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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Entiendo que June quiera demostrar que es mejor que los demás, y también creó que tiene un punto, pero a como están las cosas, lo menos que necesita su hermano son más problemas.
Gracias Maria Teresita
Gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias por los caps. Bueno ya conocimos a nuestros dispares protas y la sociedad en la que viven. Y me estoy enganchando bastante.
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
No se porque pospuse tanto tiempo este libro, solo dos capitulos y esta interesante
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Si me gusta este libro, gracias chicas capi por favor!!!! No se me da la impresión de que le va a pasar algo malo al hermano, ojala q no.
graciela laya- Mensajes : 162
Fecha de inscripción : 28/08/2016
Edad : 62
Localización : VENEZUELA!!!!!!
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Hola chicas!! porfas!! vengo a solicitar su apoyo para The perfect Match que esta en la subasta de este mes!! Please!! se los agradeceria mucho!!
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Invitado- Invitado
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Cuando yo tenía siete años, a mi padre le dieron uvgnas semanas de permiso y volvió a
casa desde el frente. Su trabajo consistía en limpiar los territorios conquistados por las
tropas de la República, así que normalmente estaba fuera y mi madre tenía que
criarnos sola. Durante esa semana, las patrullas de la policía ciudadana hicieron una
inspección de rutina, pasaron por casa y se llevaron a mi padre a rastras hasta la
comisaría del barrio para interrogarlo. Supongo que encontrarían algo sospechoso.
Lo trajeron de vuelta con los dos brazos rotos y la cara magullada y llena de sangre.
Unas noches después, metí una bola de hielo picado dentro de una lata de gasolina,
esperé a que se empapara bien por fuera, la saqué y le prendí fuego. Luego la lancé con
un tirachinas por la ventana de la comisaría. Recuerdo que poco después llegaron los
camiones de los bomberos, entre el alarido de las sirenas, y que el ala oeste de la
comisaría quedó carbonizada. Nunca se supo quién lo había hecho; jamás vinieron por
mí. Al fin y al cabo, no había pruebas. Así cometí mi primer crimen perfecto.
Mi madre siempre decía que algún día yo sería alguien; que, a pesar de mi origen
humilde, me convertiría en un hombre valorado, incluso famoso.
Y soy famoso. Pero no creo que esto sea lo que ella tenía en mente.
Ya ha caído la noche. Habrán pasado unas cuarenta y ocho horas desde que los
soldados marcaron la puerta de mi madre.
Espero oculto entre las sombras de un callejón, frente al hospital central de Los
Ángeles. La noche está nublada y no se ve la luna; apenas distingo el letrero destrozado
del edificio Bank Tower. Se ve brillar luces eléctricas en cada planta; es un lujo que
solamente se pueden permitir los edificios oficiales y las viviendas de la elite. En la calle
hay una hilera de coches militares que esperan a que les den permiso para pasar al
estacionamiento subterráneo. Un guarda recorre la fila pidiendo a sus ocupantes que
se identifiquen. Me quedo inmóvil, con los ojos fijos en la entrada.
Esta noche me he arreglado. Me he puesto mi mejor par de botas: son de cuero negro,
suaves por el uso, con cordones gruesos y puntas de acero. Las compré por ciento
cincuenta billetes que saqué de mi alijo. Llevo un cuchillo plano oculto en la planta de
cada una, y cada vez que doy un paso noto el frío del metal contra la piel. Me he metido
los pantalones negros por dentro de las botas, y llevo un par de guantes y un pañuelo
también negro guardados en los bolsillos. Tengo una camisa negra de manga larga
atada a la cintura. La melena me cae suelta por los hombros; esta vez he teñido con un
espray negro mi cabello rubio claro. Parece que lo haya sumergido en petróleo. A
primera hora de la mañana, en un callejón que daba a la parte trasera de una cocina,
Tess cambió cinco billetes por un cubo de sangre de cerdo. Me he untado los brazos, el
estómago y la cara con ella. También me he embadurnado de barro las mejillas para
asegurarme de que nadie me reconozca.
El hospital ocupa las doce primeras plantas del edificio. La única que me interesa es la
que no tiene ventanas: el tercer piso. Es un laboratorio, donde se guardan las muestras
de sangre y los medicamentos. Desde el exterior, ni siquiera se ve; está oculto por unas
elaboradas tallas de piedra y por las banderas de la República. Pero detrás de este
decorado hay una estancia diáfana sin pasillos ni puertas, una sala gigantesca en la que
los doctores y enfermeras se ocultan tras mascarillas blancas, tubos de ensayo y
pipetas, incubadoras y camillas. Lo sé porque he estado allí. Fue el día en que suspendí
mi Prueba, el día en que decidieron que tenía que morir.
Estudio con atención la pared lateral. En algunos edificios es fácil entrar por los pisos
superiores, si hay balcones desde los que saltar y repisas para agarrarse: una vez escalé
un edificio de cuatro plantas en cinco segundos.
Pero esta torre es demasiado lisa y carece de puntos de apoyo. Para llegar al
laboratorio, tendré que entrar por la puerta de la calle. Siento escalofríos a pesar del
calor; por un momento lamento no haberle pedido a Tess que me acompañara, aunque
dos intrusos son más fáciles de atrapar que uno solo. Además, no es su familia la que
necesita vacunas.
Compruebo que llevo el colgante bajo la camisa.
Tras la hilera de coches del ejército se detiene un camión médico. Varios soldados bajan
y saludan a los enfermeros mientras otros sacan cajas de la parte de atrás. El que
manda es un hombre joven de cabello oscuro, vestido completamente de negro salvo
por las dos filas de botones dorados de uniforme de oficial. Me esfuerzo por escuchar
lo que le dice a uno de los enfermeros.
—… desde la orilla del lago —se ajusta los guantes y distingo el brillo de su pistola en el
cinturón—. Mis hombres se apostarán en las entradas.
—Sí, capitán —responde el enfermero.
—Me llamo Metias —se quita la gorra—. Si tiene alguna pregunta, venga a verme.
Espero a que los soldados se dispersen para rodear el edificio. El tal Metias se ha
puesto a hablar con dos de sus hombres. Aparecen más vehículos médicos que paran,
depositan su carga de soldados muertos y se van. Algunos tienen miembros rotos,
otros muestran lesiones en la cabeza y llagas en las piernas. Tomo aire y salgo para
acercarme al hospital. La primera que me ve es una enfermera que se encuentra junto a
la puerta de entrada. Contempla la sangre que tengo en la cara y en los brazos.
—¿Puedo entrar, hermana? —le pido estremeciéndome de dolor fingido—. ¿Quedan
camas libres esta noche? Tengo dinero.
Me observa con frialdad antes de garabatear algo en su bloc de notas. Supongo que no
lo ha gustado que la llame «hermana». Lleva su tarjeta de identificación colgada al
cuello.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta.
Me doblo y apoyo las manos en las rodillas.
—Una pelea —jadeo—. Creo que me han apuñalado.
La enfermera termina de escribir sin volver a mirarme y hace un gesto con la cabeza a
uno de los guardas.
—Cachéalo.
Me quedo donde estoy mientras los soldados me registran en busca de armas. Grito
justo cuando me tocan los brazos y el estómago. No encuentran los cuchillos que llevo
en las botas, pero se llevan la bolsita con el puñado de billetes que guardaba en el
cinturón: es el pago por entrar al hospital. Por supuesto.
Si fuera un buen chico de los sectores ricos, no pagaría por entrar. Me mandarían un
médico a domicilio y no me cobrarían nada por ello.
Cuando los soldados me dan el visto bueno, la enfermera señala la entrada.
—La sala de espera está a la izquierda. Siéntate y espera.
Se lo agradezco y voy tambaleándome hacia las puertas correderas. El hombre llamado
Metias se me queda mirando cuando paso a su lado. Escucha pacientemente lo que le
dice uno de los soldados, pero me doy cuenta de que al mismo tiempo está analizando
mi rostro. Me da la impresión de que lo hace por costumbre. Tomo nota mental de su
cara yo también.
El interior del edificio es de un blanco fantasmal. A mi izquierda veo la sala de espera
que me indicó la enfermera, un espacio enorme lleno de gente con toda clase de
heridas y contusiones. Muchos gimen de dolor, y hay un tipo tumbado en el suelo que
no se mueve. No quiero ni pensar en el tiempo que llevarán aquí algunos, ni en lo que
habrán tenido que pagar para entrar. Me fijo en que todos los soldados están de pie:
hay dos junto a la ventanilla de administración, dos más delante de la puerta de la
consulta y unos cuantos cerca de los ascensores, todos con su tarjeta de identificación.
Bajo los ojos, busco la silla más cercana y tomo asiento. Por una vez, mi rodilla mala me
sirve de ayuda y colabora en hacer más convincente mi disfraz. Mantengo las manos
apretadas contra los costados por si acaso.
Cuento mentalmente diez minutos, lo bastante para que vayan llegando nuevos
pacientes a la sala de espera y los militares pierdan interés en mí. Me levanto fingiendo
un tropezón y me dirijo bamboleándome hacia el soldado que tengo más cerca. Mueve
la mano de forma inconsciente hacia su pistola.
—Vuelve a sentarte —me ordena.
Me tambaleo y caigo sobre él.
—Necesito ir al baño —susurro con voz ronca, y me agarro a su ropa negra con manos
temblorosas para mantener el equilibrio. El soldado me mira con asco mientras sus
compañeros sueltan una risita. Veo cómo acerca los dedos al gatillo de la pistola, pero
los demás niegan con la cabeza: no se dispara dentro del hospital. Finalmente, me da
un empellón y me señala al fondo de la sala con el arma.
—Allí —gruñe—. Y límpiate la mierda de la cara. Si me tocas otra vez, te coso a balazos.
Le suelto y casi me caigo de rodillas. Después, doy la vuelta y me dirijo paso a paso
hacia el baño. Mis botas de cuero rechinan contra las baldosas, y siento los ojos de los
soldados clavados en mi nuca mientras entro en el aseo y cierro la puerta.
No importa. Se olvidarán de mí dentro de un par de minutos, y les llevará unos cuantos
minutos más darse cuenta de que el soldado al que agarré ha perdido su tarjeta de
identificación.
Una vez dentro del baño, dejo de fingir que estoy enfermo. Me lavo la cara y me la
froto hasta limpiar la mayor parte de la sangre de cerdo y el barro. Me quito las botas y
rasgo las plantillas para sacar los cuchillos, que me guardo en el cinturón. Me vuelvo a
calzar, me desato la camisa de la cintura, me la pongo, la abotono hasta el cuello y paso
los tirantes por encima. Me hago una coleta apretada y la oculto bajo la camisa de
forma que permanezca pegada a mi espalda.
Finalmente, saco los guantes y me ato el pañuelo negro para ocultar mi nariz y mi boca.
Si alguien me descubriera ahora, me vería obligado a huir; mejor ocultar mi rostro.
En cuanto acabo, utilizo uno de los cuchillos para desatornillar la rejilla de ventilación
del baño. Saco la tarjeta de identificación del soldado, la engancho a la cadena de mi
colgante y me meto de cabeza en el túnel.
El aire del conducto huele raro, y agradezco llevar un pañuelo en la cara. Me arrastro
centímetro a centímetro, tan rápido como puedo. El túnel tendrá un metro de ancho
por otro tanto de alto. A cada poco tengo que cerrar los ojos y recordarme que debo
respirar, que los muros de metal no me están aprisionando. No necesito ir muy lejos;
ninguno de estos conductos lleva hasta el tercer piso. Me basta con alcanzar una de las
escaleras del hospital, más allá de los soldados que vigilan las salidas de la primera
planta. Sigo adelante. Pienso en la cara de Eden, en los medicamentos que necesitan mi
madre, John y él, y en esa extraña equis partida por la mitad.
Unos minutos después, el túnel se termina. Echo un vistazo a través de la rendija de
ventilación y entre las franjas de luz me parece distinguir una escalera de caracol. El
suelo es de un color blanco inmaculado, y —lo más importante— está vacío. Cuento
hasta tres, doblo los brazos todo lo que puedo y le doy un empujón a la rejilla. Sale
volando. Ahora puedo ver bien la escalera: es amplia, cilíndrica, con altas paredes de
yeso y ventanas diminutas. Una enorme espiral de peldaños.
Ya no tiene sentido avanza en silencio. Forcejeo para salir del túnel y subo los escalones
como una flecha. A mitad del camino, me agarro a la barandilla para darme impulso y
llego hasta el siguiente giro de un salto. Las cámaras de seguridad tienen que haberme
detectado; la alarma empezará a sonar en cualquier momento. Segundo piso, tercero.
Se me está acabando el tiempo. En cuanto llego a la puerta de la tercera planta, arranco
la tarjeta de identificación de la cadena y me paro lo justo para pasarla por el lector. Las
cámaras de seguridad no han disparado la alarma a tiempo para bloquear la escalera.
Suena un chasquido en el picaporte: ya estoy dentro. Abro de golpe.
Me encuentro en una habitación descomunal, repleta de filas de camillas y productos
químicos que burbujean bajo campanas de metal. Los médicos y los soldados levantan
la vista con expresión atónica.
Agarro a la primera persona que veo, un médico joven que estaba al lado de la puerta.
Antes de que ninguno de los soldados tenga tiempo de apuntarme con la pistola, le
pongo al médico un cuchillo en la garganta. Los demás doctores se quedan congelados,
y unos cuantos gritan.
—¡Si disparan, le darán a él en vez de a mí! —grito con la voz ahogada por el pañuelo.
Todas las armas me apuntan. El médico tiembla entre mis brazos. Aprieto el cuchillo
contra su cuello, con cuidado de no cortarle.
—No voy a hacerte daño —le susurro al oído—. Dime dónde están las vacunas
antipeste.
Se le escapa un gemido ahogado y noto cómo su sudor resbala por mi piel. Hace un
gesto en dirección a los frigoríficos. Los soldados dudan todavía.
—¡Suelta al médico! —grita uno—. ¡Pon las manos en alto!
Me entran ganas de reír: debe de ser un nuevo recluta. Cruzo la estancia sin soltar a mi
rehén y me paro de frente a los refrigeradores.
—Enséñame dónde están.
El médico levanta una mano temblorosa y abre una puerta blanca. Nos golpea una
ráfaga de aire gélido. Me pregunto si notará lo rápido que me late el corazón.
—Ahí —musita.
Aparto la vista un instante para enfocar el estante que señala. La mitad de los frascos
están etiquetados con la equis de tres líneas y unas palabras: Mutaciones T. Filoviridae
Virus. La otra mitad tienen una pegatina: Vacunas 11:30.
Todos están vacíos.
Las vacunas se han acabado. Suelto una maldición en voz baja y recorro con la mirada
los demás estantes, pero no tienen más que amortiguadores de la peste y distintos
analgésicos. Maldigo de nuevo. Es demasiado tarde para dar marcha atrás.
—Voy a soltarte —le susurro al médico—. Agáchate.
Lo lanzo hacia adelante con la suficiente fuerza como para que caiga de rodillas. Los
soldados abren fuego, pero estoy preparado; me escondo tras la puerta abierta de la
nevera y las balas rebotan. Agarro varios frascos de amortiguadores y me los guardo en
un bolsillo. Cierro la puerta y noto cómo me roza una bala perdida. Un dolor punzante
me recorre el brazo, pero estoy casi en la salida.
En cuanto traspaso el umbral y llego a la escalera, se enciende la alarma. Se oye un
estruendo de chasquidos: todas las puertas se están cerrando automáticamente. Estoy
atrapado. Los soldados pueden entrar desde cualquier lugar, pero yo no puedo salir de
la escalera. Oigo ecos de gritos y pasos desde el interior del laboratorio. Una voz chilla:
«¡Está herido!».
