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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por yiniva Mar 3 Abr - 19:18

Entiendo que June quiera demostrar que es mejor que los demás, y también creó que tiene un punto, pero a como están las cosas, lo menos que necesita su hermano son más problemas.
Gracias Maria Teresita


Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Receiv15Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Firma_11Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Nah10
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por yiany Mar 3 Abr - 20:18

Gracias por los caps. Bueno ya conocimos a nuestros dispares protas y la sociedad en la que viven. Y me estoy enganchando bastante.


Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 500_3011
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por Veritoj.vacio Mar 3 Abr - 22:45

No se porque pospuse tanto tiempo este libro, solo dos capitulos y esta interesante


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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por graciela laya Miér 4 Abr - 11:26

Si me gusta este libro, gracias chicas capi por favor!!!! No se me da la impresión de que le va a pasar algo malo al hermano, ojala q no.
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por Invitado Miér 4 Abr - 14:03

Me uno a vosostras
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por Invitado Miér 4 Abr - 17:26

Hola chicas!! porfas!! vengo a solicitar su apoyo para The perfect Match que esta en la subasta de este mes!! Please!! se los agradeceria mucho!!  TIERNO2 TIERNO4 Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 728240221

Pasen por aqui!! https://bookqueen.forosactivos.net/t3091-subasta-de-coronas-abril-2018
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por mariateresa Miér 4 Abr - 17:43

DAY


Cuando yo tenía siete años, a mi padre le dieron uvgnas semanas de permiso y volvió a 
casa desde el frente. Su trabajo consistía en limpiar los territorios conquistados por las 
tropas de la República, así que normalmente estaba fuera y mi madre tenía que 
criarnos sola. Durante esa semana, las patrullas de la policía ciudadana hicieron una 
inspección de rutina, pasaron por casa y se llevaron a mi padre a rastras hasta la 
comisaría del barrio para interrogarlo. Supongo que encontrarían algo sospechoso.
Lo trajeron de vuelta con los dos brazos rotos y la cara magullada y llena de sangre.
Unas noches después, metí una bola de hielo picado dentro de una lata de gasolina, 
esperé a que se empapara bien por fuera, la saqué y le prendí fuego. Luego la lancé con 
un tirachinas por la ventana de la comisaría. Recuerdo que poco después llegaron los 
camiones de los bomberos, entre el alarido de las sirenas, y que el ala oeste de la 
comisaría quedó carbonizada. Nunca se supo quién lo había hecho; jamás vinieron por 
mí. Al fin y al cabo, no había pruebas. Así cometí mi primer crimen perfecto.
Mi madre siempre decía que algún día yo sería alguien; que, a pesar de mi origen
humilde, me convertiría en un hombre valorado, incluso famoso.
Y soy famoso. Pero no creo que esto sea lo que ella tenía en mente.
Ya ha caído la noche. Habrán pasado unas cuarenta y ocho horas desde que los 
soldados marcaron la puerta de mi madre.
Espero oculto entre las sombras de un callejón, frente al hospital central de Los 
Ángeles. La noche está nublada y no se ve la luna; apenas distingo el letrero destrozado 
del edificio Bank Tower. Se ve brillar luces eléctricas en cada planta; es un lujo que 
solamente se pueden permitir los edificios oficiales y las viviendas de la elite. En la calle 
hay una hilera de coches militares que esperan a que les den permiso para pasar al 
estacionamiento subterráneo. Un guarda recorre la fila pidiendo a sus ocupantes que 
se identifiquen. Me quedo inmóvil, con los ojos fijos en la entrada.
Esta noche me he arreglado. Me he puesto mi mejor par de botas: son de cuero negro, 
suaves por el uso, con cordones gruesos y puntas de acero. Las compré por ciento 
cincuenta billetes que saqué de mi alijo. Llevo un cuchillo plano oculto en la planta de 
cada una, y cada vez que doy un paso noto el frío del metal contra la piel. Me he metido 
los pantalones negros por dentro de las botas, y llevo un par de guantes y un pañuelo 
también negro guardados en los bolsillos. Tengo una camisa negra de manga larga 
atada a la cintura. La melena me cae suelta por los hombros; esta vez he teñido con un 
espray negro mi cabello rubio claro. Parece que lo haya sumergido en petróleo. A 
primera hora de la mañana, en un callejón que daba a la parte trasera de una cocina, 
Tess cambió cinco billetes por un cubo de sangre de cerdo. Me he untado los brazos, el 
estómago y la cara con ella. También me he embadurnado de barro las mejillas para 
asegurarme de que nadie me reconozca.
El hospital ocupa las doce primeras plantas del edificio. La única que me interesa es la 
que no tiene ventanas: el tercer piso. Es un laboratorio, donde se guardan las muestras 
de sangre y los medicamentos. Desde el exterior, ni siquiera se ve; está oculto por unas 
elaboradas tallas de piedra y por las banderas de la República. Pero detrás de este 
decorado hay una estancia diáfana sin pasillos ni puertas, una sala gigantesca en la que 
los doctores y enfermeras se ocultan tras mascarillas blancas, tubos de ensayo y 
pipetas, incubadoras y camillas. Lo sé porque he estado allí. Fue el día en que suspendí 
mi Prueba, el día en que decidieron que tenía que morir.
Estudio con atención la pared lateral. En algunos edificios es fácil entrar por los pisos 
superiores, si hay balcones desde los que saltar y repisas para agarrarse: una vez escalé 
un edificio de cuatro plantas en cinco segundos.
Pero esta torre es demasiado lisa y carece de puntos de apoyo. Para llegar al 
laboratorio, tendré que entrar por la puerta de la calle. Siento escalofríos a pesar del 
calor; por un momento lamento no haberle pedido a Tess que me acompañara, aunque 
dos intrusos son más fáciles de atrapar que uno solo. Además, no es su familia la que 
necesita vacunas.
Compruebo que llevo el colgante bajo la camisa.
Tras la hilera de coches del ejército se detiene un camión médico. Varios soldados bajan 
y saludan a los enfermeros mientras otros sacan cajas de la parte de atrás. El que 
manda es un hombre joven de cabello oscuro, vestido completamente de negro salvo 
por las dos filas de botones dorados de uniforme de oficial. Me esfuerzo por escuchar 
lo que le dice a uno de los enfermeros.
—… desde la orilla del lago —se ajusta los guantes y distingo el brillo de su pistola en el
cinturón—. Mis hombres se apostarán en las entradas.
—Sí, capitán —responde el enfermero.
—Me llamo Metias —se quita la gorra—. Si tiene alguna pregunta, venga a verme.
Espero a que los soldados se dispersen para rodear el edificio. El tal Metias se ha 
puesto a hablar con dos de sus hombres. Aparecen más vehículos médicos que paran, 
depositan su carga de soldados muertos y se van. Algunos tienen miembros rotos, 
otros muestran lesiones en la cabeza y llagas en las piernas. Tomo aire y salgo para 
acercarme al hospital. La primera que me ve es una enfermera que se encuentra junto a 
la puerta de entrada. Contempla la sangre que tengo en la cara y en los brazos.
—¿Puedo entrar, hermana? —le pido estremeciéndome de dolor fingido—. ¿Quedan 
camas libres esta noche? Tengo dinero.
Me observa con frialdad antes de garabatear algo en su bloc de notas. Supongo que no 
lo ha gustado que la llame «hermana». Lleva su tarjeta de identificación colgada al 
cuello.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta.
Me doblo y apoyo las manos en las rodillas.
—Una pelea —jadeo—. Creo que me han apuñalado.
La enfermera termina de escribir sin volver a mirarme y hace un gesto con la cabeza a 
uno de los guardas.
—Cachéalo.
Me quedo donde estoy mientras los soldados me registran en busca de armas. Grito 
justo cuando me tocan los brazos y el estómago. No encuentran los cuchillos que llevo 
en las botas, pero se llevan la bolsita con el puñado de billetes que guardaba en el 
cinturón: es el pago por entrar al hospital. Por supuesto.
Si fuera un buen chico de los sectores ricos, no pagaría por entrar. Me mandarían un 
médico a domicilio y no me cobrarían nada por ello.
Cuando los soldados me dan el visto bueno, la enfermera señala la entrada.
—La sala de espera está a la izquierda. Siéntate y espera.
Se lo agradezco y voy tambaleándome hacia las puertas correderas. El hombre llamado 
Metias se me queda mirando cuando paso a su lado. Escucha pacientemente lo que le 
dice uno de los soldados, pero me doy cuenta de que al mismo tiempo está analizando 
mi rostro. Me da la impresión de que lo hace por costumbre. Tomo nota mental de su 
cara yo también.
El interior del edificio es de un blanco fantasmal. A mi izquierda veo la sala de espera 
que me indicó la enfermera, un espacio enorme lleno de gente con toda clase de 
heridas y contusiones. Muchos gimen de dolor, y hay un tipo tumbado en el suelo que 
no se mueve. No quiero ni pensar en el tiempo que llevarán aquí algunos, ni en lo que 
habrán tenido que pagar para entrar. Me fijo en que todos los soldados están de pie: 
hay dos junto a la ventanilla de administración, dos más delante de la puerta de la 
consulta y unos cuantos cerca de los ascensores, todos con su tarjeta de identificación. 
Bajo los ojos, busco la silla más cercana y tomo asiento. Por una vez, mi rodilla mala me 
sirve de ayuda y colabora en hacer más convincente mi disfraz. Mantengo las manos 
apretadas contra los costados por si acaso.
Cuento mentalmente diez minutos, lo bastante para que vayan llegando nuevos 
pacientes a la sala de espera y los militares pierdan interés en mí. Me levanto fingiendo 
un tropezón y me dirijo bamboleándome hacia el soldado que tengo más cerca. Mueve 
la mano de forma inconsciente hacia su pistola.
—Vuelve a sentarte —me ordena.
Me tambaleo y caigo sobre él.
—Necesito ir al baño —susurro con voz ronca, y me agarro a su ropa negra con manos 
temblorosas para mantener el equilibrio. El soldado me mira con asco mientras sus 
compañeros sueltan una risita. Veo cómo acerca los dedos al gatillo de la pistola, pero 
los demás niegan con la cabeza: no se dispara dentro del hospital. Finalmente, me da 
un empellón y me señala al fondo de la sala con el arma.
—Allí —gruñe—. Y límpiate la mierda de la cara. Si me tocas otra vez, te coso a balazos.
Le suelto y casi me caigo de rodillas. Después, doy la vuelta y me dirijo paso a paso 
hacia el baño. Mis botas de cuero rechinan contra las baldosas, y siento los ojos de los 
soldados clavados en mi nuca mientras entro en el aseo y cierro la puerta.
No importa. Se olvidarán de mí dentro de un par de minutos, y les llevará unos cuantos 
minutos más darse cuenta de que el soldado al que agarré ha perdido su tarjeta de 
identificación.

