
deseoso de largarse de la habitación y alejarse de mí.
Y entonces reconozco a alguien. La imagen borrosa muestra a una chica con el cabello
largo, mucho más largo que la media melena que recuerdo. Todavía no tiene el tatuaje
de la planta trepadora.
Vaya. Resulta que Kaede es una Patriota.
No me atrevo a decir nada; no quiero que note que la he re conocido.
―Mira ―suelto―, si supiera quiénes son, ¿de verdad crees que te lo diría?
Thomas se esfuerza por mantener la compostura.
―Bien. Esto es todo, señor Wing.
―Venga ya, esto no es todo. Estás deseando darme un puñetazo, ¿a que sí? Vamos.
Hazlo. Te desafío.
Los ojos le brillan de furia, pero se contiene.
―Mis órdenes eran hacerle unas preguntas ―responde, tenso―. No haré nada más.
Hemos acabado.
―¿Por qué? ¿Es que me tienes miedo, o qué? ¿El valor solo te ha llegado para dispararle
a mi madre?
Thomas estrecha los ojos y termina por encogerse de hombros.
―No era más que basura. Ahora hay una menos a la que controlar.
Aprieto los puños y le escupo directamente en la cara.
Esto parece obligarle a reaccionar, y me da un puñetazo con la izquierda que me hace
ver borroso por un momento.
―Te crees que eres alguien, ¿verdad? ―me espeta―. Te sientes especial porque has
hecho algunas gamberradas y has jugado a practicar la caridad con la peor chusma de
los barrios bajos. Muy bien. Te voy a contar un secreto: yo también provengo de un
sector pobre. Pero yo he seguido las normas; me he abierto camino con esfuerzo y me
he ganado el respeto de mi país. Ustedes, la escoria callejera, se dedican a quejarse
mientras culpan al Estado de su mala suerte. Son un montón de vagos malolientes; son
basura.
Me propina otro puñetazo que me lanza la cabeza hacia atrás. Noto el sabor de la
sangre en la boca; me tiembla todo el cuerpo por el dolor. Thomas me agarra del cuello
y me acerca a él. Mis esposas tintinean.
―La señorita Iparis me contó lo que le hiciste cuando estaba de misión en las calles
―masculla―. ¿Cómo te atreves a obligar a alguien de su rango…?
Ah. Ahí está. Eso es lo que le molesta de verdad. Así que sabe lo del beso… No puedo
evitar sonreír, aunque me duele toda la cara.
―Ajá, de modo que te fastidia. He visto cómo la mirabas. Estás colado por ella,
¿verdad? ¿También intentas «abrirte camino» hasta ella, imbécil? Siento muchísimo
reventarte la historieta que te has montado, pero yo no la obligué a hacer
absolutamente nada.
La cara de Thomas ha tomado un color escarlata rabioso de pura furia.
―La señorita Iparis está deseando presenciar su ejecución, señor Wing. Eso puedo
garantizarlo.
Me echo a reír.
―Eres mal perdedor, ¿eh? Mira, voy a hacer que te sientas un poco mejor: te voy a
contar cómo fue. Oírlo es casi tan bueno como vivirlo, ¿no?
Thomas me aprieta el cuello. Le tiemblan las manos.
―Si yo fuera tú, iría con más cuidado. Tal vez se te haya olvidado que tenemos a tus
hermanos. Los dos están a merced de la República… Cuida lo que dices si no quieres
ver sus cadáveres tirados junto al de tu madre.
Me propina otro puñetazo y después me hunde la rodilla en el estómago. Me quedo sin
aire. Pienso en Eden y en John y me obligo a tranquilizarme, a no prestar atención al
dolor. Sé fuerte. No permitas que te afecte.
Me golpea dos veces más; la fatiga le hace respirar con dificultad. Haciendo un enorme
esfuerzo, baja los brazos y suspira.
―Eso es todo, señor Wing ―murmura―. Le veré el día de su ejecución.
El dolor me impide contestar, así que me limito a sostener la mirada. Sus ojos muestran
una expresión extraña, como si se sintiera enfadado y decepcionado consigo mismo
porque he conseguido sacarlo de sus casillas.
Se da media vuelta y abandona la habitación sin decir ni una palabra más.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Acabo de llegar a casa cuando Thomas llama a la puerta. Se queda ahí plantado más de
media hora, soltando una docena de excusas distintas para que le abra. Dice que está
muy arrepentido; que no quería hacerme daño; que solo pretendía impedir que yo
desobedeciera a la comandante Jameson para que no me metiera en problemas; que
intentaba protegerme.
Me siento en el sofá junto a Ollie, con la vista perdida. No soy capaz de detener los
disparos que resuenan una y otra vez en mi cabeza.
Thomas siempre ha sido muy disciplinado, y lo de hoy no ha sido distinto. No dudó ni
por un segundo en obedecer a la comandante. Ordenó que se llevara a cabo la masacre
igual que si fuera una patrulla rutinaria antipeste o un turno de vigilancia en un
aeropuerto. ¿Qué es peor, que siguiera las órdenes ciegamente o que ni siquiera
sospeche que debería pedirme disculpas por haberlo hecho, en vez de por empujarme?
—June, ¿me oyes?
Me concentro en rascar a Ollie detrás de las orejas. Los diarios de Metias siguen
esparcidos por la mesa, junto a los álbumes de fotos de nuestros padres.
—Estás perdiendo el tiempo —le grito.
—Por favor, déjame entrar. Quiero verte.
—Nos veremos mañana.
—No me quedaré mucho rato, te lo prometo. Perdóname, June, te lo pido por favor.
—Hasta mañana, Thomas.
—June…
—¡He dicho que nos veremos mañana!
Silencio.
Intento distraerme acariciando a Ollie. Al cabo de un rato, me acerco a la puerta y
acerco el ojo a la mirilla. El rellano está vacío.
Cuando estoy segura de que se ha marchado, vuelvo al sillón y me quedo ahí tumbada
una hora más. Mi mente divaga, pienso en lo que ha sucedido en la explanada. En Day
encadenado, en sus insultantes acusaciones sobre la peste y la Prueba, y luego vuelvo a
pensar en Thomas. El Thomas que sigue las órdenes de la comandante Jameson sin
cuestionarlas es una persona distinta de la que se preocupaba por mi seguridad cuando
me interné en el sector Lake. Hasta hace no tanto, Thomas era un chico torpe pero
educado, especialmente conmigo. Puede que sea yo la que ha cambiado. Y sin
embargo, vi como Thomas mataba a la madre de Day y luego contemplé cómo abatían
a la multitud a tiros, y en las dos ocasiones me abstuve de intervenir. ¿No me hace eso
tan culpable como Thomas? ¿Nos exime de culpa obedecer órdenes? ¿Puede
equivocarse la República en sus decisiones?
Y lo que dijo Day… Me enfurece pensar en ello. Mi padre trabajaba en esos
laboratorios. Metias estuvo bajo las órdenes de Chian y supervisó las Pruebas. ¿Por qué
motivo íbamos a envenenar y matar a nuestro propio pueblo?
Suspiro, me incorporo y abro uno de los diarios de Metias.
La primera entrada habla de una semana agotadora que Metias pasó haciendo servicios
de limpieza cuando el huracán Elías arrasó Los Ángeles. Leo la siguiente: trata sobre su
primera semana en la patrulla de la comandante Jameson. La tercera es muy corta,
apenas un párrafo en el que Metias se queja porque le han tocado dos turnos de noche
seguidos. Eso me hace sonreír. Recuerdo sus palabras: «Soy incapaz de mantenerme
despierto», me contó después de su primera guardia nocturna. «¿De verdad creerá la
comandante que podemos vigilar después de haber pasado la noche en vela? Estoy tan
cansado que si el canciller de las Colonias hubiera entrado tranquilamente en la
intendencia de Batalla, yo no me habría dado ni cuenta».
Noto una lágrima que rueda por mi mejilla y la limpio rápidamente. Ollie gime a mi lado.
Hundo los dedos en el pelo blanco y espeso de su cuello, y él apoya la cabeza en mi
regazo con un suspiro.
A veces, Metias se preocupaba por bobadas…
Sigo leyendo, pero los ojos me pesan. Las palabras empiezan a mezclarse y dejo de
distinguir lo que pone. Finalmente, dejo el diario a un lado y me quedo dormida.
Day aparece en mis sueños. Me agarra de la mano y el corazón me late con fuerza por
su contacto. El cabello le cae sobre los hombros como una cortina sedosa. Tiene un
mechón empapado en sangre escarlata y una mirada de dolor en los ojos.
—Yo no maté a tu hermano —susurra mientras me abraza—. Te lo prometo. No pude
hacerlo.
Cuando me despierto, me quedo quieta un rato tratando de digerir las palabras que ha
dicho Day en mi sueño. Dirijo la mirada hacia el ordenador. ¿Qué pasaría realmente la
noche en que Metias murió? Si Day le lanzó el cuchillo al hombro, ¿cómo es posible que
acabara en su pecho? Solo de pensarlo se me encoge el corazón. Miro a Ollie.
—¿Quién querría hacer daño a Metias? —le pregunto, y él me devuelve la mirada con
ojos tristes—. ¿Y por qué?
Me levanto del sofá, enciendo el ordenador y busco el informe forense. Cuatro páginas
de texto, una de fotos. Decido examinar las fotos de cerca: la comandante Jameson me
dio solo unos minutos para examinar el cuerpo de Metias, y yo no los aproveché como
hubiera debido. Pero ¿cómo iba a concentrarme en esa situación? Jamás puse en duda
que lo hubiera matado Day.
Abro las primeras fotografías y las amplío a pantalla completa. La cabeza me da vueltas
al mirarlas. La cara sin vida de Metias vuelta hacia el cielo, su pelo desparramado en
torno a la cabeza. El brillo de la sangre de su camisa. Tomo aire, cierro los ojos y me
digo a mí misma que debo concentrarme. He sido capaz de leer el texto del informe,
pero es la primera vez que me atrevo a mirar las fotos. Tengo que hacerlo. Vuelvo a
abrir los ojos y observo su cuerpo. Ojalá hubiese examinado sus heridas cuando tuve la
oportunidad.
Primero me aseguro de que el cuchillo está clavado en el pecho. Hay manchas de
sangre en la empuñadura, y la hoja ni siquiera se ve.
Entonces miro el hombro de metias. Por la tela de la camisa se extiende una mancha
viscosa de sangre. No puede ser toda del pecho, ahí tiene que haber otra herida.
Amplío más la foto, pero se ve demasiado borrosa. Tal vez tenga un corte en el
hombro, pero no puedo verlo desde este ángulo.
Cierro la imagen y pincho en otra.
Entonces me doy cuenta de algo: todas las fotografías están tomadas desde el mismo
punto. Apenas se distinguen los detalles del hombro, ni siquiera del cuchillo. Frunzo el
ceño: como estudio de la escena de un crimen, resulta bastante pobre. ¿Por qué no hay
un primer plano de las heridas? Navego por el informe otra vez en busca de alguna
página en la que estaba e intento encontrar sentido a todo esto.
Puede que las demás fotos sean información clasificada. ¿Y si la comandante Jameson
pidió que las retiraran para ahorrarme sufrimientos? Sacudo la cabeza, eso es una
estupidez. Si fuera así, ni siquiera me habría enviado el informe. Me quedo mirando la
pantalla y finalmente me atrevo a concebir otra posibilidad.
¿Y si la comandante intentara ocultarme algo?
No, no puede ser. Me incorporo y vuelvo a abrir la primera foto. ¿Por qué iba a
ocultarme los detalles del asesinato de mi hermano? La comandante adora a sus
soldados. Estaba indignada por la muerte de Metias, incluso organizó su funeral. La
llenaba de orgullo tenerlo en su patrulla; fue ella quién le hizo capitán.
Sin embargo, me extraña mucho que el fotógrafo hiciera unas fotos tan deficientes.
Examino el problema desde todos los ángulos, pero siempre llego a la misma
conclusión. Este informe está incompleto. Me paso la mano por el pelo, frustrada. No lo
entiendo.
De repente me fijo en el cuchillo. La imagen está pixelada y es casi imposible distinguir
los detalles, pero me viene a la mente un recuerdo que me revuelve el estómago. La
sangre de la empuñadura es oscura, pero tiene una mancha todavía más oscura
encima. Al principio pienso que es un dibujo del mango, pero luego me doy cuenta de
que las marcas se ven por encima de la sangre, Son negras, espesas e irregulares.
Intento recordar cómo era el cuchillo.
Esas manchas negras parecen de grasa de fusil. Como la marca que tenía Thomas en la
frente cuando le vi esa noche.
Acabo de llegar a casa cuando Thomas llama a la puerta. Se queda ahí plantado más de
media hora, soltando una docena de excusas distintas para que le abra. Dice que está
muy arrepentido; que no quería hacerme daño; que solo pretendía impedir que yo
desobedeciera a la comandante Jameson para que no me metiera en problemas; que
intentaba protegerme.
Me siento en el sofá junto a Ollie, con la vista perdida. No soy capaz de detener los
disparos que resuenan una y otra vez en mi cabeza.
Thomas siempre ha sido muy disciplinado, y lo de hoy no ha sido distinto. No dudó ni
por un segundo en obedecer a la comandante. Ordenó que se llevara a cabo la masacre
igual que si fuera una patrulla rutinaria antipeste o un turno de vigilancia en un
aeropuerto. ¿Qué es peor, que siguiera las órdenes ciegamente o que ni siquiera
sospeche que debería pedirme disculpas por haberlo hecho, en vez de por empujarme?
—June, ¿me oyes?
Me concentro en rascar a Ollie detrás de las orejas. Los diarios de Metias siguen
esparcidos por la mesa, junto a los álbumes de fotos de nuestros padres.
—Estás perdiendo el tiempo —le grito.
—Por favor, déjame entrar. Quiero verte.
—Nos veremos mañana.
—No me quedaré mucho rato, te lo prometo. Perdóname, June, te lo pido por favor.
—Hasta mañana, Thomas.
—June…
—¡He dicho que nos veremos mañana!
Silencio.
Intento distraerme acariciando a Ollie. Al cabo de un rato, me acerco a la puerta y
acerco el ojo a la mirilla. El rellano está vacío.
Cuando estoy segura de que se ha marchado, vuelvo al sillón y me quedo ahí tumbada
una hora más. Mi mente divaga, pienso en lo que ha sucedido en la explanada. En Day
encadenado, en sus insultantes acusaciones sobre la peste y la Prueba, y luego vuelvo a
pensar en Thomas. El Thomas que sigue las órdenes de la comandante Jameson sin
cuestionarlas es una persona distinta de la que se preocupaba por mi seguridad cuando
me interné en el sector Lake. Hasta hace no tanto, Thomas era un chico torpe pero
educado, especialmente conmigo. Puede que sea yo la que ha cambiado. Y sin
embargo, vi como Thomas mataba a la madre de Day y luego contemplé cómo abatían
a la multitud a tiros, y en las dos ocasiones me abstuve de intervenir. ¿No me hace eso
tan culpable como Thomas? ¿Nos exime de culpa obedecer órdenes? ¿Puede
equivocarse la República en sus decisiones?
Y lo que dijo Day… Me enfurece pensar en ello. Mi padre trabajaba en esos
laboratorios. Metias estuvo bajo las órdenes de Chian y supervisó las Pruebas. ¿Por qué
motivo íbamos a envenenar y matar a nuestro propio pueblo?
Suspiro, me incorporo y abro uno de los diarios de Metias.
La primera entrada habla de una semana agotadora que Metias pasó haciendo servicios
de limpieza cuando el huracán Elías arrasó Los Ángeles. Leo la siguiente: trata sobre su
primera semana en la patrulla de la comandante Jameson. La tercera es muy corta,
apenas un párrafo en el que Metias se queja porque le han tocado dos turnos de noche
seguidos. Eso me hace sonreír. Recuerdo sus palabras: «Soy incapaz de mantenerme
despierto», me contó después de su primera guardia nocturna. «¿De verdad creerá la
comandante que podemos vigilar después de haber pasado la noche en vela? Estoy tan
cansado que si el canciller de las Colonias hubiera entrado tranquilamente en la
intendencia de Batalla, yo no me habría dado ni cuenta».
Noto una lágrima que rueda por mi mejilla y la limpio rápidamente. Ollie gime a mi lado.
Hundo los dedos en el pelo blanco y espeso de su cuello, y él apoya la cabeza en mi
regazo con un suspiro.
A veces, Metias se preocupaba por bobadas…
Sigo leyendo, pero los ojos me pesan. Las palabras empiezan a mezclarse y dejo de
distinguir lo que pone. Finalmente, dejo el diario a un lado y me quedo dormida.
Day aparece en mis sueños. Me agarra de la mano y el corazón me late con fuerza por
su contacto. El cabello le cae sobre los hombros como una cortina sedosa. Tiene un
mechón empapado en sangre escarlata y una mirada de dolor en los ojos.
—Yo no maté a tu hermano —susurra mientras me abraza—. Te lo prometo. No pude
hacerlo.
Cuando me despierto, me quedo quieta un rato tratando de digerir las palabras que ha
dicho Day en mi sueño. Dirijo la mirada hacia el ordenador. ¿Qué pasaría realmente la
noche en que Metias murió? Si Day le lanzó el cuchillo al hombro, ¿cómo es posible que
acabara en su pecho? Solo de pensarlo se me encoge el corazón. Miro a Ollie.
—¿Quién querría hacer daño a Metias? —le pregunto, y él me devuelve la mirada con
ojos tristes—. ¿Y por qué?
Me levanto del sofá, enciendo el ordenador y busco el informe forense. Cuatro páginas
de texto, una de fotos. Decido examinar las fotos de cerca: la comandante Jameson me
dio solo unos minutos para examinar el cuerpo de Metias, y yo no los aproveché como
hubiera debido. Pero ¿cómo iba a concentrarme en esa situación? Jamás puse en duda
que lo hubiera matado Day.
Abro las primeras fotografías y las amplío a pantalla completa. La cabeza me da vueltas
al mirarlas. La cara sin vida de Metias vuelta hacia el cielo, su pelo desparramado en
torno a la cabeza. El brillo de la sangre de su camisa. Tomo aire, cierro los ojos y me
digo a mí misma que debo concentrarme. He sido capaz de leer el texto del informe,
pero es la primera vez que me atrevo a mirar las fotos. Tengo que hacerlo. Vuelvo a
abrir los ojos y observo su cuerpo. Ojalá hubiese examinado sus heridas cuando tuve la
oportunidad.
Primero me aseguro de que el cuchillo está clavado en el pecho. Hay manchas de
sangre en la empuñadura, y la hoja ni siquiera se ve.
Entonces miro el hombro de metias. Por la tela de la camisa se extiende una mancha
viscosa de sangre. No puede ser toda del pecho, ahí tiene que haber otra herida.
Amplío más la foto, pero se ve demasiado borrosa. Tal vez tenga un corte en el
hombro, pero no puedo verlo desde este ángulo.
Cierro la imagen y pincho en otra.
Entonces me doy cuenta de algo: todas las fotografías están tomadas desde el mismo
punto. Apenas se distinguen los detalles del hombro, ni siquiera del cuchillo. Frunzo el
ceño: como estudio de la escena de un crimen, resulta bastante pobre. ¿Por qué no hay
un primer plano de las heridas? Navego por el informe otra vez en busca de alguna
página en la que estaba e intento encontrar sentido a todo esto.
Puede que las demás fotos sean información clasificada. ¿Y si la comandante Jameson
pidió que las retiraran para ahorrarme sufrimientos? Sacudo la cabeza, eso es una
estupidez. Si fuera así, ni siquiera me habría enviado el informe. Me quedo mirando la
pantalla y finalmente me atrevo a concebir otra posibilidad.
¿Y si la comandante intentara ocultarme algo?
No, no puede ser. Me incorporo y vuelvo a abrir la primera foto. ¿Por qué iba a
ocultarme los detalles del asesinato de mi hermano? La comandante adora a sus
soldados. Estaba indignada por la muerte de Metias, incluso organizó su funeral. La
llenaba de orgullo tenerlo en su patrulla; fue ella quién le hizo capitán.
Sin embargo, me extraña mucho que el fotógrafo hiciera unas fotos tan deficientes.
Examino el problema desde todos los ángulos, pero siempre llego a la misma
conclusión. Este informe está incompleto. Me paso la mano por el pelo, frustrada. No lo
entiendo.
De repente me fijo en el cuchillo. La imagen está pixelada y es casi imposible distinguir
los detalles, pero me viene a la mente un recuerdo que me revuelve el estómago. La
sangre de la empuñadura es oscura, pero tiene una mancha todavía más oscura
encima. Al principio pienso que es un dibujo del mango, pero luego me doy cuenta de
que las marcas se ven por encima de la sangre, Son negras, espesas e irregulares.
Intento recordar cómo era el cuchillo.
Esas manchas negras parecen de grasa de fusil. Como la marca que tenía Thomas en la
frente cuando le vi esa noche.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
A la mañana siguiente, June entra en mi celda y se detiene al verme desplomado contra
la pared. La saludo con un movimiento de cabeza. Vacila por un instante, pero recupera
rápidamente la compostura.
—Has debido de enfadar mucho a alguien —comenta, y hace un chasquido con los
dedos en dirección a los soldados—. Todo el mundo fuera; quiero hablar en privado
con el prisionero —señala las cámaras de seguridad de las esquinas—. Apágalas.
El soldado al mando se cuadra.
—A sus órdenes.
Mientras desconectan las cámaras, la veo sacar dos cuchillos del cinturón. También he
debido de enfadarla a ella. Una carcajada burbujea en mi garganta antes de convertirse
en un ataque de tos. Bueno... Tarde o temprano, a todo el mundo le llega el momento.
Los soldados salen de la celda y cierran la puerta. June se acerca y se agacha a mi lado.
Me preparó para sentir el tacto frío del cuchillo contra la piel.
—Day... —dice sin moverse.
Vuelve a guardarse los cuchillos en el cinto y saca una cantimplora. Vaya, de modo que
estaba disimulando para engañar a los soldados. Me salpica la cara de agua fría. Me
estremezco, pero abro la boca para beber. El agua nunca me ha sabido mejor.
June me vierte un chorro directamente en la boca y aparta la cantimplora.
—Tienes la cara machacada —su cara tiene una expresión difícil, de preocupación
mezclada con algo más—. ¿Quién te ha hecho esto?
Me sorprende que le importe.
—Gracias por preguntar. Me temo que ha sido tu amigo el capitán.
—¿Thomas?
—El mismo. Se ha enterado de que nos besamos y la idea no parece hacerle muy feliz,
de modo que vino a interrogarme acerca de los Patriotas. Al parecer, Kaede es una de
ellos. Qué pequeño es el mundo, ¿eh?
Un destello de furia le cruza la cara.
—No me dijo nada. Ayer por la noche me... Bueno, lo hablaré con la comandante
Jameson.
—Gracias —pestañeo para evitar que me entre agua en los ojos—. Me preguntaba
cuándo vendrías... —titubeo por un segundo— ¿Has averiguado algo de Tess? ¿Sabes si
está viva?
June baja la vista.
—No sé nada. Lo siento, pero no tengo forma de averiguar dónde está. No creo que la
detengan, siempre y cuando no llame mucho la atención. No le he hablado a nadie de
ella. Su nombre no aparece en las listas de detenidos... ni en las de muertos.
Me siento frustrado por la falta de noticias y aliviado al mismo tiempo.
—¿Cómo están mis hermanos?
—No tengo acceso a Eden, aunque estoy segura de que sigue vivo. John está... bien,
teniendo en cuenta las circunstancias —cuando levanta la vista, sus ojos muestran una
expresión confusa—. Siento lo de ayer con Thomas.
—Ya —musito—. ¿Hay algún motivo para que hoy estés tan amable?
No esperaba que se tomara mi pregunta en serio, pero lo hace. Me observa y se sienta
frente a mí con las piernas dobladas a lo indio. Parece diferente: apagada, triste,
insegura. Nunca había visto este gesto en su cara, ni siquiera durante los días que
pasamos en las calles.
—¿Te preocupa algo?
June agacha la cabeza y se queda un buen rato callada. Su actitud me intriga. ¿Estará
intentando convencerse de que debe confiar en mí?
—Ayer revisé el informe del asesinato de mi hermano —su voz se apaga hasta
convertirse en un susurro y tengo que inclinarme hacia ella para oír lo que dice.
—¿Y…?
June me busca la mirada y duda antes de hablar.
—Day, ¿de verdad no... no fuiste tú quien asesinó a Metias?
Ha debido de encontrar algo. Quiere una confesión.
La noche en que asalté el hospital me viene a la mente en una sucesión rápida de
imágenes: mi disfraz, Metias mirándome cuando pasé a su lado, el médico joven que
tomé como rehén, las balas que rebotaban contra los frigoríficos. Mí larga caída. El
encuentro con Metias, la forma en que le lancé el cuchillo. Vi cómo le daba en el
hombro; se clavó tan lejos de su corazón que de ninguna manera pudo matarlo. Le
sostengo la mirada a June.
—Yo no maté a tu hermano —intento agarrarle la mano y una punzada de dolor me
recorre el brazo—. No sé quién lo hizo. Lamento haberlo herido, pero era la única
manera de escapar. Ojalá hubiera tenido más tiempo para pensar en cómo salir de
aquella.
June asiente en silencio. Su expresión me parte el alma; por un instante, me gustaría
abrazarla. Necesita consuelo.
—Le echo de menos, ¿sabes? —susurra—. Pensaba que estaría a mi lado toda la vida,
que sería siempre un apoyo para mí. Era todo lo que tenía. Y ahora se ha ido y me
gustaría saber por qué —menea la cabeza despacio, como si se sintiera derrotada, y
vuelve a mirarme. La tristeza le da una belleza increíble; es como si la nieve cubriera un
paisaje inhóspito—. Y no sé por qué... Eso es lo peor de todo, Day. Que no sé por qué
ha muerto. ¿Quién querría matarlo?
Me cuesta respirar. Lo que dice es tan parecido a lo que siento yo por la muerte de mi
madre... No sabía que hubiera perdido a sus padres, aunque debería haberlo adivinado
por la forma en que se comporta. June no mató a mi madre ni contagió de peste a mi
familia; no es más que una chica que perdió a su hermano, y alguien le hizo creer que
era culpa mía. Por eso me siguió la pista, por eso me delató. Si yo hubiera estado en su
lugar, habría hecho lo mismo.
Empieza a llorar. Le sonrío tímidamente, me incorporó y estiró la mano hacia su rostro
con un tintineo de cadenas. Le enjugo las lágrimas. No decimos nada más; no hay
necesidad de palabras. Sé lo que está pensando: si tengo razón sobre lo de su
hermano, ¿en qué más cosas la tendré?
Después de un instante, June me toma la mano y la aprieta contra su mejilla. Su
contacto me provoca una oleada de calor. Es tan bella... Apenas puedo resistir el
impulso de atraerla hacia mí y pegar mis labios contra los suyos para tratar de borrar la
tristeza de sus ojos. Ojalá pudiera volver atrás, a la noche en que la encontré en el
callejón.
Decido romper el silencio.
—Yo creo que los dos tenemos un enemigo común —murmuro—. Y me parece que
nos ha enfrentado al uno contra el otro.
June suspira.
—No sé... —responde, aunque su voz me dice que está de acuerdo conmigo—. Es
peligroso hablar de esto aquí —aparta la vista, mete la mano bajo su capa y saca algo
que creí que no volvería a ver.
—Toma. Quiero devolvértelo; ya no me sirve de nada.
Me gustaría arrebatárselo, pero el peso de las cadenas me lo impide. Lo que reposa en
la mano de June es mi colgante. Está algo arañado y sucio, pero sigue entero. La
cadena forma un montoncito en la palma.
—Lo tenías... —musito—. Lo encontraste esa noche en el hospital, ¿verdad? Por eso
me reconociste: te diste cuenta de que trataba de acariciar un colgante que ya no
llevaba puesto.
June asiente en silencio. Me agarra la mano y deja caer el colgante entre mis dedos. Lo
contemplo, sumido en mis recuerdos.
Mi padre... Ver el colgante de nuevo me devuelve su recuerdo. Regreso al pasado, al día
en que volvió a casa después de seis meses en que no supimos nada de él. Cuando se
aseguró de que nadie lo había visto entrar, cerró las cortinas, abrazó a mi madre y le dio
un beso larguísimo, posando la mano sobre su estómago en un ademán protector.
John esperaba pacientemente, con las manos en los bolsillos. Yo todavía era muy
pequeño, lo bastante para abrazarme a su pierna. Eden no había nacido: estaba en el
vientre de mi madre.
—¿Cómo están mis chicos? —dijo mi padre al fin. Me acarició la mejilla y sonrió a John,
que le devolvió una sonrisa de oreja a oreja. Ya era lo bastante mayor para dejarse
crecer el pelo, y lo llevaba recogido en una coleta corta. Levantó un papel sellado.
—¡Mira! —gritó— ¡He pasado la Prueba!
—iLo conseguiste! —mi padre le dio una palmada en la espalda y luego un apretón de
manos, como si ya fuese un hombre.
Todavía recuerdo el alivio que mostraban sus ojos, el temblor de alegría que sonaba en
su voz. Todos habíamos estado muy preocupados pensando que John no pasaría la
Prueba, porque le costaba mucho leer. Mi padre se agachó.
—Estoy muy orgulloso de ti, Johnny. Buen trabajo —le dijo. Entonces se volvió hacia
mí. Recuerdo que examiné su rostro con atención. Oficialmente, mi padre trabajaba
para la República retirando escombros en las zonas por las que pasaba el frente de
guerra, pero siempre sospeché que no era su única ocupación. Aquellas historias que
me contaba a veces sobre las Colonias y sus alegres ciudades, su avanzada tecnología,
sus días festivos... En aquel momento, me hubiera gustado preguntarle por qué
tardaba tanto en volver a casa cuando acababan sus periodos de servicio, por qué no
venía nunca a vernos.
