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Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
No sé si la comandante Jameson se ha apiadado de mí o si realmente siente la pérdida
de Metias, uno de sus soldados más valiosos, pero me ayuda a organizar su funeral. Es
la primera vez que hace algo semejante para uno de sus subordinados. Se niega
explicarme el por qué.
En las familias acomodadas como la nuestra, los funerales suelen ser muy historiados.
El de Metias tiene lugar dentro de un edificio con arcos y vidrieras barrocas. Han
cubierto los suelos con alfombras blancas, y toda la estancia está llena de mesas
redondas adornadas con lilas del mismo tono. Las únicas notas de color son las
banderas y los emblemas circulares de la República que cuelgan tras el altar principal,
bajo el retrato de nuestro glorioso Elector.
Todo el mundo va de blanco. Yo llevo puesto un vestido muy elegante, con lazo, corsé y
una sobrefalda de seda que cae en varias capas por detrás. En mi corpiño destaca un
pequeño broche de oro blanco con el sello de la República. El peluquero me ha hecho
un moño alto, con rizos sueltos que caen en cascada sobre uno de mis hombros, y me
ha colocado una rosa blanca sobre una oreja. Una gargantilla de perlas me rodea el
cuello y mis párpados están pintados de blanco brillante. Mis pestañas parecen de
nieve, no se me notan los ojos enrojecidos ni las ojeras por el resplandor del maquillaje.
Me han arrebatado el color igual que me han arrebatado a mi hermano.
Metias me contó una vez que los entierros siempre no han sido así, que estos ritos
empezaron tras las primeras inundaciones y las erupciones volcánicas, después que la
República construyera la barrera para evitar que los desertores de las Colonias entraran
en nuestro territorio. Entonces se empezó a llevar luto blanco por los muertos.
«Después de las primeras erupciones volcánicas, llovieron cenizas blanquecinas
durante meses», me dijo. «Todas las víctimas quedaron cubiertas. Por eso ahora nos
vestimos de blanco para recordar a los muertos».
Me contó aquello cuando le pregunté cómo había sido el funeral de nuestros padres.
Ahora paseo sin rumbo entre los invitados y respondo a sus comentarios con frases
esteriotipadas. «Siento mucho su pérdida», me dicen. Reconozco a algunos de los
profesores de Metias, a compañeros suyos y a varios superiores. Incluso hay algún que
otro alumno de Drake. Me sorprende verlos aquí; no hice demasiados amigos los tres
años que estuve en la universidad, sobre todo teniendo en cuenta mi edad y mi fuerte
carga académica. Pero aquí están, algunos de la clase de maniobras de la tarde y otros
de la clase 421 de Historia de la República. Me estrechan la mano y menean la cabeza.
«Primero tus padres, luego tu hermano. No puedo imaginar lo difícil que debe ser esto
para ti». No, no puedes. Pero sonrío amablemente e inclino la cabeza, porque sé que lo
dicen con la mejor intención. «Gracias por venir», respondo. «Se los agradezco de
corazón. Sé que Metias estaría orgulloso de haber dado la vida por su país».
A veces capto alguna mirada de admiración. Las ignoro. No me interesan. No llevo este
vestido exquisito y absurdo para ellos. Solo me lo he puesto por Metias, para mostrarle
sin palabras lo mucho que le quiero.
Al cabo de un rato, me siento en una mesa cercana al altar y observo las coronas de
flores tras la que pronto desfilará una fila de personas para leer discursos elogiosos
sobre mi hermano. Bajo la cabeza con respeto ante las banderas de la República y se
me van los ojos hacia el ataúd blanco que hay a su lado. Desde aquí apenas puedo
distinguir a Metias en su interior.
—Estás preciosa, June.
Alzo la vista y me encuentro con Thomas, que se ha sentado a mi lado. Ha reemplazado
su uniforme por un elegante traje blanco y lleva el pelo recién cortado. Juraría que la
ropa es nueva. Debe de haberle costado una fortuna.
—Gracias. Tú también estás muy guapo.
—Esto…Quiero decir que tienes buen aspecto, a pesar de todo lo que ha pasado.
—Te he entendido —le doy una palmadita en la mano para tranquilizarle y él me
devuelve una sonrisa. Me da la impresión de que quiere añadir algo, pero luego parece
cambiar de opinión y aparta la mirada.
Pasa media hora hasta que todo el mundo encuentra su asiento, y otra media hora
hasta que los camareros empiezan a servir la comida. Yo no la pruebo. La comandante
Jameson se sienta frente a mí. Entre ella y Thomas están tres compañeros de Drake, y
les dedico una sonrisa forzada. A mi izquierda hay un hombre llamado Chian que
organiza y supervisa la Prueba de todos los niños de Los Ángeles. Se encargó de la mía.
Lo que no entiendo es qué hace aquí, por qué le importa que Metias haya muerto. Sé
que era conocido de mis padres, así que no me extraña verlo del todo en el funeral,
pero ¿por qué se sienta a mi lado?
Entonces recuerdo que, antes de entrar en la patrulla de Jameson, Metias estuvo bajo
las órdenes de Chian. Para él no fue una buena época. Y ese hombre me mira
frunciendo sus pobladas cejas, me pone la mano en el brazo desnudo y la deja ahí
durante un rato.
—¿Cómo te encuentras, querida? —pregunta.
Al hablar se le retuercen las cicatrices de la cara: un corte en el puente de la nariz y una
marca irregular desde la oreja hasta el mentón.
—Mejor de lo que cabe esperar —respondo tratando de esbozar una sonrisa.
—Bueno, he de admitir que ese vestido te hace brillar —deja escapar una carcajada
breve que me provoca un escalofrío—. Pareces una flor que se abre en mitad de la
nieve.
Necesito toda mi fuerza de voluntad para mantener la sonrisa. Conserva la calma, me
digo. No te conviene tener a Chian como enemigo.
—Yo quería mucho a tu hermano, ¿sabes? Le recuerdo de pequeño…Deberías haberle
visto. Corría por todo el cuarto de estar persiguiendo a tus padres con una pistolita en
la mano. Estaba destinado a entrar en uno de nuestros escuadrones.
—Gracias, señor —respondo.
Chian corta un pedazo enorme de filete y se lo mete en la boca.
—Metias era un chico de lo más atento cuando lo tuve a mi cargo. Un líder natural. ¿Te
habló alguna vez de eso?
Me viene un recuerdo a la mente: la noche lluviosa en que Metias empezó a trabajar
bajo las órdenes de Chian. Él y Thomas, que todavía estaba en la universidad, me
llevaron al sector Tanagashi, donde probé por primera vez el cerdo con soja, los fideos
y los panecillos dulces de cebolla. Recuerdo que los dos llevaban el uniforme completo:
Metias tenía la chaqueta abierta y la camisa por fuera, mientras que Thomas iba
abotonado hasta el cuello y llevaba el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás.
Thomas se pasó toda la cena burlándose de mis coletas de niña pequeña, pero Metias
apenas habló. Una semana después, dejó de estar a cargo de Chian. Presentó una
apelación y se le reasignó a la patrulla de la comandante Jameson.
—Me dijo que era información clasificada —miento.
Chian se ríe.
—Era un buen chico, un cadete excelente. Puedes imaginar mi decepción cuando fue
reasignado a la policía militar. Me dijo que no se consideraba lo bastante inteligente
como para valorar las Pruebas o distribuir a los niños que las acababan de hacer; era
muy modesto. Y mucho más inteligente de lo que creía…—me sonríe—. Igual que tú.
Asiento. Chian me obligó a repetir la Prueba porque saqué una puntuación perfecta en
un tiempo récord (una hora y diez minutos). Pensaba que había copiado. No solo soy la
única de la nación que sacó el máximo, sino que debo ser la que pasó la Prueba dos
veces.
—Es usted muy amable —respondo—. Mi hermano tenía mayores dotes de liderazgo
de las que yo tendré jamás.
Chian me hace callar con un aspaviento.
—Tonterías, querida —replica, y se acerca a mí demasiado para que me sienta cómoda.
En él hay algo desagradable, como aceitoso—. Estoy destrozado por la forma en que
murió tu hermano. A manos de ese mocoso... ¡Qué vergüenza! —Chian estrecha sus
ojos y sus cejas parecen hacerse aún más pobladas—. Me alegra que la comandante
Jameson te haya encargado seguirle la pista. Este caso necesita alguien joven que lo
mire con nuevos ojos, y tú eres perfecta. Vaya una joya de primera misión, ¿eh?
Le odio con toda mi alma. Thomas se ha debido de dar cuenta de lo rígida que estoy,
porque me agarra la mano por debajo de la mesa y aprieta. «Aguanta», intenta decirme.
Cuando Chian por fin se gira para hablar con el hombre que tiene al otro lado, Thomas
se vuelve hacia mí.
—Chian tiene motivos personales para odiar a Day —susurra.
—¿En serio?
Thomas asiente.
—¿Quién crees que le hizo esa cicatriz?
¿Day? No puedo contener la sorpresa. Chian es un hombre bastante corpulento, y lleva
muchos años trabajando para la organización de la Prueba. Es un oficial cualificado. ¿Es
posible que un adolescente lo haya herido así y haya salido impune? Me vuelvo hacia
Chian y estudio su cicatriz: fue un corte limpio realizado con una hoja muy afilada.
Debió de suceder muy rápido, porque forma una línea completamente recta, y no me
imagino a Chian quedándose quieto mientras le rajan la cara. Por un instante, solo uno,
me pongo al lado de Day. Luego mis ojos se posan en la comandante Jameson, que me
mira como si pudiera leerme la mente. Me pone nerviosa.
Thomas vuelve agarrarme la mano.
—Tranquila, June —dice—. Day no puede esconderse para siempre. Tarde o temprano,
lo encontraremos y haremos que sirva de ejemplo. No es rival para ti, sobre todo si te
centras en ello.
La sonrisa amable de Thomas me desarma: de pronto, me da la impresión que es
Metias el que está a mi lado diciéndome que todo irá bien, que la República no va a
fallarme. Mi hermano prometió una vez que estaría siempre a mi lado. Aparto la vista
de Thomas y fijo los ojos en el altar para que no me vea llorar. No puedo devolverle la
sonrisa. No creo que sea capaz de sonreír sinceramente nunca más.
—Acabemos con esto —susurro.
No sé si la comandante Jameson se ha apiadado de mí o si realmente siente la pérdida
de Metias, uno de sus soldados más valiosos, pero me ayuda a organizar su funeral. Es
la primera vez que hace algo semejante para uno de sus subordinados. Se niega
explicarme el por qué.
En las familias acomodadas como la nuestra, los funerales suelen ser muy historiados.
El de Metias tiene lugar dentro de un edificio con arcos y vidrieras barrocas. Han
cubierto los suelos con alfombras blancas, y toda la estancia está llena de mesas
redondas adornadas con lilas del mismo tono. Las únicas notas de color son las
banderas y los emblemas circulares de la República que cuelgan tras el altar principal,
bajo el retrato de nuestro glorioso Elector.
Todo el mundo va de blanco. Yo llevo puesto un vestido muy elegante, con lazo, corsé y
una sobrefalda de seda que cae en varias capas por detrás. En mi corpiño destaca un
pequeño broche de oro blanco con el sello de la República. El peluquero me ha hecho
un moño alto, con rizos sueltos que caen en cascada sobre uno de mis hombros, y me
ha colocado una rosa blanca sobre una oreja. Una gargantilla de perlas me rodea el
cuello y mis párpados están pintados de blanco brillante. Mis pestañas parecen de
nieve, no se me notan los ojos enrojecidos ni las ojeras por el resplandor del maquillaje.
Me han arrebatado el color igual que me han arrebatado a mi hermano.
Metias me contó una vez que los entierros siempre no han sido así, que estos ritos
empezaron tras las primeras inundaciones y las erupciones volcánicas, después que la
República construyera la barrera para evitar que los desertores de las Colonias entraran
en nuestro territorio. Entonces se empezó a llevar luto blanco por los muertos.
«Después de las primeras erupciones volcánicas, llovieron cenizas blanquecinas
durante meses», me dijo. «Todas las víctimas quedaron cubiertas. Por eso ahora nos
vestimos de blanco para recordar a los muertos».
Me contó aquello cuando le pregunté cómo había sido el funeral de nuestros padres.
Ahora paseo sin rumbo entre los invitados y respondo a sus comentarios con frases
esteriotipadas. «Siento mucho su pérdida», me dicen. Reconozco a algunos de los
profesores de Metias, a compañeros suyos y a varios superiores. Incluso hay algún que
otro alumno de Drake. Me sorprende verlos aquí; no hice demasiados amigos los tres
años que estuve en la universidad, sobre todo teniendo en cuenta mi edad y mi fuerte
carga académica. Pero aquí están, algunos de la clase de maniobras de la tarde y otros
de la clase 421 de Historia de la República. Me estrechan la mano y menean la cabeza.
«Primero tus padres, luego tu hermano. No puedo imaginar lo difícil que debe ser esto
para ti». No, no puedes. Pero sonrío amablemente e inclino la cabeza, porque sé que lo
dicen con la mejor intención. «Gracias por venir», respondo. «Se los agradezco de
corazón. Sé que Metias estaría orgulloso de haber dado la vida por su país».
A veces capto alguna mirada de admiración. Las ignoro. No me interesan. No llevo este
vestido exquisito y absurdo para ellos. Solo me lo he puesto por Metias, para mostrarle
sin palabras lo mucho que le quiero.
Al cabo de un rato, me siento en una mesa cercana al altar y observo las coronas de
flores tras la que pronto desfilará una fila de personas para leer discursos elogiosos
sobre mi hermano. Bajo la cabeza con respeto ante las banderas de la República y se
me van los ojos hacia el ataúd blanco que hay a su lado. Desde aquí apenas puedo
distinguir a Metias en su interior.
—Estás preciosa, June.
Alzo la vista y me encuentro con Thomas, que se ha sentado a mi lado. Ha reemplazado
su uniforme por un elegante traje blanco y lleva el pelo recién cortado. Juraría que la
ropa es nueva. Debe de haberle costado una fortuna.
—Gracias. Tú también estás muy guapo.
—Esto…Quiero decir que tienes buen aspecto, a pesar de todo lo que ha pasado.
—Te he entendido —le doy una palmadita en la mano para tranquilizarle y él me
devuelve una sonrisa. Me da la impresión de que quiere añadir algo, pero luego parece
cambiar de opinión y aparta la mirada.
Pasa media hora hasta que todo el mundo encuentra su asiento, y otra media hora
hasta que los camareros empiezan a servir la comida. Yo no la pruebo. La comandante
Jameson se sienta frente a mí. Entre ella y Thomas están tres compañeros de Drake, y
les dedico una sonrisa forzada. A mi izquierda hay un hombre llamado Chian que
organiza y supervisa la Prueba de todos los niños de Los Ángeles. Se encargó de la mía.
Lo que no entiendo es qué hace aquí, por qué le importa que Metias haya muerto. Sé
que era conocido de mis padres, así que no me extraña verlo del todo en el funeral,
pero ¿por qué se sienta a mi lado?
Entonces recuerdo que, antes de entrar en la patrulla de Jameson, Metias estuvo bajo
las órdenes de Chian. Para él no fue una buena época. Y ese hombre me mira
frunciendo sus pobladas cejas, me pone la mano en el brazo desnudo y la deja ahí
durante un rato.
—¿Cómo te encuentras, querida? —pregunta.
Al hablar se le retuercen las cicatrices de la cara: un corte en el puente de la nariz y una
marca irregular desde la oreja hasta el mentón.
—Mejor de lo que cabe esperar —respondo tratando de esbozar una sonrisa.
—Bueno, he de admitir que ese vestido te hace brillar —deja escapar una carcajada
breve que me provoca un escalofrío—. Pareces una flor que se abre en mitad de la
nieve.
Necesito toda mi fuerza de voluntad para mantener la sonrisa. Conserva la calma, me
digo. No te conviene tener a Chian como enemigo.
—Yo quería mucho a tu hermano, ¿sabes? Le recuerdo de pequeño…Deberías haberle
visto. Corría por todo el cuarto de estar persiguiendo a tus padres con una pistolita en
la mano. Estaba destinado a entrar en uno de nuestros escuadrones.
—Gracias, señor —respondo.
Chian corta un pedazo enorme de filete y se lo mete en la boca.
—Metias era un chico de lo más atento cuando lo tuve a mi cargo. Un líder natural. ¿Te
habló alguna vez de eso?
Me viene un recuerdo a la mente: la noche lluviosa en que Metias empezó a trabajar
bajo las órdenes de Chian. Él y Thomas, que todavía estaba en la universidad, me
llevaron al sector Tanagashi, donde probé por primera vez el cerdo con soja, los fideos
y los panecillos dulces de cebolla. Recuerdo que los dos llevaban el uniforme completo:
Metias tenía la chaqueta abierta y la camisa por fuera, mientras que Thomas iba
abotonado hasta el cuello y llevaba el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás.
Thomas se pasó toda la cena burlándose de mis coletas de niña pequeña, pero Metias
apenas habló. Una semana después, dejó de estar a cargo de Chian. Presentó una
apelación y se le reasignó a la patrulla de la comandante Jameson.
—Me dijo que era información clasificada —miento.
Chian se ríe.
—Era un buen chico, un cadete excelente. Puedes imaginar mi decepción cuando fue
reasignado a la policía militar. Me dijo que no se consideraba lo bastante inteligente
como para valorar las Pruebas o distribuir a los niños que las acababan de hacer; era
muy modesto. Y mucho más inteligente de lo que creía…—me sonríe—. Igual que tú.
Asiento. Chian me obligó a repetir la Prueba porque saqué una puntuación perfecta en
un tiempo récord (una hora y diez minutos). Pensaba que había copiado. No solo soy la
única de la nación que sacó el máximo, sino que debo ser la que pasó la Prueba dos
veces.
—Es usted muy amable —respondo—. Mi hermano tenía mayores dotes de liderazgo
de las que yo tendré jamás.
Chian me hace callar con un aspaviento.
—Tonterías, querida —replica, y se acerca a mí demasiado para que me sienta cómoda.
En él hay algo desagradable, como aceitoso—. Estoy destrozado por la forma en que
murió tu hermano. A manos de ese mocoso... ¡Qué vergüenza! —Chian estrecha sus
ojos y sus cejas parecen hacerse aún más pobladas—. Me alegra que la comandante
Jameson te haya encargado seguirle la pista. Este caso necesita alguien joven que lo
mire con nuevos ojos, y tú eres perfecta. Vaya una joya de primera misión, ¿eh?
Le odio con toda mi alma. Thomas se ha debido de dar cuenta de lo rígida que estoy,
porque me agarra la mano por debajo de la mesa y aprieta. «Aguanta», intenta decirme.
Cuando Chian por fin se gira para hablar con el hombre que tiene al otro lado, Thomas
se vuelve hacia mí.
—Chian tiene motivos personales para odiar a Day —susurra.
—¿En serio?
Thomas asiente.
—¿Quién crees que le hizo esa cicatriz?
¿Day? No puedo contener la sorpresa. Chian es un hombre bastante corpulento, y lleva
muchos años trabajando para la organización de la Prueba. Es un oficial cualificado. ¿Es
posible que un adolescente lo haya herido así y haya salido impune? Me vuelvo hacia
Chian y estudio su cicatriz: fue un corte limpio realizado con una hoja muy afilada.
Debió de suceder muy rápido, porque forma una línea completamente recta, y no me
imagino a Chian quedándose quieto mientras le rajan la cara. Por un instante, solo uno,
me pongo al lado de Day. Luego mis ojos se posan en la comandante Jameson, que me
mira como si pudiera leerme la mente. Me pone nerviosa.