Subo la vista hacia los ventanucos que recorren la pared blanca. Están demasiado arriba
para alcanzarlos de un salto. Aprieto los dientes y saco el otro cuchillo: ahora tengo uno
en cada mano. Rezando para que el yeso que recubre los muros sea lo bastante blando,
salto hacia la pared todo lo alto que puedo y, al chocar contra ella, clavo uno de los
cuchillos. De mi brazo herido brota sangre y suelto un grito de esfuerzo. Estoy a medio
camino de la ventana. Me balanceo con todas mis fuerzas.
El yeso está cediendo.
A mi espalda se oye el choque de la puerta del laboratorio contra la pared, y los
soldados salen como un torrente a la escalera. Las balas sueltan chispas a mi alrededor.
Me lanzo hacia arriba dejando el cuchillo clavado. El cristal de la ventana se rompe y de
pronto estoy envuelto en oscuridad, cayendo como una estrella fugaz. Me desabrocho
la camisa de un tirón y dejo que ondee a mi espalda mientras los pensamientos se
abalanzan por mi mente. Rodillas dobladas. Músculos relajados. Aterriza con la parte
delantera del pie y rueda. El suelo se precipita contra mí. Me preparo para lo que viene.
El impacto me destroza. Ruedo cuatro veces y choco contra el edificio del otro lado de
la calle. Por un instante me quedo tumbado, ciego, completamente indefenso. Oigo
voces furiosas que salen por la ventana de la escalera: los soldados se han dado cuenta
de que tienen que volver sobre sus pasos, regresar al laboratorio y desactivar la alarma
para poder salir. Poco a poco recupero los sentidos, y solo entonces me doy cuenta de
lo mucho que me duele el brazo y el costado. Me apoyo sobre el brazo bueno para
levantarme. Me palpita el pecho; creo que me he roto una costilla. Cuando intento
ponerme en pie, compruebo que me he torcido también un tobillo. No sé si la
adrenalina me impedirá darme cuenta de otras lesiones más serias.
Ahora suenan gritos en la esquina del hospital. Me obligo a pensar. Estoy en la parte
trasera, y cerca se abren varios callejones que se pierden en la oscuridad. Avanzo
cojeando hasta fundirme entre las sombras. Mientras camino, atisbo por encima del
hombro y veo un grupito de soldados que señalan el lugar en el que caí, los cristales
rotos y la sangre. Uno de ellos es el capitán joven que vi antes, el tal Metias. Ordena a
sus hombres que se dispersen para cubrir el terreno. Acelero intentando ignorar el
dolor. Me encorvo todo lo que puedo para que la ropa y el cabello negro me ayuden a
ocultarme en la oscuridad. Mantengo los ojos bajos. Necesito una tapa de alcantarilla.
Empiezo a ver borroso. Me poso las manos en las orejas para ver si sale sangre. Todavía
no: es buena señal. Un instante después, descubro una alcantarilla en la acera. Suelto
un suspiro de alivio, me ajusto el pañuelo que me cubre la cara y me agacho para
levantar la tapa.
—Quieto. Quédate donde estás.
Me giro y veo a Metias. Me apunta directamente al pecho, pero, para mi sorpresa, no
dispara. Aferro el cuchillo que me queda. Algo cambia en sus ojos y me doy cuenta de
que me ha reconocido: sabe que soy el chico que fingió que lo habían apuñalado para
entrar al hospital. Sonrío, a pesar de todo: ahora tengo suficientes heridas como para
necesitar atención médica.
Metias entorna los ojos.
—Manos arriba. Estás arrestado por robo, vandalismo y allanamiento.
—No me atraparás vivo.
—Estaré encantado de atraparte muerto, si lo prefieres.
Lo siguiente es un borrón. Veo cómo Metias se tensa para disparar y le lanzo el cuchillo
con todas mis fuerzas. Antes de que apriete el gatillo, la hoja se clava en su hombro y el
capitán cae hacia atrás con un golpe sordo. No espero a ver si se levanta. Me agacho,
levanto la tapadera de la alcantarilla, me interno en la oscuridad y vuelvo a colocarla en
su sitio.
Ahora noto mucho más el dolor de mis heridas. Tropiezo por las cloacas apretándome
el costado, con la vista desenfocada. Voy con cuidado de no tocar las paredes. Me
duele hasta respirar. Tengo que haberme roto una costilla. Aun así, estoy lo bastante
despabilado como para pensar hacia dónde me dirijo: tengo que llegar al sector Lake,
tengo que encontrar a Tess. Ella me llevará a un lugar seguro. Me parece escuchar a mi
espalda el estruendo de los pasos y los gritos de los soldados. Deben de haber
descubierto a Metias, y seguramente se habrán metido también en las alcantarillas.
Puede que estén siguiendo mi rastro con perros. Gasto unos minutos en dar vueltas por
lo túneles para que mi rastro se entrecruce y luego recorro un trecho vadeando por el
agua mugrienta. A mi espalda se oyen chapoteos y ecos de voces. Me desvío un poco
más; las voces se acercan y luego se alejan. Hago un esfuerzo por no desorientarme.
Sería una estupidez haber logrado escapar del hospital para morir aquí tirado, perdido
en un laberinto de alcantarillas.
Voy contando mentalmente los minutos para mantenerme consciente. Cinco minutos,
diez, treinta, una hora. Los pasos suenan más lejos; deben de haberse desviado en
alguna bifurcación. A veces escucho ruidos raros, suspiros de vapor, soplos de aire.
Vienen y van. Dos horas. Dos horas y media. Cuando veo una escalera que conduce a la
superficie, decido arriesgarme y subir. Estoy a punto de perder el conocimiento. Utilizo
las pocas fuerzas que me quedan para arrastrarme hasta la calle y aparezco en un
callejón oscuro. Cuando consigo dejar de jadear, pestañeo para aclararme la visión y
estudio los alrededores.
En la distancia se ven los edificios de la Union Station. No me encuentro demasiado
lejos. Allí estará Tess, esperándome.
Tres manzanas más. Dos.
Me queda una. No puedo aguantar más. No veo más que un punto negro en el fondo
del callejón.
Lo último que distingo es la silueta de una chica a lo lejos. Puede que se esté acercando
a mí. Me acurruco y pierdo el conocimiento.
Antes de que todo se vuelva negro, me doy cuenta de que ya no llevo mi colgante al
cuello.
Cuando yo tenía siete años, a mi padre le dieron uvgnas semanas de permiso y volvió a
casa desde el frente. Su trabajo consistía en limpiar los territorios conquistados por las
tropas de la República, así que normalmente estaba fuera y mi madre tenía que
criarnos sola. Durante esa semana, las patrullas de la policía ciudadana hicieron una
inspección de rutina, pasaron por casa y se llevaron a mi padre a rastras hasta la
comisaría del barrio para interrogarlo. Supongo que encontrarían algo sospechoso.
Lo trajeron de vuelta con los dos brazos rotos y la cara magullada y llena de sangre.
Unas noches después, metí una bola de hielo picado dentro de una lata de gasolina,
esperé a que se empapara bien por fuera, la saqué y le prendí fuego. Luego la lancé con
un tirachinas por la ventana de la comisaría. Recuerdo que poco después llegaron los
camiones de los bomberos, entre el alarido de las sirenas, y que el ala oeste de la
comisaría quedó carbonizada. Nunca se supo quién lo había hecho; jamás vinieron por
mí. Al fin y al cabo, no había pruebas. Así cometí mi primer crimen perfecto.
Mi madre siempre decía que algún día yo sería alguien; que, a pesar de mi origen
humilde, me convertiría en un hombre valorado, incluso famoso.
Y soy famoso. Pero no creo que esto sea lo que ella tenía en mente.
Ya ha caído la noche. Habrán pasado unas cuarenta y ocho horas desde que los
soldados marcaron la puerta de mi madre.
Espero oculto entre las sombras de un callejón, frente al hospital central de Los
Ángeles. La noche está nublada y no se ve la luna; apenas distingo el letrero destrozado
del edificio Bank Tower. Se ve brillar luces eléctricas en cada planta; es un lujo que
solamente se pueden permitir los edificios oficiales y las viviendas de la elite. En la calle
hay una hilera de coches militares que esperan a que les den permiso para pasar al
estacionamiento subterráneo. Un guarda recorre la fila pidiendo a sus ocupantes que
se identifiquen. Me quedo inmóvil, con los ojos fijos en la entrada.
Esta noche me he arreglado. Me he puesto mi mejor par de botas: son de cuero negro,
suaves por el uso, con cordones gruesos y puntas de acero. Las compré por ciento
cincuenta billetes que saqué de mi alijo. Llevo un cuchillo plano oculto en la planta de
cada una, y cada vez que doy un paso noto el frío del metal contra la piel. Me he metido
los pantalones negros por dentro de las botas, y llevo un par de guantes y un pañuelo
también negro guardados en los bolsillos. Tengo una camisa negra de manga larga
atada a la cintura. La melena me cae suelta por los hombros; esta vez he teñido con un
espray negro mi cabello rubio claro. Parece que lo haya sumergido en petróleo. A
primera hora de la mañana, en un callejón que daba a la parte trasera de una cocina,
Tess cambió cinco billetes por un cubo de sangre de cerdo. Me he untado los brazos, el
estómago y la cara con ella. También me he embadurnado de barro las mejillas para
asegurarme de que nadie me reconozca.
El hospital ocupa las doce primeras plantas del edificio. La única que me interesa es la
que no tiene ventanas: el tercer piso. Es un laboratorio, donde se guardan las muestras
de sangre y los medicamentos. Desde el exterior, ni siquiera se ve; está oculto por unas
elaboradas tallas de piedra y por las banderas de la República. Pero detrás de este
decorado hay una estancia diáfana sin pasillos ni puertas, una sala gigantesca en la que
los doctores y enfermeras se ocultan tras mascarillas blancas, tubos de ensayo y
pipetas, incubadoras y camillas. Lo sé porque he estado allí. Fue el día en que suspendí
mi Prueba, el día en que decidieron que tenía que morir.
Estudio con atención la pared lateral. En algunos edificios es fácil entrar por los pisos
superiores, si hay balcones desde los que saltar y repisas para agarrarse: una vez escalé
un edificio de cuatro plantas en cinco segundos.
Pero esta torre es demasiado lisa y carece de puntos de apoyo. Para llegar al
laboratorio, tendré que entrar por la puerta de la calle. Siento escalofríos a pesar del
calor; por un momento lamento no haberle pedido a Tess que me acompañara, aunque
dos intrusos son más fáciles de atrapar que uno solo. Además, no es su familia la que
necesita vacunas.
Compruebo que llevo el colgante bajo la camisa.
Tras la hilera de coches del ejército se detiene un camión médico. Varios soldados bajan
y saludan a los enfermeros mientras otros sacan cajas de la parte de atrás. El que
manda es un hombre joven de cabello oscuro, vestido completamente de negro salvo
por las dos filas de botones dorados de uniforme de oficial. Me esfuerzo por escuchar
lo que le dice a uno de los enfermeros.
—… desde la orilla del lago —se ajusta los guantes y distingo el brillo de su pistola en el
cinturón—. Mis hombres se apostarán en las entradas.
—Sí, capitán —responde el enfermero.
—Me llamo Metias —se quita la gorra—. Si tiene alguna pregunta, venga a verme.
Espero a que los soldados se dispersen para rodear el edificio. El tal Metias se ha
puesto a hablar con dos de sus hombres. Aparecen más vehículos médicos que paran,
depositan su carga de soldados muertos y se van. Algunos tienen miembros rotos,
otros muestran lesiones en la cabeza y llagas en las piernas. Tomo aire y salgo para
acercarme al hospital. La primera que me ve es una enfermera que se encuentra junto a
la puerta de entrada. Contempla la sangre que tengo en la cara y en los brazos.
—¿Puedo entrar, hermana? —le pido estremeciéndome de dolor fingido—. ¿Quedan
camas libres esta noche? Tengo dinero.
Me observa con frialdad antes de garabatear algo en su bloc de notas. Supongo que no
lo ha gustado que la llame «hermana». Lleva su tarjeta de identificación colgada al
cuello.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta.
Me doblo y apoyo las manos en las rodillas.
—Una pelea —jadeo—. Creo que me han apuñalado.
La enfermera termina de escribir sin volver a mirarme y hace un gesto con la cabeza a
uno de los guardas.
—Cachéalo.
Me quedo donde estoy mientras los soldados me registran en busca de armas. Grito
justo cuando me tocan los brazos y el estómago. No encuentran los cuchillos que llevo
en las botas, pero se llevan la bolsita con el puñado de billetes que guardaba en el
cinturón: es el pago por entrar al hospital. Por supuesto.
Si fuera un buen chico de los sectores ricos, no pagaría por entrar. Me mandarían un
médico a domicilio y no me cobrarían nada por ello.
Cuando los soldados me dan el visto bueno, la enfermera señala la entrada.
—La sala de espera está a la izquierda. Siéntate y espera.
Se lo agradezco y voy tambaleándome hacia las puertas correderas. El hombre llamado
Metias se me queda mirando cuando paso a su lado. Escucha pacientemente lo que le
dice uno de los soldados, pero me doy cuenta de que al mismo tiempo está analizando
mi rostro. Me da la impresión de que lo hace por costumbre. Tomo nota mental de su
cara yo también.
El interior del edificio es de un blanco fantasmal. A mi izquierda veo la sala de espera
que me indicó la enfermera, un espacio enorme lleno de gente con toda clase de
heridas y contusiones. Muchos gimen de dolor, y hay un tipo tumbado en el suelo que
no se mueve. No quiero ni pensar en el tiempo que llevarán aquí algunos, ni en lo que
habrán tenido que pagar para entrar. Me fijo en que todos los soldados están de pie:
hay dos junto a la ventanilla de administración, dos más delante de la puerta de la
consulta y unos cuantos cerca de los ascensores, todos con su tarjeta de identificación.
Bajo los ojos, busco la silla más cercana y tomo asiento. Por una vez, mi rodilla mala me
sirve de ayuda y colabora en hacer más convincente mi disfraz. Mantengo las manos
apretadas contra los costados por si acaso.
Cuento mentalmente diez minutos, lo bastante para que vayan llegando nuevos
pacientes a la sala de espera y los militares pierdan interés en mí. Me levanto fingiendo
un tropezón y me dirijo bamboleándome hacia el soldado que tengo más cerca. Mueve
la mano de forma inconsciente hacia su pistola.
—Vuelve a sentarte —me ordena.
Me tambaleo y caigo sobre él.
—Necesito ir al baño —susurro con voz ronca, y me agarro a su ropa negra con manos
temblorosas para mantener el equilibrio. El soldado me mira con asco mientras sus
compañeros sueltan una risita. Veo cómo acerca los dedos al gatillo de la pistola, pero
los demás niegan con la cabeza: no se dispara dentro del hospital. Finalmente, me da
un empellón y me señala al fondo de la sala con el arma.
—Allí —gruñe—. Y límpiate la mierda de la cara. Si me tocas otra vez, te coso a balazos.
Le suelto y casi me caigo de rodillas. Después, doy la vuelta y me dirijo paso a paso
hacia el baño. Mis botas de cuero rechinan contra las baldosas, y siento los ojos de los
soldados clavados en mi nuca mientras entro en el aseo y cierro la puerta.
No importa. Se olvidarán de mí dentro de un par de minutos, y les llevará unos cuantos
minutos más darse cuenta de que el soldado al que agarré ha perdido su tarjeta de
identificación.