Pero algo captó mi atención, una forma circular que sobresalía en la tela de su chaleco.
—Tienes algo en el bolsillo, papá —dije.
Él se rio entre dientes.
—Has dado en el clavo, Daniel —se giró hacia mi madre—. Es muy perspicaz, ¿eh?
Ella me sonrió. Mi padre titubeó un poco y nos indicó a todos que entráramos en el
dormitorio, al fondo de la casa.
—Grace, mira esto con atención —dijo tras cerrar la puerta. Se sacó el objeto del
chaleco y mi madre lo contempló con extrañeza.
—¿Qué es?
—Una prueba más.
Me las ingenié para echarle un buen vistazo al objeto mientras mi padre lo hacía girar
entre sus dedos. Por un lado se veía un pájaro; por el otro, un hombre de perfil. En una
cara estaba grabado: «Estados Unidos de América. En Dios confiamos. Un cuarto de
dólar». La otra rezaba: «Libertad, 1990».
—¿Lo ves? Es una prueba —lo apretó en el puño.
—¿Dónde lo has encontrado?—preguntó mi madre.
—En los pantanos del sur, en el frente. Es una moneda auténtica del año 1990. ¿Ves el
nombre? Estados Unidos. Existieron de verdad.
Los ojos de mi madre brillaban de emoción, pero contempló a mi padre con seriedad.
—Es muy peligroso conservar esto —susurró—. No podemos guardarlo en casa.
Mi padre asintió.
—Pero tampoco podemos destruirlo. Hay que conservarlo, Grace; tal vez sea la única
moneda de este tipo que quede en el mundo —la puso en la palma de la mano de mi
madre y le cerró los dedos sobre ella—. Voy a hacerle una funda metálica, algo que la
cubra por las dos caras. La soldaré para que no se sepa lo que hay dentro.
—¿Y qué vamos a hacer con ella?
—Ocultarla —mi padre se detuvo un instante y nos miró a John y a mí—. Los mejores
escondites son los que están a la vista de todo el mundo. Si se la damos a los chicos
como si fuera un medallón, la gente pensará que es un colgante normal y corriente. En
cambio, si los soldados la encontraran escondida bajo la tarima, sabrían que es algo
importante.
Me quedé callado; incluso a esa edad entendía la preocupación de mi padre. Nuestra
casa había sufrido varias inspecciones de rutina, como todos los edificios de la calle. Si
escondíamos algo, acabarían por encontrarlo.
Mi padre se marchó al día siguiente antes de que amaneciera. Solo le vi una vez más.
Los recuerdos me abruman por un momento. Me repongo y elevo la vista hacia June.
—Gracias por encontrarlo —me pregunto si notará toda la tristeza que siento en este
instante—. Gracias por devolvérmelo.
A la mañana siguiente, June entra en mi celda y se detiene al verme desplomado contra
la pared. La saludo con un movimiento de cabeza. Vacila por un instante, pero recupera
rápidamente la compostura.
—Has debido de enfadar mucho a alguien —comenta, y hace un chasquido con los
dedos en dirección a los soldados—. Todo el mundo fuera; quiero hablar en privado
con el prisionero —señala las cámaras de seguridad de las esquinas—. Apágalas.
El soldado al mando se cuadra.
—A sus órdenes.
Mientras desconectan las cámaras, la veo sacar dos cuchillos del cinturón. También he
debido de enfadarla a ella. Una carcajada burbujea en mi garganta antes de convertirse
en un ataque de tos. Bueno... Tarde o temprano, a todo el mundo le llega el momento.
Los soldados salen de la celda y cierran la puerta. June se acerca y se agacha a mi lado.
Me preparó para sentir el tacto frío del cuchillo contra la piel.
—Day... —dice sin moverse.
Vuelve a guardarse los cuchillos en el cinto y saca una cantimplora. Vaya, de modo que
estaba disimulando para engañar a los soldados. Me salpica la cara de agua fría. Me
estremezco, pero abro la boca para beber. El agua nunca me ha sabido mejor.
June me vierte un chorro directamente en la boca y aparta la cantimplora.
—Tienes la cara machacada —su cara tiene una expresión difícil, de preocupación
mezclada con algo más—. ¿Quién te ha hecho esto?
Me sorprende que le importe.
—Gracias por preguntar. Me temo que ha sido tu amigo el capitán.
—¿Thomas?
—El mismo. Se ha enterado de que nos besamos y la idea no parece hacerle muy feliz,
de modo que vino a interrogarme acerca de los Patriotas. Al parecer, Kaede es una de
ellos. Qué pequeño es el mundo, ¿eh?
Un destello de furia le cruza la cara.
—No me dijo nada. Ayer por la noche me... Bueno, lo hablaré con la comandante
Jameson.
—Gracias —pestañeo para evitar que me entre agua en los ojos—. Me preguntaba
cuándo vendrías... —titubeo por un segundo— ¿Has averiguado algo de Tess? ¿Sabes si
está viva?
June baja la vista.
—No sé nada. Lo siento, pero no tengo forma de averiguar dónde está. No creo que la
detengan, siempre y cuando no llame mucho la atención. No le he hablado a nadie de
ella. Su nombre no aparece en las listas de detenidos... ni en las de muertos.
Me siento frustrado por la falta de noticias y aliviado al mismo tiempo.
—¿Cómo están mis hermanos?
—No tengo acceso a Eden, aunque estoy segura de que sigue vivo. John está... bien,
teniendo en cuenta las circunstancias —cuando levanta la vista, sus ojos muestran una
expresión confusa—. Siento lo de ayer con Thomas.
—Ya —musito—. ¿Hay algún motivo para que hoy estés tan amable?
No esperaba que se tomara mi pregunta en serio, pero lo hace. Me observa y se sienta
frente a mí con las piernas dobladas a lo indio. Parece diferente: apagada, triste,
insegura. Nunca había visto este gesto en su cara, ni siquiera durante los días que
pasamos en las calles.
—¿Te preocupa algo?
June agacha la cabeza y se queda un buen rato callada. Su actitud me intriga. ¿Estará
intentando convencerse de que debe confiar en mí?
—Ayer revisé el informe del asesinato de mi hermano —su voz se apaga hasta
convertirse en un susurro y tengo que inclinarme hacia ella para oír lo que dice.
—¿Y…?
June me busca la mirada y duda antes de hablar.
—Day, ¿de verdad no... no fuiste tú quien asesinó a Metias?
Ha debido de encontrar algo. Quiere una confesión.
La noche en que asalté el hospital me viene a la mente en una sucesión rápida de
imágenes: mi disfraz, Metias mirándome cuando pasé a su lado, el médico joven que
tomé como rehén, las balas que rebotaban contra los frigoríficos. Mí larga caída. El
encuentro con Metias, la forma en que le lancé el cuchillo. Vi cómo le daba en el
hombro; se clavó tan lejos de su corazón que de ninguna manera pudo matarlo. Le
sostengo la mirada a June.
—Yo no maté a tu hermano —intento agarrarle la mano y una punzada de dolor me
recorre el brazo—. No sé quién lo hizo. Lamento haberlo herido, pero era la única
manera de escapar. Ojalá hubiera tenido más tiempo para pensar en cómo salir de
aquella.
June asiente en silencio. Su expresión me parte el alma; por un instante, me gustaría
abrazarla. Necesita consuelo.
—Le echo de menos, ¿sabes? —susurra—. Pensaba que estaría a mi lado toda la vida,
que sería siempre un apoyo para mí. Era todo lo que tenía. Y ahora se ha ido y me
gustaría saber por qué —menea la cabeza despacio, como si se sintiera derrotada, y
vuelve a mirarme. La tristeza le da una belleza increíble; es como si la nieve cubriera un
paisaje inhóspito—. Y no sé por qué... Eso es lo peor de todo, Day. Que no sé por qué
ha muerto. ¿Quién querría matarlo?
Me cuesta respirar. Lo que dice es tan parecido a lo que siento yo por la muerte de mi
madre... No sabía que hubiera perdido a sus padres, aunque debería haberlo adivinado
por la forma en que se comporta. June no mató a mi madre ni contagió de peste a mi
familia; no es más que una chica que perdió a su hermano, y alguien le hizo creer que
era culpa mía. Por eso me siguió la pista, por eso me delató. Si yo hubiera estado en su
lugar, habría hecho lo mismo.
Empieza a llorar. Le sonrío tímidamente, me incorporó y estiró la mano hacia su rostro
con un tintineo de cadenas. Le enjugo las lágrimas. No decimos nada más; no hay
necesidad de palabras. Sé lo que está pensando: si tengo razón sobre lo de su
hermano, ¿en qué más cosas la tendré?
Después de un instante, June me toma la mano y la aprieta contra su mejilla. Su
contacto me provoca una oleada de calor. Es tan bella... Apenas puedo resistir el
impulso de atraerla hacia mí y pegar mis labios contra los suyos para tratar de borrar la
tristeza de sus ojos. Ojalá pudiera volver atrás, a la noche en que la encontré en el
callejón.
Decido romper el silencio.
—Yo creo que los dos tenemos un enemigo común —murmuro—. Y me parece que
nos ha enfrentado al uno contra el otro.
June suspira.
—No sé... —responde, aunque su voz me dice que está de acuerdo conmigo—. Es
peligroso hablar de esto aquí —aparta la vista, mete la mano bajo su capa y saca algo
que creí que no volvería a ver.
—Toma. Quiero devolvértelo; ya no me sirve de nada.
Me gustaría arrebatárselo, pero el peso de las cadenas me lo impide. Lo que reposa en
la mano de June es mi colgante. Está algo arañado y sucio, pero sigue entero. La
cadena forma un montoncito en la palma.
—Lo tenías... —musito—. Lo encontraste esa noche en el hospital, ¿verdad? Por eso
me reconociste: te diste cuenta de que trataba de acariciar un colgante que ya no
llevaba puesto.
June asiente en silencio. Me agarra la mano y deja caer el colgante entre mis dedos. Lo
contemplo, sumido en mis recuerdos.
Mi padre... Ver el colgante de nuevo me devuelve su recuerdo. Regreso al pasado, al día
en que volvió a casa después de seis meses en que no supimos nada de él. Cuando se
aseguró de que nadie lo había visto entrar, cerró las cortinas, abrazó a mi madre y le dio
un beso larguísimo, posando la mano sobre su estómago en un ademán protector.
John esperaba pacientemente, con las manos en los bolsillos. Yo todavía era muy
pequeño, lo bastante para abrazarme a su pierna. Eden no había nacido: estaba en el
vientre de mi madre.
—¿Cómo están mis chicos? —dijo mi padre al fin. Me acarició la mejilla y sonrió a John,
que le devolvió una sonrisa de oreja a oreja. Ya era lo bastante mayor para dejarse
crecer el pelo, y lo llevaba recogido en una coleta corta. Levantó un papel sellado.
—¡Mira! —gritó— ¡He pasado la Prueba!
—iLo conseguiste! —mi padre le dio una palmada en la espalda y luego un apretón de
manos, como si ya fuese un hombre.
Todavía recuerdo el alivio que mostraban sus ojos, el temblor de alegría que sonaba en
su voz. Todos habíamos estado muy preocupados pensando que John no pasaría la
Prueba, porque le costaba mucho leer. Mi padre se agachó.
—Estoy muy orgulloso de ti, Johnny. Buen trabajo —le dijo. Entonces se volvió hacia
mí. Recuerdo que examiné su rostro con atención. Oficialmente, mi padre trabajaba
para la República retirando escombros en las zonas por las que pasaba el frente de
guerra, pero siempre sospeché que no era su única ocupación. Aquellas historias que
me contaba a veces sobre las Colonias y sus alegres ciudades, su avanzada tecnología,
sus días festivos... En aquel momento, me hubiera gustado preguntarle por qué
tardaba tanto en volver a casa cuando acababan sus periodos de servicio, por qué no
venía nunca a vernos.
Pero algo captó mi atención, una forma circular que sobresalía en la tela de su chaleco.
—Tienes algo en el bolsillo, papá —dije.
Él se rio entre dientes.
—Has dado en el clavo, Daniel —se giró hacia mi madre—. Es muy perspicaz, ¿eh?
Ella me sonrió. Mi padre titubeó un poco y nos indicó a todos que entráramos en el
dormitorio, al fondo de la casa.
—Grace, mira esto con atención —dijo tras cerrar la puerta. Se sacó el objeto del
chaleco y mi madre lo contempló con extrañeza.
—¿Qué es?
—Una prueba más.
Me las ingenié para echarle un buen vistazo al objeto mientras mi padre lo hacía girar
entre sus dedos. Por un lado se veía un pájaro; por el otro, un hombre de perfil. En una
cara estaba grabado: «Estados Unidos de América. En Dios confiamos. Un cuarto de
dólar». La otra rezaba: «Libertad, 1990».
—¿Lo ves? Es una prueba —lo apretó en el puño.
—¿Dónde lo has encontrado?—preguntó mi madre.
—En los pantanos del sur, en el frente. Es una moneda auténtica del año 1990. ¿Ves el
nombre? Estados Unidos. Existieron de verdad.
Los ojos de mi madre brillaban de emoción, pero contempló a mi padre con seriedad.
—Es muy peligroso conservar esto —susurró—. No podemos guardarlo en casa.
Mi padre asintió.
—Pero tampoco podemos destruirlo. Hay que conservarlo, Grace; tal vez sea la única
moneda de este tipo que quede en el mundo —la puso en la palma de la mano de mi
madre y le cerró los dedos sobre ella—. Voy a hacerle una funda metálica, algo que la
cubra por las dos caras. La soldaré para que no se sepa lo que hay dentro.
—¿Y qué vamos a hacer con ella?
—Ocultarla —mi padre se detuvo un instante y nos miró a John y a mí—. Los mejores
escondites son los que están a la vista de todo el mundo. Si se la damos a los chicos
como si fuera un medallón, la gente pensará que es un colgante normal y corriente. En
cambio, si los soldados la encontraran escondida bajo la tarima, sabrían que es algo
importante.
Me quedé callado; incluso a esa edad entendía la preocupación de mi padre. Nuestra
casa había sufrido varias inspecciones de rutina, como todos los edificios de la calle. Si
escondíamos algo, acabarían por encontrarlo.
Mi padre se marchó al día siguiente antes de que amaneciera. Solo le vi una vez más.
Los recuerdos me abruman por un momento. Me repongo y elevo la vista hacia June.
—Gracias por encontrarlo —me pregunto si notará toda la tristeza que siento en este
instante—. Gracias por devolvérmelo.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 24: Me parece hermoso ke June sienta kulpa.. aun la odio, tambien komprobe ke Thomas esta enamorado de ella tal komo pensaba y ke Day habia tenido 1500 en su prueba kosa ke tambien suponia... kuando llegara a darse kuenta ke el no mato a Metias? y ke alguien me explike komo es ke en la autopsia no decia nada sobre puñalada en el hombro
Kapi 25: Mresulta muy kurioso ke ni sikiera el mismo Day konozka el resultado real de su prueba, es raro ke la republika no kiera un tipo kon sus notas…
Kapi 26: Al fin June esta konociendo la verdad, y asi sea Day kien se la cuenta, ella ira a komprobarlo..
Kapi 27: El pueblo kiere a Day libre, ellos saben ke el siempre kuido de ellos en lo ke pudo!
Kapi 28: Thomas es demasiado vil, al igual ke Jameson, June esta komenzando a darse kuenta la mierda ke es su Republika.. kuanto tardara en rebelarse en su contra?
En un rato sigo poniéndome al dia
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
son una bola de asesinos, como pudieron hacerle eso a la gente, Thomas solo quiere ser importante, no le importa a quien se lleve entre las patas, lo bueno que a June ya se le están abriendo los ojos y se esta dando cuenta que algo pasa, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 29: Por Dios! Me enferma Thomas, ke hombre mas desagradable y repulsivo... Ke odio, segura kada vez mas ke ese mato a Methias para poder acerkarce mas a June.. menudo idiota...
Kapi 30: Tal kual.. al fin June deja de ser ciega!! Thomas lo hizo para kedarse kon todo lo de Metias
Kapi 31: Al fin sabemos ke hay dentro del medallon! Mi Dios, jaja me gusta ke June le krea a Day
Kapi 30: Tal kual.. al fin June deja de ser ciega!! Thomas lo hizo para kedarse kon todo lo de Metias
Kapi 31: Al fin sabemos ke hay dentro del medallon! Mi Dios, jaja me gusta ke June le krea a Day
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Estoy un poco atrasada, pero estoy intentando poder colocarme al dia lo antes posible
Capitulo Day (Capitulo 21)
Maldición ese fue demasiado sádico... Especialmente viniendo de June... El verdad que matar a su mamá a sangre fria fue demasiado para cualquiera
Capitulo June (Capitulo 22)
Pobre no sabe en lo que esta metida... Y no creo que su hermano en algún momento le enseñara el ojo por ojo, diente por dientes. Aca la unica que gana es la comandante todo los demas son solo victimos
Capitulo Day (Capitulo 23)
Pobre Daniel en verdad que me da pena en la posición que se encuentra siendo tan joven... Y aun mas la perdida de su mamá y el remordimiento de ello.
June me tiene un poco descolocada, creo que al intentar demostrar que puede der fuerte y capaz no la deja ver ciertas cosas.
Capitulo June (Capitulo 24)
La actitud de Thomas me trae mala espina... Creo que algo oculta y no me parecería raro que hasta tuviera que ver con la muete de Metia.
Coml que Day saca el mas alto puntaje, pero aun asi lo clasificaron mal? Puedo que todo esto no sea solo sus delitos, si no por ser un riesgo mayor para la republica... Todo es tan extraño
Capitulo Day (Capitulo 25)
Que sadico todos los castigos que le imponen a Day. Creo que Chian tiene algo que ver con que Day fuera asignado con un puntaje tan bajo.
Capitulo June (Capitulo 26)
Que porqueria de política tiene... Ahora se entiende mejor por que tanta busqueda a Day, al final para que todo continué conl hasta ahora tiene que eliminar todo a quien pueda pensar aun mas de los que ellos desean.
Pero por que June que obtuvo puntaje perfecto, tuvo otra suerte? Sera que su hermano tiene algo que ver con ello.
Capitulo Day (Capitulo 27)
No esperaba las manifestación de parte de los ciudadanos eso sera mejor que ellos... Un poco de aire frescos en todo lo turbio que se maneja entre esas paredes.
To Be Continued
Capitulo Day (Capitulo 21)
Maldición ese fue demasiado sádico... Especialmente viniendo de June... El verdad que matar a su mamá a sangre fria fue demasiado para cualquiera
Capitulo June (Capitulo 22)
Pobre no sabe en lo que esta metida... Y no creo que su hermano en algún momento le enseñara el ojo por ojo, diente por dientes. Aca la unica que gana es la comandante todo los demas son solo victimos
Capitulo Day (Capitulo 23)
Pobre Daniel en verdad que me da pena en la posición que se encuentra siendo tan joven... Y aun mas la perdida de su mamá y el remordimiento de ello.
June me tiene un poco descolocada, creo que al intentar demostrar que puede der fuerte y capaz no la deja ver ciertas cosas.
Capitulo June (Capitulo 24)
La actitud de Thomas me trae mala espina... Creo que algo oculta y no me parecería raro que hasta tuviera que ver con la muete de Metia.
Coml que Day saca el mas alto puntaje, pero aun asi lo clasificaron mal? Puedo que todo esto no sea solo sus delitos, si no por ser un riesgo mayor para la republica... Todo es tan extraño
Capitulo Day (Capitulo 25)
Que sadico todos los castigos que le imponen a Day. Creo que Chian tiene algo que ver con que Day fuera asignado con un puntaje tan bajo.
Capitulo June (Capitulo 26)
Que porqueria de política tiene... Ahora se entiende mejor por que tanta busqueda a Day, al final para que todo continué conl hasta ahora tiene que eliminar todo a quien pueda pensar aun mas de los que ellos desean.
Pero por que June que obtuvo puntaje perfecto, tuvo otra suerte? Sera que su hermano tiene algo que ver con ello.
Capitulo Day (Capitulo 27)
No esperaba las manifestación de parte de los ciudadanos eso sera mejor que ellos... Un poco de aire frescos en todo lo turbio que se maneja entre esas paredes.
To Be Continued
Enviado desde Topic'it
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
No puedo dejar de pensar en Day.
Al llegar a mi apartamento, me echo un rato y sueño con él. Me estrecha entre sus
brazos, me besa, me acaricia los brazos y el pelo, me rodea la cintura, pega su pecho al
mío... siento su aliento en las mejillas, en el cuello, en las orejas... noto el tacto de su
larga cabellera y me ahogo en las profundidades de sus ojos. Cuando me despierto y
me doy cuenta de que estoy sola, me cuesta respirar.
Sus palabras cruzan por mi mente una y otra vez hasta que dejo de entenderlas. Su voz
me repite que no fue él quien asesinó a Metias, que la República propaga la peste en
los sectores pobres. Pienso en lo que compartimos en las calles de Lake, cuando se
arriesgaba para que yo pudiera descansar. Y en lo que hemos compartido hoy, en sus
manos rozando mis mejillas para secar las lágrimas.
Por más que lo intente, ya no soy capaz de odiarle. Y si descubro alguna prueba de que
fue otra persona la que mató a Metias, no tendré motivo para hacerlo. Hace mucho
tiempo llegué a sentirme atraída por su leyenda, por todas las historias que se
contaban sobre él. Ahora noto cómo regresa esa fascinación. Recuerdo su rostro, tan
hermoso a pesar del dolor, de la tortura, de la tristeza; sus ojos azules y sinceros. Me
avergüenza admitir lo mucho que he disfrutado del rato que he estado con él en la
celda. Su voz hace que mi mente se detenga, que deje de analizar las cosas, y la llena de
emociones: a veces de deseo, otras de miedo, otras incluso de ira. Pero siempre me
provoca algo, algo que no estaba antes ahí.
19:12
Sector Tanagashi
26°C
—Me he enterado de que mantuviste una conversación privada con Day esta tarde —
comenta Thomas.
Estamos sentados en una cafetería, comiendo edamame. Es el mismo sitio al que
solíamos venir con Metias. Que Thomas haya elegido este lugar no hace más que
empeorar las cosas; soy incapaz de olvidar la mancha de grasa en la empuñadura del
cuchillo que mató a mi hermano.
Tal vez me esté poniendo a prueba; a lo mejor supone que albergo sospechas.
Me como un pedazo de carne de cerdo para no contestar. Por suerte, la mesa que se
interpone entre los dos es bastante ancha. Thomas se ha esforzado mucho para
convencerme de que le perdone, para que acepte cenar con él. No sé por qué.
¿Pretenderá hacerme hablar, distraerme por si se me escapa algo? ¿Querrá tirarme de la
lengua y luego delatarme ante la comandante Jameson? No hacen falta demasiadas
pruebas para iniciar una investigación contra cualquiera. Puede que esto no sea más
que una trampa.
Pero también puede que Thomas solo quiera hacer las paces conmigo.
Como no lo sé, actúo con mucha cautela.
Thomas me observa.
—¿Qué le dijiste?
Hay algo tenso en su voz. Celos.
—Da lo mismo, Thomas —contesto con frialdad, y le rozo un brazo para desviar su
atención—. Piénsalo: si alguien matara a tu ser más querido, ¿no querrías averiguar por
qué lo hizo? Pensé que hablaría si no había guardas presentes. Pero no hay manera. Me
quedaré mucho más tranquila cuando lo fusilen.
Thomas se relaja un poco, pero no deja de escrutar mi cara.
—Creo que deberías dejar de visitarlo —sugiere tras un largo silencio—. No parece
ayudarte demasiado. Le puedo pedir a la comandante Jameson que le asigne otro
supervisor; no quiero ni pensar en lo que supone para ti ver todos los días al asesino de
tu hermano.
Asiento con la cabeza y tomo un bocado de soja. Si me quedo callada, puede sospechar
algo. Se me pasa por la mente que tal vez esté cenando junto al asesino de mi
hermano. Actúa con lógica. Precaución y lógica. Observo con disimulo las manos de
Thomas. ¿Serán esas las manos que apuñalaron a Metias en el corazón?
—Tienes razón —respondo con aire natural, como si le agradeciera su preocupación
por mí—. No le he sacado nada de utilidad. En cualquier caso, pronto desaparecerá de
mi vida.
Thomas se encoge de hombros.
—Me alegro de que pienses así —deja cincuenta billetes en la mesa y el camarero se
acerca a cobrar—. Day no es más que un criminal condenado a muerte. Lo que pueda
decir no debería importarle ni lo más mínimo a una persona de tu posición.
Mastico otro bocado antes de contestar.
—Es que no me importa, Thomas —respondo—. Para mí, hablar con él es como hablar
con un perro.
Eso digo en voz alta, pero lo que pienso es bien distinto: Si Day dice la verdad, sí que me
importan sus palabras. Me importan muchísimo.
Después de que Thomas me haya acompañado a casa, me siento frente al ordenador y
abro el informe del asesinato de Metias. Aún sigo examinándolo a medianoche. He
mirado las fotos tantas veces que ya puedo hacerlo sin dar un respingo, pero todavía
me provocan una sensación de náusea. Cuanto más miro las manchas negras del
cuchillo, más me convenzo de que son de grasa de fusil.
Al cabo de varias horas, agoto mi capacidad de aguante y decido sentarme en el sillón y
sumergirme en los diarios de Metias. Si mi hermano tenía enemigos, puede que dejara
alguna pista ahí. Pero no era tonto; jamás escribiría nada que pudiera ser utilizado en su
contra. Voy pasando páginas y páginas de entradas antiguas sobre asuntos
irrelevantes. A veces hablan de nosotros; me cuesta mucho leer esas partes.
En un sitio habla de su ceremonia de reclutamiento, cuando entró en la patrulla de la
comandante Jameson, el día que caí enferma. También describe la fiesta privada que
montamos tras conocer el resultado de mi Prueba. Pedimos helados y dos pollos
enteros; en un momento de la noche, decidí hacer experimentos y me preparé un
sándwich de pollo con helado que resultó no ser una buena idea. Recuerdo lo mucho
que nos reímos, el olor delicioso del pollo asado y del pan reciente.
Me froto los ojos con los puños y tomo aire.
—¿Qué estoy haciendo? —le digo a Ollie, que inclina la cabeza y me mira desde el otro
lado del sofá—. Estoy aproximándome a un criminal y alejando de mí a personas que
conozco de toda la vida.
Ollie me contempla con esa expresión sabia que tienen todos los perros, apoya la
cabeza en un cojín y se vuelve a dormir. Lo observo un buen rato y luego cierro los
párpados. No hace mucho tiempo, Metias habría estado tumbado a su lado. Me
pregunto si Ollie lo echará de menos.
En ese momento me asalta una idea. Abro los ojos de golpe y regreso a la última página
que he leído. Creo que he visto algo... ahí. Busco el final de la hoja.
Una falta de ortografía. Frunzo el ceño.
—Qué raro... —reflexiono en voz alta.
La palabra es «nevera», y está escrita con be. «Nebera». Nunca había visto una falta de
ortografía en un texto escrito por Metias. Observo la letra durante unos segundos y
luego sacudo la cabeza. Decido continuar la lectura, pero guardo el número de esa
página en la memoria.
Diez minutos después, encuentro otro error. Esta vez, Metias ha escrito «biemvenido».
Dos faltas de ortografía. Mi hermano jamás habría escrito eso por accidente. Miro a mi
alrededor, imaginando por un momento que hay cámaras ocultas en el cuarto de estar.
Luego me inclino sobre la mesa baja y empiezo a pasar páginas de los diarios,
memorizando las palabras mal escritas. Mejor no apuntarlas; prefiero no dejar rastros.
Encuentro una tercera: «burguesía», escrita como «bwrguesía». Y una cuarta:
«respuesta», que aparece como «resposta».
Mi corazón empieza a latir con fuerza.
Después de leerme los doce diarios de Metias, he encontrado veinticinco palabras mal
escritas. Todas están en los diarios más recientes, los de los últimos meses.
Me recuesto en el sofá y cierro los ojos para recordar las palabras en orden. Ese
montón de faltas no puede ser más que un mensaje dirigido a mí, la única que iba a
prestar atención a unos diarios llenos de cosas triviales. Un mensaje cifrado. Por eso
Metias sacó todas las cajas del armario la tarde en que murió...
Tal vez esto tenga que ver con la cosa tan importante que quería decirme. Combino las
palabras intentando formar una frase con sentido, pero no saco nada en claro.
Desordeno las letras de cada una de ellas: puede que sean anagramas de otros
términos.
Nada.
Me froto las sienes. ¿Y si Metias pretendía que me quedara solo con las letras erróneas?
Decido hacer un listado imaginario, empezando por la be de «nebera»:
BMWOUWEGITMCWSIHPNEOUTCIO
Arrugo el gesto: esto no tiene ni pies ni cabeza. Reorganizo mentalmente las letras una
y otra vez. Cuando era pequeña, Metias y yo jugábamos a algo parecido: él me
entregaba un montón de cubos de juguete con letras y me pedía que formara palabras.
Ahora me toca volver al mismo juego.
Sigo durante un rato hasta que me topo con una combinación que me hace abrir los
ojos de golpe:
BICHITO
Así es como me llamaba Metias. Trago saliva y hago un esfuerzo por mantener la calma.
Despacio, juego con las demás letras e intento organizarías. Las combino una y otra vez
hasta que llego a una que me hace parar en seco:
SIGUEME
Me quedan tres uves dobles y varias letras sueltas: MCPNOUTO
Lo cual me deja una sola opción lógica: PUNTO COM.
WWW SIGUEMEBICHITO PUNTO COM
Una página web. Repaso la lista de letras un par de veces más para asegurarme de que
no me he dejado ninguna fuera. Luego me acerco al ordenador.
Lo enciendo y tecleo el código pirata de Metias que me permite acceder a la red. Luego
establezco defensas y escudos, como me enseñó a hacer mi hermano: hay vigilancia
por todas partes. Desactivo el historial de mi navegador y escribo la dirección de la
página con dedos temblorosos.