Thomas vuelve agarrarme la mano.
—Tranquila, June —dice—. Day no puede esconderse para siempre. Tarde o temprano,
lo encontraremos y haremos que sirva de ejemplo. No es rival para ti, sobre todo si te
centras en ello.
La sonrisa amable de Thomas me desarma: de pronto, me da la impresión que es
Metias el que está a mi lado diciéndome que todo irá bien, que la República no va a
fallarme. Mi hermano prometió una vez que estaría siempre a mi lado. Aparto la vista
de Thomas y fijo los ojos en el altar para que no me vea llorar. No puedo devolverle la
sonrisa. No creo que sea capaz de sonreír sinceramente nunca más.
—Acabemos con esto —susurro.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Day la libró como quien dice, un poco mallugado pero nada grave, a mi también me saca de onda un adolescente supuestamente hiriera a Chian, yo creó que ya le están colgando milagritos, y tal vez por culpa la comandante ayudó a June con el funeral.
Gracias Maria Teresita
Gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Yo ya me he leído la saga entera y solo quiero decir que la recomiendo mucho. Es un libro que a mi me enganchó mucho y espero que a vosotras os pase lo mismo
Invitado- Invitado
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Cap 1:
Si esto es futurista supongo que ha pasado al grande para que la republica exista no??? que habra sido???
Day parece ser inteligente aunque haya reprobado...
que significara ese simbolo que pusieron???
Cap 2:
Uhmmm... Esa secretaria...
Tal vez le respondio asi a June porque se siente intimidada por la señorita Puntaje Perfecto apuesto que ni ella lo hizo tan bien
La republica no suena muy bonito
Y cual es la bronca con la colonia??? quieren poder???
Si esto es futurista supongo que ha pasado al grande para que la republica exista no??? que habra sido???
Day parece ser inteligente aunque haya reprobado...
que significara ese simbolo que pusieron???
Cap 2:
Uhmmm... Esa secretaria...
Tal vez le respondio asi a June porque se siente intimidada por la señorita Puntaje Perfecto apuesto que ni ella lo hizo tan bien
La republica no suena muy bonito
Y cual es la bronca con la colonia??? quieren poder???
Emotica G. W- Mensajes : 2737
Fecha de inscripción : 15/11/2016
Edad : 27
Localización : Mi casa :D
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Cap 3:
Eso si que fue interesante...
Quien es la chica que vio???
Que pasa con su familia??? sera que son mas importantes de lo que parecen??? que paso con su examen???
Y Metias... Day solo le clavo el cuchillo al hombro y para que muera desangrado tardaria horas pero Day escucho pasos...
Cap 4:
Esta claro que alguien mas vio el escape de Day o al menos vio la parte final y mato a Metias despues de que Day se fuera...
La pregunta es por que??? cual podria haber sido su motivo???
Esa comandante no termina de convencerme...
Cap 5:
Uhm...
Alguien que ofrece vacunas para la peste???
Sera June utilizando el cebo que menciono???
Si es asi como ha descubierto que Day esta ahi??? sabra de Tess???
Y el hombre que los ayudo... de verdad lo hizo por las razones que dijo Tess???
Esto se esta poniendo interesante
Eso si que fue interesante...
Quien es la chica que vio???
Que pasa con su familia??? sera que son mas importantes de lo que parecen??? que paso con su examen???
Y Metias... Day solo le clavo el cuchillo al hombro y para que muera desangrado tardaria horas pero Day escucho pasos...
Cap 4:
Esta claro que alguien mas vio el escape de Day o al menos vio la parte final y mato a Metias despues de que Day se fuera...
La pregunta es por que??? cual podria haber sido su motivo???
Esa comandante no termina de convencerme...
Cap 5:
Uhm...
Alguien que ofrece vacunas para la peste???
Sera June utilizando el cebo que menciono???
Si es asi como ha descubierto que Day esta ahi??? sabra de Tess???
Y el hombre que los ayudo... de verdad lo hizo por las razones que dijo Tess???
Esto se esta poniendo interesante
Emotica G. W- Mensajes : 2737
Fecha de inscripción : 15/11/2016
Edad : 27
Localización : Mi casa :D
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Cap 6:
Ese Chian no me da buena espina mas bien me parece un sospechoso mas...
Que habra visto Metias que lo hizo presentar la apelacion???
Y esa "tarea" de la que se encarga Chian es asi de inocente como lo presenta June??? o sera que hay algo mas???
De verdad Day le hizo la cicatriz a Chian???
Ese Chian no me da buena espina mas bien me parece un sospechoso mas...
Que habra visto Metias que lo hizo presentar la apelacion???
Y esa "tarea" de la que se encarga Chian es asi de inocente como lo presenta June??? o sera que hay algo mas???
De verdad Day le hizo la cicatriz a Chian???
Emotica G. W- Mensajes : 2737
Fecha de inscripción : 15/11/2016
Edad : 27
Localización : Mi casa :D
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias por el esfuerzo. Todavia estaba pensando en la muerte de Metias cuando subiste el otro
Invitado- Invitado
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Aunque está cayendo la tarde, hace muchísimo calor. Voy cojeando entre la
muchedumbre por las calles que bordean los sectores Alta y Winter, cerca del lago.
Todavía me molestan las heridas. Llevo puestos los pantalones del ejército que me dio
el hombre que nos acogió en su casa y una camisa de cuello estrecho que Tess
encontró en un contenedor de basura. Llevo la gorra calada, y he añadido a mi disfraz
un parche en el ojo izquierdo (nada raro entre la marea de trabajadores mutilados de
las fábricas). Hoy voy solo: Tess se ha guarecido en la cornisa de la segunda planta de
un edificio que hay unas calles más abajo. No hay motivo para que los dos nos
pongamos en peligro.
Me rodean ruidos familiares. Los vendedores ambulantes ofrecen sus productos a la
gente: huevos cocidos de ganso, tortas fritas y perritos calientes. Los tenderos se
quedan en la puerta de sus comercios y sus bares e intentan atraer a la clientela. Pasa
traqueteando un coche muy antiguo, destartalado. Los trabajadores del segundo turno
regresan lentamente a casa. Algunas chicas me observan y se ruborizan cuando les
devuelvo la mirada. Varios botes avanzan por el lago con cuidado de evitar las hélices
descomunales que se distribuyen a lo largo de toda la orilla. Las sirenas que suenan
para advertir de las inundaciones permanecen en silencio.
Algunas áreas están cortadas. Me aparto de ellas; los soldados las han marcado como
zonas en cuarentena. Los altavoces de los tejados crujen y borbotean, y a cada rato, las
pantallas gigantes dejan de emitir anuncios o reportajes sobre los atentados de los
Patriotas y muestran un vídeo de nuestra bandera. Todo el mundo se queda inmóvil en
cuanto aparece el juramento.
«Juro lealtad a la bandera de la gran República de América, a nuestro Elector Primo, a
nuestros gloriosos estados y a la unidad contra las Colonias, para obtener nuestra
inminente victoria».
Cuando se ilumina el nombre del Elector Primo, la gente saluda en dirección a la capital.
Coreo las palabras en voz baja, pero guardo silencio en cuanto veo que los policías
apartan la mirada. Me pregunto cómo sería el juramento antes de que entrásemos en
guerra con las Colonias.
Al acabar la ceremonia, la vida se reanuda. Me dirijo a un bar decorado al estilo chino.
Está lleno de pintadas. El encargado me dirige una amplia sonrisa en la que faltan varios
dientes y me invita a entrar.
—Hoy tenemos auténtica cerveza Tsingtao —murmura—. Sobró de una remesa
importada que enviaron directamente a nuestro glorioso Elector. Se ofrece hasta las
seis en punto.
Mueve los ojos con nerviosismo mientras habla. Lo miro con fijeza: ¿cerveza Tsingtao?
Ya, seguro. Mi padre se hubiera partido de risa. La República no ha firmado el acuerdo
de comercio con China (o, como les gusta decir, no han «conquistado China y asumido
el control de su industria») para dedicarse a mandar importaciones de lujo a los barrios
bajos. Es mucho más probable que este tipo se haya retrasado en el pago de los
impuestos bimestrales; no se me ocurre otro motivo para arriesgarse a ponerles
etiquetas falsas de Tsingtao a las botellas de fabricación nacional. A pesar de ello, le
doy las gracias y entro en el establecimiento. Es un sitio tan bueno como cualquier otro
para obtener información.
El bar está muy oscuro y huele a humo de pipa, a carne frita y al gas de las lámparas. Me
abro camino entre el desorden de mesas y sillas, aprovechando para despistar algo de
comida de unos platos que no vigila nadie y guardarla debajo de mi camisa, hasta que
llego a la barra. Detrás de mí hay un corro de gente que presencia una pelea de skiz.
Supongo que en este bar se permiten las apuestas ilegales; deben de destinar parte de
las ganancias a sobornar a la policía ciudadana.
La chica de la barra no se molesta en comprobar si tengo edad suficiente para beber. Ni
siquiera me mira.
—¿Qué vas a tomar?
—Solo un vaso de agua, por favor —respondo.
Detrás de mí, la gente rompe en aplausos cuando uno de los luchadores cae al suelo.
La camarera me mira con escepticismo y sus ojos se posan en mi parche.
—¿Qué te ha pasado en el ojo, chico?
—Un accidente en las terrazas. Me dedico a cuidar vacas.
Pone cara de asco, pero parece interesada en hablar conmigo.
—Qué lástima. ¿Seguro que no quieres una cerveza? Eso tiene que doler.
Niego con la cabeza.
—Gracias, hermana, pero no bebo. Prefiero estar alerta.
Me sonríe; aunque el local no está bien iluminado, se ve que es guapa. Lleva los ojos
maquillados de verde brillante y el pelo negro, cortado a lo paje. Por el cuello le
serpentea un tatuaje de una planta trepadora que se mete bajo su camisa ajustada.
Lleva unas gafas de soldador sucias prendidas en el escote, seguramente para
protegerse los ojos en las peleas. Una pena. Si no estuviera buscando información,
podría tomarme mi tiempo con esta chica, hablar con ella y seguramente conseguir un
beso o algo más.
—Eres de Lake, ¿no? —pregunta—. ¿Vas a la caza de chicas para romperles el corazón,
o vienes buscando gresca? —señala hacia el combate que tiene lugar a mi espalda.
—Eso te lo dejo a ti —sonrío.
—¿Qué te hace pensar que yo lucho?
Señalo las cicatrices que tiene en los brazos y las magulladuras de sus manos, y ella me
dedica una sonrisa leve. Me encojo de hombros.
—Acabaría muerto si me dedicara a pelear. No, solo vengo a refugiarme del sol. A
disfrutar de tu compañía, ¿sabes? Siempre que no tengas la peste, claro.
Es una broma más que gastada, pero ella se ríe antes de inclinarse sobre el mostrador.
—Vivo en el borde del sector. De momento es bastante seguro.
—Tienes suerte —me acerco más a ella y adopto un tono grave—. Hace poco le han
marcado la puerta a una familia que conozco.
—Vaya.
—Quería preguntarte una cosa... Es simple curiosidad. ¿Has oído hablar de un tipo que
dice que tiene algunas vacunas contra la peste? Estuvo por aquí hace poco.
Levanta una ceja.
—Sí, sí. Hay mucha gente detrás de él.
—¿Qué va diciendo por ahí? ¿Lo sabes?
Duda un instante y observo que tiene la nariz salpicada de pecas.
—Dice que dispone de una vacuna, pero que solo se la dará a una persona. No da
nombres; se supone que esa persona sabrá que se refiere a ella.
Intento adoptar una expresión divertida.
—Pues qué suerte tiene, ¿no?
—No es broma —sonríe—. Va diciendo por ahí que hoy a medianoche estará en el sitio
de los diez segundos, y que la persona a la que busca sabrá dónde es.
—¿El sitio de los diez segundos?
La camarera se encoge de hombros.
—No tengo ni idea de lo que significa. Nadie lo sabe, la verdad. —Se inclina un poco
más sobre el mostrador y baja la voz—. ¿Sabes lo que pienso? Que ese tipo está como
una cabra.
Me río con ella, pero no dejo de darle vueltas. No cabe duda de que me está buscando a
mí. Hará cosa de un año robé en el banco Arcadia, y uno de los guardas de seguridad
me atacó. Cuando lo tuve atado, me escupió y me dijo que los láseres de la cámara
acorazada me cortarían en pedazos. Yo me burlé de él diciendo que me llevaría diez
segundos entrar en la cámara. No me creyó; nadie cree mis amenazas hasta que las
cumplo.
Con el dinero que saqué de ese robo, me compré en el mercado negro un buen par de
botas y una bomba electromagnética (un aparato que desactiva todas las armas de las
inmediaciones; me vino muy bien cuando ataqué la base aérea). Tess se hizo con un
vestuario nuevo: camisas, zapatos, pantalones... Además, conseguimos vendas, alcohol
y hasta un frasco de aspirinas, y compramos un montón de provisiones. Lo demás se lo
di a mi familia y a otras personas del sector Lake.
Después de coquetear unos minutos más, me despido de la camarera y me marcho. El
sol todavía no se ha puesto, y noto cómo las gotas de sudor me resbalan por la cara. Ya
sé lo suficiente. El gobierno debe de haber encontrado alguna pista en el hospital y me
quiere tender una trampa.
A medianoche, enviarán a alguien al sitio de los diez segundos y apostarán un montón
de soldados en el callejón de atrás. Deben de creer que estoy desesperado. Es muy posible que lleven alguna vacuna de verdad para asegurarse de que muerdo el cebo.
Aprieto fuerte los labios y cambio de dirección. Me dirijo al distrito financiero.
Tengo una cita.
Aunque está cayendo la tarde, hace muchísimo calor. Voy cojeando entre la
muchedumbre por las calles que bordean los sectores Alta y Winter, cerca del lago.
Todavía me molestan las heridas. Llevo puestos los pantalones del ejército que me dio
el hombre que nos acogió en su casa y una camisa de cuello estrecho que Tess
encontró en un contenedor de basura. Llevo la gorra calada, y he añadido a mi disfraz
un parche en el ojo izquierdo (nada raro entre la marea de trabajadores mutilados de
las fábricas). Hoy voy solo: Tess se ha guarecido en la cornisa de la segunda planta de
un edificio que hay unas calles más abajo. No hay motivo para que los dos nos
pongamos en peligro.
Me rodean ruidos familiares. Los vendedores ambulantes ofrecen sus productos a la
gente: huevos cocidos de ganso, tortas fritas y perritos calientes. Los tenderos se
quedan en la puerta de sus comercios y sus bares e intentan atraer a la clientela. Pasa
traqueteando un coche muy antiguo, destartalado. Los trabajadores del segundo turno
regresan lentamente a casa. Algunas chicas me observan y se ruborizan cuando les
devuelvo la mirada. Varios botes avanzan por el lago con cuidado de evitar las hélices
descomunales que se distribuyen a lo largo de toda la orilla. Las sirenas que suenan
para advertir de las inundaciones permanecen en silencio.
Algunas áreas están cortadas. Me aparto de ellas; los soldados las han marcado como
zonas en cuarentena. Los altavoces de los tejados crujen y borbotean, y a cada rato, las
pantallas gigantes dejan de emitir anuncios o reportajes sobre los atentados de los
Patriotas y muestran un vídeo de nuestra bandera. Todo el mundo se queda inmóvil en
cuanto aparece el juramento.
«Juro lealtad a la bandera de la gran República de América, a nuestro Elector Primo, a
nuestros gloriosos estados y a la unidad contra las Colonias, para obtener nuestra
inminente victoria».
Cuando se ilumina el nombre del Elector Primo, la gente saluda en dirección a la capital.
Coreo las palabras en voz baja, pero guardo silencio en cuanto veo que los policías
apartan la mirada. Me pregunto cómo sería el juramento antes de que entrásemos en
guerra con las Colonias.
Al acabar la ceremonia, la vida se reanuda. Me dirijo a un bar decorado al estilo chino.
Está lleno de pintadas. El encargado me dirige una amplia sonrisa en la que faltan varios
dientes y me invita a entrar.
—Hoy tenemos auténtica cerveza Tsingtao —murmura—. Sobró de una remesa
importada que enviaron directamente a nuestro glorioso Elector. Se ofrece hasta las
seis en punto.
Mueve los ojos con nerviosismo mientras habla. Lo miro con fijeza: ¿cerveza Tsingtao?
Ya, seguro. Mi padre se hubiera partido de risa. La República no ha firmado el acuerdo
de comercio con China (o, como les gusta decir, no han «conquistado China y asumido
el control de su industria») para dedicarse a mandar importaciones de lujo a los barrios
bajos. Es mucho más probable que este tipo se haya retrasado en el pago de los
impuestos bimestrales; no se me ocurre otro motivo para arriesgarse a ponerles
etiquetas falsas de Tsingtao a las botellas de fabricación nacional. A pesar de ello, le
doy las gracias y entro en el establecimiento. Es un sitio tan bueno como cualquier otro
para obtener información.
El bar está muy oscuro y huele a humo de pipa, a carne frita y al gas de las lámparas. Me
abro camino entre el desorden de mesas y sillas, aprovechando para despistar algo de
comida de unos platos que no vigila nadie y guardarla debajo de mi camisa, hasta que
llego a la barra. Detrás de mí hay un corro de gente que presencia una pelea de skiz.
Supongo que en este bar se permiten las apuestas ilegales; deben de destinar parte de
las ganancias a sobornar a la policía ciudadana.
La chica de la barra no se molesta en comprobar si tengo edad suficiente para beber. Ni
siquiera me mira.
—¿Qué vas a tomar?
—Solo un vaso de agua, por favor —respondo.
Detrás de mí, la gente rompe en aplausos cuando uno de los luchadores cae al suelo.
La camarera me mira con escepticismo y sus ojos se posan en mi parche.
—¿Qué te ha pasado en el ojo, chico?
—Un accidente en las terrazas. Me dedico a cuidar vacas.
Pone cara de asco, pero parece interesada en hablar conmigo.
—Qué lástima. ¿Seguro que no quieres una cerveza? Eso tiene que doler.
Niego con la cabeza.
—Gracias, hermana, pero no bebo. Prefiero estar alerta.
Me sonríe; aunque el local no está bien iluminado, se ve que es guapa. Lleva los ojos
maquillados de verde brillante y el pelo negro, cortado a lo paje. Por el cuello le
serpentea un tatuaje de una planta trepadora que se mete bajo su camisa ajustada.
Lleva unas gafas de soldador sucias prendidas en el escote, seguramente para
protegerse los ojos en las peleas. Una pena. Si no estuviera buscando información,
podría tomarme mi tiempo con esta chica, hablar con ella y seguramente conseguir un
beso o algo más.
—Eres de Lake, ¿no? —pregunta—. ¿Vas a la caza de chicas para romperles el corazón,
o vienes buscando gresca? —señala hacia el combate que tiene lugar a mi espalda.
—Eso te lo dejo a ti —sonrío.
—¿Qué te hace pensar que yo lucho?
Señalo las cicatrices que tiene en los brazos y las magulladuras de sus manos, y ella me
dedica una sonrisa leve. Me encojo de hombros.
—Acabaría muerto si me dedicara a pelear. No, solo vengo a refugiarme del sol. A
disfrutar de tu compañía, ¿sabes? Siempre que no tengas la peste, claro.
Es una broma más que gastada, pero ella se ríe antes de inclinarse sobre el mostrador.
—Vivo en el borde del sector. De momento es bastante seguro.