Una vez dentro del baño, dejo de fingir que estoy enfermo. Me lavo la cara y me la
froto hasta limpiar la mayor parte de la sangre de cerdo y el barro. Me quito las botas y
rasgo las plantillas para sacar los cuchillos, que me guardo en el cinturón. Me vuelvo a
calzar, me desato la camisa de la cintura, me la pongo, la abotono hasta el cuello y paso
los tirantes por encima. Me hago una coleta apretada y la oculto bajo la camisa de
forma que permanezca pegada a mi espalda.
Finalmente, saco los guantes y me ato el pañuelo negro para ocultar mi nariz y mi boca.
Si alguien me descubriera ahora, me vería obligado a huir; mejor ocultar mi rostro.
En cuanto acabo, utilizo uno de los cuchillos para desatornillar la rejilla de ventilación
del baño. Saco la tarjeta de identificación del soldado, la engancho a la cadena de mi
colgante y me meto de cabeza en el túnel.
El aire del conducto huele raro, y agradezco llevar un pañuelo en la cara. Me arrastro
centímetro a centímetro, tan rápido como puedo. El túnel tendrá un metro de ancho
por otro tanto de alto. A cada poco tengo que cerrar los ojos y recordarme que debo
respirar, que los muros de metal no me están aprisionando. No necesito ir muy lejos;
ninguno de estos conductos lleva hasta el tercer piso. Me basta con alcanzar una de las
escaleras del hospital, más allá de los soldados que vigilan las salidas de la primera
planta. Sigo adelante. Pienso en la cara de Eden, en los medicamentos que necesitan mi
madre, John y él, y en esa extraña equis partida por la mitad.
Unos minutos después, el túnel se termina. Echo un vistazo a través de la rendija de
ventilación y entre las franjas de luz me parece distinguir una escalera de caracol. El
suelo es de un color blanco inmaculado, y —lo más importante— está vacío. Cuento
hasta tres, doblo los brazos todo lo que puedo y le doy un empujón a la rejilla. Sale
volando. Ahora puedo ver bien la escalera: es amplia, cilíndrica, con altas paredes de
yeso y ventanas diminutas. Una enorme espiral de peldaños.
Ya no tiene sentido avanza en silencio. Forcejeo para salir del túnel y subo los escalones
como una flecha. A mitad del camino, me agarro a la barandilla para darme impulso y
llego hasta el siguiente giro de un salto. Las cámaras de seguridad tienen que haberme
detectado; la alarma empezará a sonar en cualquier momento. Segundo piso, tercero.
Se me está acabando el tiempo. En cuanto llego a la puerta de la tercera planta, arranco
la tarjeta de identificación de la cadena y me paro lo justo para pasarla por el lector. Las
cámaras de seguridad no han disparado la alarma a tiempo para bloquear la escalera.
Suena un chasquido en el picaporte: ya estoy dentro. Abro de golpe.
Me encuentro en una habitación descomunal, repleta de filas de camillas y productos
químicos que burbujean bajo campanas de metal. Los médicos y los soldados levantan
la vista con expresión atónica.
Agarro a la primera persona que veo, un médico joven que estaba al lado de la puerta.
Antes de que ninguno de los soldados tenga tiempo de apuntarme con la pistola, le
pongo al médico un cuchillo en la garganta. Los demás doctores se quedan congelados,
y unos cuantos gritan.
—¡Si disparan, le darán a él en vez de a mí! —grito con la voz ahogada por el pañuelo.
Todas las armas me apuntan. El médico tiembla entre mis brazos. Aprieto el cuchillo
contra su cuello, con cuidado de no cortarle.
—No voy a hacerte daño —le susurro al oído—. Dime dónde están las vacunas
antipeste.
Se le escapa un gemido ahogado y noto cómo su sudor resbala por mi piel. Hace un
gesto en dirección a los frigoríficos. Los soldados dudan todavía.
—¡Suelta al médico! —grita uno—. ¡Pon las manos en alto!
Me entran ganas de reír: debe de ser un nuevo recluta. Cruzo la estancia sin soltar a mi
rehén y me paro de frente a los refrigeradores.
—Enséñame dónde están.
El médico levanta una mano temblorosa y abre una puerta blanca. Nos golpea una
ráfaga de aire gélido. Me pregunto si notará lo rápido que me late el corazón.
—Ahí —musita.
Aparto la vista un instante para enfocar el estante que señala. La mitad de los frascos
están etiquetados con la equis de tres líneas y unas palabras: Mutaciones T. Filoviridae
Virus. La otra mitad tienen una pegatina: Vacunas 11:30.
Todos están vacíos.
Las vacunas se han acabado. Suelto una maldición en voz baja y recorro con la mirada
los demás estantes, pero no tienen más que amortiguadores de la peste y distintos
analgésicos. Maldigo de nuevo. Es demasiado tarde para dar marcha atrás.
—Voy a soltarte —le susurro al médico—. Agáchate.
Lo lanzo hacia adelante con la suficiente fuerza como para que caiga de rodillas. Los
soldados abren fuego, pero estoy preparado; me escondo tras la puerta abierta de la
nevera y las balas rebotan. Agarro varios frascos de amortiguadores y me los guardo en
un bolsillo. Cierro la puerta y noto cómo me roza una bala perdida. Un dolor punzante
me recorre el brazo, pero estoy casi en la salida.
En cuanto traspaso el umbral y llego a la escalera, se enciende la alarma. Se oye un
estruendo de chasquidos: todas las puertas se están cerrando automáticamente. Estoy
atrapado. Los soldados pueden entrar desde cualquier lugar, pero yo no puedo salir de
la escalera. Oigo ecos de gritos y pasos desde el interior del laboratorio. Una voz chilla:
«¡Está herido!».
Subo la vista hacia los ventanucos que recorren la pared blanca. Están demasiado arriba
para alcanzarlos de un salto. Aprieto los dientes y saco el otro cuchillo: ahora tengo uno
en cada mano. Rezando para que el yeso que recubre los muros sea lo bastante blando,
salto hacia la pared todo lo alto que puedo y, al chocar contra ella, clavo uno de los
cuchillos. De mi brazo herido brota sangre y suelto un grito de esfuerzo. Estoy a medio
camino de la ventana. Me balanceo con todas mis fuerzas.
El yeso está cediendo.
A mi espalda se oye el choque de la puerta del laboratorio contra la pared, y los
soldados salen como un torrente a la escalera. Las balas sueltan chispas a mi alrededor.
Me lanzo hacia arriba dejando el cuchillo clavado. El cristal de la ventana se rompe y de
pronto estoy envuelto en oscuridad, cayendo como una estrella fugaz. Me desabrocho
la camisa de un tirón y dejo que ondee a mi espalda mientras los pensamientos se
abalanzan por mi mente. Rodillas dobladas. Músculos relajados. Aterriza con la parte
delantera del pie y rueda. El suelo se precipita contra mí. Me preparo para lo que viene.
El impacto me destroza. Ruedo cuatro veces y choco contra el edificio del otro lado de
la calle. Por un instante me quedo tumbado, ciego, completamente indefenso. Oigo
voces furiosas que salen por la ventana de la escalera: los soldados se han dado cuenta
de que tienen que volver sobre sus pasos, regresar al laboratorio y desactivar la alarma
para poder salir. Poco a poco recupero los sentidos, y solo entonces me doy cuenta de
lo mucho que me duele el brazo y el costado. Me apoyo sobre el brazo bueno para
levantarme. Me palpita el pecho; creo que me he roto una costilla. Cuando intento
ponerme en pie, compruebo que me he torcido también un tobillo. No sé si la
adrenalina me impedirá darme cuenta de otras lesiones más serias.
Ahora suenan gritos en la esquina del hospital. Me obligo a pensar. Estoy en la parte
trasera, y cerca se abren varios callejones que se pierden en la oscuridad. Avanzo
cojeando hasta fundirme entre las sombras. Mientras camino, atisbo por encima del
hombro y veo un grupito de soldados que señalan el lugar en el que caí, los cristales
rotos y la sangre. Uno de ellos es el capitán joven que vi antes, el tal Metias. Ordena a
sus hombres que se dispersen para cubrir el terreno. Acelero intentando ignorar el
dolor. Me encorvo todo lo que puedo para que la ropa y el cabello negro me ayuden a
ocultarme en la oscuridad. Mantengo los ojos bajos. Necesito una tapa de alcantarilla.
Empiezo a ver borroso. Me poso las manos en las orejas para ver si sale sangre. Todavía
no: es buena señal. Un instante después, descubro una alcantarilla en la acera. Suelto
un suspiro de alivio, me ajusto el pañuelo que me cubre la cara y me agacho para
levantar la tapa.
—Quieto. Quédate donde estás.
Me giro y veo a Metias. Me apunta directamente al pecho, pero, para mi sorpresa, no
dispara. Aferro el cuchillo que me queda. Algo cambia en sus ojos y me doy cuenta de
que me ha reconocido: sabe que soy el chico que fingió que lo habían apuñalado para
entrar al hospital. Sonrío, a pesar de todo: ahora tengo suficientes heridas como para
necesitar atención médica.
Metias entorna los ojos.
—Manos arriba. Estás arrestado por robo, vandalismo y allanamiento.
—No me atraparás vivo.
—Estaré encantado de atraparte muerto, si lo prefieres.
Lo siguiente es un borrón. Veo cómo Metias se tensa para disparar y le lanzo el cuchillo
con todas mis fuerzas. Antes de que apriete el gatillo, la hoja se clava en su hombro y el
capitán cae hacia atrás con un golpe sordo. No espero a ver si se levanta. Me agacho,
levanto la tapadera de la alcantarilla, me interno en la oscuridad y vuelvo a colocarla en
su sitio.
Ahora noto mucho más el dolor de mis heridas. Tropiezo por las cloacas apretándome
el costado, con la vista desenfocada. Voy con cuidado de no tocar las paredes. Me
duele hasta respirar. Tengo que haberme roto una costilla. Aun así, estoy lo bastante
despabilado como para pensar hacia dónde me dirijo: tengo que llegar al sector Lake,
tengo que encontrar a Tess. Ella me llevará a un lugar seguro. Me parece escuchar a mi
espalda el estruendo de los pasos y los gritos de los soldados. Deben de haber
descubierto a Metias, y seguramente se habrán metido también en las alcantarillas.
Puede que estén siguiendo mi rastro con perros. Gasto unos minutos en dar vueltas por
lo túneles para que mi rastro se entrecruce y luego recorro un trecho vadeando por el
agua mugrienta. A mi espalda se oyen chapoteos y ecos de voces. Me desvío un poco
más; las voces se acercan y luego se alejan. Hago un esfuerzo por no desorientarme.
Sería una estupidez haber logrado escapar del hospital para morir aquí tirado, perdido
en un laberinto de alcantarillas.
Voy contando mentalmente los minutos para mantenerme consciente. Cinco minutos,
diez, treinta, una hora. Los pasos suenan más lejos; deben de haberse desviado en
alguna bifurcación. A veces escucho ruidos raros, suspiros de vapor, soplos de aire.
Vienen y van. Dos horas. Dos horas y media. Cuando veo una escalera que conduce a la
superficie, decido arriesgarme y subir. Estoy a punto de perder el conocimiento. Utilizo
las pocas fuerzas que me quedan para arrastrarme hasta la calle y aparezco en un
callejón oscuro. Cuando consigo dejar de jadear, pestañeo para aclararme la visión y
estudio los alrededores.
En la distancia se ven los edificios de la Union Station. No me encuentro demasiado
lejos. Allí estará Tess, esperándome.
Tres manzanas más. Dos.
Me queda una. No puedo aguantar más. No veo más que un punto negro en el fondo
del callejón.
Lo último que distingo es la silueta de una chica a lo lejos. Puede que se esté acercando
a mí. Me acurruco y pierdo el conocimiento.
Antes de que todo se vuelva negro, me doy cuenta de que ya no llevo mi colgante al
cuello.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias chicas por el capitulo, esta muy emocionante
graciela laya- Mensajes : 162
Fecha de inscripción : 28/08/2016
Edad : 62
Localización : VENEZUELA!!!!!!
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Ay se quedo en lo mas emocionante, pero me dejo algunas dudas, ¿Que fue lo que realmente paso con su prueba? por algo lo querian matar.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias por el cap. Lo de la prueba realmente es in misterio, pero me llamo más la atención lo de las mutaciones del virus, será que cogieron a su familia como conejillos de indias???
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Esperando ver lo que pasa con las pruebas
Invitado- Invitado
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
gracias Maria Teresita, con muchísimas preguntas, espero que lo encuentren y que reciba ayuda, entrar al hospital fue muy arriesgado
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Capitulo June
Me encanto la relación de June con su hermano, es todo protector y cariñoso con ella... Aun siendo el un soldado y ella una rebelde en todo su impetus.
Capitulo Day
Todo fue realmente cautivador, creo que este capitulo a sido el que mas me a intrigado y llamado la atención.
Creo que me esta cautivando.
Me encanto la relación de June con su hermano, es todo protector y cariñoso con ella... Aun siendo el un soldado y ella una rebelde en todo su impetus.
Capitulo Day
Todo fue realmente cautivador, creo que este capitulo a sido el que mas me a intrigado y llamado la atención.
Creo que me esta cautivando.
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
Todavía me acuerdo de cuando mi hermano faltó a su ceremonia de reclutamiento en
el ejército de la República.
Era domingo por la tarde, y hacía un calor pegajoso. El cielo estaba cubierto de nubes
parduzcas. Yo tenía siete años y Metias diecinueve. Nuestro cachorro de pastor alemán
blanco, Ollie, dormía tumbado en el suelo de mármol de nuestro apartamento. Yo
estaba en la cama con fiebre, y Metias me miraba con cara de preocupación. En los
altavoces de fuera sonaba el juramento oficial de la República. Cuando llegó la parte en
que se menciona a nuestro presidente, Metias se levantó y saludó en dirección a la
capital. Nuestro ilustre Elector Primo había intentado ocupar la presidencia otros
cuatro años. Este sería su decimoprimer mandato.
—No hace falta que te quedes conmigo, Metias —le dije en cuanto terminó el
juramento—. Ve a la ceremonia, anda. Voy a seguir enferma estés a mi lado o no.
Metias me ignoró y me puso otra toalla húmeda en la frente.
—Vaya o no vaya, me van a reclutar —replicó mientras me ofrecía un gajo de naranja.
Recuerdo bien la forma en que la peló, cómo trazó un eficiente corte en espiral y luego
retiró la cáscara de una sola vez.
—Pero la comandante Jameson… —pestañeé; tenía los ojos hinchados—. Ya te ha
hecho un favor al no asignarte al frente, y le va a molestar que no vayas. ¿Y si escribe
una falta en tu registro? No querrás que te expulsen como a cualquier pringado de los
barrios bajos, ¿no?
Metias me dirigió una mirada cargada de reproche y me dio un toque en la nariz.
—No llames así a la gente, bichito. Es de mala educación. Y no me puede sancionar por
perderme la ceremonia. Además —añadió con un guiño—, siempre puedo colarme en
la base de datos y limpiar mi ficha.
Sonreí. Yo también quería entrar en el ejército algún día y ponerme el uniforme negro
de la República. Tal vez tuviera suerte y me asignaran a algún comandante de
renombre, como le había pasado a Metias. Abrí la boca para que me diera otro gajo de
naranja.
—Deberías escaparte del sector Batalla más a menudo. Puede que encuentres novia.
—No necesito novias —se rió Metias—. Tengo una hermana pequeña que cuidar.
—Venga ya. Algún día tendrás que salir con alguien.
—Veremos. Supongo que soy demasiado exigente…
Le miré a los ojos.
—Metias, ¿mamá cuidaba de mí cuando yo me ponía mala? ¿Hacía esto mismo?