Una vez dentro del baño, dejo de fingir que estoy enfermo. Me lavo la cara y me la 
froto hasta limpiar la mayor parte de la sangre de cerdo y el barro. Me quito las botas y 
rasgo las plantillas para sacar los cuchillos, que me guardo en el cinturón. Me vuelvo a 
calzar, me desato la camisa de la cintura, me la pongo, la abotono hasta el cuello y paso 
los tirantes por encima. Me hago una coleta apretada y la oculto bajo la camisa de 
forma que permanezca pegada a mi espalda.
Finalmente, saco los guantes y me ato el pañuelo negro para ocultar mi nariz y mi boca. 
Si alguien me descubriera ahora, me vería obligado a huir; mejor ocultar mi rostro.
En cuanto acabo, utilizo uno de los cuchillos para desatornillar la rejilla de ventilación 
del baño. Saco la tarjeta de identificación del soldado, la engancho a la cadena de mi 
colgante y me meto de cabeza en el túnel.
El aire del conducto huele raro, y agradezco llevar un pañuelo en la cara. Me arrastro 
centímetro a centímetro, tan rápido como puedo. El túnel tendrá un metro de ancho 
por otro tanto de alto. A cada poco tengo que cerrar los ojos y recordarme que debo 
respirar, que los muros de metal no me están aprisionando. No necesito ir muy lejos; 
ninguno de estos conductos lleva hasta el tercer piso. Me basta con alcanzar una de las 
escaleras del hospital, más allá de los soldados que vigilan las salidas de la primera 
planta. Sigo adelante. Pienso en la cara de Eden, en los medicamentos que necesitan mi 
madre, John y él, y en esa extraña equis partida por la mitad.
Unos minutos después, el túnel se termina. Echo un vistazo a través de la rendija de 
ventilación y entre las franjas de luz me parece distinguir una escalera de caracol. El 
suelo es de un color blanco inmaculado, y —lo más importante— está vacío. Cuento 
hasta tres, doblo los brazos todo lo que puedo y le doy un empujón a la rejilla. Sale 
volando. Ahora puedo ver bien la escalera: es amplia, cilíndrica, con altas paredes de 
yeso y ventanas diminutas. Una enorme espiral de peldaños.
Ya no tiene sentido avanza en silencio. Forcejeo para salir del túnel y subo los escalones 
como una flecha. A mitad del camino, me agarro a la barandilla para darme impulso y
llego hasta el siguiente giro de un salto. Las cámaras de seguridad tienen que haberme 
detectado; la alarma empezará a sonar en cualquier momento. Segundo piso, tercero. 
Se me está acabando el tiempo. En cuanto llego a la puerta de la tercera planta, arranco 
la tarjeta de identificación de la cadena y me paro lo justo para pasarla por el lector. Las 
cámaras de seguridad no han disparado la alarma a tiempo para bloquear la escalera. 
Suena un chasquido en el picaporte: ya estoy dentro. Abro de golpe.

Me encuentro en una habitación descomunal, repleta de filas de camillas y productos 
químicos que burbujean bajo campanas de metal. Los médicos y los soldados levantan 
la vista con expresión atónica.
Agarro a la primera persona que veo, un médico joven que estaba al lado de la puerta. 
Antes de que ninguno de los soldados tenga tiempo de apuntarme con la pistola, le 
pongo al médico un cuchillo en la garganta. Los demás doctores se quedan congelados, 
y unos cuantos gritan.
—¡Si disparan, le darán a él en vez de a mí! —grito con la voz ahogada por el pañuelo.
Todas las armas me apuntan. El médico tiembla entre mis brazos. Aprieto el cuchillo 
contra su cuello, con cuidado de no cortarle.
—No voy a hacerte daño —le susurro al oído—. Dime dónde están las vacunas 
antipeste.
Se le escapa un gemido ahogado y noto cómo su sudor resbala por mi piel. Hace un 
gesto en dirección a los frigoríficos. Los soldados dudan todavía.
—¡Suelta al médico! —grita uno—. ¡Pon las manos en alto!
Me entran ganas de reír: debe de ser un nuevo recluta. Cruzo la estancia sin soltar a mi 
rehén y me paro de frente a los refrigeradores.
—Enséñame dónde están.
El médico levanta una mano temblorosa y abre una puerta blanca. Nos golpea una 
ráfaga de aire gélido. Me pregunto si notará lo rápido que me late el corazón.
—Ahí —musita.
Aparto la vista un instante para enfocar el estante que señala. La mitad de los frascos 
están etiquetados con la equis de tres líneas y unas palabras: Mutaciones T. Filoviridae 
Virus. La otra mitad tienen una pegatina: Vacunas 11:30.
Todos están vacíos.
Las vacunas se han acabado. Suelto una maldición en voz baja y recorro con la mirada 
los demás estantes, pero no tienen más que amortiguadores de la peste y distintos 
analgésicos. Maldigo de nuevo. Es demasiado tarde para dar marcha atrás.
—Voy a soltarte —le susurro al médico—. Agáchate.

