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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
Página 4 de 6.
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Capitulo Day (Capitulo 9)
Todo mal para Day, que lastima que no puede obtener la vacuna para su hermano, que dolar para esa familia.
Tess es genial, aunque también fue muy triste como se conocieron.
Me carga que se encasille a la gente.
Le servirá de algo encontrar esos numero, algún código o indicación.
Capitulo June (Capitulo 10)
Me sorprende que hallan permitido que realice una persecución encubierta en un lugar que no es el de ella, mas aun después de encontrar al espía... Thomas me tiene un poco intrigada, sera que el tuvo que ver con la muerte de Metia.
Capitulo Day (Capitulo 10)
Por fin se encontraron de forma mas directa, y mejor aun por ayudar a Tess creo que alguien se sentirá realmente comprometido con esta chica.
Capitulo June (Capitulo 12)
Se encontraron de una forma un poco trágica, por que todo tiene que ser mas malo de lo que ya es.
los siguiente capitulo creo que prometen.
Todo mal para Day, que lastima que no puede obtener la vacuna para su hermano, que dolar para esa familia.
Tess es genial, aunque también fue muy triste como se conocieron.
Me carga que se encasille a la gente.
Le servirá de algo encontrar esos numero, algún código o indicación.
Capitulo June (Capitulo 10)
Me sorprende que hallan permitido que realice una persecución encubierta en un lugar que no es el de ella, mas aun después de encontrar al espía... Thomas me tiene un poco intrigada, sera que el tuvo que ver con la muerte de Metia.
Capitulo Day (Capitulo 10)
Por fin se encontraron de forma mas directa, y mejor aun por ayudar a Tess creo que alguien se sentirá realmente comprometido con esta chica.
Capitulo June (Capitulo 12)
Se encontraron de una forma un poco trágica, por que todo tiene que ser mas malo de lo que ya es.
los siguiente capitulo creo que prometen.
Última edición por berny_girl el Mar 17 Abr - 6:25, editado 1 vez
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias por los caps. Bueno, me sorprendió ese lado macabro de Thomas, y no me extrañaría que hubiera matado a Metias. Ahora está misión encubierta de June e bastante arriesgada y en las primeras de cambio consiguió una puñalada, lo único es que conocera a Day. Me intriga esa bendita compuerta bajo el Puente.
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 10: Mmmm.. ese Thomas es demasiado vil... kada vez me hace kreer kon mas seguridad ke el mato a Metias
Kapi 11: Yo kreo ke Kaede kedara patas arriba.. June es demasiado inteligente komo para dejarse pasar.. y Day seguro se obsesiona con ella.
Ya me pongo al dia kon el resto
Kapi 11: Yo kreo ke Kaede kedara patas arriba.. June es demasiado inteligente komo para dejarse pasar.. y Day seguro se obsesiona con ella.
Ya me pongo al dia kon el resto
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 12: Ya se enkontraron.. el le dira kien es? Muero por saber.. es super atrapante la historia... ♡♡
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
No me dice su nombre.
Lo entiendo muy bien. Muchos de los chicos que viven en la calle mantienen su
identidad en secreto, especialmente después de participar en algo ilegal como una
pelea de skiz. Además, no me interesa cómo se llama. Sigo enfadado por haber perdido
la apuesta. La derrota de Kaede me ha costado mil billetes, y ese dinero era para las
vacunas. El tiempo se me está acabando, y todo por culpa de esta chica. Soy idiota. Si
Tess no hubiera conseguido salir del ring gracias a ella, habría dejado que se las
arreglara como pudiera.
Pero sé muy bien que Tess me habría puesto cara de cachorrito durante el resto del día.
Por eso la he ayudado.
Tess no deja de hacer preguntas mientras ayuda a la chica —tendré que llamarla así,
supongo— y le limpia el corte del costado lo mejor que puede. Yo me quedo callado.
Estoy en guardia. Después de la pelea callejera y la bomba de humo, hemos terminado
acampados en la azotea de una biblioteca abandonada (lo llamo azotea, aunque en
realidad es un piso que ha quedado expuesto porque se han derrumbado todas las
paredes exteriores). Casi todos los edificios de alrededor están en ruinas. La biblioteca
forma parte de un rascacielos antiguo que ahora se encuentra prácticamente
sumergido, a treinta metros de la orilla este del lago. Lo poco que sobresale está
cubierto de malas hierbas; es un buen refugio para gente como nosotros.
Vigilo desde el borde de la terraza, donde estoy sentado. La chica comenta algo y Tess
sonríe tímidamente como respuesta.
—Me llamo Tess —la oigo decir. Es lo bastante lista como para no soltarle mi nombre,
pero sigue hablando— ¿De qué parte de Lake eres? ¿Vienes de otro sector? —observa
la herida de la chica—. Tiene una pinta fea, pero puedo curártela. Por la mañana
intentaré traerte un poco de leche de cabra; te vendrá bien. Hasta entonces, deberías
escupir sobre ella. Ayuda a prevenir las infecciones.
Por la expresión de la chica, juraría que no le dice nada nuevo.
—Gracias —murmura, y luego eleva la mirada hacia mí—. Te agradezco tu ayuda.
Tess vuelve a sonreír, pero me da la impresión de que no se encuentra del todo cómoda
con la recién llegada.
—Gracias a ti.
Aprieto la mandíbula. Dentro de una hora anochecerá, y tengo una desconocida herida
que sumar a mis preocupaciones.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a ellas. A lo lejos, por los altavoces del
barrio, empieza a sonar a todo volumen el juramento de lealtad a la República.
—Nos quedamos aquí esta noche —le digo a la chica—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —responde, pero se nota que le duele bastante.
No sabe qué hacer con las manos: las acerca a la herida, se da cuenta y se corta en seco.
De pronto me entran ganas de consolarla.
—¿Por qué me salvaste? —dice.
—No tengo ni la menor idea. Me has costado mil billetes.
La chica sonríe por primera vez, pero hay recelo en sus ojos. Parece estar analizando
cada palabra que digo. No confía en mí.
—Así que apuestas a lo grande, ¿eh? Lo siento mucho; es que me hizo enfadar —baja la
vista—. Espero que no fuera amiga tuya.
—Kaede trabaja de camarera en un bar que está entre Alta y Winter. La conozco desde
hace poco.
Tess se ríe y me lanza una mirada que no consigo descifrar.
—Le gusta conocer a todas las chicas guapas.
La fulmino con los ojos.
—Cierra la boca, hermana. ¿No has coqueteado hoy bastante con la muerte? ¿Quieres
más?
Tess asiente sin dejar de sonreír.
—Voy a buscar agua —dice, y baja de un salto por la escalera.
Cuando desaparece, me siento al lado de la chica y rozo su cintura sin querer. Inspira
bruscamente y yo me aparto; me da miedo haberle hecho daño.
—Se curará pronto a no ser que se te infecte. Pero tienes que descansar. Te puedes
quedar con nosotros si quieres.
—Gracias —se encoge de hombros—. Pero cuando me encuentre mejor iré a por
Kaede.
Me echo hacia atrás y la observo. Está bastante más pálida que las chicas que se ven
por el sector, y tiene unos enormes ojos oscuros que brillan con reflejos dorados a la
luz del atardecer. Hay algo en sus rasgos que no me resulta familiar. Puede que tenga
sangre india, o tal vez anglosajona. Ni idea. Es muy guapa; tanto, que me quedo
embobado mirándola como me sucedió cuando saltó al ring. No, la palabra adecuada
no es «guapa». Es preciosa. Además, no sé por qué, me recuerda a alguien. Puede que
sea la expresión de sus ojos: hay algo frío y calculador en ellos, algo desafiante y fiero...
Noto que se me encienden las mejillas y miro hacia otra parte, agradeciendo la
oscuridad. No puedo pensar en otra cosa que no sea besarla y pasar los dedos por su
negra melena.
—En fin... —digo al cabo de un rato—. Bueno, chica, gracias por tu ayuda. Por ayudar a
Tess, digo. ¿Dónde has aprendido a pelear así? Le rompiste el brazo a Kaede sin ningún
esfuerzo.
La chica duda, y me doy cuenta por el rabillo del ojo de que me está observando. Me
vuelvo y la miro directamente; ella aparta la vista hacia el agua, como si le avergonzara
que la haya pillado. Se roza el costado y hace un chasquido con la lengua; parece un
hábito inconsciente.
—Voy mucho por la frontera de Batalla. Me gusta ver cómo practican los cadetes.
—Vaya, sí que te arriesgas... Aunque, en vista de cómo peleas, seguro que te las
arreglas bien.
—Ya has visto lo bien que me las he arreglado hoy —se ríe. Sacude la cabeza y su larga
coleta se balancea rozando su espalda—. No debería haberme quedado a ver la pelea
de skiz, pero... ¿qué quieres que te diga? Tu amiga parecía apurada. Pensé que no le
vendría mal algo de ayuda —su expresión cambia repentinamente y su mirada se
vuelve de nuevo cautelosa—. ¿Y tú? ¿Estabas entre el público?
—No. Tess se acercó porque le gusta ver las cosas de cerca; es un poco miope. Yo
prefiero quedarme al margen.
—Tess... ¿Es tu hermana pequeña?
Titubeo antes de responder.
—Bueno, algo así. En realidad, si lancé la bomba de humo fue para salvarla a ella,
¿sabes?
La chica enarca una ceja y los labios se le curvan en una sonrisa.
—Cuánta amabilidad —dice—. ¿Por aquí todo el mundo sabe fabricar una bomba de
humo?
Hago un gesto de desdén con la mano.
—Sí, claro, incluso los niños. Es muy fácil —la contemplo con interés—. ¿No eres del
sector Lake, entonces?
—Soy del sector Tanagashi... Bueno, viví allí.
—Tanagashi queda bastante lejos. ¿Has venido hasta aquí para ver una pelea de skiz?
—Claro que no —la chica se recuesta con cuidado; su venda está empezando a teñirse
de rojo oscuro—. Cuando te quedas sin casa, acabas por moverte mucho.
—Ahora mismo, Lake no es un sector seguro.
En la esquina de la azotea hay una mancha de color turquesa que me llama la atención:
es una mata de margaritas marinas que ha brotado en una grieta del suelo. Son las
flores favoritas de mi madre.
—Aquí puedes coger la peste —le explico.
La chica sonríe como si supiera algo que yo ignoro. Sigo sin saber a quién me recuerda.
—No te preocupes —contesta—. Si no me enfado, suelo ir con mucho cuidado.
Cuando por fin se hace de noche y la chica cae en un sueño intranquilo, le pido a Tess
que se quede con ella para ir a ver a mi familia. A Tess no le importa quedarse; le pone
nerviosa acercarse a las zonas afectadas por la peste. Siempre regresa rascándose los
brazos, como si la infección le reptara por la piel.
Me guardo un ramillete de margaritas en la manga de la camisa y me meto un par de
billetes en el bolsillo, por si acaso. Luego le pido a Tess que me envuelva las manos en
dos pañuelos para no dejar huellas dactilares en ningún sitio.
La noche está sorprendentemente tranquila. No hay patrullas antipeste recorriendo las
calles; lo único que se oye son los coches que pasan de cuando en cuando y los ecos de
los altavoces. La extraña equis de la puerta sigue ahí, tan llamativa como siempre. De
hecho, juraría que los soldados han regresado por lo menos una vez más, porque sus
trazos muestran un color brillante, de pintura fresca. Deben de haber realizado una
segunda verificación por la zona. No sé lo que indicará ese símbolo, pero se ha debido
de extender por los alrededores.
Me oculto entre las sombras cerca de la casa de mi madre. A esta distancia puedo
atisbar nuestro patio por las rendijas de la valla desvencijada.
Cuando estoy absolutamente seguro de que no hay nadie patrullando por la calle, salgo
de la oscuridad y me acerco agazapado hasta la base del porche, que tiene una tabla
rota por la que puedo colarme en el espacio que queda bajo la casa. Aparto el tablón,
me meto en el ambiente rancio y oscuro y después vuelvo a colocarlo en su lugar.
Sobre mi cabeza hay grietas por las que entra la luz de las habitaciones. Oigo hablar a
mi madre en la parte trasera de la casa, donde está el único dormitorio. Me dirijo hacia
allí, me arrastro hasta el hueco de la ventilación y observo el interior de la casa. John
está sentado en el borde de la cama, con los brazos cruzados. Parece agotado y tiene
los zapatos llenos de barro seco; seguro que mi madre le regañó por entrar así. Mira
hacia el otro lado de la habitación, donde debe de estar mi madre de pie. Vuelvo a oír su
voz; esta vez suena bastante nítida y entiendo lo que dice.
—Nosotros no estamos enfermos todavía.
John aparta la vista y la clava en la cama.
—No parece que sea contagioso —insiste mi madre—. Y Eden aún tiene la piel en buen
estado. No sangra.
—Todavía no —replica John—. Tenemos que prepararnos para lo peor, mamá. Si Eden
se...
La voz de mi madre adopta un tono firme.
—No vas a pronunciar esa palabra en mi casa, John.
—No basta con los amortiguadores. Quienquiera que nos los ha dado ha sido muy
amable, pero no son suficiente.
John menea la cabeza y se pone en pie. Incluso ahora —especialmente ahora— tiene
que proteger a mi madre y ocultarle mi paradero. Cuando se aparta de la cama, distingo
a Eden. Está arropado con una manta hasta la barbilla, a pesar del calor que hace. Tiene
la piel grasienta, perlada de sudor, y de un color extraño, con una palidez enfermiza y
verdosa. No recuerdo que la peste produjera esos síntomas; se me hace un nudo en la
garganta.
El dormitorio muestra el mismo aspecto de siempre: nuestras escasas posesiones están
viejas y gastadas, pero tienen un aspecto acogedor. Ahí está el colchón destrozado
sobre el que duerme normalmente Eden, y al lado la cómoda llena de arañazos en la
que yo solía pintar garabatos. Cómo no, en la pared hay colgado un retrato del Elector,
rodeado de un montón de fotos nuestras como si se tratara de un miembro más de la
familia. Eso es todo lo que hay en la habitación. Cuando Eden era pequeño, John y yo le
agarrábamos de los brazos y le ayudábamos a caminar de un extremo al otro del
cuarto. John extendía la mano y chocaba los cinco con él cuando lo conseguía hacer
solo.
La sombra de mi madre se detiene en el centro del dormitorio. No dice nada. Me la
imagino: los hombros caídos, la cara entre las manos, una expresión de derrota que
nunca se ha permitido adoptar.
John suspira. Suena un ruido de pasos: supongo que ha cruzado el cuarto para
abrazarla.
—Eden se va a poner bien. Puede que este virus sea menos peligroso y se acabe
recuperando él solo —hace una pausa—. Voy a ver qué tenemos para hacer la sopa.
Le oigo abandonar el dormitorio.
Estoy seguro de que John odiaba trabajar en la planta de vapor, pero al menos podía
salir de casa y distraerse durante un rato. Ahora está atrapado aquí por la cuarentena y
no puede hacer nada por ayudar a Eden. Eso tiene que estarle matando. Tomo un
puñado de tierra y lo estrujo con todas mis fuerzas.
Si hubiera habido vacunas en el hospital...
Poco más tarde, mi madre cruza el dormitorio, se sienta en el borde de la cama de Eden
y murmura algo para consolarlo. Ha tenido que vendarse las manos una vez más. Se
inclina y le aparta el pelo de la cara. Cierro los ojos y recuerdo su rostro suave y bello, su
expresión preocupada, sus ojos de un azul brillante, su boca sonrosada, su sonrisa. Las
noches en que me arropaba, alisaba las mantas y me deseaba al oído que tuviera
sueños agradables. Me pregunto qué le estará diciendo ahora a Eden.
De pronto, la nostalgia me abruma. Quiero salir de aquí y llamar a la puerta.
Aprieto el puñado de tierra. No: el riesgo es demasiado alto. Encontraré una forma de
salvarte, Eden. Te lo juro. Me arrepiento de haber apostado todo ese dinero en una
pelea de skiz, en lugar de haber buscado una forma más segura de ganarlo.
Saco las margaritas de la manga de la camisa. Algunas se han aplastado, pero las dejo
con mucho cuidado en el suelo después de retirar algunos guijarros sueltos. Mi madre
jamás las verá, pero yo sabré que están aquí. Estas flores son la prueba de que sigo
vivo, de que continúo cuidando de ellos.
Al lado de las margaritas distingo un brillo rojizo. Frunzo el ceño y aparto la tierra para
investigar.
Es un símbolo: hay algo inscrito en una superficie lisa, bajo la tierra y las piedras.
Se trata de un número parecido al que vimos Tess y yo en la orilla del lago, pero las
cifras cambian: 2544.
Yo me escondía aquí a veces cuando era pequeño y jugaba con mis hermanos al
escondite, pero no recuerdo haber visto esto nunca. Me agacho y pego la oreja al
suelo.
Al principio no oigo nada, pero de pronto distingo un ruido débil: un zumbido, luego un
silbido y un gorgoteo. Parece como si hubiera algún líquido o vapor. Puede que aquí
abajo exista todo un sistema de cañerías que lleguen hasta el lago. Deben de recorrer
todo el sector. Retiro la tierra de alrededor, pero no veo nada más. Los números casi no
se distinguen; son antiguos. La pintura está descascarillada.
Me quedo ahí un buen rato, estudiando los números en silencio. Le echo un último
vistazo al dormitorio a través del agujero de la ventilación y luego salgo del porche. Me
sumerjo en las sombras y regreso a la ciudad.
No me dice su nombre.
Lo entiendo muy bien. Muchos de los chicos que viven en la calle mantienen su
identidad en secreto, especialmente después de participar en algo ilegal como una
pelea de skiz. Además, no me interesa cómo se llama. Sigo enfadado por haber perdido
la apuesta. La derrota de Kaede me ha costado mil billetes, y ese dinero era para las
vacunas. El tiempo se me está acabando, y todo por culpa de esta chica. Soy idiota. Si
Tess no hubiera conseguido salir del ring gracias a ella, habría dejado que se las
arreglara como pudiera.
Pero sé muy bien que Tess me habría puesto cara de cachorrito durante el resto del día.
Por eso la he ayudado.
Tess no deja de hacer preguntas mientras ayuda a la chica —tendré que llamarla así,
supongo— y le limpia el corte del costado lo mejor que puede. Yo me quedo callado.
Estoy en guardia. Después de la pelea callejera y la bomba de humo, hemos terminado
acampados en la azotea de una biblioteca abandonada (lo llamo azotea, aunque en
realidad es un piso que ha quedado expuesto porque se han derrumbado todas las
paredes exteriores). Casi todos los edificios de alrededor están en ruinas. La biblioteca
forma parte de un rascacielos antiguo que ahora se encuentra prácticamente
sumergido, a treinta metros de la orilla este del lago. Lo poco que sobresale está
cubierto de malas hierbas; es un buen refugio para gente como nosotros.
Vigilo desde el borde de la terraza, donde estoy sentado. La chica comenta algo y Tess
sonríe tímidamente como respuesta.
—Me llamo Tess —la oigo decir. Es lo bastante lista como para no soltarle mi nombre,
pero sigue hablando— ¿De qué parte de Lake eres? ¿Vienes de otro sector? —observa
la herida de la chica—. Tiene una pinta fea, pero puedo curártela. Por la mañana
intentaré traerte un poco de leche de cabra; te vendrá bien. Hasta entonces, deberías
escupir sobre ella. Ayuda a prevenir las infecciones.
Por la expresión de la chica, juraría que no le dice nada nuevo.
—Gracias —murmura, y luego eleva la mirada hacia mí—. Te agradezco tu ayuda.
Tess vuelve a sonreír, pero me da la impresión de que no se encuentra del todo cómoda
con la recién llegada.
—Gracias a ti.
Aprieto la mandíbula. Dentro de una hora anochecerá, y tengo una desconocida herida
que sumar a mis preocupaciones.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a ellas. A lo lejos, por los altavoces del
barrio, empieza a sonar a todo volumen el juramento de lealtad a la República.
—Nos quedamos aquí esta noche —le digo a la chica—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —responde, pero se nota que le duele bastante.
No sabe qué hacer con las manos: las acerca a la herida, se da cuenta y se corta en seco.
De pronto me entran ganas de consolarla.
—¿Por qué me salvaste? —dice.
—No tengo ni la menor idea. Me has costado mil billetes.
La chica sonríe por primera vez, pero hay recelo en sus ojos. Parece estar analizando
cada palabra que digo. No confía en mí.
—Así que apuestas a lo grande, ¿eh? Lo siento mucho; es que me hizo enfadar —baja la
vista—. Espero que no fuera amiga tuya.
—Kaede trabaja de camarera en un bar que está entre Alta y Winter. La conozco desde
hace poco.
Tess se ríe y me lanza una mirada que no consigo descifrar.
—Le gusta conocer a todas las chicas guapas.
La fulmino con los ojos.
—Cierra la boca, hermana. ¿No has coqueteado hoy bastante con la muerte? ¿Quieres
más?
Tess asiente sin dejar de sonreír.
—Voy a buscar agua —dice, y baja de un salto por la escalera.
Cuando desaparece, me siento al lado de la chica y rozo su cintura sin querer. Inspira
bruscamente y yo me aparto; me da miedo haberle hecho daño.
—Se curará pronto a no ser que se te infecte. Pero tienes que descansar. Te puedes
quedar con nosotros si quieres.
—Gracias —se encoge de hombros—. Pero cuando me encuentre mejor iré a por
Kaede.
Me echo hacia atrás y la observo. Está bastante más pálida que las chicas que se ven
por el sector, y tiene unos enormes ojos oscuros que brillan con reflejos dorados a la
luz del atardecer. Hay algo en sus rasgos que no me resulta familiar. Puede que tenga
sangre india, o tal vez anglosajona. Ni idea. Es muy guapa; tanto, que me quedo
embobado mirándola como me sucedió cuando saltó al ring. No, la palabra adecuada
no es «guapa». Es preciosa. Además, no sé por qué, me recuerda a alguien. Puede que
sea la expresión de sus ojos: hay algo frío y calculador en ellos, algo desafiante y fiero...
Noto que se me encienden las mejillas y miro hacia otra parte, agradeciendo la
oscuridad. No puedo pensar en otra cosa que no sea besarla y pasar los dedos por su
negra melena.
—En fin... —digo al cabo de un rato—. Bueno, chica, gracias por tu ayuda. Por ayudar a
Tess, digo. ¿Dónde has aprendido a pelear así? Le rompiste el brazo a Kaede sin ningún
esfuerzo.
La chica duda, y me doy cuenta por el rabillo del ojo de que me está observando. Me
vuelvo y la miro directamente; ella aparta la vista hacia el agua, como si le avergonzara
que la haya pillado. Se roza el costado y hace un chasquido con la lengua; parece un
hábito inconsciente.
—Voy mucho por la frontera de Batalla. Me gusta ver cómo practican los cadetes.
—Vaya, sí que te arriesgas... Aunque, en vista de cómo peleas, seguro que te las
arreglas bien.
—Ya has visto lo bien que me las he arreglado hoy —se ríe. Sacude la cabeza y su larga
coleta se balancea rozando su espalda—. No debería haberme quedado a ver la pelea
de skiz, pero... ¿qué quieres que te diga? Tu amiga parecía apurada. Pensé que no le
vendría mal algo de ayuda —su expresión cambia repentinamente y su mirada se
vuelve de nuevo cautelosa—. ¿Y tú? ¿Estabas entre el público?
—No. Tess se acercó porque le gusta ver las cosas de cerca; es un poco miope. Yo
prefiero quedarme al margen.
—Tess... ¿Es tu hermana pequeña?
Titubeo antes de responder.
—Bueno, algo así. En realidad, si lancé la bomba de humo fue para salvarla a ella,
¿sabes?
La chica enarca una ceja y los labios se le curvan en una sonrisa.
—Cuánta amabilidad —dice—. ¿Por aquí todo el mundo sabe fabricar una bomba de
humo?
Hago un gesto de desdén con la mano.
—Sí, claro, incluso los niños. Es muy fácil —la contemplo con interés—. ¿No eres del
sector Lake, entonces?
—Soy del sector Tanagashi... Bueno, viví allí.
—Tanagashi queda bastante lejos. ¿Has venido hasta aquí para ver una pelea de skiz?
—Claro que no —la chica se recuesta con cuidado; su venda está empezando a teñirse
de rojo oscuro—. Cuando te quedas sin casa, acabas por moverte mucho.
—Ahora mismo, Lake no es un sector seguro.
En la esquina de la azotea hay una mancha de color turquesa que me llama la atención:
es una mata de margaritas marinas que ha brotado en una grieta del suelo. Son las
flores favoritas de mi madre.
—Aquí puedes coger la peste —le explico.
La chica sonríe como si supiera algo que yo ignoro. Sigo sin saber a quién me recuerda.
—No te preocupes —contesta—. Si no me enfado, suelo ir con mucho cuidado.
Cuando por fin se hace de noche y la chica cae en un sueño intranquilo, le pido a Tess
que se quede con ella para ir a ver a mi familia. A Tess no le importa quedarse; le pone
nerviosa acercarse a las zonas afectadas por la peste. Siempre regresa rascándose los
brazos, como si la infección le reptara por la piel.
Me guardo un ramillete de margaritas en la manga de la camisa y me meto un par de
billetes en el bolsillo, por si acaso. Luego le pido a Tess que me envuelva las manos en
dos pañuelos para no dejar huellas dactilares en ningún sitio.
La noche está sorprendentemente tranquila. No hay patrullas antipeste recorriendo las
calles; lo único que se oye son los coches que pasan de cuando en cuando y los ecos de
los altavoces. La extraña equis de la puerta sigue ahí, tan llamativa como siempre. De
hecho, juraría que los soldados han regresado por lo menos una vez más, porque sus
trazos muestran un color brillante, de pintura fresca. Deben de haber realizado una
segunda verificación por la zona. No sé lo que indicará ese símbolo, pero se ha debido
de extender por los alrededores.
Me oculto entre las sombras cerca de la casa de mi madre. A esta distancia puedo
atisbar nuestro patio por las rendijas de la valla desvencijada.
Cuando estoy absolutamente seguro de que no hay nadie patrullando por la calle, salgo
de la oscuridad y me acerco agazapado hasta la base del porche, que tiene una tabla
rota por la que puedo colarme en el espacio que queda bajo la casa. Aparto el tablón,
me meto en el ambiente rancio y oscuro y después vuelvo a colocarlo en su lugar.
Sobre mi cabeza hay grietas por las que entra la luz de las habitaciones. Oigo hablar a
mi madre en la parte trasera de la casa, donde está el único dormitorio. Me dirijo hacia
allí, me arrastro hasta el hueco de la ventilación y observo el interior de la casa. John
está sentado en el borde de la cama, con los brazos cruzados. Parece agotado y tiene
los zapatos llenos de barro seco; seguro que mi madre le regañó por entrar así. Mira
hacia el otro lado de la habitación, donde debe de estar mi madre de pie. Vuelvo a oír su
voz; esta vez suena bastante nítida y entiendo lo que dice.
—Nosotros no estamos enfermos todavía.
John aparta la vista y la clava en la cama.
—No parece que sea contagioso —insiste mi madre—. Y Eden aún tiene la piel en buen
estado. No sangra.
—Todavía no —replica John—. Tenemos que prepararnos para lo peor, mamá. Si Eden
se...
La voz de mi madre adopta un tono firme.
—No vas a pronunciar esa palabra en mi casa, John.
—No basta con los amortiguadores. Quienquiera que nos los ha dado ha sido muy
amable, pero no son suficiente.
John menea la cabeza y se pone en pie. Incluso ahora —especialmente ahora— tiene
que proteger a mi madre y ocultarle mi paradero. Cuando se aparta de la cama, distingo
a Eden. Está arropado con una manta hasta la barbilla, a pesar del calor que hace. Tiene
la piel grasienta, perlada de sudor, y de un color extraño, con una palidez enfermiza y
verdosa. No recuerdo que la peste produjera esos síntomas; se me hace un nudo en la
garganta.
El dormitorio muestra el mismo aspecto de siempre: nuestras escasas posesiones están
viejas y gastadas, pero tienen un aspecto acogedor. Ahí está el colchón destrozado
sobre el que duerme normalmente Eden, y al lado la cómoda llena de arañazos en la
que yo solía pintar garabatos. Cómo no, en la pared hay colgado un retrato del Elector,
rodeado de un montón de fotos nuestras como si se tratara de un miembro más de la
familia. Eso es todo lo que hay en la habitación. Cuando Eden era pequeño, John y yo le
agarrábamos de los brazos y le ayudábamos a caminar de un extremo al otro del
cuarto. John extendía la mano y chocaba los cinco con él cuando lo conseguía hacer
solo.