Aparece una página en blanco con una única línea de texto en la parte superior:
Dame tu mano y yo te daré la mía.
Sé perfectamente lo que quiere que haga. Sin dudar un instante, poso la palma de la
mano en el monitor y aprieto.
Al principio no sucede nada. Después oigo un clic y distingo una luz débil que va
escaneando mi huella. La página en blanco se borra y en su lugar aparece algo similar a
un blog. Me falta el aliento. Veo seis entradas breves. Me inclino hacia la pantalla y
comienzo a leer.
Lo que encuentro me horroriza.
12 de julio
Esto es solo para tus ojos, June. Puedes eliminar este blog sin dejar rastro
apoyando la palma derecha en la pantalla y pulsando Ctrl+Mayús+S+F. No tengo
otro sitio donde escribir esto, así que lo escribiré aquí. Para ti.
Ayer cumpliste quince años. Ojalá fueses mayor, porque me cuesta muchísimo
revelarle a una chica de quince años —casi una niña— lo que he descubierto.
Hoy encontré una fotografía que sacó papá. Estaba al final del último álbum que
tenemos. Jamás la había visto, porque estaba escondida detrás de otra más
grande. Sabes que me gusta mirar las fotos de nuestros padres siempre que
puedo. Me siento bien cuando leo sus anotaciones, porque me da la sensación
de que puedo hablar con ellos. Pero hace un rato me di cuenta de que la última
foto era demasiado gruesa. Al sacarla, se cayó otra que estaba detrás.
Debió de hacerla papá, porque retrataba su lugar de trabajo: el laboratorio del
hospital de la intendencia de Batalla. Me extrañó, porque papá nunca hablaba
de lo que hacía allí. Aunque la imagen estaba desenfocada, se distinguía a un
hombre joven en una camilla. Parecía estar implorando clemencia. En su pijama
del hospital había impreso un signo rojo: peligro biológico.
¿Sabes qué había escrito por detrás?
6 de abril. Dimito irrevocablemente.
Nuestro padre había intentado dimitir poco antes de que mi madre y él murieran en un
accidente de coche.
15 de septiembre
Llevo varias semanas buscando pistas. Nada. ¿Quién iba a pensar que era tan
difícil colarse en la página web del registro de fallecimientos?
Pero no me doy por vencido. Hay algo raro en la muerte de nuestros padres, y
pienso averiguar lo que es.
17 de noviembre
Hoy me has preguntado por qué estaba tan raro. June, si estás leyendo esto,
seguro que te acuerdas de ese momento. Bueno, pues ahora sabes por qué.
No he dejado de investigar desde que escribí la última entrada. Llevo dos meses
haciendo preguntas discretas a gente que trabaja en el laboratorio y a viejos
amigos de papá. He seguido buscando en la red.
Bueno, pues hoy he encontrado algo.
Por fin he conseguido entrar en la base de datos de civiles fallecidos en Los
Ángeles. Es lo más complicado que he hecho en mi vida, pero al fin encontré un
fallo de seguridad oculto tras una red de... Bueno, resumiendo, me colé en el
registro. Y para mi sorpresa, he encontrado un informe sobre el accidente de
coche en el que murieron nuestros padres.
Solo que no fue un accidente. June, no creo que sea capaz de decirte esto en
voz alta, así que espero que lo leas aquí.
El informe está firmado por el comandante Baccarin, que también fue cadete de
Chian (recuerdas a Chian, ¿verdad?). Pone que el doctor Michael Iparis despertó
sospechas entre los administradores del laboratorio de la intendencia desde que
empezó a cuestionarse el auténtico propósito de su investigación. Su trabajo
consistía en analizar el comportamiento del virus de la peste, pero debió de
descubrir algo que le inquietó lo bastante como para pedir un traslado a otra
sección del laboratorio. ¿Lo recuerdas, June? Fue unas semanas antes del
accidente de coche. No se lo concedieron.
El resto del informe no hablaba de la peste, pero me dijo todo lo que necesitaba
saber. June, los administradores del laboratorio habían ordenado al comandante
Baccarin que vigilara a papá. Cuando pidió el traslado, Baccarin se dio cuenta de
que había descubierto el verdadero propósito de todas sus investigaciones.
Como podrás imaginar, no les sentó demasiado bien, y le ordenaron a Baccarin
que «solucionara discretamente el asunto». El informe finaliza indicando que el
asunto se resolvió sin bajas militares.
Está fechado un día después del accidente.
June, los asesinaron.
18 de noviembre
Han solucionado el fallo de seguridad del servidor. Voy a tener que buscar otra
forma de colarme.
22 de noviembre
Resulta que la base de datos de los civiles fallecidos tiene mucha más
información sobre la peste de lo que suponía. Sí, es normal que aparezcan miles
de entradas: la peste acaba con cientos de personas al año. Pero siempre creí
que los brotes eran espontáneos. Y los datos demuestran lo contrario.
Bichito, necesito que sepas esto. No sé cuándo descubrirás este diario, pero sé
que acabarás por encontrarlo. Presta atención: cuando hayas terminado de
leerlo, no hagas nada. No quiero que cometas ninguna estupidez. ¿Me
entiendes? Antepón tu seguridad a todo lo demás. Sé que encontrarás la forma
de hacer algo, no me cabe la menor duda. Si alguien puede, esa eres tú. Pero,
por favor, no hagas nada que despierte sospechas. Me suicidaría si la República
acabara contigo por mi culpa, por haberte contado todo eso.
Si quieres rebelarte, hazlo sin salirte del sistema. Es mucho más eficaz trabajar
desde dentro que desde fuera. Y si eliges hacerlo, cuenta conmigo.
Nuestro padre descubrió de dónde partían los brotes anuales de peste. Era el
foco más obvio. La carne que comemos no procede del ganado que se cría en
las azoteas de los rascacielos. ¿Lo sabías? Verás, la República mantiene miles de
granjas subterráneas. Están a cientos de metros de profundidad. Al principio, el
Congreso no sabía qué hacer con aquellos virus que mutaban sin parar y
arrasaban granjas enteras. Les parecían simplemente una molestia. Pero
entonces recordaron que estaban en guerra con las Colonias. Desde entonces,
cada vez que aparece un nuevo virus en el subsuelo, los científicos toman
muestras y lo modifican genéticamente para que afecte a los humanos. A
continuación, desarrollan una vacuna y la inyectan a los ciudadanos de todos los
sectores excepto los marginales.
¿No has oído hablar de la nueva cepa que ha empezado a extenderse por Lake,
Alta y Winter? Las autoridades propagan el virus por los barrios deprimidos
mediante un sistema de tuberías subterráneas. A veces contaminan el
suministro de agua, otras lo administran a un hogar específico para analizar
cómo se propaga. Así comienzan los nuevos brotes de la peste. Cuando los
investigadores han obtenido todos los datos que necesitan, las patrullas
inyectan la vacuna a los supervivientes y la peste desaparece hasta que se
prueba la siguiente cepa. Ah, y también experimentan con algunos de los niños
que suspenden la Prueba. Esos niños no van a campos de trabajo, June.
No hay campos.
Los niños mueren.
¿Entiendes a lo que me refiero? La República utiliza la peste para librarse de la
población con peor carga genética, y luego organiza la Prueba para escoger a los
más dotados. Pero además, la peste se usa para crear virus con los que atacar a
las Colonias. Llevan años usando armas biológicas contra ellos. Y no me importa
mucho lo que pase en las Colonias, pero... June, nuestra propia gente sirve de
conejillos de Indias. Nuestro padre trabajaba en los laboratorios, y cuando
intentó dimitir le asesinaron. Y mataron a nuestra madre con él. Debieron de
pensar que iban a hacer público lo que sabían. ¿Quién quiere lidiar con una
revuelta ciudadana? Desde luego, el Congreso no.
June, si nadie da un paso al frente, acabaremos todos muertos. Un día de estos,
un virus se les irá de las manos y no habrá vacuna capaz de detenerlo.
26 de noviembre
Thomas lo sabe. Sabe que albergo sospechas sobre la muerte de nuestros
padres.
Ha averiguado que entré en el registro de fallecimientos. No sé cómo lo ha
hecho; tal vez los técnicos que parchearon el fallo en la base de datos rastrearan
mis huellas. Puede que ellos se lo hayan contado a Thomas. El caso es que esta
mañana me preguntó directamente.
Le dije que todavía no había superado la muerte de nuestros padres, que me
estaba volviendo un poco paranoico. Le comenté que no había encontrado nada
y le aseguré que tú no tenías ni idea. Me prometió que no le diría nada a nadie.
Creo que puedo confiar en él. Lo que pasa es que me pone un poco nervioso que
alguien sepa de mis sospechas... Y ya sabes cómo se pone Thomas a veces.
He tomado una decisión. Al final de la semana, le diré a la comandante Jameson
que me retiro de la patrulla. Me quejaré del horario y le diré que apenas puedo
estar contigo. En cuanto me asignen otro puesto, retomaré este blog.
Sigo las instrucciones de Metias y elimino su blog sin dejar rastro.
Después me acurruco en el sofá y me quedo dormida hasta que Thomas llama. Pulso el
botón del teléfono y la voz del asesino de mi hermano llena el cuarto de estar. Thomas,
el soldado que cumple alegremente cualquier orden que provenga de la comandante
Jameson, aunque sea asesinar a su amigo de la infancia. El soldado que usó a Day como
cabeza de turco.
—June, ¿te pasa algo? —pregunta—. Son casi las diez y no te he visto por aquí. La
comandante quiere saber dónde estás.
—No me encuentro bien —murmuro—. Voy a quedarme en la cama un rato más.
—Vaya. —Hace una pausa—. ¿Qué síntomas tienes?
—No es nada grave; solo estoy un poco deshidratada y tengo algo de fiebre. Creo que
me sentó mal la cena de ayer. Dile a la comandante Jameson que por la tarde estaré
bien.
—De acuerdo. Espero que te mejores, June. —Otra pausa—. De todos modos, si sigues
enferma por la noche, mandaré una patrulla antipeste para que te hagan un análisis. Ya
sabes, es el protocolo. Si me necesitas, llámame.
Eres la última persona a la que quiero ver.
—Bien, ya te diré. Gracias. —Cuelgo.
Me duele la cabeza. Demasiados recuerdos, demasiadas revelaciones. Ahora
comprendo por qué la comandante Jameson decidió retirar el cuerpo de Metias tan
pronto; fui una estúpida al pensar que lo hacía por compasión. Por eso organizó el
El recuerdo se desvanece y solo me queda el eco de sus palabras.
No me muevo durante varias horas. Cuando resuena en la calle el juramento de la
República, oigo que la gente lo corea, pero no me molesto en ponerme de pie.
Tampoco me cuadro cuando pronuncian el nombre del Elector Primo. Ollie me mira y
gime de vez en cuando. Lo observo. Estoy elucubrando, calculando. Tengo que hacer
algo. Pienso en Metias, en mis padres, en la madre de Day, en sus hermanos. La peste
nos ha clavado las garras a todos. Por culpa de la peste murieron mis padres. La peste
infectó al hermano pequeño de Day. Acabó con Metias porque descubrió la verdad. Se
ha llevado a toda la gente que me importa.
Y detrás de la peste está la República.
La nación de la que siempre he estado tan orgullosa. La nación que utiliza y mata a los
niños que suspenden la Prueba. Campos de trabajo... Nos han engañado a todos.
¿Estará la República tras la muerte de más personas que supuestamente han fallecido
en combate, en un accidente o una epidemia? ¿Cuántos secretos oculta este país?
Me levanto, me acerco al ordenador y agarro el vaso de agua que dejé anoche al lado.
Lo miro sin verlo. La imagen de mis dedos distorsionados por el cristal me sobresalta:
me recuerda a las manos ensangrentadas de Day, al cuerpo destrozado de Metias. Es
una antigüedad que me regalaron, supuestamente importada de las islas que posee la
República en Sudamérica. Costó dos mil ciento cincuenta billetes. Con lo que vale este
vaso que yo uso para beber agua, se podría comprar una vacuna de la peste. Puede que
la República ni siquiera posea esas islas de verdad. Tal vez todo lo que me han
enseñado sea un engaño.
En un arrebato de cólera, levanto el vaso y lo estrello contra la pared. Contemplo
temblorosa los fragmentos.
Finalmente, cuando la luz anaranjada del ocaso inunda el apartamento, salgo del
trance. Barro los trozos de cristal. Me pongo mi uniforme completo. Me recojo el pelo
con cuidado y compruebo que mi rostro muestra una expresión tranquila, serena,
carente de emoción. En el espejo parezco la de siempre; por dentro soy una persona
completamente distinta. Soy una chica superdotada que conoce la verdad, y sé
perfectamente lo que quiero hacer al respecto.
Voy a ayudar a Day a escapar.
No puedo dejar de pensar en Day.
Al llegar a mi apartamento, me echo un rato y sueño con él. Me estrecha entre sus
brazos, me besa, me acaricia los brazos y el pelo, me rodea la cintura, pega su pecho al
mío... siento su aliento en las mejillas, en el cuello, en las orejas... noto el tacto de su
larga cabellera y me ahogo en las profundidades de sus ojos. Cuando me despierto y
me doy cuenta de que estoy sola, me cuesta respirar.
Sus palabras cruzan por mi mente una y otra vez hasta que dejo de entenderlas. Su voz
me repite que no fue él quien asesinó a Metias, que la República propaga la peste en
los sectores pobres. Pienso en lo que compartimos en las calles de Lake, cuando se
arriesgaba para que yo pudiera descansar. Y en lo que hemos compartido hoy, en sus
manos rozando mis mejillas para secar las lágrimas.
Por más que lo intente, ya no soy capaz de odiarle. Y si descubro alguna prueba de que
fue otra persona la que mató a Metias, no tendré motivo para hacerlo. Hace mucho
tiempo llegué a sentirme atraída por su leyenda, por todas las historias que se
contaban sobre él. Ahora noto cómo regresa esa fascinación. Recuerdo su rostro, tan
hermoso a pesar del dolor, de la tortura, de la tristeza; sus ojos azules y sinceros. Me
avergüenza admitir lo mucho que he disfrutado del rato que he estado con él en la
celda. Su voz hace que mi mente se detenga, que deje de analizar las cosas, y la llena de
emociones: a veces de deseo, otras de miedo, otras incluso de ira. Pero siempre me
provoca algo, algo que no estaba antes ahí.
19:12
Sector Tanagashi
26°C
—Me he enterado de que mantuviste una conversación privada con Day esta tarde —
comenta Thomas.
Estamos sentados en una cafetería, comiendo edamame. Es el mismo sitio al que
solíamos venir con Metias. Que Thomas haya elegido este lugar no hace más que
empeorar las cosas; soy incapaz de olvidar la mancha de grasa en la empuñadura del
cuchillo que mató a mi hermano.
Tal vez me esté poniendo a prueba; a lo mejor supone que albergo sospechas.
Me como un pedazo de carne de cerdo para no contestar. Por suerte, la mesa que se
interpone entre los dos es bastante ancha. Thomas se ha esforzado mucho para
convencerme de que le perdone, para que acepte cenar con él. No sé por qué.
¿Pretenderá hacerme hablar, distraerme por si se me escapa algo? ¿Querrá tirarme de la
lengua y luego delatarme ante la comandante Jameson? No hacen falta demasiadas
pruebas para iniciar una investigación contra cualquiera. Puede que esto no sea más
que una trampa.
Pero también puede que Thomas solo quiera hacer las paces conmigo.
Como no lo sé, actúo con mucha cautela.
Thomas me observa.
—¿Qué le dijiste?
Hay algo tenso en su voz. Celos.
—Da lo mismo, Thomas —contesto con frialdad, y le rozo un brazo para desviar su
atención—. Piénsalo: si alguien matara a tu ser más querido, ¿no querrías averiguar por
qué lo hizo? Pensé que hablaría si no había guardas presentes. Pero no hay manera. Me
quedaré mucho más tranquila cuando lo fusilen.
Thomas se relaja un poco, pero no deja de escrutar mi cara.
—Creo que deberías dejar de visitarlo —sugiere tras un largo silencio—. No parece
ayudarte demasiado. Le puedo pedir a la comandante Jameson que le asigne otro
supervisor; no quiero ni pensar en lo que supone para ti ver todos los días al asesino de
tu hermano.
Asiento con la cabeza y tomo un bocado de soja. Si me quedo callada, puede sospechar
algo. Se me pasa por la mente que tal vez esté cenando junto al asesino de mi
hermano. Actúa con lógica. Precaución y lógica. Observo con disimulo las manos de
Thomas. ¿Serán esas las manos que apuñalaron a Metias en el corazón?
—Tienes razón —respondo con aire natural, como si le agradeciera su preocupación
por mí—. No le he sacado nada de utilidad. En cualquier caso, pronto desaparecerá de
mi vida.
Thomas se encoge de hombros.
—Me alegro de que pienses así —deja cincuenta billetes en la mesa y el camarero se
acerca a cobrar—. Day no es más que un criminal condenado a muerte. Lo que pueda
decir no debería importarle ni lo más mínimo a una persona de tu posición.
Mastico otro bocado antes de contestar.
—Es que no me importa, Thomas —respondo—. Para mí, hablar con él es como hablar
con un perro.
Eso digo en voz alta, pero lo que pienso es bien distinto: Si Day dice la verdad, sí que me
importan sus palabras. Me importan muchísimo.
Después de que Thomas me haya acompañado a casa, me siento frente al ordenador y
abro el informe del asesinato de Metias. Aún sigo examinándolo a medianoche. He
mirado las fotos tantas veces que ya puedo hacerlo sin dar un respingo, pero todavía
me provocan una sensación de náusea. Cuanto más miro las manchas negras del
cuchillo, más me convenzo de que son de grasa de fusil.
Al cabo de varias horas, agoto mi capacidad de aguante y decido sentarme en el sillón y
sumergirme en los diarios de Metias. Si mi hermano tenía enemigos, puede que dejara
alguna pista ahí. Pero no era tonto; jamás escribiría nada que pudiera ser utilizado en su
contra. Voy pasando páginas y páginas de entradas antiguas sobre asuntos
irrelevantes. A veces hablan de nosotros; me cuesta mucho leer esas partes.
En un sitio habla de su ceremonia de reclutamiento, cuando entró en la patrulla de la
comandante Jameson, el día que caí enferma. También describe la fiesta privada que
montamos tras conocer el resultado de mi Prueba. Pedimos helados y dos pollos
enteros; en un momento de la noche, decidí hacer experimentos y me preparé un
sándwich de pollo con helado que resultó no ser una buena idea. Recuerdo lo mucho
que nos reímos, el olor delicioso del pollo asado y del pan reciente.
Me froto los ojos con los puños y tomo aire.
—¿Qué estoy haciendo? —le digo a Ollie, que inclina la cabeza y me mira desde el otro
lado del sofá—. Estoy aproximándome a un criminal y alejando de mí a personas que
conozco de toda la vida.
Ollie me contempla con esa expresión sabia que tienen todos los perros, apoya la
cabeza en un cojín y se vuelve a dormir. Lo observo un buen rato y luego cierro los
párpados. No hace mucho tiempo, Metias habría estado tumbado a su lado. Me
pregunto si Ollie lo echará de menos.
En ese momento me asalta una idea. Abro los ojos de golpe y regreso a la última página
que he leído. Creo que he visto algo... ahí. Busco el final de la hoja.
Una falta de ortografía. Frunzo el ceño.
—Qué raro... —reflexiono en voz alta.
La palabra es «nevera», y está escrita con be. «Nebera». Nunca había visto una falta de
ortografía en un texto escrito por Metias. Observo la letra durante unos segundos y
luego sacudo la cabeza. Decido continuar la lectura, pero guardo el número de esa
página en la memoria.
Diez minutos después, encuentro otro error. Esta vez, Metias ha escrito «biemvenido».
Dos faltas de ortografía. Mi hermano jamás habría escrito eso por accidente. Miro a mi
alrededor, imaginando por un momento que hay cámaras ocultas en el cuarto de estar.
Luego me inclino sobre la mesa baja y empiezo a pasar páginas de los diarios,
memorizando las palabras mal escritas. Mejor no apuntarlas; prefiero no dejar rastros.
Encuentro una tercera: «burguesía», escrita como «bwrguesía». Y una cuarta:
«respuesta», que aparece como «resposta».
Mi corazón empieza a latir con fuerza.
Después de leerme los doce diarios de Metias, he encontrado veinticinco palabras mal
escritas. Todas están en los diarios más recientes, los de los últimos meses.
Me recuesto en el sofá y cierro los ojos para recordar las palabras en orden. Ese
montón de faltas no puede ser más que un mensaje dirigido a mí, la única que iba a
prestar atención a unos diarios llenos de cosas triviales. Un mensaje cifrado. Por eso
Metias sacó todas las cajas del armario la tarde en que murió...
Tal vez esto tenga que ver con la cosa tan importante que quería decirme. Combino las
palabras intentando formar una frase con sentido, pero no saco nada en claro.
Desordeno las letras de cada una de ellas: puede que sean anagramas de otros
términos.
Nada.
Me froto las sienes. ¿Y si Metias pretendía que me quedara solo con las letras erróneas?
Decido hacer un listado imaginario, empezando por la be de «nebera»:
BMWOUWEGITMCWSIHPNEOUTCIO
Arrugo el gesto: esto no tiene ni pies ni cabeza. Reorganizo mentalmente las letras una
y otra vez. Cuando era pequeña, Metias y yo jugábamos a algo parecido: él me
entregaba un montón de cubos de juguete con letras y me pedía que formara palabras.
Ahora me toca volver al mismo juego.
Sigo durante un rato hasta que me topo con una combinación que me hace abrir los
ojos de golpe:
BICHITO
Así es como me llamaba Metias. Trago saliva y hago un esfuerzo por mantener la calma.
Despacio, juego con las demás letras e intento organizarías. Las combino una y otra vez
hasta que llego a una que me hace parar en seco:
SIGUEME
Me quedan tres uves dobles y varias letras sueltas: MCPNOUTO
Lo cual me deja una sola opción lógica: PUNTO COM.
WWW SIGUEMEBICHITO PUNTO COM
Una página web. Repaso la lista de letras un par de veces más para asegurarme de que
no me he dejado ninguna fuera. Luego me acerco al ordenador.
Lo enciendo y tecleo el código pirata de Metias que me permite acceder a la red. Luego
establezco defensas y escudos, como me enseñó a hacer mi hermano: hay vigilancia
por todas partes. Desactivo el historial de mi navegador y escribo la dirección de la
página con dedos temblorosos.
Aparece una página en blanco con una única línea de texto en la parte superior:
Dame tu mano y yo te daré la mía.
Sé perfectamente lo que quiere que haga. Sin dudar un instante, poso la palma de la
mano en el monitor y aprieto.
Al principio no sucede nada. Después oigo un clic y distingo una luz débil que va
escaneando mi huella. La página en blanco se borra y en su lugar aparece algo similar a
un blog. Me falta el aliento. Veo seis entradas breves. Me inclino hacia la pantalla y
comienzo a leer.
Lo que encuentro me horroriza.
12 de julio
Esto es solo para tus ojos, June. Puedes eliminar este blog sin dejar rastro
apoyando la palma derecha en la pantalla y pulsando Ctrl+Mayús+S+F. No tengo
otro sitio donde escribir esto, así que lo escribiré aquí. Para ti.
Ayer cumpliste quince años. Ojalá fueses mayor, porque me cuesta muchísimo
revelarle a una chica de quince años —casi una niña— lo que he descubierto.
Hoy encontré una fotografía que sacó papá. Estaba al final del último álbum que
tenemos. Jamás la había visto, porque estaba escondida detrás de otra más
grande. Sabes que me gusta mirar las fotos de nuestros padres siempre que
puedo. Me siento bien cuando leo sus anotaciones, porque me da la sensación
de que puedo hablar con ellos. Pero hace un rato me di cuenta de que la última
foto era demasiado gruesa. Al sacarla, se cayó otra que estaba detrás.
Debió de hacerla papá, porque retrataba su lugar de trabajo: el laboratorio del
hospital de la intendencia de Batalla. Me extrañó, porque papá nunca hablaba
de lo que hacía allí. Aunque la imagen estaba desenfocada, se distinguía a un
hombre joven en una camilla. Parecía estar implorando clemencia. En su pijama
del hospital había impreso un signo rojo: peligro biológico.
¿Sabes qué había escrito por detrás?
6 de abril. Dimito irrevocablemente.
Nuestro padre había intentado dimitir poco antes de que mi madre y él murieran en un
accidente de coche.
15 de septiembre
Llevo varias semanas buscando pistas. Nada. ¿Quién iba a pensar que era tan
difícil colarse en la página web del registro de fallecimientos?
Pero no me doy por vencido. Hay algo raro en la muerte de nuestros padres, y
pienso averiguar lo que es.
17 de noviembre
Hoy me has preguntado por qué estaba tan raro. June, si estás leyendo esto,
seguro que te acuerdas de ese momento. Bueno, pues ahora sabes por qué.
No he dejado de investigar desde que escribí la última entrada. Llevo dos meses
haciendo preguntas discretas a gente que trabaja en el laboratorio y a viejos
amigos de papá. He seguido buscando en la red.
Bueno, pues hoy he encontrado algo.
Por fin he conseguido entrar en la base de datos de civiles fallecidos en Los
Ángeles. Es lo más complicado que he hecho en mi vida, pero al fin encontré un
fallo de seguridad oculto tras una red de... Bueno, resumiendo, me colé en el
registro. Y para mi sorpresa, he encontrado un informe sobre el accidente de
coche en el que murieron nuestros padres.
Solo que no fue un accidente. June, no creo que sea capaz de decirte esto en
voz alta, así que espero que lo leas aquí.
El informe está firmado por el comandante Baccarin, que también fue cadete de
Chian (recuerdas a Chian, ¿verdad?). Pone que el doctor Michael Iparis despertó
sospechas entre los administradores del laboratorio de la intendencia desde que
empezó a cuestionarse el auténtico propósito de su investigación. Su trabajo
consistía en analizar el comportamiento del virus de la peste, pero debió de
descubrir algo que le inquietó lo bastante como para pedir un traslado a otra
sección del laboratorio. ¿Lo recuerdas, June? Fue unas semanas antes del
accidente de coche. No se lo concedieron.
El resto del informe no hablaba de la peste, pero me dijo todo lo que necesitaba
saber. June, los administradores del laboratorio habían ordenado al comandante
Baccarin que vigilara a papá. Cuando pidió el traslado, Baccarin se dio cuenta de
que había descubierto el verdadero propósito de todas sus investigaciones.
Como podrás imaginar, no les sentó demasiado bien, y le ordenaron a Baccarin
que «solucionara discretamente el asunto». El informe finaliza indicando que el
asunto se resolvió sin bajas militares.
Está fechado un día después del accidente.
June, los asesinaron.
18 de noviembre
Han solucionado el fallo de seguridad del servidor. Voy a tener que buscar otra
forma de colarme.
22 de noviembre
Resulta que la base de datos de los civiles fallecidos tiene mucha más
información sobre la peste de lo que suponía. Sí, es normal que aparezcan miles
de entradas: la peste acaba con cientos de personas al año. Pero siempre creí
que los brotes eran espontáneos. Y los datos demuestran lo contrario.
Bichito, necesito que sepas esto. No sé cuándo descubrirás este diario, pero sé
que acabarás por encontrarlo. Presta atención: cuando hayas terminado de
leerlo, no hagas nada. No quiero que cometas ninguna estupidez. ¿Me
entiendes? Antepón tu seguridad a todo lo demás. Sé que encontrarás la forma
de hacer algo, no me cabe la menor duda. Si alguien puede, esa eres tú. Pero,
por favor, no hagas nada que despierte sospechas. Me suicidaría si la República
acabara contigo por mi culpa, por haberte contado todo eso.
Si quieres rebelarte, hazlo sin salirte del sistema. Es mucho más eficaz trabajar
desde dentro que desde fuera. Y si eliges hacerlo, cuenta conmigo.
Nuestro padre descubrió de dónde partían los brotes anuales de peste. Era el
foco más obvio. La carne que comemos no procede del ganado que se cría en
las azoteas de los rascacielos. ¿Lo sabías? Verás, la República mantiene miles de
granjas subterráneas. Están a cientos de metros de profundidad. Al principio, el
Congreso no sabía qué hacer con aquellos virus que mutaban sin parar y
arrasaban granjas enteras. Les parecían simplemente una molestia. Pero
entonces recordaron que estaban en guerra con las Colonias. Desde entonces,
cada vez que aparece un nuevo virus en el subsuelo, los científicos toman
muestras y lo modifican genéticamente para que afecte a los humanos. A
continuación, desarrollan una vacuna y la inyectan a los ciudadanos de todos los
sectores excepto los marginales.
¿No has oído hablar de la nueva cepa que ha empezado a extenderse por Lake,
Alta y Winter? Las autoridades propagan el virus por los barrios deprimidos
mediante un sistema de tuberías subterráneas. A veces contaminan el
suministro de agua, otras lo administran a un hogar específico para analizar
cómo se propaga. Así comienzan los nuevos brotes de la peste. Cuando los
investigadores han obtenido todos los datos que necesitan, las patrullas
inyectan la vacuna a los supervivientes y la peste desaparece hasta que se
prueba la siguiente cepa. Ah, y también experimentan con algunos de los niños
que suspenden la Prueba. Esos niños no van a campos de trabajo, June.
No hay campos.
Los niños mueren.
¿Entiendes a lo que me refiero? La República utiliza la peste para librarse de la
población con peor carga genética, y luego organiza la Prueba para escoger a los
más dotados. Pero además, la peste se usa para crear virus con los que atacar a
las Colonias. Llevan años usando armas biológicas contra ellos. Y no me importa
mucho lo que pase en las Colonias, pero... June, nuestra propia gente sirve de
conejillos de Indias. Nuestro padre trabajaba en los laboratorios, y cuando
intentó dimitir le asesinaron. Y mataron a nuestra madre con él. Debieron de
pensar que iban a hacer público lo que sabían. ¿Quién quiere lidiar con una
revuelta ciudadana? Desde luego, el Congreso no.