Mi hermano me apartó de la frente el flequillo sudoroso.
—No seas boba, bichito. Claro que cuidaba de ti, y lo hacía mucho mejor que yo.
—No. Tú eres el que mejor cuida de mí —murmuré; notaba los párpados pesados.
—Eso es muy bonito —sonrió Metias.
—No irás a dejarme, ¿verdad? ¿Te quedarás conmigo más que papá y mamá?
Me dio un beso en la frente.
—Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que estés harta y aburrida de verme.
00:01
Sector Ruby
Temperatura Interior: 22°C
En cuanto Thomas aparece en la puerta, sé que algo va mal. Se ha ido la luz en todos los
bloques de alrededor, como me avisó Metias que pasaría. El apartamento solo está
iluminado por quinqués. Ollie no deja de ladrar, está muy nervioso, no sé por qué. Llevo
puesto mi uniforme de entrenamiento: chaleco rojo y negro, botas altas de cordones y
pelo sujeto en una coleta. Por un instante me alegro de ver a Thomas en vez de a
Metias, porque si mi hermano me viera así vestida, sabría que pienso salir en su busca
aunque me haya ordenado lo contrario. Una vez más.
Thomas tose con nerviosismo cuando ve mi cara de sorpresa, luego intenta sonreír
(tiene una línea de grasa negra en la frente, probablemente trazada con el dedo índice.
Eso significa que ha limpiado su arma esta noche, de modo que su patrulla tendrá
inspección mañana). Me cruzo de brazos y él se toca el borde de la gorra como saludo.
—Hola, señorita Iparis —dice.
Tomo aire.
—Voy a salir. ¿Dónde está Metias?
—La comandante Jameson solicita que se persone en el hospital lo antes posible —
Thomas duda un segundo—. Es más una orden que una petición.
Siento un vacío en la boca del estómago.
—¿Y por qué no me ha llamado ella?
—Prefiere que yo la acompañe.
—¿Por qué? —empiezo a subir la voz—. ¿Dónde está mi hermano?
Thomas respira profundamente. Ya sé lo que va a decirme.
—Lo siento. Metias ha sido asesinado.
Y entonces el mundo se queda en silencio.
Lo veo todo desde una gran distancia: Thomas habla sin dejar de gesticular y luego me
abraza. Yo le estrecho, apenas consciente de lo que hago. No siento nada. Asiento
cuando se separa y me sujeta para mantenerme derecha y cuando me pide algo. Creo
que quiere que lo siga. Me pasa un brazo por los hombros. Una nariz húmeda de perro
en mi mano. Ollie viene detrás de mí y sale del apartamento. Le ordeno que
permanezca a mi lado. Cierro la puerta, me guardo la llave en el bolsillo y dejo que
Thomas nos guíe hasta la escalera. No para de hablar, pero yo no le escucho. Tengo la
vista fija en el revestimiento de las paredes. Es de metal reflectante, y a la tenue luz de
emergencia puedo ver el reflejo distorsionado de Ollie y el mío a su lado. Soy incapaz de
descifrar la expresión de mi cara. No estoy segura de que haya ninguna expresión en
ella.
Metias debería haberme llevado con él. Es el primer pensamiento coherente que me
viene a la cabeza cuando llegamos a la planta baja del edificio y monto en el
todoterreno. Ollie sube de un brinco a la parte de atrás y asoma la cabeza por la
ventanilla. El coche huele raro (a caucho, metal y sudor fresco: un grupo de personas
ha debido de montar hace poco). Thomas se pone al volante y comprueba que llevo
puesto el cinturón de seguridad. Qué cosa más tonta, qué menudencia.
Metias debería haberme llevado con él.
La idea me ronda una y otra vez por la cabeza. Thomas no dice nada más. Me deja que
contemple la cuidad a oscuras. De cuando en cuando me echa una mirada vacilante, y
una pequeña parte de mí me recuerda que debería pedirle disculpas más tarde por mi
comportamiento.
Observo con ojos vidriosos los barrios que atravesamos. A pesar del apagón se ve
mucha gente, casi todos trabajadores de los barrios bajos. Se encorvan sobre sus
cuencos de comida barata en las cafeterías. A lo lejos flotan nubes de vapor. Las
pantallas gigantes están siempre encendidas aunque no haya luz en el resto de la
ciudad. Unas cuantas muestran otro atentado de los Patriotas; esta vez han puesto una
bomba en Sacramento y han matado a media docena de soldados. En las escaleras de
una academia hay varios cadetes de primer curso (no tendrán más de once años), con
sus franjas amarillas en las mangas. El antiguo letrero de la sala de conciertos Walt
Disney se ha borrado casi por completo. Varios vehículos militares se cruzan con
nosotros y contemplo las caras pálidas de los solados. Algunos llevan gafas negras, así
que no puedo verles los ojos.
El cielo está bastante más encapotado de lo normal, va a haber tormenta. Me pongo la
capucha por si se me olvida hacerlo cuando salga del coche.
Cuando vuelvo a prestar atención al paisaje, nos encontramos en el centro del sector
Batalla. Todas las luces están encendidas. La torre del hospital se eleva un par de
manzanas más allá.
Thomas nota que estiro el cuello para ver dónde estamos.
—Ya casi hemos llegado —dice.
En cuanto nos acercamos, distingo las cintas amarillas que rodean la parte inferior de la
torre. Hay patrullas de soldados (franjas rojas en las mangas, igual que Metias),
fotógrafos, policías, furgones negros y camiones médicos. Ollie deja escapar un
gemido.
—No lo han detenido, ¿verdad? —digo.
—¿Cómo lo sabes?
Señalo el edificio con la cabeza.
—Eso no ha podido hacerlo cualquiera —replico—. Fuera quien fuera, sobrevivió a una
caída de dos pisos y medio y aún le quedó fuerza suficiente para escapar.
Thomas eleva la mirada hacia lo alto de la torre e intenta descubrir lo que yo estoy
viendo: la ventana rota (por el tamaño y la disposición, debe de estar en el hueco de la
escalera), la cinta que rodea la zona de debajo, los soldados que rastrean los callejones
circundantes, la ausencia de ambulancias.
—No, no le hemos atrapado —admite, la mancha de grasa que le cruza la frente hace
que parezca aún mas perplejo—. Pero eso no significa que no vayamos a hacerlo.
—Si no lo han encontrado ya, no creo que lo consigan.
Thomas abre la boca para protestar, pero se lo piensa mejor y se centra en estacionar el
coche. La comandante Jameson nos ve y se separa del grupo de soldados con los que
estaba hablando para acercarse a nosotros.
—Lo siento —me dice Thomas de repente.
Noto una breve punzada de culpabilidad por ser tan fría y decido asentir con la cabeza.
Su padre era el portero del bloque donde vivíamos, y su madre trabajaba de cocinera
en mi escuela primaria. Fue Metias quien recomendó que Thomas (que había sacado
una alta puntuación en la Prueba) fuera asignado a la prestigiosa policía militar, a pesar
de su origen humilde. Así que tiene que sentirse tan mal como yo.
La comandante Jameson avanza hacia mi puerta y golpea dos veces en la ventanilla
para llamar mi atención. Sus labios finos están pintados de un rojo furioso, y a la luz
nocturna su cabello parece marrón oscuro, casi negro.
—Vamos, Iparis. El tiempo vuela —pestañea al observar a Ollie en el asiento de atrás—.
Ese no es un perro policía, niña.
Incluso en esta situación, mantiene una actitud resuelta.
Salgo del coche y me cuadro rápidamente. Ollie salta a mi lado.
—Me ha llamado, comandante —digo.
Ella no se molesta en devolverme el saludo. Echa a caminar y tengo que apresurarme
para seguir su paso.
—Tu hermano Metias ha muerto —dice sin que su tono cambie ni un ápice—. Tengo
entendido que casi has terminado tu entrenamiento como agente de la policía militar,
¿me equivoco? ¿Has acabado el curso de rastreo?
Lucho por respirar. Es la segunda vez que me confirman la muerte de Metias.
—Sí, comandante —consigo responder.
Entramos en el hospital (la sala de espera está vacía; han echado a todos los pacientes.
Los guardas se acumulan cerca de la escalera de entrada, de modo que ahí debió de
comenzar todo). La comandante Jameson mantiene los ojos fijos al frente y las manos
agarradas tras de la espalda.
—¿Qué sacaste en la Prueba?
—Mil quinientos puntos, comandante.
Todos los militares conocen mi puntuación, pero a ella le gusta fingir que no lo sabe ni
le importa.
—Ah, muy bien —dice sin detenerse, como si fuera la primera vez que lo oye—. Puede
que nos resultes útil, después de todo. He llamado al decano de Drake y le he
informado de que estás dispensada de terminar tu entrenamiento. De todas formas, el
curso casi ha terminado.
—¿Disculpe? —digo frunciendo el ceño.
—He recibido el historial completo de todas tus calificaciones. Nota máxima en todo. Y
has completado los cursos en la mitad del tiempo, ¿me equivoco? También me
informan de que eres… problemática. ¿Es eso cierto?
No acabo de entender qué quiere de mí.
—A veces, comandante, ¿Hay algún problema? ¿Me han expulsado?
La comandante Jameson sonríe.
—Ya no pueden, te han graduado antes de tiempo. Sígueme, quiero enseñarte algo.
Me gustaría preguntarle por Metias y saber qué ha ocurrido exactamente, pero su
actitud gélida me lo impide.
Avanzamos por el pasillo de la primera planta hasta una salida de emergencia que hay
al final. Allí la comandante Jameson les pide a los soldados de guardia que se vayan y
me indica que salga. Un gruñido bajo resuena en la garganta de Ollie. Estamos en la
parte trasera del edificio, dentro de la zona delimitada por cinta amarilla. A nuestro
alrededor pululan soldados.
—Rápido —me exige la comandante, y acelero el paso.
Un instante después, me doy cuenta de qué es lo que me quiere enseñar: a cierta
distancia hay un bulto cubierto con una sábana blanca (humano, un metro ochenta y
cinco, extremidades intactas. No ha podido caer en esa posición, alguien ha debido de
enderezarlo). Empiezo a temblar. Cuando miro a Ollie, veo que tiene erizado el pelo del
lomo. Aunque lo llamo varias veces, se niega a acercarse, así que lo dejo atrás y me
obligo a seguir a la comandante Jameson.
Metias me dio un beso en la frente. «Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que
estés harta y aburrida de verme».
La comandante Jameson se detiene ante la sábana, se agacha y la retira hacia un lado.
Me quedo mirando el cadáver de un soldado vestido de negro. De su pecho sobresale
un cuchillo. La sangre se esparce por su camisa, por sus hombros, por sus manos, por
las muescas del mango del cuchillo. Tiene los ojos cerrados. Me arrodillo y le aparto un
mechón negro de la cara. Es muy raro. No me fijo en ningún detalle. No siento nada.
Estoy como anestesiada.
—Dígame qué puede haber sucedido aquí, cadete —ordena la comandante Jameson—
. Considérelo un examen sorpresa. La identidad del soldado debería ser un acicate, más
que un obstáculo.
Ni siquiera reacciono ante esas palabras. De pronto me fijo en los detalles y empiezo a
hablar.
—El asesino pudo apuñalarlo desde muy cerca o arrojarle el cuchillo, aunque para hacer
esto último debería tener una fuerza impresionante en el brazo. Es diestro —paso los
dedos por el mango cubierto de sangre—. Una puntería asombrosa. Este cuchillo
forma parte de un juego de dos, ¿me equivoco? Mire el diseño que tiene grabado en la
parte posterior de la hoja: termina de forma muy abrupta.
La comandante Jameson asiente.
—El segundo está clavado en la pared de la escalera.
Me giro hacia el callejón oscuro al que apuntan los pies de mi hermano y me doy cuenta
de que hay una alcantarilla a lo lejos.
—Escapó por allí —afirmo, y observo la forma en que el asesino levantó la tapa—.
Abrió la alcantarilla con la izquierda… interesante. Es ambidiestro.
—Continúa.
—A partir de aquí, las alcantarillas pueden haberle llevado al centro de la ciudad o hacia
el oeste, al océano. Habrá escogido el centro, supongo que estará herido y no tendrá
fuerzas para ir hacia otra parte. Es imposible rastrearlo: si tiene algo de sentido común,
habrá dado media docena de vueltas y se habrá empapado en agua estancada. No
habrá tocado las paredes y no nos habrá dejado ninguna pista que seguir.
—Voy a dejarte aquí un momento para que organices tus ideas. Dentro de dos minutos
te estaré esperando en la escalera, a la altura del tercer piso, para entonces ya habrán
acabado los fotógrafos —por un momento, sus ojos se posan en el cuerpo de Metias y
su expresión se suaviza—. Era un buen soldado. Qué desperdicio —menea la cabeza y
echa a andar.
Contemplo cómo se va. No se me acerca nadie más, supongo que todos prefieren
evitar una conversación incómoda. Vuelvo a mirar la cara de mi hermano.
Sorprendentemente, tiene una expresión pacífica. La piel conserva su color, no está tan
pálida como pensé que lo estaría. Casi espero que pestañee y me sonría. Tengo restos
de sangre seca en los dedos, cuando intento quitármelos, se me pegan a la piel. No sé si
es esto lo que dispara mi ira. Me tiemblan las manos con tanta fuerza que tengo que
aferrar la ropa de mi hermano. Se supone que debería analizar la escena del crimen…
Pero soy incapaz de concentrarme.
—Deberías haberme llevado contigo —le susurro.
Aprieto mi frente contra la suya y empiezo a llorar mientras le hago una promesa
silenciosa a su asesino:
Voy a darte caza. Registraré todas las calles de Los Ángeles para encontrarte. Recorreré la
República entera si es necesario. Te tenderé una trampa y te conduciré a ella; engañaré,
mentiré y robaré para encontrarte, te tentaré con cebos hasta que salgas de tu escondite,
y luego te perseguiré hasta que no tengas a dónde huir. Te lo juro: tu vida me pertenece.
Al cabo de una eternidad, o tal vez de un segundo, llegan los soldados que tienen que
llevar a Metias al depósito de cadáveres.
03:17
Mi apartamento
La misma noche
Ha empezado a llover.
Me tumbo en el sofá, abrazada a Ollie. El sitio donde se suele sentar Metias está vacío.
Sobre la mesilla se apilan álbumes de fotos y diarios de mi hermano. Era muy
tradicional, como nuestros padres, y nunca dejó de escribir a mano sus diarios y de
guardar fotografías de papel. «Así nadie puede rastrearme ni etiquetarme en la red»,
decía siempre. Una ironía, viniendo de un hacker experto.
¿Fue ayer por la tarde cuando me recogió de Drake? Quería decirme algo importante, lo
noté antes de que se fuera. Ahora nunca sabré de qué se trataba. Los documentos en
informes se esparcen a mi alrededor. Agarro con fuerza un colgante que llevo un rato
estudiando. Escudriño su superficie lisa y dejo caer la mano con un suspiro. Me duele la
cabeza.
Antes de irme del hospital, me enteré de la razón por la que la comandante Jameson
me ha sacado de Drake. Parece que lleva observándome algún tiempo, y ahora que ha
perdido a una persona de la patrulla, tiene que rellenar el hueco. Es el momento
perfecto para reclutarme antes de que lo intenten hacer otros. A partir de mañana,
Thomas ocupará el puesto de Metias y yo entraré en la patrulla como agente en
prácticas.
Mi primera misión de rastreo: Day.