Lo lanzo hacia adelante con la suficiente fuerza como para que caiga de rodillas. Los 
soldados abren fuego, pero estoy preparado; me escondo tras la puerta abierta de la 
nevera y las balas rebotan. Agarro varios frascos de amortiguadores y me los guardo en 
un bolsillo. Cierro la puerta y noto cómo me roza una bala perdida. Un dolor punzante 
me recorre el brazo, pero estoy casi en la salida.
En cuanto traspaso el umbral y llego a la escalera, se enciende la alarma. Se oye un 
estruendo de chasquidos: todas las puertas se están cerrando automáticamente. Estoy 
atrapado. Los soldados pueden entrar desde cualquier lugar, pero yo no puedo salir de 
la escalera. Oigo ecos de gritos y pasos desde el interior del laboratorio. Una voz chilla: 
«¡Está herido!».
Subo la vista hacia los ventanucos que recorren la pared blanca. Están demasiado arriba 
para alcanzarlos de un salto. Aprieto los dientes y saco el otro cuchillo: ahora tengo uno 
en cada mano. Rezando para que el yeso que recubre los muros sea lo bastante blando, 
salto hacia la pared todo lo alto que puedo y, al chocar contra ella, clavo uno de los 
cuchillos. De mi brazo herido brota sangre y suelto un grito de esfuerzo. Estoy a medio 
camino de la ventana. Me balanceo con todas mis fuerzas.
El yeso está cediendo.
A mi espalda se oye el choque de la puerta del laboratorio contra la pared, y los 
soldados salen como un torrente a la escalera. Las balas sueltan chispas a mi alrededor. 
Me lanzo hacia arriba dejando el cuchillo clavado. El cristal de la ventana se rompe y de 
pronto estoy envuelto en oscuridad, cayendo como una estrella fugaz. Me desabrocho 
la camisa de un tirón y dejo que ondee a mi espalda mientras los pensamientos se 
abalanzan por mi mente. Rodillas dobladas. Músculos relajados. Aterriza con la parte 
delantera del pie y rueda. El suelo se precipita contra mí. Me preparo para lo que viene.
El impacto me destroza. Ruedo cuatro veces y choco contra el edificio del otro lado de 
la calle. Por un instante me quedo tumbado, ciego, completamente indefenso. Oigo 
voces furiosas que salen por la ventana de la escalera: los soldados se han dado cuenta 
de que tienen que volver sobre sus pasos, regresar al laboratorio y desactivar la alarma 
para poder salir. Poco a poco recupero los sentidos, y solo entonces me doy cuenta de 
lo mucho que me duele el brazo y el costado. Me apoyo sobre el brazo bueno para 
levantarme. Me palpita el pecho; creo que me he roto una costilla. Cuando intento 
ponerme en pie, compruebo que me he torcido también un tobillo. No sé si la 
adrenalina me impedirá darme cuenta de otras lesiones más serias.
Ahora suenan gritos en la esquina del hospital. Me obligo a pensar. Estoy en la parte 
trasera, y cerca se abren varios callejones que se pierden en la oscuridad. Avanzo
cojeando hasta fundirme entre las sombras. Mientras camino, atisbo por encima del 
hombro y veo un grupito de soldados que señalan el lugar en el que caí, los cristales 
rotos y la sangre. Uno de ellos es el capitán joven que vi antes, el tal Metias. Ordena a 
sus hombres que se dispersen para cubrir el terreno. Acelero intentando ignorar el 
dolor. Me encorvo todo lo que puedo para que la ropa y el cabello negro me ayuden a 
ocultarme en la oscuridad. Mantengo los ojos bajos. Necesito una tapa de alcantarilla.
Empiezo a ver borroso. Me poso las manos en las orejas para ver si sale sangre. Todavía 
no: es buena señal. Un instante después, descubro una alcantarilla en la acera. Suelto 
un suspiro de alivio, me ajusto el pañuelo que me cubre la cara y me agacho para 
levantar la tapa.
—Quieto. Quédate donde estás.
Me giro y veo a Metias. Me apunta directamente al pecho, pero, para mi sorpresa, no 
dispara. Aferro el cuchillo que me queda. Algo cambia en sus ojos y me doy cuenta de 
que me ha reconocido: sabe que soy el chico que fingió que lo habían apuñalado para 
entrar al hospital. Sonrío, a pesar de todo: ahora tengo suficientes heridas como para 
necesitar atención médica.
Metias entorna los ojos.
—Manos arriba. Estás arrestado por robo, vandalismo y allanamiento.
—No me atraparás vivo.
—Estaré encantado de atraparte muerto, si lo prefieres.
Lo siguiente es un borrón. Veo cómo Metias se tensa para disparar y le lanzo el cuchillo 
con todas mis fuerzas. Antes de que apriete el gatillo, la hoja se clava en su hombro y el 
capitán cae hacia atrás con un golpe sordo. No espero a ver si se levanta. Me agacho, 
levanto la tapadera de la alcantarilla, me interno en la oscuridad y vuelvo a colocarla en 
su sitio.
Ahora noto mucho más el dolor de mis heridas. Tropiezo por las cloacas apretándome 
el costado, con la vista desenfocada. Voy con cuidado de no tocar las paredes. Me 
duele hasta respirar. Tengo que haberme roto una costilla. Aun así, estoy lo bastante 
despabilado como para pensar hacia dónde me dirijo: tengo que llegar al sector Lake, 
tengo que encontrar a Tess. Ella me llevará a un lugar seguro. Me parece escuchar a mi 
espalda el estruendo de los pasos y los gritos de los soldados. Deben de haber 
descubierto a Metias, y seguramente se habrán metido también en las alcantarillas. 
Puede que estén siguiendo mi rastro con perros. Gasto unos minutos en dar vueltas por
lo túneles para que mi rastro se entrecruce y luego recorro un trecho vadeando por el 
agua mugrienta. A mi espalda se oyen chapoteos y ecos de voces. Me desvío un poco 
más; las voces se acercan y luego se alejan. Hago un esfuerzo por no desorientarme.
Sería una estupidez haber logrado escapar del hospital para morir aquí tirado, perdido 
en un laberinto de alcantarillas.
Voy contando mentalmente los minutos para mantenerme consciente. Cinco minutos, 
diez, treinta, una hora. Los pasos suenan más lejos; deben de haberse desviado en 
alguna bifurcación. A veces escucho ruidos raros, suspiros de vapor, soplos de aire. 
Vienen y van. Dos horas. Dos horas y media. Cuando veo una escalera que conduce a la 
superficie, decido arriesgarme y subir. Estoy a punto de perder el conocimiento. Utilizo 
las pocas fuerzas que me quedan para arrastrarme hasta la calle y aparezco en un 
callejón oscuro. Cuando consigo dejar de jadear, pestañeo para aclararme la visión y 
estudio los alrededores.
En la distancia se ven los edificios de la Union Station. No me encuentro demasiado 
lejos. Allí estará Tess, esperándome.
Tres manzanas más. Dos.
Me queda una. No puedo aguantar más. No veo más que un punto negro en el fondo 
del callejón.
Lo último que distingo es la silueta de una chica a lo lejos. Puede que se esté acercando 
a mí. Me acurruco y pierdo el conocimiento.
Antes de que todo se vuelva negro, me doy cuenta de que ya no llevo mi colgante al 
cuello.


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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por graciela laya Miér 4 Abr - 21:20

Gracias chicas por el capitulo, esta muy emocionante
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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por Veritoj.vacio Miér 4 Abr - 21:34

Ay se quedo en lo mas emocionante, pero me dejo algunas dudas, ¿Que fue lo que realmente paso con su prueba? por algo lo querian matar.


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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por yiany Jue 5 Abr - 6:59

Gracias por el cap. Lo de la prueba realmente es in misterio, pero me llamo más la atención lo de las mutaciones del virus, será que cogieron a su familia como conejillos de indias???


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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1 - Página 2 Empty Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1

Mensaje por Invitado Jue 5 Abr - 11:26

Esperando ver lo que pasa con las pruebas
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Mensaje por yiniva Jue 5 Abr - 14:02

gracias Maria Teresita, con muchísimas preguntas, espero que lo encuentren y que reciba ayuda, entrar al hospital fue muy arriesgado


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Mensaje por berny_girl Jue 5 Abr - 14:19

Capitulo June
Me encanto la relación de June con su hermano, es todo protector y cariñoso con ella... Aun siendo el un soldado y ella una rebelde en todo su impetus.


Capitulo Day
Todo fue realmente cautivador, creo que este capitulo a sido el que mas me a intrigado y llamado la atención. 
Creo que me esta cautivando. 