June, si nadie da un paso al frente, acabaremos todos muertos. Un día de estos,
un virus se les irá de las manos y no habrá vacuna capaz de detenerlo.
26 de noviembre
Thomas lo sabe. Sabe que albergo sospechas sobre la muerte de nuestros
padres.
Ha averiguado que entré en el registro de fallecimientos. No sé cómo lo ha
hecho; tal vez los técnicos que parchearon el fallo en la base de datos rastrearan
mis huellas. Puede que ellos se lo hayan contado a Thomas. El caso es que esta
mañana me preguntó directamente.
Le dije que todavía no había superado la muerte de nuestros padres, que me
estaba volviendo un poco paranoico. Le comenté que no había encontrado nada
y le aseguré que tú no tenías ni idea. Me prometió que no le diría nada a nadie.
Creo que puedo confiar en él. Lo que pasa es que me pone un poco nervioso que
alguien sepa de mis sospechas... Y ya sabes cómo se pone Thomas a veces.
He tomado una decisión. Al final de la semana, le diré a la comandante Jameson
que me retiro de la patrulla. Me quejaré del horario y le diré que apenas puedo
estar contigo. En cuanto me asignen otro puesto, retomaré este blog.
Sigo las instrucciones de Metias y elimino su blog sin dejar rastro.
Después me acurruco en el sofá y me quedo dormida hasta que Thomas llama. Pulso el
botón del teléfono y la voz del asesino de mi hermano llena el cuarto de estar. Thomas,
el soldado que cumple alegremente cualquier orden que provenga de la comandante
Jameson, aunque sea asesinar a su amigo de la infancia. El soldado que usó a Day como
cabeza de turco.
—June, ¿te pasa algo? —pregunta—. Son casi las diez y no te he visto por aquí. La
comandante quiere saber dónde estás.
—No me encuentro bien —murmuro—. Voy a quedarme en la cama un rato más.
—Vaya. —Hace una pausa—. ¿Qué síntomas tienes?
—No es nada grave; solo estoy un poco deshidratada y tengo algo de fiebre. Creo que
me sentó mal la cena de ayer. Dile a la comandante Jameson que por la tarde estaré
bien.
—De acuerdo. Espero que te mejores, June. —Otra pausa—. De todos modos, si sigues
enferma por la noche, mandaré una patrulla antipeste para que te hagan un análisis. Ya
sabes, es el protocolo. Si me necesitas, llámame.
Eres la última persona a la que quiero ver.
—Bien, ya te diré. Gracias. —Cuelgo.
Me duele la cabeza. Demasiados recuerdos, demasiadas revelaciones. Ahora
comprendo por qué la comandante Jameson decidió retirar el cuerpo de Metias tan
pronto; fui una estúpida al pensar que lo hacía por compasión. Por eso organizó el
El recuerdo se desvanece y solo me queda el eco de sus palabras.
No me muevo durante varias horas. Cuando resuena en la calle el juramento de la
República, oigo que la gente lo corea, pero no me molesto en ponerme de pie.
Tampoco me cuadro cuando pronuncian el nombre del Elector Primo. Ollie me mira y
gime de vez en cuando. Lo observo. Estoy elucubrando, calculando. Tengo que hacer
algo. Pienso en Metias, en mis padres, en la madre de Day, en sus hermanos. La peste
nos ha clavado las garras a todos. Por culpa de la peste murieron mis padres. La peste
infectó al hermano pequeño de Day. Acabó con Metias porque descubrió la verdad. Se
ha llevado a toda la gente que me importa.
Y detrás de la peste está la República.
La nación de la que siempre he estado tan orgullosa. La nación que utiliza y mata a los
niños que suspenden la Prueba. Campos de trabajo... Nos han engañado a todos.
¿Estará la República tras la muerte de más personas que supuestamente han fallecido
en combate, en un accidente o una epidemia? ¿Cuántos secretos oculta este país?
Me levanto, me acerco al ordenador y agarro el vaso de agua que dejé anoche al lado.
Lo miro sin verlo. La imagen de mis dedos distorsionados por el cristal me sobresalta:
me recuerda a las manos ensangrentadas de Day, al cuerpo destrozado de Metias. Es
una antigüedad que me regalaron, supuestamente importada de las islas que posee la
República en Sudamérica. Costó dos mil ciento cincuenta billetes. Con lo que vale este
vaso que yo uso para beber agua, se podría comprar una vacuna de la peste. Puede que
la República ni siquiera posea esas islas de verdad. Tal vez todo lo que me han
enseñado sea un engaño.
En un arrebato de cólera, levanto el vaso y lo estrello contra la pared. Contemplo
temblorosa los fragmentos.
Finalmente, cuando la luz anaranjada del ocaso inunda el apartamento, salgo del
trance. Barro los trozos de cristal. Me pongo mi uniforme completo. Me recojo el pelo
con cuidado y compruebo que mi rostro muestra una expresión tranquila, serena,
carente de emoción. En el espejo parezco la de siempre; por dentro soy una persona
completamente distinta. Soy una chica superdotada que conoce la verdad, y sé
perfectamente lo que quiero hacer al respecto.
Voy a ayudar a Day a escapar.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Solo quedan tres noches y dos días hasta mi ejecución. Tengo que escapar.
Al caer la tarde, por los altavoces de la pantalla del corredor comienzan a sonar gritos y
explosiones. Las patrullas antipeste han cercado los sectores de Lake y Alta, y a juzgar
por el estruendo creciente de disparos, la gente debe de estar plantando cara. Dado
que solo un bando dispone de armas de fuego, no hace falta ser un lince para adivinar
quién va ganando.
La imagen de June me viene a la mente y meneo la cabeza, asombrado de haberme
abierto tanto con ella. Me pregunto qué hará ahora mismo, en qué estará pensando.
Tal vez en mí. Ojalá estuviera aquí. No entiendo la razón, pero me siento mejor cuando
está conmigo. Es como si entendiera lo que pienso y me ayudara a canalizar mis
sentimientos. Además, me reconforta contemplar su cara.
Y también me da valor. Siempre me ha costado armarme de coraje si no tenía cerca a
Tess, a mis hermanos o a mi madre.
Llevo todo el día pensando en huir. Si consiguiera salir de esta celda y quitarle el
chaleco antibalas y las armas a algún soldado, tendría alguna posibilidad de escapar de
la intendencia. Conozco el exterior de este edificio, y los muros no son tan lisos como
los del hospital central. Podría romper una ventana y escabullirme por las cornisas; no
creo que la herida de la pierna me lo impidiera. Los soldados no serían capaces de
seguirme. Tendrían que disparar desde abajo o desde arriba, y creo que podría
esquivarlos. Soy capaz de trepar muy rápido si encuentro puntos de apoyo, y puedo
soportar el dolor en las manos. También tengo que liberar a John; no creo que Eden
siga encerrado en la intendencia, pero recuerdo con claridad lo que dijo June el día que
me capturaron: «El prisionero de la celda 6822». Ese tiene que ser John… y yo voy a
encontrarle.
Pero antes tengo que salir de aquí.
Dentro de la celda hay cuatro guardas apostados a los lados de la puerta. Todos llevan
el uniforme estándar: botas negras, camisa negra con una única hilera de botones
metálicos, pantalón gris oscuro, chaleco antibalas y brazalete plateado. Cada uno porta
un subfusil y una pistola. Mi mente va a toda velocidad. En una sala con paredes de
acero como esta, las balas rebotan, así que no creo que lleven munición metálica.
Puede que tengan balas de goma para aturdirme si fuera necesario. O tal vez sus armas
estén cargadas con tranquilizantes; nada que pueda matarme ni matarlos a ellos.
Siempre que no me disparen a bocajarro, claro.
Carraspeo y los soldados me miran. Espero unos segundos, finjo una arcada y me
encorvo. Sacudo la cabeza como si estuviera intentando calmarme y después me
recuesto contra la pared. Cierro los ojos.
Los soldados están alerta; uno me apunta con un subfusil. No dicen nada.
Continúo la comedia unos minutos, haciendo ruidos guturales como si estuviera a
punto de vomitar. Los guardas no dejan de mirarme. Entonces, sin previo aviso, finjo
que me quedo sin aire y estallo en un ataque de tos.
Los soldados se miran y por primera vez capto una expresión de incertidumbre en sus
ojos.
—¿Qué te pasa? —me pregunta el del subfusil.
No contesto; finjo estar demasiado ocupado conteniendo las ganas de vomitar.
Otro soldado me mira de arriba abajo.
—Puede que tenga la peste.
—Tonterías. Los médicos ya lo han comprobado.
El segundo soldado menea la cabeza.
—Ha estado expuesto al brote. Su hermano pequeño es el paciente cero, ¿no? Puede
que los médicos no le hayan analizado bien.
El paciente cero. Lo sabía. Doy otra arcada, poniéndome de espaldas a los guardas para
que no piensen que intento distraerlos. Escupo en el suelo.
El soldado del subfusil le hace un gesto al que tiene al lado.
—Bueno, si tiene una mutación de la peste, no seré yo quien se quede aquí para
contagiarse. Llama al equipo médico y pide que lo trasladen a una de las celdas del
hospital.
El otro asiente y da un par de golpes en la puerta. El cerrojo de fuera se descorre y la
puerta se abre por un instante, apenas lo suficiente para que salga el soldado que ha
llamado. El del subfusil se acerca a mí, pero antes de tocarme se desprende las esposas
del cinturón y se vuelve hacia sus compañeros.
—No dejen de apuntarle.
Sigo tosiendo y tratando de vomitar como si no me diera cuenta de que está junto a mí.
—Levántate —me agarra del brazo y me levanta de un tirón. Gimo como si no pudiera
aguantar el dolor.
El soldado me libera una mano y me cierra la esposa en torno a la muñeca. Le dejo
hacer.
Cuando me libera la otra mano, giro de pronto y, antes de que pueda reaccionar, le
arrebato la pistola de la funda y le apunto a la cara. Los otros dos guardas se quedan
petrificados; no pueden disparar sin herir a su compañero.
—Diles a los de fuera que abran la puerta —le ordeno a mi rehén.
Traga saliva; los otros no se atreven ni a pestañear.
—¡Abran la puerta! —grita.
Se oye una conmoción en el pasillo y después un chirrido cuando se deslizan los
cerrojos. El soldado me enseña los dientes en una mueca de rabia.
—Ahí fuera hay decenas de hombres —me espeta—. No tienes nada que hacer.
Le guiño un ojo y, en cuanto la puerta se abre un milímetro, le agarro de la camisa y lo
estampo contra la pared. Los otros dos me disparan, pero me agazapo y ruedo por el
suelo. Llueven las balas; por el ruido que hacen al rebotar, deben de ser de goma. Estiro
una pierna y lanzo una patada baja a un soldado para hacerle perder el equilibrio; solo
el movimiento me hace apretar los dientes de dolor. Maldita herida… Me incorporo y
me lanzo hacia la puerta antes de que la cierren.
De un vistazo calibro la situación: soldados por todas partes; techo de baldosas con
marco de metal; pasillo que tuerce a la derecha a cinco o seis metros; carteles que
dicen «4º piso». El soldado que abrió la puerta está empezando a reaccionar, y su mano
se dirige hacia la pistola a cámara lenta. Salto contra la pared para darme impulso y me
agarro al dintel de la puerta; la pierna me duele tanto que estoy a punto de perder el
sentido. No dejan de sonar disparos. Me aferro a las grapas de metal que sujetan los
azulejos. Celda 6822: eso tiene que estar en el sexto piso. Balanceo la pierna sana y le doy
una patada en la cabeza a un soldado; caemos juntos y le dan de lleno dos balas de
goma que le hacen chillar. Me agacho y echo a correr esquivando soldados y disparos,
alejándome de las manos que intentan agarrarme.
Tengo que encontrar a John. Si lo libero, podremos escapar juntos. Si logro…
Algo me golpea la cara y por un instante pierdo la visión. Intento recobrarme, pero
caigo de rodillas. Hago ademán de levantarme y recibo otro golpe que me derriba:
deben de haberme dado por la culata de un fusil. Estoy a cuatro patas, jadeando. Todo
sucede muy rápido. La cabeza me da vueltas; creo que me voy a desmayar. Oigo una
voz conocida.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Es la comandante Jameson. Al recuperar la visión, me doy cuenta de que aún estoy
debatiéndome en vano. Una mano me agarra la barbilla y la levanta; de pronto, mis
ojos enfocan directamente a los de la comandante.
—Acabas de hacer una tontería —dice.
Se vuelve hacia Thomas, que se cuadra.
—Thomas, llévalo de vuelta a su celda y haga el favor de asignarle unos guardas
competentes —me suelta la barbilla y se frota las manos enguantadas—. Despida a los
anteriores; no los quiero en mi patrulla.
—Sí, señora —Thomas vuelve a cuadrarse y empieza a gritar órdenes.
Me sujetan la mano que tenía libre con la esposa que llevo colgando de la otra muñeca.
Por el rabillo del ojo, veo que hay una segunda oficial vestida de negro al lado de
Thomas. Es June. El corazón se me dispara. Ella me devuelve la mirada con los ojos
entornados; en la mano sujeta el fusil que ha utilizado para golpearme.
Varios soldados me arrastran hasta mi celda mientras yo grito y me resisto. June
aguarda a que vuelvan a encadenarme. Entonces, cuando da un paso atrás, se agacha a
mi lado.
—Te sugiero que no vuelvas a intentarlo —masculla clavándome una mirada llena de
cólera fría.
La comandante Jameson sonríe; Thomas me observa con expresión severa.
Entonces, June vuelve a acercarse y me susurra algo al oído.
—No vuelvas a intentarlo… tú solo. Espera un poco y yo te ayudaré.
No sé qué esperaba oírle decir, pero desde luego no era esto. Intento mantener una
expresión impertérrita, pero el corazón se me detiene por un instante. ¿Ayudarme?
¿June quiere ayudarme? Acaba de abortar mi huida con un golpe que casi me deja
inconsciente. ¿Querrá tenderme una trampa, o lo dirá en serio?
June se separa de mí en cuanto pronuncia la última palabra. Finjo estar enfadado, como
si me hubiera dicho algo insultante. La comandante Jameson levanta la barbilla.
—Buen trabajo, agente Iparis —dice, y June se cuadra rápidamente—. Acompañe a
Thomas hasta la recepción; allí nos encontraremos.
Thomas y June se marchan. Me quedo con la comandante y los nuevos soldados de
guardia.
—He de reconocerle, señor Wing, que ha realizado un esfuerzo impresionante —dice al
cabo de un rato—. Realmente es usted tan ágil como aseguró la agente Iparis. Detesto
ver cómo se desperdicia el talento en manos de un criminal… Pero la vida no es justa,
¿no cree? —me sonríe—. Pobre chico. ¿De verdad pensabas que podrías escapar de una
fortaleza como esta?
Se acerca, se inclina sobre mí y apoya el codo en una rodilla.
—Voy a contarte una historia —dice—. Hace unos años, capturamos a un joven traidor
que tenía bastantes cosas en común contigo. Era audaz, temerario y estúpidamente
desafiante, entre otras cosas. Intentó escapar antes de su ejecución, igual que tú.
¿Sabes lo que le pasó, Wing? —se aproxima más a mí, me posa una mano en la frente y
empuja hasta que mi cabeza queda pegada a la pared—. Lo atrapamos antes de que
llegara a las escaleras. Cuando llegó la fecha de su ejecución, el tribunal me dio permiso
para tomar el asunto en mis manos en lugar de ponerle al frente del pelotón de
fusilamiento —su mano aprieta todavía más mi cabeza contra el muro—. Creo que él
hubiera preferido el pelotón.
—Algún día sufrirás una muerte mucho peor que la de él —mascullo.
La comandante suelta una carcajada.
—Veo que sigues conservando el carácter hasta el final, ¿eh? —me suelta la cabeza y
me levanta el mentón con un dedo—. Eres tan gracioso, mi querido muchacho…
Estrecho los ojos y, antes de que pueda reaccionar, ladeo la cabeza y le hinco los
dientes en la mano. Ella chilla. Aprieto las mandíbulas con todas mis fuerzas hasta notar
el sabor de la sangre. Entonces, la comandante me estrella la cabeza contra la pared y
mis dientes pierden su presa. Se agarra la mano en un baile agónico mientras yo
parpadeo tratando de no perder el sentido. Dos soldados se acercan a ayudarla, pero
les ordena que se alejen.
—No sabes cuántas ganas tengo de que te fusilen, Day —me gruñe. De su mano brota
un hilo de sangre—. Estoy contando los minutos.
Se da la vuelta y sale de la celda con un portazo.
Cierro los ojos y escondo la cara entre las manos para que los soldados no vean mi
expresión. El regusto metálico de la sangre me escuece en la lengua. Hasta ahora no
me he atrevido a pensar en mi ejecución. ¿Qué se sentirá al encontrarse delante de un
pelotón de fusilamiento, sin escape posible? Mi mente divaga en torno a esa idea y
finalmente me agarro a lo que me susurró June: «No vuelvas a intentarlo… tú solo.
Espera un poco y yo te ayudaré».
Puede que haya descubierto algo; tal vez haya averiguado quién mató realmente a su
hermano o se haya dado cuenta de cómo miente la República. No hay ningún motivo
para que me engañe ahora: a mí no me queda nada que perder y ella no tiene nada que
ganar.
Lo pienso una y otra vez hasta asimilarlo: una oficial de la República va a ayudarme a
escapar y a salvar a mis hermanos.
Debo de estar volviéndome loco.
Solo quedan tres noches y dos días hasta mi ejecución. Tengo que escapar.
Al caer la tarde, por los altavoces de la pantalla del corredor comienzan a sonar gritos y
explosiones. Las patrullas antipeste han cercado los sectores de Lake y Alta, y a juzgar
por el estruendo creciente de disparos, la gente debe de estar plantando cara. Dado
que solo un bando dispone de armas de fuego, no hace falta ser un lince para adivinar
quién va ganando.
La imagen de June me viene a la mente y meneo la cabeza, asombrado de haberme
abierto tanto con ella. Me pregunto qué hará ahora mismo, en qué estará pensando.
Tal vez en mí. Ojalá estuviera aquí. No entiendo la razón, pero me siento mejor cuando
está conmigo. Es como si entendiera lo que pienso y me ayudara a canalizar mis
sentimientos. Además, me reconforta contemplar su cara.
Y también me da valor. Siempre me ha costado armarme de coraje si no tenía cerca a
Tess, a mis hermanos o a mi madre.
Llevo todo el día pensando en huir. Si consiguiera salir de esta celda y quitarle el
chaleco antibalas y las armas a algún soldado, tendría alguna posibilidad de escapar de
la intendencia. Conozco el exterior de este edificio, y los muros no son tan lisos como
los del hospital central. Podría romper una ventana y escabullirme por las cornisas; no
creo que la herida de la pierna me lo impidiera. Los soldados no serían capaces de
seguirme. Tendrían que disparar desde abajo o desde arriba, y creo que podría
esquivarlos. Soy capaz de trepar muy rápido si encuentro puntos de apoyo, y puedo
soportar el dolor en las manos. También tengo que liberar a John; no creo que Eden
siga encerrado en la intendencia, pero recuerdo con claridad lo que dijo June el día que
me capturaron: «El prisionero de la celda 6822». Ese tiene que ser John… y yo voy a
encontrarle.
Pero antes tengo que salir de aquí.
Dentro de la celda hay cuatro guardas apostados a los lados de la puerta. Todos llevan
el uniforme estándar: botas negras, camisa negra con una única hilera de botones
metálicos, pantalón gris oscuro, chaleco antibalas y brazalete plateado. Cada uno porta
un subfusil y una pistola. Mi mente va a toda velocidad. En una sala con paredes de
acero como esta, las balas rebotan, así que no creo que lleven munición metálica.
Puede que tengan balas de goma para aturdirme si fuera necesario. O tal vez sus armas
estén cargadas con tranquilizantes; nada que pueda matarme ni matarlos a ellos.
Siempre que no me disparen a bocajarro, claro.
Carraspeo y los soldados me miran. Espero unos segundos, finjo una arcada y me
encorvo. Sacudo la cabeza como si estuviera intentando calmarme y después me
recuesto contra la pared. Cierro los ojos.
Los soldados están alerta; uno me apunta con un subfusil. No dicen nada.
Continúo la comedia unos minutos, haciendo ruidos guturales como si estuviera a
punto de vomitar. Los guardas no dejan de mirarme. Entonces, sin previo aviso, finjo
que me quedo sin aire y estallo en un ataque de tos.
Los soldados se miran y por primera vez capto una expresión de incertidumbre en sus
ojos.
—¿Qué te pasa? —me pregunta el del subfusil.
No contesto; finjo estar demasiado ocupado conteniendo las ganas de vomitar.
Otro soldado me mira de arriba abajo.
—Puede que tenga la peste.
—Tonterías. Los médicos ya lo han comprobado.
El segundo soldado menea la cabeza.
—Ha estado expuesto al brote. Su hermano pequeño es el paciente cero, ¿no? Puede
que los médicos no le hayan analizado bien.
El paciente cero. Lo sabía. Doy otra arcada, poniéndome de espaldas a los guardas para
que no piensen que intento distraerlos. Escupo en el suelo.
El soldado del subfusil le hace un gesto al que tiene al lado.
—Bueno, si tiene una mutación de la peste, no seré yo quien se quede aquí para
contagiarse. Llama al equipo médico y pide que lo trasladen a una de las celdas del
hospital.
El otro asiente y da un par de golpes en la puerta. El cerrojo de fuera se descorre y la
puerta se abre por un instante, apenas lo suficiente para que salga el soldado que ha
llamado. El del subfusil se acerca a mí, pero antes de tocarme se desprende las esposas
del cinturón y se vuelve hacia sus compañeros.
—No dejen de apuntarle.
Sigo tosiendo y tratando de vomitar como si no me diera cuenta de que está junto a mí.
—Levántate —me agarra del brazo y me levanta de un tirón. Gimo como si no pudiera
aguantar el dolor.
El soldado me libera una mano y me cierra la esposa en torno a la muñeca. Le dejo
hacer.
Cuando me libera la otra mano, giro de pronto y, antes de que pueda reaccionar, le
arrebato la pistola de la funda y le apunto a la cara. Los otros dos guardas se quedan
petrificados; no pueden disparar sin herir a su compañero.
—Diles a los de fuera que abran la puerta —le ordeno a mi rehén.
Traga saliva; los otros no se atreven ni a pestañear.
—¡Abran la puerta! —grita.
Se oye una conmoción en el pasillo y después un chirrido cuando se deslizan los
cerrojos. El soldado me enseña los dientes en una mueca de rabia.
—Ahí fuera hay decenas de hombres —me espeta—. No tienes nada que hacer.
Le guiño un ojo y, en cuanto la puerta se abre un milímetro, le agarro de la camisa y lo
estampo contra la pared. Los otros dos me disparan, pero me agazapo y ruedo por el
suelo. Llueven las balas; por el ruido que hacen al rebotar, deben de ser de goma. Estiro
una pierna y lanzo una patada baja a un soldado para hacerle perder el equilibrio; solo
el movimiento me hace apretar los dientes de dolor. Maldita herida… Me incorporo y
me lanzo hacia la puerta antes de que la cierren.
De un vistazo calibro la situación: soldados por todas partes; techo de baldosas con
marco de metal; pasillo que tuerce a la derecha a cinco o seis metros; carteles que
dicen «4º piso». El soldado que abrió la puerta está empezando a reaccionar, y su mano
se dirige hacia la pistola a cámara lenta. Salto contra la pared para darme impulso y me
agarro al dintel de la puerta; la pierna me duele tanto que estoy a punto de perder el
sentido. No dejan de sonar disparos. Me aferro a las grapas de metal que sujetan los
azulejos. Celda 6822: eso tiene que estar en el sexto piso. Balanceo la pierna sana y le doy
una patada en la cabeza a un soldado; caemos juntos y le dan de lleno dos balas de
goma que le hacen chillar. Me agacho y echo a correr esquivando soldados y disparos,
alejándome de las manos que intentan agarrarme.
Tengo que encontrar a John. Si lo libero, podremos escapar juntos. Si logro…
Algo me golpea la cara y por un instante pierdo la visión. Intento recobrarme, pero
caigo de rodillas. Hago ademán de levantarme y recibo otro golpe que me derriba:
deben de haberme dado por la culata de un fusil. Estoy a cuatro patas, jadeando. Todo
sucede muy rápido. La cabeza me da vueltas; creo que me voy a desmayar. Oigo una
voz conocida.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Es la comandante Jameson. Al recuperar la visión, me doy cuenta de que aún estoy
debatiéndome en vano. Una mano me agarra la barbilla y la levanta; de pronto, mis
ojos enfocan directamente a los de la comandante.
—Acabas de hacer una tontería —dice.
Se vuelve hacia Thomas, que se cuadra.
—Thomas, llévalo de vuelta a su celda y haga el favor de asignarle unos guardas
competentes —me suelta la barbilla y se frota las manos enguantadas—. Despida a los
anteriores; no los quiero en mi patrulla.
—Sí, señora —Thomas vuelve a cuadrarse y empieza a gritar órdenes.
Me sujetan la mano que tenía libre con la esposa que llevo colgando de la otra muñeca.
Por el rabillo del ojo, veo que hay una segunda oficial vestida de negro al lado de
Thomas. Es June. El corazón se me dispara. Ella me devuelve la mirada con los ojos
entornados; en la mano sujeta el fusil que ha utilizado para golpearme.
Varios soldados me arrastran hasta mi celda mientras yo grito y me resisto. June
aguarda a que vuelvan a encadenarme. Entonces, cuando da un paso atrás, se agacha a
mi lado.
—Te sugiero que no vuelvas a intentarlo —masculla clavándome una mirada llena de
cólera fría.
La comandante Jameson sonríe; Thomas me observa con expresión severa.
Entonces, June vuelve a acercarse y me susurra algo al oído.
—No vuelvas a intentarlo… tú solo. Espera un poco y yo te ayudaré.
No sé qué esperaba oírle decir, pero desde luego no era esto. Intento mantener una
expresión impertérrita, pero el corazón se me detiene por un instante. ¿Ayudarme?
¿June quiere ayudarme? Acaba de abortar mi huida con un golpe que casi me deja
inconsciente. ¿Querrá tenderme una trampa, o lo dirá en serio?
June se separa de mí en cuanto pronuncia la última palabra. Finjo estar enfadado, como
si me hubiera dicho algo insultante. La comandante Jameson levanta la barbilla.
—Buen trabajo, agente Iparis —dice, y June se cuadra rápidamente—. Acompañe a
Thomas hasta la recepción; allí nos encontraremos.
Thomas y June se marchan. Me quedo con la comandante y los nuevos soldados de
guardia.
—He de reconocerle, señor Wing, que ha realizado un esfuerzo impresionante —dice al
cabo de un rato—. Realmente es usted tan ágil como aseguró la agente Iparis. Detesto
ver cómo se desperdicia el talento en manos de un criminal… Pero la vida no es justa,
¿no cree? —me sonríe—. Pobre chico. ¿De verdad pensabas que podrías escapar de una
fortaleza como esta?
Se acerca, se inclina sobre mí y apoya el codo en una rodilla.
—Voy a contarte una historia —dice—. Hace unos años, capturamos a un joven traidor
que tenía bastantes cosas en común contigo. Era audaz, temerario y estúpidamente
desafiante, entre otras cosas. Intentó escapar antes de su ejecución, igual que tú.
¿Sabes lo que le pasó, Wing? —se aproxima más a mí, me posa una mano en la frente y
empuja hasta que mi cabeza queda pegada a la pared—. Lo atrapamos antes de que
llegara a las escaleras. Cuando llegó la fecha de su ejecución, el tribunal me dio permiso
para tomar el asunto en mis manos en lugar de ponerle al frente del pelotón de
fusilamiento —su mano aprieta todavía más mi cabeza contra el muro—. Creo que él
hubiera preferido el pelotón.
—Algún día sufrirás una muerte mucho peor que la de él —mascullo.
La comandante suelta una carcajada.
—Veo que sigues conservando el carácter hasta el final, ¿eh? —me suelta la cabeza y
me levanta el mentón con un dedo—. Eres tan gracioso, mi querido muchacho…
Estrecho los ojos y, antes de que pueda reaccionar, ladeo la cabeza y le hinco los
dientes en la mano. Ella chilla. Aprieto las mandíbulas con todas mis fuerzas hasta notar
el sabor de la sangre. Entonces, la comandante me estrella la cabeza contra la pared y
mis dientes pierden su presa. Se agarra la mano en un baile agónico mientras yo
parpadeo tratando de no perder el sentido. Dos soldados se acercan a ayudarla, pero
les ordena que se alejen.
—No sabes cuántas ganas tengo de que te fusilen, Day —me gruñe. De su mano brota
un hilo de sangre—. Estoy contando los minutos.
Se da la vuelta y sale de la celda con un portazo.
Cierro los ojos y escondo la cara entre las manos para que los soldados no vean mi
expresión. El regusto metálico de la sangre me escuece en la lengua. Hasta ahora no
me he atrevido a pensar en mi ejecución. ¿Qué se sentirá al encontrarse delante de un
pelotón de fusilamiento, sin escape posible? Mi mente divaga en torno a esa idea y
finalmente me agarro a lo que me susurró June: «No vuelvas a intentarlo… tú solo.
Espera un poco y yo te ayudaré».
Puede que haya descubierto algo; tal vez haya averiguado quién mató realmente a su
hermano o se haya dado cuenta de cómo miente la República. No hay ningún motivo
para que me engañe ahora: a mí no me queda nada que perder y ella no tiene nada que
ganar.
Lo pienso una y otra vez hasta asimilarlo: una oficial de la República va a ayudarme a
escapar y a salvar a mis hermanos.