—Hemos probado todo tipo de tácticas para atrapar a Day, pero ninguna ha
funcionado —me dijo la comandante antes de mandarme a casa—. Así que esto es lo
que vamos a hacer: mientras yo continúo con las asignaciones rutinarias de mi patrulla,
pondré a prueba tus habilidades con una tarea práctica. Muéstrame como sigues la
pista de Day. Puede que consigas algo y puede que no, pero eres joven y tal vez veas
algo que los demás hemos pasado por alto. Si me impresionas, te ascenderé y serás una
auténtica agente de mi patrulla. Te haré famosa: la agente más joven de la historia.
Cierro los ojos e intento concentrarme.
Day mató a mi hermano. En la escalera del hospital, a la altura del tercer piso,
encontraron una tarjeta de identificación robada, y el soldado al que pertenecía
balbuceó una descripción del chico que se la había quitado. Nada encaja con lo que
tenemos en la ficha de Day, salvo su edad: el que estuvo esta noche en el hospital era
un chico joven. Las huellas dactilares que hay en la tarjeta de identificación coinciden
con las que se encontraron en la escena de otro de los crímenes de Day, y no
pertenecen a ningún civil de la República que esté en la base de datos.
Day estuvo allí, en el hospital. Y fue lo bastante descuidado como para dejarse una
tarjeta de identificación con sus huellas marcadas.
Eso me hace recapacitar. Day entró en el laboratorio buscando un medicamento. Su
plan era pobre, mal pensado, de última hora: desesperado. Si se llevó amortiguadores y
analgésicos, es porque no encontró nada más potente. Pero no puede tener la peste: si
estuviera enfermo, no habría podido escapar como lo hizo.
Sin embargo, la padece alguien que conoce, alguien a quien aprecia lo bastante como
para arriesgar su vida por él o ella. Ese alguien debe vivir en Blueridge, en Lake, en
Winter o en Alta, los sectores que han sido afectados últimamente por la peste. Si es
así, no creo que se vaya de la ciudad por el momento. Se quedará aquí, atado por sus
emociones.
También es posible que le hayan contratado para cometer el robo. Pero el hospital es
un sitio peligroso, y quien encargara el trabajo tendría que haberle pagado a Day una
buena cantidad. Con tanto dinero en juego, es de suponer que habría planeado mucho
mejor el golpe y se habría molestado en averiguar cuándo iba a llegar al laboratorio el
siguiente envío de vacunas. Además, Day nunca ha actuado como mercenario. Ha
atacado los destacamentos militares de la República por su cuenta y riesgo, ha
entorpecido los envíos al frente de batalla y ha destruido aviones de combate. Debe
tener algún tipo de interés en impedir que derrotemos a las Colonias. Durante un
tiempo pensé que trabajaba para ellas; pero sus métodos son rudimentarios, carece de
tecnología avanzada y no parece estar respaldado por una buena financiación. No es lo
que se espera de nuestro enemigo. Nunca ha aceptado trabajos por encargo, hasta
donde sabemos, y es raro que empiece a hacerlo ahora. ¿Quién se fiaría de un
mercenario novato? Puede que lo hayan contratado los Patriotas, pero si Day trabajara
para ellos, habría marcado la escena del crimen con su bandera (trece franjas rojas y
blancas con cincuenta puntos blancos sobre un rectángulo azul). Los Patriotas jamás
pierden la oportunidad de atribuirse sus triunfos
Y lo que menos me encaja es esto: Day nunca había matado a nadie (de hecho, ese es
otro motivo por el que creo que no está vinculado a los Patriotas). En uno de sus
delitos anteriores, se coló en una zona en cuarentena. Para hacerlo tuvo que atar a un
policía, y cuando lo liberaron solo tenía un ojo morado. Otra vez abrió la cámara
acorazada de un banco, pero a los cuatro guardias de seguridad no les hizo nada salvo
dejarlos estupefactos. También prendió fuego en mitad de la noche a un escuadrón de
aviones de combate, y en dos ocasiones evitó que despegaran aviones manipulando
sus motores. Ha destrozado la mitad de un edificio militar; ha robado dinero, alimentos
y bienes. Pero no pone bombas en la carretera. No dispara a los soldados. No asesina.
No mata.
¿Por qué a Metias? Day podría haber escapado sin matarle. ¿Le guardaba rencor? ¿Le
habría hecho algo mi hermano en el pasado? No pudo ser accidental: el cuchillo le
atravesó el corazón. Se clavó en el centro de su inteligente, idiota, terco y
sobreprotector corazón.
Abro los ojos, levanto la mano y vuelvo a estudiar el colgante. Pertenece a Day; es lo
que nos dicen las huellas dactilares. Se trata de un disco de metal sin nada grabado. Lo
encontramos en las escaleras del hospital, junto a la tarjeta de identificación. No es el
símbolo de ninguna religión que yo conozca. Carece de valor económico: tanto la
cadena como el colgante parecen hechos de una aleación de níquel barato y cobre. Es
posible que no lo haya robado, que tenga un significado especial para él y que por eso
lo llevara encima a pesar del riesgo de perderlo. Puede que sea un amuleto, o que se lo
regalara alguien importante para él. Tal vez la misma persona para la que intentó robar
la vacuna. El colgante guarda un secreto, pero no sé cuál es.
Day empieza a fascinarme, pero sé que es mi enemigo acérrimo. Mi objetivo. Mi
primera misión.
Dedico dos días a organizar mis pensamientos. Al tercero, llamo a la comandante
Jameson. Tengo un plan.
Todavía me acuerdo de cuando mi hermano faltó a su ceremonia de reclutamiento en
el ejército de la República.
Era domingo por la tarde, y hacía un calor pegajoso. El cielo estaba cubierto de nubes
parduzcas. Yo tenía siete años y Metias diecinueve. Nuestro cachorro de pastor alemán
blanco, Ollie, dormía tumbado en el suelo de mármol de nuestro apartamento. Yo
estaba en la cama con fiebre, y Metias me miraba con cara de preocupación. En los
altavoces de fuera sonaba el juramento oficial de la República. Cuando llegó la parte en
que se menciona a nuestro presidente, Metias se levantó y saludó en dirección a la
capital. Nuestro ilustre Elector Primo había intentado ocupar la presidencia otros
cuatro años. Este sería su decimoprimer mandato.
—No hace falta que te quedes conmigo, Metias —le dije en cuanto terminó el
juramento—. Ve a la ceremonia, anda. Voy a seguir enferma estés a mi lado o no.
Metias me ignoró y me puso otra toalla húmeda en la frente.
—Vaya o no vaya, me van a reclutar —replicó mientras me ofrecía un gajo de naranja.
Recuerdo bien la forma en que la peló, cómo trazó un eficiente corte en espiral y luego
retiró la cáscara de una sola vez.
—Pero la comandante Jameson… —pestañeé; tenía los ojos hinchados—. Ya te ha
hecho un favor al no asignarte al frente, y le va a molestar que no vayas. ¿Y si escribe
una falta en tu registro? No querrás que te expulsen como a cualquier pringado de los
barrios bajos, ¿no?
Metias me dirigió una mirada cargada de reproche y me dio un toque en la nariz.
—No llames así a la gente, bichito. Es de mala educación. Y no me puede sancionar por
perderme la ceremonia. Además —añadió con un guiño—, siempre puedo colarme en
la base de datos y limpiar mi ficha.
Sonreí. Yo también quería entrar en el ejército algún día y ponerme el uniforme negro
de la República. Tal vez tuviera suerte y me asignaran a algún comandante de
renombre, como le había pasado a Metias. Abrí la boca para que me diera otro gajo de
naranja.
—Deberías escaparte del sector Batalla más a menudo. Puede que encuentres novia.
—No necesito novias —se rió Metias—. Tengo una hermana pequeña que cuidar.
—Venga ya. Algún día tendrás que salir con alguien.
—Veremos. Supongo que soy demasiado exigente…
Le miré a los ojos.
—Metias, ¿mamá cuidaba de mí cuando yo me ponía mala? ¿Hacía esto mismo?
Mi hermano me apartó de la frente el flequillo sudoroso.
—No seas boba, bichito. Claro que cuidaba de ti, y lo hacía mucho mejor que yo.
—No. Tú eres el que mejor cuida de mí —murmuré; notaba los párpados pesados.
—Eso es muy bonito —sonrió Metias.
—No irás a dejarme, ¿verdad? ¿Te quedarás conmigo más que papá y mamá?
Me dio un beso en la frente.
—Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que estés harta y aburrida de verme.
00:01
Sector Ruby
Temperatura Interior: 22°C
En cuanto Thomas aparece en la puerta, sé que algo va mal. Se ha ido la luz en todos los
bloques de alrededor, como me avisó Metias que pasaría. El apartamento solo está
iluminado por quinqués. Ollie no deja de ladrar, está muy nervioso, no sé por qué. Llevo
puesto mi uniforme de entrenamiento: chaleco rojo y negro, botas altas de cordones y
pelo sujeto en una coleta. Por un instante me alegro de ver a Thomas en vez de a
Metias, porque si mi hermano me viera así vestida, sabría que pienso salir en su busca
aunque me haya ordenado lo contrario. Una vez más.
Thomas tose con nerviosismo cuando ve mi cara de sorpresa, luego intenta sonreír
(tiene una línea de grasa negra en la frente, probablemente trazada con el dedo índice.
Eso significa que ha limpiado su arma esta noche, de modo que su patrulla tendrá
inspección mañana). Me cruzo de brazos y él se toca el borde de la gorra como saludo.
—Hola, señorita Iparis —dice.
Tomo aire.
—Voy a salir. ¿Dónde está Metias?
—La comandante Jameson solicita que se persone en el hospital lo antes posible —
Thomas duda un segundo—. Es más una orden que una petición.
Siento un vacío en la boca del estómago.
—¿Y por qué no me ha llamado ella?
—Prefiere que yo la acompañe.
—¿Por qué? —empiezo a subir la voz—. ¿Dónde está mi hermano?
Thomas respira profundamente. Ya sé lo que va a decirme.
—Lo siento. Metias ha sido asesinado.
Y entonces el mundo se queda en silencio.
Lo veo todo desde una gran distancia: Thomas habla sin dejar de gesticular y luego me
abraza. Yo le estrecho, apenas consciente de lo que hago. No siento nada. Asiento
cuando se separa y me sujeta para mantenerme derecha y cuando me pide algo. Creo
que quiere que lo siga. Me pasa un brazo por los hombros. Una nariz húmeda de perro
en mi mano. Ollie viene detrás de mí y sale del apartamento. Le ordeno que
permanezca a mi lado. Cierro la puerta, me guardo la llave en el bolsillo y dejo que
Thomas nos guíe hasta la escalera. No para de hablar, pero yo no le escucho. Tengo la
vista fija en el revestimiento de las paredes. Es de metal reflectante, y a la tenue luz de
emergencia puedo ver el reflejo distorsionado de Ollie y el mío a su lado. Soy incapaz de
descifrar la expresión de mi cara. No estoy segura de que haya ninguna expresión en
ella.
Metias debería haberme llevado con él. Es el primer pensamiento coherente que me
viene a la cabeza cuando llegamos a la planta baja del edificio y monto en el
todoterreno. Ollie sube de un brinco a la parte de atrás y asoma la cabeza por la
ventanilla. El coche huele raro (a caucho, metal y sudor fresco: un grupo de personas
ha debido de montar hace poco). Thomas se pone al volante y comprueba que llevo
puesto el cinturón de seguridad. Qué cosa más tonta, qué menudencia.
Metias debería haberme llevado con él.
La idea me ronda una y otra vez por la cabeza. Thomas no dice nada más. Me deja que
contemple la cuidad a oscuras. De cuando en cuando me echa una mirada vacilante, y
una pequeña parte de mí me recuerda que debería pedirle disculpas más tarde por mi
comportamiento.
Observo con ojos vidriosos los barrios que atravesamos. A pesar del apagón se ve
mucha gente, casi todos trabajadores de los barrios bajos. Se encorvan sobre sus
cuencos de comida barata en las cafeterías. A lo lejos flotan nubes de vapor. Las
pantallas gigantes están siempre encendidas aunque no haya luz en el resto de la
ciudad. Unas cuantas muestran otro atentado de los Patriotas; esta vez han puesto una
bomba en Sacramento y han matado a media docena de soldados. En las escaleras de
una academia hay varios cadetes de primer curso (no tendrán más de once años), con
sus franjas amarillas en las mangas. El antiguo letrero de la sala de conciertos Walt
Disney se ha borrado casi por completo. Varios vehículos militares se cruzan con
nosotros y contemplo las caras pálidas de los solados. Algunos llevan gafas negras, así
que no puedo verles los ojos.
El cielo está bastante más encapotado de lo normal, va a haber tormenta. Me pongo la
capucha por si se me olvida hacerlo cuando salga del coche.
Cuando vuelvo a prestar atención al paisaje, nos encontramos en el centro del sector
Batalla. Todas las luces están encendidas. La torre del hospital se eleva un par de
manzanas más allá.
Thomas nota que estiro el cuello para ver dónde estamos.
—Ya casi hemos llegado —dice.
En cuanto nos acercamos, distingo las cintas amarillas que rodean la parte inferior de la
torre. Hay patrullas de soldados (franjas rojas en las mangas, igual que Metias),
fotógrafos, policías, furgones negros y camiones médicos. Ollie deja escapar un
gemido.
—No lo han detenido, ¿verdad? —digo.
—¿Cómo lo sabes?
Señalo el edificio con la cabeza.
—Eso no ha podido hacerlo cualquiera —replico—. Fuera quien fuera, sobrevivió a una
caída de dos pisos y medio y aún le quedó fuerza suficiente para escapar.
Thomas eleva la mirada hacia lo alto de la torre e intenta descubrir lo que yo estoy
viendo: la ventana rota (por el tamaño y la disposición, debe de estar en el hueco de la
escalera), la cinta que rodea la zona de debajo, los soldados que rastrean los callejones
circundantes, la ausencia de ambulancias.
—No, no le hemos atrapado —admite, la mancha de grasa que le cruza la frente hace
que parezca aún mas perplejo—. Pero eso no significa que no vayamos a hacerlo.
—Si no lo han encontrado ya, no creo que lo consigan.
Thomas abre la boca para protestar, pero se lo piensa mejor y se centra en estacionar el
coche. La comandante Jameson nos ve y se separa del grupo de soldados con los que
estaba hablando para acercarse a nosotros.
—Lo siento —me dice Thomas de repente.
Noto una breve punzada de culpabilidad por ser tan fría y decido asentir con la cabeza.
Su padre era el portero del bloque donde vivíamos, y su madre trabajaba de cocinera
en mi escuela primaria. Fue Metias quien recomendó que Thomas (que había sacado
una alta puntuación en la Prueba) fuera asignado a la prestigiosa policía militar, a pesar
de su origen humilde. Así que tiene que sentirse tan mal como yo.
La comandante Jameson avanza hacia mi puerta y golpea dos veces en la ventanilla
para llamar mi atención. Sus labios finos están pintados de un rojo furioso, y a la luz
nocturna su cabello parece marrón oscuro, casi negro.
—Vamos, Iparis. El tiempo vuela —pestañea al observar a Ollie en el asiento de atrás—.
Ese no es un perro policía, niña.
Incluso en esta situación, mantiene una actitud resuelta.
Salgo del coche y me cuadro rápidamente. Ollie salta a mi lado.
—Me ha llamado, comandante —digo.
Ella no se molesta en devolverme el saludo. Echa a caminar y tengo que apresurarme
para seguir su paso.
—Tu hermano Metias ha muerto —dice sin que su tono cambie ni un ápice—. Tengo
entendido que casi has terminado tu entrenamiento como agente de la policía militar,
¿me equivoco? ¿Has acabado el curso de rastreo?
Lucho por respirar. Es la segunda vez que me confirman la muerte de Metias.
—Sí, comandante —consigo responder.