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Mensaje por mariateresa Vie 6 Abr - 6:58

JUNE


Todavía me acuerdo de cuando mi hermano faltó a su ceremonia de reclutamiento en 
el ejército de la República.
Era domingo por la tarde, y hacía un calor pegajoso. El cielo estaba cubierto de nubes 
parduzcas. Yo tenía siete años y Metias diecinueve. Nuestro cachorro de pastor alemán 
blanco, Ollie, dormía tumbado en el suelo de mármol de nuestro apartamento. Yo 
estaba en la cama con fiebre, y Metias me miraba con cara de preocupación. En los 
altavoces de fuera sonaba el juramento oficial de la República. Cuando llegó la parte en 
que se menciona a nuestro presidente, Metias se levantó y saludó en dirección a la 
capital. Nuestro ilustre Elector Primo había intentado ocupar la presidencia otros 
cuatro años. Este sería su decimoprimer mandato.
—No hace falta que te quedes conmigo, Metias —le dije en cuanto terminó el 
juramento—. Ve a la ceremonia, anda. Voy a seguir enferma estés a mi lado o no.
Metias me ignoró y me puso otra toalla húmeda en la frente.
—Vaya o no vaya, me van a reclutar —replicó mientras me ofrecía un gajo de naranja.
Recuerdo bien la forma en que la peló, cómo trazó un eficiente corte en espiral y luego 
retiró la cáscara de una sola vez.
—Pero la comandante Jameson… —pestañeé; tenía los ojos hinchados—. Ya te ha 
hecho un favor al no asignarte al frente, y le va a molestar que no vayas. ¿Y si escribe 
una falta en tu registro? No querrás que te expulsen como a cualquier pringado de los 
barrios bajos, ¿no?
Metias me dirigió una mirada cargada de reproche y me dio un toque en la nariz.
—No llames así a la gente, bichito. Es de mala educación. Y no me puede sancionar por 
perderme la ceremonia. Además —añadió con un guiño—, siempre puedo colarme en 
la base de datos y limpiar mi ficha.
Sonreí. Yo también quería entrar en el ejército algún día y ponerme el uniforme negro 
de la República. Tal vez tuviera suerte y me asignaran a algún comandante de 
renombre, como le había pasado a Metias. Abrí la boca para que me diera otro gajo de 
naranja.
—Deberías escaparte del sector Batalla más a menudo. Puede que encuentres novia.
—No necesito novias —se rió Metias—. Tengo una hermana pequeña que cuidar.
—Venga ya. Algún día tendrás que salir con alguien.
—Veremos. Supongo que soy demasiado exigente…
Le miré a los ojos.
—Metias, ¿mamá cuidaba de mí cuando yo me ponía mala? ¿Hacía esto mismo?
Mi hermano me apartó de la frente el flequillo sudoroso.
—No seas boba, bichito. Claro que cuidaba de ti, y lo hacía mucho mejor que yo.
—No. Tú eres el que mejor cuida de mí —murmuré; notaba los párpados pesados.
—Eso es muy bonito —sonrió Metias.
—No irás a dejarme, ¿verdad? ¿Te quedarás conmigo más que papá y mamá?
Me dio un beso en la frente.
—Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que estés harta y aburrida de verme.
00:01
Sector Ruby
Temperatura Interior: 22°C
En cuanto Thomas aparece en la puerta, sé que algo va mal. Se ha ido la luz en todos los 
bloques de alrededor, como me avisó Metias que pasaría. El apartamento solo está 
iluminado por quinqués. Ollie no deja de ladrar, está muy nervioso, no sé por qué. Llevo 
puesto mi uniforme de entrenamiento: chaleco rojo y negro, botas altas de cordones y 
pelo sujeto en una coleta. Por un instante me alegro de ver a Thomas en vez de a
Metias, porque si mi hermano me viera así vestida, sabría que pienso salir en su busca 
aunque me haya ordenado lo contrario. Una vez más.
Thomas tose con nerviosismo cuando ve mi cara de sorpresa, luego intenta sonreír 
(tiene una línea de grasa negra en la frente, probablemente trazada con el dedo índice. 
Eso significa que ha limpiado su arma esta noche, de modo que su patrulla tendrá 
inspección mañana). Me cruzo de brazos y él se toca el borde de la gorra como saludo.
—Hola, señorita Iparis —dice.
Tomo aire.
—Voy a salir. ¿Dónde está Metias?
—La comandante Jameson solicita que se persone en el hospital lo antes posible —
Thomas duda un segundo—. Es más una orden que una petición.
Siento un vacío en la boca del estómago.
—¿Y por qué no me ha llamado ella?
—Prefiere que yo la acompañe.
—¿Por qué? —empiezo a subir la voz—. ¿Dónde está mi hermano?
Thomas respira profundamente. Ya sé lo que va a decirme.
—Lo siento. Metias ha sido asesinado.
Y entonces el mundo se queda en silencio.
Lo veo todo desde una gran distancia: Thomas habla sin dejar de gesticular y luego me 
abraza. Yo le estrecho, apenas consciente de lo que hago. No siento nada. Asiento 
cuando se separa y me sujeta para mantenerme derecha y cuando me pide algo. Creo 
que quiere que lo siga. Me pasa un brazo por los hombros. Una nariz húmeda de perro 
en mi mano. Ollie viene detrás de mí y sale del apartamento. Le ordeno que 
permanezca a mi lado. Cierro la puerta, me guardo la llave en el bolsillo y dejo que 
Thomas nos guíe hasta la escalera. No para de hablar, pero yo no le escucho. Tengo la 
vista fija en el revestimiento de las paredes. Es de metal reflectante, y a la tenue luz de 
emergencia puedo ver el reflejo distorsionado de Ollie y el mío a su lado. Soy incapaz de 
descifrar la expresión de mi cara. No estoy segura de que haya ninguna expresión en 
ella.
Metias debería haberme llevado con él. Es el primer pensamiento coherente que me 
viene a la cabeza cuando llegamos a la planta baja del edificio y monto en el 
todoterreno. Ollie sube de un brinco a la parte de atrás y asoma la cabeza por la 
ventanilla. El coche huele raro (a caucho, metal y sudor fresco: un grupo de personas 
ha debido de montar hace poco). Thomas se pone al volante y comprueba que llevo 
puesto el cinturón de seguridad. Qué cosa más tonta, qué menudencia.
Metias debería haberme llevado con él.
La idea me ronda una y otra vez por la cabeza. Thomas no dice nada más. Me deja que 
contemple la cuidad a oscuras. De cuando en cuando me echa una mirada vacilante, y 
una pequeña parte de mí me recuerda que debería pedirle disculpas más tarde por mi 
comportamiento.
Observo con ojos vidriosos los barrios que atravesamos. A pesar del apagón se ve 
mucha gente, casi todos trabajadores de los barrios bajos. Se encorvan sobre sus 
cuencos de comida barata en las cafeterías. A lo lejos flotan nubes de vapor. Las 
pantallas gigantes están siempre encendidas aunque no haya luz en el resto de la 
ciudad. Unas cuantas muestran otro atentado de los Patriotas; esta vez han puesto una 
bomba en Sacramento y han matado a media docena de soldados. En las escaleras de 
una academia hay varios cadetes de primer curso (no tendrán más de once años), con 
sus franjas amarillas en las mangas. El antiguo letrero de la sala de conciertos Walt 
Disney se ha borrado casi por completo. Varios vehículos militares se cruzan con 
nosotros y contemplo las caras pálidas de los solados. Algunos llevan gafas negras, así 
que no puedo verles los ojos.
El cielo está bastante más encapotado de lo normal, va a haber tormenta. Me pongo la 
capucha por si se me olvida hacerlo cuando salga del coche.
Cuando vuelvo a prestar atención al paisaje, nos encontramos en el centro del sector 
Batalla. Todas las luces están encendidas. La torre del hospital se eleva un par de 
manzanas más allá.
Thomas nota que estiro el cuello para ver dónde estamos.
—Ya casi hemos llegado —dice.
En cuanto nos acercamos, distingo las cintas amarillas que rodean la parte inferior de la 
torre. Hay patrullas de soldados (franjas rojas en las mangas, igual que Metias), 
fotógrafos, policías, furgones negros y camiones médicos. Ollie deja escapar un 
gemido.
—No lo han detenido, ¿verdad? —digo.
—¿Cómo lo sabes?
Señalo el edificio con la cabeza.
—Eso no ha podido hacerlo cualquiera —replico—. Fuera quien fuera, sobrevivió a una 
caída de dos pisos y medio y aún le quedó fuerza suficiente para escapar.
Thomas eleva la mirada hacia lo alto de la torre e intenta descubrir lo que yo estoy 
viendo: la ventana rota (por el tamaño y la disposición, debe de estar en el hueco de la 
escalera), la cinta que rodea la zona de debajo, los soldados que rastrean los callejones 
circundantes, la ausencia de ambulancias.
—No, no le hemos atrapado —admite, la mancha de grasa que le cruza la frente hace 
que parezca aún mas perplejo—. Pero eso no significa que no vayamos a hacerlo.
—Si no lo han encontrado ya, no creo que lo consigan.
Thomas abre la boca para protestar, pero se lo piensa mejor y se centra en estacionar el 
coche. La comandante Jameson nos ve y se separa del grupo de soldados con los que 
estaba hablando para acercarse a nosotros.
—Lo siento —me dice Thomas de repente.
Noto una breve punzada de culpabilidad por ser tan fría y decido asentir con la cabeza. 
Su padre era el portero del bloque donde vivíamos, y su madre trabajaba de cocinera 
en mi escuela primaria. Fue Metias quien recomendó que Thomas (que había sacado 
una alta puntuación en la Prueba) fuera asignado a la prestigiosa policía militar, a pesar 
de su origen humilde. Así que tiene que sentirse tan mal como yo.
La comandante Jameson avanza hacia mi puerta y golpea dos veces en la ventanilla 
para llamar mi atención. Sus labios finos están pintados de un rojo furioso, y a la luz 
nocturna su cabello parece marrón oscuro, casi negro.
—Vamos, Iparis. El tiempo vuela —pestañea al observar a Ollie en el asiento de atrás—. 
Ese no es un perro policía, niña.
Incluso en esta situación, mantiene una actitud resuelta.
Salgo del coche y me cuadro rápidamente. Ollie salta a mi lado.
—Me ha llamado, comandante —digo.
Ella no se molesta en devolverme el saludo. Echa a caminar y tengo que apresurarme 
para seguir su paso.
—Tu hermano Metias ha muerto —dice sin que su tono cambie ni un ápice—. Tengo 
entendido que casi has terminado tu entrenamiento como agente de la policía militar, 
¿me equivoco? ¿Has acabado el curso de rastreo?
Lucho por respirar. Es la segunda vez que me confirman la muerte de Metias.
—Sí, comandante —consigo responder.
Entramos en el hospital (la sala de espera está vacía; han echado a todos los pacientes. 
Los guardas se acumulan cerca de la escalera de entrada, de modo que ahí debió de 
comenzar todo). La comandante Jameson mantiene los ojos fijos al frente y las manos 
agarradas tras de la espalda.
—¿Qué sacaste en la Prueba?
—Mil quinientos puntos, comandante.
Todos los militares conocen mi puntuación, pero a ella le gusta fingir que no lo sabe ni 
le importa.
—Ah, muy bien —dice sin detenerse, como si fuera la primera vez que lo oye—. Puede 
que nos resultes útil, después de todo. He llamado al decano de Drake y le he 
informado de que estás dispensada de terminar tu entrenamiento. De todas formas, el 
curso casi ha terminado.
—¿Disculpe? —digo frunciendo el ceño.
—He recibido el historial completo de todas tus calificaciones. Nota máxima en todo. Y 
has completado los cursos en la mitad del tiempo, ¿me equivoco? También me 
informan de que eres… problemática. ¿Es eso cierto?
No acabo de entender qué quiere de mí.
—A veces, comandante, ¿Hay algún problema? ¿Me han expulsado?
La comandante Jameson sonríe.
—Ya no pueden, te han graduado antes de tiempo. Sígueme, quiero enseñarte algo.
Me gustaría preguntarle por Metias y saber qué ha ocurrido exactamente, pero su 