La sombra de mi madre se detiene en el centro del dormitorio. No dice nada. Me la
imagino: los hombros caídos, la cara entre las manos, una expresión de derrota que
nunca se ha permitido adoptar.
John suspira. Suena un ruido de pasos: supongo que ha cruzado el cuarto para
abrazarla.
—Eden se va a poner bien. Puede que este virus sea menos peligroso y se acabe
recuperando él solo —hace una pausa—. Voy a ver qué tenemos para hacer la sopa.
Le oigo abandonar el dormitorio.
Estoy seguro de que John odiaba trabajar en la planta de vapor, pero al menos podía
salir de casa y distraerse durante un rato. Ahora está atrapado aquí por la cuarentena y
no puede hacer nada por ayudar a Eden. Eso tiene que estarle matando. Tomo un
puñado de tierra y lo estrujo con todas mis fuerzas.
Si hubiera habido vacunas en el hospital...
Poco más tarde, mi madre cruza el dormitorio, se sienta en el borde de la cama de Eden
y murmura algo para consolarlo. Ha tenido que vendarse las manos una vez más. Se
inclina y le aparta el pelo de la cara. Cierro los ojos y recuerdo su rostro suave y bello, su
expresión preocupada, sus ojos de un azul brillante, su boca sonrosada, su sonrisa. Las
noches en que me arropaba, alisaba las mantas y me deseaba al oído que tuviera
sueños agradables. Me pregunto qué le estará diciendo ahora a Eden.
De pronto, la nostalgia me abruma. Quiero salir de aquí y llamar a la puerta.
Aprieto el puñado de tierra. No: el riesgo es demasiado alto. Encontraré una forma de
salvarte, Eden. Te lo juro. Me arrepiento de haber apostado todo ese dinero en una
pelea de skiz, en lugar de haber buscado una forma más segura de ganarlo.
Saco las margaritas de la manga de la camisa. Algunas se han aplastado, pero las dejo
con mucho cuidado en el suelo después de retirar algunos guijarros sueltos. Mi madre
jamás las verá, pero yo sabré que están aquí. Estas flores son la prueba de que sigo
vivo, de que continúo cuidando de ellos.
Al lado de las margaritas distingo un brillo rojizo. Frunzo el ceño y aparto la tierra para
investigar.
Es un símbolo: hay algo inscrito en una superficie lisa, bajo la tierra y las piedras.
Se trata de un número parecido al que vimos Tess y yo en la orilla del lago, pero las
cifras cambian: 2544.
Yo me escondía aquí a veces cuando era pequeño y jugaba con mis hermanos al
escondite, pero no recuerdo haber visto esto nunca. Me agacho y pego la oreja al
suelo.
Al principio no oigo nada, pero de pronto distingo un ruido débil: un zumbido, luego un
silbido y un gorgoteo. Parece como si hubiera algún líquido o vapor. Puede que aquí
abajo exista todo un sistema de cañerías que lleguen hasta el lago. Deben de recorrer
todo el sector. Retiro la tierra de alrededor, pero no veo nada más. Los números casi no
se distinguen; son antiguos. La pintura está descascarillada.
Me quedo ahí un buen rato, estudiando los números en silencio. Le echo un último
vistazo al dormitorio a través del agujero de la ventilación y luego salgo del porche. Me
sumerjo en las sombras y regreso a la ciudad.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Chicas disculpen la falta de capitulos pero estive todo el fin de semana sin internet.
Hoy me pongo al dia.
Disfruten!!!
Hoy me pongo al dia.
Disfruten!!!
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Me despierto al amanecer. La luz del sol me hace pestañear (¿de dónde viene, de
atrás?). Por un instante me siento desorientada, insegura. No sé qué hago durmiendo
en un edificio abandonado junto al lago. A mis pies crece una mata de margaritas
azules. De pronto, una punzada me atraviesa el estómago y me hace soltar un grito. Me
han apuñalado, pienso llena de pánico. Entonces recuerdo la pelea callejera, el cuchillo
y el chico que me salvó.
Tess se acerca a mí en cuanto nota que me agito.
—¿Cómo te encuentras?
Todavía parece desconfiar.
—Me duele —mascullo, aunque no quiero que piense que me vendó mal la herida—.
Pero creo que estoy mejor que ayer.
Tardo un minuto en darme cuenta de que el chico que me salvó la vida está ahí,
sentado al borde de la azotea, contemplando el agua. Oculto mi inquietud lo mejor que
puedo: en un día normal, si no estuviera herida, jamás se me habría pasado por alto ese
detalle.
La noche pasada me di cuenta de que el chico se iba a alguna parte. Le oí mientras
trataba de dormir y atisbé su marcha para ver qué dirección tomaba (al sur, hacia Union
Station).
—Espero que no te importe esperar unas horas para desayunar —me dice. Aún lleva
puesta la gorra de ayer, pero distingo un mechón de pelo muy rubio que asoma por el
borde—. Perdimos la apuesta, así que ahora mismo no tenemos dinero para comprar
comida.
Me culpa por haber perdido su dinero. Me limito a asentir mientras recuerdo la voz
distorsionada de Day a través de los altavoces e intento compararla con la de este
chico. Él me mira con expresión severa, como si supiera lo que estoy pensando, y
después vuelve a recostarse. No, no puedo asegurar que sea la misma voz. Podría ser la
de cientos de personas de Lake.
De pronto recuerdo que el micrófono de mi mejilla sigue apagado; Thomas tiene que
estar furioso conmigo.
—Tess, voy a acercarme al agua. Vuelvo enseguida.
—¿Seguro que puedes ir sola?
—Estoy bien — sonrío—. Eso sí, si me ves flotando inconsciente, ven a echarme una
mano.
Los peldaños por los que desciendo debían de estar en el hueco de la escalera, pero
ahora se encuentran al aire libre. Los bajo con dificultad, uno a uno, con mucho cuidado
de no resbalar y caer en el agua. No sé qué me hizo Tess anoche en la herida, pero me
encuentro algo mejor. Aunque todavía me arde el costado, el dolor es un poco más
soportable y puedo caminar con mayor facilidad. Llego abajo mucho antes de lo que
pensaba.
Tess me recuerda a Metias. No dejo de recordar la forma en que me cuidó el día de su
reclutamiento… pero ahora mismo no soporto pensar en él, así que carraspeo y me
concentro en llegar al borde del agua.
El sol está lo bastante alto como para bañar el lago entero con reflejos de un dorado
oscuro, y se distingue la pequeña franja de tierra que nos separa del océano Pacífico.
Desciendo hasta que me encuentro justo al nivel del agua; me da la impresión de que
esta antigua biblioteca se prolonga muchos más pisos en las profundidades (a juzgar
por el aspecto de los edificios que hay en la costa y por la inclinación del terreno, debía
de tener unas quince plantas. Habrá unas seis bajo el agua).
Tess y el chico están sentados en la azotea a muchos pisos de distancia, demasiado
lejos para oírme. Contemplo el horizonte y hago un chasquido con la lengua para
encender el micrófono. Escucho el zumbido de la estática por un segundo antes de que
resuene una voz familiar.
—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Es usted?
—Sí, soy yo —murmuro—. Me encuentro bien.
—Me gustaría saber qué ha estado haciendo. He intentando rápidamente contactar
con usted a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Estaba listo para enviar una
patrulla a recogerla… y los dos sabemos que la comandante Jameson no se sentiría
muy satisfecha en ese caso.
—Estoy bien —repito mientras me meto las manos en los bolsillos y saco el colgante de
Day—. Sufrí una lesión sin importancia en una pelea de skiz. Nada serio.
Oigo un suspiro al otro lado de la línea.
—Bueno, no vuelva a permanecer tanto tiempo desconectada, ¿me oye?
—De acuerdo.
—¿Ha encontrado algo?
Subo la vista. El chico sigue balanceando las piernas al borde del edificio.
—No estoy segura. Un chico y una chica me ayudaron a salir de la pelea. La chica me
curó la herida; voy a quedarme con ellos hasta que consiga caminar mejor.
—¿Caminar mejor? —Thomas eleva el tono—. ¿Qué clase de «lesión sin importancia» es
esa?
—Un navajazo. No es gran cosa —oigo a Thomas tragar saliva, pero no le presto
atención y continúo hablando—. De todas formas, eso no es lo importante. El chico
lanzó una especie de bomba de humo para sacarnos del lío. Parece tener ciertas…
habilidades. No sé quién es, pero trataré de conseguir información.
—¿Cree que puede ser Day? No me imagino a Day dedicándose a ayudar a la gente.
Sin embargo, la mayoría de los delitos que cometió Day en el pasado sí que tenían como
objetivo ayudar a otras personas. Todos, salvo lo de Metias. Tomo aire y bajo la voz
hasta convertirla en un susurro.
—No, no creo que este chico sea Day…
Es mejor que no le suelte conjeturas absurdas a Thomas en este momento, no sea que
decida agarrar un arma y enviar las tropas a por mí. La comandante Jameson me
echaría de inmediato de la patrulla si provocara ese gasto sin motivo. Y además…
además, estos dos me sacaron de un problema muy serio.
—… pero puede que sepa algo de él —añado.
Thomas tarda en responder. Oigo un ruido de fondo y más estática, y después noto que
está hablando con la comandante. Supongo que le estará contando lo de mi herida y
preguntándole si deben dejarme sola por ahí. Suelto un suspiro, molesta. Como si fuera
la primera vez que me hieren. Unos minutos después, vuelve a hablarme.
—Bueno. Tenga cuidado —hace una pausa—. La comandante Jameson dice que debe
seguir con la misión si la lesión no es demasiado grave. Ahora mismo está muy ocupada
con asuntos de la patrulla. Pero le hago una advertencia: si el micrófono permanece
apagado más de un par de horas, enviaré unos soldados a buscarla, ponga en peligro o
no su anonimato. ¿Entendido?
Lucho por contener mi enfado. La comandante Jameson no cree que vaya a sacar nada
en limpio de esta misión: se desprende su falta de interés de lo que me ha dicho
Thomas. Y él… es la primera vez que utiliza ese tono tan tajante conmigo. Debe de
haber estado loco de preocupación durante las últimas horas.
—A la orden —respondo. Thomas no contesta.
Alzo la vista para contemplar al chico otra vez y me prometo a mí misma que lo
estudiaré con más detenimiento en cuanto suba las escaleras; no pienso permitir que
mi herida me distraiga. Me vuelvo a guardar el colgante en el bolsillo y me incorporo.
Durante todo el día me dedico a escrutar a mi salvador. Le sigo por el sector Alta de Los
Ángeles y analizo cada detalle, por nimio que parezca.
Por ejemplo, apoya más la pierna izquierda que la derecha. La cojera es tan leve que no
se nota cuando va caminando con nosotras; solo cuando se sienta o se levanta me doy
cuenta de ese titubeo al doblar la rodilla. O bien es una lesión grave que se curó mal, o
una reciente más ligera. Una mala caída, posiblemente.
No es su única herida: de vez en cuando se le escapa una mueca de dolor al mover el
brazo. Después de un par de veces, me percato de que la lesión está en el hombro y le
duele cada vez que desplaza el brazo demasiado hacia arriba o hacia abajo.
Su rostro es perfectamente simétrico, con una mezcla de rasgos anglosajones y
asiático. Bajo la capa de mugre que lo camufla, es muy guapo. Tiene el ojo derecho de
un color ligeramente más claro que el izquierdo; al principio lo achaco a un efecto de la
luz, pero luego vuelvo a verlo cuando pasamos rente a una panadería y se queda
mirando el pan del escaparate. Me pregunto si será un defecto de nacimiento o algo
provocado por un accidente.
También registro otros detalles: la soltura con la que se mueve por las calles incluso
lejos del sector Lake, como si pudiera recorrerlas con los ojos cerrados; la agilidad de
sus dedos cuando se alisa las arrugas de la camisa; la forma en que mira los edificios
como si quisiera memorizarlos. Tess no lo llama por su nombre. Del mismo modo en
que a mí me llama «chica», parece evitar llamarlo por cualquier nombre o apodo que
pueda identificarlo. Cuando empiezo a cansarme de tanto andar, el chico nos indica que
paremos y va a buscar agua mientras yo reposo un rato. Es observador: se ha dado
cuenta de mi agotamiento sin que yo dijera una palabra.
Está a punto de atardecer. Para huir del calor del sol, vamos al mercado que hay en la
parte más pobre de Lake. Tess mira de reojo los puestos cubiertos por toldos. Estamos
a más de diez metros y es miope, pero de alguna forma se las arregla para distinguir los
puestos de fruta y verdura, las caras de los comerciantes, quién tiene dinero y quién no.
Lo sé porque percibo sutiles gestos en su rostro: la satisfacción de conseguir ver los
detalle y la frustración cuando no puede hacerlo.
—¿Cómo lo consigues? —le pregunto.
Tess se gira y sus ojos me enfocan.
—¿Eh? ¿Qué?
—¿No eres miope? ¿Cómo te enteras de todo lo que pasa a tu alrededor?
Tess parece sorprenderse y después se muestra impresionada. Noto que el chico me
observa.
—Bueno, distingo las diferencias de color aunque las formas estén borrosas —
responde—. Veo los billetes plateados que asoman del bolsillo de ese hombre, por
ejemplo —señala con los ojos uno de los clientes.
—Es un buen sistema —asiento.
Tess se sonroja y se mira los zapatos; por un momento, la veo como a una niña
pequeña y suelto una carcajada. Al instante me siento culpable. ¿Cómo puedo tener
ganas de reír cuando mi hermano ha muerto hace nada? Por algún motivo que no sabría
explicar, estos dos consiguen hacerme perder la compostura.
—Eres muy perspicaz, chica —susurra él despacio, con los ojos clavados en mí—. Ya
veo cómo te las has arreglado para sobrevivir en la calle.
Me encojo de hombros.
—Bueno, es la única forma, ¿no?
El chico aparta la vista y yo suelto el aliento. Me doy cuenta de que lo había estado
conteniendo mientras su mirada me petrificaba.
—Creo que deberías ser tú las que robara algo de comer, no yo —dice—. Los
comerciantes suelen confiar más en las chicas, especialmente en las que son como tú.
—¿A qué te refieres?
—A que sabes perfectamente cómo conseguir lo que quieres.
No puedo evitar una sonrisa.
—Igual que tú —repongo.
Nos separamos para contemplar los puestos y aprovecho que estoy sola para hacerme
una composición de lugar. Puedo quedarme con estos dos una noche más, hasta estar
recuperada, antes de retomar la pista de Day. Quién sabe… Puede que ellos me
proporcionen alguna información.
Cuando por fin llega la noche y el calor remite, regresamos a la orilla del lago y
buscamos un sitio donde acampar. A nuestro alrededor se ven ventanas sin cristales
por las que sale la tenue luz de las velas. Aquí y allá resplandecen fogatas en medio de
los callejones. El turno de la policía ciudadana cambia y aparecen nuevos agentes en las
calles. Llevo cinco noches durmiendo al raso y aún no he conseguido acostumbrarme a
las paredes desmoronadas, a las cuerdas con ropa vieja que se extienden entre los
balcones, a los grupos de mendigos jóvenes que piden a los transeúntes algo de comer.
Por lo menos, ya no los desprecio. Recuerdo con algo de vergüenza la noche del funeral
de Metias, cuando dejé un filete gigantesco en el plato sin planteármelo siquiera. Tess
camina por delante de nosotros con paso alegre, completamente despreocupada.
Tararea suavemente una cancioncilla.
—El vals del Elector —murmuro al reconocer la melodía.
El chico levanta la vista y sonríe.
—Así que eres fan de Lincoln, ¿eh?
No puedo decirle que tengo todos sus discos —algunos dedicados—, que la he visto
interpretar himnos políticos en un banquete de la cuidad, ni que me sé todas las
canciones que escribió en honor de los generales que estaban en el frente. Sonrío.
—Sí, más o menos.
Me devuelve la sonrisa. Tiene unos dientes preciosos, los más bonitos que he visto
hasta el momento en este sector.
—A Tess le encanta la música. En cuanto me descuido, me arrastra a los bares y me
obliga a esperarla en la calle mientras ella escucha los himnos que suenan dentro. Yo
qué sé… Debe de ser una cosa de chicas.
Media hora más tarde, se da cuenta de que empiezo a fatigarme otra vez. Llama a Tess
y nos conduce a un callejón en el que hay varios contenedores metálicos alineados
junto a la pared.
Aparta uno para dejar sitio detrás, entra en el hueco, se agacha y nos indica a Tess y a
mí que nos sentemos a su lado. De pronto, se empieza a desabotonar la camisa.
Me pongo colorada; menos mal que está oscuro.
—No tengo frío y no estoy sangrando —murmuro—. No hace falta que te quietes la
ropa.
Él me contempla con expresión divertida. Es de noche; no es normal que sus ojos
brillen de ese modo, pero parecen atrapar toda la luz de las ventanas que tenemos
encima.
—¿Por qué piensas que esto tiene que ver contigo? —se quita la camiseta, la dobla con
pulcritud y la coloca en el suelo junto a una de las ruedas del contenedor. Tess se
tumba y apoya la cabeza encima sin dudarlo, como si se tratara de una vieja costumbre.
—Ah, claro —digo con un carraspeo, tratando de ignorar la risita del chico.
Tess charla un rato con nosotros, pero pronto se le empiezan a cerrar los ojos y se
queda dormida. El chico y yo nos quedamos callados. Observo a Tess.
—Parece muy frágil —susurro.
—Sí, pero es más dura de lo que aparenta.
Levanto la vista.
—Tienes mucha suerte de tenerla a tu lado —bajo la vista hacia su pierna mala; él se da
cuenta y cambia de postura—. ¿Fue ella quien te curó la pierna?
—No, esto me lo hice hace mucho tiempo —titubea y cambia de tema—. ¿Qué tal está
tu herida, por cierto?
Hago un gesto con la mano para restarle importancia.
—No es gran cosa —respondo, pero lo digo con los dientes apretados. Las caminatas
de hoy no me han sentado especialmente bien, y el dolor se me extiende por el costado
como una hoguera.
El chico percibe la tensión de mi cara.
—Habría que cambiar ese vendaje —se levanta y, sin despertar a Tess, saca un rollo de
vendas blancas del bolsillo de su chaqueta—. Yo no tengo tanta mano como ella —
susurra—, pero prefiero dejarla dormir.
Se sienta a mi lado, me desabrocha los dos botones de debajo de la camisa y levanta la
tela hasta dejar al descubierto el vendaje de mi cintura. Su piel roza la mía y hago un
esfuerzo por centrarme en observar sus manos. Se lleva una a la bota y saca lo que
parece un cuchillo de cocina (mango plateado sin decoración, filo romo, usado muchas
veces para cortar cosas más duras que la tela). Posa una mano en mi estómago.
Aunque tiene los dedos callosos, su toque es tan delicado que noto cómo se me
encienden las mejillas.
—No te muevas —murmura.
Introduce el cuchillo entre la piel y la venda y rasga el tejido. Me estremezco. Cuando
levanta la venda caen unas gotitas de sangre, pero no hay señales de infección. Tess
sabe muy bien lo que hace. El chico retira el resto y empieza a colocarme un vendaje
limpio.
—Nos quedaremos aquí hasta media mañana —comenta mientras trabaja—. No
deberíamos haber caminado tanto hoy, pero… en fin, pensé que no era mala idea
hacer que te alejaras un poco del sitio donde te hicieron esto.
No puedo evitar mirarle a los ojos. Si vive en la calle, ha tenido que pasar la Prueba por
los pelos, pero eso me resulta increíble. No actúa como un vagabundo. Tiene
demasiadas facetas, y me pregunto si siempre habrá vivido en la zona pobre de la
ciudad. Levanta la mirada y, al darse cuenta de que lo estoy analizando, se queda
inmóvil un instante. Un relámpago de alguna emoción que no sé identificar atraviesa
sus ojos. Un hermoso misterio. Supongo que se estará planteando las mismas preguntas
sobre mí; debe de extrañarle que me las haya arreglado para deducir tantos detalles de
su vida. Tal vez se pregunte qué será lo próximo que averigüe. Lo tengo tan cerca que
noto su aliento en mi mejilla. Trago saliva. Se aproxima más todavía.
Por un segundo creo que va a besarme.
Y entonces baja la vista hacia la herida y me roza la cintura con los dedos para continuar
con el vendaje. Me doy cuenta de que se ha ruborizado; está tan nervioso como yo.
Finalmente ajusta la venda, me baja la camisa y se aleja. Se apoya contra la pared y
reposa los brazos sobre las rodillas.
—¿Estás cansada?
Niego con la cabeza y dejo vagar la mirada hasta la ropa que ha tendida sobre nuestras
cabezas, varios pisos más arriba. Si nos quedamos sin vendas, podemos sacar de ahí
otras nuevas.
—Creo que pasaré un día más con ustedes y luego me iré —declaro al cabo de un
rato—. No puedo ir a su ritmo.
Y sin embargo, en cuanto pronuncio esas palabras siento una oleada de pesar. No
quiero abandonarlo tan pronto; de algún modo, me consuela estar con Tess y con este
chico. Es como si, a pesar de la ausencia de Metias, notara que aún le importo a alguien.
Pero ¿en qué estoy pensando? Este es un chico de los barrios bajos. Me han entrenado
para manejar a tipos como este, para contemplarlos desde el otro lado de un cristal.
—¿Adónde vas a ir? —me pregunta
Intento centrarme. Al contestar, mi voz suena fría y serena.
—Puede que al este. Estoy más acostumbrada a los sectores del interior.
El chico mantiene la vista fija al frente.
—Si no tienes nada que hacer más que estar en la calle, no hace falta que te marches.
Me puedes resultar útil. Eres una buena luchadora; podemos hacer dinero en las peleas
de skiz y compartir las provisiones. Nos iría bien juntos.
Me hace ese ofrecimiento con tanta sinceridad que me cuesta no sonreír. Decido no
preguntarle por qué no entra él en las peleas.
—Gracias, pero prefiero ir por mi cuenta.
Él ni siquiera se inmuta.
—Como quieras.
Apoya la coronilla contra la pared, suspira y cierra los párpados. Lo contemplo
esperando a que abra de nuevo esos ojos tan brillantes, pero no lo hace. Al cabo de un
rato, su respiración se hace más pesada. Se ha dormido.
Pienso en hablar con Thomas, pero no estoy de humor. Ni siquiera sabría decir por qué.
Mañana por la mañana será lo primero que haga. Levanto la mirada y contemplo la ropa
tendida. A pesar del rumor de los obreros que salen del turno de noche y de las
emisiones de las pantallas gigantes, la noche es muy tranquila. Es casi como si estuviera
en casa. El silencio me hace pensar en Metias.
Lloro en silencio: no quiero que Tess y el chico me oigan.
Me despierto al amanecer. La luz del sol me hace pestañear (¿de dónde viene, de
atrás?). Por un instante me siento desorientada, insegura. No sé qué hago durmiendo
en un edificio abandonado junto al lago. A mis pies crece una mata de margaritas
azules. De pronto, una punzada me atraviesa el estómago y me hace soltar un grito. Me
han apuñalado, pienso llena de pánico. Entonces recuerdo la pelea callejera, el cuchillo
y el chico que me salvó.
Tess se acerca a mí en cuanto nota que me agito.
—¿Cómo te encuentras?
Todavía parece desconfiar.
—Me duele —mascullo, aunque no quiero que piense que me vendó mal la herida—.
Pero creo que estoy mejor que ayer.
Tardo un minuto en darme cuenta de que el chico que me salvó la vida está ahí,
sentado al borde de la azotea, contemplando el agua. Oculto mi inquietud lo mejor que
puedo: en un día normal, si no estuviera herida, jamás se me habría pasado por alto ese
detalle.
La noche pasada me di cuenta de que el chico se iba a alguna parte. Le oí mientras
trataba de dormir y atisbé su marcha para ver qué dirección tomaba (al sur, hacia Union
Station).
—Espero que no te importe esperar unas horas para desayunar —me dice. Aún lleva
puesta la gorra de ayer, pero distingo un mechón de pelo muy rubio que asoma por el
borde—. Perdimos la apuesta, así que ahora mismo no tenemos dinero para comprar
comida.
Me culpa por haber perdido su dinero. Me limito a asentir mientras recuerdo la voz
distorsionada de Day a través de los altavoces e intento compararla con la de este
chico. Él me mira con expresión severa, como si supiera lo que estoy pensando, y
después vuelve a recostarse. No, no puedo asegurar que sea la misma voz. Podría ser la
de cientos de personas de Lake.
De pronto recuerdo que el micrófono de mi mejilla sigue apagado; Thomas tiene que
estar furioso conmigo.
—Tess, voy a acercarme al agua. Vuelvo enseguida.
—¿Seguro que puedes ir sola?
—Estoy bien — sonrío—. Eso sí, si me ves flotando inconsciente, ven a echarme una
mano.
Los peldaños por los que desciendo debían de estar en el hueco de la escalera, pero
ahora se encuentran al aire libre. Los bajo con dificultad, uno a uno, con mucho cuidado
de no resbalar y caer en el agua. No sé qué me hizo Tess anoche en la herida, pero me
encuentro algo mejor. Aunque todavía me arde el costado, el dolor es un poco más
soportable y puedo caminar con mayor facilidad. Llego abajo mucho antes de lo que
pensaba.
Tess me recuerda a Metias. No dejo de recordar la forma en que me cuidó el día de su
reclutamiento… pero ahora mismo no soporto pensar en él, así que carraspeo y me
concentro en llegar al borde del agua.
El sol está lo bastante alto como para bañar el lago entero con reflejos de un dorado
oscuro, y se distingue la pequeña franja de tierra que nos separa del océano Pacífico.
Desciendo hasta que me encuentro justo al nivel del agua; me da la impresión de que
esta antigua biblioteca se prolonga muchos más pisos en las profundidades (a juzgar
por el aspecto de los edificios que hay en la costa y por la inclinación del terreno, debía
de tener unas quince plantas. Habrá unas seis bajo el agua).
Tess y el chico están sentados en la azotea a muchos pisos de distancia, demasiado
lejos para oírme. Contemplo el horizonte y hago un chasquido con la lengua para
encender el micrófono. Escucho el zumbido de la estática por un segundo antes de que
resuene una voz familiar.
—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Es usted?
—Sí, soy yo —murmuro—. Me encuentro bien.
—Me gustaría saber qué ha estado haciendo. He intentando rápidamente contactar
con usted a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Estaba listo para enviar una
patrulla a recogerla… y los dos sabemos que la comandante Jameson no se sentiría
muy satisfecha en ese caso.
—Estoy bien —repito mientras me meto las manos en los bolsillos y saco el colgante de
Day—. Sufrí una lesión sin importancia en una pelea de skiz. Nada serio.
Oigo un suspiro al otro lado de la línea.
—Bueno, no vuelva a permanecer tanto tiempo desconectada, ¿me oye?
—De acuerdo.
—¿Ha encontrado algo?
Subo la vista. El chico sigue balanceando las piernas al borde del edificio.
—No estoy segura. Un chico y una chica me ayudaron a salir de la pelea. La chica me
curó la herida; voy a quedarme con ellos hasta que consiga caminar mejor.
—¿Caminar mejor? —Thomas eleva el tono—. ¿Qué clase de «lesión sin importancia» es
esa?
—Un navajazo. No es gran cosa —oigo a Thomas tragar saliva, pero no le presto
atención y continúo hablando—. De todas formas, eso no es lo importante. El chico
lanzó una especie de bomba de humo para sacarnos del lío. Parece tener ciertas…
habilidades. No sé quién es, pero trataré de conseguir información.
—¿Cree que puede ser Day? No me imagino a Day dedicándose a ayudar a la gente.
Sin embargo, la mayoría de los delitos que cometió Day en el pasado sí que tenían como
objetivo ayudar a otras personas. Todos, salvo lo de Metias. Tomo aire y bajo la voz
hasta convertirla en un susurro.
—No, no creo que este chico sea Day…
Es mejor que no le suelte conjeturas absurdas a Thomas en este momento, no sea que
decida agarrar un arma y enviar las tropas a por mí. La comandante Jameson me
echaría de inmediato de la patrulla si provocara ese gasto sin motivo. Y además…
además, estos dos me sacaron de un problema muy serio.
—… pero puede que sepa algo de él —añado.
Thomas tarda en responder. Oigo un ruido de fondo y más estática, y después noto que
está hablando con la comandante. Supongo que le estará contando lo de mi herida y
preguntándole si deben dejarme sola por ahí. Suelto un suspiro, molesta. Como si fuera
la primera vez que me hieren. Unos minutos después, vuelve a hablarme.