—Tienes suerte —me acerco más a ella y adopto un tono grave—. Hace poco le han
marcado la puerta a una familia que conozco.
—Vaya.
—Quería preguntarte una cosa... Es simple curiosidad. ¿Has oído hablar de un tipo que
dice que tiene algunas vacunas contra la peste? Estuvo por aquí hace poco.
Levanta una ceja.
—Sí, sí. Hay mucha gente detrás de él.
—¿Qué va diciendo por ahí? ¿Lo sabes?
Duda un instante y observo que tiene la nariz salpicada de pecas.
—Dice que dispone de una vacuna, pero que solo se la dará a una persona. No da
nombres; se supone que esa persona sabrá que se refiere a ella.
Intento adoptar una expresión divertida.
—Pues qué suerte tiene, ¿no?
—No es broma —sonríe—. Va diciendo por ahí que hoy a medianoche estará en el sitio
de los diez segundos, y que la persona a la que busca sabrá dónde es.
—¿El sitio de los diez segundos?
La camarera se encoge de hombros.
—No tengo ni idea de lo que significa. Nadie lo sabe, la verdad. —Se inclina un poco
más sobre el mostrador y baja la voz—. ¿Sabes lo que pienso? Que ese tipo está como
una cabra.
Me río con ella, pero no dejo de darle vueltas. No cabe duda de que me está buscando a
mí. Hará cosa de un año robé en el banco Arcadia, y uno de los guardas de seguridad
me atacó. Cuando lo tuve atado, me escupió y me dijo que los láseres de la cámara
acorazada me cortarían en pedazos. Yo me burlé de él diciendo que me llevaría diez
segundos entrar en la cámara. No me creyó; nadie cree mis amenazas hasta que las
cumplo.
Con el dinero que saqué de ese robo, me compré en el mercado negro un buen par de
botas y una bomba electromagnética (un aparato que desactiva todas las armas de las
inmediaciones; me vino muy bien cuando ataqué la base aérea). Tess se hizo con un
vestuario nuevo: camisas, zapatos, pantalones... Además, conseguimos vendas, alcohol
y hasta un frasco de aspirinas, y compramos un montón de provisiones. Lo demás se lo
di a mi familia y a otras personas del sector Lake.
Después de coquetear unos minutos más, me despido de la camarera y me marcho. El
sol todavía no se ha puesto, y noto cómo las gotas de sudor me resbalan por la cara. Ya
sé lo suficiente. El gobierno debe de haber encontrado alguna pista en el hospital y me
quiere tender una trampa.
A medianoche, enviarán a alguien al sitio de los diez segundos y apostarán un montón
de soldados en el callejón de atrás. Deben de creer que estoy desesperado. Es muy posible que lleven alguna vacuna de verdad para asegurarse de que muerdo el cebo.
Aprieto fuerte los labios y cambio de dirección. Me dirijo al distrito financiero.
Tengo una cita.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
23:29
Sector Batalla
Temperatura interior: 22°C
Las luces de la intendencia de Batalla son frías, fluorescentes. Me cambio en el baño de
la planta de Observación y Análisis. Llevo un chaleco oscuro a rayas sobre una camisa
negra de manga larga, pantalones negros metidos dentro de las botas y una capa del
mismo color que me cubre por completo. En la parte posterior tiene una franja blanca
que desciende en vertical hasta el suelo. Mi cara está oculta por una máscara negra y
unas gafas de infrarrojos. El resto de mi equipamiento se reduce a un micrófono
diminuto y un auricular todavía más pequeño. Y un arma. Por si acaso.
Debo ofrecer un aspecto asexuado, imposible de identificar. Tengo que parecer un
traficante del mercado negro, alguien lo bastante rico como para permitirse el lujo de
adquirir vacunas contra la peste.
Si Metias me viera, menearía la cabeza como un suspiro. «No puedes ir sola a una
misión clasificada, June», diría. «Puede que acabes herida». Qué irónico.
Ajusto con una lazada el broche que cierra la capa (es de una aleación de acero y
bronce, seguramente importado del oeste de Texas) y empiezo a bajar por las escaleras
que conducen fuera de la intendencia. Me dirijo al banco Arcadia, donde se supone que
he de encontrarme con Day.
Mi hermano murió hace ciento veinte horas y me da la sensación de que fue hace
milenios. Hace setenta horas conseguí autorización para rastrear en Internet y obtuve
toda la información que pude sobre Day.
Hace cuarenta horas, le presenté a la comandante Jameson un plan de busca y captura.
Hace treinta y dos horas lo aprobó, aunque no creo que se haya molestado siquiera en
revisar los detalles.
Hace treinta horas, envié exploradores a los sectores afectados por la peste: Winter,
Blueridge y Alta. Todos propagaron el mismo rumor: alguien tiene vacunas para ti, ven
al lugar de los diez segundos. Hace veintinueve horas asistí al funeral de mi hermano.
No planeo capturar hoy a Day. Ni siquiera creo que pueda verlo. Sabrá perfectamente
cuál es el sitio de los diez segundos, y supondrá que soy una agente enviada por el
gobierno o por los traficantes del mercado negro que pasan información al gobierno.
No se dejará ver. Incluso la comandante Jameson, que me está poniendo a prueba por
primera vez, sabe que no le veré el pelo.
Y sin embargo, no pierdo la esperanza de que acuda. Necesita con desesperación las
vacunas contra la peste. Lo único que espero es que se delate y me permita hallar una
pista, un punto de partida, una dirección, algún dato personal.
Tengo mucho cuidado de no pasar por debajo de las farolas. Habría ido por las azoteas
si no me dirigiera al sector financiero, donde hay guardas en todos los tejados. A mi
alrededor, las pantallas gigantes muestran anuncios coloridos y los altavoces
distorsionan los eslóganes publicitarios. Una de las pantallas muestra el perfil
actualizado de Day: esta vez es un chico con el pelo largo y negro. Cerca de las pantallas
parpadean las luces del alumbrado público, y por debajo avanza una multitud de
trabajadores del turno de noche, policías y comerciantes. De vez en cuando aparece un
tanque que se desplaza rodeado de un pelotón de soldados (llevan franjas azules en las
mangas: son efectivos que regresan del frente de batalla o que marchan hacia él.
Mantienen las armas sujetas con las dos manos). Todos me recuerdan a Metias, y tengo
que obligarme a respirar más rápido y alargar mis zancadas para no perder la
concentración. Cruzo Batalla por el camino más largo, siguiendo carreteras secundarias
y dejando atrás edificios abandonados, y no me detengo hasta alejarme lo suficiente de
la zona militar.
La policía ciudadana no sabe que estoy de misión. Si me vieran vestida así y equipada
con unas gafas de infrarrojos, me detendrían para interrogarme.
El banco Arcadia está en una calle tranquila. Me dirijo a la parte trasera y me detengo
en un estacionamiento que hay al fondo de un callejón. Espero entre las sombras. Mis
gafas filtran los colores. Miro a mi alrededor y veo las hileras de altavoces de los
tejados, un gato callejero que menea la cola sobre un contenedor de basura, un
quiosco abandonado lleno de boletines de propaganda antiguos contra las Colonias.
El reloj de mi visor me informa de que son las 23:53. Ocupo el tiempo en repasar el
historial de Day. Antes de robar en este banco, ya había aparecido tres veces en
nuestro registro. Son los únicos delitos en los que hemos encontrado huellas digitales,
y no hay forma de adivinar cuántos más habrá cometido. Vuelvo a examinar el callejón
trasero del banco.
¿Cómo pudo hacerse con el botín en diez segundos, habiendo cuatro guardas armados
en la puerta de atrás? (El callejón es estrecho. Puede que encontrara suficientes
agarraderos en la pared para saltar hasta el segundo o tercer piso mientras los guardas
le disparaban. Tal vez consiguiera que se dispararan unos a otros. A lo mejor rompió
una ventana; eso le llevaría solo unos segundos. En cuanto a lo que hizo una vez
dentro, no tengo la menor idea).
Ya sé lo ágil que es Day: el hecho de que haya sobrevivido a una caída de dos pisos y
medio lo demuestra. Pero esta noche no va a tener oportunidad de demostrarlo. Por
bien que trepe, es imposible saltar de un edificio y seguir andando con normalidad
después. Day no podrá corretear por la pared ni por las escaleras al menos hasta dentro
de una semana.
De pronto me tenso. Son las 00:02. Se oye el eco de un chasquido lejano y el gato que
estaba sobre el contenedor echa a correr. Podría ser un mechero, el gatillo de una
pistola, los altavoces o una farola estropeada: podría ser cualquier cosa. Estudio los
tejados con atención. Nada.
Pero se me ha erizado el pelo de la nuca. Sé que está aquí. Sé que me está mirando.
—Sal —digo. El pequeño micrófono que llevo en la boca hace que mi voz suene como
la de un hombre.
Silencio. Ni siquiera se mueven los papeles del quiosco. Esta noche no hay viento.
Me llevo la mano al cinturón y saco una ampolla de su funda. Con la otra mano empuño
mi pistola.
—Tengo lo que necesitas —agito la vacuna para subrayar mis palabras.
Sigo sin ver nada extraño, pero me parece oír un suspiro muy leve. Una respiración.
Dirijo la mirada hacia la hilera de altavoces de los tejados (de ahí vino el chasquido de
antes: ha cableado los altavoces para hablar conmigo sin desvelar su ubicación). Sonrío
tras la máscara: es lo mismo que habría hecho yo.
—Sé que necesitas esto —vuelvo a agitar la ampolla y doy vueltas en la mano mientras
la mantengo en alto—. Tiene todos los precintos oficiales y el sello de aprobación. Te
aseguro que es auténtica.
Otra respiración.
—Alguien que te importa mucho desearía que salieras a verme —compruebo la hora
en mis gafas—. Son las doce y cinco. Te doy dos minutos. Luego me voy.
El callejón se queda otra vez en silencio, pero oigo de vez en cuando el sonido débil de
su respiración a través de los altavoces. Compruebo alternativamente la hora y los
tejados. Es listo; no hay manera de saber desde dónde transmite. Podría estar en esta
misma calle, unas manzanas más lejos, en un edificio alto… Pero sé que está lo
bastante cerca como para verme.
El reloj de mi visor muestra las 00:07. Me doy la vuelta, guardo la ampolla en el cinturón
y empiezo a caminar.
—¿Qué quieres a cambio de la vacuna, hermano?
La voz es apenas un susurro, y suena tan distorsionada y rota por los altavoces que me
cuesta entenderle. Los detalles se acumulan en mi mente. Es varón. Su acento es
bastante neutro (no viene de Oregón, de Nevada, de Nuevo México, del oeste de Texas
ni de ningún otro estado de la República; tiene que ser de aquí, del sur de California). Se
ha dirigido a mí llamándome «hermano», algo típico del sector Lake. Se mantiene lejos
de los altavoces para que no distinga su voz con claridad. Debe de estar en algún lugar
cercano desde el que domina el panorama, un edificio elevado.
Detrás de todos esos detalles, un destello se apodera de mi mente: es odio, un
profundo odio que va en aumento. Esa es la voz del asesino de mi hermano. Puede que
fuera la última que oyera antes de morir. Espero dos segundos antes de volver a hablar.
Cuando lo hago, mi voz es suave y tranquila, sin rastro de ira.
—¿Qué quiero? —digo—. Depende. ¿Tienes dinero?
—Mil doscientos billetes.
(Billetes. No oro de la República. Roba a la clase alta, pero no tiene capacidad para
expoliar a los ricos de verdad. Debe de trabajar solo).
Me echo a reír.
—Con mil doscientos billetes no puedes comprar esta ampolla. ¿Qué más tienes?
¿Objetos de valor? ¿Joyas?
Silencio.
—Tal vez puedas prestarme algún servicio… Estoy seguro de ello.
—No trabajo para el gobierno.
Su punto débil. Por supuesto.
—No pretendía ofenderte; era una pregunta, sin más. ¿Y cómo sabes que no trabajo
para otro? ¿No estás sobrevalorando al gobierno?
Se queda en silencio.
—El nudo de tu capa —dice al fin—. No sé lo que es, pero desde luego no es civil.
Eso me sorprende un poco. La capa está atada con un nudo Canto, un tipo de lazada
fuerte que se usa en el ejército. Al parecer, Day conoce al dedillo los uniformes
oficiales, o bien tiene una intuición impresionante. Me esfuerzo por disimular mi
desconcierto.
—Me alegro de encontrarme con otra persona que sabe lo que es un nudo Canto. Pero
yo viajo mucho, amigo mío. Conozco a mucha gente, personas con las que no siempre
estoy aliado.
Silencio.
Espero, intentando oír el sonido de su respiración a través de los altavoces. Nada. Ni
siquiera un chasquido. No he sido lo bastante rápida, y esa breve vacilación en mi voz
ha hecho que desconfíe. Me ajusto la capa y me doy cuenta de que estoy sudando a
pesar de que es de noche. El corazón me brinca en el pecho.
Otra voz suena en mi cabeza, pero esta viene del auricular.
—¿Estás ahí, Iparis?
Es la comandante Jameson. Se oye de fondo el zumbido de la gente que hay en su
oficina.
—Se ha ido —susurro—. Pero me ha dado alguna pista.
—Has cometido el error de desvelar para quién trabajas, ¿no? Bueno, es tu primera vez.
Al menos tenemos las grabaciones. Nos vemos en la intendencia.
Su reprimenda me duele un poco. Antes de que pueda responderle, se corta la
comunicación.
Espero un minuto más para asegurarme de que Day se ha ido. Doy media vuelta y
empiezo a bajar por la calle. Me gustaría decirle a la comandante Jameson cuál es la
solución más simple: recorrer una a una todas las viviendas que tengan la puerta
marcada en el sector Lake. Así Day tendría que salir de su escondite.
Pero me parece escuchar la réplica de la comandante: «De ninguna forma, Iparis. Es
demasiado caro, y el cuartel general no lo aprobará. Tienes que idear otro sistema». Me
giro una vez, casi esperando ver una figura vestida de negro a mi espalda. Pero el
callejón está vacío.
Si no me permiten forzar a Day a salir, solo me queda una opción: ir a por él.
23:29
Sector Batalla
Temperatura interior: 22°C
Las luces de la intendencia de Batalla son frías, fluorescentes. Me cambio en el baño de
la planta de Observación y Análisis. Llevo un chaleco oscuro a rayas sobre una camisa
negra de manga larga, pantalones negros metidos dentro de las botas y una capa del
mismo color que me cubre por completo. En la parte posterior tiene una franja blanca
que desciende en vertical hasta el suelo. Mi cara está oculta por una máscara negra y
unas gafas de infrarrojos. El resto de mi equipamiento se reduce a un micrófono
diminuto y un auricular todavía más pequeño. Y un arma. Por si acaso.
Debo ofrecer un aspecto asexuado, imposible de identificar. Tengo que parecer un
traficante del mercado negro, alguien lo bastante rico como para permitirse el lujo de
adquirir vacunas contra la peste.
Si Metias me viera, menearía la cabeza como un suspiro. «No puedes ir sola a una
misión clasificada, June», diría. «Puede que acabes herida». Qué irónico.
Ajusto con una lazada el broche que cierra la capa (es de una aleación de acero y
bronce, seguramente importado del oeste de Texas) y empiezo a bajar por las escaleras
que conducen fuera de la intendencia. Me dirijo al banco Arcadia, donde se supone que
he de encontrarme con Day.
Mi hermano murió hace ciento veinte horas y me da la sensación de que fue hace
milenios. Hace setenta horas conseguí autorización para rastrear en Internet y obtuve
toda la información que pude sobre Day.
Hace cuarenta horas, le presenté a la comandante Jameson un plan de busca y captura.
Hace treinta y dos horas lo aprobó, aunque no creo que se haya molestado siquiera en
revisar los detalles.
Hace treinta horas, envié exploradores a los sectores afectados por la peste: Winter,
Blueridge y Alta. Todos propagaron el mismo rumor: alguien tiene vacunas para ti, ven
al lugar de los diez segundos. Hace veintinueve horas asistí al funeral de mi hermano.
No planeo capturar hoy a Day. Ni siquiera creo que pueda verlo. Sabrá perfectamente
cuál es el sitio de los diez segundos, y supondrá que soy una agente enviada por el
gobierno o por los traficantes del mercado negro que pasan información al gobierno.
No se dejará ver. Incluso la comandante Jameson, que me está poniendo a prueba por
primera vez, sabe que no le veré el pelo.
Y sin embargo, no pierdo la esperanza de que acuda. Necesita con desesperación las
vacunas contra la peste. Lo único que espero es que se delate y me permita hallar una
pista, un punto de partida, una dirección, algún dato personal.
Tengo mucho cuidado de no pasar por debajo de las farolas. Habría ido por las azoteas
si no me dirigiera al sector financiero, donde hay guardas en todos los tejados. A mi
alrededor, las pantallas gigantes muestran anuncios coloridos y los altavoces
distorsionan los eslóganes publicitarios. Una de las pantallas muestra el perfil
actualizado de Day: esta vez es un chico con el pelo largo y negro. Cerca de las pantallas
parpadean las luces del alumbrado público, y por debajo avanza una multitud de
trabajadores del turno de noche, policías y comerciantes. De vez en cuando aparece un
tanque que se desplaza rodeado de un pelotón de soldados (llevan franjas azules en las
mangas: son efectivos que regresan del frente de batalla o que marchan hacia él.
Mantienen las armas sujetas con las dos manos). Todos me recuerdan a Metias, y tengo
que obligarme a respirar más rápido y alargar mis zancadas para no perder la
concentración. Cruzo Batalla por el camino más largo, siguiendo carreteras secundarias
y dejando atrás edificios abandonados, y no me detengo hasta alejarme lo suficiente de
la zona militar.
La policía ciudadana no sabe que estoy de misión. Si me vieran vestida así y equipada
con unas gafas de infrarrojos, me detendrían para interrogarme.
El banco Arcadia está en una calle tranquila. Me dirijo a la parte trasera y me detengo
en un estacionamiento que hay al fondo de un callejón. Espero entre las sombras. Mis
gafas filtran los colores. Miro a mi alrededor y veo las hileras de altavoces de los
tejados, un gato callejero que menea la cola sobre un contenedor de basura, un
quiosco abandonado lleno de boletines de propaganda antiguos contra las Colonias.
El reloj de mi visor me informa de que son las 23:53. Ocupo el tiempo en repasar el
historial de Day. Antes de robar en este banco, ya había aparecido tres veces en
nuestro registro. Son los únicos delitos en los que hemos encontrado huellas digitales,
y no hay forma de adivinar cuántos más habrá cometido. Vuelvo a examinar el callejón
trasero del banco.
¿Cómo pudo hacerse con el botín en diez segundos, habiendo cuatro guardas armados
en la puerta de atrás? (El callejón es estrecho. Puede que encontrara suficientes
agarraderos en la pared para saltar hasta el segundo o tercer piso mientras los guardas
le disparaban. Tal vez consiguiera que se dispararan unos a otros. A lo mejor rompió
una ventana; eso le llevaría solo unos segundos. En cuanto a lo que hizo una vez
dentro, no tengo la menor idea).
Ya sé lo ágil que es Day: el hecho de que haya sobrevivido a una caída de dos pisos y
medio lo demuestra. Pero esta noche no va a tener oportunidad de demostrarlo. Por
bien que trepe, es imposible saltar de un edificio y seguir andando con normalidad
después. Day no podrá corretear por la pared ni por las escaleras al menos hasta dentro
de una semana.