Debo de estar volviéndome loco.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Por fin, June dio con la verdad, que manera la de Metias de guiarla a lo que descubrió, ahora tiene que estar atenta para que no la descubran, y poder ayudar a escapar a Day, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
En Drake me enseñaron que la mejor forma de desplazarse por la noche sin que te vean
es ir por los tajados. A esa altura eres prácticamente invisible, porque los transeúntes
mantienen la vista fija en la calle. Además, desde ahí se ve perfectamente el lugar al que
te diriges.
Tengo que ir al lugar donde peleé contra Kaede, en la frontera entre los sectores Lake y
Alta. Necesito encontrarla antes de mañana por la mañana, cuando tendré que
presentarme ante la comandante Jameson en la intendencia de Batalla para hacer el
informe sobre el intento de fuga de Day. Kaede puede ser una excelente aliada para
evitar la ejecución.
Poco después de la medianoche, me visto con ropa adecuada: botas negras de
montaña; una fina cazadora negra; una mochila pequeña, negra también. Llevo dos
cuchillos sujetos al cinturón. Nada de armas de fuego: no quiero que rastreen mi
presencia en un sector infectado por la peste.
Subo a la azotea de mi edificio y me quedo un instante de pie, escuchando cómo silba el
viento a mi alrededor. El aire huele a humedad. Aún se ven rebaños pastando en
algunas azoteas. Al mirarlos, no puedo evitar preguntarme si habré pasado toda mi
vida encima de una red secreta de granjas subterráneas. Desde aquí se divisan el centro
de Los Ángeles y muchos de los sectores periféricos, así como la delgada franja de
tierra que separa el lago del océano Pacífico. Es fácil distinguir los sectores ricos de los
marginales: en los últimos, la luz eléctrica da paso a quinqués parpadeantes, hogueras y
centrales de vapor.
Apunto mi lanzador de cable al edificio de enfrente, disparo y me deslizo
silenciosamente de bloque en bloque hasta encontrarme lejos de los sectores Batalla y
Ruby. Aquí las cosas se ponen un poco más difíciles: los edificios no son tan altos, los
tejados están desmoronados y alguno amenaza con derrumbarse al mínimo golpe, así
que voy escogiendo cuidadosamente mis objeticos. En un par de ocasiones, me veo
obligada a apuntar por debajo del techo y trepar hasta la azotea para seguir
avanzando. Cuando llego a las afueras del sector Lake, el sudor me empapa la espalda.
La orilla del lago está a pocas manzanas de distancia. Al contemplar el sector desde lo
alto, distingo cintas rojas alrededor de casi todos los bloques. No hay esquina sin un
soldado de la patrulla antipeste vestido con capa negra y máscara de gas. Las equis
rojas se repiten puerta tras puerta. Distingo una patrulla que hace la ronda, como si
fuera una redada de rutina, y tengo el presentimiento de que están inyectando la cura
como dijo Metias en su blog. Dentro de unas semanas, el nuevo brote de peste habrá
desaparecido por arte de magia. Me esfuerzo por no mirar el punto donde está —o
estaba— la casa de Day; no puedo evitar la sensación irracional de que el cuerpo de su
madre sigue tirado en la calle.
Me lleva unos diez minutos llegar hasta el sitio donde vi a Day por primera vez. Aquí los
techos están demasiado destrozados para aguantar la tensión del cable. Con mucho
cuidado, bajo hasta el suelo —soy ágil, pero no tanto como Day— y me fundo con las
sombras de los callejones hasta llegar al lago. La arena húmeda cruje bajo mis pies.
Avanzo evitando la luz de las farolas, las patrullas de la policía ciudadana y la
muchedumbre que vaga por la calles. Day me comentó que había conocido a Kaede en
un bar de esta zona, en la frontera entre los sectores Alta y Winter. Voy explorando el
área según avanzo. Cuando investigué desde los tejados, vi que había una docena de
bares que podían coincidir con su descripción. Ahora que estoy en el suelo, cuento
nueve.
Tengo que detenerme varias veces en los callejones para poner en orden mis
pensamientos. Si me atrapan aquí, si descubrieran lo que me propongo, creo que me
matarían sin hacer preguntas. La idea hace que se me acelere el corazón.
Pero entonces me acuerdo de las palabras de mi hermano y aprieto los dientes. He
llegado demasiado lejos para dar marcha atrás.
Deambulo sin suerte por diversos bares. Todos tienen un aspecto muy parecido:
iluminación tenue, humo, caos, peleas de skiz en la esquina más oscura. Me asomo para
ver los combates, pero me quedo lejos del corro: he aprendido la lección. Pregunto a
los camareros si conocen a una chica con un tatuaje en forma de enredadera. Nadie
sabe nada. Así pasa una hora.
Y entonces la encuentro. O más bien, ella me encuentra a mí.
Me dispongo a entrar en el siguiente bar. Acabo de salir de un callejón cuando algo
pasa silbando sobre mi hombro. Un cuchillo. Me aparto de un salto y elevo la vista justo
a tiempo para ver a alguien que se descuelga desde un segundo piso. Mi atacante cae
sobre mí y me empuja con violencia contra una pared envuelta en sombras. Aferro uno
de los cuchillos que llevo al cinto antes de distinguir su cara.
—Eres tú —murmuro.
La chica que tengo frente a mí está furiosa. La luz de las farolas se refleja en su tatuaje y
resalta la capa de maquillaje negro que ensombrece sus ojos.
—Muy bien —dice Kaede—. Sé que me estás buscando. Tienes tantas ganas de verme
que llevas dando vueltas por los bares del sector Alta desde hace más de una hora.
¿Qué quieres? ¿La revancha?
Estoy a punto de contestar cuando percibo un movimiento entre las sombras. Me
quedo helada: hay alguien más aquí. Cuando Kaede advierte hacia dónde estoy
mirando, levanta la voz.
—No te acerques, Tess —grita—. Mejor que no veas esto.
—¿Tess?
Entrecierro los ojos: la figura que se oculta entre la sombras es menuda y delgada, y da
la impresión de llevar el pelo recogido en una trenza medio deshecha. Sus ojos grandes
y luminosos me contemplan desde detrás de Kaede. Apenas puedo aguantar las ganas
de sonreír: esta noticia hará muy feliz a Day.
Tess da un paso hacia delante. Aunque tiene las ojeras muy marcadas, parece
encontrarse bien. Me dedica una mirada recelosa que me llena de vergüenza.
—Hola —murmura—. ¿Cómo está Day? ¿Se encuentra bien?
Asiento con la cabeza.
—De momento, sí. Me alegro de saber que tú también estás bien. ¿Qué haces aquí?
Me ofrece una sombra de sonrisa y luego contempla a Kaede con nerviosismo. Esta le
dirige una mirada de furia y me aprieta contra la pared.
—¿Qué tal si respondes primero a mi pregunta? —me espeta.
Tess se ha debido de unir a los Patriotas. Dejo caer el cuchillo y extiendo las manos
vacías.
—He venido a negociar —digo mirando a los ojos a Kaede—. Necesito tu ayuda: tengo
que hablar con los Patriotas.
Eso la pilla con la guardia baja.
—¿Qué te hace pensar que yo soy una de ellos?
—Trabajo para la República. Sabemos muchas cosas; algunas seguramente te
sorprenderían.
Kaede entrecierra los ojos.
—Tú no necesitas mi ayuda. Estás mintiendo —sentencia—. Trabajas para la República
y traicionaste a Day. ¿Por qué debería confiar en ti?
Me giro, abro la mochila y saco un grueso fajo de billetes. Tess deja escapar un grito
ahogado cuando lo ve.
—Quiero entregarte esto —contesto entregándole el dinero a Kaede—. Y puedo darte
más, pero necesito que me escuches. No tengo mucho tiempo.
Kaede soba los billetes con la mano y toca uno con la punta de la lengua. Tiene un
brazo enyesado y sujeto por un cabestrillo.
Me pregunto si será Tess quien se lo haya arreglado; los Patriotas deben de encontrarla
muy útil.
—Siento mucho lo de tu brazo, por cierto —le digo a Kaede señalándolo—. Aunque
estoy segura que lo entiendes: aún no se me ha cerrado del todo la herida que me
hiciste.
Kade deja escapar una risa seca.
—Qué más da… Al menos, nos ha servido para reclutar una médica más —acaricia la
escayola y le guiña un ojo a Tess.
—Me alegro de oírlo —respondo mirando a Tess de reojo—. Cuídenla bien. Se lo
merece.
Kaede estudia mi rostro durante un rato. Finalmente, me suelta y hace un gesto en
dirección a mi cinturón.
—Tira las armas.
No replico. Saco los cuchillos del cinto poco a poco, para que pueda distinguir mis
movimientos, y los tiro al suelo del callejón. Kaede los aleja de una patada.
—¿Tienes algún dispositivo de seguimiento? ¿Aparatos de escucha?
Niego con la cabeza y permito que me inspeccione los oídos y la boca.
—Si oigo acercarse a alguien, te mato en el acto —dice al acabar—. ¿Me entiendes?
Asiento. Kaede parece dudar, pero termina por menear la cabeza y me conduce hacia la
oscuridad del callejón.
—No pienso llevarte a ver ningún otro Patriota —declara—. No me fío de ti. Puedes
hablar con nosotras dos, y ya veré si tu propuesta vale la pena.
Me pregunto por un instante qué tamaño tendrá realmente su organización.
—De acuerdo.
Empiezo a contarles a Kaede y a Tess todo lo que he descubierto. Comienzo con la
noche en que Metias murió. Les relato mi persecución de Day y lo que sucedió cuando
lo entregué. Luego hablo de lo que he averiguado sobre Thomas y el asesinato de
Metias.
No menciono el verdadero motivo por el que murieron mis padres ni lo que escribió
Metias sobre la peste en su blog. Me da demasiada vergüenza hablar de esto a dos
personas que sobreviven en los sectores marginales.
—Así que el amigo de tu hermano lo mató, ¿eh? —Kaede deja escapar un silbido
suave—. ¿Solo porque sospechaba que la República había eliminado a tus padres? ¿Y a
Day le tendieron una trampa?
El tono de indiferencia de Kaede me molesta, pero intento no prestarle atención.
—Sí.
—Vaya, qué historia tan triste. Ahora cuéntame qué pintan en esto los Patriotas.
—Quiero ayudar a Day a escapar antes de que lo fusilen. Sé que los Patriotas llevan
mucho tiempo intentando reclutarlo, así que supongo que preferirían no verlo muerto.
Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
La cólera que había en los ojos de Kaede se ha convertido en escepticismo.
—¿Qué me estás contando? ¿Qué quieres vengarte por la muerte de tu hermano? ¿Qué
vas a traicionar a la República para salvar a Day?
—Lo único que digo es que quiero justicia: voy a liberar al chico que no mató a mi
hermano.
Kaede suelta un gruñido de incredulidad.
—No te das cuenta de lo fácil que ha sido para ti la vida hasta ahora, ¿verdad? Pero si la
República se entera de que has hablado conmigo, te pondrán delante de un pelotón de
fusilamiento igual que a Day.
Oírle hablar de la ejecución de Day me pone los pelos de punta. Veo por el rabillo del
ojo que Tess también pega un respingo.
—Lo sé —contesto—. ¿Vas a ayudarme?
—Estás colada por él, ¿verdad?
Espero que la oscuridad disimule el color que cobran mis mejillas.
—Eso es irrelevante.
Kaede suelta una carcajada.
—¡Qué gracioso! Una pobre niña rica se enamora del criminal más famoso de la
República. Supongo que lo que más te duele es saber que si se encuentra en esta
situación es por tu culpa…
Mantén la calma.
—¿Me vas a ayudar o no? —insisto.
—Siempre hemos querido reclutar a Day —Kaede se encoge de hombros—. Sería un
excelente apoyo para nosotros, ¿sabes? Pero no nos dedicamos a esto por amor al arte.
Somos profesionales, y tenemos una agenda apretada que no incluye obras de caridad
—Tess abre la boca para protestar, pero Kaede le ordena con un gesto que se calle—.
Puede que Day sea muy popular en estos sectores, pero en el fondo no es más que un
niño. ¿Qué sacamos nosotros? ¿La satisfacción de liberarle? Los Patriotas no van a
arriesgar una docena de vidas para salvar a un criminal. No sería eficiente.
Tess deja escapar un suspiro. Su mirada encuentra la mía, y me doy cuenta de que debe
de llevar días intentando convencer a Kaede de que haga algo por Day. Incluso puede
que se uniera a los Patriotas para suplicarles que le salvaran.
—Lo sé muy bien —me quito la mochila y se la lanzo; ella la atrapa al vuelo, pero no la
abre—. Por eso he traído esto. Doscientos mil billetes, contando los que te he dado
antes. Toda una fortuna. Fue mi recompensa por capturar a Day, y supongo que será el
pago suficiente por su ayuda —bajo la voz—. También he incluido una bomba
electromagnética de nivel tres. Vale seis mil billetes. Durante dos minutos, desactivará
todas las armas que haya en un ratio de un kilómetro. Estoy convencida de que sabes lo
difícil que es encontrar esto en el mercado negro.
Kaede abre la cremallera y echa un vistazo al contenido de la mochila. No dice una
palabra, pero la satisfacción se trasluce en su lenguaje corporal, en la forma en que
agarra los billetes con avidez y recorre su rugosa superficie con la bomba
electromagnética; cuando levanta la esfera metálica y la inspecciona, la mirada se le
ilumina. Tess la contempla con ojos esperanzados.
—Para los Patriotas, esto no es más que calderilla —declara Kaede tras inspeccionarlo
todo—. Pero tienes razón: puede que sea suficiente para convencer a mi jefe de que te
ayude. Y ahora, dime: ¿cómo podemos estar seguros de que no es una trampa?
Entregaste a Day a la Republica. ¿Y si me estás engañando a mí también?
¿Calderilla? Vaya, los bolsillos de los Patriotas deben de ser muy profundos.
—Tienes derecho a sospechar de mí —respondo—. Pero míralo de este modo: podrías
largarte ahora mismo con los doscientos mil billetes y la bomba, y no mover un dedo
por ayudarme. Estoy depositando mi confianza en ti y en los Patriotas. Solo te pido que
hagas lo mismo.
Kaede toma aire profundamente. Todavía no parece convencida.
—Bien. ¿Tienes algún plan? —dice al fin.
El corazón me da un vuelco y, por primera vez en toda la noche sonrío con sinceridad.
—Lo primero que hay que hacer es rescatar a John, el hermano mayor de Day. Lo
sacaré de la intendencia de Batalla mañana por la noche, entre las once y las once y
media —Kaede me contempla con incredulidad, pero la ignoro—. Fingiré su muerte;
diré que ha caído víctima de un ataque fulminante. Si consigo sacarlo de la intendencia,
necesitaré que estés ahí junto a un par de Patriotas más para a alejarlo del sector
Batalla y ocultarlo.
—Si lo consigues, allí estaremos.
—Bien. Ahora, lo de Day. Evidentemente, será mucho más complicado. Lo van a
ejecutar dentro de dos días, a las seis en punto de la tarde. A las seis menos diez, yo
acudiré a su celda para conducirlo hasta el pelotón de fusilamiento. Tengo una tarjeta
de identidad que me da acceso sin restricciones a todas las partes del edificio; la usaré
para sacarlo por alguna de las seis entradas secundarias que hay en el ala este.
Necesitaré que haya allí un grupo de Patriotas para ayudarnos. Calculo que acudirán al
menos dos mil personas a presenciar la ejecución, de modo que apostarán en la
explanada unos ochenta guardas. Necesito que las salidas secundarias estén poco
vigiladas, así que habrá que hacer algo para despistar a los soldados que monten
guardia en ellas. Una vez fuera del edificio no creo que sea difícil escapar… siempre y
cuando no haya demasiada vigilancia en los alrededores, claro.
Kaede levanta una ceja.
—Es un suicidio. ¿Te das cuenta de lo descabellado que suena tu plan?
—Sí —hago una pausa—. Pero no hay muchas otras alternativas.
—Bien, sigue. ¿Y qué hacemos con las tropas de la explanada?
—Hay que crear una distracción —fijo los ojos en Kaede—. Tenemos que provocar el
caos frente a la intendencia; de ese modo, los soldados que custodien las salidas
traseras tendrán que acudir para contener a la multitud, aunque solo sea durante un
par de minutos. En eso nos puede ayudar la bomba electromagnética. Si detona, hará
temblar la tierra en toda la explanada y los alrededores. No hará daño a nadie, pero
provocará el pánico. Además, desactivará todas las armas de las proximidades, así que
no podrán disparar contra Day aunque vean que escapa por los tejados. Tendrán que
perseguirlo o probar suerte con las pistolas aturdidoras, que son mucho menos
precisas.
—Muy bien, chica genio —Kaede suelta una risita sarcástica—. Pero deja que te haga
una pregunta: ¿cómo demonios piensas sacar a Day del edificio? ¿Crees que serás la
única que lo escolte hasta el pelotón de fusilamiento? Habrá otros soldados a tu lado.
Puede que una patrulla entera.
Sonrío.
—Claro que habrá otros soldados. Pero ¿quién dice que no pueden ser Patriotas
disfrazados?
Aunque no me contesta, veo cómo se le ensancha la sonrisa. Sí, piensa que estoy loca.
Y aun así, está dispuesta a ayudarme.
En Drake me enseñaron que la mejor forma de desplazarse por la noche sin que te vean
es ir por los tajados. A esa altura eres prácticamente invisible, porque los transeúntes
mantienen la vista fija en la calle. Además, desde ahí se ve perfectamente el lugar al que
te diriges.
Tengo que ir al lugar donde peleé contra Kaede, en la frontera entre los sectores Lake y
Alta. Necesito encontrarla antes de mañana por la mañana, cuando tendré que
presentarme ante la comandante Jameson en la intendencia de Batalla para hacer el
informe sobre el intento de fuga de Day. Kaede puede ser una excelente aliada para
evitar la ejecución.
Poco después de la medianoche, me visto con ropa adecuada: botas negras de
montaña; una fina cazadora negra; una mochila pequeña, negra también. Llevo dos
cuchillos sujetos al cinturón. Nada de armas de fuego: no quiero que rastreen mi
presencia en un sector infectado por la peste.
Subo a la azotea de mi edificio y me quedo un instante de pie, escuchando cómo silba el
viento a mi alrededor. El aire huele a humedad. Aún se ven rebaños pastando en
algunas azoteas. Al mirarlos, no puedo evitar preguntarme si habré pasado toda mi
vida encima de una red secreta de granjas subterráneas. Desde aquí se divisan el centro
de Los Ángeles y muchos de los sectores periféricos, así como la delgada franja de
tierra que separa el lago del océano Pacífico. Es fácil distinguir los sectores ricos de los
marginales: en los últimos, la luz eléctrica da paso a quinqués parpadeantes, hogueras y
centrales de vapor.
Apunto mi lanzador de cable al edificio de enfrente, disparo y me deslizo
silenciosamente de bloque en bloque hasta encontrarme lejos de los sectores Batalla y
Ruby. Aquí las cosas se ponen un poco más difíciles: los edificios no son tan altos, los
tejados están desmoronados y alguno amenaza con derrumbarse al mínimo golpe, así
que voy escogiendo cuidadosamente mis objeticos. En un par de ocasiones, me veo
obligada a apuntar por debajo del techo y trepar hasta la azotea para seguir
avanzando. Cuando llego a las afueras del sector Lake, el sudor me empapa la espalda.
La orilla del lago está a pocas manzanas de distancia. Al contemplar el sector desde lo
alto, distingo cintas rojas alrededor de casi todos los bloques. No hay esquina sin un
soldado de la patrulla antipeste vestido con capa negra y máscara de gas. Las equis
rojas se repiten puerta tras puerta. Distingo una patrulla que hace la ronda, como si
fuera una redada de rutina, y tengo el presentimiento de que están inyectando la cura
como dijo Metias en su blog. Dentro de unas semanas, el nuevo brote de peste habrá
desaparecido por arte de magia. Me esfuerzo por no mirar el punto donde está —o
estaba— la casa de Day; no puedo evitar la sensación irracional de que el cuerpo de su
madre sigue tirado en la calle.
Me lleva unos diez minutos llegar hasta el sitio donde vi a Day por primera vez. Aquí los
techos están demasiado destrozados para aguantar la tensión del cable. Con mucho
cuidado, bajo hasta el suelo —soy ágil, pero no tanto como Day— y me fundo con las
sombras de los callejones hasta llegar al lago. La arena húmeda cruje bajo mis pies.
Avanzo evitando la luz de las farolas, las patrullas de la policía ciudadana y la
muchedumbre que vaga por la calles. Day me comentó que había conocido a Kaede en
un bar de esta zona, en la frontera entre los sectores Alta y Winter. Voy explorando el
área según avanzo. Cuando investigué desde los tejados, vi que había una docena de
bares que podían coincidir con su descripción. Ahora que estoy en el suelo, cuento
nueve.
Tengo que detenerme varias veces en los callejones para poner en orden mis
pensamientos. Si me atrapan aquí, si descubrieran lo que me propongo, creo que me
matarían sin hacer preguntas. La idea hace que se me acelere el corazón.
Pero entonces me acuerdo de las palabras de mi hermano y aprieto los dientes. He
llegado demasiado lejos para dar marcha atrás.
Deambulo sin suerte por diversos bares. Todos tienen un aspecto muy parecido:
iluminación tenue, humo, caos, peleas de skiz en la esquina más oscura. Me asomo para
ver los combates, pero me quedo lejos del corro: he aprendido la lección. Pregunto a
los camareros si conocen a una chica con un tatuaje en forma de enredadera. Nadie
sabe nada. Así pasa una hora.
Y entonces la encuentro. O más bien, ella me encuentra a mí.
Me dispongo a entrar en el siguiente bar. Acabo de salir de un callejón cuando algo
pasa silbando sobre mi hombro. Un cuchillo. Me aparto de un salto y elevo la vista justo
a tiempo para ver a alguien que se descuelga desde un segundo piso. Mi atacante cae
sobre mí y me empuja con violencia contra una pared envuelta en sombras. Aferro uno
de los cuchillos que llevo al cinto antes de distinguir su cara.
—Eres tú —murmuro.
La chica que tengo frente a mí está furiosa. La luz de las farolas se refleja en su tatuaje y
resalta la capa de maquillaje negro que ensombrece sus ojos.
—Muy bien —dice Kaede—. Sé que me estás buscando. Tienes tantas ganas de verme
que llevas dando vueltas por los bares del sector Alta desde hace más de una hora.
¿Qué quieres? ¿La revancha?
Estoy a punto de contestar cuando percibo un movimiento entre las sombras. Me
quedo helada: hay alguien más aquí. Cuando Kaede advierte hacia dónde estoy
mirando, levanta la voz.
—No te acerques, Tess —grita—. Mejor que no veas esto.
—¿Tess?
Entrecierro los ojos: la figura que se oculta entre la sombras es menuda y delgada, y da
la impresión de llevar el pelo recogido en una trenza medio deshecha. Sus ojos grandes
y luminosos me contemplan desde detrás de Kaede. Apenas puedo aguantar las ganas
de sonreír: esta noticia hará muy feliz a Day.
Tess da un paso hacia delante. Aunque tiene las ojeras muy marcadas, parece
encontrarse bien. Me dedica una mirada recelosa que me llena de vergüenza.
—Hola —murmura—. ¿Cómo está Day? ¿Se encuentra bien?
Asiento con la cabeza.
—De momento, sí. Me alegro de saber que tú también estás bien. ¿Qué haces aquí?
Me ofrece una sombra de sonrisa y luego contempla a Kaede con nerviosismo. Esta le
dirige una mirada de furia y me aprieta contra la pared.
—¿Qué tal si respondes primero a mi pregunta? —me espeta.
Tess se ha debido de unir a los Patriotas. Dejo caer el cuchillo y extiendo las manos
vacías.
—He venido a negociar —digo mirando a los ojos a Kaede—. Necesito tu ayuda: tengo
que hablar con los Patriotas.
Eso la pilla con la guardia baja.
—¿Qué te hace pensar que yo soy una de ellos?
—Trabajo para la República. Sabemos muchas cosas; algunas seguramente te
sorprenderían.
Kaede entrecierra los ojos.
—Tú no necesitas mi ayuda. Estás mintiendo —sentencia—. Trabajas para la República
y traicionaste a Day. ¿Por qué debería confiar en ti?
Me giro, abro la mochila y saco un grueso fajo de billetes. Tess deja escapar un grito
ahogado cuando lo ve.
—Quiero entregarte esto —contesto entregándole el dinero a Kaede—. Y puedo darte
más, pero necesito que me escuches. No tengo mucho tiempo.
Kaede soba los billetes con la mano y toca uno con la punta de la lengua. Tiene un
brazo enyesado y sujeto por un cabestrillo.
Me pregunto si será Tess quien se lo haya arreglado; los Patriotas deben de encontrarla
muy útil.
—Siento mucho lo de tu brazo, por cierto —le digo a Kaede señalándolo—. Aunque
estoy segura que lo entiendes: aún no se me ha cerrado del todo la herida que me
hiciste.
Kade deja escapar una risa seca.
—Qué más da… Al menos, nos ha servido para reclutar una médica más —acaricia la
escayola y le guiña un ojo a Tess.
—Me alegro de oírlo —respondo mirando a Tess de reojo—. Cuídenla bien. Se lo
merece.
Kaede estudia mi rostro durante un rato. Finalmente, me suelta y hace un gesto en
dirección a mi cinturón.
—Tira las armas.
No replico. Saco los cuchillos del cinto poco a poco, para que pueda distinguir mis
movimientos, y los tiro al suelo del callejón. Kaede los aleja de una patada.
—¿Tienes algún dispositivo de seguimiento? ¿Aparatos de escucha?
Niego con la cabeza y permito que me inspeccione los oídos y la boca.
—Si oigo acercarse a alguien, te mato en el acto —dice al acabar—. ¿Me entiendes?
Asiento. Kaede parece dudar, pero termina por menear la cabeza y me conduce hacia la
oscuridad del callejón.
—No pienso llevarte a ver ningún otro Patriota —declara—. No me fío de ti. Puedes
hablar con nosotras dos, y ya veré si tu propuesta vale la pena.
Me pregunto por un instante qué tamaño tendrá realmente su organización.
—De acuerdo.
Empiezo a contarles a Kaede y a Tess todo lo que he descubierto. Comienzo con la
noche en que Metias murió. Les relato mi persecución de Day y lo que sucedió cuando
lo entregué. Luego hablo de lo que he averiguado sobre Thomas y el asesinato de
Metias.
No menciono el verdadero motivo por el que murieron mis padres ni lo que escribió
Metias sobre la peste en su blog. Me da demasiada vergüenza hablar de esto a dos
personas que sobreviven en los sectores marginales.
—Así que el amigo de tu hermano lo mató, ¿eh? —Kaede deja escapar un silbido
suave—. ¿Solo porque sospechaba que la República había eliminado a tus padres? ¿Y a
Day le tendieron una trampa?
El tono de indiferencia de Kaede me molesta, pero intento no prestarle atención.
—Sí.
—Vaya, qué historia tan triste. Ahora cuéntame qué pintan en esto los Patriotas.
—Quiero ayudar a Day a escapar antes de que lo fusilen. Sé que los Patriotas llevan
mucho tiempo intentando reclutarlo, así que supongo que preferirían no verlo muerto.
Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
La cólera que había en los ojos de Kaede se ha convertido en escepticismo.
—¿Qué me estás contando? ¿Qué quieres vengarte por la muerte de tu hermano? ¿Qué
vas a traicionar a la República para salvar a Day?
—Lo único que digo es que quiero justicia: voy a liberar al chico que no mató a mi
hermano.
Kaede suelta un gruñido de incredulidad.
—No te das cuenta de lo fácil que ha sido para ti la vida hasta ahora, ¿verdad? Pero si la
República se entera de que has hablado conmigo, te pondrán delante de un pelotón de
fusilamiento igual que a Day.
Oírle hablar de la ejecución de Day me pone los pelos de punta. Veo por el rabillo del
ojo que Tess también pega un respingo.
—Lo sé —contesto—. ¿Vas a ayudarme?
—Estás colada por él, ¿verdad?
Espero que la oscuridad disimule el color que cobran mis mejillas.
—Eso es irrelevante.
Kaede suelta una carcajada.
—¡Qué gracioso! Una pobre niña rica se enamora del criminal más famoso de la
República. Supongo que lo que más te duele es saber que si se encuentra en esta
situación es por tu culpa…
Mantén la calma.
—¿Me vas a ayudar o no? —insisto.
—Siempre hemos querido reclutar a Day —Kaede se encoge de hombros—. Sería un
excelente apoyo para nosotros, ¿sabes? Pero no nos dedicamos a esto por amor al arte.
Somos profesionales, y tenemos una agenda apretada que no incluye obras de caridad
—Tess abre la boca para protestar, pero Kaede le ordena con un gesto que se calle—.
Puede que Day sea muy popular en estos sectores, pero en el fondo no es más que un
niño. ¿Qué sacamos nosotros? ¿La satisfacción de liberarle? Los Patriotas no van a
arriesgar una docena de vidas para salvar a un criminal. No sería eficiente.
Tess deja escapar un suspiro. Su mirada encuentra la mía, y me doy cuenta de que debe
de llevar días intentando convencer a Kaede de que haga algo por Day. Incluso puede
que se uniera a los Patriotas para suplicarles que le salvaran.
—Lo sé muy bien —me quito la mochila y se la lanzo; ella la atrapa al vuelo, pero no la
abre—. Por eso he traído esto. Doscientos mil billetes, contando los que te he dado
antes. Toda una fortuna. Fue mi recompensa por capturar a Day, y supongo que será el
pago suficiente por su ayuda —bajo la voz—. También he incluido una bomba
electromagnética de nivel tres. Vale seis mil billetes. Durante dos minutos, desactivará
todas las armas que haya en un ratio de un kilómetro. Estoy convencida de que sabes lo
difícil que es encontrar esto en el mercado negro.