—Bueno. Tenga cuidado —hace una pausa—. La comandante Jameson dice que debe
seguir con la misión si la lesión no es demasiado grave. Ahora mismo está muy ocupada
con asuntos de la patrulla. Pero le hago una advertencia: si el micrófono permanece
apagado más de un par de horas, enviaré unos soldados a buscarla, ponga en peligro o
no su anonimato. ¿Entendido?
Lucho por contener mi enfado. La comandante Jameson no cree que vaya a sacar nada
en limpio de esta misión: se desprende su falta de interés de lo que me ha dicho
Thomas. Y él… es la primera vez que utiliza ese tono tan tajante conmigo. Debe de
haber estado loco de preocupación durante las últimas horas.
—A la orden —respondo. Thomas no contesta.
Alzo la vista para contemplar al chico otra vez y me prometo a mí misma que lo
estudiaré con más detenimiento en cuanto suba las escaleras; no pienso permitir que
mi herida me distraiga. Me vuelvo a guardar el colgante en el bolsillo y me incorporo.
Durante todo el día me dedico a escrutar a mi salvador. Le sigo por el sector Alta de Los
Ángeles y analizo cada detalle, por nimio que parezca.
Por ejemplo, apoya más la pierna izquierda que la derecha. La cojera es tan leve que no
se nota cuando va caminando con nosotras; solo cuando se sienta o se levanta me doy
cuenta de ese titubeo al doblar la rodilla. O bien es una lesión grave que se curó mal, o
una reciente más ligera. Una mala caída, posiblemente.
No es su única herida: de vez en cuando se le escapa una mueca de dolor al mover el
brazo. Después de un par de veces, me percato de que la lesión está en el hombro y le
duele cada vez que desplaza el brazo demasiado hacia arriba o hacia abajo.
Su rostro es perfectamente simétrico, con una mezcla de rasgos anglosajones y
asiático. Bajo la capa de mugre que lo camufla, es muy guapo. Tiene el ojo derecho de
un color ligeramente más claro que el izquierdo; al principio lo achaco a un efecto de la
luz, pero luego vuelvo a verlo cuando pasamos rente a una panadería y se queda
mirando el pan del escaparate. Me pregunto si será un defecto de nacimiento o algo
provocado por un accidente.
También registro otros detalles: la soltura con la que se mueve por las calles incluso
lejos del sector Lake, como si pudiera recorrerlas con los ojos cerrados; la agilidad de
sus dedos cuando se alisa las arrugas de la camisa; la forma en que mira los edificios
como si quisiera memorizarlos. Tess no lo llama por su nombre. Del mismo modo en
que a mí me llama «chica», parece evitar llamarlo por cualquier nombre o apodo que
pueda identificarlo. Cuando empiezo a cansarme de tanto andar, el chico nos indica que
paremos y va a buscar agua mientras yo reposo un rato. Es observador: se ha dado
cuenta de mi agotamiento sin que yo dijera una palabra.
Está a punto de atardecer. Para huir del calor del sol, vamos al mercado que hay en la
parte más pobre de Lake. Tess mira de reojo los puestos cubiertos por toldos. Estamos
a más de diez metros y es miope, pero de alguna forma se las arregla para distinguir los
puestos de fruta y verdura, las caras de los comerciantes, quién tiene dinero y quién no.
Lo sé porque percibo sutiles gestos en su rostro: la satisfacción de conseguir ver los
detalle y la frustración cuando no puede hacerlo.
—¿Cómo lo consigues? —le pregunto.
Tess se gira y sus ojos me enfocan.
—¿Eh? ¿Qué?
—¿No eres miope? ¿Cómo te enteras de todo lo que pasa a tu alrededor?
Tess parece sorprenderse y después se muestra impresionada. Noto que el chico me
observa.
—Bueno, distingo las diferencias de color aunque las formas estén borrosas —
responde—. Veo los billetes plateados que asoman del bolsillo de ese hombre, por
ejemplo —señala con los ojos uno de los clientes.
—Es un buen sistema —asiento.
Tess se sonroja y se mira los zapatos; por un momento, la veo como a una niña
pequeña y suelto una carcajada. Al instante me siento culpable. ¿Cómo puedo tener
ganas de reír cuando mi hermano ha muerto hace nada? Por algún motivo que no sabría
explicar, estos dos consiguen hacerme perder la compostura.
—Eres muy perspicaz, chica —susurra él despacio, con los ojos clavados en mí—. Ya
veo cómo te las has arreglado para sobrevivir en la calle.
Me encojo de hombros.
—Bueno, es la única forma, ¿no?
El chico aparta la vista y yo suelto el aliento. Me doy cuenta de que lo había estado
conteniendo mientras su mirada me petrificaba.
—Creo que deberías ser tú las que robara algo de comer, no yo —dice—. Los
comerciantes suelen confiar más en las chicas, especialmente en las que son como tú.
—¿A qué te refieres?
—A que sabes perfectamente cómo conseguir lo que quieres.
No puedo evitar una sonrisa.
—Igual que tú —repongo.
Nos separamos para contemplar los puestos y aprovecho que estoy sola para hacerme
una composición de lugar. Puedo quedarme con estos dos una noche más, hasta estar
recuperada, antes de retomar la pista de Day. Quién sabe… Puede que ellos me
proporcionen alguna información.
Cuando por fin llega la noche y el calor remite, regresamos a la orilla del lago y
buscamos un sitio donde acampar. A nuestro alrededor se ven ventanas sin cristales
por las que sale la tenue luz de las velas. Aquí y allá resplandecen fogatas en medio de
los callejones. El turno de la policía ciudadana cambia y aparecen nuevos agentes en las
calles. Llevo cinco noches durmiendo al raso y aún no he conseguido acostumbrarme a
las paredes desmoronadas, a las cuerdas con ropa vieja que se extienden entre los
balcones, a los grupos de mendigos jóvenes que piden a los transeúntes algo de comer.
Por lo menos, ya no los desprecio. Recuerdo con algo de vergüenza la noche del funeral
de Metias, cuando dejé un filete gigantesco en el plato sin planteármelo siquiera. Tess
camina por delante de nosotros con paso alegre, completamente despreocupada.
Tararea suavemente una cancioncilla.
—El vals del Elector —murmuro al reconocer la melodía.
El chico levanta la vista y sonríe.
—Así que eres fan de Lincoln, ¿eh?
No puedo decirle que tengo todos sus discos —algunos dedicados—, que la he visto
interpretar himnos políticos en un banquete de la cuidad, ni que me sé todas las
canciones que escribió en honor de los generales que estaban en el frente. Sonrío.
—Sí, más o menos.
Me devuelve la sonrisa. Tiene unos dientes preciosos, los más bonitos que he visto
hasta el momento en este sector.
—A Tess le encanta la música. En cuanto me descuido, me arrastra a los bares y me
obliga a esperarla en la calle mientras ella escucha los himnos que suenan dentro. Yo
qué sé… Debe de ser una cosa de chicas.
Media hora más tarde, se da cuenta de que empiezo a fatigarme otra vez. Llama a Tess
y nos conduce a un callejón en el que hay varios contenedores metálicos alineados
junto a la pared.
Aparta uno para dejar sitio detrás, entra en el hueco, se agacha y nos indica a Tess y a
mí que nos sentemos a su lado. De pronto, se empieza a desabotonar la camisa.
Me pongo colorada; menos mal que está oscuro.
—No tengo frío y no estoy sangrando —murmuro—. No hace falta que te quietes la
ropa.
Él me contempla con expresión divertida. Es de noche; no es normal que sus ojos
brillen de ese modo, pero parecen atrapar toda la luz de las ventanas que tenemos
encima.
—¿Por qué piensas que esto tiene que ver contigo? —se quita la camiseta, la dobla con
pulcritud y la coloca en el suelo junto a una de las ruedas del contenedor. Tess se
tumba y apoya la cabeza encima sin dudarlo, como si se tratara de una vieja costumbre.
—Ah, claro —digo con un carraspeo, tratando de ignorar la risita del chico.
Tess charla un rato con nosotros, pero pronto se le empiezan a cerrar los ojos y se
queda dormida. El chico y yo nos quedamos callados. Observo a Tess.
—Parece muy frágil —susurro.
—Sí, pero es más dura de lo que aparenta.
Levanto la vista.
—Tienes mucha suerte de tenerla a tu lado —bajo la vista hacia su pierna mala; él se da
cuenta y cambia de postura—. ¿Fue ella quien te curó la pierna?
—No, esto me lo hice hace mucho tiempo —titubea y cambia de tema—. ¿Qué tal está
tu herida, por cierto?
Hago un gesto con la mano para restarle importancia.
—No es gran cosa —respondo, pero lo digo con los dientes apretados. Las caminatas
de hoy no me han sentado especialmente bien, y el dolor se me extiende por el costado
como una hoguera.
El chico percibe la tensión de mi cara.
—Habría que cambiar ese vendaje —se levanta y, sin despertar a Tess, saca un rollo de
vendas blancas del bolsillo de su chaqueta—. Yo no tengo tanta mano como ella —
susurra—, pero prefiero dejarla dormir.
Se sienta a mi lado, me desabrocha los dos botones de debajo de la camisa y levanta la
tela hasta dejar al descubierto el vendaje de mi cintura. Su piel roza la mía y hago un
esfuerzo por centrarme en observar sus manos. Se lleva una a la bota y saca lo que
parece un cuchillo de cocina (mango plateado sin decoración, filo romo, usado muchas
veces para cortar cosas más duras que la tela). Posa una mano en mi estómago.
Aunque tiene los dedos callosos, su toque es tan delicado que noto cómo se me
encienden las mejillas.
—No te muevas —murmura.
Introduce el cuchillo entre la piel y la venda y rasga el tejido. Me estremezco. Cuando
levanta la venda caen unas gotitas de sangre, pero no hay señales de infección. Tess
sabe muy bien lo que hace. El chico retira el resto y empieza a colocarme un vendaje
limpio.
—Nos quedaremos aquí hasta media mañana —comenta mientras trabaja—. No
deberíamos haber caminado tanto hoy, pero… en fin, pensé que no era mala idea
hacer que te alejaras un poco del sitio donde te hicieron esto.
No puedo evitar mirarle a los ojos. Si vive en la calle, ha tenido que pasar la Prueba por
los pelos, pero eso me resulta increíble. No actúa como un vagabundo. Tiene
demasiadas facetas, y me pregunto si siempre habrá vivido en la zona pobre de la
ciudad. Levanta la mirada y, al darse cuenta de que lo estoy analizando, se queda
inmóvil un instante. Un relámpago de alguna emoción que no sé identificar atraviesa
sus ojos. Un hermoso misterio. Supongo que se estará planteando las mismas preguntas
sobre mí; debe de extrañarle que me las haya arreglado para deducir tantos detalles de
su vida. Tal vez se pregunte qué será lo próximo que averigüe. Lo tengo tan cerca que
noto su aliento en mi mejilla. Trago saliva. Se aproxima más todavía.
Por un segundo creo que va a besarme.
Y entonces baja la vista hacia la herida y me roza la cintura con los dedos para continuar
con el vendaje. Me doy cuenta de que se ha ruborizado; está tan nervioso como yo.
Finalmente ajusta la venda, me baja la camisa y se aleja. Se apoya contra la pared y
reposa los brazos sobre las rodillas.
—¿Estás cansada?
Niego con la cabeza y dejo vagar la mirada hasta la ropa que ha tendida sobre nuestras
cabezas, varios pisos más arriba. Si nos quedamos sin vendas, podemos sacar de ahí
otras nuevas.
—Creo que pasaré un día más con ustedes y luego me iré —declaro al cabo de un
rato—. No puedo ir a su ritmo.
Y sin embargo, en cuanto pronuncio esas palabras siento una oleada de pesar. No
quiero abandonarlo tan pronto; de algún modo, me consuela estar con Tess y con este
chico. Es como si, a pesar de la ausencia de Metias, notara que aún le importo a alguien.
Pero ¿en qué estoy pensando? Este es un chico de los barrios bajos. Me han entrenado
para manejar a tipos como este, para contemplarlos desde el otro lado de un cristal.
—¿Adónde vas a ir? —me pregunta
Intento centrarme. Al contestar, mi voz suena fría y serena.
—Puede que al este. Estoy más acostumbrada a los sectores del interior.
El chico mantiene la vista fija al frente.
—Si no tienes nada que hacer más que estar en la calle, no hace falta que te marches.
Me puedes resultar útil. Eres una buena luchadora; podemos hacer dinero en las peleas
de skiz y compartir las provisiones. Nos iría bien juntos.
Me hace ese ofrecimiento con tanta sinceridad que me cuesta no sonreír. Decido no
preguntarle por qué no entra él en las peleas.
—Gracias, pero prefiero ir por mi cuenta.
Él ni siquiera se inmuta.
—Como quieras.
Apoya la coronilla contra la pared, suspira y cierra los párpados. Lo contemplo
esperando a que abra de nuevo esos ojos tan brillantes, pero no lo hace. Al cabo de un
rato, su respiración se hace más pesada. Se ha dormido.
Pienso en hablar con Thomas, pero no estoy de humor. Ni siquiera sabría decir por qué.
Mañana por la mañana será lo primero que haga. Levanto la mirada y contemplo la ropa
tendida. A pesar del rumor de los obreros que salen del turno de noche y de las
emisiones de las pantallas gigantes, la noche es muy tranquila. Es casi como si estuviera
en casa. El silencio me hace pensar en Metias.
Lloro en silencio: no quiero que Tess y el chico me oigan.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Ayer casi besé a la chica.
Pero no es recomendable enamorarse cuando estás en las calle. Es la peor debilidad
posible, seguida de cerca por tener una familia atapada en una zona en cuarentena y
cuidar de una amiga que casi es una niña.
Y aun así… aun así, una parte de mi sigue queriendo besarla, aunque sea una locura.
Esta chica es capaz de detectar cualquier detalle desde un kilómetro de distancia («Las
contraventanas del tercer edificio de ese piso son de madera de cerezo; deben de
haberlas robado en un sector rico»). Puede tirar el cuchillo y ensartar un perrito caliente
de un puesto de comida poco vigilado. Se nota inteligente que es en cada pregunta y
cada observación que hace. Pero al mismo tiempo, en sus ojos hay una inocencia que la
hace distinta a la mayoría de la gente que conozco. No es cínica. No está casada. Las
calles no la han destrozado: la han hecho más fuerte.
Igual que a mí.
Por la mañana nos dedicamos a conseguir dinero: un policía despistado al que robar la
cartera, objetos en la basura que se pueden revender, cajas de mercancía que
conseguimos abrir… Cuando tenemos suficiente, buscamos un nuevo sitio donde
acampar, intento pensar solo en Eden, en el dinero que necesito reunir antes de que
sea demasiado tarde, pero no puedo evitar que me crucen por la mente formas de
sabotear un poco más la campaña bélica de la República. Podría colarme en un avión,
sacarle el combustible y luego revenderlo en el mercado negro o repartirlo entre la
gente que lo necesite. Podría destruir el avión antes de que llegara al frente. O atacar
las redes eléctricas del sector Batalla y de las bases aéreas. Me distrae pensar en esas
cosas.
Pero de vez en cuando, al echarle una mirada furtiva a la chica o notar que me está
mirando, vuelvo a pensar sin remedio en ella.
Ayer casi besé a la chica.
Pero no es recomendable enamorarse cuando estás en las calle. Es la peor debilidad
posible, seguida de cerca por tener una familia atapada en una zona en cuarentena y
cuidar de una amiga que casi es una niña.
Y aun así… aun así, una parte de mi sigue queriendo besarla, aunque sea una locura.
Esta chica es capaz de detectar cualquier detalle desde un kilómetro de distancia («Las
contraventanas del tercer edificio de ese piso son de madera de cerezo; deben de
haberlas robado en un sector rico»). Puede tirar el cuchillo y ensartar un perrito caliente
de un puesto de comida poco vigilado. Se nota inteligente que es en cada pregunta y
cada observación que hace. Pero al mismo tiempo, en sus ojos hay una inocencia que la
hace distinta a la mayoría de la gente que conozco. No es cínica. No está casada. Las
calles no la han destrozado: la han hecho más fuerte.
Igual que a mí.
Por la mañana nos dedicamos a conseguir dinero: un policía despistado al que robar la
cartera, objetos en la basura que se pueden revender, cajas de mercancía que
conseguimos abrir… Cuando tenemos suficiente, buscamos un nuevo sitio donde
acampar, intento pensar solo en Eden, en el dinero que necesito reunir antes de que
sea demasiado tarde, pero no puedo evitar que me crucen por la mente formas de
sabotear un poco más la campaña bélica de la República. Podría colarme en un avión,
sacarle el combustible y luego revenderlo en el mercado negro o repartirlo entre la
gente que lo necesite. Podría destruir el avión antes de que llegara al frente. O atacar
las redes eléctricas del sector Batalla y de las bases aéreas. Me distrae pensar en esas
cosas.
Pero de vez en cuando, al echarle una mirada furtiva a la chica o notar que me está
mirando, vuelvo a pensar sin remedio en ella.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Casi las 20:00
Al menos 26°C
Estamos sentados en el fondo de un callejón. Tess duerme a poca distancia; el chico le
ha vuelto a entregar su camiseta para que la use de almohada. Le observo limarse las
uñas con el filo del cuchillo. Se ha quitado la gorra por primera vez y se ha atusado los
mechones enredados.
Está de muy buen humor.
—¿Quieres un trago? —me pregunta.
Entre los dos hay una botella de vino. Es barato —debe de estar hecho de esa especie
de uvas blandas que crecen en el agua salada—, pero él actúa como si fuera lo mejor
del mundo. Esta tarde robó una caja de botellas de una tienda en la frontera del sector
Winter y las vendió todas salvo una. Sacó un total de seiscientos cincuenta billetes. No
deja de asombrarme la rapidez con la que se mueve entre sectores: muestra tanta
agilidad como los mejores estudiantes de Drake.
—Yo lo apruebo si tú también lo haces —respondo—. No podemos desperdiciar el
producto de un honrado robo, ¿no?
Me sonríe, descorcha la botella con el cuchillo y echa la cabeza hacia atrás para dar un
trago largo. Luego se pasa el pulgar por los labios y vuelve a sonreír.
—Delicioso —sentencia—. Pruébalo.
Tomo la botella, le doy un sorbo y se la devuelvo. Como esperaba, tiene un regusto
salado. Al menos me ayudará a aliviar el dolor de la herida.
Seguimos pasándonosla por turnos —él le propina tragos largos, yo sorbitos— hasta
que la vuelve a tapar. Parece que decidido dejar de beber en cuanto ha notado que se
le embotaban los sentidos. Aun así, le relucen los ojos y sus iris azules han adquirido un
matiz reflexivo. Puede que no esté dispuesto a perder reflejos, pero juraría que se ha
relajado un poco.
—Oye, dime una cosa —comento finalmente—. ¿Para qué necesitas tanto dinero?
El chico suelta una carcajada.
—¿Lo dices en serio? ¿Es que no lo necesita todo el mundo? ¿Alguna vez sientes que
tienes suficiente?
—¿Te gusta responder a las preguntas con otras preguntas?
Vuelve a reírse, pero cuando habla, su voz tiene un matiz de tristeza.
—El dinero es lo más importante que hay, ¿sabes? Con dinero se puede comprar la
felicidad, digan lo que digan. Sirve para conseguir tranquilidad, posición social, amigos,
seguridad… Todo lo que quieras.
En sus ojos hay una expresión distante.
—Ya, pero da la impresión de que tienes prisa por acumular lo más posible.
Esta vez me lanza una mirada divertida.
—¿Y por qué no? Si llevas en las calles tanto como yo, no puede extrañarte.
Aparto la vista: no quiero que averigüe la verdad.
—Supongo —murmuro.
Me quedo callada hasta que el chico vuelve a hablar. Su voz desprende una calidez que
me obliga a levantar los ojos.
—No sé si alguien te lo habrá dicho ya, pero eres muy guapa —susurra sin ruborizarse
ni apartar la mirada. Me encuentro contemplando dos océanos: uno de un azul
perfecto, el otro manchado por una ola diminuta.
No es la primera vez que me lo dicen, pero jamás con ese tono de voz. No sé por qué,
pero me pilla con la guardia baja: me quedo tan confusa que, sin pensar, se me escapa
decir lo que pienso.
—Tú también eres muy guapo —hago una pausa—. Por si no lo sabías.
Lentamente, ensancha la sonrisa.
—Créeme, lo sé.
Me entra la risa.
—Me alegro de que seas sincero —no puedo apartar la mirada; sus ojos me
inmovilizan—. Bueno, creo que te has pasado con el vino —añado, haciendo un
esfuerzo por mantener un tono despreocupado—. Deberías dormir un rato.
Apenas lo digo, el chico se acerca más a mí y me apoya una mano en la mejilla. Cuando
lo veo moverse, mi primer impulso es aferrar su brazo e inmovilizarlo con una llave.
Pero en vez de hacerlo me quedo sentada, completamente quieta. El chico se acerca a
mí y tomo aire antes de que sus labios rocen los míos.
Su boca sabe a vino. El contacto es suave al principio, pero luego, como si necesitara
algo más, se apoya contra mí y me besa con ansiedad. Sus labios son cálidos y suaves,
su cabello me acaricia la cara. Intento concentrarme (no es la primera vez que hace
esto. Está claro que ha besado a otras chicas antes, y a unas cuantas. Aunque parece…
quedarse sin aliento). Trato de aferrarme a los detalles, pero se me escurren entre los
dedos. Tardo un instante en darme cuenta de que le estoy devolviendo el beso con la
misma ansia. Noto la presión del cuchillo que lleva enganchando al cinturón y me
estremezco. Aquí hace demasiado calor. Tengo la cara ardiendo.
Él es el primero que se retira. Nos miramos desconcertados, en silencio, como si
ninguno de los dos comprendiera lo que ha pasado. Luego, el chico recupera la
compostura y yo lucho por imitarle. Se recuesta contra el muro y suelta un largo
suspiro.
—Lo siento —murmura, pero los ojos le brillan con picardía—. Tenía que hacerlo…
Bueno, ahora ya está.
Lo miro, incapaz de responder. Una vocecilla interna me chilla que despabile de una
vez. Él me sostiene la mirada; al cabo de unos segundos sonríe, como si fuera muy
consciente del efecto que provoca en mí, y aparta la vista. Consigo volver a respirar.
Y entonces hace un gesto que me devuelve a la realidad de golpe: se tumba a dormir y
se lleva la mano al cuello. Es un movimiento inconsciente; no creo que se haya dado
cuenta siquiera de haberlo hecho. Observo su cuello: no lleva nada. Ha aferrado el
fantasma de un collar, de un colgante o de un cordón.
Con una náusea, recuerdo el colgante que guardo en mi bolsillo. El colgante de Day.
Casi las 20:00
Al menos 26°C
Estamos sentados en el fondo de un callejón. Tess duerme a poca distancia; el chico le
ha vuelto a entregar su camiseta para que la use de almohada. Le observo limarse las
uñas con el filo del cuchillo. Se ha quitado la gorra por primera vez y se ha atusado los
mechones enredados.
Está de muy buen humor.
—¿Quieres un trago? —me pregunta.
Entre los dos hay una botella de vino. Es barato —debe de estar hecho de esa especie
de uvas blandas que crecen en el agua salada—, pero él actúa como si fuera lo mejor
del mundo. Esta tarde robó una caja de botellas de una tienda en la frontera del sector
Winter y las vendió todas salvo una. Sacó un total de seiscientos cincuenta billetes. No
deja de asombrarme la rapidez con la que se mueve entre sectores: muestra tanta
agilidad como los mejores estudiantes de Drake.
—Yo lo apruebo si tú también lo haces —respondo—. No podemos desperdiciar el
producto de un honrado robo, ¿no?
Me sonríe, descorcha la botella con el cuchillo y echa la cabeza hacia atrás para dar un
trago largo. Luego se pasa el pulgar por los labios y vuelve a sonreír.
—Delicioso —sentencia—. Pruébalo.
Tomo la botella, le doy un sorbo y se la devuelvo. Como esperaba, tiene un regusto
salado. Al menos me ayudará a aliviar el dolor de la herida.
Seguimos pasándonosla por turnos —él le propina tragos largos, yo sorbitos— hasta
que la vuelve a tapar. Parece que decidido dejar de beber en cuanto ha notado que se
le embotaban los sentidos. Aun así, le relucen los ojos y sus iris azules han adquirido un
matiz reflexivo. Puede que no esté dispuesto a perder reflejos, pero juraría que se ha
relajado un poco.
—Oye, dime una cosa —comento finalmente—. ¿Para qué necesitas tanto dinero?
El chico suelta una carcajada.
—¿Lo dices en serio? ¿Es que no lo necesita todo el mundo? ¿Alguna vez sientes que
tienes suficiente?
—¿Te gusta responder a las preguntas con otras preguntas?
Vuelve a reírse, pero cuando habla, su voz tiene un matiz de tristeza.
—El dinero es lo más importante que hay, ¿sabes? Con dinero se puede comprar la
felicidad, digan lo que digan. Sirve para conseguir tranquilidad, posición social, amigos,
seguridad… Todo lo que quieras.
En sus ojos hay una expresión distante.
—Ya, pero da la impresión de que tienes prisa por acumular lo más posible.
Esta vez me lanza una mirada divertida.
—¿Y por qué no? Si llevas en las calles tanto como yo, no puede extrañarte.
Aparto la vista: no quiero que averigüe la verdad.
—Supongo —murmuro.
Me quedo callada hasta que el chico vuelve a hablar. Su voz desprende una calidez que
me obliga a levantar los ojos.
—No sé si alguien te lo habrá dicho ya, pero eres muy guapa —susurra sin ruborizarse
ni apartar la mirada. Me encuentro contemplando dos océanos: uno de un azul
perfecto, el otro manchado por una ola diminuta.
No es la primera vez que me lo dicen, pero jamás con ese tono de voz. No sé por qué,
pero me pilla con la guardia baja: me quedo tan confusa que, sin pensar, se me escapa
decir lo que pienso.
—Tú también eres muy guapo —hago una pausa—. Por si no lo sabías.
Lentamente, ensancha la sonrisa.
—Créeme, lo sé.
Me entra la risa.
—Me alegro de que seas sincero —no puedo apartar la mirada; sus ojos me
inmovilizan—. Bueno, creo que te has pasado con el vino —añado, haciendo un
esfuerzo por mantener un tono despreocupado—. Deberías dormir un rato.
Apenas lo digo, el chico se acerca más a mí y me apoya una mano en la mejilla. Cuando
lo veo moverse, mi primer impulso es aferrar su brazo e inmovilizarlo con una llave.
Pero en vez de hacerlo me quedo sentada, completamente quieta. El chico se acerca a
mí y tomo aire antes de que sus labios rocen los míos.
Su boca sabe a vino. El contacto es suave al principio, pero luego, como si necesitara
algo más, se apoya contra mí y me besa con ansiedad. Sus labios son cálidos y suaves,
su cabello me acaricia la cara. Intento concentrarme (no es la primera vez que hace
esto. Está claro que ha besado a otras chicas antes, y a unas cuantas. Aunque parece…
quedarse sin aliento). Trato de aferrarme a los detalles, pero se me escurren entre los
dedos. Tardo un instante en darme cuenta de que le estoy devolviendo el beso con la
misma ansia. Noto la presión del cuchillo que lleva enganchando al cinturón y me
estremezco. Aquí hace demasiado calor. Tengo la cara ardiendo.
Él es el primero que se retira. Nos miramos desconcertados, en silencio, como si
ninguno de los dos comprendiera lo que ha pasado. Luego, el chico recupera la
compostura y yo lucho por imitarle. Se recuesta contra el muro y suelta un largo
suspiro.
—Lo siento —murmura, pero los ojos le brillan con picardía—. Tenía que hacerlo…
Bueno, ahora ya está.
Lo miro, incapaz de responder. Una vocecilla interna me chilla que despabile de una
vez. Él me sostiene la mirada; al cabo de unos segundos sonríe, como si fuera muy
consciente del efecto que provoca en mí, y aparta la vista. Consigo volver a respirar.
Y entonces hace un gesto que me devuelve a la realidad de golpe: se tumba a dormir y
se lleva la mano al cuello. Es un movimiento inconsciente; no creo que se haya dado
cuenta siquiera de haberlo hecho. Observo su cuello: no lleva nada. Ha aferrado el
fantasma de un collar, de un colgante o de un cordón.