De pronto me tenso. Son las 00:02. Se oye el eco de un chasquido lejano y el gato que
estaba sobre el contenedor echa a correr. Podría ser un mechero, el gatillo de una
pistola, los altavoces o una farola estropeada: podría ser cualquier cosa. Estudio los
tejados con atención. Nada.
Pero se me ha erizado el pelo de la nuca. Sé que está aquí. Sé que me está mirando.
—Sal —digo. El pequeño micrófono que llevo en la boca hace que mi voz suene como
la de un hombre.
Silencio. Ni siquiera se mueven los papeles del quiosco. Esta noche no hay viento.
Me llevo la mano al cinturón y saco una ampolla de su funda. Con la otra mano empuño
mi pistola.
—Tengo lo que necesitas —agito la vacuna para subrayar mis palabras.
Sigo sin ver nada extraño, pero me parece oír un suspiro muy leve. Una respiración.
Dirijo la mirada hacia la hilera de altavoces de los tejados (de ahí vino el chasquido de
antes: ha cableado los altavoces para hablar conmigo sin desvelar su ubicación). Sonrío
tras la máscara: es lo mismo que habría hecho yo.
—Sé que necesitas esto —vuelvo a agitar la ampolla y doy vueltas en la mano mientras
la mantengo en alto—. Tiene todos los precintos oficiales y el sello de aprobación. Te
aseguro que es auténtica.
Otra respiración.
—Alguien que te importa mucho desearía que salieras a verme —compruebo la hora
en mis gafas—. Son las doce y cinco. Te doy dos minutos. Luego me voy.
El callejón se queda otra vez en silencio, pero oigo de vez en cuando el sonido débil de
su respiración a través de los altavoces. Compruebo alternativamente la hora y los
tejados. Es listo; no hay manera de saber desde dónde transmite. Podría estar en esta
misma calle, unas manzanas más lejos, en un edificio alto… Pero sé que está lo
bastante cerca como para verme.
El reloj de mi visor muestra las 00:07. Me doy la vuelta, guardo la ampolla en el cinturón
y empiezo a caminar.
—¿Qué quieres a cambio de la vacuna, hermano?
La voz es apenas un susurro, y suena tan distorsionada y rota por los altavoces que me
cuesta entenderle. Los detalles se acumulan en mi mente. Es varón. Su acento es
bastante neutro (no viene de Oregón, de Nevada, de Nuevo México, del oeste de Texas
ni de ningún otro estado de la República; tiene que ser de aquí, del sur de California). Se
ha dirigido a mí llamándome «hermano», algo típico del sector Lake. Se mantiene lejos
de los altavoces para que no distinga su voz con claridad. Debe de estar en algún lugar
cercano desde el que domina el panorama, un edificio elevado.
Detrás de todos esos detalles, un destello se apodera de mi mente: es odio, un
profundo odio que va en aumento. Esa es la voz del asesino de mi hermano. Puede que
fuera la última que oyera antes de morir. Espero dos segundos antes de volver a hablar.
Cuando lo hago, mi voz es suave y tranquila, sin rastro de ira.
—¿Qué quiero? —digo—. Depende. ¿Tienes dinero?
—Mil doscientos billetes.
(Billetes. No oro de la República. Roba a la clase alta, pero no tiene capacidad para
expoliar a los ricos de verdad. Debe de trabajar solo).
Me echo a reír.
—Con mil doscientos billetes no puedes comprar esta ampolla. ¿Qué más tienes?
¿Objetos de valor? ¿Joyas?
Silencio.
—Tal vez puedas prestarme algún servicio… Estoy seguro de ello.
—No trabajo para el gobierno.
Su punto débil. Por supuesto.
—No pretendía ofenderte; era una pregunta, sin más. ¿Y cómo sabes que no trabajo
para otro? ¿No estás sobrevalorando al gobierno?
Se queda en silencio.
—El nudo de tu capa —dice al fin—. No sé lo que es, pero desde luego no es civil.
Eso me sorprende un poco. La capa está atada con un nudo Canto, un tipo de lazada
fuerte que se usa en el ejército. Al parecer, Day conoce al dedillo los uniformes
oficiales, o bien tiene una intuición impresionante. Me esfuerzo por disimular mi
desconcierto.
—Me alegro de encontrarme con otra persona que sabe lo que es un nudo Canto. Pero
yo viajo mucho, amigo mío. Conozco a mucha gente, personas con las que no siempre
estoy aliado.
Silencio.
Espero, intentando oír el sonido de su respiración a través de los altavoces. Nada. Ni
siquiera un chasquido. No he sido lo bastante rápida, y esa breve vacilación en mi voz
ha hecho que desconfíe. Me ajusto la capa y me doy cuenta de que estoy sudando a
pesar de que es de noche. El corazón me brinca en el pecho.
Otra voz suena en mi cabeza, pero esta viene del auricular.
—¿Estás ahí, Iparis?
Es la comandante Jameson. Se oye de fondo el zumbido de la gente que hay en su
oficina.
—Se ha ido —susurro—. Pero me ha dado alguna pista.
—Has cometido el error de desvelar para quién trabajas, ¿no? Bueno, es tu primera vez.
Al menos tenemos las grabaciones. Nos vemos en la intendencia.
Su reprimenda me duele un poco. Antes de que pueda responderle, se corta la
comunicación.
Espero un minuto más para asegurarme de que Day se ha ido. Doy media vuelta y
empiezo a bajar por la calle. Me gustaría decirle a la comandante Jameson cuál es la
solución más simple: recorrer una a una todas las viviendas que tengan la puerta
marcada en el sector Lake. Así Day tendría que salir de su escondite.
Pero me parece escuchar la réplica de la comandante: «De ninguna forma, Iparis. Es
demasiado caro, y el cuartel general no lo aprobará. Tienes que idear otro sistema». Me
giro una vez, casi esperando ver una figura vestida de negro a mi espalda. Pero el
callejón está vacío.
Si no me permiten forzar a Day a salir, solo me queda una opción: ir a por él.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
había dejado de recibir notificaciones, , en nada me pongo al día y comento
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
ya me puse al corriente, perdon por el atraso pero tuve unos dias complicados.
Al igual que las demás creo que lo de Metias fue para involucrar mas a June o por algún otro motivo, porque day solo lo habia herido, y como va a herir a un soldado mayo? Algo raro esta pasando. O como Hamlet diria hay algo podrido en Dinamarca. Me gusta como se van involucrando pero hay mucho mas de lo que se ve
Al igual que las demás creo que lo de Metias fue para involucrar mas a June o por algún otro motivo, porque day solo lo habia herido, y como va a herir a un soldado mayo? Algo raro esta pasando. O como Hamlet diria hay algo podrido en Dinamarca. Me gusta como se van involucrando pero hay mucho mas de lo que se ve
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Pensé que la persona que ofrecía las vacunas era alguien más pero era June obviamente Day iba a averiguar que onda, entonces a la persona que mató a Metias le cayó como anillo al dedo que Day se metiera en el hospital, el chivo expiatorio perfecto, esta clase de historia me gustan, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
al fin al dia.
Cap 4: Al parecer Day la sacó barata después de todo, con caída, magullada y costilla rota incluida pudo haberle ido peor, pero quien es el sujeto que los ayuda y porq?? Además me ha entrado curiosidad como conoció a Tess, porq ella no realizó la prueba y que la llevó a emprender esta loca rebelion con Day. Lo de la vacuna definitivamente tiene cara de trampa, lo q me lleva a pensar q Day pasa de osado a realmente suicida si se quiere exponer así.
Cap 5: Bueno eso del funeral de blanco esta bien curioso, entiendo la referencia a aquello de las cenizas, pero por como describe todo pareciera que va a una boda y no a un funeral. Thomas me suena demasiado amable, demasiado condescendiente con June, no se si por lo q dijeron las otras chicas, pero empieza a parecerme sospechoso. Lo de Chian no sé, se nota q como persona no es muy agradable y es raro que Metias hubiera solicitado el cambio tan pronto; creo q la cicatriz pudo hacérsela Day cuando evito que le mataran.
cap 6: Bueno, en definitiva lo de la vacuna es una trampa, pero entre todo me sorprende que un chico tan joven como Day haya logrado las hazañas que narra contra soldados adultos bien entrenados y guardas capacitados e incluso hasta armados prácticamente usando herramientas rudimentarias. Creo q lo de la Prueba de Day tiene más trasfondo, creo q realmente obtuvo un puntaje superior, incluso igual al de June, solo que vieron que psicológicamente no podrían meterlo en el molde de la República.
Cap 7: bueno, ofrecer la vacuna era el plan de June, pero no pensé que llegaría a ejecutarlo personalmente como centro del operativo disfrazada de traficante, pensé que tal vez lo supervisaría desde el exterior, aunq como es aun un agente a pruebas tal vez no tuvo opción. La forma en que actuó Day, como alteró los altavoces y todo e incluso la forma en la que June razona y analiza todo me hace reforzar mi idea de q tal vez no son tan diferentes intelectualmente, así el hecho que hayan obtenido resultados tan opuestos en la Prueba se refiere sin duda a algo más.
gracias por los capis y perdón por el manifiesto.
Cap 4: Al parecer Day la sacó barata después de todo, con caída, magullada y costilla rota incluida pudo haberle ido peor, pero quien es el sujeto que los ayuda y porq?? Además me ha entrado curiosidad como conoció a Tess, porq ella no realizó la prueba y que la llevó a emprender esta loca rebelion con Day. Lo de la vacuna definitivamente tiene cara de trampa, lo q me lleva a pensar q Day pasa de osado a realmente suicida si se quiere exponer así.
Cap 5: Bueno eso del funeral de blanco esta bien curioso, entiendo la referencia a aquello de las cenizas, pero por como describe todo pareciera que va a una boda y no a un funeral. Thomas me suena demasiado amable, demasiado condescendiente con June, no se si por lo q dijeron las otras chicas, pero empieza a parecerme sospechoso. Lo de Chian no sé, se nota q como persona no es muy agradable y es raro que Metias hubiera solicitado el cambio tan pronto; creo q la cicatriz pudo hacérsela Day cuando evito que le mataran.
cap 6: Bueno, en definitiva lo de la vacuna es una trampa, pero entre todo me sorprende que un chico tan joven como Day haya logrado las hazañas que narra contra soldados adultos bien entrenados y guardas capacitados e incluso hasta armados prácticamente usando herramientas rudimentarias. Creo q lo de la Prueba de Day tiene más trasfondo, creo q realmente obtuvo un puntaje superior, incluso igual al de June, solo que vieron que psicológicamente no podrían meterlo en el molde de la República.
Cap 7: bueno, ofrecer la vacuna era el plan de June, pero no pensé que llegaría a ejecutarlo personalmente como centro del operativo disfrazada de traficante, pensé que tal vez lo supervisaría desde el exterior, aunq como es aun un agente a pruebas tal vez no tuvo opción. La forma en que actuó Day, como alteró los altavoces y todo e incluso la forma en la que June razona y analiza todo me hace reforzar mi idea de q tal vez no son tan diferentes intelectualmente, así el hecho que hayan obtenido resultados tan opuestos en la Prueba se refiere sin duda a algo más.
gracias por los capis y perdón por el manifiesto.
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Capitulo Day (Capitulo 4)
Cada vez es aun mas intrigante todo lo que los rodea. Puede que se June quien ya lo anda buscando.
Que triste todo lo que le pasa a la Familia de Day, pero aun así que despreocupada de cierta forma para pedir que les lleva mas ropa.
Capitulo June (Capitulo 5)
Creo que Metias escondió muchas cosas a June de su realidad, que no todo es tan ideal como cree que realmente es, que hay mucho de todos que debe ir descubriendo en especial de su hermano y amigo.
Chian es un personaje un poco engreído pero puede que sea relevante.
Capitulo Day (Capitulo 6)
Puede ser Chian quien anda detrás de Day y que sea el guardia del banco... esto cada vez es mas enredado.
Capitulo June. (Capitulo 7)
La capacidad que tienen ambos para resolver dificultades es impresionante, por algo son tan inteligente.
La comandante Jameson para mi gusta solo se aprovechare de las circunstancia.
Cada vez es aun mas intrigante todo lo que los rodea. Puede que se June quien ya lo anda buscando.
Que triste todo lo que le pasa a la Familia de Day, pero aun así que despreocupada de cierta forma para pedir que les lleva mas ropa.
Capitulo June (Capitulo 5)
Creo que Metias escondió muchas cosas a June de su realidad, que no todo es tan ideal como cree que realmente es, que hay mucho de todos que debe ir descubriendo en especial de su hermano y amigo.
Chian es un personaje un poco engreído pero puede que sea relevante.
Capitulo Day (Capitulo 6)
Puede ser Chian quien anda detrás de Day y que sea el guardia del banco... esto cada vez es mas enredado.
Capitulo June. (Capitulo 7)
La capacidad que tienen ambos para resolver dificultades es impresionante, por algo son tan inteligente.
La comandante Jameson para mi gusta solo se aprovechare de las circunstancia.
berny_girl- Mensajes : 2842
Fecha de inscripción : 10/06/2014
Edad : 36
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
—¿Qué tal si comes algo?
La voz de Tess me devuelve a la realidad. Aparto la vista del lago y veo que sostiene una
rebanada de pan y un trozo de queso. Me invita con un gesto a que los agarre. Debería
tener hambre: no he comido más que media manzana desde que hablé con ese extraño
agente del gobierno ayer por la noche. Pero la verdad es que ni el pan ni el queso —
está fresco, recién comprado en la tienda a cambio de unos preciados billetes— me
resultan tentadores.
Aun así, los tomo. Nada más lejos de mi intención que echar a perder una buena
comida, especialmente ahora que tenemos que ahorrar todo lo que podamos para las
vacunas.
Estamos sentados en la arena, bajo el muelle, en la parte del lago que cruza nuestro
sector. Nos mantenemos lo más cerca posible de la orilla para que los soldados y los
obreros borrachos que pasan por encima no nos vean; si miran en nuestra dirección, no
distinguirán más que hierba y rocas. Nos ocultamos entre las sombras.
Desde donde estamos sentados, podemos oler la brisa salada y contemplar las luces
del centro de Los Ángeles reflejadas en el agua. Alrededor del lago se alzan edificios en
ruinas; sus habitantes y los dueños de los negocios los abandonaron tras la inundación.
En la orilla se alinean norias gigantescas y hélices, distorsionadas por una cortina de
humo. Este es el paisaje que más me gusta de todo nuestro querido y destrozado
sector Lake.
Retiro lo dicho. Es mi favorito y también el que menos me agrada, porque desde aquí
no solo se ven las luces brillantes del centro: también se divisa el estadio donde se
llevan a cabo las Pruebas.
—Aún tenemos tiempo —comenta Tess. Se ha acurrucado junto a mí, y noto su brazo
desnudo contra el mío. El pelo aún le huele a pan y a canela, de su visita a la tienda de
comestibles—. Nos queda un mes o más. Conseguiremos las vacunas antes, estoy
segura.
Para ser una chica sin familia ni hogar, Tess es sorprendentemente optimista. Intento
esbozar una sonrisa como respuesta.
—Es posible —repongo—. Puede que bajen la guardia en el hospital dentro de un par
de semanas.
Pero en mi fuero interno sé la verdad.
A primera hora de la mañana me arriesgué a echar un vistazo a la casa de mi madre. La
extraña equis seguía marcada en la puerta. Mi madre y John parecían sentirse bien —al
menos, estaban lo bastante fuertes como para levantarse y deambular por la casa—,
pero Eden… Esta vez se encontraba en la cama, con un paño húmedo en la frente.
Incluso a cierta distancia me di cuenta de que había perdido peso. Estaba pálido, y su
voz sonaba débil y ronca. Más tarde, cuando me encontré con John en la puerta
trasera, me dijo que Eden no había comido nada desde mi anterior visita. Le recordé
que solo debía entrar en su cuarto cuando fuera imprescindible: ¿quién sabe cómo se
contagia esa maldita peste? John me pidió que no me arriesgara más, y me dijo que a
este paso acabaría muerto. No pude evitar reírme. Mi hermano mayor no se atreve a
decírmelo a la cara, pero sé que soy la única oportunidad que tiene Eden de sobrevivir.
Puede que la peste acabe con su vida antes incluso que le toque hacer la Prueba.
Aunque si eso ocurriera, tal vez fuera una especie de bendición encubierta. Eden jamás
tendría que esperar al autobús en la puerta de casa el día de su décimo cumpleaños. No
tendría que ir al estadio, seguir a docenas de niños por las escaleras de entrada, pasar a
las estancias de examen físico, dar vueltas mientras los administradores estudian su
respiración y su postura. No tendría que rellenar páginas y páginas de cuestionarios
estúpidos. No tendría que responder a las preguntas de media docena de funcionarios
impacientes. No tendría que esperar después en uno de los grupos de niños, sin saber
cuáles regresarán a su casa y cuáles serán enviados a un «campo de trabajo».
No lo sé. En el peor de los casos, puede que la peste sea una forma más misericordiosa
de morir.
—Eden siempre ha sido enfermizo ¿sabes? —digo al cabo de un rato, y le doy un
mordisco grande al pan con queso—. Estuvo a punto de morir cuando era un bebé.
Pilló un tipo raro de varicela, estuvo con fiebre y erupciones y no dejó de llorar durante
una semana entera. Los soldados se acercaron a marcar nuestra puerta, pero era obvio
que no se trataba de la peste y nadie más parecía enfermo en la familia —meneo la
cabeza—. John y yo jamás no hemos puesto malos.
Esta vez, Tess no sonríe.
—Pobre Eden… —hace una pausa—. Yo estaba muy enferma cuando me conociste.
¿Recuerdas lo mugrienta que iba?
De pronto me siento culpable por hablar tanto de mis problemas. Al menos, yo tengo
una familia de la que preocuparme.
Le poso una mano en el hombro.
—Sí, tenías una pinta asquerosa.
Tess se ríe, pero mantiene los ojos fijos en las luces del centro de la ciudad. Luego
apoya la cabeza en mi hombro y recuerdo el día en que la conocí, en un callejón del
sector Nima.
Todavía no sé por qué me paré a hablar con ella esa tarde. Puede que me ablandara el
calor, o que estuviera de buen humor porque había encontrado un montón de
sándwiches duros tirados junto a la puerta trasera de un restaurante.
—¡Eh, tú! —la llamé.
Dos cabezas más se asomaron por el borde del contenedor y me pillaron por sorpresa;
eran una chica y un adolescente que escaparon del callejón a toda prisa. Pero ella, una
niña que no podía tener más de diez años, se quedó donde estaba. Iba vestida con una
camisa y pantalón hecho jirones. Su melena corta y sucia parecía roja a la luz del sol.
Aguardé un instante; no quería asustarla igual que a los otros dos.
—Eh… —repetí—. ¿Te importa si busco contigo?
Ella me contemplaba sin decir palabra. Apenas se le distinguía la cara de lo sucia que
estaba.
Me encogí de hombros y eché a caminar en su dirección, pensando que tal vez
encontrara algo útil en el contenedor de basura.
Cuando estuve a menos de tres metros de distancia, soltó un grito ahogado y echó a
correr con tanta precipitación que tropezó y se cayó. Me acerqué a ella cojeando; por
aquella época, aún tenía muy mal la rodilla.
—¿Estás bien?
Ella se agazapó y se cubrió la cara con las manos.
—Por favor, por favor, por favor… —repetía.
—¿Por favor qué? —suspiré avergonzado, porque me estaba enfadando y veía lágrimas
en sus ojos—. Deja de llorar. No te voy a hacer daño.