Kaede abre la cremallera y echa un vistazo al contenido de la mochila. No dice una
palabra, pero la satisfacción se trasluce en su lenguaje corporal, en la forma en que
agarra los billetes con avidez y recorre su rugosa superficie con la bomba
electromagnética; cuando levanta la esfera metálica y la inspecciona, la mirada se le
ilumina. Tess la contempla con ojos esperanzados.
—Para los Patriotas, esto no es más que calderilla —declara Kaede tras inspeccionarlo
todo—. Pero tienes razón: puede que sea suficiente para convencer a mi jefe de que te
ayude. Y ahora, dime: ¿cómo podemos estar seguros de que no es una trampa?
Entregaste a Day a la Republica. ¿Y si me estás engañando a mí también?
¿Calderilla? Vaya, los bolsillos de los Patriotas deben de ser muy profundos.
—Tienes derecho a sospechar de mí —respondo—. Pero míralo de este modo: podrías
largarte ahora mismo con los doscientos mil billetes y la bomba, y no mover un dedo
por ayudarme. Estoy depositando mi confianza en ti y en los Patriotas. Solo te pido que
hagas lo mismo.
Kaede toma aire profundamente. Todavía no parece convencida.
—Bien. ¿Tienes algún plan? —dice al fin.
El corazón me da un vuelco y, por primera vez en toda la noche sonrío con sinceridad.
—Lo primero que hay que hacer es rescatar a John, el hermano mayor de Day. Lo
sacaré de la intendencia de Batalla mañana por la noche, entre las once y las once y
media —Kaede me contempla con incredulidad, pero la ignoro—. Fingiré su muerte;
diré que ha caído víctima de un ataque fulminante. Si consigo sacarlo de la intendencia,
necesitaré que estés ahí junto a un par de Patriotas más para a alejarlo del sector
Batalla y ocultarlo.
—Si lo consigues, allí estaremos.
—Bien. Ahora, lo de Day. Evidentemente, será mucho más complicado. Lo van a
ejecutar dentro de dos días, a las seis en punto de la tarde. A las seis menos diez, yo
acudiré a su celda para conducirlo hasta el pelotón de fusilamiento. Tengo una tarjeta
de identidad que me da acceso sin restricciones a todas las partes del edificio; la usaré
para sacarlo por alguna de las seis entradas secundarias que hay en el ala este.
Necesitaré que haya allí un grupo de Patriotas para ayudarnos. Calculo que acudirán al
menos dos mil personas a presenciar la ejecución, de modo que apostarán en la
explanada unos ochenta guardas. Necesito que las salidas secundarias estén poco
vigiladas, así que habrá que hacer algo para despistar a los soldados que monten
guardia en ellas. Una vez fuera del edificio no creo que sea difícil escapar… siempre y
cuando no haya demasiada vigilancia en los alrededores, claro.
Kaede levanta una ceja.
—Es un suicidio. ¿Te das cuenta de lo descabellado que suena tu plan?
—Sí —hago una pausa—. Pero no hay muchas otras alternativas.
—Bien, sigue. ¿Y qué hacemos con las tropas de la explanada?
—Hay que crear una distracción —fijo los ojos en Kaede—. Tenemos que provocar el
caos frente a la intendencia; de ese modo, los soldados que custodien las salidas
traseras tendrán que acudir para contener a la multitud, aunque solo sea durante un
par de minutos. En eso nos puede ayudar la bomba electromagnética. Si detona, hará
temblar la tierra en toda la explanada y los alrededores. No hará daño a nadie, pero
provocará el pánico. Además, desactivará todas las armas de las proximidades, así que
no podrán disparar contra Day aunque vean que escapa por los tejados. Tendrán que
perseguirlo o probar suerte con las pistolas aturdidoras, que son mucho menos
precisas.
—Muy bien, chica genio —Kaede suelta una risita sarcástica—. Pero deja que te haga
una pregunta: ¿cómo demonios piensas sacar a Day del edificio? ¿Crees que serás la
única que lo escolte hasta el pelotón de fusilamiento? Habrá otros soldados a tu lado.
Puede que una patrulla entera.
Sonrío.
—Claro que habrá otros soldados. Pero ¿quién dice que no pueden ser Patriotas
disfrazados?
Aunque no me contesta, veo cómo se le ensancha la sonrisa. Sí, piensa que estoy loca.
Y aun así, está dispuesta a ayudarme.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Faltan dos noches para que me ejecuten. Mientras duermo a ratos, pegado a la pared
de la celda, me pasa por la mente un torrente de sueños. No recuerdo bien los
primeros: se mezclan en una marea confusa de caras conocidas y extrañas, de risas
como la de Tess, de voces como la de June. Todas intentan hablar conmigo, pero no las
entiendo.
Sin embargo, sí que retengo el último sueño. Es una tarde soleada en el sector Lake.
Tengo nueve años. John tiene trece, acaba de entrar en la adolescencia. Eden ha
cumplido cuatro y está sentado en los escalones de la entrada, mirando cómo John y yo
jugamos al hockey en la calle. Incluso a esa edad es el más listo de los tres. En lugar de
unirse al juego, se queda jugando con las piezas de un viejo motor de hélice.
John me lanza la pelota (no es más que una bola de papel) y yo apenas la rozo con la
punta de mi palo de escoba.
—¡La has lanzado demasiado lejos! —protesto.
John se limita a sonreír.
—Más te vale mejorar tus reflejos si quieres aprobar la parte física de la Prueba.
Golpeo la pelota con todas mis fuerzas. Pasa disparada por encima de John y choca
contra la pared.
—Tú aprobaste, y eso que no tienes reflejos —replico.
—No la he atrapado porque no he querido —se ríe él mientras corre a recogerla. La
agarra antes de que se la lleve el viento; varias personas han estado a punto de
pisarla—. Pasaba de humillarte más aún.
Hoy estamos contentos. Hace unos días, John ha sido asignado como operario en la
central eléctrica del barrio. Para celebrarlo, nuestra madre ha vendido uno de sus dos
vestidos y unas cuantas cacerolas viejas y se ha pasado una semana cubriendo turnos
extra en el trabajo. Con lo que ha ganado, ha conseguido comprar un pollo entero. Está
dentro preparándolo, y el aroma del asado es tan delicioso que dejamos la puerta
entreabierta para olerlo desde fuera. Normalmente, John no está de tan buen humor.
Decido aprovecharlo todo lo que pueda.
Me lanza la pelota, y yo la paro con la escoba y se la devuelvo. Nos enzarzamos en una
sucesión de pases rápidos, furiosos; a veces damos unos saltos tan ridículos para no
perder que Eden se muere de risa. El olor del pollo impregna el aire de la calle. No hace
demasiado calor: es un día perfecto. Mientras John corre a buscar la pelota, me
concentro en memorizar ese momento, en guardarlo en la mente como una fotografía
imaginaria.
Jugamos un rato más. Y entonces cometo un error.
Estoy a punto de golpear la pelota cuando un policía entra en nuestra calle. Por el
rabillo del ojo veo que Eden se ha puesto de pie en los escalones. John lo ve venir antes
que yo e intenta detenerme, pero es demasiado tarde: estoy a mitad del lanzamiento.
Le doy justo en la cara al policía.
No le hace daño, claro —no es más que una bola de papel—, pero es suficiente para
que se detenga y me fulmine con la mirada. Me quedo helado.
Antes de que podamos reaccionar, el policía se saca un cuchillo de la bota y se acerca a
mí.
—¿Quién te has creído que eres, niñato? —grita mientras alza el cuchillo para pegarme
con la empuñadura.
En lugar de pedirle perdón, me yergo aún más y lo miro con cara de asco, sin vacilar ni
encogerme. John se interpone entre los dos antes de que me golpee.
—¡Perdone, señor! —grita con las manos extendidas—. Lo siento muchísimo... Este es
Daniel, mi hermano pequeño. ¡No lo ha hecho a propósito!
El policía lo aparta de un empellón y me cruza la cara con el mango el cuchillo. El golpe
me tira al suelo. Eden suelta un grito y se mete corriendo en casa. Toso e intento
escupir la tierra que se me ha metido en la boca. No puedo hablar. El policía me da una
patada en la tripa que hace que se me salgan los ojos de las órbitas. Me acurruco
protegiéndome el vientre con las manos.
—¡Por favor, pare! —exclama John, interponiéndose de nuevo entre el policía y yo.
Desde donde estoy puedo ver a mi madre en el porche de casa. Eden se esconde tras
sus piernas.
—Yo... yo... Podemos pagarle —insiste John—. No tenemos mucho, pero puede
llevarse lo que quiera. Por favor... —me agarra del brazo y tira para levantarme.
El policía parece sopesar su oferta. Eleva la vista y contempla a mi madre.
—Tú, tráeme lo que tengas —gruñe—. Y a ver si educas mejor a ese mocoso.
John me empuja para ocultarme tras su cuerpo.
—No lo ha hecho a propósito, señor —repite—. Mi madre lo castigará, no se preocupe.
Todavía es pequeño y no entiende bien las cosas.
Mi madre se mete en casa a toda prisa y regresa al cabo de unos segundos con un
paquete envuelto en un pañuelo. El policía lo abre y cuenta los billetes; es todo el
dinero que tenemos.
John no dice ni una palabra. Al cabo de unos segundos, el policía anuda el pañuelo y se
lo guarda en el bolsillo del chaleco. Levanta la vista hacia mi madre.
—¿Es un pollo lo que estás cocinando ahí dentro? Menudo lujo para este tipo de familia.
¿Es que te gusta tirar el dinero?
—No, señor.
—Tráemelo.
Mi madre corre a la cocina y sale con otro bulto envuelto en trapos, bastante más
grande que el anterior. El policía lo agarra, se lo echa al hombro y me mira con
desagrado.
—Niñatos de barrio... —murmura antes de irse.
La calle queda en silencio.
John se acerca a mi madre para consolarla, pero ella se limita a encogerse de hombros.
—Siento que nos hayamos quedado sin cena —dice.
No me mira ni una sola vez. Al cabo de un momento entra a consolar a Eden, que ha
empezado a llorar.
John se vuelve hacia mí, me agarra de los hombros y me zarandea con fuerza.
—No se te ocurra volver a hacer eso, ¿me oyes? ¡No te atrevas a hacerlo más!
—¡Pero si yo no quería darle!
—No me refiero a eso —gruñe, furioso—. Hablo de la forma en que lo miraste. ¿Es que
no piensas? Jamás mires así a un policía o un militar, ¿entiendes? ¿Es que quieres que
nos maten a todos?
La mejilla me arde y tengo el estómago revuelto por la patada. Me zafo de las manos de
John.
—No hacía falta que te metieras —le espeto—. No era para tanto. Podría haberle
devuelto el golpe.
John vuelve a agarrarme.
—¡Estás loco! Escúchame bien, hermano: nunca les devuelvas el golpe. Nunca. Tienes
que hacer lo que te digan y no discutir jamás con ellos —veo cómo se desvanece la ira
de sus ojos—. Preferiría morir antes de ver que te hacen daño. ¿Me entiendes?
Intento buscar una respuesta inteligente, pero, para mi vergüenza, se me escapan las
lágrimas.
—Siento que te quedaras sin tu pollo —suelto de pronto.
En la cara de John se dibuja una sonrisa triste.
—Ven aquí, chico —suspira, y me abraza.
Las lágrimas me corren por las mejillas. Intento no hacer ruido: me da vergüenza llorar.
No soy supersticioso, pero cuando me despierto y recuerdo ese sueño, esa memoria
dolorosamente vivida de John, noto una sensación espantosa en el pecho.
Preferiría morir antes de ver que te hacen daño.
Y siento el temor repentino de que de alguna forma, no sé cómo, lo que ha dicho en el
sueño se haga realidad.
Faltan dos noches para que me ejecuten. Mientras duermo a ratos, pegado a la pared
de la celda, me pasa por la mente un torrente de sueños. No recuerdo bien los
primeros: se mezclan en una marea confusa de caras conocidas y extrañas, de risas
como la de Tess, de voces como la de June. Todas intentan hablar conmigo, pero no las
entiendo.
Sin embargo, sí que retengo el último sueño. Es una tarde soleada en el sector Lake.
Tengo nueve años. John tiene trece, acaba de entrar en la adolescencia. Eden ha
cumplido cuatro y está sentado en los escalones de la entrada, mirando cómo John y yo
jugamos al hockey en la calle. Incluso a esa edad es el más listo de los tres. En lugar de
unirse al juego, se queda jugando con las piezas de un viejo motor de hélice.
John me lanza la pelota (no es más que una bola de papel) y yo apenas la rozo con la
punta de mi palo de escoba.
—¡La has lanzado demasiado lejos! —protesto.
John se limita a sonreír.
—Más te vale mejorar tus reflejos si quieres aprobar la parte física de la Prueba.
Golpeo la pelota con todas mis fuerzas. Pasa disparada por encima de John y choca
contra la pared.
—Tú aprobaste, y eso que no tienes reflejos —replico.
—No la he atrapado porque no he querido —se ríe él mientras corre a recogerla. La
agarra antes de que se la lleve el viento; varias personas han estado a punto de
pisarla—. Pasaba de humillarte más aún.
Hoy estamos contentos. Hace unos días, John ha sido asignado como operario en la
central eléctrica del barrio. Para celebrarlo, nuestra madre ha vendido uno de sus dos
vestidos y unas cuantas cacerolas viejas y se ha pasado una semana cubriendo turnos
extra en el trabajo. Con lo que ha ganado, ha conseguido comprar un pollo entero. Está
dentro preparándolo, y el aroma del asado es tan delicioso que dejamos la puerta
entreabierta para olerlo desde fuera. Normalmente, John no está de tan buen humor.
Decido aprovecharlo todo lo que pueda.
Me lanza la pelota, y yo la paro con la escoba y se la devuelvo. Nos enzarzamos en una
sucesión de pases rápidos, furiosos; a veces damos unos saltos tan ridículos para no
perder que Eden se muere de risa. El olor del pollo impregna el aire de la calle. No hace
demasiado calor: es un día perfecto. Mientras John corre a buscar la pelota, me
concentro en memorizar ese momento, en guardarlo en la mente como una fotografía
imaginaria.
Jugamos un rato más. Y entonces cometo un error.
Estoy a punto de golpear la pelota cuando un policía entra en nuestra calle. Por el
rabillo del ojo veo que Eden se ha puesto de pie en los escalones. John lo ve venir antes
que yo e intenta detenerme, pero es demasiado tarde: estoy a mitad del lanzamiento.
Le doy justo en la cara al policía.
No le hace daño, claro —no es más que una bola de papel—, pero es suficiente para
que se detenga y me fulmine con la mirada. Me quedo helado.
Antes de que podamos reaccionar, el policía se saca un cuchillo de la bota y se acerca a
mí.
—¿Quién te has creído que eres, niñato? —grita mientras alza el cuchillo para pegarme
con la empuñadura.
En lugar de pedirle perdón, me yergo aún más y lo miro con cara de asco, sin vacilar ni
encogerme. John se interpone entre los dos antes de que me golpee.
—¡Perdone, señor! —grita con las manos extendidas—. Lo siento muchísimo... Este es
Daniel, mi hermano pequeño. ¡No lo ha hecho a propósito!
El policía lo aparta de un empellón y me cruza la cara con el mango el cuchillo. El golpe
me tira al suelo. Eden suelta un grito y se mete corriendo en casa. Toso e intento
escupir la tierra que se me ha metido en la boca. No puedo hablar. El policía me da una
patada en la tripa que hace que se me salgan los ojos de las órbitas. Me acurruco
protegiéndome el vientre con las manos.
—¡Por favor, pare! —exclama John, interponiéndose de nuevo entre el policía y yo.
Desde donde estoy puedo ver a mi madre en el porche de casa. Eden se esconde tras
sus piernas.
—Yo... yo... Podemos pagarle —insiste John—. No tenemos mucho, pero puede
llevarse lo que quiera. Por favor... —me agarra del brazo y tira para levantarme.
El policía parece sopesar su oferta. Eleva la vista y contempla a mi madre.
—Tú, tráeme lo que tengas —gruñe—. Y a ver si educas mejor a ese mocoso.
John me empuja para ocultarme tras su cuerpo.
—No lo ha hecho a propósito, señor —repite—. Mi madre lo castigará, no se preocupe.
Todavía es pequeño y no entiende bien las cosas.
Mi madre se mete en casa a toda prisa y regresa al cabo de unos segundos con un
paquete envuelto en un pañuelo. El policía lo abre y cuenta los billetes; es todo el
dinero que tenemos.
John no dice ni una palabra. Al cabo de unos segundos, el policía anuda el pañuelo y se
lo guarda en el bolsillo del chaleco. Levanta la vista hacia mi madre.
—¿Es un pollo lo que estás cocinando ahí dentro? Menudo lujo para este tipo de familia.
¿Es que te gusta tirar el dinero?
—No, señor.
—Tráemelo.
Mi madre corre a la cocina y sale con otro bulto envuelto en trapos, bastante más
grande que el anterior. El policía lo agarra, se lo echa al hombro y me mira con
desagrado.
—Niñatos de barrio... —murmura antes de irse.
La calle queda en silencio.
John se acerca a mi madre para consolarla, pero ella se limita a encogerse de hombros.
—Siento que nos hayamos quedado sin cena —dice.
No me mira ni una sola vez. Al cabo de un momento entra a consolar a Eden, que ha
empezado a llorar.
John se vuelve hacia mí, me agarra de los hombros y me zarandea con fuerza.
—No se te ocurra volver a hacer eso, ¿me oyes? ¡No te atrevas a hacerlo más!
—¡Pero si yo no quería darle!
—No me refiero a eso —gruñe, furioso—. Hablo de la forma en que lo miraste. ¿Es que
no piensas? Jamás mires así a un policía o un militar, ¿entiendes? ¿Es que quieres que
nos maten a todos?
La mejilla me arde y tengo el estómago revuelto por la patada. Me zafo de las manos de
John.
—No hacía falta que te metieras —le espeto—. No era para tanto. Podría haberle
devuelto el golpe.
John vuelve a agarrarme.
—¡Estás loco! Escúchame bien, hermano: nunca les devuelvas el golpe. Nunca. Tienes
que hacer lo que te digan y no discutir jamás con ellos —veo cómo se desvanece la ira
de sus ojos—. Preferiría morir antes de ver que te hacen daño. ¿Me entiendes?
Intento buscar una respuesta inteligente, pero, para mi vergüenza, se me escapan las
lágrimas.
—Siento que te quedaras sin tu pollo —suelto de pronto.
En la cara de John se dibuja una sonrisa triste.
—Ven aquí, chico —suspira, y me abraza.
Las lágrimas me corren por las mejillas. Intento no hacer ruido: me da vergüenza llorar.
No soy supersticioso, pero cuando me despierto y recuerdo ese sueño, esa memoria
dolorosamente vivida de John, noto una sensación espantosa en el pecho.
Preferiría morir antes de ver que te hacen daño.
Y siento el temor repentino de que de alguna forma, no sé cómo, lo que ha dicho en el
sueño se haga realidad.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
El plan de June si parece un poco complicado, pero con la ayuda de Kaede tal vez todo salga bien y logren rescatarlos, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Cap 7:
Uhmmm...
De verdad sera una trampa???
No se que creer...
Los bares siempre han sido una fuente de info de por debajo de la mesa xD
Cap 8:
Asi que al final Day si fue...
Y tuvo razon sobre la trampa...
Pobre June!
Es demasiado reciente todo!
Tengo una teoria rondando en la cabeza...
Cap 9:
Que esa cosa donde esta la bandera y el numero???
Pobre Tess!
No me imagino su situacion anterior!
Al menos esta con Day y no sola...
Cap 10:
Uh...
Ese fin de cap me ha dejado picada
Habra estado Day ahi tambien durante la pelea...
June como que se esta reprimiendo...
PD: Solo aguanto hasta aqui mañana continuo poniendome al dia
Uhmmm...
De verdad sera una trampa???
No se que creer...
Los bares siempre han sido una fuente de info de por debajo de la mesa xD
Cap 8:
Asi que al final Day si fue...
Y tuvo razon sobre la trampa...
Pobre June!
Es demasiado reciente todo!
Tengo una teoria rondando en la cabeza...
Cap 9:
Que esa cosa donde esta la bandera y el numero???
Pobre Tess!
No me imagino su situacion anterior!
Al menos esta con Day y no sola...
Cap 10:
Uh...
Ese fin de cap me ha dejado picada
Habra estado Day ahi tambien durante la pelea...
June como que se esta reprimiendo...
PD: Solo aguanto hasta aqui mañana continuo poniendome al dia
Emotica G. W- Mensajes : 2737
Fecha de inscripción : 15/11/2016
Edad : 27
Localización : Mi casa :D
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
o8:oo a.m.
Sector Ruby
18°C
La ejecución de Day está programada para mañana por la tarde.
Thomas se presenta en la puerta de mi casa y me invita a ir al cine con él antes de
presentarnos en la intendencia de Batalla.
—Podemos ver La gloria de la bandera —dice—. He oído buenos comentarios sobre la
película. Trata de una chica de la República que captura a un espía de las Colonias.
Accedo: si quiero organizar la fuga de John con éxito, debo tener contento a Thomas.
Lo último que necesito es que albergue sospechas sobre mí.
Dicen que se aproxima un huracán (sería el quinto de este año), y los rumores se
confirman en cuanto Thomas y yo salimos a la calle. Sopla una brisa amenazadora, un
viento helado que corta la atmósfera cargada de humedad. Los pájaros parecen
inquietos, y los perros callejeros buscan refugio en lugar de vagar de un lado para otro.
Por la calle se ven menos coches y motocicletas de lo normal: solo hay camionetas
oficiales que reparten provisiones de emergencia, sacos de arena, linternas y radios
portátiles. Incluso se han pospuesto las Pruebas que había programadas para el día en
que se prevé que golpee la tormenta.
—Debes de estar nerviosa, con todo lo que está pasando —comenta Thomas en
cuanto entramos al cine—. No te preocupes: ya no queda mucho.
Asiento y le sonrío. El sitio está lleno de gente, a pesar del mal tiempo y de los
inminentes apagones. Ante nosotros cuelga el cubo de proyección, cada una de sus
cuatro caras enfocada a un bloque de asientos. Muestra un flujo constante de anuncios
y noticias que se van actualizando mientras esperamos.
—No creo que «nerviosa» sea la palabra que mejor define cómo me siento —
respondo—. Pero la verdad es que estoy deseando que llegue el momento. ¿Ya sabes
cómo será?
—Solo sé que estaré al mando de los soldados de la plaza.
Thomas observa los anuncios que van rotando por las pantallas: «¿Su hijo está a punto
de hacer la Prueba? ¡Tráigalo a Pruebas Perfectas y obtendrá una consulta de
evaluación gratuita!».
—Quién sabe lo que hará la gente —dice al fin—. Puede que ya se estén concentrando
los manifestantes. En cuanto a tu cometido... supongo que te quedarás dentro para
acompañar a Day hasta la explanada. La comandante Jameson nos indicará el
momento.
—Muy bien.
Me quedo callada y repaso una vez más los detalles del plan que diseñé tras hablar con
Kaede ayer por la noche. Necesitaré algo de tiempo para entregarle los uniformes
antes de la ejecución, y también para meter a los Patriotas en el edificio. Creo que no
me resultará difícil convencer a la comandante de que me deje escoltar a Day; incluso
Thomas parece estar de acuerdo en que lo haga.
—June... —la voz de Thomas interrumpe mis pensamientos.
—¿Sí?
Me echa una mirada de curiosidad y frunce el ceño como si acabara de recordar algo.
—Ayer no estabas en casa.
Conserva la calma. Sonrío y vuelvo la vista hacia la pantalla.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, pasé por tu apartamento a las dos de la mañana y estuve llamando un buen
rato, pero no contestaste. Oí a Ollie dentro, así que no te habías ido a sacarlo. ¿Dónde
estabas?
Me giro hacia él y le miro a los ojos.
—No podía dormir. Subí a la azotea para que me diera el aire.
—No te llevaste el intercomunicador. Intenté llamarte, pero no se oía más que estática.
—¿En serio? —meneo la cabeza— Debía de haber interferencias, porque lo llevaba
puesto. Anoche hacía mucho viento.
Thomas asiente.
—Tienes que estar agotada. Deberías comentárselo a la comandante para que hoy no
te haga trabajar demasiado.
Ahora soy yo quien frunce el ceño: es el momento de devolverle las preguntas a
Thomas.
—¿Qué estabas haciendo en mi casa a las dos de la mañana? ¿Pasaba algo? No me
habré perdido ninguna orden de la comandante, ¿verdad?
—No, no. Nada de eso —Thomas me dedica una sonrisa tímida y se pasa la mano por el
pelo. ¿Cómo puede parecer tan inocente alguien que tiene las manos manchadas de
sangre?—. La verdad es que yo tampoco podía dormir. No dejaba de pensar en lo
nerviosa que debías de estar. Pensé ir a darte una sorpresa.
Le doy una palmadita en el brazo.
—Muchas gracias, Thomas. Pero no te preocupes por mí: mañana ejecutarán a Day, y
me sentiré mucho mejor después de eso.
Thomas hace chascar los dedos.
—Ah, ese es el segundo motivo por el que fui a verte anoche. Se supone que no
debería contártelo; es una sorpresa.
Las sorpresas no me seducen demasiado ahora mismo, pero me las arreglo para fingir
interés.
—¿Sí? ¿Cuál?
—La comandante Jameson hizo una proposición y el tribunal la ha aprobado. Creo que
sigue furiosa por el mordisco que le dio Day cuando intentó escapar.
—¿Qué han aprobado?
—Ah, mira, lo acaban de hacer público —Thomas me señala la pantalla y el anuncio que
se proyecta—. Se ha adelantado la fecha de la ejecución.
La noticia no es más que un pantallazo, una imagen fija con texto azul sobre un alegre
fondo blanco y verde. La fotografía de Day brilla justo en el medio.
EJECUCIÓN DE DANIEL ALTAN WING:
JUEVES 26 DE DICIEMERE, 17:00.
EXPLANADA DE LA INTENDENCIA DE BATALLA.
PLAZAS LIMITADAS.
EL EVENTO SE PROYECTARÁ EN TODAS LAS PANTALLAS DE LA CIUDAD.
De pronto me quedo sin aliento. Me vuelvo hacia Thomas.
—¿Hoy?
—Hoy —sonríe—. ¿No es genial? Un día menos...
—Estupendo —intento mantener un tono optimista— Al fin una buena noticia.
Me esfuerzo por disimular la oleada de pánico que barre mi mente. Esto puede
significar muchas cosas; el simple hecho de que la comandante Jameson haya
convencido al tribunal de adelantar la ejecución de Day es realmente raro. Y ahora solo
le quedan ocho horas para enfrentarse al pelotón de fusilamiento, en cuanto se ponga
el sol. No puedo centrarme en liberar a John; tendré que dedicar el día entero a lo de
Day. Incluso han cambiado la hora. ¿Y si no logro ver hoy a los Patriotas? ¿Y si no puedo
darles los uniformes?
¿Y si no logro salvar a Day?
Pero eso no es todo. Me preocupa que la comandante Jameson no me haya dicho
nada; Thomas lo sabía ayer por la noche, así que ella se lo tuvo que contar por la tarde,
antes de que se fuera a casa. ¿Por qué no me lo dijo a mí? En teoría, yo debería
alegrarme de que Day vaya a morir veinticinco horas antes de lo previsto... Tal vez la
comandante sospeche algo y quiera pillarme por sorpresa para ver cómo reacciono.
Puede que Thomas sepa algo y me lo esté ocultando. ¿Y si se trata de una mascarada
para ocultarme la verdad? Si la comandante Jameson sospecha mis verdaderos planes,
¿se lo habrá contado a Thomas?
La película empieza y agradezco no tener que hablar más con Thomas. Continúo
pensando en silencio.
Tengo que cambiar de planes. De lo contrario, el chico que no mató a mi hermano
morirá hoy.
o8:oo a.m.
Sector Ruby
18°C
La ejecución de Day está programada para mañana por la tarde.
Thomas se presenta en la puerta de mi casa y me invita a ir al cine con él antes de
presentarnos en la intendencia de Batalla.
—Podemos ver La gloria de la bandera —dice—. He oído buenos comentarios sobre la
película. Trata de una chica de la República que captura a un espía de las Colonias.
Accedo: si quiero organizar la fuga de John con éxito, debo tener contento a Thomas.
Lo último que necesito es que albergue sospechas sobre mí.
Dicen que se aproxima un huracán (sería el quinto de este año), y los rumores se
confirman en cuanto Thomas y yo salimos a la calle. Sopla una brisa amenazadora, un
viento helado que corta la atmósfera cargada de humedad. Los pájaros parecen
inquietos, y los perros callejeros buscan refugio en lugar de vagar de un lado para otro.
Por la calle se ven menos coches y motocicletas de lo normal: solo hay camionetas
oficiales que reparten provisiones de emergencia, sacos de arena, linternas y radios
portátiles. Incluso se han pospuesto las Pruebas que había programadas para el día en
que se prevé que golpee la tormenta.
—Debes de estar nerviosa, con todo lo que está pasando —comenta Thomas en
cuanto entramos al cine—. No te preocupes: ya no queda mucho.
Asiento y le sonrío. El sitio está lleno de gente, a pesar del mal tiempo y de los
inminentes apagones. Ante nosotros cuelga el cubo de proyección, cada una de sus
cuatro caras enfocada a un bloque de asientos. Muestra un flujo constante de anuncios
y noticias que se van actualizando mientras esperamos.
—No creo que «nerviosa» sea la palabra que mejor define cómo me siento —
respondo—. Pero la verdad es que estoy deseando que llegue el momento. ¿Ya sabes
cómo será?
—Solo sé que estaré al mando de los soldados de la plaza.
Thomas observa los anuncios que van rotando por las pantallas: «¿Su hijo está a punto
de hacer la Prueba? ¡Tráigalo a Pruebas Perfectas y obtendrá una consulta de
evaluación gratuita!».