actitud gélida me lo impide.
Avanzamos por el pasillo de la primera planta hasta una salida de emergencia que hay 
al final. Allí la comandante Jameson les pide a los soldados de guardia que se vayan y 
me indica que salga. Un gruñido bajo resuena en la garganta de Ollie. Estamos en la 
parte trasera del edificio, dentro de la zona delimitada por cinta amarilla. A nuestro 
alrededor pululan soldados.
—Rápido —me exige la comandante, y acelero el paso.
Un instante después, me doy cuenta de qué es lo que me quiere enseñar: a cierta 
distancia hay un bulto cubierto con una sábana blanca (humano, un metro ochenta y 
cinco, extremidades intactas. No ha podido caer en esa posición, alguien ha debido de 
enderezarlo). Empiezo a temblar. Cuando miro a Ollie, veo que tiene erizado el pelo del 
lomo. Aunque lo llamo varias veces, se niega a acercarse, así que lo dejo atrás y me 
obligo a seguir a la comandante Jameson.
Metias me dio un beso en la frente. «Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que 
estés harta y aburrida de verme».
La comandante Jameson se detiene ante la sábana, se agacha y la retira hacia un lado. 
Me quedo mirando el cadáver de un soldado vestido de negro. De su pecho sobresale 
un cuchillo. La sangre se esparce por su camisa, por sus hombros, por sus manos, por 
las muescas del mango del cuchillo. Tiene los ojos cerrados. Me arrodillo y le aparto un 
mechón negro de la cara. Es muy raro. No me fijo en ningún detalle. No siento nada. 
Estoy como anestesiada.
—Dígame qué puede haber sucedido aquí, cadete —ordena la comandante Jameson—
. Considérelo un examen sorpresa. La identidad del soldado debería ser un acicate, más 
que un obstáculo.
Ni siquiera reacciono ante esas palabras. De pronto me fijo en los detalles y empiezo a
hablar.
—El asesino pudo apuñalarlo desde muy cerca o arrojarle el cuchillo, aunque para hacer 
esto último debería tener una fuerza impresionante en el brazo. Es diestro —paso los 
dedos por el mango cubierto de sangre—. Una puntería asombrosa. Este cuchillo 
forma parte de un juego de dos, ¿me equivoco? Mire el diseño que tiene grabado en la 
parte posterior de la hoja: termina de forma muy abrupta.
La comandante Jameson asiente.
—El segundo está clavado en la pared de la escalera.
Me giro hacia el callejón oscuro al que apuntan los pies de mi hermano y me doy cuenta 
de que hay una alcantarilla a lo lejos.
—Escapó por allí —afirmo, y observo la forma en que el asesino levantó la tapa—. 
Abrió la alcantarilla con la izquierda… interesante. Es ambidiestro.
—Continúa.
—A partir de aquí, las alcantarillas pueden haberle llevado al centro de la ciudad o hacia 
el oeste, al océano. Habrá escogido el centro, supongo que estará herido y no tendrá 
fuerzas para ir hacia otra parte. Es imposible rastrearlo: si tiene algo de sentido común, 
habrá dado media docena de vueltas y se habrá empapado en agua estancada. No 
habrá tocado las paredes y no nos habrá dejado ninguna pista que seguir.
—Voy a dejarte aquí un momento para que organices tus ideas. Dentro de dos minutos 
te estaré esperando en la escalera, a la altura del tercer piso, para entonces ya habrán 
acabado los fotógrafos —por un momento, sus ojos se posan en el cuerpo de Metias y 
su expresión se suaviza—. Era un buen soldado. Qué desperdicio —menea la cabeza y 
echa a andar.
Contemplo cómo se va. No se me acerca nadie más, supongo que todos prefieren 
evitar una conversación incómoda. Vuelvo a mirar la cara de mi hermano. 
Sorprendentemente, tiene una expresión pacífica. La piel conserva su color, no está tan 
pálida como pensé que lo estaría. Casi espero que pestañee y me sonría. Tengo restos 
de sangre seca en los dedos, cuando intento quitármelos, se me pegan a la piel. No sé si 
es esto lo que dispara mi ira. Me tiemblan las manos con tanta fuerza que tengo que 
aferrar la ropa de mi hermano. Se supone que debería analizar la escena del crimen… 
Pero soy incapaz de concentrarme.
—Deberías haberme llevado contigo —le susurro.
Aprieto mi frente contra la suya y empiezo a llorar mientras le hago una promesa 
silenciosa a su asesino:
Voy a darte caza. Registraré todas las calles de Los Ángeles para encontrarte. Recorreré la 
República entera si es necesario. Te tenderé una trampa y te conduciré a ella; engañaré, 
mentiré y robaré para encontrarte, te tentaré con cebos hasta que salgas de tu escondite, 
y luego te perseguiré hasta que no tengas a dónde huir. Te lo juro: tu vida me pertenece.
Al cabo de una eternidad, o tal vez de un segundo, llegan los soldados que tienen que 
llevar a Metias al depósito de cadáveres.
03:17
Mi apartamento
La misma noche
Ha empezado a llover.
Me tumbo en el sofá, abrazada a Ollie. El sitio donde se suele sentar Metias está vacío. 
Sobre la mesilla se apilan álbumes de fotos y diarios de mi hermano. Era muy 
tradicional, como nuestros padres, y nunca dejó de escribir a mano sus diarios y de 
guardar fotografías de papel. «Así nadie puede rastrearme ni etiquetarme en la red», 
decía siempre. Una ironía, viniendo de un hacker experto.
¿Fue ayer por la tarde cuando me recogió de Drake? Quería decirme algo importante, lo 
noté antes de que se fuera. Ahora nunca sabré de qué se trataba. Los documentos en 
informes se esparcen a mi alrededor. Agarro con fuerza un colgante que llevo un rato 
estudiando. Escudriño su superficie lisa y dejo caer la mano con un suspiro. Me duele la 
cabeza.
Antes de irme del hospital, me enteré de la razón por la que la comandante Jameson 
me ha sacado de Drake. Parece que lleva observándome algún tiempo, y ahora que ha 
perdido a una persona de la patrulla, tiene que rellenar el hueco. Es el momento 
perfecto para reclutarme antes de que lo intenten hacer otros. A partir de mañana, 
Thomas ocupará el puesto de Metias y yo entraré en la patrulla como agente en 
prácticas.
Mi primera misión de rastreo: Day.
—Hemos probado todo tipo de tácticas para atrapar a Day, pero ninguna ha 
funcionado —me dijo la comandante antes de mandarme a casa—. Así que esto es lo 
que vamos a hacer: mientras yo continúo con las asignaciones rutinarias de mi patrulla, 
pondré a prueba tus habilidades con una tarea práctica. Muéstrame como sigues la 
pista de Day. Puede que consigas algo y puede que no, pero eres joven y tal vez veas
algo que los demás hemos pasado por alto. Si me impresionas, te ascenderé y serás una 
auténtica agente de mi patrulla. Te haré famosa: la agente más joven de la historia.
Cierro los ojos e intento concentrarme.
Day mató a mi hermano. En la escalera del hospital, a la altura del tercer piso, 
encontraron una tarjeta de identificación robada, y el soldado al que pertenecía 
balbuceó una descripción del chico que se la había quitado. Nada encaja con lo que 
tenemos en la ficha de Day, salvo su edad: el que estuvo esta noche en el hospital era 
un chico joven. Las huellas dactilares que hay en la tarjeta de identificación coinciden 
con las que se encontraron en la escena de otro de los crímenes de Day, y no 
pertenecen a ningún civil de la República que esté en la base de datos.
Day estuvo allí, en el hospital. Y fue lo bastante descuidado como para dejarse una 
tarjeta de identificación con sus huellas marcadas.
Eso me hace recapacitar. Day entró en el laboratorio buscando un medicamento. Su 
plan era pobre, mal pensado, de última hora: desesperado. Si se llevó amortiguadores y 
analgésicos, es porque no encontró nada más potente. Pero no puede tener la peste: si 
estuviera enfermo, no habría podido escapar como lo hizo.
Sin embargo, la padece alguien que conoce, alguien a quien aprecia lo bastante como 
para arriesgar su vida por él o ella. Ese alguien debe vivir en Blueridge, en Lake, en 
Winter o en Alta, los sectores que han sido afectados últimamente por la peste. Si es 
así, no creo que se vaya de la ciudad por el momento. Se quedará aquí, atado por sus 
emociones.
También es posible que le hayan contratado para cometer el robo. Pero el hospital es 
un sitio peligroso, y quien encargara el trabajo tendría que haberle pagado a Day una 
buena cantidad. Con tanto dinero en juego, es de suponer que habría planeado mucho 
mejor el golpe y se habría molestado en averiguar cuándo iba a llegar al laboratorio el
siguiente envío de vacunas. Además, Day nunca ha actuado como mercenario. Ha 
atacado los destacamentos militares de la República por su cuenta y riesgo, ha 
entorpecido los envíos al frente de batalla y ha destruido aviones de combate. Debe 
tener algún tipo de interés en impedir que derrotemos a las Colonias. Durante un 
tiempo pensé que trabajaba para ellas; pero sus métodos son rudimentarios, carece de 
tecnología avanzada y no parece estar respaldado por una buena financiación. No es lo 
que se espera de nuestro enemigo. Nunca ha aceptado trabajos por encargo, hasta 
donde sabemos, y es raro que empiece a hacerlo ahora. ¿Quién se fiaría de un 
mercenario novato? Puede que lo hayan contratado los Patriotas, pero si Day trabajara 
para ellos, habría marcado la escena del crimen con su bandera (trece franjas rojas y 
blancas con cincuenta puntos blancos sobre un rectángulo azul). Los Patriotas jamás 
pierden la oportunidad de atribuirse sus triunfos
Y lo que menos me encaja es esto: Day nunca había matado a nadie (de hecho, ese es 
otro motivo por el que creo que no está vinculado a los Patriotas). En uno de sus 
delitos anteriores, se coló en una zona en cuarentena. Para hacerlo tuvo que atar a un 
policía, y cuando lo liberaron solo tenía un ojo morado. Otra vez abrió la cámara 
acorazada de un banco, pero a los cuatro guardias de seguridad no les hizo nada salvo 
dejarlos estupefactos. También prendió fuego en mitad de la noche a un escuadrón de 
aviones de combate, y en dos ocasiones evitó que despegaran aviones manipulando 
sus motores. Ha destrozado la mitad de un edificio militar; ha robado dinero, alimentos 
y bienes. Pero no pone bombas en la carretera. No dispara a los soldados. No asesina. 
No mata.
¿Por qué a Metias? Day podría haber escapado sin matarle. ¿Le guardaba rencor? ¿Le 
habría hecho algo mi hermano en el pasado? No pudo ser accidental: el cuchillo le 
atravesó el corazón. Se clavó en el centro de su inteligente, idiota, terco y 
sobreprotector corazón.
Abro los ojos, levanto la mano y vuelvo a estudiar el colgante. Pertenece a Day; es lo 
que nos dicen las huellas dactilares. Se trata de un disco de metal sin nada grabado. Lo 
encontramos en las escaleras del hospital, junto a la tarjeta de identificación. No es el 
símbolo de ninguna religión que yo conozca. Carece de valor económico: tanto la 
cadena como el colgante parecen hechos de una aleación de níquel barato y cobre. Es 
posible que no lo haya robado, que tenga un significado especial para él y que por eso 
lo llevara encima a pesar del riesgo de perderlo. Puede que sea un amuleto, o que se lo 
regalara alguien importante para él. Tal vez la misma persona para la que intentó robar 
la vacuna. El colgante guarda un secreto, pero no sé cuál es.
Day empieza a fascinarme, pero sé que es mi enemigo acérrimo. Mi objetivo. Mi 
primera misión.
Dedico dos días a organizar mis pensamientos. Al tercero, llamo a la comandante 
Jameson. Tengo un plan.