Con una náusea, recuerdo el colgante que guardo en mi bolsillo. El colgante de Day.
mariateresa- Mensajes : 1841
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Cuando la chica se queda dormida, la dejo con Tess y me acerco a visitar de nuevo a mi
familia. La brisa de la noche me aclara la mente. En cuanto me encuentro a una buena
distancia del callejón, tomo aire y aprieto el paso. No debería haberlo hecho, me digo.
No debería haberla besado. Especialmente, no debería sentirme satisfecho conmigo
mismo. Pero lo estoy. Todavía puedo sentir sus labios contra los míos, la piel suave y
tersa de su rostro, de sus brazos, el ligero temblor de sus manos. He besado a
bastantes chicas guapas, pero ninguna era como esta. Quiero más. No sé cómo me las
he ingeniado para apartarme de ella.
Y yo que me había propuesto no enamorarme mientras viviera en la calle…
Pero ahora tengo que centrarme en ver a mi familia. Intento ignorar la extraña equis
que hay en la puerta de la casa y voy derecho a los tablones sueltos de la parte baja del
porche. Por las rendijas de la contraventana se distingue el parpadeo de las velas: mi
madre debe de estar despierta cuidando a Eden. Me agazapo en la oscuridad durante
un rato y luego miro por encima del hombro para comprobar que la calle está vacía.
Aparto la tabla, me arrodillo y de pronto me detengo en seco: algo se ha movido en un
edificio. Estrecho los ojos: nada. Agacho la cabeza y entro a gatas en el hueco que se
abre bajo el suelo de mi casa. John está en la cocina, calentando una cazuela de algo
que huele a sopa. Silbo para imitar el canto de un grillo, pero no se entera, tengo que
repetir la señal unas cuantas veces antes de que me oiga y se gire. Entonces me
arrastro hasta la puerta trasera. John me espera, envuelto en las sombras.
—Tengo mil seiscientos billetes —susurro abriendo la bolsa—. Casi llega para la
vacuna. ¿Qué tal está Eden?
John menea la cabeza. Me inquieta su expresión de ansiedad, siempre he pensado que
era el más fuerte de la familia.
—No muy bien —contesta—. Ha perdido más peso. Todavía está consciente y nos
reconoce. Creo que le quedan unas semanas.
Asiento en silencio. No quiero ni pensar en la posibilidad de perderlo.
—Te prometo que pronto conseguiré el resto del dinero. Lo único que necesito es un
golpe de suerte.
—Ten cuidado, ¿quieres? —murmura.
En la penumbra podríamos pasar por gemelos: el mismo pelo, los mismos ojos, la
misma expresión.
—No quiero que te pongas en peligro —insiste—. Si puedo ayudarte de alguna forma,
dímelo. Podría intentar escaparme de aquí y acompañarte…
—No digas tonterías —gruño—. Si te encuentran, están todos muertos, lo sabes
perfectamente —su mueca de frustración hace que me sienta culpable: he rechazado
su ayuda con demasiada rapidez, sin contemplaciones—. Iré más rápido yo solo, en
serio. Además, ¿qué sería de mamá si te pasara algo?
John asiente, aunque noto que tiene ganas de decir algo más. Me doy la vuelta para dar
la conversación por zanjada.
—Tengo que irme, John. Nos vemos pronto.
Cuando la chica se queda dormida, la dejo con Tess y me acerco a visitar de nuevo a mi
familia. La brisa de la noche me aclara la mente. En cuanto me encuentro a una buena
distancia del callejón, tomo aire y aprieto el paso. No debería haberlo hecho, me digo.
No debería haberla besado. Especialmente, no debería sentirme satisfecho conmigo
mismo. Pero lo estoy. Todavía puedo sentir sus labios contra los míos, la piel suave y
tersa de su rostro, de sus brazos, el ligero temblor de sus manos. He besado a
bastantes chicas guapas, pero ninguna era como esta. Quiero más. No sé cómo me las
he ingeniado para apartarme de ella.
Y yo que me había propuesto no enamorarme mientras viviera en la calle…
Pero ahora tengo que centrarme en ver a mi familia. Intento ignorar la extraña equis
que hay en la puerta de la casa y voy derecho a los tablones sueltos de la parte baja del
porche. Por las rendijas de la contraventana se distingue el parpadeo de las velas: mi
madre debe de estar despierta cuidando a Eden. Me agazapo en la oscuridad durante
un rato y luego miro por encima del hombro para comprobar que la calle está vacía.
Aparto la tabla, me arrodillo y de pronto me detengo en seco: algo se ha movido en un
edificio. Estrecho los ojos: nada. Agacho la cabeza y entro a gatas en el hueco que se
abre bajo el suelo de mi casa. John está en la cocina, calentando una cazuela de algo
que huele a sopa. Silbo para imitar el canto de un grillo, pero no se entera, tengo que
repetir la señal unas cuantas veces antes de que me oiga y se gire. Entonces me
arrastro hasta la puerta trasera. John me espera, envuelto en las sombras.
—Tengo mil seiscientos billetes —susurro abriendo la bolsa—. Casi llega para la
vacuna. ¿Qué tal está Eden?
John menea la cabeza. Me inquieta su expresión de ansiedad, siempre he pensado que
era el más fuerte de la familia.
—No muy bien —contesta—. Ha perdido más peso. Todavía está consciente y nos
reconoce. Creo que le quedan unas semanas.
Asiento en silencio. No quiero ni pensar en la posibilidad de perderlo.
—Te prometo que pronto conseguiré el resto del dinero. Lo único que necesito es un
golpe de suerte.
—Ten cuidado, ¿quieres? —murmura.
En la penumbra podríamos pasar por gemelos: el mismo pelo, los mismos ojos, la
misma expresión.
—No quiero que te pongas en peligro —insiste—. Si puedo ayudarte de alguna forma,
dímelo. Podría intentar escaparme de aquí y acompañarte…
—No digas tonterías —gruño—. Si te encuentran, están todos muertos, lo sabes
perfectamente —su mueca de frustración hace que me sienta culpable: he rechazado
su ayuda con demasiada rapidez, sin contemplaciones—. Iré más rápido yo solo, en
serio. Además, ¿qué sería de mamá si te pasara algo?
John asiente, aunque noto que tiene ganas de decir algo más. Me doy la vuelta para dar
la conversación por zanjada.
—Tengo que irme, John. Nos vemos pronto.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Day cree que me he quedado dormida, pero he visto cómo se levantaba y se iba en
mitad de la noche. Y lo he seguido.
Se cuela en una zona en cuarentena, entra en una casa marcada con una equis de tres
brazos y reaparece unos minutos después.
Es todo lo que necesitaba saber.
Me subo al tejado de un edificio cercano, me escondo tras una chimenea y enciendo el
micrófono. Estoy tan enfadada conmigo misma que apenas puedo controlar el temblor
de mi voz. Me he dejado arrastrar por la persona que más odio, a la que jamás podré
compadecer.
Pero puede que Day no matara a Metias. Tal vez fuera otra persona. Dios... ¿Estoy
intentando buscar excusas para protegerlo?
—Thomas —musitó—. Lo he encontrado.
Durante un minuto no oigo más que interferencias. Cuando Thomas contesta, su voz
suena rara, lejana.
—¿Puede repetir, señorita Iparis?
Noto que me invade la furia.
—He dicho que lo he encontrado. A Day. Acaba de visitar una casa de una zona en
cuarentena en Lake. En la puerta hay una equis de tres brazos. En la esquina de
Figueroa con Watson.
—¿Estás segura? —su voz suena más alerta ahora—. ¿Estás absolutamente segura?
Me sacó el colgante del bolsillo.
—Sí. Sin lugar a dudas.
Al otro lado de la línea suena una auténtica conmoción. Thomas alza la voz, nervioso.
—En la esquina de Figueroa con Watson. Ahí se ha producido un brote especial de la
peste que íbamos a investigar mañana por la mañana. ¿No tienes ninguna duda de que
es Day? —insiste.
—No.
—Mañana llegarán allí los furgones médicos. Tenemos que llevar a los residentes de
esa casa al hospital central.
—Entonces envía tropas de refuerzo; necesitaré apoyo cuando aparezca Day para
proteger a su familia —recuerdo cómo se arrastró bajo el porche—. No tendrá tiempo
de sacarlos, así que seguramente intentará esconderlos en alguna parte de la casa. Que
los lleven a todos al ala médica de la intendencia de Batalla. No quiero que hieran a
ninguno de ellos; necesito interrogarlos.
Thomas parece desconcertado por mi tono de voz.
—Dispondrá de esos refuerzos, señorita Iparis —repone al fin—. Espero que no se
haya equivocado.
El tacto de los labios de Day, nuestro beso, sus manos recorriendo mi piel... ya no
significan nada para mí. Menos que nada.
—No me he equivocado.
Vuelvo al callejón antes de que Day advierta mi ausencia.
Day cree que me he quedado dormida, pero he visto cómo se levantaba y se iba en
mitad de la noche. Y lo he seguido.
Se cuela en una zona en cuarentena, entra en una casa marcada con una equis de tres
brazos y reaparece unos minutos después.
Es todo lo que necesitaba saber.
Me subo al tejado de un edificio cercano, me escondo tras una chimenea y enciendo el
micrófono. Estoy tan enfadada conmigo misma que apenas puedo controlar el temblor
de mi voz. Me he dejado arrastrar por la persona que más odio, a la que jamás podré
compadecer.
Pero puede que Day no matara a Metias. Tal vez fuera otra persona. Dios... ¿Estoy
intentando buscar excusas para protegerlo?
—Thomas —musitó—. Lo he encontrado.
Durante un minuto no oigo más que interferencias. Cuando Thomas contesta, su voz
suena rara, lejana.
—¿Puede repetir, señorita Iparis?
Noto que me invade la furia.
—He dicho que lo he encontrado. A Day. Acaba de visitar una casa de una zona en
cuarentena en Lake. En la puerta hay una equis de tres brazos. En la esquina de
Figueroa con Watson.
—¿Estás segura? —su voz suena más alerta ahora—. ¿Estás absolutamente segura?
Me sacó el colgante del bolsillo.
—Sí. Sin lugar a dudas.
Al otro lado de la línea suena una auténtica conmoción. Thomas alza la voz, nervioso.
—En la esquina de Figueroa con Watson. Ahí se ha producido un brote especial de la
peste que íbamos a investigar mañana por la mañana. ¿No tienes ninguna duda de que
es Day? —insiste.
—No.
—Mañana llegarán allí los furgones médicos. Tenemos que llevar a los residentes de
esa casa al hospital central.
—Entonces envía tropas de refuerzo; necesitaré apoyo cuando aparezca Day para
proteger a su familia —recuerdo cómo se arrastró bajo el porche—. No tendrá tiempo
de sacarlos, así que seguramente intentará esconderlos en alguna parte de la casa. Que
los lleven a todos al ala médica de la intendencia de Batalla. No quiero que hieran a
ninguno de ellos; necesito interrogarlos.
Thomas parece desconcertado por mi tono de voz.
—Dispondrá de esos refuerzos, señorita Iparis —repone al fin—. Espero que no se
haya equivocado.
El tacto de los labios de Day, nuestro beso, sus manos recorriendo mi piel... ya no
significan nada para mí. Menos que nada.
—No me he equivocado.
Vuelvo al callejón antes de que Day advierta mi ausencia.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
gracias por los capítulos Maria Teresita, no puede ser y ahora que? no puedo creer que June lo denunciara después del tiempo que convivió con ellos, que o se dio cuenta que era una buena persona, no quiero que les pase nada a su familia, pero Eden si esta muy malito.
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Poco antes de que amanezca, consigo dormirme y tengo sueños esperanzadores.
En ellos, mi casa continúa tal y como la recuerdo. John y mi madre están sentados a la
mesa del comedor; él lee en alto un viejo libro de cuentos de la República, y ella asiente
con la cabeza cuando John consigue terminar una página sin confundirse. Yo los
observo desde el umbral. John es el más fuerte de los tres, pero además tiene una
paciencia y una suavidad que yo no he heredado. Le vienen de mi padre. Eden se
dedica a hacer garabatos en un papel al otro extremo de la mesa; en mis sueños
siempre aparece dibujando. No levanta la vista, pero juraría que también está atento al
cuento de John, porque se ríe cuando tiene que hacerlo.
Entonces me doy cuenta de que la chica está de pie a mi lado. Le agarro la mano y ella
me sonríe. Su sonrisa inunda de luz la habitación y me obliga a sonreír a mí también.
—Quiero que conozcas a mi madre —le digo.
Ella niega con la cabeza. Cuando vuelvo la vista hacia la mesa del comedor, mi madre y
John siguen ahí, pero Eden se ha marchado.
La chica deja de sonreír y me contempla con ojos doloridos.
—Eden está muerto —sentencia.
Una sirena lejana me despierta y deshace la pesadilla.
Me quedo quiero un rato con los ojos muy abiertos, esforzándome por controlar mi
respiración. El sueño se me ha grabado a fuego. Me concentro en la sirena para
distraerme, y de pronto caigo en cuenta en que no suena como la de un coche de
policía. Tampoco es la sirena de una ambulancia. Es la de un furgón médico militar
como los que usan para transportar a los soldados heridos. Suena más fuerte y aguda
porque los furgones militares tienen prioridad absoluta.
Pero este furgón no puede transportar soldados: a los militares le suelen tratar en el
frente, en hospitales de campaña. Y si necesitan atención especializada los llevan al
hospital central, lejos de este barrio.
Sin embargo, dado que estos furgones están muy bien equipados para atender
emergencias, también se utilizan en otra tarea: llevar hasta los laboratorios a los
enfermos de brotes especiales de peste. Enfermos a los que quieren estudiar los
médicos.
Incluso Tess reconoce la sirena.
—¿Adónde irán? —pregunta.
—Ni idea —respondo.
Me incorporo y miro a mi alrededor. La chica parece llevar horas despierta. Está
sentada a corta distancia, apoyada contra la pared, y observa la calle con expresión
severa y concentrada. Parece tensa.
—Buenos días —saludo.
Mis ojos bajan hasta sus labios sin que lo pueda evitar. ¿De verdad la besé anoche?
Ella no se inmuta.
—Tu familia tiene una marca en la puerta, ¿verdad?
Tess la mira con desconcierto; yo me quedo sin palabras. Hace años que nadie que no
sea Tess menciona a mi familia.
—Ayer me seguiste —murmuro.
Debería estar enfadado, pero me siento confuso. Supongo que lo hizo llevada por la
curiosidad. Estoy asombrado ¿cómo pudo hacerlo sin que yo me diera cuenta?
Además, parece haber cambiado. Ayer por la noche se sentía tan atraída a mí como yo
por ella. Hoy se muestra distante, alejada. ¿Habré hecho algo que la haya molestado?
Me mira directamente a los ojos.
—¿Para eso estás ahorrando? ¿Para comprar una vacuna contra la peste?
Creo que pretende conseguir algo de mí, pero no sé qué.
—Sí —contesto—. ¿Por qué te interesa tanto?
—Es demasiado tarde —replica—. La patrulla antipeste va a por tu familia. Se los
quieren llevar.
Poco antes de que amanezca, consigo dormirme y tengo sueños esperanzadores.
En ellos, mi casa continúa tal y como la recuerdo. John y mi madre están sentados a la
mesa del comedor; él lee en alto un viejo libro de cuentos de la República, y ella asiente
con la cabeza cuando John consigue terminar una página sin confundirse. Yo los
observo desde el umbral. John es el más fuerte de los tres, pero además tiene una
paciencia y una suavidad que yo no he heredado. Le vienen de mi padre. Eden se
dedica a hacer garabatos en un papel al otro extremo de la mesa; en mis sueños
siempre aparece dibujando. No levanta la vista, pero juraría que también está atento al
cuento de John, porque se ríe cuando tiene que hacerlo.
Entonces me doy cuenta de que la chica está de pie a mi lado. Le agarro la mano y ella
me sonríe. Su sonrisa inunda de luz la habitación y me obliga a sonreír a mí también.
—Quiero que conozcas a mi madre —le digo.
Ella niega con la cabeza. Cuando vuelvo la vista hacia la mesa del comedor, mi madre y
John siguen ahí, pero Eden se ha marchado.
La chica deja de sonreír y me contempla con ojos doloridos.
—Eden está muerto —sentencia.
Una sirena lejana me despierta y deshace la pesadilla.
Me quedo quiero un rato con los ojos muy abiertos, esforzándome por controlar mi
respiración. El sueño se me ha grabado a fuego. Me concentro en la sirena para
distraerme, y de pronto caigo en cuenta en que no suena como la de un coche de
policía. Tampoco es la sirena de una ambulancia. Es la de un furgón médico militar
como los que usan para transportar a los soldados heridos. Suena más fuerte y aguda
porque los furgones militares tienen prioridad absoluta.
Pero este furgón no puede transportar soldados: a los militares le suelen tratar en el
frente, en hospitales de campaña. Y si necesitan atención especializada los llevan al
hospital central, lejos de este barrio.
Sin embargo, dado que estos furgones están muy bien equipados para atender
emergencias, también se utilizan en otra tarea: llevar hasta los laboratorios a los
enfermos de brotes especiales de peste. Enfermos a los que quieren estudiar los
médicos.
Incluso Tess reconoce la sirena.
—¿Adónde irán? —pregunta.
—Ni idea —respondo.
Me incorporo y miro a mi alrededor. La chica parece llevar horas despierta. Está
sentada a corta distancia, apoyada contra la pared, y observa la calle con expresión
severa y concentrada. Parece tensa.
—Buenos días —saludo.
Mis ojos bajan hasta sus labios sin que lo pueda evitar. ¿De verdad la besé anoche?
Ella no se inmuta.
—Tu familia tiene una marca en la puerta, ¿verdad?
Tess la mira con desconcierto; yo me quedo sin palabras. Hace años que nadie que no
sea Tess menciona a mi familia.
—Ayer me seguiste —murmuro.
Debería estar enfadado, pero me siento confuso. Supongo que lo hizo llevada por la
curiosidad. Estoy asombrado ¿cómo pudo hacerlo sin que yo me diera cuenta?
Además, parece haber cambiado. Ayer por la noche se sentía tan atraída a mí como yo
por ella. Hoy se muestra distante, alejada. ¿Habré hecho algo que la haya molestado?
Me mira directamente a los ojos.
—¿Para eso estás ahorrando? ¿Para comprar una vacuna contra la peste?
Creo que pretende conseguir algo de mí, pero no sé qué.
—Sí —contesto—. ¿Por qué te interesa tanto?
—Es demasiado tarde —replica—. La patrulla antipeste va a por tu familia. Se los
quieren llevar.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
No hace falta que diga más para que Day se incorpore de golpe. La sirena del furgón
médico se desplaza directamente hacia el cruce de Figueroa con Watson, como me
aseguró Thomas.
—¿Qué dices? —pregunta Day, todavía aturdido; no lo ha asimilado—. ¿Cómo que van a
por mi familia? ¿Y tú cómo lo sabes?
—No hagas preguntas. No tienes tiempo que perder.
Por un instante, titubeo: sus ojos muestran tal expresión de terror, parece tan
vulnerable, que no me siento capaz de mentirle. Me aferró a la ira que sentí anoche y
reúno fuerzas para hacerlo.
—Es verdad que te seguí ayer hasta la zona en cuarentena, y por el camino vi a unos
policías que hacían la patrulla. Me escondí y oí que hablaban de evacuar una casa que
tiene pintada una equis con tres rayas. Solo trato de ayudarte. Pero date prisa: tienes
que ir ahora mismo.
La debilidad de Day es su familia, y yo me aprovecho de ello. No vacila, no se para a
analizar lo que he dicho; ni siquiera se plantea por qué no se lo conté en cuanto lo supe.
Antes de que acabe de hablar, se incorpora de un salto, localiza la dirección de la que
viene la sirena y sale disparado del callejón. Me sorprende sentir una punzada de culpa.
Day confía en mí; confía de verdad, como un estúpido, sin sombra de duda. Creo que
nunca he conocido a nadie que creyera en mí de esa forma ciega, con esa facilidad.
Puede que ni siquiera Metias.
Tess le observa marcharse, cada vez más asustada.
—¡Vamos! ¡Tenemos que seguirlo! —grita tirándome de una mano—. ¡Necesita nuestra
ayuda!
—No —replico en tono tajante—. Iré yo. Tú ocúltate y no te muevas. Vendremos a
buscarte después.
Me marcho sin darle tiempo a protestar. Cuando vuelvo la cabeza la veo de pie en el
callejón, con los ojos clavados en el punto en el que yo me encontraba hace un
momento. Me vuelvo a girar: es mejor que se quede fuera de todo esto. Si está ahí
cuando arrestemos a Day, ¿qué podría pasarle?
Hago un chasquido con la lengua para conectar el micrófono. Durante unos segundos
suena un rumor de interferencias.
—¿Me oye, señorita Iparis? —dice Thomas al fin—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde se
encuentra?
—Day se dirige a la esquina de Figueroa con Watson. Voy tras él.
Thomas toma aire.
—De acuerdo. Nosotros ya hemos cubierto el terreno. Nos veremos en breve.
—Aguarden mis órdenes. No quiero que haya heridos... —la estática corta la
comunicación.
Bajo a la carrera por la calle, notando cómo me palpita la herida. Day no puede estar
muy lejos; apenas me saca medio minuto de ventaja. Tomo la misma dirección que
siguió ayer por la noche: al sur, hacia Union Station. Al poco, atisbo su vieja gorra entre
la multitud.
Concentro toda mi rabia, mi miedo y mi ansiedad en su nuca. Tengo que esforzarme
por mantener una distancia prudencial para que no sepa que le piso los talones. Una
parte de mí recuerda la forma en que me salvó de la pelea de skiz, el cuidado con el que
me curó la herida, el tacto delicado de sus manos... Quiero gritarle; quiero odiarle por
haberme engañado así. ¡Idiota!
Es un milagro que haya esquivado al gobierno durante tanto tiempo; pero ahora, su
familia está en peligro y no puede esconderse. No puedo compadecerme de un criminal,
me recuerdo con dureza. No es más que una cuenta que saldar.
No hace falta que diga más para que Day se incorpore de golpe. La sirena del furgón
médico se desplaza directamente hacia el cruce de Figueroa con Watson, como me
aseguró Thomas.
—¿Qué dices? —pregunta Day, todavía aturdido; no lo ha asimilado—. ¿Cómo que van a
por mi familia? ¿Y tú cómo lo sabes?
—No hagas preguntas. No tienes tiempo que perder.
Por un instante, titubeo: sus ojos muestran tal expresión de terror, parece tan
vulnerable, que no me siento capaz de mentirle. Me aferró a la ira que sentí anoche y
reúno fuerzas para hacerlo.
—Es verdad que te seguí ayer hasta la zona en cuarentena, y por el camino vi a unos
policías que hacían la patrulla. Me escondí y oí que hablaban de evacuar una casa que
tiene pintada una equis con tres rayas. Solo trato de ayudarte. Pero date prisa: tienes
que ir ahora mismo.
La debilidad de Day es su familia, y yo me aprovecho de ello. No vacila, no se para a
analizar lo que he dicho; ni siquiera se plantea por qué no se lo conté en cuanto lo supe.
Antes de que acabe de hablar, se incorpora de un salto, localiza la dirección de la que
viene la sirena y sale disparado del callejón. Me sorprende sentir una punzada de culpa.
Day confía en mí; confía de verdad, como un estúpido, sin sombra de duda. Creo que
nunca he conocido a nadie que creyera en mí de esa forma ciega, con esa facilidad.
Puede que ni siquiera Metias.
Tess le observa marcharse, cada vez más asustada.
—¡Vamos! ¡Tenemos que seguirlo! —grita tirándome de una mano—. ¡Necesita nuestra
ayuda!
—No —replico en tono tajante—. Iré yo. Tú ocúltate y no te muevas. Vendremos a
buscarte después.
Me marcho sin darle tiempo a protestar. Cuando vuelvo la cabeza la veo de pie en el
callejón, con los ojos clavados en el punto en el que yo me encontraba hace un
momento. Me vuelvo a girar: es mejor que se quede fuera de todo esto. Si está ahí
cuando arrestemos a Day, ¿qué podría pasarle?
Hago un chasquido con la lengua para conectar el micrófono. Durante unos segundos
suena un rumor de interferencias.
—¿Me oye, señorita Iparis? —dice Thomas al fin—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde se
encuentra?
—Day se dirige a la esquina de Figueroa con Watson. Voy tras él.
Thomas toma aire.
—De acuerdo. Nosotros ya hemos cubierto el terreno. Nos veremos en breve.
—Aguarden mis órdenes. No quiero que haya heridos... —la estática corta la
comunicación.
Bajo a la carrera por la calle, notando cómo me palpita la herida. Day no puede estar
muy lejos; apenas me saca medio minuto de ventaja. Tomo la misma dirección que
siguió ayer por la noche: al sur, hacia Union Station. Al poco, atisbo su vieja gorra entre
la multitud.
Concentro toda mi rabia, mi miedo y mi ansiedad en su nuca. Tengo que esforzarme
por mantener una distancia prudencial para que no sepa que le piso los talones. Una
parte de mí recuerda la forma en que me salvó de la pelea de skiz, el cuidado con el que
me curó la herida, el tacto delicado de sus manos... Quiero gritarle; quiero odiarle por
haberme engañado así. ¡Idiota!
Es un milagro que haya esquivado al gobierno durante tanto tiempo; pero ahora, su
familia está en peligro y no puede esconderse. No puedo compadecerme de un criminal,
me recuerdo con dureza. No es más que una cuenta que saldar.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Capitulo Day (Capitulo 13)
Que triste todo lo de su casa... La mama y hermano abatido por la enfermedad de Eden y al para colmo el perdiendo dinero en una mala apuesta por culpa de June.
No se por que creo que esos codigos tiene una mayor importancia de lo que Day puede imaginar y aun mas con eso de que estan escondidos
Capitulo June (Capitulo 14)
Pobre chica, creo que tiene una carga muy pesada que en verdad no le corresponde... Estar metida en una misión a nada que su unico familiar muriera... Esa gente no tiene nada de sentimiento.
Capitulo Day ( Capitulo 15)
Ya se presenta la atracción, aunque este chico a pasado de todo, aun sigue siendo un poco ingenuo encuanto a una chica.
A mi parecer como que esta mas restringido divido a la presencia de June en su dia a dia.
Capitulo June (Capitulo 16)
Ese beso fue imprevisto, esperaba un poco mas interacción entre ellos antes de un beso apasionado.
Parece que June empieza a sacar conclusiones y acercarse a la identidad del chico.
Capitulo Day (Capitulo 17)
Alguien se nos enamora muy rapido y eso sera un grabé problema.
La mama de estos chicos se gana todo mi respeto, pero a la vez se sorprende como vive con la inservible que uno fe sus hijos arriesgué constantemente su vida par buscar algun pequeño bienestar y el otro a pasos de morir por una enfermedad al parecer diferente a la peste. John es el intermediario en esta familia
Capitulo June (Capitulo 18)
OMG la mente de esta chica trabajo mil veces mas rapido que de cualquier persona... Nada de lo que creo aca sucede... Si que mi suposición de que se conocerian un poco mas antes de llegar a la conclusión de que era Day nunca sucedió... Y lo peor que June esta involucrando a la Familia y eso no saldra nada bien para nadie.
Capitulo Day (Capitulo 19)
Como que todo paso y se procesa a camara muy lenta, las cambios de humor sin realmente choqueantes...
Estoy esperando la reacción y acción de parte de Day a una traición.
Capitulo June (Capítulo 20)
June esta cometiendo un error my grande y su subconsciente se lo esta critando pero esta segada con la rabia por su hermano... Espero que Day y su familia puedan salir de esta... Aunque queda al descubierto su identidad por completo.
Enviado desde Topic'it
Que triste todo lo de su casa... La mama y hermano abatido por la enfermedad de Eden y al para colmo el perdiendo dinero en una mala apuesta por culpa de June.
No se por que creo que esos codigos tiene una mayor importancia de lo que Day puede imaginar y aun mas con eso de que estan escondidos
Capitulo June (Capitulo 14)
Pobre chica, creo que tiene una carga muy pesada que en verdad no le corresponde... Estar metida en una misión a nada que su unico familiar muriera... Esa gente no tiene nada de sentimiento.
Capitulo Day ( Capitulo 15)
Ya se presenta la atracción, aunque este chico a pasado de todo, aun sigue siendo un poco ingenuo encuanto a una chica.
A mi parecer como que esta mas restringido divido a la presencia de June en su dia a dia.
Capitulo June (Capitulo 16)
Ese beso fue imprevisto, esperaba un poco mas interacción entre ellos antes de un beso apasionado.
Parece que June empieza a sacar conclusiones y acercarse a la identidad del chico.