—Quién sabe lo que hará la gente —dice al fin—. Puede que ya se estén concentrando
los manifestantes. En cuanto a tu cometido... supongo que te quedarás dentro para
acompañar a Day hasta la explanada. La comandante Jameson nos indicará el
momento.
—Muy bien.
Me quedo callada y repaso una vez más los detalles del plan que diseñé tras hablar con
Kaede ayer por la noche. Necesitaré algo de tiempo para entregarle los uniformes
antes de la ejecución, y también para meter a los Patriotas en el edificio. Creo que no
me resultará difícil convencer a la comandante de que me deje escoltar a Day; incluso
Thomas parece estar de acuerdo en que lo haga.
—June... —la voz de Thomas interrumpe mis pensamientos.
—¿Sí?
Me echa una mirada de curiosidad y frunce el ceño como si acabara de recordar algo.
—Ayer no estabas en casa.
Conserva la calma. Sonrío y vuelvo la vista hacia la pantalla.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, pasé por tu apartamento a las dos de la mañana y estuve llamando un buen
rato, pero no contestaste. Oí a Ollie dentro, así que no te habías ido a sacarlo. ¿Dónde
estabas?
Me giro hacia él y le miro a los ojos.
—No podía dormir. Subí a la azotea para que me diera el aire.
—No te llevaste el intercomunicador. Intenté llamarte, pero no se oía más que estática.
—¿En serio? —meneo la cabeza— Debía de haber interferencias, porque lo llevaba
puesto. Anoche hacía mucho viento.
Thomas asiente.
—Tienes que estar agotada. Deberías comentárselo a la comandante para que hoy no
te haga trabajar demasiado.
Ahora soy yo quien frunce el ceño: es el momento de devolverle las preguntas a
Thomas.
—¿Qué estabas haciendo en mi casa a las dos de la mañana? ¿Pasaba algo? No me
habré perdido ninguna orden de la comandante, ¿verdad?
—No, no. Nada de eso —Thomas me dedica una sonrisa tímida y se pasa la mano por el
pelo. ¿Cómo puede parecer tan inocente alguien que tiene las manos manchadas de
sangre?—. La verdad es que yo tampoco podía dormir. No dejaba de pensar en lo
nerviosa que debías de estar. Pensé ir a darte una sorpresa.
Le doy una palmadita en el brazo.
—Muchas gracias, Thomas. Pero no te preocupes por mí: mañana ejecutarán a Day, y
me sentiré mucho mejor después de eso.
Thomas hace chascar los dedos.
—Ah, ese es el segundo motivo por el que fui a verte anoche. Se supone que no
debería contártelo; es una sorpresa.
Las sorpresas no me seducen demasiado ahora mismo, pero me las arreglo para fingir
interés.
—¿Sí? ¿Cuál?
—La comandante Jameson hizo una proposición y el tribunal la ha aprobado. Creo que
sigue furiosa por el mordisco que le dio Day cuando intentó escapar.
—¿Qué han aprobado?
—Ah, mira, lo acaban de hacer público —Thomas me señala la pantalla y el anuncio que
se proyecta—. Se ha adelantado la fecha de la ejecución.
La noticia no es más que un pantallazo, una imagen fija con texto azul sobre un alegre
fondo blanco y verde. La fotografía de Day brilla justo en el medio.
EJECUCIÓN DE DANIEL ALTAN WING:
JUEVES 26 DE DICIEMERE, 17:00.
EXPLANADA DE LA INTENDENCIA DE BATALLA.
PLAZAS LIMITADAS.
EL EVENTO SE PROYECTARÁ EN TODAS LAS PANTALLAS DE LA CIUDAD.
De pronto me quedo sin aliento. Me vuelvo hacia Thomas.
—¿Hoy?
—Hoy —sonríe—. ¿No es genial? Un día menos...
—Estupendo —intento mantener un tono optimista— Al fin una buena noticia.
Me esfuerzo por disimular la oleada de pánico que barre mi mente. Esto puede
significar muchas cosas; el simple hecho de que la comandante Jameson haya
convencido al tribunal de adelantar la ejecución de Day es realmente raro. Y ahora solo
le quedan ocho horas para enfrentarse al pelotón de fusilamiento, en cuanto se ponga
el sol. No puedo centrarme en liberar a John; tendré que dedicar el día entero a lo de
Day. Incluso han cambiado la hora. ¿Y si no logro ver hoy a los Patriotas? ¿Y si no puedo
darles los uniformes?
¿Y si no logro salvar a Day?
Pero eso no es todo. Me preocupa que la comandante Jameson no me haya dicho
nada; Thomas lo sabía ayer por la noche, así que ella se lo tuvo que contar por la tarde,
antes de que se fuera a casa. ¿Por qué no me lo dijo a mí? En teoría, yo debería
alegrarme de que Day vaya a morir veinticinco horas antes de lo previsto... Tal vez la
comandante sospeche algo y quiera pillarme por sorpresa para ver cómo reacciono.
Puede que Thomas sepa algo y me lo esté ocultando. ¿Y si se trata de una mascarada
para ocultarme la verdad? Si la comandante Jameson sospecha mis verdaderos planes,
¿se lo habrá contado a Thomas?
La película empieza y agradezco no tener que hablar más con Thomas. Continúo
pensando en silencio.
Tengo que cambiar de planes. De lo contrario, el chico que no mató a mi hermano
morirá hoy.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Me comunican mi nueva fecha de ejecución sin darle mayor importancia, con la banda
sonora de los truenos que braman en el exterior del edificio. Evidentemente, no puedo
ver la tormenta desde mi celda. Estoy rodeado de paredes de acero, cámaras de
seguridad y soldados muy nerviosos, así que solo puedo suponer el aspecto que tendrá
el cielo.
A las seis de la madrugada, me quitan los grilletes que me encadenan a la pared de la
celda. Es una tradición: antes de que un criminal famoso se enfrente al pelotón de
fusilamiento, la intendencia de Batalla difunde su imagen por todas las pantallas de la
explanada. Y previamente, le liberan de las cadenas para darle la oportunidad de
montar el espectáculo. Lo he visto más de una vez, y al público de la explanada le
encanta. Por lo general, siempre sucede algo: el criminal se derrumba y empieza a
suplicar a los guardias, pide un acuerdo o un aplazamiento e incluso a veces intenta
escapar. Hasta ahora, ninguno lo ha conseguido. La imagen del reo se transmite en vivo
en todas las pantallas hasta la hora de le ejecución; entonces, cortan y enfocan al
pelotón de fusilamiento que se encuentra en el patio de la intendencia, y luego
muestran cómo el reo se acerca para hacer frente a sus verdugos. Los espectadores de
la plaza gritan —a veces, incluso vitorean— cuando suena la descarga. Y la República
se siente muy satisfecha de haber dado ejemplo con la ejecución de un criminal más.
Luego, repiten las imágenes a cada rato durante varios días.
Estoy suelto. Podría dar vueltas por la celda, pero me quedo sentado contra la pared,
con los brazos apoyados en las rodillas. No me apetece entretener a nadie. Me late la
cabeza de los nervios, el terror, la angustia y la preocupación. Tengo el colgante en el
bolsillo. No puedo dejar de pensar en John. ¿Qué harán con él? June ha prometido que
me ayudaría; tiene que haber pensado también en algo para salvar a John. Espero.
Pero si de verdad June planea sacarme de aquí, la verdad es que está llevando al
situación hasta el límite. El cambio de fecha de mi ejecución ha debido de ponerle muy
difíciles las cosas. Me duele el pecho al pensar en el peligro que corre; me encantaría
saber qué ha averiguado, qué le ha podido hacer tanto daño como para volverse contra
la República a pesar de todos los privilegios de los que disfruta. Si me hubiera
mentido… Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tal vez yo le importe más de lo que pienso. No
puedo evitar reírme de mí mismo: no es el mejor momento para pensar en estas cosas,
pero quizá pueda conseguir un beso de despedida antes de que me fusilen.
Lo único que tengo claro es esto: aunque fallen los planes de June, aunque me
encuentre solo, sin ningún aliado, cuando me enfrente al pelotón de fusilamiento… voy
a luchar. Tendrán que llenarme de plomo para conseguir que me quede quieto. Tomo
aire, estremecido. Sí, como idea está muy bien, pero ¿tendré el valor suficiente para
llevarla a cabo?
Los soldados de la celda portan más armas de lo habitual, además de máscaras de gas y
chalecos antibalas. No me quitan los ojos de encima: deben de estar convencidos de
que voy a intentar algo. Clavo la mirada en las cámaras de seguridad y me imagino a la
multitud que me estará contemplando.
—Deben de estar encantados, ¿no? —comento al cabo de un rato; los guardas cambian
de postura y algunos de ellos empuñan sus armas—. Dedicar un día entero a mirar a un
chico sentado en una celda… Qué divertido.
Silencio; tienen demasiado miedo para responder.
Me pregunto qué hará la gente en la explanada. Puede que algunos se compadezcan
de mí e incluso que protesten, aunque la cosa no puede ser tan grave como la última
vez, porque no se oyen ruidos. Pero estoy seguro de que la mayoría me odia. Y tal vez
haya gente que esté ahí por simple curiosidad morbosa.
Las horas se arrastran. Acabo por desear que llegue la ejecución: al menos entonces
podré ver algo diferente a estas paredes grises, aunque solo sea durante unos minutos.
Necesito algo que acabe con esta espera paralizante. Y si June no logra rescatarme, al
menos dejaré de obsesionarme con las imágenes de John, de mi madre, de Eden, de
todo el mundo, que giran una y otra vez en mi mente.
Llega una tanda de soldados nuevos a la celda; debe de quedar poco para las cinco de
la tarde. La plaza ya estará abarrotada. Tess… Puede que también esté ahí, tan
aterrada de ver cómo me ejecutan como de no verlo.
Suenan pasos en el corredor. Luego, una voz que reconozco: June. Levanto la cabeza.
¿Ya es la hora? ¿Voy a fugarme, o a morir?
La puerta se abre de golpe y los guardas se separan para dejar paso a June, que entra
vestida con el uniforme completo. La flanquean la comandante Jameson y varios
soldados.
Me quedo sin aliento cuando la observo. Jamás la había visto así. Charreteras
resplandecientes en los hombros, una capa larga de algo que parece terciopelo tupido,
chaleco escarlata, botas altas con hebillas y gorra de plato. Va maquillada con sencillez
y lleva el pelo recogido en una coleta. Debe de ser el atuendo preceptivo para las
ocasiones solemnes.
Se detiene a cierta distancia y contempla su reloj mientras yo me pongo
trabajosamente en pie.
—Las cinco menos cuarto —dice, y me mira.
Trato de leer su expresión, de adivinar sus planes. Ella suspira con impaciencia.
—¿Cuál es tu última voluntad? —pregunta—. Si deseas ver a alguien por última vez o
rezar, deberías decirlo ahora. Es el único privilegio del que gozarás antes de morir.
Por supuesto: la última voluntad. La observo esforzándome por no mostrar ninguna
emoción en mi rostro. ¿Qué querrá que diga? Sus ojos brillan con una intensidad
ardiente.
—Yo… —comienzo.
Todas las miradas están fijas en mí. June efectúa un sutil movimiento con los labios:
«John», vocaliza. Me giro hacia la comandante Jameson.
—Quiero ver a mi hermano John.
La comandante se encoge de hombros con impaciencia, hace un chasquido con los
dedos y le murmura algo a un soldado, que se cuadra y se aleja.
—Concedido —contesta.
El corazón se me dispara. Cruzo una brevísima mirada con June, pero enseguida me da
la espalda para preguntarle algo a la comandante.
—Todo está en orden, Iparis —replica ésta—. Hágame el favor de no precipitarse.
Esperamos en silencio unos minutos hasta que oigo pisadas que se acercan por el
pasillo. Esta vez, junto a la marcha rítmica de los soldados suena un ruido de arrastre.
Debe de ser John. Trago saliva con dificultad. June no ha vuelto a mirarme.
Mi hermano entra en la celda flanqueado por dos guardas. Está mucho más delgado y
pálido; su cabello rubio cuelga en mechones sucios que se le pegan a la cara, aunque él
ni siquiera parece darse cuenta. Supongo que tenemos el mismo aspecto. Al verme, me
dirige una sonrisa que no le llega a los ojos. Intento devolvérsela.
—Hola —digo.
—Hola —me contesta.
June se cruza de brazos.
—Cinco minutos. Dile lo que tengas que decirle y se acabó.
Asiento en silencio. La comandante Jameson fija la mirada en June; no parece tener
ninguna prisa por marcharse.
—Asegúrese de que son cinco minutos exactos, ni un segundo más —se lleva la mano a
la oreja y empieza a impartir órdenes en tono seco, con los ojos clavados en mí.
Durante unos segundos, John y yo nos limitamos a mirarnos. Intento hablar, pero no
me salen las palabras; es como si se me hubieran atascado en la garganta. John no
debería encontrarse en esta situación. Puede que yo sí, pero él no. Yo soy un
delincuente, un fugitivo; he violado las leyes una y otra vez, pero John no ha hecho
nada. Pasó la Prueba de forma limpia y justa. Se preocupa por los demás, es
responsable. No como yo.
Finalmente, mi hermano rompe el silencio.
—¿Sabes dónde está Eden? ¿Está vivo?
Niego con la cabeza.
—No lo sé, pero creo que sí.
—Cuando salgas ahí fuera, mantén la cabeza bien alta, ¿de acuerdo? —dice con voz
ronca—. No permitas que te hundan.
—Lo haré.
—Haz que les cueste matarte; pégale a alguien si hace falta —me ofrece una sonrisa
triste, torcida—. Siempre les has dado miedo, así que síguelo haciendo, ¿de acuerdo?
Hasta el final.
Por primera vez desde hace mucho, me siento el hermano pequeño. Tengo que tragar
saliva para evitar que se me salten las lágrimas.
—Prometido —susurro.
El tiempo se acaba demasiado rápido. Nos despedimos y dos soldados agarran a John
de los brazos para sacarle de la celda. La comandante Jameson parece algo más
relajada; para ella es un alivio que esto haya acabado. Se vuelve hacia sus hombres.
—Formen —ordena—. Iparis, acompañe a los guardas de vuelta a la celda de ese chico.
Yo volveré enseguida.
June se cuadra y sale detrás de John. Los soldados me atan las manos a la espalda. La
comandante Jameson me lanza una última mirada y se marcha también.
Respiro hondo: me hace falta un milagro.
Unos minutos después, me sacan de la celda. Como le he prometido a John, mantengo
la cabeza alta y la mirada inexpresiva. Ahora oigo el murmullo de la muchedumbre, que
asciende y baja como una marea constante. Según avanzamos, voy mirado las pantallas
del pasillo. La gente parece inquieta; sus cabezas se mueven como olas en un día
tormentoso. Distingo las hileras de soldados que contienen a la multitud. Algunas
personas se han teñido un mechón de rojo brillante. Los soldados se adentran en la
multitud para arrestarlos, pero no parece importarles.
A medio pasillo, June se une a la comitiva y empieza a caminar a mi espalda. Me giro,
pero no consigo verle la cara. Pasan los segundos. ¿Qué sucederá cuando salgamos al
patio?
Finalmente llegamos al corredor que conduce al pelotón de fusilamiento.
Entonces oigo la voz de Thomas.
—Señorita Iparis.
—¿Qué pasa?
Las palabras siguientes me atenazan el corazón; dudo que June haya previsto esto.
—Sígame, señorita Iparis. Está usted bajo sospecha.
Me comunican mi nueva fecha de ejecución sin darle mayor importancia, con la banda
sonora de los truenos que braman en el exterior del edificio. Evidentemente, no puedo
ver la tormenta desde mi celda. Estoy rodeado de paredes de acero, cámaras de
seguridad y soldados muy nerviosos, así que solo puedo suponer el aspecto que tendrá
el cielo.
A las seis de la madrugada, me quitan los grilletes que me encadenan a la pared de la
celda. Es una tradición: antes de que un criminal famoso se enfrente al pelotón de
fusilamiento, la intendencia de Batalla difunde su imagen por todas las pantallas de la
explanada. Y previamente, le liberan de las cadenas para darle la oportunidad de
montar el espectáculo. Lo he visto más de una vez, y al público de la explanada le
encanta. Por lo general, siempre sucede algo: el criminal se derrumba y empieza a
suplicar a los guardias, pide un acuerdo o un aplazamiento e incluso a veces intenta
escapar. Hasta ahora, ninguno lo ha conseguido. La imagen del reo se transmite en vivo
en todas las pantallas hasta la hora de le ejecución; entonces, cortan y enfocan al
pelotón de fusilamiento que se encuentra en el patio de la intendencia, y luego
muestran cómo el reo se acerca para hacer frente a sus verdugos. Los espectadores de
la plaza gritan —a veces, incluso vitorean— cuando suena la descarga. Y la República
se siente muy satisfecha de haber dado ejemplo con la ejecución de un criminal más.
Luego, repiten las imágenes a cada rato durante varios días.
Estoy suelto. Podría dar vueltas por la celda, pero me quedo sentado contra la pared,
con los brazos apoyados en las rodillas. No me apetece entretener a nadie. Me late la
cabeza de los nervios, el terror, la angustia y la preocupación. Tengo el colgante en el
bolsillo. No puedo dejar de pensar en John. ¿Qué harán con él? June ha prometido que
me ayudaría; tiene que haber pensado también en algo para salvar a John. Espero.
Pero si de verdad June planea sacarme de aquí, la verdad es que está llevando al
situación hasta el límite. El cambio de fecha de mi ejecución ha debido de ponerle muy
difíciles las cosas. Me duele el pecho al pensar en el peligro que corre; me encantaría
saber qué ha averiguado, qué le ha podido hacer tanto daño como para volverse contra
la República a pesar de todos los privilegios de los que disfruta. Si me hubiera
mentido… Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tal vez yo le importe más de lo que pienso. No
puedo evitar reírme de mí mismo: no es el mejor momento para pensar en estas cosas,
pero quizá pueda conseguir un beso de despedida antes de que me fusilen.
Lo único que tengo claro es esto: aunque fallen los planes de June, aunque me
encuentre solo, sin ningún aliado, cuando me enfrente al pelotón de fusilamiento… voy
a luchar. Tendrán que llenarme de plomo para conseguir que me quede quieto. Tomo
aire, estremecido. Sí, como idea está muy bien, pero ¿tendré el valor suficiente para
llevarla a cabo?
Los soldados de la celda portan más armas de lo habitual, además de máscaras de gas y
chalecos antibalas. No me quitan los ojos de encima: deben de estar convencidos de
que voy a intentar algo. Clavo la mirada en las cámaras de seguridad y me imagino a la
multitud que me estará contemplando.
—Deben de estar encantados, ¿no? —comento al cabo de un rato; los guardas cambian
de postura y algunos de ellos empuñan sus armas—. Dedicar un día entero a mirar a un
chico sentado en una celda… Qué divertido.
Silencio; tienen demasiado miedo para responder.
Me pregunto qué hará la gente en la explanada. Puede que algunos se compadezcan
de mí e incluso que protesten, aunque la cosa no puede ser tan grave como la última
vez, porque no se oyen ruidos. Pero estoy seguro de que la mayoría me odia. Y tal vez
haya gente que esté ahí por simple curiosidad morbosa.
Las horas se arrastran. Acabo por desear que llegue la ejecución: al menos entonces
podré ver algo diferente a estas paredes grises, aunque solo sea durante unos minutos.
Necesito algo que acabe con esta espera paralizante. Y si June no logra rescatarme, al
menos dejaré de obsesionarme con las imágenes de John, de mi madre, de Eden, de
todo el mundo, que giran una y otra vez en mi mente.
Llega una tanda de soldados nuevos a la celda; debe de quedar poco para las cinco de
la tarde. La plaza ya estará abarrotada. Tess… Puede que también esté ahí, tan
aterrada de ver cómo me ejecutan como de no verlo.
Suenan pasos en el corredor. Luego, una voz que reconozco: June. Levanto la cabeza.
¿Ya es la hora? ¿Voy a fugarme, o a morir?
La puerta se abre de golpe y los guardas se separan para dejar paso a June, que entra
vestida con el uniforme completo. La flanquean la comandante Jameson y varios
soldados.
Me quedo sin aliento cuando la observo. Jamás la había visto así. Charreteras
resplandecientes en los hombros, una capa larga de algo que parece terciopelo tupido,
chaleco escarlata, botas altas con hebillas y gorra de plato. Va maquillada con sencillez
y lleva el pelo recogido en una coleta. Debe de ser el atuendo preceptivo para las
ocasiones solemnes.
Se detiene a cierta distancia y contempla su reloj mientras yo me pongo
trabajosamente en pie.
—Las cinco menos cuarto —dice, y me mira.
Trato de leer su expresión, de adivinar sus planes. Ella suspira con impaciencia.
—¿Cuál es tu última voluntad? —pregunta—. Si deseas ver a alguien por última vez o
rezar, deberías decirlo ahora. Es el único privilegio del que gozarás antes de morir.
Por supuesto: la última voluntad. La observo esforzándome por no mostrar ninguna
emoción en mi rostro. ¿Qué querrá que diga? Sus ojos brillan con una intensidad
ardiente.
—Yo… —comienzo.
Todas las miradas están fijas en mí. June efectúa un sutil movimiento con los labios:
«John», vocaliza. Me giro hacia la comandante Jameson.
—Quiero ver a mi hermano John.
La comandante se encoge de hombros con impaciencia, hace un chasquido con los
dedos y le murmura algo a un soldado, que se cuadra y se aleja.
—Concedido —contesta.
El corazón se me dispara. Cruzo una brevísima mirada con June, pero enseguida me da
la espalda para preguntarle algo a la comandante.
—Todo está en orden, Iparis —replica ésta—. Hágame el favor de no precipitarse.
Esperamos en silencio unos minutos hasta que oigo pisadas que se acercan por el
pasillo. Esta vez, junto a la marcha rítmica de los soldados suena un ruido de arrastre.
Debe de ser John. Trago saliva con dificultad. June no ha vuelto a mirarme.
Mi hermano entra en la celda flanqueado por dos guardas. Está mucho más delgado y
pálido; su cabello rubio cuelga en mechones sucios que se le pegan a la cara, aunque él
ni siquiera parece darse cuenta. Supongo que tenemos el mismo aspecto. Al verme, me
dirige una sonrisa que no le llega a los ojos. Intento devolvérsela.
—Hola —digo.
—Hola —me contesta.
June se cruza de brazos.
—Cinco minutos. Dile lo que tengas que decirle y se acabó.
Asiento en silencio. La comandante Jameson fija la mirada en June; no parece tener
ninguna prisa por marcharse.
—Asegúrese de que son cinco minutos exactos, ni un segundo más —se lleva la mano a
la oreja y empieza a impartir órdenes en tono seco, con los ojos clavados en mí.
Durante unos segundos, John y yo nos limitamos a mirarnos. Intento hablar, pero no
me salen las palabras; es como si se me hubieran atascado en la garganta. John no
debería encontrarse en esta situación. Puede que yo sí, pero él no. Yo soy un
delincuente, un fugitivo; he violado las leyes una y otra vez, pero John no ha hecho
nada. Pasó la Prueba de forma limpia y justa. Se preocupa por los demás, es
responsable. No como yo.
Finalmente, mi hermano rompe el silencio.
—¿Sabes dónde está Eden? ¿Está vivo?
Niego con la cabeza.
—No lo sé, pero creo que sí.
—Cuando salgas ahí fuera, mantén la cabeza bien alta, ¿de acuerdo? —dice con voz
ronca—. No permitas que te hundan.
—Lo haré.
—Haz que les cueste matarte; pégale a alguien si hace falta —me ofrece una sonrisa
triste, torcida—. Siempre les has dado miedo, así que síguelo haciendo, ¿de acuerdo?
Hasta el final.
Por primera vez desde hace mucho, me siento el hermano pequeño. Tengo que tragar
saliva para evitar que se me salten las lágrimas.
—Prometido —susurro.
El tiempo se acaba demasiado rápido. Nos despedimos y dos soldados agarran a John
de los brazos para sacarle de la celda. La comandante Jameson parece algo más
relajada; para ella es un alivio que esto haya acabado. Se vuelve hacia sus hombres.
—Formen —ordena—. Iparis, acompañe a los guardas de vuelta a la celda de ese chico.
Yo volveré enseguida.
June se cuadra y sale detrás de John. Los soldados me atan las manos a la espalda. La
comandante Jameson me lanza una última mirada y se marcha también.
Respiro hondo: me hace falta un milagro.
Unos minutos después, me sacan de la celda. Como le he prometido a John, mantengo
la cabeza alta y la mirada inexpresiva. Ahora oigo el murmullo de la muchedumbre, que
asciende y baja como una marea constante. Según avanzamos, voy mirado las pantallas
del pasillo. La gente parece inquieta; sus cabezas se mueven como olas en un día
tormentoso. Distingo las hileras de soldados que contienen a la multitud. Algunas
personas se han teñido un mechón de rojo brillante. Los soldados se adentran en la
multitud para arrestarlos, pero no parece importarles.
A medio pasillo, June se une a la comitiva y empieza a caminar a mi espalda. Me giro,
pero no consigo verle la cara. Pasan los segundos. ¿Qué sucederá cuando salgamos al
patio?
Finalmente llegamos al corredor que conduce al pelotón de fusilamiento.
Entonces oigo la voz de Thomas.
—Señorita Iparis.
—¿Qué pasa?
Las palabras siguientes me atenazan el corazón; dudo que June haya previsto esto.
—Sígame, señorita Iparis. Está usted bajo sospecha.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
No, por que, la habrán descubierto, o alguien la delató, era demasiado bueno para que fuera verdad, ya me había emocionado por que los salvaría y nada, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Mi primer impulso es atacar a Thomas, y lo haría si no me encontrara rodeada de
soldados. Arremetería contra él con todas mis fuerzas, lo noquearía, agarraría a Day y
no pararía de correr hasta salir del edificio. John ya está libre: en el pasillo que lleva a su
celda hay dos guardas tirados en el suelo, inconscientes. Le indiqué a John que se
metiera en los conductos de ventilación y esperara ahí. Le dije que, cuando liberara a
Day, le gritaría una contraseña para que saliera de la pared como un fantasma y
escapara con nosotros.
Pero me toca cambiar de planes: no puedo dejar fuera de combate a Thomas y a todos
los guardas sin contar con el elemento sorpresa.
Así que decido obedecerle.
—¿Bajo sospecha? —pregunto con el ceño fruncido.
Thomas se toca la gorra a modo de disculpa y me agarra del brazo para apartarme de
los soldados que retienen a Day.
—La comandante Jameson me ordenó que la detuviera —dice mientras tuerce la
esquina y se dirige a la escalera. Se nos unen dos soldados más—. Tengo que hacerle
algunas preguntas.
—Qué ridiculez —resoplo—. ¿Y a la comandante no se le ocurrió escoger un momento
más adecuado para estas tonterías?
Thomas no contesta. Bajamos dos pisos hasta llegar al sótano, donde se encuentran
algunas de las salas de ejecución, los cuadros eléctricos y las cámaras de almacenaje (ya
sé por qué estamos aquí: han descubierto que falta la bomba electromagnética que le
di a Kaede. Normalmente no hacen inventario hasta fin de mes, pero Thomas ha debido
de efectuar uno esta misma mañana). Me concentro en ocultar el terror que siento.
Céntrate, me recuerdo a mí misma con enfado. Si te dejas llevar por el pánico, estás
muerta.
Thomas se detiene al pie de las escaleras y se lleva una mano a la cintura. Distingo el
brillo de su pistola.
—Ha desaparecido una bomba electromagnética —los focos del techo arrojan sombras
sobre su cara—. Me di cuenta de que faltaba esta mañana temprano, después de ir a
buscarte a tu apartamento. Dices que anoche estuviste en el tejado, ¿verdad? ¿Sabes
algo de esto?
Le sostengo la mirada y me cruzo de brazos.
—¿Crees que he sido yo?
—No te estoy acusando, June —su expresión es dolorosa, incluso suplicante, pero no
aparta la mano de la pistola—. No obstante, me parece una extraña coincidencia. Poca
gente dispone de acceso a esta zona, y todos los demás estaban más o menos
localizables ayer por la noche.
—¿Más o menos localizables? —repito con sarcasmo, y Thomas se sonroja—. No
parece un indicio concluyente. ¿Acaso aparece mi imagen en alguna de las grabaciones
de seguridad? ¿Te ha pedido la comandante que hicieras esto?
—Responde a mi pregunta, June.
Le fulmino con la mirada y él hace una mueca, pero no se disculpa. Puede que esta sea
mi única oportunidad.
—No fui yo.
Thomas parece poco convencido.
—Ya. No fuiste tú —repite.
—¿Qué más quieres que te diga? ¿Has vuelto a revisar el inventario? ¿Estás seguro de
que falta algo?
—Me temo que alguien manipuló las cámaras de seguridad, así que no tenemos
imágenes —Thomas carraspea y posa la mano en la culata de su pistola—. Fue un
trabajo muy meticuloso. Y cuando pienso en quién pudo hacer algo tan meticuloso,
solo se me ocurre una persona: tú.
El corazón empieza a golpearme en el pecho.
—June, no me gusta nada esta situación —continúa Thomas, ahora en tono suave—.
Pero la verdad es que me ha extrañado que pasaras tanto tiempo hablando con Day.
¿Es que te compadeces de él? ¿No habrás planeado algo para...?
Una explosión hace temblar todo el corredor y nos lanza contra las paredes. Del techo
cae una nube de polvo y el aire se llena de chispas (los Patriotas han activado la bomba
electromagnética en la explanada. Han actuado a tiempo, justo antes de que Day se
enfrente al pelotón de fusilamiento. Eso significa que todas las armas del edificio
quedarán desactivadas durante dos minutos. Gracias, Kaede).
Estampo a Thomas contra la pared antes de que le dé tiempo a recuperar el equilibrio.