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Mensaje por mariateresa Vie 6 Abr - 7:01

Chicas siento haberme atrasado con el capi si alcanzo a la noche lo compenso.


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Mensaje por Celemg Vie 6 Abr - 9:31

Kapi 1: Me atrapo! Ahora solo kiero saber mas y porke la x esta komo partida. Sera ke hay alguien ke es inmune a la peste?
Kapi 2: June es komo muy aventurera y obviamente desafiante, pobre de Metias jajaja
Kapi 3: Aun dudo acerka de la x partida, y ese virus kon el mismo dibujo.. Se rompio en mil pedazos y no konsiguio la kura.. Largo trecho tuvo ke andar en las alkantarillas para salirse.. dos horas y media es mucho tiempo..
Kapi 4: Metias esta muerto, sabiamos ke pasaria, pero Day klavo el kuchillo en su hombro y ahora resulta ke esta en su korazon, obvio alguien mas lo hizo..
Pobre June, ahora se ha kedado sola.. Aunke es muy inteligente, kiero saber kuanto tarda en deskubrir kien es Day.. Este libro atrapa.


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Mensaje por berny_girl Vie 6 Abr - 14:48

Creo que sufrí mas yo mas con la muerte de Metias de lo que lo hicieron todos quienes lo conocieron, especialmente June... 


Al parecer con la muerte de Metias, encontraron una mayor causa para acusar a Day. 


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Mensaje por yiniva Vie 6 Abr - 17:00

orale pues sí que estuvo rara la muerte de Metias, Day solo lo hirió, pero nada grave, no me gusto mucho que reclutaran a June solo por que su hermano murió, es buena eso que ni que, pero no se.