Capitulo Day (Capitulo 17)
Alguien se nos enamora muy rapido y eso sera un grabé problema.
La mama de estos chicos se gana todo mi respeto, pero a la vez se sorprende como vive con la inservible que uno fe sus hijos arriesgué constantemente su vida par buscar algun pequeño bienestar y el otro a pasos de morir por una enfermedad al parecer diferente a la peste. John es el intermediario en esta familia
Capitulo June (Capitulo 18)
OMG la mente de esta chica trabajo mil veces mas rapido que de cualquier persona... Nada de lo que creo aca sucede... Si que mi suposición de que se conocerian un poco mas antes de llegar a la conclusión de que era Day nunca sucedió... Y lo peor que June esta involucrando a la Familia y eso no saldra nada bien para nadie.
Capitulo Day (Capitulo 19)
Como que todo paso y se procesa a camara muy lenta, las cambios de humor sin realmente choqueantes...
Estoy esperando la reacción y acción de parte de Day a una traición.
Capitulo June (Capítulo 20)
June esta cometiendo un error my grande y su subconsciente se lo esta critando pero esta segada con la rabia por su hermano... Espero que Day y su familia puedan salir de esta... Aunque queda al descubierto su identidad por completo.
Enviado desde Topic'it
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
esto ya se complico mucho, no veo la manera en que Day pueda salir de esto, y el sin saber confió en June y Tess también.
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Normalmente agradezco que haya tanta gente por las calles de Lake: así es más fácil
entrar y salir del barrio, perder a los que me siguen el rastro y despistar a los que
buscan pelea. Este jaleo me ha sido útil más veces de las que puedo recordar. Hoy, sin
embargo, solo consigue retrasarme. Aunque he atajado por la orilla del lago, alcanzaré
mi casa justo antes de que lo haga el furgón.
No llegaré a tiempo de sacarlos de allí. Aun así, tengo que intentarlo; debo alcanzarlos
antes de que lo hagan los soldados.
De vez en cuando me detengo para comprobar si el furgón se dirige a mi barrio. Sí, no
cabe duda. Corro más deprisa. Ni siquiera me detengo cuando choco con un anciano
que tropieza y cae de bruces contra el cemento.
—¡Perdón! —grito. Oigo que me chilla algo, pero no me detengo a mirar atrás.
Cuando llego a mi calle, estoy sudando a chorros. La casa parece tranquila, con el
precinto de la cuarentena aún intacto. Me escabullo por los callejones hasta llegar a la
valla del patio trasero, me cuelo entre los postes medio caídos, aparto el tablón suelto
y me arrastro bajo el porche. Las flores que dejé en el conducto de ventilación
continúan ahí, ya marchitas. Por una grieta del suelo veo a mi madre, sentada a la
cabecera de Eden. John está al lado enjugando una toalla en un barreño. Dirijo la
mirada hacia Eden: parece encontrarse peor. Es como si hubiera perdido el color.
Respira con aspereza, tan fuerte que lo oigo desde donde me encuentro.
Mi mente se desespera por encontrar una solución. Podría sacar a los tres de la casa
ahora mismo, pero nos arriesgaríamos a caer directos en manos de las patrullas
antipeste o de la policía ciudadana. Tal vez pudiera ocultarlos en alguno de los
escondrijos que usamos Tess y yo. Mi madre y John pueden correr, pero ¿cómo va a
seguirnos Eden? John no puede llevarlo a cuestas tanto tiempo. ¿Y si encontrara el
modo de meterlos en un tren de mercancías y ayudarlos a escapar hacia… no sé,
alguna parte? Si las patrullas quieren llevarse a Eden, el que mi madre y John
abandonen sus trabajos y huyan no va a empeorar las cosas. Al fin y al cabo, ya están en
cuarentena. Podría ayudarlos a llegar a Arizona o al oeste de Texas; con un poco de
suerte, al cabo de un tiempo se cansarían de buscarlos. Y de todos modos, ¿quién me
asegura que la chica sabe lo que dice? Tal vez esté equivocada; puede que no vengan a
por mi familia. Entonces podría seguir ahorrando para comprar la vacuna. A lo mejor
me estoy angustiando por nada.
Pero a lo lejos resuena la sirena del furgón, cada vez más fuerte.
Vienen a por Eden.
Salgo a toda prisa del porche y me dirijo a la entrada trasera. Desde aquí se oyen las
sirenas con absoluta claridad. Cada vez suenan más cerca. Abro la puerta, cruzo el
cuarto de estar y me abalanzo hacia la puerta de la habitación.
Respiro hondo, abro de golpe y entro.
Mi madre suelta un grito de asombro y John gira en redondo.
Los tres nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer.
—¿Qué pasa? —el rostro de John empalidece al ver mi expresión—. ¿Qué haces aquí?
¿Qué ha pasado? —intenta que su voz suene firme, pero sabe que pasa algo grave;
tanto, que me he visto obligado a aparecer.
Me quito la gorra y el pelo me cae en una maraña. Mi madre se lleva una mano vendada
a la boca. Sus ojos, que tenían una expresión de desconfianza, de pronto se abren
como platos.
—Soy yo, mamá —digo—. Soy Daniel.
Veo todas las emociones que van pasando por su cara: incredulidad, alegría,
confusión… Al fin, da un paso adelante. Su mirada oscila entre John y yo. No sé qué le
sorprende más: que yo esté vivo o que John lo supiera.
—¿Daniel? —susurra.
Mi antiguo nombre me suena raro. Me acerco y le agarro con cuidado las manos
heridas. Tiemblan.
—No hay tiempo para explicaciones.
Intento no fijarme en la expresión de sus ojos; hace tiempo eran de un azul tan intenso
como el de los míos, pero el dolor los ha apagado. ¿Cómo te enfrentas a una madre que
te cree muerto desde hace años?
—Vienen a por Eden —explico—. Tienen que esconderlo.
—¿Daniel? —me aparta el pelo de los ojos y de pronto me siento otra vez como un
niño—. Mi Daniel. Estás vivo… Esto tiene que ser un sueño.
Le agarro los hombros.
—Mamá, escúchame: se está acercando la patrulla antipeste, y traen un furgón
médico. No sé qué virus tiene Eden, pero se lo quieren llevar. Tienen que esconderse.
Me contempla durante unos instantes antes de asentir y llevarme hasta la cama de mi
hermano pequeño. Ahora que estoy cerca de él, veo que sus ojos se han vuelto casi
negros. No reflejan la luz; en un fogonazo de puro terror, me doy cuenta de que se
debe a que le sangran los iris. Mi madre y yo le ayudamos a incorporarse. Le arde la piel.
John lo carga suavemente a hombros, susurrando palabras de consuelo. Eden deja
escapar un grito de dolor y su cabeza cae a un lado, contra el cuello de John.
—Hay que conectar los dos circuitos… —murmura.
La sirena continúa aullando en el exterior; están a menos de dos manzanas.
Intercambio una mirada de desesperación con mi madre.
—Bajo el porche —susurra ella—. No hay tiempo de huir.
Ni John ni yo lo discutimos. Mi madre me aferra la mano y los tres nos dirigimos a la
puerta trasera. Me paro un instante para calcular a qué distancia se encuentra la
patrulla. Casi están aquí. Me agacho rápidamente y aparto el tablón suelto.
—Primero Eden —musita mi madre.
John lo sujeta con firmeza, se arrodilla y se mete con él en el hueco. Después entra mi
madre. Los sigo, borro las huellas que hemos dejado en la tierra de fuera y vuelvo a
colocar el tablón en su sitio. Espero que sea suficiente con esto. Nos acurrucamos en el
rincón más oscuro; apenas podemos vernos la cara. Yo me dedico a mirar los rayos de
luz que entran por el hueco de ventilación. Dividen la tierra en franjas que apenas me
dejan distinguir las margaritas secas. Las sirenas del furgón se aleja un momento —
deben de estar girando en alguna parte— y de pronto se hace ensordecedora. Suena
un estruendo acompasado de pisadas.
Maldita sea. Se han parado delante de la casa: van a forzar la entrada.
—Quédense aquí —susurro. Me retuerzo el pelo sobre la cabeza y lo sujeto con la
gorra—. Voy a ahuyentarlos.
—No —me corta John—. No se te ocurra salir. Es demasiado peligroso.
Niego con la cabeza.
—Es más peligroso que me quede con ustedes. Confía en mí, John.
Miro a mi madre: intenta mantener el miedo a raya mientras le cuenta una historia a
Eden en voz baja. Recuerdo lo tranquila que me parecía cuando era pequeño, su voz
suave, su sonrisa. Me vuelvo hacia John.
—Ahora vengo.
Por encima de nuestras cabezas, alguien golpea la puerta principal.
—¡Patrulla antipeste! —grita una voz—. ¡Abran!
Avanzo a gatas hasta el tablón suelto, lo aparto, salgo sin hacer ruido y tapo el agujero
con cautela. La valla del patio me oculta, pero las grietas de los tablones me permiten
distinguir a los soldados que aguardan junto a la puerta. Tengo que actuar con rapidez;
si lo hago bien, puedo pillarlos por sorpresa. Repto hasta llegar a la casa, apoyo el pie
en un ladrillo que sobresale, salto, me agarro al borde del tejado y me aúpo a pulso.
La chimenea y las sombras de los edificios cercanos me ocultan; los soldados no
pueden verme, pero yo a ellos sí. De hecho, me quedo asombrado al descubrir lo que
hay ahí. Algo va mal. Si nos enfrentáramos a una patrulla antipeste, tal vez tuviéramos
alguna oportunidad de escapar; pero lo que hay delante de casa es mucho más que una
docena de soldados. Cuento al menos veinte, y puede que sean más. Casi todos llevan
mascarillas blancas, salvo los que van con máscaras de gas. Junto al furgón médico hay
aparcados dos todoterrenos del ejército. En la parte delantera de uno se sienta una
oficial de alto rango, con charreteras rojas y gorra de comandante. Junto a ella se
encuentra un hombre joven de pelo oscuro, vestido con uniforme de capitán.
Y de pie junto a él, impertérrita, está la chica.
Frunzo el ceño, confuso. Han debido de arrestarla y ahora querrán usarla como rehén.
Eso quiere decir que también han capturado a Tess. Recorro la calle con la mirada, pero
no la veo. Vuelvo a contemplar a la chica. Parece tranquila, imperturbable; no la afectan
los soldados que la rodean. Levanta las manos y se ajusta una mascarilla.
Y de pronto me doy cuenta de por qué me resulta tan familiar: son sus ojos, ese brillo
oscuro con reflejos dorados. Aquel capitán llamado Metias, el que estuvo a punto de
atraparme la noche en que asalté el hospital… tenía los mismos ojos.
Deben de ser parientes y, como él, la chica trabaja para las fuerzas armadas. No acabo
de creerme lo estúpido que he sido. Debería haberme dado cuenta antes. Recorro las
caras de los soldados en busca de Metias, pero solo veo a la chica.
La han enviado para cazarme.
Y yo soy tan estúpido que la he traído directamente hasta mi familia. Puede que incluso
haya matado a Tess. Cierro los ojos. Confié en ella, me dejé engañar. Incluso la besé.
Hasta me enamoré de ella. La idea me vuelve loco de rabia.
En el interior de la casa suena un golpe fuerte. Oigo voces y después gritos. Los
soldados los han encontrado: han destrozado el suelo y los han sacado de ahí.
¡Baja! ¿Qué haces escondido en el tejado? ¡Ayúdalos!, pienso. Pero solo conseguiría
empeorar las cosas: si los militares comprueban que esa es mi familia, están perdidos.
Me quedo inmóvil, congelado.
Entonces, dos soldados con máscaras de gas salen por la puerta trasera llevando a mi
madre a rastras. Tras ellos, otros dos sujetan a John, que se debate y pide a gritos que
la dejen en paz. Dos médicos salen los últimos, empujando una camilla sobre la que han
atado a Eden.
Tengo que hacer algo. Me saco del bolsillo las tres balas plateadas que me dio Tess tras
el asalto al hospital. Mientras coloco una en mi tirachinas, me viene a la mente el
recuerdo de la bola de hielo y fuego que tiré al cuartel de la policía cuando tenía siete
años. Apunto a uno de los soldados que retienen a John, tenso la goma todo lo que
puedo y disparo.
La bala le golpea el cuello con tanta fuerza que veo cómo salta la sangre, y el soldado
se desploma aferrándose la máscara con desesperación. Los demás levantan la mirada
y apuntan sus armas hacia el tejado. Me agazapo tras la chimenea.
La chica da un paso al frente.
—Day… —su voz resuena por toda la calle; debo de estar delirando, porque me parece
percibir en ella algo parecido a la compasión—. Sé que estás aquí, y sé por qué.
Abarca con un ademán a John y a mi madre. Eden ya está dentro del furgón.
Mi madre acaba de enterarse de que soy ese criminal que aparece a diario en las
pantallas gigantes. Me quedo callado, cargo otra bala en el tirachinas y apunto a la
chica.
—Quieres que tu familia esté segura. Lo entiendo —continúa—. Yo también quería que
mi familia estuviera a salvo.
Tenso la goma.
La voz de la chica se vuelve tensa, casi suplicante.
—Te estoy dando la oportunidad de salvarlos. Entrégate, Day, y nadie saldrá herido.
Uno de los soldados que la flanquean eleva el cañón del arma y suelto la goma en un
acto reflejo. La bala le da en la rodilla y le hace caer hacia delante. Sus compañeros
empiezan a disparar mientras yo me pego a la chimenea. Saltan chispas por todas
partes. Aprieto los dientes y cierro los ojos: no puedo hacer nada. Estoy indefenso.
Cuando el fuego cesa, me asomo un poco y veo que la chica sigue de pie donde estaba.
La comandante se cruza de brazos, pero la chica ni siquiera parpadea.
Entonces, la comandante da un paso hacia adelante. Cuando la chica hace ademán de
protestar, la aparta a un lado.
—No puedes quedarte ahí para siempre —dice en un tono mucho más frío que el de la
chica—. Sé que no dejarás morir a tu familia.
Coloco mi última bala en el tirachinas y apunto directamente hacia ella. Pasan los
segundos. La comandante menea la cabeza al ver que no contesto.
—Muy bien, Iparis —le dice a la chica—. Lo hemos intentado a tu manera. Ahora
probaremos con la mía —se vuelve hacia el capitán de pelo negro y le hace un gesto—.
Actúe.
Sin darme tiempo a reaccionar, el capitán levanta la pistola, apunta a mi madre y le
pega un tiro en la cabeza.
Normalmente agradezco que haya tanta gente por las calles de Lake: así es más fácil
entrar y salir del barrio, perder a los que me siguen el rastro y despistar a los que
buscan pelea. Este jaleo me ha sido útil más veces de las que puedo recordar. Hoy, sin
embargo, solo consigue retrasarme. Aunque he atajado por la orilla del lago, alcanzaré
mi casa justo antes de que lo haga el furgón.
No llegaré a tiempo de sacarlos de allí. Aun así, tengo que intentarlo; debo alcanzarlos
antes de que lo hagan los soldados.
De vez en cuando me detengo para comprobar si el furgón se dirige a mi barrio. Sí, no
cabe duda. Corro más deprisa. Ni siquiera me detengo cuando choco con un anciano
que tropieza y cae de bruces contra el cemento.
—¡Perdón! —grito. Oigo que me chilla algo, pero no me detengo a mirar atrás.
Cuando llego a mi calle, estoy sudando a chorros. La casa parece tranquila, con el
precinto de la cuarentena aún intacto. Me escabullo por los callejones hasta llegar a la
valla del patio trasero, me cuelo entre los postes medio caídos, aparto el tablón suelto
y me arrastro bajo el porche. Las flores que dejé en el conducto de ventilación
continúan ahí, ya marchitas. Por una grieta del suelo veo a mi madre, sentada a la
cabecera de Eden. John está al lado enjugando una toalla en un barreño. Dirijo la
mirada hacia Eden: parece encontrarse peor. Es como si hubiera perdido el color.
Respira con aspereza, tan fuerte que lo oigo desde donde me encuentro.
Mi mente se desespera por encontrar una solución. Podría sacar a los tres de la casa
ahora mismo, pero nos arriesgaríamos a caer directos en manos de las patrullas
antipeste o de la policía ciudadana. Tal vez pudiera ocultarlos en alguno de los
escondrijos que usamos Tess y yo. Mi madre y John pueden correr, pero ¿cómo va a
seguirnos Eden? John no puede llevarlo a cuestas tanto tiempo. ¿Y si encontrara el
modo de meterlos en un tren de mercancías y ayudarlos a escapar hacia… no sé,
alguna parte? Si las patrullas quieren llevarse a Eden, el que mi madre y John
abandonen sus trabajos y huyan no va a empeorar las cosas. Al fin y al cabo, ya están en
cuarentena. Podría ayudarlos a llegar a Arizona o al oeste de Texas; con un poco de
suerte, al cabo de un tiempo se cansarían de buscarlos. Y de todos modos, ¿quién me
asegura que la chica sabe lo que dice? Tal vez esté equivocada; puede que no vengan a
por mi familia. Entonces podría seguir ahorrando para comprar la vacuna. A lo mejor
me estoy angustiando por nada.
Pero a lo lejos resuena la sirena del furgón, cada vez más fuerte.
Vienen a por Eden.
Salgo a toda prisa del porche y me dirijo a la entrada trasera. Desde aquí se oyen las
sirenas con absoluta claridad. Cada vez suenan más cerca. Abro la puerta, cruzo el
cuarto de estar y me abalanzo hacia la puerta de la habitación.
Respiro hondo, abro de golpe y entro.
Mi madre suelta un grito de asombro y John gira en redondo.
Los tres nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer.
—¿Qué pasa? —el rostro de John empalidece al ver mi expresión—. ¿Qué haces aquí?
¿Qué ha pasado? —intenta que su voz suene firme, pero sabe que pasa algo grave;
tanto, que me he visto obligado a aparecer.
Me quito la gorra y el pelo me cae en una maraña. Mi madre se lleva una mano vendada
a la boca. Sus ojos, que tenían una expresión de desconfianza, de pronto se abren
como platos.
—Soy yo, mamá —digo—. Soy Daniel.
Veo todas las emociones que van pasando por su cara: incredulidad, alegría,
confusión… Al fin, da un paso adelante. Su mirada oscila entre John y yo. No sé qué le
sorprende más: que yo esté vivo o que John lo supiera.
—¿Daniel? —susurra.
Mi antiguo nombre me suena raro. Me acerco y le agarro con cuidado las manos
heridas. Tiemblan.
—No hay tiempo para explicaciones.
Intento no fijarme en la expresión de sus ojos; hace tiempo eran de un azul tan intenso
como el de los míos, pero el dolor los ha apagado. ¿Cómo te enfrentas a una madre que
te cree muerto desde hace años?
—Vienen a por Eden —explico—. Tienen que esconderlo.
—¿Daniel? —me aparta el pelo de los ojos y de pronto me siento otra vez como un
niño—. Mi Daniel. Estás vivo… Esto tiene que ser un sueño.
Le agarro los hombros.
—Mamá, escúchame: se está acercando la patrulla antipeste, y traen un furgón
médico. No sé qué virus tiene Eden, pero se lo quieren llevar. Tienen que esconderse.
Me contempla durante unos instantes antes de asentir y llevarme hasta la cama de mi
hermano pequeño. Ahora que estoy cerca de él, veo que sus ojos se han vuelto casi
negros. No reflejan la luz; en un fogonazo de puro terror, me doy cuenta de que se
debe a que le sangran los iris. Mi madre y yo le ayudamos a incorporarse. Le arde la piel.
John lo carga suavemente a hombros, susurrando palabras de consuelo. Eden deja
escapar un grito de dolor y su cabeza cae a un lado, contra el cuello de John.
—Hay que conectar los dos circuitos… —murmura.
La sirena continúa aullando en el exterior; están a menos de dos manzanas.
Intercambio una mirada de desesperación con mi madre.
—Bajo el porche —susurra ella—. No hay tiempo de huir.
Ni John ni yo lo discutimos. Mi madre me aferra la mano y los tres nos dirigimos a la
puerta trasera. Me paro un instante para calcular a qué distancia se encuentra la
patrulla. Casi están aquí. Me agacho rápidamente y aparto el tablón suelto.
—Primero Eden —musita mi madre.
John lo sujeta con firmeza, se arrodilla y se mete con él en el hueco. Después entra mi
madre. Los sigo, borro las huellas que hemos dejado en la tierra de fuera y vuelvo a
colocar el tablón en su sitio. Espero que sea suficiente con esto. Nos acurrucamos en el
rincón más oscuro; apenas podemos vernos la cara. Yo me dedico a mirar los rayos de
luz que entran por el hueco de ventilación. Dividen la tierra en franjas que apenas me
dejan distinguir las margaritas secas. Las sirenas del furgón se aleja un momento —
deben de estar girando en alguna parte— y de pronto se hace ensordecedora. Suena
un estruendo acompasado de pisadas.
Maldita sea. Se han parado delante de la casa: van a forzar la entrada.
—Quédense aquí —susurro. Me retuerzo el pelo sobre la cabeza y lo sujeto con la
gorra—. Voy a ahuyentarlos.
—No —me corta John—. No se te ocurra salir. Es demasiado peligroso.
Niego con la cabeza.
—Es más peligroso que me quede con ustedes. Confía en mí, John.
Miro a mi madre: intenta mantener el miedo a raya mientras le cuenta una historia a
Eden en voz baja. Recuerdo lo tranquila que me parecía cuando era pequeño, su voz
suave, su sonrisa. Me vuelvo hacia John.
—Ahora vengo.
Por encima de nuestras cabezas, alguien golpea la puerta principal.
—¡Patrulla antipeste! —grita una voz—. ¡Abran!
Avanzo a gatas hasta el tablón suelto, lo aparto, salgo sin hacer ruido y tapo el agujero
con cautela. La valla del patio me oculta, pero las grietas de los tablones me permiten
distinguir a los soldados que aguardan junto a la puerta. Tengo que actuar con rapidez;
si lo hago bien, puedo pillarlos por sorpresa. Repto hasta llegar a la casa, apoyo el pie
en un ladrillo que sobresale, salto, me agarro al borde del tejado y me aúpo a pulso.
La chimenea y las sombras de los edificios cercanos me ocultan; los soldados no
pueden verme, pero yo a ellos sí. De hecho, me quedo asombrado al descubrir lo que
hay ahí. Algo va mal. Si nos enfrentáramos a una patrulla antipeste, tal vez tuviéramos
alguna oportunidad de escapar; pero lo que hay delante de casa es mucho más que una
docena de soldados. Cuento al menos veinte, y puede que sean más. Casi todos llevan
mascarillas blancas, salvo los que van con máscaras de gas. Junto al furgón médico hay
aparcados dos todoterrenos del ejército. En la parte delantera de uno se sienta una
oficial de alto rango, con charreteras rojas y gorra de comandante. Junto a ella se
encuentra un hombre joven de pelo oscuro, vestido con uniforme de capitán.
Y de pie junto a él, impertérrita, está la chica.
Frunzo el ceño, confuso. Han debido de arrestarla y ahora querrán usarla como rehén.
Eso quiere decir que también han capturado a Tess. Recorro la calle con la mirada, pero
no la veo. Vuelvo a contemplar a la chica. Parece tranquila, imperturbable; no la afectan
los soldados que la rodean. Levanta las manos y se ajusta una mascarilla.
Y de pronto me doy cuenta de por qué me resulta tan familiar: son sus ojos, ese brillo
oscuro con reflejos dorados. Aquel capitán llamado Metias, el que estuvo a punto de
atraparme la noche en que asalté el hospital… tenía los mismos ojos.
Deben de ser parientes y, como él, la chica trabaja para las fuerzas armadas. No acabo
de creerme lo estúpido que he sido. Debería haberme dado cuenta antes. Recorro las
caras de los soldados en busca de Metias, pero solo veo a la chica.
La han enviado para cazarme.
Y yo soy tan estúpido que la he traído directamente hasta mi familia. Puede que incluso
haya matado a Tess. Cierro los ojos. Confié en ella, me dejé engañar. Incluso la besé.
Hasta me enamoré de ella. La idea me vuelve loco de rabia.
En el interior de la casa suena un golpe fuerte. Oigo voces y después gritos. Los
soldados los han encontrado: han destrozado el suelo y los han sacado de ahí.
¡Baja! ¿Qué haces escondido en el tejado? ¡Ayúdalos!, pienso. Pero solo conseguiría
empeorar las cosas: si los militares comprueban que esa es mi familia, están perdidos.
Me quedo inmóvil, congelado.
Entonces, dos soldados con máscaras de gas salen por la puerta trasera llevando a mi
madre a rastras. Tras ellos, otros dos sujetan a John, que se debate y pide a gritos que
la dejen en paz. Dos médicos salen los últimos, empujando una camilla sobre la que han
atado a Eden.
Tengo que hacer algo. Me saco del bolsillo las tres balas plateadas que me dio Tess tras
el asalto al hospital. Mientras coloco una en mi tirachinas, me viene a la mente el
recuerdo de la bola de hielo y fuego que tiré al cuartel de la policía cuando tenía siete
años. Apunto a uno de los soldados que retienen a John, tenso la goma todo lo que
puedo y disparo.
La bala le golpea el cuello con tanta fuerza que veo cómo salta la sangre, y el soldado
se desploma aferrándose la máscara con desesperación. Los demás levantan la mirada
y apuntan sus armas hacia el tejado. Me agazapo tras la chimenea.
La chica da un paso al frente.
—Day… —su voz resuena por toda la calle; debo de estar delirando, porque me parece
percibir en ella algo parecido a la compasión—. Sé que estás aquí, y sé por qué.
Abarca con un ademán a John y a mi madre. Eden ya está dentro del furgón.
Mi madre acaba de enterarse de que soy ese criminal que aparece a diario en las
pantallas gigantes. Me quedo callado, cargo otra bala en el tirachinas y apunto a la
chica.
—Quieres que tu familia esté segura. Lo entiendo —continúa—. Yo también quería que
mi familia estuviera a salvo.
Tenso la goma.
La voz de la chica se vuelve tensa, casi suplicante.
—Te estoy dando la oportunidad de salvarlos. Entrégate, Day, y nadie saldrá herido.
Uno de los soldados que la flanquean eleva el cañón del arma y suelto la goma en un
acto reflejo. La bala le da en la rodilla y le hace caer hacia delante. Sus compañeros
empiezan a disparar mientras yo me pego a la chimenea. Saltan chispas por todas
partes. Aprieto los dientes y cierro los ojos: no puedo hacer nada. Estoy indefenso.
Cuando el fuego cesa, me asomo un poco y veo que la chica sigue de pie donde estaba.
La comandante se cruza de brazos, pero la chica ni siquiera parpadea.
Entonces, la comandante da un paso hacia adelante. Cuando la chica hace ademán de
protestar, la aparta a un lado.
—No puedes quedarte ahí para siempre —dice en un tono mucho más frío que el de la
chica—. Sé que no dejarás morir a tu familia.
Coloco mi última bala en el tirachinas y apunto directamente hacia ella. Pasan los
segundos. La comandante menea la cabeza al ver que no contesto.
—Muy bien, Iparis —le dice a la chica—. Lo hemos intentado a tu manera. Ahora
probaremos con la mía —se vuelve hacia el capitán de pelo negro y le hace un gesto—.
Actúe.
Sin darme tiempo a reaccionar, el capitán levanta la pistola, apunta a mi madre y le
pega un tiro en la cabeza.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
La mujer ni siquiera ha caído a tierra cuando veo que el chico se lanza desde el tejado.
Me quedo helada: se suponía que esto no iba a ser así. No tenía que haber víctimas. La
comandante Jameson no me dijo que pensara matar a nadie; solo teníamos que
llevarlos a la intendencia de Batalla para interrogarlos. Vuelvo la mirada hacia Thomas,
esperando verle tan horrorizado como yo. Pero está inmóvil, inexpresivo, con el arma
todavía desenfundada.
—¡Atrápenlo! —grita la comandante. El chico cae sobre un soldado y lo derriba entre
una nube de tierra—. ¡Lo queremos vivo!
El chico —o Day, porque ya no cabe duda de que es él— suelta un grito desgarrador y
se lanza contra el siguiente soldado, aunque no tiene ninguna oportunidad: está
rodeado. Se las arregla para quitarle el arma, pero otro militar se la arranca de las
manos.
La comandante Jameson me mira de soslayo y desenfunda su pistola. La imagen de
Metias me cruza por la mente.
—¡Comandante, no!
—No pienso dejar que mate a mis efectivos —replica ella.