Entramos en el hospital (la sala de espera está vacía; han echado a todos los pacientes.
Los guardas se acumulan cerca de la escalera de entrada, de modo que ahí debió de
comenzar todo). La comandante Jameson mantiene los ojos fijos al frente y las manos
agarradas tras de la espalda.
—¿Qué sacaste en la Prueba?
—Mil quinientos puntos, comandante.
Todos los militares conocen mi puntuación, pero a ella le gusta fingir que no lo sabe ni
le importa.
—Ah, muy bien —dice sin detenerse, como si fuera la primera vez que lo oye—. Puede
que nos resultes útil, después de todo. He llamado al decano de Drake y le he
informado de que estás dispensada de terminar tu entrenamiento. De todas formas, el
curso casi ha terminado.
—¿Disculpe? —digo frunciendo el ceño.
—He recibido el historial completo de todas tus calificaciones. Nota máxima en todo. Y
has completado los cursos en la mitad del tiempo, ¿me equivoco? También me
informan de que eres… problemática. ¿Es eso cierto?
No acabo de entender qué quiere de mí.
—A veces, comandante, ¿Hay algún problema? ¿Me han expulsado?
La comandante Jameson sonríe.
—Ya no pueden, te han graduado antes de tiempo. Sígueme, quiero enseñarte algo.
Me gustaría preguntarle por Metias y saber qué ha ocurrido exactamente, pero su
actitud gélida me lo impide.
Avanzamos por el pasillo de la primera planta hasta una salida de emergencia que hay
al final. Allí la comandante Jameson les pide a los soldados de guardia que se vayan y
me indica que salga. Un gruñido bajo resuena en la garganta de Ollie. Estamos en la
parte trasera del edificio, dentro de la zona delimitada por cinta amarilla. A nuestro
alrededor pululan soldados.
—Rápido —me exige la comandante, y acelero el paso.
Un instante después, me doy cuenta de qué es lo que me quiere enseñar: a cierta
distancia hay un bulto cubierto con una sábana blanca (humano, un metro ochenta y
cinco, extremidades intactas. No ha podido caer en esa posición, alguien ha debido de
enderezarlo). Empiezo a temblar. Cuando miro a Ollie, veo que tiene erizado el pelo del
lomo. Aunque lo llamo varias veces, se niega a acercarse, así que lo dejo atrás y me
obligo a seguir a la comandante Jameson.
Metias me dio un beso en la frente. «Me quedaré contigo para siempre, June. Hasta que
estés harta y aburrida de verme».
La comandante Jameson se detiene ante la sábana, se agacha y la retira hacia un lado.
Me quedo mirando el cadáver de un soldado vestido de negro. De su pecho sobresale
un cuchillo. La sangre se esparce por su camisa, por sus hombros, por sus manos, por
las muescas del mango del cuchillo. Tiene los ojos cerrados. Me arrodillo y le aparto un
mechón negro de la cara. Es muy raro. No me fijo en ningún detalle. No siento nada.
Estoy como anestesiada.
—Dígame qué puede haber sucedido aquí, cadete —ordena la comandante Jameson—
. Considérelo un examen sorpresa. La identidad del soldado debería ser un acicate, más
que un obstáculo.
Ni siquiera reacciono ante esas palabras. De pronto me fijo en los detalles y empiezo a
hablar.
—El asesino pudo apuñalarlo desde muy cerca o arrojarle el cuchillo, aunque para hacer
esto último debería tener una fuerza impresionante en el brazo. Es diestro —paso los
dedos por el mango cubierto de sangre—. Una puntería asombrosa. Este cuchillo
forma parte de un juego de dos, ¿me equivoco? Mire el diseño que tiene grabado en la
parte posterior de la hoja: termina de forma muy abrupta.
La comandante Jameson asiente.
—El segundo está clavado en la pared de la escalera.
Me giro hacia el callejón oscuro al que apuntan los pies de mi hermano y me doy cuenta
de que hay una alcantarilla a lo lejos.
—Escapó por allí —afirmo, y observo la forma en que el asesino levantó la tapa—.
Abrió la alcantarilla con la izquierda… interesante. Es ambidiestro.
—Continúa.
—A partir de aquí, las alcantarillas pueden haberle llevado al centro de la ciudad o hacia
el oeste, al océano. Habrá escogido el centro, supongo que estará herido y no tendrá
fuerzas para ir hacia otra parte. Es imposible rastrearlo: si tiene algo de sentido común,
habrá dado media docena de vueltas y se habrá empapado en agua estancada. No
habrá tocado las paredes y no nos habrá dejado ninguna pista que seguir.
—Voy a dejarte aquí un momento para que organices tus ideas. Dentro de dos minutos
te estaré esperando en la escalera, a la altura del tercer piso, para entonces ya habrán
acabado los fotógrafos —por un momento, sus ojos se posan en el cuerpo de Metias y
su expresión se suaviza—. Era un buen soldado. Qué desperdicio —menea la cabeza y
echa a andar.
Contemplo cómo se va. No se me acerca nadie más, supongo que todos prefieren
evitar una conversación incómoda. Vuelvo a mirar la cara de mi hermano.
Sorprendentemente, tiene una expresión pacífica. La piel conserva su color, no está tan
pálida como pensé que lo estaría. Casi espero que pestañee y me sonría. Tengo restos
de sangre seca en los dedos, cuando intento quitármelos, se me pegan a la piel. No sé si
es esto lo que dispara mi ira. Me tiemblan las manos con tanta fuerza que tengo que
aferrar la ropa de mi hermano. Se supone que debería analizar la escena del crimen…
Pero soy incapaz de concentrarme.
—Deberías haberme llevado contigo —le susurro.
Aprieto mi frente contra la suya y empiezo a llorar mientras le hago una promesa
silenciosa a su asesino:
Voy a darte caza. Registraré todas las calles de Los Ángeles para encontrarte. Recorreré la
República entera si es necesario. Te tenderé una trampa y te conduciré a ella; engañaré,
mentiré y robaré para encontrarte, te tentaré con cebos hasta que salgas de tu escondite,
y luego te perseguiré hasta que no tengas a dónde huir. Te lo juro: tu vida me pertenece.
Al cabo de una eternidad, o tal vez de un segundo, llegan los soldados que tienen que
llevar a Metias al depósito de cadáveres.
03:17
Mi apartamento
La misma noche
Ha empezado a llover.
Me tumbo en el sofá, abrazada a Ollie. El sitio donde se suele sentar Metias está vacío.
Sobre la mesilla se apilan álbumes de fotos y diarios de mi hermano. Era muy
tradicional, como nuestros padres, y nunca dejó de escribir a mano sus diarios y de
guardar fotografías de papel. «Así nadie puede rastrearme ni etiquetarme en la red»,
decía siempre. Una ironía, viniendo de un hacker experto.
¿Fue ayer por la tarde cuando me recogió de Drake? Quería decirme algo importante, lo
noté antes de que se fuera. Ahora nunca sabré de qué se trataba. Los documentos en
informes se esparcen a mi alrededor. Agarro con fuerza un colgante que llevo un rato
estudiando. Escudriño su superficie lisa y dejo caer la mano con un suspiro. Me duele la
cabeza.
Antes de irme del hospital, me enteré de la razón por la que la comandante Jameson
me ha sacado de Drake. Parece que lleva observándome algún tiempo, y ahora que ha
perdido a una persona de la patrulla, tiene que rellenar el hueco. Es el momento
perfecto para reclutarme antes de que lo intenten hacer otros. A partir de mañana,
Thomas ocupará el puesto de Metias y yo entraré en la patrulla como agente en
prácticas.
Mi primera misión de rastreo: Day.
—Hemos probado todo tipo de tácticas para atrapar a Day, pero ninguna ha
funcionado —me dijo la comandante antes de mandarme a casa—. Así que esto es lo
que vamos a hacer: mientras yo continúo con las asignaciones rutinarias de mi patrulla,
pondré a prueba tus habilidades con una tarea práctica. Muéstrame como sigues la
pista de Day. Puede que consigas algo y puede que no, pero eres joven y tal vez veas
algo que los demás hemos pasado por alto. Si me impresionas, te ascenderé y serás una
auténtica agente de mi patrulla. Te haré famosa: la agente más joven de la historia.
Cierro los ojos e intento concentrarme.
Day mató a mi hermano. En la escalera del hospital, a la altura del tercer piso,
encontraron una tarjeta de identificación robada, y el soldado al que pertenecía
balbuceó una descripción del chico que se la había quitado. Nada encaja con lo que
tenemos en la ficha de Day, salvo su edad: el que estuvo esta noche en el hospital era
un chico joven. Las huellas dactilares que hay en la tarjeta de identificación coinciden
con las que se encontraron en la escena de otro de los crímenes de Day, y no
pertenecen a ningún civil de la República que esté en la base de datos.
Day estuvo allí, en el hospital. Y fue lo bastante descuidado como para dejarse una
tarjeta de identificación con sus huellas marcadas.
Eso me hace recapacitar. Day entró en el laboratorio buscando un medicamento. Su
plan era pobre, mal pensado, de última hora: desesperado. Si se llevó amortiguadores y
analgésicos, es porque no encontró nada más potente. Pero no puede tener la peste: si
estuviera enfermo, no habría podido escapar como lo hizo.
Sin embargo, la padece alguien que conoce, alguien a quien aprecia lo bastante como
para arriesgar su vida por él o ella. Ese alguien debe vivir en Blueridge, en Lake, en
Winter o en Alta, los sectores que han sido afectados últimamente por la peste. Si es
así, no creo que se vaya de la ciudad por el momento. Se quedará aquí, atado por sus
emociones.
También es posible que le hayan contratado para cometer el robo. Pero el hospital es
un sitio peligroso, y quien encargara el trabajo tendría que haberle pagado a Day una
buena cantidad. Con tanto dinero en juego, es de suponer que habría planeado mucho
mejor el golpe y se habría molestado en averiguar cuándo iba a llegar al laboratorio el
siguiente envío de vacunas. Además, Day nunca ha actuado como mercenario. Ha
atacado los destacamentos militares de la República por su cuenta y riesgo, ha
entorpecido los envíos al frente de batalla y ha destruido aviones de combate. Debe
tener algún tipo de interés en impedir que derrotemos a las Colonias. Durante un
tiempo pensé que trabajaba para ellas; pero sus métodos son rudimentarios, carece de
tecnología avanzada y no parece estar respaldado por una buena financiación. No es lo
que se espera de nuestro enemigo. Nunca ha aceptado trabajos por encargo, hasta
donde sabemos, y es raro que empiece a hacerlo ahora. ¿Quién se fiaría de un
mercenario novato? Puede que lo hayan contratado los Patriotas, pero si Day trabajara
para ellos, habría marcado la escena del crimen con su bandera (trece franjas rojas y
blancas con cincuenta puntos blancos sobre un rectángulo azul). Los Patriotas jamás
pierden la oportunidad de atribuirse sus triunfos
Y lo que menos me encaja es esto: Day nunca había matado a nadie (de hecho, ese es
otro motivo por el que creo que no está vinculado a los Patriotas). En uno de sus
delitos anteriores, se coló en una zona en cuarentena. Para hacerlo tuvo que atar a un
policía, y cuando lo liberaron solo tenía un ojo morado. Otra vez abrió la cámara
acorazada de un banco, pero a los cuatro guardias de seguridad no les hizo nada salvo
dejarlos estupefactos. También prendió fuego en mitad de la noche a un escuadrón de
aviones de combate, y en dos ocasiones evitó que despegaran aviones manipulando
sus motores. Ha destrozado la mitad de un edificio militar; ha robado dinero, alimentos
y bienes. Pero no pone bombas en la carretera. No dispara a los soldados. No asesina.
No mata.
¿Por qué a Metias? Day podría haber escapado sin matarle. ¿Le guardaba rencor? ¿Le
habría hecho algo mi hermano en el pasado? No pudo ser accidental: el cuchillo le
atravesó el corazón. Se clavó en el centro de su inteligente, idiota, terco y
sobreprotector corazón.
Abro los ojos, levanto la mano y vuelvo a estudiar el colgante. Pertenece a Day; es lo
que nos dicen las huellas dactilares. Se trata de un disco de metal sin nada grabado. Lo
encontramos en las escaleras del hospital, junto a la tarjeta de identificación. No es el
símbolo de ninguna religión que yo conozca. Carece de valor económico: tanto la
cadena como el colgante parecen hechos de una aleación de níquel barato y cobre. Es
posible que no lo haya robado, que tenga un significado especial para él y que por eso
lo llevara encima a pesar del riesgo de perderlo. Puede que sea un amuleto, o que se lo
regalara alguien importante para él. Tal vez la misma persona para la que intentó robar
la vacuna. El colgante guarda un secreto, pero no sé cuál es.
Day empieza a fascinarme, pero sé que es mi enemigo acérrimo. Mi objetivo. Mi
primera misión.
Dedico dos días a organizar mis pensamientos. Al tercero, llamo a la comandante
Jameson. Tengo un plan.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Chicas siento haberme atrasado con el capi si alcanzo a la noche lo compenso.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 1: Me atrapo! Ahora solo kiero saber mas y porke la x esta komo partida. Sera ke hay alguien ke es inmune a la peste?
Kapi 2: June es komo muy aventurera y obviamente desafiante, pobre de Metias jajaja
Kapi 3: Aun dudo acerka de la x partida, y ese virus kon el mismo dibujo.. Se rompio en mil pedazos y no konsiguio la kura.. Largo trecho tuvo ke andar en las alkantarillas para salirse.. dos horas y media es mucho tiempo..
Kapi 4: Metias esta muerto, sabiamos ke pasaria, pero Day klavo el kuchillo en su hombro y ahora resulta ke esta en su korazon, obvio alguien mas lo hizo..
Pobre June, ahora se ha kedado sola.. Aunke es muy inteligente, kiero saber kuanto tarda en deskubrir kien es Day.. Este libro atrapa.
Kapi 2: June es komo muy aventurera y obviamente desafiante, pobre de Metias jajaja
Kapi 3: Aun dudo acerka de la x partida, y ese virus kon el mismo dibujo.. Se rompio en mil pedazos y no konsiguio la kura.. Largo trecho tuvo ke andar en las alkantarillas para salirse.. dos horas y media es mucho tiempo..
Kapi 4: Metias esta muerto, sabiamos ke pasaria, pero Day klavo el kuchillo en su hombro y ahora resulta ke esta en su korazon, obvio alguien mas lo hizo..
Pobre June, ahora se ha kedado sola.. Aunke es muy inteligente, kiero saber kuanto tarda en deskubrir kien es Day.. Este libro atrapa.
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Creo que sufrí mas yo mas con la muerte de Metias de lo que lo hicieron todos quienes lo conocieron, especialmente June...
Al parecer con la muerte de Metias, encontraron una mayor causa para acusar a Day.
Al parecer con la muerte de Metias, encontraron una mayor causa para acusar a Day.
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
orale pues sí que estuvo rara la muerte de Metias, Day solo lo hirió, pero nada grave, no me gusto mucho que reclutaran a June solo por que su hermano murió, es buena eso que ni que, pero no se.
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos
graciela laya- Mensajes : 162
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Edad : 62
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
graciela laya escribió:No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos
No lo habia pensado, pero puede ke tengas razon porke oh, kasualidad! Thomas kubrio el puesto de Metias
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Celemg escribió:graciela laya escribió:No se pero me parece q Thomas fue quien mato a Metias porq Day dijo q se le clavo el cuchillo en el hombro y June dijo q tenia el cuchillo en el corazón y q la persona q lo hizo tenia q estar muy cerca y solo alguien a quien conoces tu lo dejas acercarse y Day uso un solo cuchillo y habían dos
No lo habia pensado, pero puede ke tengas razon porke oh, kasualidad! Thomas kubrio el puesto de Metias
Pues fíjate no no me acorde de eso algo mas y mas contundente para quererlo muerto, la ambición
graciela laya- Mensajes : 162
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Localización : VENEZUELA!!!!!!