Me agaché a su lado. Al principio gimió y comenzó a arrastrarse pero cuando vio que no
hacía ningún movimiento brusco, se detuvo y me miró. Se había raspado las rodillas al
caer y se le veían en carne viva, rojas.
—¿Vives por aquí? —le pregunté.
Ella asintió, pero de pronto, como si recordara algo, meneó la cabeza.
—No —respondió finalmente.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—No tengo casa.
—¿No? ¿Dónde están tus padres?
Negó con la cabeza otra vez. Suspiré, dejé caer en el suelo la bolsa de lona que llevaba y
extendí una mano hacia la niña.
—Ven —murmuré—. No creo que quieras que se te infecten las rodillas. Te ayudo a
limpiarlas y luego sigues tu camino. También te puedo dar algo de comer. No es un mal
trato, ¿no?
Le llevó mucho tiempo decidirse y agarrarme la mano.
—Bien —susurró, en voz tan baja que apenas pude oírla.
Esa noche acampamos detrás de una casa de empeños cuyo dueño había dejado un par
de sillas viejas y un sofá roto en el callejón. Le limpié las rodillas con alcohol que había
robado en un bar, mientras ella mordía un trapo para no gritar. Solo permitió que me
acercara a ella cuando le curé las heridas; el resto del tiempo, cada vez que le rozaba
accidentalmente el pelo o el brazo, se estremecía como si se hubiera quemado con el
vapor de una tetera. Finalmente me di por vencido y dejé de intentar hablar con ella. Le
dejé el sofá y me acomodé en el suelo, utilizando mi camisa como almohada.
—Si quieres irte por la mañana, vete sin más —le dije—. No hace falta que me
despiertes para decir adiós.
Me pesaban los párpados, pero ella me miraba sin pestañear y no dejó de hacerlo hasta
que me quedé dormido.
Aún estaba allí por la mañana. Se pasó el día siguiéndome a todas partes, mientras yo
revolvía en los contenedores para buscar ropa vieja y restos de comida. Le pedí que se
fuera, incluso se lo grité. Llevar a una niña huérfana conmigo supondría un gran
inconveniente. Pero aunque se echó a llorar un par de veces, cada vez que miraba por
encima de mi hombro veía que me seguía ahí, a poca distancia.
Dos noches más tarde, cuando estábamos sentados junto a una hoguera, decidió
hablarme por fin.
—Me llamo Tess —musitó, y alzó la mirada para comprobar mi reacción.
Me encogí de hombros.
—Está bien saberlo —respondí.
Acabábamos de hacernos amigos.
Tess se despierta de pronto y me golpea la cabeza con el codo.
—Ay —murmuro frotándome la frente. El dolor se extiende hasta el brazo que se me
está curando, y oigo en mi bolsillo el tintineo de las balas plateadas que Tess encontró
en mi ropa—. Si querías despertarme, bastaba con darme un toque.
Se lleva el índice a los labios y me pongo alerta de inmediato. Aún seguimos bajo el
muelle; deben de quedar un par de horas para que amanezca. El cielo está muy oscuro,
y la única luz que hay proviene de las farolas viejas que bordean el lago. Los ojos de
Tess brillan en la negrura.
—¿No oyes algo raro? —murmura.
Frunzo el ceño. Suelo detectar antes que Tess los ruidos sospechosos, pero en esta
ocasión no he oído nada. Los dos nos quedamos inmóviles un buen rato. Escucho el
chapoteo de las olas contra el metal del muelle y el zumbido ocasional de algún coche
que pasa en la lejanía.
—¿Qué has oído, Tess?
—Sonaba como… no sé, un gorgoteo —susurra.
Antes de que me dé tiempo a pensar en ello, por encima de nosotros suenan pasos y
después se oye una voz. Nos encogemos aún más en la sombra. La voz es de hombre, y
las pisadas son fuertes. Tardo un segundo en darme cuenta de que hay dos personas.
Una pareja de policías ciudadanos. Me pego con todas mis fuerzas al talud, y de él se
desprenden algunos terrones que ruedan despacio hacia la arena. Sigo empujando
hasta toparme con una superficie dura y lisa. Tess me imita.
—Algo se está cociendo —comenta uno de los policías.
—La peste ha aparecido esta vez en el sector Zein.
Sus pisadas retumban encima de mi cabeza y sus siluetas se recortan en el borde del
muelle. Empieza a amanecer, y el horizonte ha tomado un color gris oscuro.
—Nunca ha habido peste por allí.
—Debe ser una cepa más resistente.
—¿Y qué piensan hacer?
Intento oír la respuesta del otro policía, pero se han alejado demasiado y no distingo
más que murmullos. Inspiro profundamente. El sector Zein está a casi cincuenta
kilómetros, pero… ¿y si la marca roja que hay en la puerta de mi madre significa que
Eden se ha contagiado de esa cepa más resistente? ¿Qué medidas tomará el gobierno
ante esta nueva mutación?
—Day… —murmura Tess, que se ha colocado de espaldas a la orilla.
La miro y me doy cuenta de que señala el hoyo que hemos dejado en el talud. Entonces
lo veo: la superficie dura contra la que choqué es una lámina de metal. Aparto las
piedras y la arena y observo que está encajada en la tierra; debe ser una especie de
puntal que asegura la orilla. Estrecho los ojos y contemplo la superficie.
—Está hueco —declara Tess.
—¿Hueco? —pego la oreja contra la plancha de metal y oigo el ruido extraño que Tess
notó antes: es un gorgoteo seguido de un silbido. No, definitivamente no se trata de
una estructura de apuntalamiento. En cuanto observo el metal con atención, distingo
unos símbolos grabados en la superficie.
Unos es la bandera de la República. El otro es un número pintado de rojo: 318
—¿Qué tal si comes algo?
La voz de Tess me devuelve a la realidad. Aparto la vista del lago y veo que sostiene una
rebanada de pan y un trozo de queso. Me invita con un gesto a que los agarre. Debería
tener hambre: no he comido más que media manzana desde que hablé con ese extraño
agente del gobierno ayer por la noche. Pero la verdad es que ni el pan ni el queso —
está fresco, recién comprado en la tienda a cambio de unos preciados billetes— me
resultan tentadores.
Aun así, los tomo. Nada más lejos de mi intención que echar a perder una buena
comida, especialmente ahora que tenemos que ahorrar todo lo que podamos para las
vacunas.
Estamos sentados en la arena, bajo el muelle, en la parte del lago que cruza nuestro
sector. Nos mantenemos lo más cerca posible de la orilla para que los soldados y los
obreros borrachos que pasan por encima no nos vean; si miran en nuestra dirección, no
distinguirán más que hierba y rocas. Nos ocultamos entre las sombras.
Desde donde estamos sentados, podemos oler la brisa salada y contemplar las luces
del centro de Los Ángeles reflejadas en el agua. Alrededor del lago se alzan edificios en
ruinas; sus habitantes y los dueños de los negocios los abandonaron tras la inundación.
En la orilla se alinean norias gigantescas y hélices, distorsionadas por una cortina de
humo. Este es el paisaje que más me gusta de todo nuestro querido y destrozado
sector Lake.
Retiro lo dicho. Es mi favorito y también el que menos me agrada, porque desde aquí
no solo se ven las luces brillantes del centro: también se divisa el estadio donde se
llevan a cabo las Pruebas.
—Aún tenemos tiempo —comenta Tess. Se ha acurrucado junto a mí, y noto su brazo
desnudo contra el mío. El pelo aún le huele a pan y a canela, de su visita a la tienda de
comestibles—. Nos queda un mes o más. Conseguiremos las vacunas antes, estoy
segura.
Para ser una chica sin familia ni hogar, Tess es sorprendentemente optimista. Intento
esbozar una sonrisa como respuesta.
—Es posible —repongo—. Puede que bajen la guardia en el hospital dentro de un par
de semanas.
Pero en mi fuero interno sé la verdad.
A primera hora de la mañana me arriesgué a echar un vistazo a la casa de mi madre. La
extraña equis seguía marcada en la puerta. Mi madre y John parecían sentirse bien —al
menos, estaban lo bastante fuertes como para levantarse y deambular por la casa—,
pero Eden… Esta vez se encontraba en la cama, con un paño húmedo en la frente.
Incluso a cierta distancia me di cuenta de que había perdido peso. Estaba pálido, y su
voz sonaba débil y ronca. Más tarde, cuando me encontré con John en la puerta
trasera, me dijo que Eden no había comido nada desde mi anterior visita. Le recordé
que solo debía entrar en su cuarto cuando fuera imprescindible: ¿quién sabe cómo se
contagia esa maldita peste? John me pidió que no me arriesgara más, y me dijo que a
este paso acabaría muerto. No pude evitar reírme. Mi hermano mayor no se atreve a
decírmelo a la cara, pero sé que soy la única oportunidad que tiene Eden de sobrevivir.
Puede que la peste acabe con su vida antes incluso que le toque hacer la Prueba.
Aunque si eso ocurriera, tal vez fuera una especie de bendición encubierta. Eden jamás
tendría que esperar al autobús en la puerta de casa el día de su décimo cumpleaños. No
tendría que ir al estadio, seguir a docenas de niños por las escaleras de entrada, pasar a
las estancias de examen físico, dar vueltas mientras los administradores estudian su
respiración y su postura. No tendría que rellenar páginas y páginas de cuestionarios
estúpidos. No tendría que responder a las preguntas de media docena de funcionarios
impacientes. No tendría que esperar después en uno de los grupos de niños, sin saber
cuáles regresarán a su casa y cuáles serán enviados a un «campo de trabajo».
No lo sé. En el peor de los casos, puede que la peste sea una forma más misericordiosa
de morir.
—Eden siempre ha sido enfermizo ¿sabes? —digo al cabo de un rato, y le doy un
mordisco grande al pan con queso—. Estuvo a punto de morir cuando era un bebé.
Pilló un tipo raro de varicela, estuvo con fiebre y erupciones y no dejó de llorar durante
una semana entera. Los soldados se acercaron a marcar nuestra puerta, pero era obvio
que no se trataba de la peste y nadie más parecía enfermo en la familia —meneo la
cabeza—. John y yo jamás no hemos puesto malos.
Esta vez, Tess no sonríe.
—Pobre Eden… —hace una pausa—. Yo estaba muy enferma cuando me conociste.
¿Recuerdas lo mugrienta que iba?
De pronto me siento culpable por hablar tanto de mis problemas. Al menos, yo tengo
una familia de la que preocuparme.
Le poso una mano en el hombro.
—Sí, tenías una pinta asquerosa.
Tess se ríe, pero mantiene los ojos fijos en las luces del centro de la ciudad. Luego
apoya la cabeza en mi hombro y recuerdo el día en que la conocí, en un callejón del
sector Nima.
Todavía no sé por qué me paré a hablar con ella esa tarde. Puede que me ablandara el
calor, o que estuviera de buen humor porque había encontrado un montón de
sándwiches duros tirados junto a la puerta trasera de un restaurante.
—¡Eh, tú! —la llamé.
Dos cabezas más se asomaron por el borde del contenedor y me pillaron por sorpresa;
eran una chica y un adolescente que escaparon del callejón a toda prisa. Pero ella, una
niña que no podía tener más de diez años, se quedó donde estaba. Iba vestida con una
camisa y pantalón hecho jirones. Su melena corta y sucia parecía roja a la luz del sol.
Aguardé un instante; no quería asustarla igual que a los otros dos.
—Eh… —repetí—. ¿Te importa si busco contigo?
Ella me contemplaba sin decir palabra. Apenas se le distinguía la cara de lo sucia que
estaba.
Me encogí de hombros y eché a caminar en su dirección, pensando que tal vez
encontrara algo útil en el contenedor de basura.
Cuando estuve a menos de tres metros de distancia, soltó un grito ahogado y echó a
correr con tanta precipitación que tropezó y se cayó. Me acerqué a ella cojeando; por
aquella época, aún tenía muy mal la rodilla.
—¿Estás bien?
Ella se agazapó y se cubrió la cara con las manos.
—Por favor, por favor, por favor… —repetía.
—¿Por favor qué? —suspiré avergonzado, porque me estaba enfadando y veía lágrimas
en sus ojos—. Deja de llorar. No te voy a hacer daño.
Me agaché a su lado. Al principio gimió y comenzó a arrastrarse pero cuando vio que no
hacía ningún movimiento brusco, se detuvo y me miró. Se había raspado las rodillas al
caer y se le veían en carne viva, rojas.
—¿Vives por aquí? —le pregunté.
Ella asintió, pero de pronto, como si recordara algo, meneó la cabeza.
—No —respondió finalmente.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—No tengo casa.
—¿No? ¿Dónde están tus padres?
Negó con la cabeza otra vez. Suspiré, dejé caer en el suelo la bolsa de lona que llevaba y
extendí una mano hacia la niña.
—Ven —murmuré—. No creo que quieras que se te infecten las rodillas. Te ayudo a
limpiarlas y luego sigues tu camino. También te puedo dar algo de comer. No es un mal
trato, ¿no?
Le llevó mucho tiempo decidirse y agarrarme la mano.
—Bien —susurró, en voz tan baja que apenas pude oírla.
Esa noche acampamos detrás de una casa de empeños cuyo dueño había dejado un par
de sillas viejas y un sofá roto en el callejón. Le limpié las rodillas con alcohol que había
robado en un bar, mientras ella mordía un trapo para no gritar. Solo permitió que me
acercara a ella cuando le curé las heridas; el resto del tiempo, cada vez que le rozaba
accidentalmente el pelo o el brazo, se estremecía como si se hubiera quemado con el
vapor de una tetera. Finalmente me di por vencido y dejé de intentar hablar con ella. Le
dejé el sofá y me acomodé en el suelo, utilizando mi camisa como almohada.
—Si quieres irte por la mañana, vete sin más —le dije—. No hace falta que me
despiertes para decir adiós.
Me pesaban los párpados, pero ella me miraba sin pestañear y no dejó de hacerlo hasta
que me quedé dormido.
Aún estaba allí por la mañana. Se pasó el día siguiéndome a todas partes, mientras yo
revolvía en los contenedores para buscar ropa vieja y restos de comida. Le pedí que se
fuera, incluso se lo grité. Llevar a una niña huérfana conmigo supondría un gran
inconveniente. Pero aunque se echó a llorar un par de veces, cada vez que miraba por
encima de mi hombro veía que me seguía ahí, a poca distancia.
Dos noches más tarde, cuando estábamos sentados junto a una hoguera, decidió
hablarme por fin.
—Me llamo Tess —musitó, y alzó la mirada para comprobar mi reacción.
Me encogí de hombros.
—Está bien saberlo —respondí.
Acabábamos de hacernos amigos.
Tess se despierta de pronto y me golpea la cabeza con el codo.
—Ay —murmuro frotándome la frente. El dolor se extiende hasta el brazo que se me
está curando, y oigo en mi bolsillo el tintineo de las balas plateadas que Tess encontró
en mi ropa—. Si querías despertarme, bastaba con darme un toque.
Se lleva el índice a los labios y me pongo alerta de inmediato. Aún seguimos bajo el
muelle; deben de quedar un par de horas para que amanezca. El cielo está muy oscuro,
y la única luz que hay proviene de las farolas viejas que bordean el lago. Los ojos de
Tess brillan en la negrura.
—¿No oyes algo raro? —murmura.
Frunzo el ceño. Suelo detectar antes que Tess los ruidos sospechosos, pero en esta
ocasión no he oído nada. Los dos nos quedamos inmóviles un buen rato. Escucho el
chapoteo de las olas contra el metal del muelle y el zumbido ocasional de algún coche
que pasa en la lejanía.
—¿Qué has oído, Tess?
—Sonaba como… no sé, un gorgoteo —susurra.
Antes de que me dé tiempo a pensar en ello, por encima de nosotros suenan pasos y
después se oye una voz. Nos encogemos aún más en la sombra. La voz es de hombre, y
las pisadas son fuertes. Tardo un segundo en darme cuenta de que hay dos personas.
Una pareja de policías ciudadanos. Me pego con todas mis fuerzas al talud, y de él se
desprenden algunos terrones que ruedan despacio hacia la arena. Sigo empujando
hasta toparme con una superficie dura y lisa. Tess me imita.
—Algo se está cociendo —comenta uno de los policías.
—La peste ha aparecido esta vez en el sector Zein.
Sus pisadas retumban encima de mi cabeza y sus siluetas se recortan en el borde del
muelle. Empieza a amanecer, y el horizonte ha tomado un color gris oscuro.
—Nunca ha habido peste por allí.
—Debe ser una cepa más resistente.
—¿Y qué piensan hacer?
Intento oír la respuesta del otro policía, pero se han alejado demasiado y no distingo
más que murmullos. Inspiro profundamente. El sector Zein está a casi cincuenta
kilómetros, pero… ¿y si la marca roja que hay en la puerta de mi madre significa que
Eden se ha contagiado de esa cepa más resistente? ¿Qué medidas tomará el gobierno
ante esta nueva mutación?
—Day… —murmura Tess, que se ha colocado de espaldas a la orilla.
La miro y me doy cuenta de que señala el hoyo que hemos dejado en el talud. Entonces
lo veo: la superficie dura contra la que choqué es una lámina de metal. Aparto las
piedras y la arena y observo que está encajada en la tierra; debe ser una especie de
puntal que asegura la orilla. Estrecho los ojos y contemplo la superficie.
—Está hueco —declara Tess.
—¿Hueco? —pego la oreja contra la plancha de metal y oigo el ruido extraño que Tess
notó antes: es un gorgoteo seguido de un silbido. No, definitivamente no se trata de
una estructura de apuntalamiento. En cuanto observo el metal con atención, distingo
unos símbolos grabados en la superficie.
Unos es la bandera de la República. El otro es un número pintado de rojo: 318
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 5: Kisiera saber kien es el hombre misterioso ke los albergo, y ke es lo ke tiene el kollar de Day ke es tan especial...
Kapi 6: Sera ke a Thomas le gusta June? Me parecio por un momento... de todos modos ese Chian o algo me suena sospechoso y kiero saber ke sufrio Metias en esa epoka.
Kapi 7: Sera el guardia kien tiene la vakuna, o sera kosa de la Republika?
Kapi 8: No pense ke el tipo de la ampolla seria June... en fin, ambos son tan inteligentes y observadores ke o se enfrentan a muerte o nadie gana...
Kapi 6: Sera ke a Thomas le gusta June? Me parecio por un momento... de todos modos ese Chian o algo me suena sospechoso y kiero saber ke sufrio Metias en esa epoka.
Kapi 7: Sera el guardia kien tiene la vakuna, o sera kosa de la Republika?
Kapi 8: No pense ke el tipo de la ampolla seria June... en fin, ambos son tan inteligentes y observadores ke o se enfrentan a muerte o nadie gana...
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Por lo menos Day y Tess se tienen el uno al otro, se cuidan entre ellos, y la peste se sigue propagando y nada de vacunas.
Gracias Maria Teresita
Gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Gracias por el capi. Bueno, al menos ya sabemos como se juntaron Tess y Day y es bueno como se han ayudado mutuamente. Que será ese lugar q encontraron? Preguntas y más preguntas
yiany- Mensajes : 1938
Fecha de inscripción : 23/01/2018
Edad : 41
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Kapi 9.. la duda de ke sera el 318 me karkome el cerebro.. Day fue muy tierno en llevar a Tess kon el..
Celemg- Mensajes : 330
Fecha de inscripción : 29/12/2017
Edad : 36
Localización : Somewhere
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
—Debería ir yo. No tú.
Aprieto los dientes e intento no mirar a Thomas. Metias habría dicho esas mismas
palabras.
—Yo resultaré menos sospechosa —replico— La gente confiará en mí con más
facilidad.