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Mensaje por graciela laya Vie 6 Abr - 19:17

No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos
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Mensaje por Celemg Vie 6 Abr - 19:24

graciela laya escribió:No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos

No lo habia pensado, pero puede ke tengas razon porke oh, kasualidad! Thomas kubrio el puesto de Metias


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Mensaje por graciela laya Vie 6 Abr - 19:33

Celemg escribió:
graciela laya escribió:No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos

No lo habia pensado, pero puede ke tengas razon porke oh, kasualidad! Thomas kubrio el puesto de Metias

Pues fíjate no no me acorde de eso algo mas y mas contundente para quererlo muerto, la ambición
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Mensaje por yiany Vie 6 Abr - 20:21

Bueno, eso si esta raro, no me extrañaría q la misma comandante lo hubiera hecho, para poder poner a su más potencial agente contra su más buscado delincuente.


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Mensaje por Celemg Vie 6 Abr - 22:06

yiany escribió:Bueno, eso si esta raro, no me extrañaría q la misma comandante lo hubiera hecho, para poder poner a su más potencial agente contra su más buscado delincuente.

Esa tambien es una buena teoria.. me gusta


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Mensaje por mariateresa Sáb 7 Abr - 16:28

DAY
Sueño que me encuentro otra vez en mi casa. Eden está sentado en el suelo, dibujando 
un garabato extraño en las baldosas. Tiene cuatro o cinco años y las mejillas regordetas 
de un bebé. Cada pocos minutos se levanta y me pide opinión sobre su obra de arte.
John y yo estamos sentados en el sofá, intentando arreglar la radio que hay en casa 
desde hace años. Todavía recuerdo el día en que mi padre la trajo. «Así sabremos en 
qué barrios se ha extendido la peste», dijo. Pero ahora tenemos en el regazo un 
montón de tornillos y resortes que no funcionan. Le pido ayuda a Eden, pero se ríe y 
dice que lo hagamos solos.
Mi madre está sola en la cocina. Intenta hacer la cena; esta es una escena que conozco 
muy bien. Tiene las dos manos envueltas en vendas: debe de haberse cortado con 
alguna botella rota o con una lata abierta mientras limpiaba hoy los cubos de basura de 
alrededor de Union Station. Hace una mueca mientras separa unos granos de maíz 
congelados con ayuda de un cuchillo. Le tiemblan las manos.
—Espera, mamá. Yo te ayudo —digo. Intento moverme, pero tengo los pies pegados al 
suelo.
Al cabo de un rato, levanto la cabeza para ver qué dibuja ahora Eden. Al principio no 
distingo las formas: están mezcladas, como si hiciera garabatos al azar. Cuando me 
concentro, me doy cuenta de que ha pintado soldados que entran en la casa. Los 
colorea con lápiz rojo.
Me despierto con un respingo. Por una ventana se filtran franjas de luz grisácea. Oigo el 
débil rumor de la lluvia. Estoy en lo que parece la habitación abandonada de un niño; el 
papel de las paredes es azul y amarillo, desprendido en las esquinas. Dos velas iluminan 
el cuarto. Siento que mis pies sobresalen de la cama y que mi cabeza reposa en una 
almohada. Cuando me muevo, se me escapa un gemido. Cierro los ojos.
Entonces suena la voz de Tess.
—¿Me oyes? —grita.
—No hables tan alto, hermana —murmuro, sintiendo mis labios agrietados.
Me palpita la cabeza; la jaqueca es aguda y cegadora. Tess ve mi expresión y guarda 
silencio mientras cierro los párpados de nuevo y espero a que se calme el dolor.
Pero no desaparece: continúa como un martilleo en la nuca. Después de una eternidad, 
comienza a desvanecerse y logro abrir los ojos.
—¿Dónde estoy? ¿Te encuentras bien?
Tess me mira. Lleva el pelo recogido en una trencita y tiene los labios sonrosados. 
Sonríe.
—¿Qué si yo estoy bien? Llevas inconsciente dos días, Day. ¿Cómo te encuentras?
Me invade una oleada de dolor: debo de tener todo el cuerpo magullado.
—De maravilla.
La sonrisa de Tess desaparece.
—Has estado muy cerca esta vez. Si no hubiera encontrado a alguien que nos 
recogiera, creo que no habrías salido de esta.
De pronto me asaltan los recuerdos: la puerta del hospital, el robo de la tarjeta de 
identificación, las escaleras, el laboratorio, la larga caída, el cuchillo que lancé al 
capitán, las alcantarillas... la vacuna...
La vacuna. Intento sentarme, pero hago un gesto demasiado brusco y el dolor me
golpea como un latigazo. Me llevo la mano al cuello de forma automática y descubro 
que no tengo colgante que agarrar.
Es como si se me rompiera algo en el interior del pecho: lo he perdido. Mi padre me dio 
ese colgante y yo he sido tan descuidado como para perderlo.
—Venga, tranquilo —intenta calmarme Tess.
—¿Mi familia está bien? ¿Los medicamentos sobrevivieron a la caída?
—Algunos sí —Tess me ayuda a echarme y luego apoya los codos en la cama—. 
Supongo que un amortiguador es mejor que nada. Ya los dejé en casa de tu madre, 
junto con el paquete de regalo. Fui a la parte trasera y se lo entregué todo a John. Me 
pidió que te diera las gracias.
—¿Le contaste lo que pasó?
Tess pone los ojos en blanco.
—¿Crees que podría mantenerlo en secreto? Todo el mundo ha oído hablar del robo en 
el hospital y John sabe que estás herido. Se ha enfadado mucho.
—¿Te ha dicho quién está enfermo? ¿Es Eden o es mi madre?
—Eden —murmura mordiéndose el labio—. John me dijo que tu madre y él se 
encuentran bien, por el momento. Y Eden puede hablar y está despierto. Intentó 
levantarse de la cama para ayudar a tu madre a arreglar una fuga del fregadero porque 
quería demostrarle que se encontraba bien, pero ella le mandó de nuevo a la cama. Tu 
madre ha tenido que romper dos de sus camisas para utilizarlas como paños fríos para 
bajarle la fiebre, así que John me ha dicho que si encuentras algo de ropa que le sirva, 
perfecto.
Dejo escapar un suspiro. Eden. Claro que es Eden. Y sigue actuando como un ingeniero 
en miniatura, aunque tenga la peste. Al menos he podido conseguirle medicamentos. 
Todo se solucionará. Eden se encontrará algo mejor durante un tiempo, y no me 
importa que John me sermonee. En cuanto al colgante... Bueno, no creo que mi madre 
llegue a enterarse. Mejor: le rompería el corazón.
—No encontré ninguna vacuna, y no tuve tiempo de buscar más.
—No te preocupes —replica Tess mientras prepara un vendaje nuevo para mi brazo. 
Tras ella, en el respaldo de la silla, veo colgada mi vieja gorra—. Has ganado algo de 
tiempo para tu familia. Ya habrá otra oportunidad.
—¿De quién es esta casa?
En cuanto hago la pregunta, oigo el sonido de una puerta que se cierra y luego pasos 
que se acercan desde la habitación contigua. Miro a Tess alarmado, pero se limita a 
asentir tranquilamente y me indica con un gesto que me calme.
Un hombre entra sacudiendo un paraguas mojado. En la otra mano lleva una bolsa de 
papel marrón.
—Ah, ya estás despierto —comenta—. Eso es bueno.
Estudio su rostro: es redondo, de tez muy pálida. Tiene las cejas pobladas y una 
expresión amable en los ojos.
—Chica —dice dirigiéndose a Tess—, ¿crees que podrá moverse mañana por la noche?
—Ya estaremos en camino para entonces —responde ella mientras alza un frasco lleno 
de líquido transparente (supongo que será alcohol).
Moja la punta de la venda y me estremezco cuando toca la zona del brazo donde me 
rozó la bala. Es como si me posará una cerilla ardiendo en la piel. Tess levanta la vista.
—Le agradezco mucho que nos haya dado refugio —murmura.
El hombre gruñe con expresión dubitativa y asiente sin demasiada convicción. Luego 
mira a su alrededor como si buscara algo.
—Me temo que no puedo tenerlos aquí más tiempo. La patrulla antipeste hará pronto 
otro reconocimiento —duda, saca dos latas de la bolsa y las coloca sobre el aparador—
. Les he traído chili. No será lo mejor, pero al menos llena. Y también pan.
Antes de que podamos decirle nada, sale a toda prisa de la habitación con el resto de 