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Bueno, eso si esta raro, no me extrañaría q la misma comandante lo hubiera hecho, para poder poner a su más potencial agente contra su más buscado delincuente.
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
yiany escribió:Bueno, eso si esta raro, no me extrañaría q la misma comandante lo hubiera hecho, para poder poner a su más potencial agente contra su más buscado delincuente.
Esa tambien es una buena teoria.. me gusta
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
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Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Sueño que me encuentro otra vez en mi casa. Eden está sentado en el suelo, dibujando
un garabato extraño en las baldosas. Tiene cuatro o cinco años y las mejillas regordetas
de un bebé. Cada pocos minutos se levanta y me pide opinión sobre su obra de arte.
John y yo estamos sentados en el sofá, intentando arreglar la radio que hay en casa
desde hace años. Todavía recuerdo el día en que mi padre la trajo. «Así sabremos en
qué barrios se ha extendido la peste», dijo. Pero ahora tenemos en el regazo un
montón de tornillos y resortes que no funcionan. Le pido ayuda a Eden, pero se ríe y
dice que lo hagamos solos.
Mi madre está sola en la cocina. Intenta hacer la cena; esta es una escena que conozco
muy bien. Tiene las dos manos envueltas en vendas: debe de haberse cortado con
alguna botella rota o con una lata abierta mientras limpiaba hoy los cubos de basura de
alrededor de Union Station. Hace una mueca mientras separa unos granos de maíz
congelados con ayuda de un cuchillo. Le tiemblan las manos.
—Espera, mamá. Yo te ayudo —digo. Intento moverme, pero tengo los pies pegados al
suelo.
Al cabo de un rato, levanto la cabeza para ver qué dibuja ahora Eden. Al principio no
distingo las formas: están mezcladas, como si hiciera garabatos al azar. Cuando me
concentro, me doy cuenta de que ha pintado soldados que entran en la casa. Los
colorea con lápiz rojo.
Me despierto con un respingo. Por una ventana se filtran franjas de luz grisácea. Oigo el
débil rumor de la lluvia. Estoy en lo que parece la habitación abandonada de un niño; el
papel de las paredes es azul y amarillo, desprendido en las esquinas. Dos velas iluminan
el cuarto. Siento que mis pies sobresalen de la cama y que mi cabeza reposa en una
almohada. Cuando me muevo, se me escapa un gemido. Cierro los ojos.
Entonces suena la voz de Tess.
—¿Me oyes? —grita.
—No hables tan alto, hermana —murmuro, sintiendo mis labios agrietados.
Me palpita la cabeza; la jaqueca es aguda y cegadora. Tess ve mi expresión y guarda
silencio mientras cierro los párpados de nuevo y espero a que se calme el dolor.
Pero no desaparece: continúa como un martilleo en la nuca. Después de una eternidad,
comienza a desvanecerse y logro abrir los ojos.
—¿Dónde estoy? ¿Te encuentras bien?
Tess me mira. Lleva el pelo recogido en una trencita y tiene los labios sonrosados.
Sonríe.
—¿Qué si yo estoy bien? Llevas inconsciente dos días, Day. ¿Cómo te encuentras?
Me invade una oleada de dolor: debo de tener todo el cuerpo magullado.
—De maravilla.
La sonrisa de Tess desaparece.
—Has estado muy cerca esta vez. Si no hubiera encontrado a alguien que nos
recogiera, creo que no habrías salido de esta.
De pronto me asaltan los recuerdos: la puerta del hospital, el robo de la tarjeta de
identificación, las escaleras, el laboratorio, la larga caída, el cuchillo que lancé al
capitán, las alcantarillas... la vacuna...
La vacuna. Intento sentarme, pero hago un gesto demasiado brusco y el dolor me
golpea como un latigazo. Me llevo la mano al cuello de forma automática y descubro
que no tengo colgante que agarrar.
Es como si se me rompiera algo en el interior del pecho: lo he perdido. Mi padre me dio
ese colgante y yo he sido tan descuidado como para perderlo.
—Venga, tranquilo —intenta calmarme Tess.
—¿Mi familia está bien? ¿Los medicamentos sobrevivieron a la caída?
—Algunos sí —Tess me ayuda a echarme y luego apoya los codos en la cama—.
Supongo que un amortiguador es mejor que nada. Ya los dejé en casa de tu madre,
junto con el paquete de regalo. Fui a la parte trasera y se lo entregué todo a John. Me
pidió que te diera las gracias.
—¿Le contaste lo que pasó?
Tess pone los ojos en blanco.
—¿Crees que podría mantenerlo en secreto? Todo el mundo ha oído hablar del robo en
el hospital y John sabe que estás herido. Se ha enfadado mucho.
—¿Te ha dicho quién está enfermo? ¿Es Eden o es mi madre?
—Eden —murmura mordiéndose el labio—. John me dijo que tu madre y él se
encuentran bien, por el momento. Y Eden puede hablar y está despierto. Intentó
levantarse de la cama para ayudar a tu madre a arreglar una fuga del fregadero porque
quería demostrarle que se encontraba bien, pero ella le mandó de nuevo a la cama. Tu
madre ha tenido que romper dos de sus camisas para utilizarlas como paños fríos para
bajarle la fiebre, así que John me ha dicho que si encuentras algo de ropa que le sirva,
perfecto.
Dejo escapar un suspiro. Eden. Claro que es Eden. Y sigue actuando como un ingeniero
en miniatura, aunque tenga la peste. Al menos he podido conseguirle medicamentos.
Todo se solucionará. Eden se encontrará algo mejor durante un tiempo, y no me
importa que John me sermonee. En cuanto al colgante... Bueno, no creo que mi madre
llegue a enterarse. Mejor: le rompería el corazón.
—No encontré ninguna vacuna, y no tuve tiempo de buscar más.
—No te preocupes —replica Tess mientras prepara un vendaje nuevo para mi brazo.
Tras ella, en el respaldo de la silla, veo colgada mi vieja gorra—. Has ganado algo de
tiempo para tu familia. Ya habrá otra oportunidad.
—¿De quién es esta casa?
En cuanto hago la pregunta, oigo el sonido de una puerta que se cierra y luego pasos
que se acercan desde la habitación contigua. Miro a Tess alarmado, pero se limita a
asentir tranquilamente y me indica con un gesto que me calme.
Un hombre entra sacudiendo un paraguas mojado. En la otra mano lleva una bolsa de
papel marrón.
—Ah, ya estás despierto —comenta—. Eso es bueno.
Estudio su rostro: es redondo, de tez muy pálida. Tiene las cejas pobladas y una
expresión amable en los ojos.
—Chica —dice dirigiéndose a Tess—, ¿crees que podrá moverse mañana por la noche?
—Ya estaremos en camino para entonces —responde ella mientras alza un frasco lleno
de líquido transparente (supongo que será alcohol).
Moja la punta de la venda y me estremezco cuando toca la zona del brazo donde me
rozó la bala. Es como si me posará una cerilla ardiendo en la piel. Tess levanta la vista.
—Le agradezco mucho que nos haya dado refugio —murmura.
El hombre gruñe con expresión dubitativa y asiente sin demasiada convicción. Luego
mira a su alrededor como si buscara algo.
—Me temo que no puedo tenerlos aquí más tiempo. La patrulla antipeste hará pronto
otro reconocimiento —duda, saca dos latas de la bolsa y las coloca sobre el aparador—
. Les he traído chili. No será lo mejor, pero al menos llena. Y también pan.
Antes de que podamos decirle nada, sale a toda prisa de la habitación con el resto de
los alimentos.
Por primera vez, bajo la vista y contemplo mi cuerpo. No llevo más que unos
pantalones marrones del ejército, y tengo el pecho y los brazos vendados. También una
pierna.
—¿Por qué nos ayuda? —le pregunto a Tess en un susurro.
—No seas tan desconfiado —responde, levantando la vista mientras me ajusta el
vendaje del brazo—. Tenía un hijo que trabajaba en el frente de batalla. Murió de la
peste hace unos años.
Tess le hace el nudo final al vendaje y suelto un gemido.
—Respira profundamente, Day —dice, y empieza a palparme el pecho con delicadeza.
La obedezco, aunque siento como si me atravesara con un cuchillo. Las mejillas de Tess
se ruborizan; está haciendo un esfuerzo de concentración.
—Puede que tengas una fisura en una costilla, pero no hay nada roto —sentencia al
fin—. Creo que tardarás poco en estar como siempre. De todas formas, este hombre
no quiso saber cómo nos llamábamos y yo tampoco le pregunté su nombre. Mejor no
saberlo. Le conté que estabas herido y creo que le recordaste a su hijo.
Dejo caer la cabeza en la almohada. Me duele todo el cuerpo.
—He perdido mis dos cuchillos —murmuro para que no me oiga el hombre—. Eran los
mejores que tenía.
—Lo siento, Day —Tess se aparta un mechón de pelo de la cara y me tiende una bolsa
de plástico transparente con tres balas plateadas en el interior—. Encontré esto entre
los pliegues de tu ropa y supuse que las querrías para tu tirachinas, o algo por el estilo.
Me guardo las balas en un bolsillo y sonrío. Cuando conocí a Tess hace tres inviernos,
no era más que una huerfanita esquelética de diez años que hurgaba en los
contenedores de basura del sector Nima. Por aquel entonces necesitaba tanto mi
ayuda que a veces se me olvida lo mucho que dependo ahora de ella.
—Gracias, hermana —le digo.
Murmura algo que no entiendo y mira para otro lado.
Al cabo de un rato caigo en un sueño profundo. Cuando me despierto de nuevo, todo
está oscuro. He debido de dormir mucho, porque ya no me duele la cabeza. Puede que
sea el mismo día, pero me da la sensación de que ha pasado más tiempo. No han
venido los soldados ni la policía ciudadana. Aún seguimos vivos. Me quedo inmóvil un
momento, despierto en la oscuridad. Parece que nuestro benefactor no nos ha
delatado, todavía.
Tess duerme acurrucada en el borde de la cama, con la cabeza oculta entre los brazos.
A veces me encantaría encontrarle un buen hogar, una familia que se ocupara de ella.
Pero cada vez que lo pienso, acabo por rechazar la idea: Tess pasaría a estar del lado de
la República si formara parte de una auténtica familia. La obligarían a someterse a la
Prueba, que nunca ha hecho. Además, descubrirían que ha sido mi compinche y la
interrogarían. Sacudo la cabeza: es demasiado ingenua, demasiado fácil de manipular.
No puedo dejarla con nadie.
Además... la echaría de menos. Los dos años que estuve por mi cuenta en las calles
fueron muy solitarios.
Muevo el tobillo con cautela, haciendo un círculo. Está un poco entumecido, pero no
me duele mucho y no parece estar inflamado. Todavía me arde el brazo donde lo rozó
la bala, y el dolor de las costillas es desgarrador, pero consigo sentarme sin demasiados
problemas. Me llevo las manos al pelo de forma automática. Está suelto. Lo sujeto en
una coleta usando una sola mano y le hago un nudo apretado. Me giro hacia Tess, tomo
mi gorra y me la pongo. Me duelen los brazos del esfuerzo. Huele a chili y a pan; en el
aparador hay un tazón que humea, con una rebanada de pan apoyada en el borde.
Recuerdo las dos latas que nos dejó nuestro benefactor y me gruñe el estómago.
Devoró el contenido del cuenco hasta dejarlo limpio.
Mientras me chupo los restos de chili de los dedos, una puerta se cierra en algún lugar
de la casa. Oigo pasos que se acercan muy rápido hacia nosotros. Me pongo tenso. Tess
se despierta y me agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —murmura. Me llevo el índice a los labios.
El hombre que nos ha acogido entra a toda prisa en el cuarto, vestido con una bata
destrozada que apenas cubre su pijama.
—Tienen que irse —susurra, por la frente le resbalan gotas de sudor— Acabo de
enterarme de que hay un tipo que te busca.
Tess tiene expresión de auténtico terror, pero le miro a los ojos.
—¿Cómo te has enterado?
El hombre empieza a ordenar la habitación. Recoge el cuenco vacío y pasa la mano por
el aparador.
—Va contando a la gente que tiene vacunas para la peste, y que se las quiere vender a
una persona que las necesita. Sabe que estás herido. No dijo ningún nombre, pero está
claro que habla de ti.
Me siento en la cama. No hay alternativa.
—Sí, se refiere a mí —asiento. Tess agarra un manojo de vendas limpias y se las guarda
bajo la camisa—. Es una trampa. Nos vamos enseguida.
El hombre asiente con la cabeza.
—Pueden salir por la puerta trasera. Al fondo del pasillo, a la izquierda.
Lo miro de hito en hito durante un instante y entonces me doy cuenta de que sabe
perfectamente quién soy. A pesar de ello, no lo dice en voz alta. Como muchas otras
personas de nuestro sector que averiguaron en el pasado quién era yo y aun así me
ayudaron, parece agradecer los problemas que le causo a la República.
—Le estamos muy agradecidos —digo.
Él no responde. Agarro a Tess de la mano y los dos echamos a andar hasta llegar a la
puerta trasera; me duele todo el cuerpo, tanto que se me llenan los ojos de lágrimas.
Salimos al aire húmedo de la noche.
Avanzamos en silencio por los callejones y solo reducimos el paso seis bloques más allá.
El dolor se hace más desgarrador a cada paso. Me llevo la mano al colgante para
calmarme, pero entonces recuerdo que ya no lo llevo encima. Se apodera de mí una
sensación de vértigo. ¿Y si la República descubre qué es? ¿Lo destruirán? ¿Y si siguen la
pista y los conduce a mi familia?
Tess se apoya en una de las paredes del callejón y se deja caer.
—Tenemos que abandonar la ciudad —dice—. Es demasiado peligroso seguir aquí,
Day. Estaríamos más seguros en Arizona o en Colorado. O incluso en Barstow; no me
importaría pasar una temporada en las afueras.
Ya, ya. Lo sé. Bajo la vista.
—Yo también quiero irme.
—Pero no vas a hacerlo. Lo veo en tu cara.
Nos quedamos callados. Si por mí fuera, cruzaría el país entero y escaparía a las
Colonias a la primera oportunidad que se me presentara. No me importa arriesgar la
vida. Pero hay un montón de razones por las que no puedo hacerlo, y Tess lo sabe. Ni
John ni mi madre pueden abandonar sus trabajos y huir conmigo, no sin despertar
sospechas. Eden no puede irse de la escuela que le han asignado. Si lo hacen, se
convertirán en fugitivos. Como yo.
—Ya veremos —digo finalmente.
Tess me ofrece una sonrisa triste.
—¿Quién crees que te está buscando? —pregunta al cabo de un rato— ¿Cómo habrá
averiguado que estabas en el sector Lake?
—No lo sé. Puede ser algún traficante al que le haya llamado la atención lo del robo en
el hospital. Tal vez piense que tenemos un montón de dinero o algo así. Podría ser un
soldado, incluso un espía. Perdí mi colgante en el hospital; no sé si conseguirán
averiguar algo de mí, analizándolo, pero siempre cabe la posibilidad.
—¿Y qué vas a hacer?
Me encojo de hombros y me apoyó contra la pared para mantener el equilibrio: la
herida de bala ha empezado a palpitar otra vez.
—No deberíamos dejar que nos encontrara, pero he de admitir que me da curiosidad
saber qué ofrece. ¿Y si de verdad tiene una vacuna contra la peste?