Estamos en el ala norte de la intendencia de Batalla, observando cómo la comandante
Jameson trabaja al otro lado de una mampara de cristal. Hoy han atrapado a un espía
de las Colonias que difundía un boletín de propaganda subversiva titulado Cómo te
miente la República. Normalmente los espías se envían a Denver, pero si los apresan en
una ciudad grande como Los Ángeles, nos hacemos cargo nosotros antes de mandarlos
a la capital. Ahora mismo está colgado boca abajo en la sala de interrogatorios, y la
comandante Jameson lo mira con unas tijeras en la mano.
Inclino la cabeza para contemplar al espía. Lo odio con la misma intensidad con la que
odio todo lo que se refiere a las Colonias. No trabaja con los Patriotas, eso seguro; es
demasiado cobarde para eso (todos los Patriotas que hemos detectado hasta ahora se
han suicidado antes de que los atrapáramos). Este espía es joven; tendrá veintiocho o
veintinueve años, la edad que tenía mi hermano. Poco a poco me voy acostumbrando a
hablar de Metias en pasado.
Veo por el rabillo del ojo que Thomas sigue mirándome. La comandante Jameson le ha
ascendido oficialmente al puesto de mi hermano, pero carece de competencias sobre
mi misión de prueba y eso le está volviendo loco. Si de él dependiera, yo ni siquiera
pisaría el sector Lake sin un equipo de respaldo.
Pero eso es justo lo que voy a hacer a partir de mañana por la mañana.
—Mira, deja de preocuparte por mí —al otro lado del cristal, el espía se retuerce—. Soy
capaz de cuidarme sola. Day no es ningún idiota; si llevo un equipo detrás, se dará
cuenta enseguida.
Thomas se gira y contempla el interrogatorio.
—Ya sé que eres buena —replica.
Aguardo a que continúe la frase con un «pero...». No lo hace.
—Mantén el micrófono encendido y yo me haré cargo de todo desde aquí —añade al
fin.
—Gracias —digo con una sonrisa.
No vuelve a mirarme a la cara, pero me doy cuenta de que ha subido un poco las
comisuras de los labios. Puede que esté recordando las veces en que yo iba detrás de
Metias y de él para hacerles preguntas tontas sobre la forma de trabajar de los
militares.
Tras la mampara de cristal, el espía empieza a chillar algo y se sacude violentamente
agitando las cadenas. La comandante Jameson nos mira y nos hace un gesto con la
mano. No dudo ni un instante. Thomas y yo entramos rápidamente en la sala de
interrogatorios y nos apoyamos en la pared del fondo, junto a otro soldado que ya
estaba allí. De inmediato me siento sofocada por el calor. El prisionero sigue gritando.
—¿Qué le ha dicho? —le pregunto a la comandante Jameson, y ella me mira con ojos
gélidos.
—Le he dicho que nuestros aviones se van a centrar en su ciudad natal la próxima vez
—se vuelve hacia el espía—. Y va a empezar a cooperar con nosotros si sabe lo que le
conviene.
El prisionero nos contempla uno por uno. De la boca le cae un hilo de sangre que se
desliza por la frente y el pelo y gotea en el piso. Cada vez que se agita, la comandante
Jameson le da un tirón de la cadena que lleva al cuello y lo estrangula hasta que se
queda quieto. De pronto, gruñe y nos escupe sangre a las botas. Froto la mía contra el
suelo con repugnancia.
La comandante se inclina sobre él y sonríe.
—Vamos a empezar de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Cómo te llamas?
El prisionero aparta la vista y guarda silencio.
La comandante Jameson suspira y le hace un gesto a Thomas.
—Estoy cansada —declara—. Le cedo el honor.
—A sus órdenes.
Thomas se cuadra y da un paso al frente. Aprieta la mandíbula, cierra el puño y golpea
con fuerza el estómago del prisionero. Por un momento, los ojos del espía se
desorbitan; cuando se calma, escupe más sangre al suelo. Me distraigo estudiando su
uniforme (botones plateados, botas militares, un alfiler azul en la manga. Debió de
disfrazarse de soldado cerca de San Diego, la única ciudad que obliga a llevar esos
alfileres azules. Me doy cuenta de lo que puede haberle delatado: uno de los botones
es más plano que los de la República. Se lo debe de haber cosido él; es un botón de un
uniforme de las Colonias. Idiota... Solo un espía de las Colonias podría cometer un error
tan burdo).
—¿Cómo te llamas? —repite la comandante Jameson. Thomas acerca un cuchillo a un
dedo del espía, que traga saliva ruidosamente.
—Emerson.
—¿Emerson qué? Sé más específico.
—Emerson Adam Graham.
—Señor Emerson Adam Graham, del este de Texas —la comandante Jameson
pronuncia suavemente, con voz persuasiva—. Es un placer conocerle, joven. Dígame,
señor Graham, ¿por qué le han enviado las Colonias a nuestra República? ¿Para difundir
mentiras?
El espía deja escapar una risa débil.
—Su República... —escupe—. Su República no va a aguantar ni diez años más. Y en
cuanto las Colonias tomen posesión de su territorio, harán mejor uso de él que...
Thomas le cruza la cara con el mango del cuchillo y un diente cae al suelo. Cuando
contemplo el rostro de Thomas, veo que está despeinado, y una expresión de placer
cruel ha reemplazado a su gesto amable habitual. Frunzo el ceño: no he visto
demasiadas veces esa mirada en Thomas, y me provoca escalofríos.
La comandante Jameson lo detiene antes de que vuelva a pegar al espía.
—Está bien. Vamos a escuchar lo que nuestro joven amigo tiene que decir sobre la
República.
El rostro del prisionero está rojo por haber estado colgado boca abajo demasiado
tiempo.
—¿A esto lo llaman República? ¡Matan a su propio pueblo y torturan a los que antes
eran sus hermanos!
Ante eso, pongo los ojos en blanco. Las Colonias tratan de convencer a nuestros
ciudadanos de que estaríamos mucho mejor si ellos nos gobernaran. Hablan de
anexionarse nuestro territorio como si con ello nos hicieran un favor. Así es como nos
ven: como un pequeño país marginal, como si ellos fueran los más poderosos. Esa
propaganda les conviene, aunque he oído decir que las inundaciones han asolado
muchas más tierras suyas que nuestras. En el fondo, todo se reduce a eso: tierra, tierra,
tierra. Pero no van a anexionarnos: eso nunca ha sucedido y jamás sucederá. Antes de
que ocurra, los derrotaremos o moriremos en el intento.
—No voy a decir nada. Hazme lo que quieras, pero no te diré nada.
La comandante Jameson sonríe a Thomas y este le devuelve la sonrisa.
—Muy bien, ya ha oído al señor Graham. Hágale lo que usted quiera.
Thomas se encarga del espía, y al cabo de un rato tiene que acudir el otro soldado para
ayudarle a sujetar al prisionero. Me obligo a mirar mientras intentan sonsacarle
información. Necesito aprender esto, familiarizarme con ello. Me zumban los oídos por
culpa de los chillidos del espía. Intento ignorar su pelo del mismo color negro que el
mío, su piel pálida, su juventud que me recuerda a Metias por mucho que trate de
evitarlo. Me repito a mí misma que el hombre al que Thomas está torturando no es
Metias. Que eso es imposible.
Nadie puede torturar a Metias. Ya está muerto.
Esa noche, Thomas me acompaña a casa y me da un beso en la mejilla antes de irse. Me
pide que tenga cuidado y me asegura que escuchará todo lo que le transmita por el
micrófono.
—Estaremos pendientes de ti —intenta tranquilizarme—. No te quedarás sola a no ser
que quieras estarlo.
Me las arreglo para devolverle la sonrisa y le pido que cuide de Ollie mientras estoy
fuera.
Cuando entro al fin en el apartamento, me acurruco en el sofá y abrazo a Ollie. Está
profundamente dormido, con el lomo pegado al brazo del sillón. Supongo que nota la
ausencia de Metias tanto como yo. En la mesa baja hay un montón de fotos antiguas de nuestros padres que saqué del armario de mi hermano y desparramé sobre el cristal.
También están sus diarios y la libreta en la que guardábamos recuerdos de las cosas
que hacíamos juntos: sesiones de ópera, cenas en restaurantes, nuestros primeros
entrenamientos en la pista... He decidido examinar cuidadosamente todo lo que me
queda de Metias para tratar de averiguar qué quería decirme el día que murió.
Voy pasando las páginas de su diario y releyendo las notas que a papá le gustaba
escribir en la parte de atrás de las fotos. La última foto en la que aparecen mis padres
los muestra de pie junto a un pequeño Metias, frente a la intendencia de Batalla. Los
tres tienen los pulgares en alto. «¡Aquí está el futuro profesional de Metias! 12 de
marzo». La sacaron unos meses antes del accidente.
Mi grabadora está en el borde de la mesa. Doy un par de chasquidos con los dedos y
escucho una y otra vez la voz de Day. Es joven y, desde luego, está en forma; debe de
estar habituado a vivir en las calles. La voz suena entre crujidos, tan distorsionada por
los altavoces que hay partes que no comprendo.
—¿Oyes eso, Ollie? —susurro. Mi perro resopla y frota la cabeza contra mi mano—. Ese
es nuestro hombre. Y voy a atraparlo.
Me quedo dormida mientras las palabras de Day resuenan en mis oídos.
06:25
Estoy en el sector Lake, observando cómo la luz del amanecer tiñe de dorado los
molinos y las hélices. Sobre el agua se cierne una capa de humo permanente. Al otro
lado del lago se distingue el centro de Los Ángeles. Un policía se acerca a mí y me
ordena que deje de hacer el vago y me mueva. Asiento sin decir una palabra y continúo
andando por la orilla.
Me confundo por completo con los que me rodean. Llevo una camisa de media manga
que compré en una tienda de segunda mano de la frontera entre Lake y Winter, unos
pantalones rotos llenos de tierra y unas botas de piel desgastada. He elegido
cuidadosamente el nudo de los cordones: un sencillo nudo Rose, el que usaría cualquier
trabajador. Me he sujetado el pelo en una coleta alta y apretada y lo he tapado con una
gorra.
El colgante de Day descansa en mi bolsillo.
No acabo de creerme lo sucias que están aquí las calles. Creo que están peor que a las
afueras de Los Ángeles. El sector es llano (igual que los demás barrios pobres: todos
tienen el mismo aspecto), así que cuando hay tormenta, el lago debe de desbordarse y
llenar de aguas residuales y contaminadas las calles de la costa.
Todos los edificios están deteriorados y llenos de grietas, salvo, por supuesto, la
jefatura de policía. La gente camina junto a la basura que se apila contra las paredes sin
prestarle atención. Hay moscas y perros alrededor de los desechos. También hay gente.
El olor (quinqués humeantes, grasa, agua de alcantarilla) me hace arrugar la nariz,
hasta que caigo en la cuenta de que, si realmente viviera en el barrio, estaría habituada
al hedor. Hago un esfuerzo por borrar la mueca de mi cara.
Varios hombres me sonríen cuando paso a su lado. Uno incluso me llama. Los ignoro y
sigo adelante. Escoria... Me asombra que aprobaran su Prueba. Me pregunto si podrían
contagiarme la peste aunque esté vacunada. Quién sabe dónde habrán estado.
Me paro en seco al recordar lo que me dijo Metias: que no debería juzgar a la gente
pobre de esa forma. Bueno, supongo que él era mejor persona que yo, pienso con
amargura.
El diminuto micrófono que llevo dentro de la boca vibra ligeramente contra mi mejilla, y
una voz suave suena en el auricular.
—Señorita Iparis —la voz de Thomas es un siseo imperceptible que nadie más que yo
puede oír—. ¿Va todo bien?
—Ajá —musito; el micrófono es capaz de captar la menor de las vibraciones de mi
garganta—. Estoy en el centro de Lake. Voy a desconectar durante un rato.
—De acuerdo —responde Thomas, y el auricular se queda en silencio.
Hago un chasquido con la lengua para apagar el micrófono.
Paso la mayor parte de la mañana fingiendo que hurgo en los cubos de basura para
escuchar las historias que cuentan los mendigos sobre la peste: las últimas víctimas, las
zonas en las que la policía parece más nerviosa, las que han comenzado a recuperarse...
También intercambian información sobre los mejores sitios para encontrar comida y
agua fresca o para esconderse durante los huracanes. Algunos son tan jóvenes que no
creo que hayan pasado la Prueba aún. El más pequeño habla de sus padres y de cómo
quitarle la cartera a un soldado.
Pero nadie habla de Day.
Pasan las horas; atardece y luego se hace de noche. Cuando localizo un callejón
tranquilo donde descansar, me encuentro con que ya hay otros vagabundos dentro de
los contenedores. Me alejo hasta un rincón oscuro y enciendo el micrófono. Saco el
colgante de Day y lo levanto para estudiar sus suaves curvas.
—Se acabó por hoy —murmuro. Apenas me vibra la garganta. El audífono crepita
débilmente por la estática.
—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Ha obtenido resultados?
—No, no he conseguido nada. Mañana lo intentaré en lugares públicos.
—De acuerdo. Aquí habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la semana,
por si necesita ayuda.
Cuando Thomas dice que habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la
semana, sé que se refiere a que él estará escuchándome.
—Gracias —susurro—. Corto la comunicación.
Apago el micrófono. Me gruñe el estómago, así que me saco del bolsillo un trozo de
pollo que he encontrado en el callejón trasero de una cafetería y me obligo a masticar,
haciendo caso omiso de su tacto viscoso y frío. Si he de vivir como un ciudadano de
Lake, tendré que comer igual que ellos. Tal vez debería buscarme un trabajo, medito. La
idea me hace resoplar.
Cuando logro conciliar el sueño, tengo una pesadilla en la que aparece Metias.
Al día siguiente no sucede nada de interés, ni tampoco el siguiente. Tengo el pelo lacio
y enredado por el calor y el humo, y la mugre ha empezado a cubrirme la cara. Cuando
veo mi reflejo en el lago, me doy cuenta de que tengo el mismo aspecto que cualquier
indigente.
Todo da la impresión de estar sucio.
El cuarto día, cuando voy caminando por la frontera entre Lake y Blueridge, decido dar
una vuelta por los bares.
Y entonces, algo sucede. Me tropiezo con una pelea de skiz.
—Debería ir yo. No tú.
Aprieto los dientes e intento no mirar a Thomas. Metias habría dicho esas mismas
palabras.
—Yo resultaré menos sospechosa —replico— La gente confiará en mí con más
facilidad.
Estamos en el ala norte de la intendencia de Batalla, observando cómo la comandante
Jameson trabaja al otro lado de una mampara de cristal. Hoy han atrapado a un espía
de las Colonias que difundía un boletín de propaganda subversiva titulado Cómo te
miente la República. Normalmente los espías se envían a Denver, pero si los apresan en
una ciudad grande como Los Ángeles, nos hacemos cargo nosotros antes de mandarlos
a la capital. Ahora mismo está colgado boca abajo en la sala de interrogatorios, y la
comandante Jameson lo mira con unas tijeras en la mano.
Inclino la cabeza para contemplar al espía. Lo odio con la misma intensidad con la que
odio todo lo que se refiere a las Colonias. No trabaja con los Patriotas, eso seguro; es
demasiado cobarde para eso (todos los Patriotas que hemos detectado hasta ahora se
han suicidado antes de que los atrapáramos). Este espía es joven; tendrá veintiocho o
veintinueve años, la edad que tenía mi hermano. Poco a poco me voy acostumbrando a
hablar de Metias en pasado.
Veo por el rabillo del ojo que Thomas sigue mirándome. La comandante Jameson le ha
ascendido oficialmente al puesto de mi hermano, pero carece de competencias sobre
mi misión de prueba y eso le está volviendo loco. Si de él dependiera, yo ni siquiera
pisaría el sector Lake sin un equipo de respaldo.
Pero eso es justo lo que voy a hacer a partir de mañana por la mañana.
—Mira, deja de preocuparte por mí —al otro lado del cristal, el espía se retuerce—. Soy
capaz de cuidarme sola. Day no es ningún idiota; si llevo un equipo detrás, se dará
cuenta enseguida.
Thomas se gira y contempla el interrogatorio.
—Ya sé que eres buena —replica.
Aguardo a que continúe la frase con un «pero...». No lo hace.
—Mantén el micrófono encendido y yo me haré cargo de todo desde aquí —añade al
fin.
—Gracias —digo con una sonrisa.
No vuelve a mirarme a la cara, pero me doy cuenta de que ha subido un poco las
comisuras de los labios. Puede que esté recordando las veces en que yo iba detrás de
Metias y de él para hacerles preguntas tontas sobre la forma de trabajar de los
militares.
Tras la mampara de cristal, el espía empieza a chillar algo y se sacude violentamente
agitando las cadenas. La comandante Jameson nos mira y nos hace un gesto con la
mano. No dudo ni un instante. Thomas y yo entramos rápidamente en la sala de
interrogatorios y nos apoyamos en la pared del fondo, junto a otro soldado que ya
estaba allí. De inmediato me siento sofocada por el calor. El prisionero sigue gritando.
—¿Qué le ha dicho? —le pregunto a la comandante Jameson, y ella me mira con ojos
gélidos.
—Le he dicho que nuestros aviones se van a centrar en su ciudad natal la próxima vez
—se vuelve hacia el espía—. Y va a empezar a cooperar con nosotros si sabe lo que le
conviene.
El prisionero nos contempla uno por uno. De la boca le cae un hilo de sangre que se
desliza por la frente y el pelo y gotea en el piso. Cada vez que se agita, la comandante
Jameson le da un tirón de la cadena que lleva al cuello y lo estrangula hasta que se
queda quieto. De pronto, gruñe y nos escupe sangre a las botas. Froto la mía contra el
suelo con repugnancia.
La comandante se inclina sobre él y sonríe.
—Vamos a empezar de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Cómo te llamas?
El prisionero aparta la vista y guarda silencio.
La comandante Jameson suspira y le hace un gesto a Thomas.
—Estoy cansada —declara—. Le cedo el honor.
—A sus órdenes.
Thomas se cuadra y da un paso al frente. Aprieta la mandíbula, cierra el puño y golpea
con fuerza el estómago del prisionero. Por un momento, los ojos del espía se
desorbitan; cuando se calma, escupe más sangre al suelo. Me distraigo estudiando su
uniforme (botones plateados, botas militares, un alfiler azul en la manga. Debió de
disfrazarse de soldado cerca de San Diego, la única ciudad que obliga a llevar esos
alfileres azules. Me doy cuenta de lo que puede haberle delatado: uno de los botones
es más plano que los de la República. Se lo debe de haber cosido él; es un botón de un
uniforme de las Colonias. Idiota... Solo un espía de las Colonias podría cometer un error
tan burdo).
—¿Cómo te llamas? —repite la comandante Jameson. Thomas acerca un cuchillo a un
dedo del espía, que traga saliva ruidosamente.
—Emerson.
—¿Emerson qué? Sé más específico.
—Emerson Adam Graham.
—Señor Emerson Adam Graham, del este de Texas —la comandante Jameson
pronuncia suavemente, con voz persuasiva—. Es un placer conocerle, joven. Dígame,
señor Graham, ¿por qué le han enviado las Colonias a nuestra República? ¿Para difundir
mentiras?
El espía deja escapar una risa débil.
—Su República... —escupe—. Su República no va a aguantar ni diez años más. Y en
cuanto las Colonias tomen posesión de su territorio, harán mejor uso de él que...