Apunta a la pierna derecha de Day y dispara. No da en el blanco (la bala iba dirigida a la
rodilla), pero le acierta en un muslo. Day ruge de dolor y cae en medio del círculo de
soldados; su gorra sale disparada y su cabello rubio se desparrama por el suelo. Un
soldado lo deja fuera de combate de una patada, y varios de sus compañeros lo
esposan, le vendan los ojos y lo amordazan antes de meterlo en un todoterreno.
Cuando logro reaccionar dirijo la mirada hacia el otro prisionero: es un hombre joven,
seguramente hermano o primo de Day. Grita algo ininteligible mientras los soldados lo
meten a la fuerza en otro coche.
Miro a mi alrededor: Thomas me dirige una mirada de aprobación, con la mascarilla
todavía puesta. La comandante Jamenson, sin embargo, me observa con el ceño
fruncido.
—Ya veo por qué en Drake te ganaste fama de alborotadora —gruñe—. Esto no es la
universidad. No cuestiones mis órdenes.
Una parte de mí quiere pedir disculpas, pero me siento abrumada por todo lo que ha
pasado. Estoy demasiado enfadada, nerviosa o aliviada, no sabría decir qué.
—¿Y el plan que habíamos acordado? Comandante, con todo el respeto, no se habló en
ningún momento de víctimas civiles.
Ella me responde con una carcajada áspera.
—Mira, Iparis, no tenía ganas de pasarme horas negociando. Esto ha sido mucho más
eficaz… más convincente para nuestro objetivo, por así decirlo —aparta la vista—.
Bueno, ya está. Sube al coche. Volvemos al cuartel.
Hace un gesto rápido con la mano y Thomas suelta una orden seca. Los soldados
recuperan rápidamente la formación mientras ella monta en el primer todoterreno.
Thomas se acerca y me hace un saludo militar con aire desenfadado.
—Te felicito, June —sonríe—. Los has conseguido. ¡Vaya éxito! ¿Viste la cara que puso
Day?
Acabas de matar a una persona. No puedo mirarle a la cara; me gustaría preguntarle
cómo puede obedecer tan ciegamente, pero soy incapaz. Mi mirada vaga hasta toparse
con el cuerpo de la mujer, tirado sobre el pavimento. Los médicos ya han rodeado a los
tres soldados heridos. Sé que los meterán con cuidado en el furgón médico y los
llevarán hasta el cuartel, y que el cadáver de la mujer se quedará aquí abandonado.
Algunos vecinos se asoman por las ventanas del otro lado de la calle. Al ver el cuerpo,
varios vuelven a meterse rápidamente y otros nos contemplan con timidez. Una
pequeña parte de mí desea sonreír y saborear el triunfo, la venganza por la muerte de
mi hermano; pero por más que me concentro, no me inunda esa sensación. Aprieto los
puños. El charco de sangre que se extiende bajo la mujer empieza a darme náuseas.
Recuerda, me digo. Day mató a Metias. Day mató a Metias.
Las palabras resuenan en mi mente, vacías e inciertas.
—Sí —le digo a Thomas, y mi voz suena como la de una extraña—. Creo que lo he
conseguido.
La mujer ni siquiera ha caído a tierra cuando veo que el chico se lanza desde el tejado.
Me quedo helada: se suponía que esto no iba a ser así. No tenía que haber víctimas. La
comandante Jameson no me dijo que pensara matar a nadie; solo teníamos que
llevarlos a la intendencia de Batalla para interrogarlos. Vuelvo la mirada hacia Thomas,
esperando verle tan horrorizado como yo. Pero está inmóvil, inexpresivo, con el arma
todavía desenfundada.
—¡Atrápenlo! —grita la comandante. El chico cae sobre un soldado y lo derriba entre
una nube de tierra—. ¡Lo queremos vivo!
El chico —o Day, porque ya no cabe duda de que es él— suelta un grito desgarrador y
se lanza contra el siguiente soldado, aunque no tiene ninguna oportunidad: está
rodeado. Se las arregla para quitarle el arma, pero otro militar se la arranca de las
manos.
La comandante Jameson me mira de soslayo y desenfunda su pistola. La imagen de
Metias me cruza por la mente.
—¡Comandante, no!
—No pienso dejar que mate a mis efectivos —replica ella.
Apunta a la pierna derecha de Day y dispara. No da en el blanco (la bala iba dirigida a la
rodilla), pero le acierta en un muslo. Day ruge de dolor y cae en medio del círculo de
soldados; su gorra sale disparada y su cabello rubio se desparrama por el suelo. Un
soldado lo deja fuera de combate de una patada, y varios de sus compañeros lo
esposan, le vendan los ojos y lo amordazan antes de meterlo en un todoterreno.
Cuando logro reaccionar dirijo la mirada hacia el otro prisionero: es un hombre joven,
seguramente hermano o primo de Day. Grita algo ininteligible mientras los soldados lo
meten a la fuerza en otro coche.
Miro a mi alrededor: Thomas me dirige una mirada de aprobación, con la mascarilla
todavía puesta. La comandante Jamenson, sin embargo, me observa con el ceño
fruncido.
—Ya veo por qué en Drake te ganaste fama de alborotadora —gruñe—. Esto no es la
universidad. No cuestiones mis órdenes.
Una parte de mí quiere pedir disculpas, pero me siento abrumada por todo lo que ha
pasado. Estoy demasiado enfadada, nerviosa o aliviada, no sabría decir qué.
—¿Y el plan que habíamos acordado? Comandante, con todo el respeto, no se habló en
ningún momento de víctimas civiles.
Ella me responde con una carcajada áspera.
—Mira, Iparis, no tenía ganas de pasarme horas negociando. Esto ha sido mucho más
eficaz… más convincente para nuestro objetivo, por así decirlo —aparta la vista—.
Bueno, ya está. Sube al coche. Volvemos al cuartel.
Hace un gesto rápido con la mano y Thomas suelta una orden seca. Los soldados
recuperan rápidamente la formación mientras ella monta en el primer todoterreno.
Thomas se acerca y me hace un saludo militar con aire desenfadado.
—Te felicito, June —sonríe—. Los has conseguido. ¡Vaya éxito! ¿Viste la cara que puso
Day?
Acabas de matar a una persona. No puedo mirarle a la cara; me gustaría preguntarle
cómo puede obedecer tan ciegamente, pero soy incapaz. Mi mirada vaga hasta toparse
con el cuerpo de la mujer, tirado sobre el pavimento. Los médicos ya han rodeado a los
tres soldados heridos. Sé que los meterán con cuidado en el furgón médico y los
llevarán hasta el cuartel, y que el cadáver de la mujer se quedará aquí abandonado.
Algunos vecinos se asoman por las ventanas del otro lado de la calle. Al ver el cuerpo,
varios vuelven a meterse rápidamente y otros nos contemplan con timidez. Una
pequeña parte de mí desea sonreír y saborear el triunfo, la venganza por la muerte de
mi hermano; pero por más que me concentro, no me inunda esa sensación. Aprieto los
puños. El charco de sangre que se extiende bajo la mujer empieza a darme náuseas.
Recuerda, me digo. Day mató a Metias. Day mató a Metias.
Las palabras resuenan en mi mente, vacías e inciertas.
—Sí —le digo a Thomas, y mi voz suena como la de una extraña—. Creo que lo he
conseguido.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Segunda Parte
La chica que rompe el
cristal
DAY
Todo está borroso. Armas, gritos, un chapoteo de agua helada en mi cabeza. El
chasquido de una llave que gira en una cerradura, el olor metálico de la sangre. Me
contemplan máscaras de gas. Alguien grita. La sirena de un furgón médico aúlla sin
parar. Quiero que se detenga; busco un interruptor, pero noto los brazos raros. No
puedo moverlos. La pierna izquierda me duele tanto que las lágrimas me corren por las
mejillas. Tal vez me la corten.
Mi mente repite una y otra vez el momento en que el capitán disparó a mi madre, como
una película atascada en una escena. No entiendo por qué no se aparta. Le grito que se
mueva, que se agache, que haga algo. Pero se queda quieta hasta que la bala la alcanza
y luego se desploma. Tiene los ojos fijos en mí. Pero no es por mi culpa. No. No.
Al cabo de una eternidad, consigo enfocar la vista. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro,
cinco días? ¿Un mes, tal vez? No tengo ni idea. Cuando por fin vuelvo en mí, veo que
estoy en una celda diminuta sin ventanas, solo cuatro paredes de metal. Dos soldados
montan guardia a los lados de una puerta como la de una cámara acorazada. Siento la
lengua agrietada, pastosa. Las lágrimas me han dejado acartonada la piel. Mis muñecas
están sujetas al respaldo de una silla con algo que parecen esposas de metal. Tardo un
poco en darme cuenta de que estoy sentado. El pelo me cae sobre la cara, y tengo la
camiseta manchada de sangre. El pánico se apodera de mí: Mi gorra. Estoy al
descubierto.
Un latigazo me recorre la pierna izquierda. Nunca había sentido un dolor así, ni siquiera
cuando me hicieron el primer corte en la rodilla. Estoy bañado en sudor frío y veo luces
de colores. En este momento, daría cualquier cosa por tener un analgésico o hielo para
colocármelo sobre el muslo herido, o incluso por tener otra bala que pusiera fin a mis
sufrimientos. Tess, te necesito. ¿Dónde estás?
Cuando me atrevo a examinar mi pierna, me sorprende descubrir que está envuelta en
un vendaje empapado en sangre.
Uno de los militares nota que me revuelvo y se lleva la mano al oído.
—Está despierto, comandante.
Unos minutos más tarde —o puede que hayan sido horas—, la puerta se abre y deja
paso a la oficial que ordenó que mataran a mi madre. Lleva puesto el uniforme
completo, con capa y todo, y las tres flechas de su insignia despiden reflejos plateados
bajo los fluorescentes. Electricidad: estoy en un edificio oficial.
La comandante ordena algo en voz baja a los soldados que vigilan la puerta, y luego la
cierra y se pasea hacia mí con una gran sonrisa. Una neblina roja me emborrona la
visión; no sé si la produce el dolor de la pierna o la rabia. La oficial se detiene delante de
la silla y se inclina sobre mí.
—Mi querido muchacho... —susurra, y me doy cuenta de que está disfrutando del
momento—. Cuando me dijeron que ya estabas despierto, me puse tan contenta que
tuve que venir a comprobarlo. Deberías estar satisfecho: los médicos dicen que no te
has contagiado de la peste. Una suerte, teniendo en cuenta que te has mezclado con
esos pobres desgraciados a los que llamas familia.
Echo la cabeza hacia atrás y escupo, tratando sin éxito de acertarle en la cara. Aunque
apenas muevo la pierna, el dolor es desgarrador: la noto al rojo vivo.
—Eres un chico muy guapo —me ofrece una sonrisa llena de veneno—. Es una pena
que escogieras la vida criminal. Podrías haber sido famoso, ¿sabes? Con esa cara tan
bonita... Habrías tenido vacunas gratuitas todos los años. ¿No te parece que hubiera
estado bien?
Le arrancaría toda la piel de la cara si no estuviera atado.
—¿Dónde están mis hermanos? —pregunto; mi voz es un graznido ronco—. ¿Qué han
hecho con Eden?
La comandante se limita a sonreír y hace un gesto en dirección a los soldados.
—Créeme: me encantaría quedarme a charlar contigo, pero tengo que dirigir unas
maniobras. Te dejo con alguien que tiene muchas más ganas de estar aquí que yo. Ella
se encargará de todo.
Se da la vuelta y sale sin mirar atrás. Entonces, otra persona —más baja, de figura
delicada— entra en la celda con un revoloteo de su capa negra. Pantalones recién
planchados, botas relucientes, cara lavada... La chica está impecable, su larga melena
oscura recogida en una coleta tirante. Va de uniforme: las charreteras doradas brillan
en lo alto de su capa militar, lleva cordones blancos en los hombros y una insignia con
dos flechas cosida en una manga. La capa negra ribeteada en oro cae hasta el piso,
sujeta en el cuello por un nudo Canto. Me sorprende lo joven que parece, incluso más
que cuando la conocí; es extraño que la República otorgue un rango tan alto a una
chica de mi edad. Le miro la boca: los mismos labios que besé están ahora cubiertos por
una capa de brillo. Un pensamiento absurdo me invade la mente: si no fuera culpable
de la muerte de mi madre, si no me hubieran capturado por su culpa, si no deseara
matarla, la encontraría impresionante. Casi me dan ganas de reír.
Ella se da cuenta de que la he reconocido.
—Supongo que este encuentro te hace tanta ilusión como a mí. Considera un acto de
bondad extrema que haya pedido que te vendaran la pierna —dice en tono seco—. Te
quiero ver en pie el día que te ejecuten, y no deseo que mueras antes por culpa de una
infección.
—Gracias. Eres muy amable.
—Así que tú eres Day —repone ella haciendo caso omiso de mi sarcasmo.
Me quedo callado.
La chica se cruza de brazos y me dedica una mirada penetrante.
—Aunque debería llamarte Daniel, ¿no? Daniel Altan Wing. Conseguí sacarle esa
información a tu hermano mayor.
La mención de John hace que me incline involuntariamente hacia delante. Lo lamento
de inmediato: la pierna me estalla de dolor.
—¿Dónde están mis hermanos?
Su expresión no varía. Ni siquiera pestañea.
—Ya no son de tu incumbencia.
Avanza varios pasos con la precisión y la seguridad propias de la elite de la República.
Lo disimuló de una forma sorprendente cuando la conocí; pensarlo me enfada todavía
más.
—Así es como funciona esto, Wing —dice en tono seco—. Te voy a hacer una pregunta
y tú me vas a dar una respuesta. Empecemos con algo sencillo: ¿cuántos años tienes?
Clavo los ojos en los suyos.
—No debería haberte salvado en aquella pelea de skiz. Tendría que haber dejado que
murieras.
La chica baja la vista, se saca la pistola del cinturón y me cruza la cara con la culata. Por
un instante no veo más que una luz cegadora, y luego noto el sabor de la sangre en la
boca. Oigo un chasquido y siento el frío del metal contra la sien.
—Respuesta equivocada. Voy a ser clara: si me das otra respuesta incorrecta, me
aseguraré de que los gritos de tu hermano John se oigan desde aquí. A la tercera
respuesta equivocada, sonarán también los gritos de tu hermano Eden.
John y Eden. Por lo menos, los dos están vivos. De pronto caigo en la cuenta de que la
pistola no está cargada: el gatillo ha producido un sonido hueco. No me quiere matar.
Solamente va a golpearme con la culata.
La chica no aparta el arma.
—¿Cuántos años tienes?
—Quince.
—Mucho mejor —baja la pistola un poco—. Y ahora llega el momento de que confieses
algunas cosas. ¿Entraste por la fuerza en el banco Arcadia?
El lugar de los diez segundos.
—Sí.
—Entonces, fuiste tú quien se llevó de allí dieciséis mil quinientos billetes.
—Exacto.
—¿Reconoces haber destrozado el Departamento de Defensa Interna hace dos años y
haber saboteado los motores de dos aviones de guerra?
—Sí.
—¿Prendiste fuego a diez aviones de combate que estaban estacionados en la base
aérea de Burbank, preparados para dirigirse al frente?
—También; la verdad es que fue divertido.
—¿Asaltaste a un cadete que estaba de guardia en la frontera del sector Alta, en una
zona en cuarentena?
—Lo até y repartí alimentos entre las familias enfermas. Qué gran delito, ¿verdad?
La chica continúa recitando mis hazañas, incluidas algunas que apenas recuerdo. Luego
menciona un delito más: el último.
—¿Irrumpiste en la planta tercera del hospital central de Los Ángeles para robar
suministros médicos? ¿Causaste la muerte de un capitán de la policía militar durante la
incursión?
Subo la barbilla.
—Te refieres a un capitán llamado Metias, ¿verdad?
—Correcto —me dirige una mirada gélida—. Mi hermano.
De modo que esa es la razón por la que me ha dado caza. Tomo aire.
—Tu hermano... Yo no lo maté. No podría haberlo hecho. A diferencia de ustedes, yo
no mato a la gente. Nunca.
La chica no contesta. Nos miramos y por un instante me invade una absurda oleada de
compasión que desecho rápidamente. No puedo sentir lástima por una agente de la
República.
Se gira hacia uno de los soldados de la puerta.
—El prisionero de la celda 6822. Córtenle los dedos.
Me abalanzo hacia ella, pero las esposas me retienen. La pierna me explota de dolor.
No estoy acostumbrado a que nadie tenga tal poder sobre mí.
—¡Sí, yo entré en el hospital! —grito—. ¡Pero hablo en serio cuando digo que no lo
maté! De acuerdo, lo herí: tenía que escapar y él intentó detenerme. Pero es imposible
que lo matara; solo le hice una herida en el hombro con el cuchillo. Por favor… de
verdad, responderé a tus preguntas. ¡Te he contestado a todas hasta ahora!
La chica me observa.
—¿Nada más que un hombro herido? Deberías haberte parado a comprobarlo.
Sus ojos desprenden una cólera tan profunda que me siento desconcertado. Intento
recordar la noche en la que me enfrenté a Metias. Él me apuntó con la pistola, y yo le
lancé el cuchillo y le di... en el hombro. Estoy seguro.
¿O no?
La chica le ordena al soldado que espere.
—De acuerdo con la base de datos de la República —dice—, Daniel Altan Wing murió
de viruela hace cinco años en uno de nuestros campos de trabajo.
Resoplo. «Uno de nuestros campos de trabajo». Sí, claro, y el Elector gana su puesto
democráticamente cada cuatro años. ¿De verdad se cree toda la basura y las mentiras
que le han contado, o es que está burlándose de mí? Me viene a la memoria un antiguo
recuerdo: una aguja penetrando en mis ojos, una fría camilla de metal, un foco que me
ciega. La imagen se desvanece de inmediato.
—Daniel está muerto —replico—. Lo dejé atrás hace mucho.
—Cuando comenzaste a hacer travesuras en las calles, supongo. Cinco años atrás. Te
acostumbraste a salir impune y bajaste la guardia, ¿no crees? ¿Alguna vez has trabajado
para alguien? ¿Te han contratado? ¿Has estado vinculado a los Patriotas?
Niego con la cabeza. Una pregunta terrible empieza a abrirse paso en mi mente. ¿Qué
habrá hecho con Tess?
—No. Han intentado reclutarme, pero prefiero trabajar solo.
—¿Cómo escapaste del campo de trabajo? ¿Cómo es que acabaste cometiendo actos
de terrorismo por toda la ciudad de Los Ángeles, cuando deberías haber estado
sirviendo a la República?
—Eso da igual, ¿no? Ahora estoy aquí.
Esta vez creo que le he tocado una fibra sensible, porque da una patada a la silla y me
estampa la cabeza contra la pared. Por un momento lo veo todo negro.
—Voy a decirte una cosa: no da igual —masculla—. Porque si no hubieras escapado, mi
hermano seguiría vivo. Y quiero asegurarme de que ninguna escoria callejera asignada a
los campos de trabajo escapa del sistema, para que esto nunca se vuelva a repetir.
Me río en su cara. El dolor de la pierna no hace más que aumentar mi rabia.
—Ah, ¿así que eso es lo que te preocupa? ¿Que un puñado de fracasados consiga
escapar de la muerte? Hay que ver lo peligrosos que son esos niños de diez años, ¿eh?
Te estoy diciendo que te equivocas. Yo no maté a tu hermano. Tú, sin embargo, has
asesinado a mi madre. ¡Solo te faltó empuñar la pistola que la mató!
El rostro de la chica se endurece, pero noto que vacila bajo su máscara impertérrita y,
por un instante, veo a la persona que conocí en la calle. Se acerca tanto a mí que sus
labios rozan mi oreja y su aliento me cosquillea en la piel. Un escalofrío me recorre la
espina dorsal. Baja el tono de voz hasta que se convierte en un susurro que solo yo
puedo escuchar.
—Siento lo de tu madre. La comandante me aseguró que no habría daños colaterales,
pero no cumplió su palabra. Yo... —se le rompe la voz; esto suena casi como una
disculpa, pero es demasiado tarde para pedir perdón—. Ojalá hubiera podido detener a
Thomas. Tú y yo somos enemigos, no te equivoques, pero... preferiría que eso no
hubiera sucedido —se endereza y hace ademán de marcharse—. Hemos terminado por
ahora.
—Espera —digo, haciendo un esfuerzo por controlar la rabia. La pregunta en la que no
quiero ni pensar sale antes de que pueda detenerla—. ¿Está viva? ¿Qué han hecho con
ella?
La chica se vuelve; por la expresión de su cara, está claro que sabe perfectamente de
quién hablo. Tess. ¿Está viva? Me preparo para lo peor.
—Ni idea. No tengo ningún interés en ese asunto —dice meneando la cabeza, y le hace
un gesto a uno de los guardas—. No le den agua durante todo el día. Llévenlo a la celda
del extremo del pasillo, a ver si mañana por la mañana está un poco más dócil.
Me resulta extraño ver cuadrarse a un soldado ante alguien tan joven.
Ha ocultado la existencia de Tess. ¿Por mí? ¿Por ella?
La chica se va y me quedo a solas con los soldados. Me levantan y me arrastran hasta la
puerta. Mi pierna herida rebota sobre las baldosas; no puedo contener las lágrimas. El
dolor me marea, me ahoga en un pozo sin fondo. Me obligan a recorrer un corredor
que parece medir un kilómetro de largo. Por todas partes se ven soldados y médicos
con gafas protectoras y guantes blancos. Deben de haberme traído al ala médica por lo
de la pierna.
La cabeza se me cae hacia delante. No aguanto más. Me viene a la mente la imagen de
mi madre, su cara cuando se desplomó en el suelo. ¡Yo no lo hice! Quiero gritar, pero no
puedo: el dolor de la pierna copa todos mis sentidos.
Por lo menos, Tess está a salvo. Ojalá pudiera avisarla, pedirle que se vaya de California,
que huya tan rápido como pueda.
Y entonces, en medio del pasillo, distingo algo que me llama la atención. Es un número
rojo —un cero—, del mismo estilo que los que vi bajo el porche de mi casa y a la orilla
del lago. Aquí. Giro la cabeza para verlo mejor. La puerta es opaca, pero cuando
pasamos a su lado se abre para dejar paso a una figura cubierta por un mono blanco y
una máscara de gas, y consigo echar un vistazo al interior de la sala. Un plástico que
cubre una camilla. El bulto de un cuerpo. Sobre el plástico hay una equis roja.
La puerta se cierra y seguimos avanzando.
Mi mente procesa una serie de imágenes: los números rojos; la equis de tres aspas en la
puerta de mi casa; el furgón médico que se llevó a Eden; los ojos de Eden, negros por la
sangre.
Quieren algo de mi hermano pequeño. Algo que tiene que ver con su enfermedad.
Vuelvo a recordar esa extraña equis.
¿Y si Eden no enfermó por casualidad? ¿Y si nadie se contagiara de la peste por
accidente?
La chica que rompe el
cristal
DAY
Todo está borroso. Armas, gritos, un chapoteo de agua helada en mi cabeza. El
chasquido de una llave que gira en una cerradura, el olor metálico de la sangre. Me
contemplan máscaras de gas. Alguien grita. La sirena de un furgón médico aúlla sin
parar. Quiero que se detenga; busco un interruptor, pero noto los brazos raros. No
puedo moverlos. La pierna izquierda me duele tanto que las lágrimas me corren por las
mejillas. Tal vez me la corten.
Mi mente repite una y otra vez el momento en que el capitán disparó a mi madre, como
una película atascada en una escena. No entiendo por qué no se aparta. Le grito que se
mueva, que se agache, que haga algo. Pero se queda quieta hasta que la bala la alcanza
y luego se desploma. Tiene los ojos fijos en mí. Pero no es por mi culpa. No. No.
Al cabo de una eternidad, consigo enfocar la vista. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro,
cinco días? ¿Un mes, tal vez? No tengo ni idea. Cuando por fin vuelvo en mí, veo que
estoy en una celda diminuta sin ventanas, solo cuatro paredes de metal. Dos soldados
montan guardia a los lados de una puerta como la de una cámara acorazada. Siento la
lengua agrietada, pastosa. Las lágrimas me han dejado acartonada la piel. Mis muñecas
están sujetas al respaldo de una silla con algo que parecen esposas de metal. Tardo un
poco en darme cuenta de que estoy sentado. El pelo me cae sobre la cara, y tengo la
camiseta manchada de sangre. El pánico se apodera de mí: Mi gorra. Estoy al
descubierto.
Un latigazo me recorre la pierna izquierda. Nunca había sentido un dolor así, ni siquiera
cuando me hicieron el primer corte en la rodilla. Estoy bañado en sudor frío y veo luces
de colores. En este momento, daría cualquier cosa por tener un analgésico o hielo para
colocármelo sobre el muslo herido, o incluso por tener otra bala que pusiera fin a mis
sufrimientos. Tess, te necesito. ¿Dónde estás?
Cuando me atrevo a examinar mi pierna, me sorprende descubrir que está envuelta en
un vendaje empapado en sangre.
Uno de los militares nota que me revuelvo y se lleva la mano al oído.
—Está despierto, comandante.
Unos minutos más tarde —o puede que hayan sido horas—, la puerta se abre y deja
paso a la oficial que ordenó que mataran a mi madre. Lleva puesto el uniforme
completo, con capa y todo, y las tres flechas de su insignia despiden reflejos plateados
bajo los fluorescentes. Electricidad: estoy en un edificio oficial.
La comandante ordena algo en voz baja a los soldados que vigilan la puerta, y luego la
cierra y se pasea hacia mí con una gran sonrisa. Una neblina roja me emborrona la
visión; no sé si la produce el dolor de la pierna o la rabia. La oficial se detiene delante de
la silla y se inclina sobre mí.
—Mi querido muchacho... —susurra, y me doy cuenta de que está disfrutando del
momento—. Cuando me dijeron que ya estabas despierto, me puse tan contenta que
tuve que venir a comprobarlo. Deberías estar satisfecho: los médicos dicen que no te
has contagiado de la peste. Una suerte, teniendo en cuenta que te has mezclado con
esos pobres desgraciados a los que llamas familia.
Echo la cabeza hacia atrás y escupo, tratando sin éxito de acertarle en la cara. Aunque
apenas muevo la pierna, el dolor es desgarrador: la noto al rojo vivo.
—Eres un chico muy guapo —me ofrece una sonrisa llena de veneno—. Es una pena
que escogieras la vida criminal. Podrías haber sido famoso, ¿sabes? Con esa cara tan
bonita... Habrías tenido vacunas gratuitas todos los años. ¿No te parece que hubiera
estado bien?
Le arrancaría toda la piel de la cara si no estuviera atado.
—¿Dónde están mis hermanos? —pregunto; mi voz es un graznido ronco—. ¿Qué han
hecho con Eden?
La comandante se limita a sonreír y hace un gesto en dirección a los soldados.
—Créeme: me encantaría quedarme a charlar contigo, pero tengo que dirigir unas
maniobras. Te dejo con alguien que tiene muchas más ganas de estar aquí que yo. Ella
se encargará de todo.
Se da la vuelta y sale sin mirar atrás. Entonces, otra persona —más baja, de figura
delicada— entra en la celda con un revoloteo de su capa negra. Pantalones recién
planchados, botas relucientes, cara lavada... La chica está impecable, su larga melena
oscura recogida en una coleta tirante. Va de uniforme: las charreteras doradas brillan
en lo alto de su capa militar, lleva cordones blancos en los hombros y una insignia con
dos flechas cosida en una manga. La capa negra ribeteada en oro cae hasta el piso,
sujeta en el cuello por un nudo Canto. Me sorprende lo joven que parece, incluso más
que cuando la conocí; es extraño que la República otorgue un rango tan alto a una
chica de mi edad. Le miro la boca: los mismos labios que besé están ahora cubiertos por
una capa de brillo. Un pensamiento absurdo me invade la mente: si no fuera culpable
de la muerte de mi madre, si no me hubieran capturado por su culpa, si no deseara
matarla, la encontraría impresionante. Casi me dan ganas de reír.
Ella se da cuenta de que la he reconocido.
—Supongo que este encuentro te hace tanta ilusión como a mí. Considera un acto de
bondad extrema que haya pedido que te vendaran la pierna —dice en tono seco—. Te
quiero ver en pie el día que te ejecuten, y no deseo que mueras antes por culpa de una
infección.
—Gracias. Eres muy amable.
—Así que tú eres Day —repone ella haciendo caso omiso de mi sarcasmo.
Me quedo callado.
La chica se cruza de brazos y me dedica una mirada penetrante.