Tess me contempla con la misma expresión que tenía la noche en que la conocí:
esperanza, curiosidad y miedo, todo a la vez.
Bueno... No creo que sea más peligroso que la locura que hiciste en el hospital, ¿no?
Sueño que me encuentro otra vez en mi casa. Eden está sentado en el suelo, dibujando
un garabato extraño en las baldosas. Tiene cuatro o cinco años y las mejillas regordetas
de un bebé. Cada pocos minutos se levanta y me pide opinión sobre su obra de arte.
John y yo estamos sentados en el sofá, intentando arreglar la radio que hay en casa
desde hace años. Todavía recuerdo el día en que mi padre la trajo. «Así sabremos en
qué barrios se ha extendido la peste», dijo. Pero ahora tenemos en el regazo un
montón de tornillos y resortes que no funcionan. Le pido ayuda a Eden, pero se ríe y
dice que lo hagamos solos.
Mi madre está sola en la cocina. Intenta hacer la cena; esta es una escena que conozco
muy bien. Tiene las dos manos envueltas en vendas: debe de haberse cortado con
alguna botella rota o con una lata abierta mientras limpiaba hoy los cubos de basura de
alrededor de Union Station. Hace una mueca mientras separa unos granos de maíz
congelados con ayuda de un cuchillo. Le tiemblan las manos.
—Espera, mamá. Yo te ayudo —digo. Intento moverme, pero tengo los pies pegados al
suelo.
Al cabo de un rato, levanto la cabeza para ver qué dibuja ahora Eden. Al principio no
distingo las formas: están mezcladas, como si hiciera garabatos al azar. Cuando me
concentro, me doy cuenta de que ha pintado soldados que entran en la casa. Los
colorea con lápiz rojo.
Me despierto con un respingo. Por una ventana se filtran franjas de luz grisácea. Oigo el
débil rumor de la lluvia. Estoy en lo que parece la habitación abandonada de un niño; el
papel de las paredes es azul y amarillo, desprendido en las esquinas. Dos velas iluminan
el cuarto. Siento que mis pies sobresalen de la cama y que mi cabeza reposa en una
almohada. Cuando me muevo, se me escapa un gemido. Cierro los ojos.
Entonces suena la voz de Tess.
—¿Me oyes? —grita.
—No hables tan alto, hermana —murmuro, sintiendo mis labios agrietados.
Me palpita la cabeza; la jaqueca es aguda y cegadora. Tess ve mi expresión y guarda
silencio mientras cierro los párpados de nuevo y espero a que se calme el dolor.
Pero no desaparece: continúa como un martilleo en la nuca. Después de una eternidad,
comienza a desvanecerse y logro abrir los ojos.
—¿Dónde estoy? ¿Te encuentras bien?
Tess me mira. Lleva el pelo recogido en una trencita y tiene los labios sonrosados.
Sonríe.
—¿Qué si yo estoy bien? Llevas inconsciente dos días, Day. ¿Cómo te encuentras?
Me invade una oleada de dolor: debo de tener todo el cuerpo magullado.
—De maravilla.
La sonrisa de Tess desaparece.
—Has estado muy cerca esta vez. Si no hubiera encontrado a alguien que nos
recogiera, creo que no habrías salido de esta.
De pronto me asaltan los recuerdos: la puerta del hospital, el robo de la tarjeta de
identificación, las escaleras, el laboratorio, la larga caída, el cuchillo que lancé al
capitán, las alcantarillas... la vacuna...
La vacuna. Intento sentarme, pero hago un gesto demasiado brusco y el dolor me
golpea como un latigazo. Me llevo la mano al cuello de forma automática y descubro
que no tengo colgante que agarrar.
Es como si se me rompiera algo en el interior del pecho: lo he perdido. Mi padre me dio
ese colgante y yo he sido tan descuidado como para perderlo.
—Venga, tranquilo —intenta calmarme Tess.
—¿Mi familia está bien? ¿Los medicamentos sobrevivieron a la caída?
—Algunos sí —Tess me ayuda a echarme y luego apoya los codos en la cama—.
Supongo que un amortiguador es mejor que nada. Ya los dejé en casa de tu madre,
junto con el paquete de regalo. Fui a la parte trasera y se lo entregué todo a John. Me
pidió que te diera las gracias.
—¿Le contaste lo que pasó?
Tess pone los ojos en blanco.
—¿Crees que podría mantenerlo en secreto? Todo el mundo ha oído hablar del robo en
el hospital y John sabe que estás herido. Se ha enfadado mucho.
—¿Te ha dicho quién está enfermo? ¿Es Eden o es mi madre?
—Eden —murmura mordiéndose el labio—. John me dijo que tu madre y él se
encuentran bien, por el momento. Y Eden puede hablar y está despierto. Intentó
levantarse de la cama para ayudar a tu madre a arreglar una fuga del fregadero porque
quería demostrarle que se encontraba bien, pero ella le mandó de nuevo a la cama. Tu
madre ha tenido que romper dos de sus camisas para utilizarlas como paños fríos para
bajarle la fiebre, así que John me ha dicho que si encuentras algo de ropa que le sirva,
perfecto.
Dejo escapar un suspiro. Eden. Claro que es Eden. Y sigue actuando como un ingeniero
en miniatura, aunque tenga la peste. Al menos he podido conseguirle medicamentos.
Todo se solucionará. Eden se encontrará algo mejor durante un tiempo, y no me
importa que John me sermonee. En cuanto al colgante... Bueno, no creo que mi madre
llegue a enterarse. Mejor: le rompería el corazón.
—No encontré ninguna vacuna, y no tuve tiempo de buscar más.
—No te preocupes —replica Tess mientras prepara un vendaje nuevo para mi brazo.
Tras ella, en el respaldo de la silla, veo colgada mi vieja gorra—. Has ganado algo de
tiempo para tu familia. Ya habrá otra oportunidad.
—¿De quién es esta casa?
En cuanto hago la pregunta, oigo el sonido de una puerta que se cierra y luego pasos
que se acercan desde la habitación contigua. Miro a Tess alarmado, pero se limita a
asentir tranquilamente y me indica con un gesto que me calme.
Un hombre entra sacudiendo un paraguas mojado. En la otra mano lleva una bolsa de
papel marrón.
—Ah, ya estás despierto —comenta—. Eso es bueno.
Estudio su rostro: es redondo, de tez muy pálida. Tiene las cejas pobladas y una
expresión amable en los ojos.
—Chica —dice dirigiéndose a Tess—, ¿crees que podrá moverse mañana por la noche?
—Ya estaremos en camino para entonces —responde ella mientras alza un frasco lleno
de líquido transparente (supongo que será alcohol).
Moja la punta de la venda y me estremezco cuando toca la zona del brazo donde me
rozó la bala. Es como si me posará una cerilla ardiendo en la piel. Tess levanta la vista.
—Le agradezco mucho que nos haya dado refugio —murmura.
El hombre gruñe con expresión dubitativa y asiente sin demasiada convicción. Luego
mira a su alrededor como si buscara algo.
—Me temo que no puedo tenerlos aquí más tiempo. La patrulla antipeste hará pronto
otro reconocimiento —duda, saca dos latas de la bolsa y las coloca sobre el aparador—
. Les he traído chili. No será lo mejor, pero al menos llena. Y también pan.
Antes de que podamos decirle nada, sale a toda prisa de la habitación con el resto de
los alimentos.
Por primera vez, bajo la vista y contemplo mi cuerpo. No llevo más que unos
pantalones marrones del ejército, y tengo el pecho y los brazos vendados. También una
pierna.
—¿Por qué nos ayuda? —le pregunto a Tess en un susurro.
—No seas tan desconfiado —responde, levantando la vista mientras me ajusta el
vendaje del brazo—. Tenía un hijo que trabajaba en el frente de batalla. Murió de la
peste hace unos años.
Tess le hace el nudo final al vendaje y suelto un gemido.
—Respira profundamente, Day —dice, y empieza a palparme el pecho con delicadeza.
La obedezco, aunque siento como si me atravesara con un cuchillo. Las mejillas de Tess
se ruborizan; está haciendo un esfuerzo de concentración.
—Puede que tengas una fisura en una costilla, pero no hay nada roto —sentencia al
fin—. Creo que tardarás poco en estar como siempre. De todas formas, este hombre
no quiso saber cómo nos llamábamos y yo tampoco le pregunté su nombre. Mejor no
saberlo. Le conté que estabas herido y creo que le recordaste a su hijo.
Dejo caer la cabeza en la almohada. Me duele todo el cuerpo.
—He perdido mis dos cuchillos —murmuro para que no me oiga el hombre—. Eran los
mejores que tenía.
—Lo siento, Day —Tess se aparta un mechón de pelo de la cara y me tiende una bolsa
de plástico transparente con tres balas plateadas en el interior—. Encontré esto entre
los pliegues de tu ropa y supuse que las querrías para tu tirachinas, o algo por el estilo.
Me guardo las balas en un bolsillo y sonrío. Cuando conocí a Tess hace tres inviernos,
no era más que una huerfanita esquelética de diez años que hurgaba en los
contenedores de basura del sector Nima. Por aquel entonces necesitaba tanto mi
ayuda que a veces se me olvida lo mucho que dependo ahora de ella.
—Gracias, hermana —le digo.
Murmura algo que no entiendo y mira para otro lado.
Al cabo de un rato caigo en un sueño profundo. Cuando me despierto de nuevo, todo
está oscuro. He debido de dormir mucho, porque ya no me duele la cabeza. Puede que
sea el mismo día, pero me da la sensación de que ha pasado más tiempo. No han
venido los soldados ni la policía ciudadana. Aún seguimos vivos. Me quedo inmóvil un
momento, despierto en la oscuridad. Parece que nuestro benefactor no nos ha
delatado, todavía.
Tess duerme acurrucada en el borde de la cama, con la cabeza oculta entre los brazos.
A veces me encantaría encontrarle un buen hogar, una familia que se ocupara de ella.
Pero cada vez que lo pienso, acabo por rechazar la idea: Tess pasaría a estar del lado de
la República si formara parte de una auténtica familia. La obligarían a someterse a la
Prueba, que nunca ha hecho. Además, descubrirían que ha sido mi compinche y la
interrogarían. Sacudo la cabeza: es demasiado ingenua, demasiado fácil de manipular.
No puedo dejarla con nadie.
Además... la echaría de menos. Los dos años que estuve por mi cuenta en las calles
fueron muy solitarios.
Muevo el tobillo con cautela, haciendo un círculo. Está un poco entumecido, pero no
me duele mucho y no parece estar inflamado. Todavía me arde el brazo donde lo rozó
la bala, y el dolor de las costillas es desgarrador, pero consigo sentarme sin demasiados
problemas. Me llevo las manos al pelo de forma automática. Está suelto. Lo sujeto en
una coleta usando una sola mano y le hago un nudo apretado. Me giro hacia Tess, tomo
mi gorra y me la pongo. Me duelen los brazos del esfuerzo. Huele a chili y a pan; en el
aparador hay un tazón que humea, con una rebanada de pan apoyada en el borde.
Recuerdo las dos latas que nos dejó nuestro benefactor y me gruñe el estómago.
Devoró el contenido del cuenco hasta dejarlo limpio.
Mientras me chupo los restos de chili de los dedos, una puerta se cierra en algún lugar
de la casa. Oigo pasos que se acercan muy rápido hacia nosotros. Me pongo tenso. Tess
se despierta y me agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —murmura. Me llevo el índice a los labios.
El hombre que nos ha acogido entra a toda prisa en el cuarto, vestido con una bata
destrozada que apenas cubre su pijama.
—Tienen que irse —susurra, por la frente le resbalan gotas de sudor— Acabo de
enterarme de que hay un tipo que te busca.
Tess tiene expresión de auténtico terror, pero le miro a los ojos.
—¿Cómo te has enterado?
El hombre empieza a ordenar la habitación. Recoge el cuenco vacío y pasa la mano por
el aparador.
—Va contando a la gente que tiene vacunas para la peste, y que se las quiere vender a
una persona que las necesita. Sabe que estás herido. No dijo ningún nombre, pero está
claro que habla de ti.
Me siento en la cama. No hay alternativa.
—Sí, se refiere a mí —asiento. Tess agarra un manojo de vendas limpias y se las guarda
bajo la camisa—. Es una trampa. Nos vamos enseguida.
El hombre asiente con la cabeza.
—Pueden salir por la puerta trasera. Al fondo del pasillo, a la izquierda.
Lo miro de hito en hito durante un instante y entonces me doy cuenta de que sabe
perfectamente quién soy. A pesar de ello, no lo dice en voz alta. Como muchas otras
personas de nuestro sector que averiguaron en el pasado quién era yo y aun así me
ayudaron, parece agradecer los problemas que le causo a la República.
—Le estamos muy agradecidos —digo.
Él no responde. Agarro a Tess de la mano y los dos echamos a andar hasta llegar a la
puerta trasera; me duele todo el cuerpo, tanto que se me llenan los ojos de lágrimas.
Salimos al aire húmedo de la noche.
Avanzamos en silencio por los callejones y solo reducimos el paso seis bloques más allá.
El dolor se hace más desgarrador a cada paso. Me llevo la mano al colgante para
calmarme, pero entonces recuerdo que ya no lo llevo encima. Se apodera de mí una
sensación de vértigo. ¿Y si la República descubre qué es? ¿Lo destruirán? ¿Y si siguen la
pista y los conduce a mi familia?
Tess se apoya en una de las paredes del callejón y se deja caer.
—Tenemos que abandonar la ciudad —dice—. Es demasiado peligroso seguir aquí,
Day. Estaríamos más seguros en Arizona o en Colorado. O incluso en Barstow; no me
importaría pasar una temporada en las afueras.
Ya, ya. Lo sé. Bajo la vista.
—Yo también quiero irme.
—Pero no vas a hacerlo. Lo veo en tu cara.
Nos quedamos callados. Si por mí fuera, cruzaría el país entero y escaparía a las
Colonias a la primera oportunidad que se me presentara. No me importa arriesgar la
vida. Pero hay un montón de razones por las que no puedo hacerlo, y Tess lo sabe. Ni
John ni mi madre pueden abandonar sus trabajos y huir conmigo, no sin despertar
sospechas. Eden no puede irse de la escuela que le han asignado. Si lo hacen, se
convertirán en fugitivos. Como yo.
—Ya veremos —digo finalmente.
Tess me ofrece una sonrisa triste.
—¿Quién crees que te está buscando? —pregunta al cabo de un rato— ¿Cómo habrá
averiguado que estabas en el sector Lake?
—No lo sé. Puede ser algún traficante al que le haya llamado la atención lo del robo en
el hospital. Tal vez piense que tenemos un montón de dinero o algo así. Podría ser un
soldado, incluso un espía. Perdí mi colgante en el hospital; no sé si conseguirán
averiguar algo de mí, analizándolo, pero siempre cabe la posibilidad.
—¿Y qué vas a hacer?
Me encojo de hombros y me apoyó contra la pared para mantener el equilibrio: la
herida de bala ha empezado a palpitar otra vez.
—No deberíamos dejar que nos encontrara, pero he de admitir que me da curiosidad
saber qué ofrece. ¿Y si de verdad tiene una vacuna contra la peste?
Tess me contempla con la misma expresión que tenía la noche en que la conocí:
esperanza, curiosidad y miedo, todo a la vez.
Bueno... No creo que sea más peligroso que la locura que hiciste en el hospital, ¿no?
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Chicas!!!! Espero que les este gustando la lectura....
Como soy buenita les subo otro capi mas....
Disfrutenlo!!!!!
Como soy buenita les subo otro capi mas....
Disfrutenlo!!!!!
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
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