Thomas le cruza la cara con el mango del cuchillo y un diente cae al suelo. Cuando
contemplo el rostro de Thomas, veo que está despeinado, y una expresión de placer
cruel ha reemplazado a su gesto amable habitual. Frunzo el ceño: no he visto
demasiadas veces esa mirada en Thomas, y me provoca escalofríos.
La comandante Jameson lo detiene antes de que vuelva a pegar al espía.
—Está bien. Vamos a escuchar lo que nuestro joven amigo tiene que decir sobre la
República.
El rostro del prisionero está rojo por haber estado colgado boca abajo demasiado
tiempo.
—¿A esto lo llaman República? ¡Matan a su propio pueblo y torturan a los que antes
eran sus hermanos!
Ante eso, pongo los ojos en blanco. Las Colonias tratan de convencer a nuestros
ciudadanos de que estaríamos mucho mejor si ellos nos gobernaran. Hablan de
anexionarse nuestro territorio como si con ello nos hicieran un favor. Así es como nos
ven: como un pequeño país marginal, como si ellos fueran los más poderosos. Esa
propaganda les conviene, aunque he oído decir que las inundaciones han asolado
muchas más tierras suyas que nuestras. En el fondo, todo se reduce a eso: tierra, tierra,
tierra. Pero no van a anexionarnos: eso nunca ha sucedido y jamás sucederá. Antes de
que ocurra, los derrotaremos o moriremos en el intento.
—No voy a decir nada. Hazme lo que quieras, pero no te diré nada.
La comandante Jameson sonríe a Thomas y este le devuelve la sonrisa.
—Muy bien, ya ha oído al señor Graham. Hágale lo que usted quiera.
Thomas se encarga del espía, y al cabo de un rato tiene que acudir el otro soldado para
ayudarle a sujetar al prisionero. Me obligo a mirar mientras intentan sonsacarle
información. Necesito aprender esto, familiarizarme con ello. Me zumban los oídos por
culpa de los chillidos del espía. Intento ignorar su pelo del mismo color negro que el
mío, su piel pálida, su juventud que me recuerda a Metias por mucho que trate de
evitarlo. Me repito a mí misma que el hombre al que Thomas está torturando no es
Metias. Que eso es imposible.
Nadie puede torturar a Metias. Ya está muerto.
Esa noche, Thomas me acompaña a casa y me da un beso en la mejilla antes de irse. Me
pide que tenga cuidado y me asegura que escuchará todo lo que le transmita por el
micrófono.
—Estaremos pendientes de ti —intenta tranquilizarme—. No te quedarás sola a no ser
que quieras estarlo.
Me las arreglo para devolverle la sonrisa y le pido que cuide de Ollie mientras estoy
fuera.
Cuando entro al fin en el apartamento, me acurruco en el sofá y abrazo a Ollie. Está
profundamente dormido, con el lomo pegado al brazo del sillón. Supongo que nota la
ausencia de Metias tanto como yo. En la mesa baja hay un montón de fotos antiguas de nuestros padres que saqué del armario de mi hermano y desparramé sobre el cristal.
También están sus diarios y la libreta en la que guardábamos recuerdos de las cosas
que hacíamos juntos: sesiones de ópera, cenas en restaurantes, nuestros primeros
entrenamientos en la pista... He decidido examinar cuidadosamente todo lo que me
queda de Metias para tratar de averiguar qué quería decirme el día que murió.
Voy pasando las páginas de su diario y releyendo las notas que a papá le gustaba
escribir en la parte de atrás de las fotos. La última foto en la que aparecen mis padres
los muestra de pie junto a un pequeño Metias, frente a la intendencia de Batalla. Los
tres tienen los pulgares en alto. «¡Aquí está el futuro profesional de Metias! 12 de
marzo». La sacaron unos meses antes del accidente.
Mi grabadora está en el borde de la mesa. Doy un par de chasquidos con los dedos y
escucho una y otra vez la voz de Day. Es joven y, desde luego, está en forma; debe de
estar habituado a vivir en las calles. La voz suena entre crujidos, tan distorsionada por
los altavoces que hay partes que no comprendo.
—¿Oyes eso, Ollie? —susurro. Mi perro resopla y frota la cabeza contra mi mano—. Ese
es nuestro hombre. Y voy a atraparlo.
Me quedo dormida mientras las palabras de Day resuenan en mis oídos.
06:25
Estoy en el sector Lake, observando cómo la luz del amanecer tiñe de dorado los
molinos y las hélices. Sobre el agua se cierne una capa de humo permanente. Al otro
lado del lago se distingue el centro de Los Ángeles. Un policía se acerca a mí y me
ordena que deje de hacer el vago y me mueva. Asiento sin decir una palabra y continúo
andando por la orilla.
Me confundo por completo con los que me rodean. Llevo una camisa de media manga
que compré en una tienda de segunda mano de la frontera entre Lake y Winter, unos
pantalones rotos llenos de tierra y unas botas de piel desgastada. He elegido
cuidadosamente el nudo de los cordones: un sencillo nudo Rose, el que usaría cualquier
trabajador. Me he sujetado el pelo en una coleta alta y apretada y lo he tapado con una
gorra.
El colgante de Day descansa en mi bolsillo.
No acabo de creerme lo sucias que están aquí las calles. Creo que están peor que a las
afueras de Los Ángeles. El sector es llano (igual que los demás barrios pobres: todos
tienen el mismo aspecto), así que cuando hay tormenta, el lago debe de desbordarse y
llenar de aguas residuales y contaminadas las calles de la costa.
Todos los edificios están deteriorados y llenos de grietas, salvo, por supuesto, la
jefatura de policía. La gente camina junto a la basura que se apila contra las paredes sin
prestarle atención. Hay moscas y perros alrededor de los desechos. También hay gente.
El olor (quinqués humeantes, grasa, agua de alcantarilla) me hace arrugar la nariz,
hasta que caigo en la cuenta de que, si realmente viviera en el barrio, estaría habituada
al hedor. Hago un esfuerzo por borrar la mueca de mi cara.
Varios hombres me sonríen cuando paso a su lado. Uno incluso me llama. Los ignoro y
sigo adelante. Escoria... Me asombra que aprobaran su Prueba. Me pregunto si podrían
contagiarme la peste aunque esté vacunada. Quién sabe dónde habrán estado.
Me paro en seco al recordar lo que me dijo Metias: que no debería juzgar a la gente
pobre de esa forma. Bueno, supongo que él era mejor persona que yo, pienso con
amargura.
El diminuto micrófono que llevo dentro de la boca vibra ligeramente contra mi mejilla, y
una voz suave suena en el auricular.
—Señorita Iparis —la voz de Thomas es un siseo imperceptible que nadie más que yo
puede oír—. ¿Va todo bien?
—Ajá —musito; el micrófono es capaz de captar la menor de las vibraciones de mi
garganta—. Estoy en el centro de Lake. Voy a desconectar durante un rato.
—De acuerdo —responde Thomas, y el auricular se queda en silencio.
Hago un chasquido con la lengua para apagar el micrófono.
Paso la mayor parte de la mañana fingiendo que hurgo en los cubos de basura para
escuchar las historias que cuentan los mendigos sobre la peste: las últimas víctimas, las
zonas en las que la policía parece más nerviosa, las que han comenzado a recuperarse...
También intercambian información sobre los mejores sitios para encontrar comida y
agua fresca o para esconderse durante los huracanes. Algunos son tan jóvenes que no
creo que hayan pasado la Prueba aún. El más pequeño habla de sus padres y de cómo
quitarle la cartera a un soldado.
Pero nadie habla de Day.
Pasan las horas; atardece y luego se hace de noche. Cuando localizo un callejón
tranquilo donde descansar, me encuentro con que ya hay otros vagabundos dentro de
los contenedores. Me alejo hasta un rincón oscuro y enciendo el micrófono. Saco el
colgante de Day y lo levanto para estudiar sus suaves curvas.
—Se acabó por hoy —murmuro. Apenas me vibra la garganta. El audífono crepita
débilmente por la estática.
—¿Señorita Iparis? —dice Thomas—. ¿Ha obtenido resultados?
—No, no he conseguido nada. Mañana lo intentaré en lugares públicos.
—De acuerdo. Aquí habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la semana,
por si necesita ayuda.
Cuando Thomas dice que habrá gente las veinticuatro horas de los siete días de la
semana, sé que se refiere a que él estará escuchándome.
—Gracias —susurro—. Corto la comunicación.
Apago el micrófono. Me gruñe el estómago, así que me saco del bolsillo un trozo de
pollo que he encontrado en el callejón trasero de una cafetería y me obligo a masticar,
haciendo caso omiso de su tacto viscoso y frío. Si he de vivir como un ciudadano de
Lake, tendré que comer igual que ellos. Tal vez debería buscarme un trabajo, medito. La
idea me hace resoplar.
Cuando logro conciliar el sueño, tengo una pesadilla en la que aparece Metias.
Al día siguiente no sucede nada de interés, ni tampoco el siguiente. Tengo el pelo lacio
y enredado por el calor y el humo, y la mugre ha empezado a cubrirme la cara. Cuando
veo mi reflejo en el lago, me doy cuenta de que tengo el mismo aspecto que cualquier
indigente.
Todo da la impresión de estar sucio.
El cuarto día, cuando voy caminando por la frontera entre Lake y Blueridge, decido dar
una vuelta por los bares.
Y entonces, algo sucede. Me tropiezo con una pelea de skiz.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Que difícil situación, Thomas y la comandante Jamerson son de temer, pero June está enfocada a dar con Day.
Gracias Maria Teresita
Gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
Ay June esta decidida a pescarlo, y claro como cree que Day mató a su hermano, esto cada vez se vuelve mas intrigante
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
DAY
Las obras para presenciar una pelea callejera —y apostar en ella— son bastantes
simples:
1. Eliges al que crees que va a ganar.
2. Apuestas por esa persona.
Eso es todo. Aunque si tienes cuentas pendientes con la policía, es mejor que pases de
entrar en apuestas ilegales: no es raro que acabes arrestado.
Es por la tarde. Estoy agazapado detrás de la chimenea de una nave ruinosa. Desde
donde me encuentro se ve a la muchedumbre reunida junto al edificio contiguo. Incluso
puedo escuchar sus conversaciones.
Y ahí está Tess, mezclada con ellos; su delicada figura casi se pierde en el tumulto. Lleva
una bolsa con nuestro dinero y una sonrisa en el rostro. La veo escuchar a las personas
que apuestan y discuten sobre los luchadores. Les hace un par de preguntas. No me
atrevo a quitarle los ojos de encima. A veces, la policía ciudadana no se siente
satisfecha con los sobornos e interrumpe alguna pelea de skiz, así que nunca me quedo
entre la multitud para presenciarlas. Si me arrestaran y comprobaran mis huellas
digitales, estaríamos acabados. Tess, sin embargo, es pequeña y astuta. Puede escapar
de una redada mucho más fácilmente que yo, pero eso no significa que vaya a dejarla
sola.
—Sigue andando, hermano —murmuro para mis adentros cuando Tess se detiene y se
ríe de las bromas que hace un tipo de aspecto pendenciero—. Ojo con ella, chico.
Se oye un ruido a un lado y me giro por un instante. Una de las luchadoras se dedica a
animar a la gente moviendo los brazos y gritando. Sonrío. Se llama Kaede, o al menos
es lo que corea la multitud. Se trata de la camarera que conocí hace días en el sector
Alta. Gira las muñecas, flexiona las rodillas y agita los brazos.
Kaede ya ha ganado una pelea. Según las reglas no escritas del skiz, debe continuar
luchando hasta que pierda, esto es, hasta que un oponente la tire al suelo. Cada vez que gana, se lleva un porcentaje de la suma apostada a favor de su contrincante.
Contemplo a la chica que ha escogido como siguiente competidora: tiene la piel
aceitunada, el ceño fruncido y expresión de incertidumbre. Suspiro: sin duda, los
espectadores saben cuál va a ser el resultado. La aspirante tendrá suerte si Kaede la
deja con vida.
Tess aguarda hasta que nadie le presta atención y entonces me lanza una mirada fugaz.
Levanto el pulgar. Ella sonríe, me guiña un ojo y se vuelve a mezclar con la
muchedumbre. Le entrega el dinero al que se encarga de las apuestas, un tipo grande y
muy corpulento. Nos jugamos mil billetes, casi todos nuestros ahorros, a favor de
Kaede.
La pelea dura menos de un minuto. Kaede sorprende enseguida a su contrincante con
un golpe fuerte, se lanza contra su cara y la otra chica se tambalea. Kaede juega con
ella como un gato con la comida antes de lanzarle un directo brutal. Su adversaria se
derrumba, golpea el suelo de cemento con la cabeza y se queda aturdida.
K. O.
El público aplaude y unas cuantas personas ayudan a alejarse a la perdedora. Cruzo una
breve sonrisa con Tess, que recoge nuestras ganancias y las mete en la bolsa. Mil
quinientos billetes. Trago saliva: no quiero emocionarme demasiado, pero este es un
paso más hacia las vacunas.
Vuelvo a prestar atención a la multitud; ahora Kaede se atusa el pelo y mira alrededor
con expresión de burla, lo que vuelve loca a la concurrencia.
—¿Quién va ahora?
—¡Escoge! ¡Escoge! —corea la muchedumbre en respuesta.
Kaede observa con la cabeza inclinada a las personas que la rodean mientras yo clavo
los ojos en Tess, que está de puntillas. Le da una palmada vacilante en el hombro a un
tipo, le dice algo y empuja para pasar delante. Aprieto la mandíbula al verla: la próxima
vez, estaré a su lado y la auparé a hombros de forma que pueda ver la pelea sin tener
que ingeniárselas para encontrar sitio.
Un segundo después, me incorporo de golpe: Tess acaba de pisar sin querer a un tipo
bastante grande que le grita algo muy enfadado. Antes de que Tess pueda disculparse,
la lanza hacia el centro del corro. Ella tropieza y la gente se echa a reír a carcajadas.
Una cólera me cruza el pecho, pero Kaede parece muy divertida.
—¿Me estás retando, niña? —grita con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Qué gracia!
Tess mira desconcertada a su alrededor e intenta retroceder pero le cierran el paso.
Cuando veo que Kaede asiente en dirección a Tess, me lanzo hacia adelante: va a
aceptarla como adversaria.
Ah, no, maldita sea. No mientras esté yo presente. No si Kaede quiere seguir viva.
De pronto, suena una voz que me hace frenar en seco. Una chica se ha abierto camino
hasta el centro del ring y contempla a Kaede con un resoplido desdeñoso.
—No parece una lucha muy justa —le suelta.
Kaede se ríe. Se hace un silencio tenso.
—¿Quién te crees que eres para hablarme así? —grita de pronto—. ¿Te crees mejor que
yo? —le da con el dedo en un hombro y la muchedumbre suelta un grito de júbilo.
Tess aprovecha para escabullirse entre la multitud. La chica nueva acaba de ocupar el
lugar de Tess, lo quiera o no.
Dejo escapar un suspiro. Cuando consigo tranquilizarme, estudio a la nueva oponente.
Es casi tan baja como Tess, y está bastante más delgada que Kaede. Parece sentirse
incómoda de ser el centro de atención. En un primer momento no le doy oportunidad,
pero entonces le echo un vistazo más detenido. No, esta chica no es como la anterior.
Si se queda quieta no es porque tenga miedo de pelear ni de perder, sino porque está
pensando. Calculando. Lleva el pelo negro recogido en una coleta alta, y su
constitución es ligera y atlética. Se queda inmóvil a propósito, con una mano apoyada
en la cadera, como si fuera imposible sorprenderla con la guardia baja. Me descubro
admirando su rostro. Por un instante me quedo anonadado.
La chica hace un gesto negativo con la cabeza, y eso también me deja de piedra. Jamás
he visto que nadie rehusara pelear. Todo el mundo conoce las reglas del skiz: si te
escogen, peleas. A esta chica no parece darle miedo la ira de la multitud. Kaede hace un
gesto de burla y le espeta algo que no oigo. Tess sí que lo capta, y me dirige una mirada
rápida de preocupación.
Finalmente, la chica acaba por asentir. El público berrea de satisfacción y Kaede sonríe.
Me inclino hacia adelante. Hay algo en la chica nueva... no sé lo que es. Pero sus ojos
parecen brillar y me da la impresión de percibir una sonrisa en su cara, aunque tal vez
sea una alucinación producida por el calor.
Tess me lanza una mirada inquisitiva. Dudo una décima de segundo, pero luego vuelvo
a subir el pulgar. Agradezco mucho que esta chica haya aparecido para ayudar a Tess,
pero mi dinero está en juego y decido apostar sobre seguro. Tess asiente y apuesta por
Kaede.
Sin embargo, en cuanto la desconocida entra en el círculo y veo su postura, sé que he
cometido un error descomunal. Kaede arremete igual que un toro, como un ariete.
La otra chica es una cobra.
Las obras para presenciar una pelea callejera —y apostar en ella— son bastantes
simples:
1. Eliges al que crees que va a ganar.
2. Apuestas por esa persona.
Eso es todo. Aunque si tienes cuentas pendientes con la policía, es mejor que pases de
entrar en apuestas ilegales: no es raro que acabes arrestado.
Es por la tarde. Estoy agazapado detrás de la chimenea de una nave ruinosa. Desde
donde me encuentro se ve a la muchedumbre reunida junto al edificio contiguo. Incluso
puedo escuchar sus conversaciones.
Y ahí está Tess, mezclada con ellos; su delicada figura casi se pierde en el tumulto. Lleva
una bolsa con nuestro dinero y una sonrisa en el rostro. La veo escuchar a las personas
que apuestan y discuten sobre los luchadores. Les hace un par de preguntas. No me
atrevo a quitarle los ojos de encima. A veces, la policía ciudadana no se siente
satisfecha con los sobornos e interrumpe alguna pelea de skiz, así que nunca me quedo
entre la multitud para presenciarlas. Si me arrestaran y comprobaran mis huellas
digitales, estaríamos acabados. Tess, sin embargo, es pequeña y astuta. Puede escapar
de una redada mucho más fácilmente que yo, pero eso no significa que vaya a dejarla
sola.
—Sigue andando, hermano —murmuro para mis adentros cuando Tess se detiene y se
ríe de las bromas que hace un tipo de aspecto pendenciero—. Ojo con ella, chico.
Se oye un ruido a un lado y me giro por un instante. Una de las luchadoras se dedica a
animar a la gente moviendo los brazos y gritando. Sonrío. Se llama Kaede, o al menos
es lo que corea la multitud. Se trata de la camarera que conocí hace días en el sector
Alta. Gira las muñecas, flexiona las rodillas y agita los brazos.
Kaede ya ha ganado una pelea. Según las reglas no escritas del skiz, debe continuar
luchando hasta que pierda, esto es, hasta que un oponente la tire al suelo. Cada vez que gana, se lleva un porcentaje de la suma apostada a favor de su contrincante.
Contemplo a la chica que ha escogido como siguiente competidora: tiene la piel
aceitunada, el ceño fruncido y expresión de incertidumbre. Suspiro: sin duda, los
espectadores saben cuál va a ser el resultado. La aspirante tendrá suerte si Kaede la
deja con vida.
Tess aguarda hasta que nadie le presta atención y entonces me lanza una mirada fugaz.
Levanto el pulgar. Ella sonríe, me guiña un ojo y se vuelve a mezclar con la
muchedumbre. Le entrega el dinero al que se encarga de las apuestas, un tipo grande y
muy corpulento. Nos jugamos mil billetes, casi todos nuestros ahorros, a favor de
Kaede.