—Aunque debería llamarte Daniel, ¿no? Daniel Altan Wing. Conseguí sacarle esa
información a tu hermano mayor.
La mención de John hace que me incline involuntariamente hacia delante. Lo lamento
de inmediato: la pierna me estalla de dolor.
—¿Dónde están mis hermanos?
Su expresión no varía. Ni siquiera pestañea.
—Ya no son de tu incumbencia.
Avanza varios pasos con la precisión y la seguridad propias de la elite de la República.
Lo disimuló de una forma sorprendente cuando la conocí; pensarlo me enfada todavía
más.
—Así es como funciona esto, Wing —dice en tono seco—. Te voy a hacer una pregunta
y tú me vas a dar una respuesta. Empecemos con algo sencillo: ¿cuántos años tienes?
Clavo los ojos en los suyos.
—No debería haberte salvado en aquella pelea de skiz. Tendría que haber dejado que
murieras.
La chica baja la vista, se saca la pistola del cinturón y me cruza la cara con la culata. Por
un instante no veo más que una luz cegadora, y luego noto el sabor de la sangre en la
boca. Oigo un chasquido y siento el frío del metal contra la sien.
—Respuesta equivocada. Voy a ser clara: si me das otra respuesta incorrecta, me
aseguraré de que los gritos de tu hermano John se oigan desde aquí. A la tercera
respuesta equivocada, sonarán también los gritos de tu hermano Eden.
John y Eden. Por lo menos, los dos están vivos. De pronto caigo en la cuenta de que la
pistola no está cargada: el gatillo ha producido un sonido hueco. No me quiere matar.
Solamente va a golpearme con la culata.
La chica no aparta el arma.
—¿Cuántos años tienes?
—Quince.
—Mucho mejor —baja la pistola un poco—. Y ahora llega el momento de que confieses
algunas cosas. ¿Entraste por la fuerza en el banco Arcadia?
El lugar de los diez segundos.
—Sí.
—Entonces, fuiste tú quien se llevó de allí dieciséis mil quinientos billetes.
—Exacto.
—¿Reconoces haber destrozado el Departamento de Defensa Interna hace dos años y
haber saboteado los motores de dos aviones de guerra?
—Sí.
—¿Prendiste fuego a diez aviones de combate que estaban estacionados en la base
aérea de Burbank, preparados para dirigirse al frente?
—También; la verdad es que fue divertido.
—¿Asaltaste a un cadete que estaba de guardia en la frontera del sector Alta, en una
zona en cuarentena?
—Lo até y repartí alimentos entre las familias enfermas. Qué gran delito, ¿verdad?
La chica continúa recitando mis hazañas, incluidas algunas que apenas recuerdo. Luego
menciona un delito más: el último.
—¿Irrumpiste en la planta tercera del hospital central de Los Ángeles para robar
suministros médicos? ¿Causaste la muerte de un capitán de la policía militar durante la
incursión?
Subo la barbilla.
—Te refieres a un capitán llamado Metias, ¿verdad?
—Correcto —me dirige una mirada gélida—. Mi hermano.
De modo que esa es la razón por la que me ha dado caza. Tomo aire.
—Tu hermano... Yo no lo maté. No podría haberlo hecho. A diferencia de ustedes, yo
no mato a la gente. Nunca.
La chica no contesta. Nos miramos y por un instante me invade una absurda oleada de
compasión que desecho rápidamente. No puedo sentir lástima por una agente de la
República.
Se gira hacia uno de los soldados de la puerta.
—El prisionero de la celda 6822. Córtenle los dedos.
Me abalanzo hacia ella, pero las esposas me retienen. La pierna me explota de dolor.
No estoy acostumbrado a que nadie tenga tal poder sobre mí.
—¡Sí, yo entré en el hospital! —grito—. ¡Pero hablo en serio cuando digo que no lo
maté! De acuerdo, lo herí: tenía que escapar y él intentó detenerme. Pero es imposible
que lo matara; solo le hice una herida en el hombro con el cuchillo. Por favor… de
verdad, responderé a tus preguntas. ¡Te he contestado a todas hasta ahora!
La chica me observa.
—¿Nada más que un hombro herido? Deberías haberte parado a comprobarlo.
Sus ojos desprenden una cólera tan profunda que me siento desconcertado. Intento
recordar la noche en la que me enfrenté a Metias. Él me apuntó con la pistola, y yo le
lancé el cuchillo y le di... en el hombro. Estoy seguro.
¿O no?
La chica le ordena al soldado que espere.
—De acuerdo con la base de datos de la República —dice—, Daniel Altan Wing murió
de viruela hace cinco años en uno de nuestros campos de trabajo.
Resoplo. «Uno de nuestros campos de trabajo». Sí, claro, y el Elector gana su puesto
democráticamente cada cuatro años. ¿De verdad se cree toda la basura y las mentiras
que le han contado, o es que está burlándose de mí? Me viene a la memoria un antiguo
recuerdo: una aguja penetrando en mis ojos, una fría camilla de metal, un foco que me
ciega. La imagen se desvanece de inmediato.
—Daniel está muerto —replico—. Lo dejé atrás hace mucho.
—Cuando comenzaste a hacer travesuras en las calles, supongo. Cinco años atrás. Te
acostumbraste a salir impune y bajaste la guardia, ¿no crees? ¿Alguna vez has trabajado
para alguien? ¿Te han contratado? ¿Has estado vinculado a los Patriotas?
Niego con la cabeza. Una pregunta terrible empieza a abrirse paso en mi mente. ¿Qué
habrá hecho con Tess?
—No. Han intentado reclutarme, pero prefiero trabajar solo.
—¿Cómo escapaste del campo de trabajo? ¿Cómo es que acabaste cometiendo actos
de terrorismo por toda la ciudad de Los Ángeles, cuando deberías haber estado
sirviendo a la República?
—Eso da igual, ¿no? Ahora estoy aquí.
Esta vez creo que le he tocado una fibra sensible, porque da una patada a la silla y me
estampa la cabeza contra la pared. Por un momento lo veo todo negro.
—Voy a decirte una cosa: no da igual —masculla—. Porque si no hubieras escapado, mi
hermano seguiría vivo. Y quiero asegurarme de que ninguna escoria callejera asignada a
los campos de trabajo escapa del sistema, para que esto nunca se vuelva a repetir.
Me río en su cara. El dolor de la pierna no hace más que aumentar mi rabia.
—Ah, ¿así que eso es lo que te preocupa? ¿Que un puñado de fracasados consiga
escapar de la muerte? Hay que ver lo peligrosos que son esos niños de diez años, ¿eh?
Te estoy diciendo que te equivocas. Yo no maté a tu hermano. Tú, sin embargo, has
asesinado a mi madre. ¡Solo te faltó empuñar la pistola que la mató!
El rostro de la chica se endurece, pero noto que vacila bajo su máscara impertérrita y,
por un instante, veo a la persona que conocí en la calle. Se acerca tanto a mí que sus
labios rozan mi oreja y su aliento me cosquillea en la piel. Un escalofrío me recorre la
espina dorsal. Baja el tono de voz hasta que se convierte en un susurro que solo yo
puedo escuchar.
—Siento lo de tu madre. La comandante me aseguró que no habría daños colaterales,
pero no cumplió su palabra. Yo... —se le rompe la voz; esto suena casi como una
disculpa, pero es demasiado tarde para pedir perdón—. Ojalá hubiera podido detener a
Thomas. Tú y yo somos enemigos, no te equivoques, pero... preferiría que eso no
hubiera sucedido —se endereza y hace ademán de marcharse—. Hemos terminado por
ahora.
—Espera —digo, haciendo un esfuerzo por controlar la rabia. La pregunta en la que no
quiero ni pensar sale antes de que pueda detenerla—. ¿Está viva? ¿Qué han hecho con
ella?
La chica se vuelve; por la expresión de su cara, está claro que sabe perfectamente de
quién hablo. Tess. ¿Está viva? Me preparo para lo peor.
—Ni idea. No tengo ningún interés en ese asunto —dice meneando la cabeza, y le hace
un gesto a uno de los guardas—. No le den agua durante todo el día. Llévenlo a la celda
del extremo del pasillo, a ver si mañana por la mañana está un poco más dócil.
Me resulta extraño ver cuadrarse a un soldado ante alguien tan joven.
Ha ocultado la existencia de Tess. ¿Por mí? ¿Por ella?
La chica se va y me quedo a solas con los soldados. Me levantan y me arrastran hasta la
puerta. Mi pierna herida rebota sobre las baldosas; no puedo contener las lágrimas. El
dolor me marea, me ahoga en un pozo sin fondo. Me obligan a recorrer un corredor
que parece medir un kilómetro de largo. Por todas partes se ven soldados y médicos
con gafas protectoras y guantes blancos. Deben de haberme traído al ala médica por lo
de la pierna.
La cabeza se me cae hacia delante. No aguanto más. Me viene a la mente la imagen de
mi madre, su cara cuando se desplomó en el suelo. ¡Yo no lo hice! Quiero gritar, pero no
puedo: el dolor de la pierna copa todos mis sentidos.
Por lo menos, Tess está a salvo. Ojalá pudiera avisarla, pedirle que se vaya de California,
que huya tan rápido como pueda.
Y entonces, en medio del pasillo, distingo algo que me llama la atención. Es un número
rojo —un cero—, del mismo estilo que los que vi bajo el porche de mi casa y a la orilla
del lago. Aquí. Giro la cabeza para verlo mejor. La puerta es opaca, pero cuando
pasamos a su lado se abre para dejar paso a una figura cubierta por un mono blanco y
una máscara de gas, y consigo echar un vistazo al interior de la sala. Un plástico que
cubre una camilla. El bulto de un cuerpo. Sobre el plástico hay una equis roja.
La puerta se cierra y seguimos avanzando.
Mi mente procesa una serie de imágenes: los números rojos; la equis de tres aspas en la
puerta de mi casa; el furgón médico que se llevó a Eden; los ojos de Eden, negros por la
sangre.
Quieren algo de mi hermano pequeño. Algo que tiene que ver con su enfermedad.
Vuelvo a recordar esa extraña equis.
¿Y si Eden no enfermó por casualidad? ¿Y si nadie se contagiara de la peste por
accidente?
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
que triste pobre Day le mataron a su madre, es este momento ODIO mucho a June, ojala que se retuerza y no la deje vivir la conciencia, cuando se entere de que el no tuvo nada que ver con la muerte de su hermano, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 13: Me pregunto de ke seran esos numeros... Sera ke es la misma Republika kienes los enferma?
Kapi 14: Kreo ke June ya esta deslumbrada por Day y por eso no kiere irse, aunke tiene ke...
Kapi 15: Day sabe ke enkontro a su igual y ke sera dificil resistir sus enkantos..
Kapi 16: Luego de besarle y medio engancharse kon el se da kuenta kien es? Mueroooo!! Pobre June, apenas sospechaba..
Kapi 17: Pobre John, debe sentir mucha impotencia de no poder hacer nada para ayudar a Eden, y kreo ke Day fue un pokin duro kon su respuesta..
Kapi 18: Mierda! Ya le ha avisado a Thomas, ese tipo no me kae.. kreo ke es kapaz de traicionar a kualkiera, kizas hasta sea un lider de la resistencia encubierto jajajaaj
Kapi 19: Kreo ke June fue una perra poniendo a la familia de Day en medio, sobretodo porke ella no sabe a ciencia si el fue o no kien mato a Metias, sabe lo ke suponen.. No se, me apena Day, no es un mal tipo
Kapi 20: Ke pasa kon Tess si es ke realmente atrapan a Day? Es una lokura, June esta cegada de venganza y en el lado ekivokado aunke ella lo kree korrekto..
Kapi 21: Me deja kon mucha tension, no supuse ke Day no sabia ke habian matado a Metias, osea lo di komo entendido ke se hubiera enterado... Y para peor por kulpa de June akaban de matarle a su madre.. Odio a la comandante y al idiota de Thomas!!!
Kapi 22: Estoy sintiendome muy mal por Day y odiando demasiado a June y a estas alturas ya me konvenci de ke kienes mataron a Metias fueron o Thomas o Jamenson.. ay! Ke odio... pobre Day!!
Kapi 23: No puedo kreer ke June sea asi de perra a tan poka edad, me da mucha pena Day, el en realidad ha hecho kosas ilegales, pero no malas y ya sabemos ke no mato a Metias.. Estoy empezandoa a odiar furiosamente a June...
Al dia
Kapi 14: Kreo ke June ya esta deslumbrada por Day y por eso no kiere irse, aunke tiene ke...
Kapi 15: Day sabe ke enkontro a su igual y ke sera dificil resistir sus enkantos..
Kapi 16: Luego de besarle y medio engancharse kon el se da kuenta kien es? Mueroooo!! Pobre June, apenas sospechaba..
Kapi 17: Pobre John, debe sentir mucha impotencia de no poder hacer nada para ayudar a Eden, y kreo ke Day fue un pokin duro kon su respuesta..
Kapi 18: Mierda! Ya le ha avisado a Thomas, ese tipo no me kae.. kreo ke es kapaz de traicionar a kualkiera, kizas hasta sea un lider de la resistencia encubierto jajajaaj
Kapi 19: Kreo ke June fue una perra poniendo a la familia de Day en medio, sobretodo porke ella no sabe a ciencia si el fue o no kien mato a Metias, sabe lo ke suponen.. No se, me apena Day, no es un mal tipo
Kapi 20: Ke pasa kon Tess si es ke realmente atrapan a Day? Es una lokura, June esta cegada de venganza y en el lado ekivokado aunke ella lo kree korrekto..
Kapi 21: Me deja kon mucha tension, no supuse ke Day no sabia ke habian matado a Metias, osea lo di komo entendido ke se hubiera enterado... Y para peor por kulpa de June akaban de matarle a su madre.. Odio a la comandante y al idiota de Thomas!!!
Kapi 22: Estoy sintiendome muy mal por Day y odiando demasiado a June y a estas alturas ya me konvenci de ke kienes mataron a Metias fueron o Thomas o Jamenson.. ay! Ke odio... pobre Day!!
Kapi 23: No puedo kreer ke June sea asi de perra a tan poka edad, me da mucha pena Day, el en realidad ha hecho kosas ilegales, pero no malas y ya sabemos ke no mato a Metias.. Estoy empezandoa a odiar furiosamente a June...
Al dia
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Esa misma noche me arreglo de mala gana debo asistir a un baile del brazo de Thomas.
La fiesta se ha organizado para celebrar la captura de un peligroso criminal y para
recompensarnos por haberlo apresado. Al llegar, todos los soldados se desviven por
abrir las puertas y dejarme paso con galantería. Muchos me dirigen un saludo militar.
Cuando paso al lado de la gente, se quedan callados y me sonríen, y mi nombre parece
estar en boca de todos. «Esa es la chica Iparis». «Parece demasiado joven». «Solo tiene
quince años, amigo mío». «Hasta el mismísimo Elector está impresionado». Algunos
comentarios están teñidos de envidia. «No ha sido para tanto... ». «En realidad, todo
mérito es de la comandante Jameson». «No es más que una niña».
Pero digan lo que digan, todos hablan de mí.
Intento sentirme orgullosa. Mientras Thomas y yo recorremos el salón lleno de mesas
puestas para el banquete y adornadas con candelabros, le digo que apresar a Day ha
cubierto el enorme vacío que la muerte de Metias dejó en mi vida. Pero en el fondo, no
me lo creo. Todo parece falso, fuera de lugar; me da la impresión de que este lugar es
una alucinación que se romperá en pedazos si la toco.
Me siento mal, como si hubiera hecho una cosa terrible al traicionar a un chico que
confiaba en mí.
—Me alegro de que estés mejor —dice Thomas—. Al menos, Day ha servido para algo
bueno.
Su cabello está cuidadosamente peinado hacia atrás, y su pulcro uniforme de capitán
hace que parezca más alto. Posa una mano enguantada en mi antebrazo. Si lo hubiera
hecho antes de asesinar a la madre de Day, le habría sonreído, pero ahora su contacto
me provoca escalofríos. Aparto el brazo con suavidad.
Day solo ha servido para que me ponga un vestido elegante. Me gustaría decirlo en alto,
pero me callo y aliso la falda aunque no está arrugada. Thomas y la comandante
Jameson insistieron en que me arreglara mucho. No quisieron decirme por qué, y la
comandante hizo un gesto desdeñoso con la mano cuando insistí en preguntarlo.
—Por una vez en tu vida, Iparis, haz lo que se te dice sin discutir.
Luego añadió algo sobre una sorpresa, una aparición inesperada de alguien muy
querido por mí. Durante un momento absurdo, me vino a la mente mi hermano. Pensé
que alguien le había devuelto la vida de alguna forma y que aparecería en la fiesta.
Dejo que Thomas me conduzca entre la multitud de generales y altos cargos.
Acabé por elegir un corsé de color zafiro con una hilera de pequeños diamantes en el
escote. Uno de mis hombros está cubierto de encaje y el otro se oculta bajo una capa
de seda. Me he dejado la melena suelta, aunque me molesta bastante —normalmente
me aparto el pelo de la cara con una cola de caballo—. Thomas me mira de vez en
cuando y se sonroja ligeramente. No entiendo por qué, la verdad; he llevado vestidos
más bonitos que este, que me resulta demasiado moderno, asimétrico. Con lo que me
costó, un niño de los barrios bajos habría comido bien durante varios meses.
—La comandante me ha informado de que sentenciarán a Day mañana por la mañana
—observa Thomas después de saludar a un capitán del sector Emerald.
Aparto la mirada; no sé por qué, prefiero que Thomas no vea mi reacción. Parece
haberse olvidado ya de la madre de Day, como si hubieran pasado veinte años desde su
muerte. Finalmente, hago un esfuerzo por ser educada y me vuelvo hacia Thomas.
—¿Tan pronto?
—Cuanto antes mejor, ¿no? —la repentina aspereza de su tono me sobresalta—. Y
pensar que estuviste obligada a permanecer tanto tiempo junto a él... Me asombra que
no te matara mientras dormías. Yo... —Thomas me mira, y deja la frase inacabada.
Mi mente vuelve al momento en que besé a Day, a la calidez de sus labios, a sus manos
vendando mi herida. Desde que lo capturamos he intentado solucionar este
rompecabezas una y otra vez. El Day que mató a mi hermano es un criminal
despiadado, pero ¿quién es el Day que conocí en las calles? ¿Quién es ese chico que
arriesgó su vida por una chica a la que no conocía? ¿Quién es ese Day que parece
destrozado por la muerte de su madre? Cuando interrogué a su hermano John, que se
parece a él como una gota de agua a otra, no me pareció mala persona. Ofreció su vida
a cambio de la de Day; quiso darme todo el dinero que tenía ahorrado para que dejara a
Eden en libertad. ¿Cómo puede haberse criado en esa familia un criminal despiadado?
Recuerdo a Day atado a la silla, con los rasgos retorcidos en una mueca de dolor, y la
imagen hace que me sienta enfadada y confusa. Podría haberlo matado ayer. Podría
haber cargado la pistola y haber acabado con todo esto. Pero la descargué antes de
entrar.
—Toda esa escoria callejera es igual —dice Thomas, repitiendo mis palabras de ayer—.
¿Sabías que el hermano pequeño de Day, el que está enfermo intentó escupir a la
comandante Jameson? Trató de contagiarla de ese virus mutado que le ha hecho
enfermar.
La verdad es que no he pensado demasiado en el hermano menor de Day.
—Dime una cosa —me detengo para mirar a Thomas a los ojos—. ¿Por qué le interesa
tanto a la República ese niño? ¿Por qué lo han llevado al laboratorio?
—No estoy seguro —responde en voz más baja—. Creo que es información
confidencial. Lo único que sé es que han venido a verle varios generales desde el
frente.
Frunzo el ceño.
—¿Han venido solo a verle a él?
—Bueno, parece que acudieron a una reunión de no sé qué, pero aprovecharon para
pasarse por el hospital de la intendencia.
—¿Qué interés puede tener el alto mando del frente en el hermano de Day?
Thomas se encoge de hombros.
—Si tenemos que saberlo, ya nos lo contarán.
En ese momento pasa a nuestro lado un hombre alto con una cicatriz que le va de la
oreja a la barbilla. Chian. Nos mira con expresión afable y me pone una mano en el
hombro.
—¡Agente Iparis! Esta es tu noche. ¡Eres la estrella! Querida, te aseguro que las altas
esferas no hacen más que hablar de tu magnífica actuación. Especialmente tu
comandante; alardea de ti como si fueras su hija. Felicidades por tu ascenso y por la
recompensa... Con doscientos mil billetes podrás comprarte muchos vestidos tan
elegantes como este, ¿verdad?
Consigo asentir de forma educada.
—Es usted muy amable, señor.
Chian me sonríe, con las facciones retorcidas por la cicatriz, y luego da una palmada con
sus manos enguantadas. Su uniforme carga con tantas condecoraciones, insignias y
medallas que, si lo lanzaran al agua, se hundiría al instante. Una de las medallas es de
color púrpura y oro; eso significa que es un héroe de guerra, aunque me cuesta mucho
creer que haya arriesgado la vida para salvar a sus compañeros. También significa que
ha sido mutilado en su hazaña (sus manos parecen intactas, así que debe de llevar una
prótesis en la pierna. El sutil ángulo con el que se inclina sugiere que favorece más la
izquierda que la derecha).
—Sígame, agente Iparis. Y también usted, capitán —ordena— Hay alguien que desea
conocerlos.
Debe de ser la persona que mencionó la comandante Jameson. Thomas me lanza una
mirada cómplice.
Chian nos hace atravesar la sala del banquete y la pista de baile hasta llegar a una
gruesa cortina azul que aísla el fondo de la estancia. A los lados penden dos banderas
de la República, y cuando nos acercamos me doy cuenta de que el tejido de la cortina
está salpicado de pequeñas banderas en relieve.
Nuestro guía abre la cortina y la cierra cuando entramos.
Hay doce sillas de terciopelo colocadas en círculo, y en cada una se sienta un oficial con
uniforme de gala negro y charreteras doradas. Todos sujetan copas de cristal.
Reconozco a varios: algunos son generales del frente. AI vernos, uno de ellos se
incorpora y se acerca a nosotros seguido por un joven oficial. En cuanto lo hace, el
resto del grupo se levanta e inclina la cabeza.
El oficial de más edad es alto, con las sienes canosas y una mandíbula que parece
tallada a cincel. Su tez es pálida, enfermiza. En el ojo derecho lleva un monóculo con
montura de oro. Chian se cuadra; Thomas me suelta el brazo y, cuando lo miro, veo que
ha adoptado la misma postura. El hombre hace un aspaviento y todo el mundo parece
relajarse. Y de pronto, le reconozco. En persona es muy distinto a sus retratos y a las
imágenes que salen en las pantallas gigantes, donde su piel bronceada aparece libre de
arrugas. Miro alrededor y advierto que entre los oficiales hay varios guardaespaldas.
—Tú debes de ser la agente Iparis —sus labios se curvan ante mi expresión atónita,
pero su sonrisa apenas desprende calidez. Me estrecha la mano con un apretón firme y
rápido—. Estos caballeros me han contado maravillas de ti. Afirman que eres un
prodigio y, lo más importante, que has puesto entre rejas a uno de los criminales más
fastidiosos de la República... A la vista de esto, pensé que sería adecuado felicitarte en
persona. Si tuviéramos más jóvenes con tanto sentido patriótico y la mente tan
despierta como tú, habríamos vencido a las Colonias hace mucho tiempo, ¿no les
parece? —hace una pausa para contemplar a los demás, que murmuran su
asentimiento—. Te felicito, querida.
Inclino la cabeza.
—Es un honor conocerle, Elector. Estoy encantada de hacer todo lo que pueda por
nuestro país —me sorprende lo calmada que suena mi voz.
El Elector llama con un gesto al oficial joven que permanece tras él.
—Este es mi hijo Anden. Dado que hoy cumple veinte años, me pareció adecuado
traerlo a esta magnífica celebración.
Me giro hacia él. Se parece mucho a su padre. Es alto (alrededor de un metro noventa),
y su pelo rizado y oscuro le otorga un aspecto majestuoso. Al igual que Day, parece
tener algo de sangre asiática, aunque sus ojos son verdes. Me doy cuenta de que su
expresión denota una cierta inseguridad. Lleva puestos unos guantes Condor de piloto,
blancos y rematados con hilo dorado, de modo que ya ha completado su instrucción de
vuelo. Es diestro. Los gemelos de oro que cierran las mangas de su uniforme muestran
el escudo de Colorado, así que debió de nacer allí. Usa un chaleco escarlata con doble
hilera de botones; a diferencia del elector, que no porta insignias distintivas en su
uniforme, Anden muestra que pertenece a las fuerzas aéreas.
Me sonríe y entonces me doy cuenta de que llevo demasiado rato examinándolo.
Luego me dedica una perfecta reverencia y me toma la mano, pero en lugar de
estrecharla como ha hecho su padre, se la lleva a la boca y la besa. Me siento
avergonzada ante el brinco que pega mi corazón.
—Agente Iparis... —dice con los ojos fijos en mí.
—Es un placer —contesto; no sé qué más puedo decir.
—Mi hijo se presentará al cargo de Elector al final de la primavera —el Elector sonríe en
dirección a Anden y este le responde con una reverencia—. Emocionante, ¿no te
parece?
—Le deseo mucha suerte en las elecciones, entonces, aunque estoy segura de que no
va a necesitarla.
—Gracias, querida —ríe el Elector—. Eso es todo. Y ahora, por favor, disfruta de esta
noche. Espero que tengamos la oportunidad de volver a vernos —se da media vuelta y
Anden le sigue—. Pueden retirarse —ordena mientras se aleja.
Chian nos escolta hasta el salón de baile. Cuando la cortina azul se cierra a mi espalda,
consigo volver a respirar.
Continua....
Esa misma noche me arreglo de mala gana debo asistir a un baile del brazo de Thomas.
La fiesta se ha organizado para celebrar la captura de un peligroso criminal y para
recompensarnos por haberlo apresado. Al llegar, todos los soldados se desviven por
abrir las puertas y dejarme paso con galantería. Muchos me dirigen un saludo militar.
Cuando paso al lado de la gente, se quedan callados y me sonríen, y mi nombre parece
estar en boca de todos. «Esa es la chica Iparis». «Parece demasiado joven». «Solo tiene
quince años, amigo mío». «Hasta el mismísimo Elector está impresionado». Algunos
comentarios están teñidos de envidia. «No ha sido para tanto... ». «En realidad, todo
mérito es de la comandante Jameson». «No es más que una niña».
Pero digan lo que digan, todos hablan de mí.
Intento sentirme orgullosa. Mientras Thomas y yo recorremos el salón lleno de mesas
puestas para el banquete y adornadas con candelabros, le digo que apresar a Day ha
cubierto el enorme vacío que la muerte de Metias dejó en mi vida. Pero en el fondo, no
me lo creo. Todo parece falso, fuera de lugar; me da la impresión de que este lugar es
una alucinación que se romperá en pedazos si la toco.
Me siento mal, como si hubiera hecho una cosa terrible al traicionar a un chico que
confiaba en mí.
—Me alegro de que estés mejor —dice Thomas—. Al menos, Day ha servido para algo
bueno.
Su cabello está cuidadosamente peinado hacia atrás, y su pulcro uniforme de capitán
hace que parezca más alto. Posa una mano enguantada en mi antebrazo. Si lo hubiera
hecho antes de asesinar a la madre de Day, le habría sonreído, pero ahora su contacto
me provoca escalofríos. Aparto el brazo con suavidad.
Day solo ha servido para que me ponga un vestido elegante. Me gustaría decirlo en alto,
pero me callo y aliso la falda aunque no está arrugada. Thomas y la comandante
Jameson insistieron en que me arreglara mucho. No quisieron decirme por qué, y la
comandante hizo un gesto desdeñoso con la mano cuando insistí en preguntarlo.
—Por una vez en tu vida, Iparis, haz lo que se te dice sin discutir.
Luego añadió algo sobre una sorpresa, una aparición inesperada de alguien muy
querido por mí. Durante un momento absurdo, me vino a la mente mi hermano. Pensé
que alguien le había devuelto la vida de alguna forma y que aparecería en la fiesta.
Dejo que Thomas me conduzca entre la multitud de generales y altos cargos.
Acabé por elegir un corsé de color zafiro con una hilera de pequeños diamantes en el
escote. Uno de mis hombros está cubierto de encaje y el otro se oculta bajo una capa
de seda. Me he dejado la melena suelta, aunque me molesta bastante —normalmente
me aparto el pelo de la cara con una cola de caballo—. Thomas me mira de vez en
cuando y se sonroja ligeramente. No entiendo por qué, la verdad; he llevado vestidos
más bonitos que este, que me resulta demasiado moderno, asimétrico. Con lo que me
costó, un niño de los barrios bajos habría comido bien durante varios meses.