los alimentos.
Por primera vez, bajo la vista y contemplo mi cuerpo. No llevo más que unos 
pantalones marrones del ejército, y tengo el pecho y los brazos vendados. También una 
pierna.
—¿Por qué nos ayuda? —le pregunto a Tess en un susurro.
—No seas tan desconfiado —responde, levantando la vista mientras me ajusta el 
vendaje del brazo—. Tenía un hijo que trabajaba en el frente de batalla. Murió de la 
peste hace unos años.
Tess le hace el nudo final al vendaje y suelto un gemido.
—Respira profundamente, Day —dice, y empieza a palparme el pecho con delicadeza.
La obedezco, aunque siento como si me atravesara con un cuchillo. Las mejillas de Tess 
se ruborizan; está haciendo un esfuerzo de concentración.
—Puede que tengas una fisura en una costilla, pero no hay nada roto —sentencia al 
fin—. Creo que tardarás poco en estar como siempre. De todas formas, este hombre 
no quiso saber cómo nos llamábamos y yo tampoco le pregunté su nombre. Mejor no 
saberlo. Le conté que estabas herido y creo que le recordaste a su hijo.
Dejo caer la cabeza en la almohada. Me duele todo el cuerpo.
—He perdido mis dos cuchillos —murmuro para que no me oiga el hombre—. Eran los 
mejores que tenía.
—Lo siento, Day —Tess se aparta un mechón de pelo de la cara y me tiende una bolsa 
de plástico transparente con tres balas plateadas en el interior—. Encontré esto entre 
los pliegues de tu ropa y supuse que las querrías para tu tirachinas, o algo por el estilo.
Me guardo las balas en un bolsillo y sonrío. Cuando conocí a Tess hace tres inviernos, 
no era más que una huerfanita esquelética de diez años que hurgaba en los 
contenedores de basura del sector Nima. Por aquel entonces necesitaba tanto mi 
ayuda que a veces se me olvida lo mucho que dependo ahora de ella.
—Gracias, hermana —le digo.
Murmura algo que no entiendo y mira para otro lado.
Al cabo de un rato caigo en un sueño profundo. Cuando me despierto de nuevo, todo 
está oscuro. He debido de dormir mucho, porque ya no me duele la cabeza. Puede que 
sea el mismo día, pero me da la sensación de que ha pasado más tiempo. No han 
venido los soldados ni la policía ciudadana. Aún seguimos vivos. Me quedo inmóvil un 
momento, despierto en la oscuridad. Parece que nuestro benefactor no nos ha 
delatado, todavía.
Tess duerme acurrucada en el borde de la cama, con la cabeza oculta entre los brazos. 
A veces me encantaría encontrarle un buen hogar, una familia que se ocupara de ella. 
Pero cada vez que lo pienso, acabo por rechazar la idea: Tess pasaría a estar del lado de 
la República si formara parte de una auténtica familia. La obligarían a someterse a la 
Prueba, que nunca ha hecho. Además, descubrirían que ha sido mi compinche y la 
interrogarían. Sacudo la cabeza: es demasiado ingenua, demasiado fácil de manipular. 
No puedo dejarla con nadie.
Además... la echaría de menos. Los dos años que estuve por mi cuenta en las calles 
fueron muy solitarios.
Muevo el tobillo con cautela, haciendo un círculo. Está un poco entumecido, pero no 
me duele mucho y no parece estar inflamado. Todavía me arde el brazo donde lo rozó 
la bala, y el dolor de las costillas es desgarrador, pero consigo sentarme sin demasiados 
problemas. Me llevo las manos al pelo de forma automática. Está suelto. Lo sujeto en 
una coleta usando una sola mano y le hago un nudo apretado. Me giro hacia Tess, tomo 
mi gorra y me la pongo. Me duelen los brazos del esfuerzo. Huele a chili y a pan; en el 
aparador hay un tazón que humea, con una rebanada de pan apoyada en el borde. 
Recuerdo las dos latas que nos dejó nuestro benefactor y me gruñe el estómago. 
Devoró el contenido del cuenco hasta dejarlo limpio.
Mientras me chupo los restos de chili de los dedos, una puerta se cierra en algún lugar 
de la casa. Oigo pasos que se acercan muy rápido hacia nosotros. Me pongo tenso. Tess 
se despierta y me agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —murmura. Me llevo el índice a los labios.
El hombre que nos ha acogido entra a toda prisa en el cuarto, vestido con una bata 
destrozada que apenas cubre su pijama.
—Tienen que irse —susurra, por la frente le resbalan gotas de sudor— Acabo de 
enterarme de que hay un tipo que te busca.
Tess tiene expresión de auténtico terror, pero le miro a los ojos.
—¿Cómo te has enterado?
El hombre empieza a ordenar la habitación. Recoge el cuenco vacío y pasa la mano por 
el aparador.
—Va contando a la gente que tiene vacunas para la peste, y que se las quiere vender a 
una persona que las necesita. Sabe que estás herido. No dijo ningún nombre, pero está 
claro que habla de ti.
Me siento en la cama. No hay alternativa.
—Sí, se refiere a mí —asiento. Tess agarra un manojo de vendas limpias y se las guarda 
bajo la camisa—. Es una trampa. Nos vamos enseguida.
El hombre asiente con la cabeza.
—Pueden salir por la puerta trasera. Al fondo del pasillo, a la izquierda.
Lo miro de hito en hito durante un instante y entonces me doy cuenta de que sabe 
perfectamente quién soy. A pesar de ello, no lo dice en voz alta. Como muchas otras 
personas de nuestro sector que averiguaron en el pasado quién era yo y aun así me 
ayudaron, parece agradecer los problemas que le causo a la República.
—Le estamos muy agradecidos —digo.
Él no responde. Agarro a Tess de la mano y los dos echamos a andar hasta llegar a la 
puerta trasera; me duele todo el cuerpo, tanto que se me llenan los ojos de lágrimas. 
Salimos al aire húmedo de la noche.
Avanzamos en silencio por los callejones y solo reducimos el paso seis bloques más allá. 
El dolor se hace más desgarrador a cada paso. Me llevo la mano al colgante para 
calmarme, pero entonces recuerdo que ya no lo llevo encima. Se apodera de mí una 
sensación de vértigo. ¿Y si la República descubre qué es? ¿Lo destruirán? ¿Y si siguen la 
pista y los conduce a mi familia?
Tess se apoya en una de las paredes del callejón y se deja caer.
—Tenemos que abandonar la ciudad —dice—. Es demasiado peligroso seguir aquí, 
Day. Estaríamos más seguros en Arizona o en Colorado. O incluso en Barstow; no me 
importaría pasar una temporada en las afueras.
Ya, ya. Lo sé. Bajo la vista.
—Yo también quiero irme.
—Pero no vas a hacerlo. Lo veo en tu cara.
Nos quedamos callados. Si por mí fuera, cruzaría el país entero y escaparía a las 
Colonias a la primera oportunidad que se me presentara. No me importa arriesgar la 
vida. Pero hay un montón de razones por las que no puedo hacerlo, y Tess lo sabe. Ni 
John ni mi madre pueden abandonar sus trabajos y huir conmigo, no sin despertar 
sospechas. Eden no puede irse de la escuela que le han asignado. Si lo hacen, se 
convertirán en fugitivos. Como yo.
—Ya veremos —digo finalmente.
Tess me ofrece una sonrisa triste.
—¿Quién crees que te está buscando? —pregunta al cabo de un rato— ¿Cómo habrá 
averiguado que estabas en el sector Lake?
—No lo sé. Puede ser algún traficante al que le haya llamado la atención lo del robo en 
el hospital. Tal vez piense que tenemos un montón de dinero o algo así. Podría ser un 
soldado, incluso un espía. Perdí mi colgante en el hospital; no sé si conseguirán 
averiguar algo de mí, analizándolo, pero siempre cabe la posibilidad.
—¿Y qué vas a hacer?
Me encojo de hombros y me apoyó contra la pared para mantener el equilibrio: la 
herida de bala ha empezado a palpitar otra vez.
—No deberíamos dejar que nos encontrara, pero he de admitir que me da curiosidad 
saber qué ofrece. ¿Y si de verdad tiene una vacuna contra la peste?
Tess me contempla con la misma expresión que tenía la noche en que la conocí:
esperanza, curiosidad y miedo, todo a la vez.
Bueno... No creo que sea más peligroso que la locura que hiciste en el hospital, ¿no?


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Mensaje por mariateresa Sáb 7 Abr - 16:32

Chicas!!!! Espero que les este gustando la lectura....

Como soy buenita les subo otro capi mas....

Disfrutenlo!!!!!


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