Le quito el cuchillo del cinturón, me acerco al cuadro eléctrico y hago palanca para
abrirlo. A mi espalda, Thomas desenfunda la pistola a cámara lenta.
—¡Deténganla!
Corto todos los cables de un tajo. Suena un estallido y cae una lluvia de chispas. El
sótano queda a oscuras. Thomas suelta una maldición (acaba de descubrir que su arma
no funciona). Los soldados se apelotonan, desconcertados, y yo aprovecho para
escabullirme hasta las escaleras.
—¡June! —grita Thomas a mi espalda—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si hago esto es por
tu bien!
—¿Sí? —respondo llena de rabia—. ¿Es eso lo que le dijiste a Metias?
En unos segundos saltarán las luces de seguridad, y no pienso quedarme hasta
entonces para escuchar la respuesta de Thomas. Subo los escalones de tres en tres,
contando los segundos que han pasado desde que detonó la bomba electromagnética
(once, de momento; faltan ciento nueve segundos para que todas las armas vuelvan a
funcionar).
Me abalanzo a la primera planta. Reina el caos: soldados que corren hacia la explanada,
pasos que resuenan por todas partes... Me abro camino hasta el patio donde se
encuentra el pelotón de fusilamiento, procesando los detalles a toda velocidad
(quedan noventa y siete segundos; treinta y tres soldados se alejan de mí, doce se
acercan; algunas pantallas están apagadas por el corte de luz, otras muestran el
tumulto de fuera; algo cae del cielo... ¡Son billetes! Los Patriotas están tirándolos desde
los tejados. La mitad de la gente lucha por huir de la plaza mientras la otra mitad se
mata por conseguir el dinero).
Setenta y dos segundos. Llego hasta el patio del pelotón y observo la escena: hay tres
soldados inconscientes. John y Day (una venda floja le rodea el cuello; han debido de
ponérsela en los ojos justo antes de que detonara la bomba) se enfrentan a un cuarto
hombre. Los demás han debido de salir a contener a la muchedumbre, pero no estarán
lejos mucho tiempo. Me acerco corriendo por detrás y le pongo la zancadilla al soldado,
que cae al suelo. John le propina un puñetazo en la mandíbula que lo deja inconsciente.
Sesenta segundos. Day se tambalea al caminar como si estuviera a punto de
desmayarse. Le han debido de dar un golpe en la cabeza, o puede que la pierna le duela
demasiado. John y yo lo sujetamos. Los conduzco hacia un pasillo más estrecho, lejos
de las patrullas, y me encamino hacia la salida. La voz de la comandante Jameson
retumba en los intercomunicadores con tono imperioso y furibundo.
—¡Ejecútenlo! ¡Mátenlo ahora mismo! ¡Y asegúrense de que se retransmite por las
pantallas de la explanada!
—Maldita sea... —murmura Day.
La cabeza se le cae hacia un lado; sus ojos azules parecen opacos y desenfocados.
Cruzo una mirada con John y sigo adelante. Los soldados nos tienen que estar pisando
los talones.
Veintisiete segundos.
Nos quedan unos setenta y cinco metros hasta la salida (avanzamos metro y medio por
segundo; a esta velocidad, en veintisiete segundos podemos recorrer cuarenta metros
y medio. Dentro de cuarenta metros y medio, las armas volverán a funcionar. Ya se
oyen las pisadas de los soldados en los pasillos adyacentes. Hacen temblar el suelo. Nos
están buscando. Necesitamos veintitrés segundos más para llegar hasta la puerta. Si
nos pillan en el corredor, nos dispararán antes de que podamos salir).
Odio mis cálculos.
—No lo vamos a conseguir —masculla John.
Day está casi inconsciente. Considero si quedarme atrás para retener a los soldados
mientras John y él siguen avanzando, pero no creo que pueda con todos. Tardarían
poco en reducirme e ir a por ellos.
John se detiene en seco y deja caer todo el peso de Day sobre mí.
—¿Qué...? —comienzo a decir, y de pronto veo que le quita la venda del cuello a su
hermano.
Abro los ojos como platos: sé lo que se propone hacer.
—¡No, John! —grito— ¡No lo hagas!
—Necesitan más tiempo —replica él—. ¿Quieren una ejecución? Pues la tendrán.
Y echa a correr en dirección opuesta.
Directo hacia el pelotón de fusilamiento.
No. No, no, no, John. ¿A dónde vas? Pierdo un segundo en mirar hacia atrás mientras me
pregunto si debería perseguirlo.
Va a hacerlo.
La cabeza de Day cae sobre mis hombros. Seis segundos. No tengo alternativa. Oigo las
voces de los soldados a nuestra espalda, en el pasillo que conduce al pelotón de
fusilamiento, pero me obligo a dar la vuelta y seguir avanzando.
Cero.
Las armas vuelven a estar activas. Seguimos caminando. Pasan más segundos. En el
interior del edificio suena un alboroto de gritos y pisadas. Me obligo a no girar la
cabeza.
Llegamos a la puerta, salimos a la calle y un par de soldados se nos echan encima. No
me quedan fuerzas para luchar, pero tengo que intentarlo. De pronto veo a otra
persona que pelea a mi lado. Cuando los guardas caen al suelo, distingo la figura de
Kaede.
—¡Ya están aquí! —grita—. ¡Muévanse!
Estaban esperando junto a la salida, tal como convinimos. Los Patriotas han venido a
buscarnos. Nos agarran y nos suben a dos motocicletas. Me quito la pistola del cinto y la
tiro al suelo: no quiero que me localicen por su culpa. Day va en la parte trasera de una
moto y yo en otra. Esperen a John, quiero decirles, pero sé que sería inútil. La
intendencia de Batalla se hace más pequeña en la distancia.
Mi primer impulso es atacar a Thomas, y lo haría si no me encontrara rodeada de
soldados. Arremetería contra él con todas mis fuerzas, lo noquearía, agarraría a Day y
no pararía de correr hasta salir del edificio. John ya está libre: en el pasillo que lleva a su
celda hay dos guardas tirados en el suelo, inconscientes. Le indiqué a John que se
metiera en los conductos de ventilación y esperara ahí. Le dije que, cuando liberara a
Day, le gritaría una contraseña para que saliera de la pared como un fantasma y
escapara con nosotros.
Pero me toca cambiar de planes: no puedo dejar fuera de combate a Thomas y a todos
los guardas sin contar con el elemento sorpresa.
Así que decido obedecerle.
—¿Bajo sospecha? —pregunto con el ceño fruncido.
Thomas se toca la gorra a modo de disculpa y me agarra del brazo para apartarme de
los soldados que retienen a Day.
—La comandante Jameson me ordenó que la detuviera —dice mientras tuerce la
esquina y se dirige a la escalera. Se nos unen dos soldados más—. Tengo que hacerle
algunas preguntas.
—Qué ridiculez —resoplo—. ¿Y a la comandante no se le ocurrió escoger un momento
más adecuado para estas tonterías?
Thomas no contesta. Bajamos dos pisos hasta llegar al sótano, donde se encuentran
algunas de las salas de ejecución, los cuadros eléctricos y las cámaras de almacenaje (ya
sé por qué estamos aquí: han descubierto que falta la bomba electromagnética que le
di a Kaede. Normalmente no hacen inventario hasta fin de mes, pero Thomas ha debido
de efectuar uno esta misma mañana). Me concentro en ocultar el terror que siento.
Céntrate, me recuerdo a mí misma con enfado. Si te dejas llevar por el pánico, estás
muerta.
Thomas se detiene al pie de las escaleras y se lleva una mano a la cintura. Distingo el
brillo de su pistola.
—Ha desaparecido una bomba electromagnética —los focos del techo arrojan sombras
sobre su cara—. Me di cuenta de que faltaba esta mañana temprano, después de ir a
buscarte a tu apartamento. Dices que anoche estuviste en el tejado, ¿verdad? ¿Sabes
algo de esto?
Le sostengo la mirada y me cruzo de brazos.
—¿Crees que he sido yo?
—No te estoy acusando, June —su expresión es dolorosa, incluso suplicante, pero no
aparta la mano de la pistola—. No obstante, me parece una extraña coincidencia. Poca
gente dispone de acceso a esta zona, y todos los demás estaban más o menos
localizables ayer por la noche.
—¿Más o menos localizables? —repito con sarcasmo, y Thomas se sonroja—. No
parece un indicio concluyente. ¿Acaso aparece mi imagen en alguna de las grabaciones
de seguridad? ¿Te ha pedido la comandante que hicieras esto?
—Responde a mi pregunta, June.
Le fulmino con la mirada y él hace una mueca, pero no se disculpa. Puede que esta sea
mi única oportunidad.
—No fui yo.
Thomas parece poco convencido.
—Ya. No fuiste tú —repite.
—¿Qué más quieres que te diga? ¿Has vuelto a revisar el inventario? ¿Estás seguro de
que falta algo?
—Me temo que alguien manipuló las cámaras de seguridad, así que no tenemos
imágenes —Thomas carraspea y posa la mano en la culata de su pistola—. Fue un
trabajo muy meticuloso. Y cuando pienso en quién pudo hacer algo tan meticuloso,
solo se me ocurre una persona: tú.
El corazón empieza a golpearme en el pecho.
—June, no me gusta nada esta situación —continúa Thomas, ahora en tono suave—.
Pero la verdad es que me ha extrañado que pasaras tanto tiempo hablando con Day.
¿Es que te compadeces de él? ¿No habrás planeado algo para...?
Una explosión hace temblar todo el corredor y nos lanza contra las paredes. Del techo
cae una nube de polvo y el aire se llena de chispas (los Patriotas han activado la bomba
electromagnética en la explanada. Han actuado a tiempo, justo antes de que Day se
enfrente al pelotón de fusilamiento. Eso significa que todas las armas del edificio
quedarán desactivadas durante dos minutos. Gracias, Kaede).
Estampo a Thomas contra la pared antes de que le dé tiempo a recuperar el equilibrio.
Le quito el cuchillo del cinturón, me acerco al cuadro eléctrico y hago palanca para
abrirlo. A mi espalda, Thomas desenfunda la pistola a cámara lenta.
—¡Deténganla!
Corto todos los cables de un tajo. Suena un estallido y cae una lluvia de chispas. El
sótano queda a oscuras. Thomas suelta una maldición (acaba de descubrir que su arma
no funciona). Los soldados se apelotonan, desconcertados, y yo aprovecho para
escabullirme hasta las escaleras.
—¡June! —grita Thomas a mi espalda—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si hago esto es por
tu bien!
—¿Sí? —respondo llena de rabia—. ¿Es eso lo que le dijiste a Metias?
En unos segundos saltarán las luces de seguridad, y no pienso quedarme hasta
entonces para escuchar la respuesta de Thomas. Subo los escalones de tres en tres,
contando los segundos que han pasado desde que detonó la bomba electromagnética
(once, de momento; faltan ciento nueve segundos para que todas las armas vuelvan a
funcionar).
Me abalanzo a la primera planta. Reina el caos: soldados que corren hacia la explanada,
pasos que resuenan por todas partes... Me abro camino hasta el patio donde se
encuentra el pelotón de fusilamiento, procesando los detalles a toda velocidad
(quedan noventa y siete segundos; treinta y tres soldados se alejan de mí, doce se
acercan; algunas pantallas están apagadas por el corte de luz, otras muestran el
tumulto de fuera; algo cae del cielo... ¡Son billetes! Los Patriotas están tirándolos desde
los tejados. La mitad de la gente lucha por huir de la plaza mientras la otra mitad se
mata por conseguir el dinero).
Setenta y dos segundos. Llego hasta el patio del pelotón y observo la escena: hay tres
soldados inconscientes. John y Day (una venda floja le rodea el cuello; han debido de
ponérsela en los ojos justo antes de que detonara la bomba) se enfrentan a un cuarto
hombre. Los demás han debido de salir a contener a la muchedumbre, pero no estarán
lejos mucho tiempo. Me acerco corriendo por detrás y le pongo la zancadilla al soldado,
que cae al suelo. John le propina un puñetazo en la mandíbula que lo deja inconsciente.
Sesenta segundos. Day se tambalea al caminar como si estuviera a punto de
desmayarse. Le han debido de dar un golpe en la cabeza, o puede que la pierna le duela
demasiado. John y yo lo sujetamos. Los conduzco hacia un pasillo más estrecho, lejos
de las patrullas, y me encamino hacia la salida. La voz de la comandante Jameson
retumba en los intercomunicadores con tono imperioso y furibundo.
—¡Ejecútenlo! ¡Mátenlo ahora mismo! ¡Y asegúrense de que se retransmite por las
pantallas de la explanada!
—Maldita sea... —murmura Day.
La cabeza se le cae hacia un lado; sus ojos azules parecen opacos y desenfocados.
Cruzo una mirada con John y sigo adelante. Los soldados nos tienen que estar pisando
los talones.
Veintisiete segundos.
Nos quedan unos setenta y cinco metros hasta la salida (avanzamos metro y medio por
segundo; a esta velocidad, en veintisiete segundos podemos recorrer cuarenta metros
y medio. Dentro de cuarenta metros y medio, las armas volverán a funcionar. Ya se
oyen las pisadas de los soldados en los pasillos adyacentes. Hacen temblar el suelo. Nos
están buscando. Necesitamos veintitrés segundos más para llegar hasta la puerta. Si
nos pillan en el corredor, nos dispararán antes de que podamos salir).
Odio mis cálculos.
—No lo vamos a conseguir —masculla John.
Day está casi inconsciente. Considero si quedarme atrás para retener a los soldados
mientras John y él siguen avanzando, pero no creo que pueda con todos. Tardarían
poco en reducirme e ir a por ellos.
John se detiene en seco y deja caer todo el peso de Day sobre mí.
—¿Qué...? —comienzo a decir, y de pronto veo que le quita la venda del cuello a su
hermano.
Abro los ojos como platos: sé lo que se propone hacer.
—¡No, John! —grito— ¡No lo hagas!
—Necesitan más tiempo —replica él—. ¿Quieren una ejecución? Pues la tendrán.
Y echa a correr en dirección opuesta.
Directo hacia el pelotón de fusilamiento.
No. No, no, no, John. ¿A dónde vas? Pierdo un segundo en mirar hacia atrás mientras me
pregunto si debería perseguirlo.
Va a hacerlo.
La cabeza de Day cae sobre mis hombros. Seis segundos. No tengo alternativa. Oigo las
voces de los soldados a nuestra espalda, en el pasillo que conduce al pelotón de
fusilamiento, pero me obligo a dar la vuelta y seguir avanzando.
Cero.
Las armas vuelven a estar activas. Seguimos caminando. Pasan más segundos. En el
interior del edificio suena un alboroto de gritos y pisadas. Me obligo a no girar la
cabeza.
Llegamos a la puerta, salimos a la calle y un par de soldados se nos echan encima. No
me quedan fuerzas para luchar, pero tengo que intentarlo. De pronto veo a otra
persona que pelea a mi lado. Cuando los guardas caen al suelo, distingo la figura de
Kaede.
—¡Ya están aquí! —grita—. ¡Muévanse!
Estaban esperando junto a la salida, tal como convinimos. Los Patriotas han venido a
buscarnos. Nos agarran y nos suben a dos motocicletas. Me quito la pistola del cinto y la
tiro al suelo: no quiero que me localicen por su culpa. Day va en la parte trasera de una
moto y yo en otra. Esperen a John, quiero decirles, pero sé que sería inútil. La
intendencia de Batalla se hace más pequeña en la distancia.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
El resplandor de un rayo, el rugido de un trueno, el rumor de la lluvia. A lo lejos, las
sirenas anuncian una nueva inundación.
Abro los parpados y pestañeo ante el agua que me cae en los ojos. Por unos instantes
soy incapaz de recordar nada, ni siquiera mi nombre. ¿Dónde me encuentro? ¿Qué ha
pasado? Estoy sentado al lado de una chimenea, empapado. Miro alrededor y veo la
azotea de un bloque de pisos. La lluvia cubre el mundo como una manta y el viento se
me cuela por debajo de la camiseta como si quisiera llevarme con él. Me agarro a la
chimenea. Cuando miro al cielo, veo un mar de nubes negras, tormentosas, iluminadas
por los relámpagos.
De pronto lo recuerdo todo: el pelotón de fusilamiento, el pasillo, las pantallas. John. La
explosión. Soldados por todas partes. June.
¿Por qué no estoy muerto?
—Te has despertado.
Junto a mi agachada, se encuentra June. Su uniforme negro resulta casi invisible en la
oscuridad de la noche. Está apoyada contra la chimenea, sin hacer caso de la lluvia que
le golpea la cara. Me acerco a ella y un latigazo de dolor me recorre la pierna. Las
palabras se me quedan en la punta de la lengua; soy incapaz de hablar.
—Estamos a veinte kilómetros de Los Ángeles; los Patriotas, nos llevaron hasta donde
pudieron. Se han ido a Vegas —June parpadea para que el agua no le entre en los
ojos—. Eres Libre. Vete de California mientras puedas, porque estoy segura de que no
van a dejar de buscarnos.
Abro la boca y vuelvo a cerrarla. ¿Estaré soñando? Me aproximo más a ella e intento
rozarle la cara con la mano.
—¿Qué…? ¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien? ¿Cómo conseguiste sacarme de la
intendencia? ¿Saben que me ayudaste?
June me observa como si sopesara la conveniencia de contestarme. Finalmente, alza la
vista hacia el borde de la azotea.
—Mira.
Me incorporo con trabajo y veo que June señala las pantallas gigantes de la fachada.
Me acerco cojeando a la barandilla y echo un vistazo. Definitivamente, estamos en las
afueras: el edificio en el que nos encontramos está abandonado y tapiado, y no
funcionan más que dos pantallas. Cuando leo lo que ponen, me quedo sin aliento.
FUSILADO HOY DANIEL ALTAN WING.
Tras el titular vienen las imágenes: soy yo, sentado en la celda con los ojos fijos en la
cámara. La escena se corta y aparece el patio donde se alinea el pelotón de
fusilamiento. Varios soldados arrastran hacia el centro a un chico que se resiste. No
recuerdo nada de eso. El chico tiene los ojos vendados y las manos esposadas a la
espalda. Se parece a mí, salvo por un par de detalles que yo solo puedo ver. Tiene los
ojos un poco más anchos que los míos, la cojera con la que camina es fingida y su boca
es más semejante a la de mi padre que a la de mi madre.
Entrecierro los ojos. No puede ser.
El chico se detiene en medio del patio. Los guardias que lo arrastraban regresan a su
posición inicial. Los soldados del pelotón levantan las armas y apuntan. Se produjo un
silencio breve, horrible. De pronto, cada fusil expulsa un hilo de humo y chispas. Veo
como el chico se convulsiona a cada impacto. Cae de bruces en la tierra. Suenan un par
de disparos más y el silencio regresa.
El pelotón se disuelve rápidamente. Dos hombres recogen el cuerpo y los llevan hacia
las cámaras de incineración.
Las manos empiezan a temblarme.
John.
Me enfrento a June, que me observa sin decir una palabra tras una cortina de lluvia.
—¡Era John! —grito—. ¡Ese chico era John! ¿Qué hacía ahí, delante del pelotón?
Se queda callada.
No puedo respirar. Ahora entiendo cómo me sacó de ahí.
—No lo llevaste de vuelta a la celda —consigo decir—. Lo pusiste en mi lugar.
—Yo no lo hice —replica—. Fue él.
Me acerco cojeando, la agarro de los hombros y la empujo contra la chimenea.
—¿Qué pasó? ¿Por qué lo hizo? —Grito—. ¡Debería haber sido yo!
June chilla de dolor, y me doy cuenta de que está herida. Un corte profundo le cruza el
hombro y le tiñe de sangre la manga. Me quedo helado, avergonzado por mi actitud.
Desgarro una tira de mi camiseta e intento vendarle la herida como lo haría Tess. Ajusto
la venda y la cierro con un nudo. June hace una mueca de dolor.
—No es nada —miente—. Me rozó una bala.
—¿Te han herido en alguna otra parte? —recorro sus brazos, palpo su cintura y sus
piernas. Está temblando.
—Creo que no. No te preocupes, estoy bien.
Le retiro el pelo mojado de la cara y le coloco suavemente los mechones detrás de las
orejas. Ella alza la vista.
—Day… Las cosas no salieron como yo había previsto. Quería sacarlos a los dos. Podría
haberlo hecho. Pero…
Aparto la mirada y me topo con el cuerpo sin vida de John en una de las pantallas. Por
un momento se me va la cabeza, y tomo aire con fuerza para no desmayarme.
—¿Qué pasó?
—Nos faltaba tiempo para escapar —hace un pausa—. John se dio cuenta y regresó
para que tú y yo pudiéramos salir. Todos lo confundieron contigo; incluso se llevó la
venda que te habían puesto. Lo agarraron y lo sacaron al patio… —June sacude la
cabeza—. La República ya debe de haber averiguado que cometió un error. Tienes que
huir Day. Escapa mientras puedas.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas, pero no me importa. Me arrodillo frente a June,
escondo la cabeza entre las manos y me vengo abajo. Ya nada tiene sentido. Mi
hermano debía de estar enfermo de preocupación por mí mientras yo me compadecía
de mí mismo. John siempre pensaba en los demás antes que en él. Siempre.
—No tenía que haberlo hecho —susurro—. No se merecía eso.
La mano de June se posa en mi cabeza. Levanto la mirada.
—Sabía lo que hacía, Day —susurra, también con lágrimas en los ojos—. Alguien tiene
que rescatar a Eden, así que John te salvó a ti. Es lo que haría cualquier hermano.
Sus ojos ardientes se cruzan con los míos y los dos nos quedamos inmóviles bajo la
lluvia. Parece pasar una eternidad. Recuerdo el momento en que empezó todo, la
noche en que vi como los soldados hacían la marca en la puerta de mi madre. Si no
hubiera ido a ese hospital, si no me hubiese topado con el hermano de June, si hubiera
conseguido la vacuna de la peste en otro sitio… ¿serían distintas las cosas? ¿Seguirían
vivos John y mi madre? ¿Se encontraría Eden a salvo? No lo sé. Me da miedo pensar en
ello.
—Lo has tirado todo por la borda —alzo la mano para tocarle la cara, para retirar las
gotas de lluvia de sus pestañas—. Tu vida entera… tus creencias… ¿Por qué lo has
hecho?
Jamás la había encontrado tan hermosa como en ese instante: sin adornos, sincera,
vulnerable pero invencible. Un rayo atraviesa el cielo y sus ojos oscuros toman un brillo
de oro viejo.
—Porque tú tenías razón —susurra—. En todo.
La abrazo, y ella me enjuaga una lágrima de la mejilla y me besa. Después apoya la
cabeza sobre mi hombro, y solo entonces me permito llorar.
El resplandor de un rayo, el rugido de un trueno, el rumor de la lluvia. A lo lejos, las
sirenas anuncian una nueva inundación.
Abro los parpados y pestañeo ante el agua que me cae en los ojos. Por unos instantes
soy incapaz de recordar nada, ni siquiera mi nombre. ¿Dónde me encuentro? ¿Qué ha
pasado? Estoy sentado al lado de una chimenea, empapado. Miro alrededor y veo la
azotea de un bloque de pisos. La lluvia cubre el mundo como una manta y el viento se
me cuela por debajo de la camiseta como si quisiera llevarme con él. Me agarro a la
chimenea. Cuando miro al cielo, veo un mar de nubes negras, tormentosas, iluminadas
por los relámpagos.
De pronto lo recuerdo todo: el pelotón de fusilamiento, el pasillo, las pantallas. John. La
explosión. Soldados por todas partes. June.
¿Por qué no estoy muerto?
—Te has despertado.
Junto a mi agachada, se encuentra June. Su uniforme negro resulta casi invisible en la
oscuridad de la noche. Está apoyada contra la chimenea, sin hacer caso de la lluvia que
le golpea la cara. Me acerco a ella y un latigazo de dolor me recorre la pierna. Las
palabras se me quedan en la punta de la lengua; soy incapaz de hablar.
—Estamos a veinte kilómetros de Los Ángeles; los Patriotas, nos llevaron hasta donde
pudieron. Se han ido a Vegas —June parpadea para que el agua no le entre en los
ojos—. Eres Libre. Vete de California mientras puedas, porque estoy segura de que no
van a dejar de buscarnos.
Abro la boca y vuelvo a cerrarla. ¿Estaré soñando? Me aproximo más a ella e intento
rozarle la cara con la mano.
—¿Qué…? ¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien? ¿Cómo conseguiste sacarme de la
intendencia? ¿Saben que me ayudaste?
June me observa como si sopesara la conveniencia de contestarme. Finalmente, alza la
vista hacia el borde de la azotea.
—Mira.
Me incorporo con trabajo y veo que June señala las pantallas gigantes de la fachada.
Me acerco cojeando a la barandilla y echo un vistazo. Definitivamente, estamos en las
afueras: el edificio en el que nos encontramos está abandonado y tapiado, y no
funcionan más que dos pantallas. Cuando leo lo que ponen, me quedo sin aliento.
FUSILADO HOY DANIEL ALTAN WING.
Tras el titular vienen las imágenes: soy yo, sentado en la celda con los ojos fijos en la
cámara. La escena se corta y aparece el patio donde se alinea el pelotón de
fusilamiento. Varios soldados arrastran hacia el centro a un chico que se resiste. No
recuerdo nada de eso. El chico tiene los ojos vendados y las manos esposadas a la
espalda. Se parece a mí, salvo por un par de detalles que yo solo puedo ver. Tiene los
ojos un poco más anchos que los míos, la cojera con la que camina es fingida y su boca
es más semejante a la de mi padre que a la de mi madre.
Entrecierro los ojos. No puede ser.
El chico se detiene en medio del patio. Los guardias que lo arrastraban regresan a su
posición inicial. Los soldados del pelotón levantan las armas y apuntan. Se produjo un
silencio breve, horrible. De pronto, cada fusil expulsa un hilo de humo y chispas. Veo
como el chico se convulsiona a cada impacto. Cae de bruces en la tierra. Suenan un par
de disparos más y el silencio regresa.
El pelotón se disuelve rápidamente. Dos hombres recogen el cuerpo y los llevan hacia
las cámaras de incineración.
Las manos empiezan a temblarme.
John.
Me enfrento a June, que me observa sin decir una palabra tras una cortina de lluvia.
—¡Era John! —grito—. ¡Ese chico era John! ¿Qué hacía ahí, delante del pelotón?
Se queda callada.
No puedo respirar. Ahora entiendo cómo me sacó de ahí.
—No lo llevaste de vuelta a la celda —consigo decir—. Lo pusiste en mi lugar.
—Yo no lo hice —replica—. Fue él.
Me acerco cojeando, la agarro de los hombros y la empujo contra la chimenea.
—¿Qué pasó? ¿Por qué lo hizo? —Grito—. ¡Debería haber sido yo!
June chilla de dolor, y me doy cuenta de que está herida. Un corte profundo le cruza el
hombro y le tiñe de sangre la manga. Me quedo helado, avergonzado por mi actitud.
Desgarro una tira de mi camiseta e intento vendarle la herida como lo haría Tess. Ajusto
la venda y la cierro con un nudo. June hace una mueca de dolor.
—No es nada —miente—. Me rozó una bala.
—¿Te han herido en alguna otra parte? —recorro sus brazos, palpo su cintura y sus
piernas. Está temblando.
—Creo que no. No te preocupes, estoy bien.
Le retiro el pelo mojado de la cara y le coloco suavemente los mechones detrás de las
orejas. Ella alza la vista.
—Day… Las cosas no salieron como yo había previsto. Quería sacarlos a los dos. Podría
haberlo hecho. Pero…
Aparto la mirada y me topo con el cuerpo sin vida de John en una de las pantallas. Por
un momento se me va la cabeza, y tomo aire con fuerza para no desmayarme.
—¿Qué pasó?
—Nos faltaba tiempo para escapar —hace un pausa—. John se dio cuenta y regresó
para que tú y yo pudiéramos salir. Todos lo confundieron contigo; incluso se llevó la
venda que te habían puesto. Lo agarraron y lo sacaron al patio… —June sacude la
cabeza—. La República ya debe de haber averiguado que cometió un error. Tienes que
huir Day. Escapa mientras puedas.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas, pero no me importa. Me arrodillo frente a June,
escondo la cabeza entre las manos y me vengo abajo. Ya nada tiene sentido. Mi
hermano debía de estar enfermo de preocupación por mí mientras yo me compadecía
de mí mismo. John siempre pensaba en los demás antes que en él. Siempre.
—No tenía que haberlo hecho —susurro—. No se merecía eso.
La mano de June se posa en mi cabeza. Levanto la mirada.
—Sabía lo que hacía, Day —susurra, también con lágrimas en los ojos—. Alguien tiene
que rescatar a Eden, así que John te salvó a ti. Es lo que haría cualquier hermano.
Sus ojos ardientes se cruzan con los míos y los dos nos quedamos inmóviles bajo la
lluvia. Parece pasar una eternidad. Recuerdo el momento en que empezó todo, la
noche en que vi como los soldados hacían la marca en la puerta de mi madre. Si no
hubiera ido a ese hospital, si no me hubiese topado con el hermano de June, si hubiera
conseguido la vacuna de la peste en otro sitio… ¿serían distintas las cosas? ¿Seguirían
vivos John y mi madre? ¿Se encontraría Eden a salvo? No lo sé. Me da miedo pensar en
ello.
—Lo has tirado todo por la borda —alzo la mano para tocarle la cara, para retirar las
gotas de lluvia de sus pestañas—. Tu vida entera… tus creencias… ¿Por qué lo has
hecho?
Jamás la había encontrado tan hermosa como en ese instante: sin adornos, sincera,
vulnerable pero invencible. Un rayo atraviesa el cielo y sus ojos oscuros toman un brillo
de oro viejo.
—Porque tú tenías razón —susurra—. En todo.
La abrazo, y ella me enjuaga una lágrima de la mejilla y me besa. Después apoya la
cabeza sobre mi hombro, y solo entonces me permito llorar.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
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