—La comandante me ha informado de que sentenciarán a Day mañana por la mañana
—observa Thomas después de saludar a un capitán del sector Emerald.
Aparto la mirada; no sé por qué, prefiero que Thomas no vea mi reacción. Parece
haberse olvidado ya de la madre de Day, como si hubieran pasado veinte años desde su
muerte. Finalmente, hago un esfuerzo por ser educada y me vuelvo hacia Thomas.
—¿Tan pronto?
—Cuanto antes mejor, ¿no? —la repentina aspereza de su tono me sobresalta—. Y
pensar que estuviste obligada a permanecer tanto tiempo junto a él... Me asombra que
no te matara mientras dormías. Yo... —Thomas me mira, y deja la frase inacabada.
Mi mente vuelve al momento en que besé a Day, a la calidez de sus labios, a sus manos
vendando mi herida. Desde que lo capturamos he intentado solucionar este
rompecabezas una y otra vez. El Day que mató a mi hermano es un criminal
despiadado, pero ¿quién es el Day que conocí en las calles? ¿Quién es ese chico que
arriesgó su vida por una chica a la que no conocía? ¿Quién es ese Day que parece
destrozado por la muerte de su madre? Cuando interrogué a su hermano John, que se
parece a él como una gota de agua a otra, no me pareció mala persona. Ofreció su vida
a cambio de la de Day; quiso darme todo el dinero que tenía ahorrado para que dejara a
Eden en libertad. ¿Cómo puede haberse criado en esa familia un criminal despiadado?
Recuerdo a Day atado a la silla, con los rasgos retorcidos en una mueca de dolor, y la
imagen hace que me sienta enfadada y confusa. Podría haberlo matado ayer. Podría
haber cargado la pistola y haber acabado con todo esto. Pero la descargué antes de
entrar.
—Toda esa escoria callejera es igual —dice Thomas, repitiendo mis palabras de ayer—.
¿Sabías que el hermano pequeño de Day, el que está enfermo intentó escupir a la
comandante Jameson? Trató de contagiarla de ese virus mutado que le ha hecho
enfermar.
La verdad es que no he pensado demasiado en el hermano menor de Day.
—Dime una cosa —me detengo para mirar a Thomas a los ojos—. ¿Por qué le interesa
tanto a la República ese niño? ¿Por qué lo han llevado al laboratorio?
—No estoy seguro —responde en voz más baja—. Creo que es información
confidencial. Lo único que sé es que han venido a verle varios generales desde el
frente.
Frunzo el ceño.
—¿Han venido solo a verle a él?
—Bueno, parece que acudieron a una reunión de no sé qué, pero aprovecharon para
pasarse por el hospital de la intendencia.
—¿Qué interés puede tener el alto mando del frente en el hermano de Day?
Thomas se encoge de hombros.
—Si tenemos que saberlo, ya nos lo contarán.
En ese momento pasa a nuestro lado un hombre alto con una cicatriz que le va de la
oreja a la barbilla. Chian. Nos mira con expresión afable y me pone una mano en el
hombro.
—¡Agente Iparis! Esta es tu noche. ¡Eres la estrella! Querida, te aseguro que las altas
esferas no hacen más que hablar de tu magnífica actuación. Especialmente tu
comandante; alardea de ti como si fueras su hija. Felicidades por tu ascenso y por la
recompensa... Con doscientos mil billetes podrás comprarte muchos vestidos tan
elegantes como este, ¿verdad?
Consigo asentir de forma educada.
—Es usted muy amable, señor.
Chian me sonríe, con las facciones retorcidas por la cicatriz, y luego da una palmada con
sus manos enguantadas. Su uniforme carga con tantas condecoraciones, insignias y
medallas que, si lo lanzaran al agua, se hundiría al instante. Una de las medallas es de
color púrpura y oro; eso significa que es un héroe de guerra, aunque me cuesta mucho
creer que haya arriesgado la vida para salvar a sus compañeros. También significa que
ha sido mutilado en su hazaña (sus manos parecen intactas, así que debe de llevar una
prótesis en la pierna. El sutil ángulo con el que se inclina sugiere que favorece más la
izquierda que la derecha).
—Sígame, agente Iparis. Y también usted, capitán —ordena— Hay alguien que desea
conocerlos.
Debe de ser la persona que mencionó la comandante Jameson. Thomas me lanza una
mirada cómplice.
Chian nos hace atravesar la sala del banquete y la pista de baile hasta llegar a una
gruesa cortina azul que aísla el fondo de la estancia. A los lados penden dos banderas
de la República, y cuando nos acercamos me doy cuenta de que el tejido de la cortina
está salpicado de pequeñas banderas en relieve.
Nuestro guía abre la cortina y la cierra cuando entramos.
Hay doce sillas de terciopelo colocadas en círculo, y en cada una se sienta un oficial con
uniforme de gala negro y charreteras doradas. Todos sujetan copas de cristal.
Reconozco a varios: algunos son generales del frente. AI vernos, uno de ellos se
incorpora y se acerca a nosotros seguido por un joven oficial. En cuanto lo hace, el
resto del grupo se levanta e inclina la cabeza.
El oficial de más edad es alto, con las sienes canosas y una mandíbula que parece
tallada a cincel. Su tez es pálida, enfermiza. En el ojo derecho lleva un monóculo con
montura de oro. Chian se cuadra; Thomas me suelta el brazo y, cuando lo miro, veo que
ha adoptado la misma postura. El hombre hace un aspaviento y todo el mundo parece
relajarse. Y de pronto, le reconozco. En persona es muy distinto a sus retratos y a las
imágenes que salen en las pantallas gigantes, donde su piel bronceada aparece libre de
arrugas. Miro alrededor y advierto que entre los oficiales hay varios guardaespaldas.
—Tú debes de ser la agente Iparis —sus labios se curvan ante mi expresión atónita,
pero su sonrisa apenas desprende calidez. Me estrecha la mano con un apretón firme y
rápido—. Estos caballeros me han contado maravillas de ti. Afirman que eres un
prodigio y, lo más importante, que has puesto entre rejas a uno de los criminales más
fastidiosos de la República... A la vista de esto, pensé que sería adecuado felicitarte en
persona. Si tuviéramos más jóvenes con tanto sentido patriótico y la mente tan
despierta como tú, habríamos vencido a las Colonias hace mucho tiempo, ¿no les
parece? —hace una pausa para contemplar a los demás, que murmuran su
asentimiento—. Te felicito, querida.
Inclino la cabeza.
—Es un honor conocerle, Elector. Estoy encantada de hacer todo lo que pueda por
nuestro país —me sorprende lo calmada que suena mi voz.
El Elector llama con un gesto al oficial joven que permanece tras él.
—Este es mi hijo Anden. Dado que hoy cumple veinte años, me pareció adecuado
traerlo a esta magnífica celebración.
Me giro hacia él. Se parece mucho a su padre. Es alto (alrededor de un metro noventa),
y su pelo rizado y oscuro le otorga un aspecto majestuoso. Al igual que Day, parece
tener algo de sangre asiática, aunque sus ojos son verdes. Me doy cuenta de que su
expresión denota una cierta inseguridad. Lleva puestos unos guantes Condor de piloto,
blancos y rematados con hilo dorado, de modo que ya ha completado su instrucción de
vuelo. Es diestro. Los gemelos de oro que cierran las mangas de su uniforme muestran
el escudo de Colorado, así que debió de nacer allí. Usa un chaleco escarlata con doble
hilera de botones; a diferencia del elector, que no porta insignias distintivas en su
uniforme, Anden muestra que pertenece a las fuerzas aéreas.
Me sonríe y entonces me doy cuenta de que llevo demasiado rato examinándolo.
Luego me dedica una perfecta reverencia y me toma la mano, pero en lugar de
estrecharla como ha hecho su padre, se la lleva a la boca y la besa. Me siento
avergonzada ante el brinco que pega mi corazón.
—Agente Iparis... —dice con los ojos fijos en mí.
—Es un placer —contesto; no sé qué más puedo decir.
—Mi hijo se presentará al cargo de Elector al final de la primavera —el Elector sonríe en
dirección a Anden y este le responde con una reverencia—. Emocionante, ¿no te
parece?
—Le deseo mucha suerte en las elecciones, entonces, aunque estoy segura de que no
va a necesitarla.
—Gracias, querida —ríe el Elector—. Eso es todo. Y ahora, por favor, disfruta de esta
noche. Espero que tengamos la oportunidad de volver a vernos —se da media vuelta y
Anden le sigue—. Pueden retirarse —ordena mientras se aleja.
Chian nos escolta hasta el salón de baile. Cuando la cortina azul se cierra a mi espalda,
consigo volver a respirar.
Continua....
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
01:00
Sector Ruby
Temperatura interior: 22°C
Cuando la fiesta termina, Thomas me acompaña a mi apartamento. Se queda unos
instantes ante la puerta, callado.
—Gracias —le digo por romper el silencio—. Ha sido divertido.
—Sí —asiente él—. Nunca había visto a la comandante Jameson tan orgullosa de uno
de sus soldados. Eres la chica de oro de la República.
De pronto se queda callado. Parece triste y, no sé por qué, me siento responsable.
—¿Te encuentras bien?
—¿Eh? Ah, sí. Estoy perfectamente —se pasa la mano por el pelo y un grumo de
gomina se le pega al guante—. No sabía que iría el hijo del Elector...
En sus ojos brilla algo extraño. ¿Ira? ¿Celos? Le ensombrece el rostro hasta el punto de
hacerle parecer feo por un instante.
Me encojo de hombros.
—Lo importante es que hemos conocido al Elector. Increíble, ¿verdad? Yo diría que esta
noche ha sido todo un éxito. Me alegro de que la comandante Jameson y tú me
convencieran de ponerme un vestido bonito.
Thomas me escruta con expresión seria.
—June... Quería preguntarte algo —titubea—. Cuando estuviste con Day en el sector
Lake..., ¿te besó?
Me quedo helada. El micrófono: por eso lo sabe. Debió de encenderse mientras nos
besábamos, o puede que no lo apagara bien antes. Me enfrento a su mirada.
—Sí —respondo sin inmutarme.
Por sus ojos vuelve a pasar la expresión de antes.
—¿Por qué?
—Puede que me encontrara atractiva, pero lo más probable es que estuviera borracho
de vino barato. Lo aguanté porque no quería poner en peligro la misión, después de
haber llegado tan lejos.
Nos quedamos callados un momento y después, antes de que pueda protestar, me
agarra la barbilla con una mano enguantada y se inclina para besarme en los labios.
Trato de apartarme antes de que lo haga, pero me sujeta la nuca con la otra mano. Me
sorprende la sensación de repulsa que me provoca; no veo más que a un hombre con
las manos manchadas de sangre.
Thomas me mira largamente antes de soltarme. Cuando retrocede, veo el disgusto en
sus ojos.
—Buenas noches, señorita Iparis.
Se marcha a toda prisa antes de que pueda contestarle. Trago saliva; no pueden
sancionarme por esto —al fin y al cabo, solo estaba interpretando a un personaje para
cumplir una misión—, pero no hace falta ser un genio para notar lo enfadado que está
Thomas. Me pregunto si se lo dirá a alguien y, si fuera así, con qué fin.
Cuando lo pierdo de vista, abro la puerta y entro despacio en casa.
Ollie me saluda con entusiasmo; le acaricio y le dejo salir a la terraza. Me quito el
vestido y me meto en la ducha. Al salir, me pongo una camiseta negra y unos
pantalones cortos.
Intento dormir, pero no puedo. Hoy han pasado demasiadas cosas. El interrogatorio de
Day, la sorpresa de conocer al Elector Primo y a su hijo, el beso de Thomas... Me viene a
la mente la noche en que murió Metias, pero cuando trato de rememorar la escena, lo
que veo es la cara de la madre de Day. Me froto los ojos; los párpados me pesan por el
cansancio. Aunque doy vueltas y más vueltas a la información que tengo para
procesarla y resolver el rompecabezas, no saco nada en limpio. Intento organizar
mentalmente los datos en pequeños compartimentos etiquetados con claridad. Pero
esta noche no les encuentro sentido y estoy demasiado agotada para esforzarme.
Siento el apartamento vacío, ajeno. Casi diría que echo de menos las calles de Lake.
Contemplo la habitación y acabo fijando la vista en el pequeño cofre que hay bajo el
escritorio: contiene los doscientos mil billetes que me han dado por la captura de Day.
Sé que debería guardarlo en un sitio más seguro, pero me siento incapaz de tocarlo.
Al cabo de un rato me levanto de la cama, lleno un vaso de agua y me siento con él
delante del ordenador. Si no voy a dormir, bien puedo seguir investigando las pruebas y
los antecedentes de Day. Rozo la superficie de cristal con el dedo, bebo un sorbo de
agua e introduzco mi código de acceso para entrar en internet. Los archivos que me
envió la comandante Jameson contienen decenas de documentos escaneados, fotos y
artículos de periódico. Cada vez que veo este tipo de cosas, oigo la voz de Metias:
«Hace años, nuestra tecnología estaba más avanzada. Hablo de antes de las
inundaciones, antes de que se perdieran millones de datos». Lo recuerdo haciendo una
mueca burlona y guiñándome un ojo. «Así que no es tan mala idea escribir un diario a
mano, ¿no te parece?».
Paso de largo la información que ya he leído y comienzo con los documentos nuevos.
Me voy fijando en los detalles.
NOMBRE OFICIAL: Daniel Altan Wing
EDAD/SEXO: 15/H
Archivo: fallecido a los 10 años (dato revocado)
ALTURA: 1,85 m
PESO: 66 kg
TIPO SANGUÍNEO: 0
PELO: rubio, largo, FFFAD1
OJOS: azules, 3A8EDB
PIEL: E2B279
ETNIA DOMINANTE: asiática (Mongolia)
Interesante. Un alto porcentaje de su sangre proviene de un país que, según todos mis
profesores, ha desaparecido hace mucho.
ETNIA SECUNCADARIA: caucásica
SECTOR: Lake
PADRE: Taylor Arslan Wing, fallecido
MADRE: Grace Wing, fallecida
Me detengo un momento en la última línea y vuelvo a ver a la mujer desplomada en la
calle sobre un charco de sangre. Me la quito de la cabeza rápidamente.
HERMANOS: John Suren Wing, 19/H;
Eden Bataar Wing, 9/H
Después se suceden páginas y páginas de documentos que detallan los delitos
cometidos por Day. Intento revisarlas tan rápido como puedo, pero no puedo evitar
detenerme en la última.
VÍCTIMA MORTAL: Capitán Metias Iparis
Cierro los ojos. Ollie gime a mis pies como si supiera lo que estoy leyendo y aprieta el
hocico contra mi pierna. Le paso la mano por la cabeza en un gesto automático.
«Yo no maté a tu hermano». Eso fue lo que me dijo. «Tú, sin embargo, has asesinado a
mi madre».
Me obligo a pasar a otro documento; de todos modos, me sé de memoria todos los
detalles de ese último delito.
Algo me llama la atención y me enderezo, repentinamente alerta. La página que tengo
ante los ojos muestra los resultados de la Prueba de Day. Es un papel escaneado con un
enorme sello rojo en la parte inferior, muy distinto del azul brillante que estamparon en
el mío.
DANIEL ALTAN WING
PUNTUACION: 674/1500
SUSPENSO
Hay algo que me molesta en ese número. ¿Seiscientos setenta y cuatro? Jamás he
sabido de nadie que sacara una puntuación tan baja. Conocí a un chico que suspendió,
pero sacó casi mil puntos. La mayoría de los suspensos rondan los ochocientos y pico,
nunca menos de ochocientos. Y normalmente esas notas no sorprenden a nadie,
porque los niños que las sacan suelen mostrar déficits claros de atención o de
capacidades. Pero... ¿seiscientos setenta y cuatro?
—Es demasiado listo para haber sacado eso —murmuro.
Miro la cifra una y otra vez por si estoy pasando algo por alto, pero el número sigue ahí.
Es imposible. Day es una persona con capacidad para expresarse y razonar, y sabe leer
y escribir. Debería haber pasado la parte oral de la Prueba. Además, tal vez sea la
persona más ágil que he conocido nunca, así que tuvo que aprobar la parte física.
Teniendo una puntuación alta en esas secciones, es imposible que sacara menos de
ochocientos cincuenta. Habría suspendido igualmente, pero sería una puntuación más
lógica que seiscientos setenta y cuatro. Además, para sacar ochocientos cincuenta
tendría que haber dejado toda la parte escrita en blanco.
Me temo que la comandante Jameson no se sentiría muy satisfecha de mí si me viera
en este momento, porque abro un motor de búsqueda y me cuelo en una dirección
clasificada. Aunque los resultados finales de la Prueba son de acceso público, las
Pruebas en sí jamás se revelan, ni siquiera a los investigadores policiales. Pero Metias
era mi hermano, y ni él ni yo hemos tenido jamás problemas para colarnos en cualquier
base de datos.
Cierro los ojos y recuerdo lo que me enseñó.
Hay que determinar el sistema operativo y obtener permisos de administrador. Para
ello, se tiene que acceder al sistema de control remoto. «Localiza tu meta y protege tu
dispositivo», me decía Metias.
Al cabo de una hora, encuentro un puerto abierto y consigo permisos de administrador.
Se oye un pitido y aparece una única barra de búsqueda. Tecleo el nombre de Day
sobre el cristal.
DANIEL ALTAN WING
Aparece la primera página de su Prueba, la que muestra la puntuación de 674/1500.
Paso a la siguiente y ojeo las respuestas. Algunas son de opción múltiple, pero para
responder a otras hace falta redactar. Avanzo más, y cuando llego a la página treinta y
dos caigo en la cuenta de algo muy extraño.
No hay marcas de color rojo: todas y cada una de sus respuestas están sin tocar. Su
Prueba está tan limpia como la mía.
Regreso a la primera página y empiezo a leer las preguntas y a contestarlas
mentalmente. Me lleva una hora llegar hasta el final.
Todas mis respuestas coinciden las suyas.
Cuando llego al final del examen, veo la puntuación de la parte oral y la de las pruebas
físicas. Las dos son impecables. Lo único llamativo es una palabra que hay escrita junto
a la nota de la entrevista: ATENCIÓN.
Day no suspendió su Prueba. Ni de lejos. Lo cierto es que sacó la misma nota que yo: mil
quinientos puntos. Ya no soy la única niña prodigio de la República con una puntuación
perfecta.
Sector Ruby
Temperatura interior: 22°C
Cuando la fiesta termina, Thomas me acompaña a mi apartamento. Se queda unos
instantes ante la puerta, callado.
—Gracias —le digo por romper el silencio—. Ha sido divertido.
—Sí —asiente él—. Nunca había visto a la comandante Jameson tan orgullosa de uno
de sus soldados. Eres la chica de oro de la República.
De pronto se queda callado. Parece triste y, no sé por qué, me siento responsable.
—¿Te encuentras bien?
—¿Eh? Ah, sí. Estoy perfectamente —se pasa la mano por el pelo y un grumo de
gomina se le pega al guante—. No sabía que iría el hijo del Elector...
En sus ojos brilla algo extraño. ¿Ira? ¿Celos? Le ensombrece el rostro hasta el punto de
hacerle parecer feo por un instante.
Me encojo de hombros.
—Lo importante es que hemos conocido al Elector. Increíble, ¿verdad? Yo diría que esta
noche ha sido todo un éxito. Me alegro de que la comandante Jameson y tú me
convencieran de ponerme un vestido bonito.
Thomas me escruta con expresión seria.
—June... Quería preguntarte algo —titubea—. Cuando estuviste con Day en el sector
Lake..., ¿te besó?
Me quedo helada. El micrófono: por eso lo sabe. Debió de encenderse mientras nos
besábamos, o puede que no lo apagara bien antes. Me enfrento a su mirada.
—Sí —respondo sin inmutarme.
Por sus ojos vuelve a pasar la expresión de antes.
—¿Por qué?
—Puede que me encontrara atractiva, pero lo más probable es que estuviera borracho
de vino barato. Lo aguanté porque no quería poner en peligro la misión, después de
haber llegado tan lejos.
Nos quedamos callados un momento y después, antes de que pueda protestar, me
agarra la barbilla con una mano enguantada y se inclina para besarme en los labios.
Trato de apartarme antes de que lo haga, pero me sujeta la nuca con la otra mano. Me
sorprende la sensación de repulsa que me provoca; no veo más que a un hombre con
las manos manchadas de sangre.
Thomas me mira largamente antes de soltarme. Cuando retrocede, veo el disgusto en
sus ojos.
—Buenas noches, señorita Iparis.
Se marcha a toda prisa antes de que pueda contestarle. Trago saliva; no pueden
sancionarme por esto —al fin y al cabo, solo estaba interpretando a un personaje para
cumplir una misión—, pero no hace falta ser un genio para notar lo enfadado que está
Thomas. Me pregunto si se lo dirá a alguien y, si fuera así, con qué fin.
Cuando lo pierdo de vista, abro la puerta y entro despacio en casa.
Ollie me saluda con entusiasmo; le acaricio y le dejo salir a la terraza. Me quito el
vestido y me meto en la ducha. Al salir, me pongo una camiseta negra y unos
pantalones cortos.
Intento dormir, pero no puedo. Hoy han pasado demasiadas cosas. El interrogatorio de
Day, la sorpresa de conocer al Elector Primo y a su hijo, el beso de Thomas... Me viene a
la mente la noche en que murió Metias, pero cuando trato de rememorar la escena, lo
que veo es la cara de la madre de Day. Me froto los ojos; los párpados me pesan por el
cansancio. Aunque doy vueltas y más vueltas a la información que tengo para
procesarla y resolver el rompecabezas, no saco nada en limpio. Intento organizar
mentalmente los datos en pequeños compartimentos etiquetados con claridad. Pero
esta noche no les encuentro sentido y estoy demasiado agotada para esforzarme.
Siento el apartamento vacío, ajeno. Casi diría que echo de menos las calles de Lake.
Contemplo la habitación y acabo fijando la vista en el pequeño cofre que hay bajo el
escritorio: contiene los doscientos mil billetes que me han dado por la captura de Day.
Sé que debería guardarlo en un sitio más seguro, pero me siento incapaz de tocarlo.
Al cabo de un rato me levanto de la cama, lleno un vaso de agua y me siento con él
delante del ordenador. Si no voy a dormir, bien puedo seguir investigando las pruebas y
los antecedentes de Day. Rozo la superficie de cristal con el dedo, bebo un sorbo de
agua e introduzco mi código de acceso para entrar en internet. Los archivos que me
envió la comandante Jameson contienen decenas de documentos escaneados, fotos y
artículos de periódico. Cada vez que veo este tipo de cosas, oigo la voz de Metias:
«Hace años, nuestra tecnología estaba más avanzada. Hablo de antes de las
inundaciones, antes de que se perdieran millones de datos». Lo recuerdo haciendo una
mueca burlona y guiñándome un ojo. «Así que no es tan mala idea escribir un diario a
mano, ¿no te parece?».
Paso de largo la información que ya he leído y comienzo con los documentos nuevos.
Me voy fijando en los detalles.
NOMBRE OFICIAL: Daniel Altan Wing
EDAD/SEXO: 15/H
Archivo: fallecido a los 10 años (dato revocado)
ALTURA: 1,85 m
PESO: 66 kg
TIPO SANGUÍNEO: 0
PELO: rubio, largo, FFFAD1
OJOS: azules, 3A8EDB
PIEL: E2B279
ETNIA DOMINANTE: asiática (Mongolia)
Interesante. Un alto porcentaje de su sangre proviene de un país que, según todos mis
profesores, ha desaparecido hace mucho.
ETNIA SECUNCADARIA: caucásica
SECTOR: Lake
PADRE: Taylor Arslan Wing, fallecido
MADRE: Grace Wing, fallecida
Me detengo un momento en la última línea y vuelvo a ver a la mujer desplomada en la
calle sobre un charco de sangre. Me la quito de la cabeza rápidamente.
HERMANOS: John Suren Wing, 19/H;
Eden Bataar Wing, 9/H
Después se suceden páginas y páginas de documentos que detallan los delitos
cometidos por Day. Intento revisarlas tan rápido como puedo, pero no puedo evitar
detenerme en la última.
VÍCTIMA MORTAL: Capitán Metias Iparis
Cierro los ojos. Ollie gime a mis pies como si supiera lo que estoy leyendo y aprieta el
hocico contra mi pierna. Le paso la mano por la cabeza en un gesto automático.
«Yo no maté a tu hermano». Eso fue lo que me dijo. «Tú, sin embargo, has asesinado a
mi madre».
Me obligo a pasar a otro documento; de todos modos, me sé de memoria todos los
detalles de ese último delito.
Algo me llama la atención y me enderezo, repentinamente alerta. La página que tengo
ante los ojos muestra los resultados de la Prueba de Day. Es un papel escaneado con un
enorme sello rojo en la parte inferior, muy distinto del azul brillante que estamparon en
el mío.
DANIEL ALTAN WING
PUNTUACION: 674/1500
SUSPENSO
Hay algo que me molesta en ese número. ¿Seiscientos setenta y cuatro? Jamás he
sabido de nadie que sacara una puntuación tan baja. Conocí a un chico que suspendió,
pero sacó casi mil puntos. La mayoría de los suspensos rondan los ochocientos y pico,
nunca menos de ochocientos. Y normalmente esas notas no sorprenden a nadie,
porque los niños que las sacan suelen mostrar déficits claros de atención o de
capacidades. Pero... ¿seiscientos setenta y cuatro?
—Es demasiado listo para haber sacado eso —murmuro.
Miro la cifra una y otra vez por si estoy pasando algo por alto, pero el número sigue ahí.
Es imposible. Day es una persona con capacidad para expresarse y razonar, y sabe leer
y escribir. Debería haber pasado la parte oral de la Prueba. Además, tal vez sea la
persona más ágil que he conocido nunca, así que tuvo que aprobar la parte física.
Teniendo una puntuación alta en esas secciones, es imposible que sacara menos de
ochocientos cincuenta. Habría suspendido igualmente, pero sería una puntuación más
lógica que seiscientos setenta y cuatro. Además, para sacar ochocientos cincuenta
tendría que haber dejado toda la parte escrita en blanco.
Me temo que la comandante Jameson no se sentiría muy satisfecha de mí si me viera
en este momento, porque abro un motor de búsqueda y me cuelo en una dirección
clasificada. Aunque los resultados finales de la Prueba son de acceso público, las
Pruebas en sí jamás se revelan, ni siquiera a los investigadores policiales. Pero Metias
era mi hermano, y ni él ni yo hemos tenido jamás problemas para colarnos en cualquier
base de datos.
Cierro los ojos y recuerdo lo que me enseñó.
Hay que determinar el sistema operativo y obtener permisos de administrador. Para
ello, se tiene que acceder al sistema de control remoto. «Localiza tu meta y protege tu
dispositivo», me decía Metias.
Al cabo de una hora, encuentro un puerto abierto y consigo permisos de administrador.
Se oye un pitido y aparece una única barra de búsqueda. Tecleo el nombre de Day
sobre el cristal.
DANIEL ALTAN WING
Aparece la primera página de su Prueba, la que muestra la puntuación de 674/1500.
Paso a la siguiente y ojeo las respuestas. Algunas son de opción múltiple, pero para
responder a otras hace falta redactar. Avanzo más, y cuando llego a la página treinta y
dos caigo en la cuenta de algo muy extraño.
No hay marcas de color rojo: todas y cada una de sus respuestas están sin tocar. Su
Prueba está tan limpia como la mía.
Regreso a la primera página y empiezo a leer las preguntas y a contestarlas
mentalmente. Me lleva una hora llegar hasta el final.
Todas mis respuestas coinciden las suyas.
Cuando llego al final del examen, veo la puntuación de la parte oral y la de las pruebas
físicas. Las dos son impecables. Lo único llamativo es una palabra que hay escrita junto
a la nota de la entrevista: ATENCIÓN.
Day no suspendió su Prueba. Ni de lejos. Lo cierto es que sacó la misma nota que yo: mil
quinientos puntos. Ya no soy la única niña prodigio de la República con una puntuación
perfecta.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
No puede ser llegan más gandallas, esto cada vez se complica más, o sea que Thomas está interesado en June, sólo espero que no lastime más a Day por celos, y tal vez se fueron con todo en contra de Day por la amenaza que representa para ellos, por eso de que es prodigio, como quiera a June ellos la manipulan y la hacen como ellos quieren y con Day no pudieron.
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
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