La pelea dura menos de un minuto. Kaede sorprende enseguida a su contrincante con
un golpe fuerte, se lanza contra su cara y la otra chica se tambalea. Kaede juega con
ella como un gato con la comida antes de lanzarle un directo brutal. Su adversaria se
derrumba, golpea el suelo de cemento con la cabeza y se queda aturdida.
K. O.
El público aplaude y unas cuantas personas ayudan a alejarse a la perdedora. Cruzo una
breve sonrisa con Tess, que recoge nuestras ganancias y las mete en la bolsa. Mil
quinientos billetes. Trago saliva: no quiero emocionarme demasiado, pero este es un
paso más hacia las vacunas.
Vuelvo a prestar atención a la multitud; ahora Kaede se atusa el pelo y mira alrededor
con expresión de burla, lo que vuelve loca a la concurrencia.
—¿Quién va ahora?
—¡Escoge! ¡Escoge! —corea la muchedumbre en respuesta.
Kaede observa con la cabeza inclinada a las personas que la rodean mientras yo clavo
los ojos en Tess, que está de puntillas. Le da una palmada vacilante en el hombro a un
tipo, le dice algo y empuja para pasar delante. Aprieto la mandíbula al verla: la próxima
vez, estaré a su lado y la auparé a hombros de forma que pueda ver la pelea sin tener
que ingeniárselas para encontrar sitio.
Un segundo después, me incorporo de golpe: Tess acaba de pisar sin querer a un tipo
bastante grande que le grita algo muy enfadado. Antes de que Tess pueda disculparse,
la lanza hacia el centro del corro. Ella tropieza y la gente se echa a reír a carcajadas.
Una cólera me cruza el pecho, pero Kaede parece muy divertida.
—¿Me estás retando, niña? —grita con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Qué gracia!
Tess mira desconcertada a su alrededor e intenta retroceder pero le cierran el paso.
Cuando veo que Kaede asiente en dirección a Tess, me lanzo hacia adelante: va a
aceptarla como adversaria.
Ah, no, maldita sea. No mientras esté yo presente. No si Kaede quiere seguir viva.
De pronto, suena una voz que me hace frenar en seco. Una chica se ha abierto camino
hasta el centro del ring y contempla a Kaede con un resoplido desdeñoso.
—No parece una lucha muy justa —le suelta.
Kaede se ríe. Se hace un silencio tenso.
—¿Quién te crees que eres para hablarme así? —grita de pronto—. ¿Te crees mejor que
yo? —le da con el dedo en un hombro y la muchedumbre suelta un grito de júbilo.
Tess aprovecha para escabullirse entre la multitud. La chica nueva acaba de ocupar el
lugar de Tess, lo quiera o no.
Dejo escapar un suspiro. Cuando consigo tranquilizarme, estudio a la nueva oponente.
Es casi tan baja como Tess, y está bastante más delgada que Kaede. Parece sentirse
incómoda de ser el centro de atención. En un primer momento no le doy oportunidad,
pero entonces le echo un vistazo más detenido. No, esta chica no es como la anterior.
Si se queda quieta no es porque tenga miedo de pelear ni de perder, sino porque está
pensando. Calculando. Lleva el pelo negro recogido en una coleta alta, y su
constitución es ligera y atlética. Se queda inmóvil a propósito, con una mano apoyada
en la cadera, como si fuera imposible sorprenderla con la guardia baja. Me descubro
admirando su rostro. Por un instante me quedo anonadado.
La chica hace un gesto negativo con la cabeza, y eso también me deja de piedra. Jamás
he visto que nadie rehusara pelear. Todo el mundo conoce las reglas del skiz: si te
escogen, peleas. A esta chica no parece darle miedo la ira de la multitud. Kaede hace un
gesto de burla y le espeta algo que no oigo. Tess sí que lo capta, y me dirige una mirada
rápida de preocupación.
Finalmente, la chica acaba por asentir. El público berrea de satisfacción y Kaede sonríe.
Me inclino hacia adelante. Hay algo en la chica nueva... no sé lo que es. Pero sus ojos
parecen brillar y me da la impresión de percibir una sonrisa en su cara, aunque tal vez
sea una alucinación producida por el calor.
Tess me lanza una mirada inquisitiva. Dudo una décima de segundo, pero luego vuelvo
a subir el pulgar. Agradezco mucho que esta chica haya aparecido para ayudar a Tess,
pero mi dinero está en juego y decido apostar sobre seguro. Tess asiente y apuesta por
Kaede.
Sin embargo, en cuanto la desconocida entra en el círculo y veo su postura, sé que he
cometido un error descomunal. Kaede arremete igual que un toro, como un ariete.
La otra chica es una cobra.
mariateresa- Mensajes : 1841
Fecha de inscripción : 10/01/2017
Edad : 47
Localización : CHILE
Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
JUNE
No me preocupa perder esta pelea; lo que me preocupa es matar accidentalmente a mi
oponente.
Pero si me voy ahora, estoy muerta.
Maldigo en silencio: ¿en qué lío me he metido?
Cuando me topé con un grupo de gente que hacía apuestas, estuve por marcharme. No
quería tener nada que ver con las peleas de skiz; prefería no correr el riesgo de que la
policía me arrestase y me interrogase. Pero después pensé que podría sacar
información valiosa de un grupo de gente así: muchos parecían del barrio, y tal vez
alguno conociera personalmente a Day. Alguien tiene que conocerle en Lake, y no sería
raro que ese alguien fuera aficionado al skiz.
Pero no debería haber intervenido cuando empujaron a esa chica tan frágil dentro del
ring. Tendría que haber dejado que se las arreglara sola.
Ahora es demasiado tarde.
La tal Kaede inclina la cabeza en mi dirección y sonríe. Inspiro profundamente. Ya ha
empezado a moverse, rodeándome como un depredador. Yo me dedico a estudiar su
postura: echa a andar con el pie derecho. Sin embargo, es zurda.
Eso debe de jugar en su favor cuando se enfrenta a contrincantes normales, pero yo
estoy entrenada para estas situaciones. Corrijo mi postura. La gente chilla tan fuerte
que se me taponan los oídos.
Dejo que aseste el primer golpe: Kaede enseña los dientes y arremete con el puño en
alto, pero me doy cuenta de que está preparándose para lanzar una patada. La esquivo
y su pierna pasa delante de mí. Aprovecho su giro para golpearla en el instante en que
me da la espalda, y ella pierde el equilibrio y trastabilla. La multitud rompe en aplausos.
Kaede se vuelve para retomar el combate, pero ya no sonríe: he conseguido enfadarla.
Se abalanza sobre mí; bloqueo sus dos primeros puñetazos, pero el tercero me alcanza
en la mandíbula y me vuelve la cabeza.
Cada músculo de mi cuerpo me pide que acabe ya mismo con esto, pero me obligo a
tener paciencia. Si peleara demasiado bien, despertaría sospechas. Tengo un estilo de
lucha demasiado preciso para una simple vagabunda, así que permito que Kaede me
golpee otra vez. La muchedumbre ruge y ella vuelve a sonreír con confianza renovada.
Espero a que cargue de nuevo contra mí y entonces me agacho y la hago tropezar. No
se lo esperaba, así que cae pesadamente de bruces mientras el público brama
entusiasmado.
Kaede se levanta, aunque en teoría las peleas de skiz terminan cuando alguien cae al
suelo. Ni siquiera se detiene a recobrar el aliento: suelta un alarido de cólera y se lanza
contra mí otra vez. Debería haber visto el brillo metálico en su mano. El puñetazo se
estrella contra mi costado y me produce un dolor penetrante. La echo a un lado de un
empellón y entonces noto algo tibio y húmedo en la cintura. Bajo la vista.
Una puñalada. Para abrirme la carne de esa forma ha tenido que usar un cuchillo de
sierra. Estrecho los ojos y miro a Kaede. No se permiten armas en el skiz, pero... en
estas cosas, la gente rara vez sigue las reglas.
Estoy mareada de dolor y rabia. ¿No hay reglas? Muy bien.
Cuando Kaede ataca de nuevo, la esquivo, le agarro el brazo y se lo retuerzo hasta
romperlo de un solo movimiento. Ella grita de dolor y se debate, pero yo continúo
empujándole el brazo roto contra la espalda hasta que veo que su cara pierde el color.
Del dobladillo de su camiseta cae un cuchillo que tintinea contra el suelo (tiene el filo de
sierra; justo lo que pensaba. Kaede no es una vagabunda normal, si tiene la capacidad
de conseguir un arma tan buena como esa. Debe de estar metida en algún asunto
sucio, igual que Day. Si no estuviera de misión secreta, la arrestaría ahora mismo y me la
llevaría para interrogarla).
Me arde la herida, pero aprieto los dientes y aferro su brazo con firmeza.
Finalmente, Kaede empieza a darme toques frenéticos con la otra mano. La suelto y
observo cómo cae de rodillas al suelo, apoyada en el brazo sano. La multitud se vuelve
loca. Me tapono la hemorragia lo mejor que puedo y miro alrededor: el dinero cambia
de manos. Dos personas ayudan a salir del ring a Kaede (que me fulmina con la mirada
antes de irse) y los demás espectadores comienzan a corear un grito:
—¡Escoge! ¡Escoge! ¡Escoge!
Puede que sea por el dolor, que me empieza a producir vértigo, pero cometo una
imprudencia. Soy incapaz de contener la furia ni un minuto más. Me doy media vuelta
sin decir una palabra, me bajo las mangas que tenía enrolladas y me levanto el cuello de
la camisa. Acto seguido, doy un paso fuera del ring y empiezo a empujar para salir del
barullo.
El cántico del público cambia y se convierte en un coro de abucheos. Estoy tentada de
encender el micrófono y pedirle a Thomas que envíe refuerzos, pero decido no hacerlo.
Me he prometido a mí misma que solo pediré cobertura si la situación es desesperada,
y desde luego no tengo intención de delatarme por una pelea callejera.
Cuando me las arreglo para salir del edificio, echo un vistazo a mi espalda. Me sigue
media docena de espectadores enfurecidos. Los que apostaban son los que están más
enfadados, pero los ignoro y continúo andando.
—¡Vuelve aquí! —grita uno—. ¡No puedes irte sin más!
Echo a correr. Maldita puñalada... Me topo con un enorme contenedor de basura, me
subo a él de una zancada y me preparo para saltar hasta una ventana del segundo piso.
Si consigo elevarme lo suficiente, no me podrán alcanzar. Tomo impulso y logro
agarrarme al alféizar con una mano, pero la herida me hace más torpe. Alguien me
aferra una pierna y tira hacia abajo con fuerza. Pierdo el agarre, me doy contra la pared
y acabo por caer; la cabeza me golpea contra el suelo y todo empieza a dar vueltas a mi
alrededor. Mis perseguidores se abalanzan sobre mí y me arrastran por los pies hacia la
multitud, que no deja de gritar. Lucho por pensar con claridad; solo veo luces y
destellos. Intento encender el micrófono, pero la lengua me pesa como si estuviera
cubierta de arena.
«Thomas», quiero susurrar. Pero lo que digo es «Metias». A ciegas, intento alcanzar la
mano de mi hermano hasta que recuerdo que ya no está ahí para tendérmela.
De pronto escucho un estallido y un par de gritos, y al instante estoy libre. Me
incorporo e intento mover los pies, pero tropiezo y caigo otra vez. ¿De dónde ha salido
esta humareda? Estrecho los ojos y trato de ver algo a través de la neblina. Se oye una
auténtica algarabía de gritos. Alguien ha tenido que lanzar una bomba de humo.
Una voz me pide que me incorpore. Cuando giro la cara, veo que un chico me tiende la
mano. Tiene los ojos de color azul brillante y la cara sucia, y lleva puesta una gorra
destrozada. Me atraviesa la mente un pensamiento absurdo: Es el chico más guapo que
he visto en mi vida.
—Vamos —me insta, y yo le agarro la mano.
Entre el humo y el caos, nos alejamos corriendo por la calle y desaparecemos entre las
largas sombras del atardecer.
No me preocupa perder esta pelea; lo que me preocupa es matar accidentalmente a mi
oponente.
Pero si me voy ahora, estoy muerta.
Maldigo en silencio: ¿en qué lío me he metido?
Cuando me topé con un grupo de gente que hacía apuestas, estuve por marcharme. No
quería tener nada que ver con las peleas de skiz; prefería no correr el riesgo de que la
policía me arrestase y me interrogase. Pero después pensé que podría sacar
información valiosa de un grupo de gente así: muchos parecían del barrio, y tal vez
alguno conociera personalmente a Day. Alguien tiene que conocerle en Lake, y no sería
raro que ese alguien fuera aficionado al skiz.
Pero no debería haber intervenido cuando empujaron a esa chica tan frágil dentro del
ring. Tendría que haber dejado que se las arreglara sola.
Ahora es demasiado tarde.
La tal Kaede inclina la cabeza en mi dirección y sonríe. Inspiro profundamente. Ya ha
empezado a moverse, rodeándome como un depredador. Yo me dedico a estudiar su
postura: echa a andar con el pie derecho. Sin embargo, es zurda.
Eso debe de jugar en su favor cuando se enfrenta a contrincantes normales, pero yo
estoy entrenada para estas situaciones. Corrijo mi postura. La gente chilla tan fuerte
que se me taponan los oídos.
Dejo que aseste el primer golpe: Kaede enseña los dientes y arremete con el puño en
alto, pero me doy cuenta de que está preparándose para lanzar una patada. La esquivo
y su pierna pasa delante de mí. Aprovecho su giro para golpearla en el instante en que
me da la espalda, y ella pierde el equilibrio y trastabilla. La multitud rompe en aplausos.
Kaede se vuelve para retomar el combate, pero ya no sonríe: he conseguido enfadarla.
Se abalanza sobre mí; bloqueo sus dos primeros puñetazos, pero el tercero me alcanza
en la mandíbula y me vuelve la cabeza.
Cada músculo de mi cuerpo me pide que acabe ya mismo con esto, pero me obligo a
tener paciencia. Si peleara demasiado bien, despertaría sospechas. Tengo un estilo de
lucha demasiado preciso para una simple vagabunda, así que permito que Kaede me
golpee otra vez. La muchedumbre ruge y ella vuelve a sonreír con confianza renovada.
Espero a que cargue de nuevo contra mí y entonces me agacho y la hago tropezar. No
se lo esperaba, así que cae pesadamente de bruces mientras el público brama
entusiasmado.
Kaede se levanta, aunque en teoría las peleas de skiz terminan cuando alguien cae al
suelo. Ni siquiera se detiene a recobrar el aliento: suelta un alarido de cólera y se lanza
contra mí otra vez. Debería haber visto el brillo metálico en su mano. El puñetazo se
estrella contra mi costado y me produce un dolor penetrante. La echo a un lado de un
empellón y entonces noto algo tibio y húmedo en la cintura. Bajo la vista.
Una puñalada. Para abrirme la carne de esa forma ha tenido que usar un cuchillo de
sierra. Estrecho los ojos y miro a Kaede. No se permiten armas en el skiz, pero... en
estas cosas, la gente rara vez sigue las reglas.
Estoy mareada de dolor y rabia. ¿No hay reglas? Muy bien.
Cuando Kaede ataca de nuevo, la esquivo, le agarro el brazo y se lo retuerzo hasta
romperlo de un solo movimiento. Ella grita de dolor y se debate, pero yo continúo
empujándole el brazo roto contra la espalda hasta que veo que su cara pierde el color.
Del dobladillo de su camiseta cae un cuchillo que tintinea contra el suelo (tiene el filo de
sierra; justo lo que pensaba. Kaede no es una vagabunda normal, si tiene la capacidad
de conseguir un arma tan buena como esa. Debe de estar metida en algún asunto
sucio, igual que Day. Si no estuviera de misión secreta, la arrestaría ahora mismo y me la
llevaría para interrogarla).
Me arde la herida, pero aprieto los dientes y aferro su brazo con firmeza.
Finalmente, Kaede empieza a darme toques frenéticos con la otra mano. La suelto y
observo cómo cae de rodillas al suelo, apoyada en el brazo sano. La multitud se vuelve
loca. Me tapono la hemorragia lo mejor que puedo y miro alrededor: el dinero cambia
de manos. Dos personas ayudan a salir del ring a Kaede (que me fulmina con la mirada
antes de irse) y los demás espectadores comienzan a corear un grito:
—¡Escoge! ¡Escoge! ¡Escoge!
Puede que sea por el dolor, que me empieza a producir vértigo, pero cometo una
imprudencia. Soy incapaz de contener la furia ni un minuto más. Me doy media vuelta
sin decir una palabra, me bajo las mangas que tenía enrolladas y me levanto el cuello de
la camisa. Acto seguido, doy un paso fuera del ring y empiezo a empujar para salir del
barullo.
El cántico del público cambia y se convierte en un coro de abucheos. Estoy tentada de
encender el micrófono y pedirle a Thomas que envíe refuerzos, pero decido no hacerlo.
Me he prometido a mí misma que solo pediré cobertura si la situación es desesperada,
y desde luego no tengo intención de delatarme por una pelea callejera.
Cuando me las arreglo para salir del edificio, echo un vistazo a mi espalda. Me sigue
media docena de espectadores enfurecidos. Los que apostaban son los que están más
enfadados, pero los ignoro y continúo andando.
—¡Vuelve aquí! —grita uno—. ¡No puedes irte sin más!
Echo a correr. Maldita puñalada... Me topo con un enorme contenedor de basura, me
subo a él de una zancada y me preparo para saltar hasta una ventana del segundo piso.
Si consigo elevarme lo suficiente, no me podrán alcanzar. Tomo impulso y logro
agarrarme al alféizar con una mano, pero la herida me hace más torpe. Alguien me
aferra una pierna y tira hacia abajo con fuerza. Pierdo el agarre, me doy contra la pared
y acabo por caer; la cabeza me golpea contra el suelo y todo empieza a dar vueltas a mi
alrededor. Mis perseguidores se abalanzan sobre mí y me arrastran por los pies hacia la
multitud, que no deja de gritar. Lucho por pensar con claridad; solo veo luces y
destellos. Intento encender el micrófono, pero la lengua me pesa como si estuviera
cubierta de arena.
«Thomas», quiero susurrar. Pero lo que digo es «Metias». A ciegas, intento alcanzar la
mano de mi hermano hasta que recuerdo que ya no está ahí para tendérmela.
De pronto escucho un estallido y un par de gritos, y al instante estoy libre. Me
incorporo e intento mover los pies, pero tropiezo y caigo otra vez. ¿De dónde ha salido
esta humareda? Estrecho los ojos y trato de ver algo a través de la neblina. Se oye una
auténtica algarabía de gritos. Alguien ha tenido que lanzar una bomba de humo.
Una voz me pide que me incorpore. Cuando giro la cara, veo que un chico me tiende la
mano. Tiene los ojos de color azul brillante y la cara sucia, y lleva puesta una gorra
destrozada. Me atraviesa la mente un pensamiento absurdo: Es el chico más guapo que
he visto en mi vida.
—Vamos —me insta, y yo le agarro la mano.
Entre el humo y el caos, nos alejamos corriendo por la calle y desaparecemos entre las
largas sombras del atardecer.
mariateresa- Mensajes : 1841
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Edad : 47
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Re: Lectura de Trilogía: Legend-Marie Lu #1
orale, me asuste cuando la pobre de Tess quedo en medio de la bola, pensé que se la iban a surtir bien y bonito, pero June entro al quite y también salio algo golpeada, pero a la otra le fue como en feria, y sin querer queriendo encontró a Day, bueno creo que el fue el que se acerco para ayudarla, en que peligros anda, que miedo toda la multitud ahí, gracias Maria Teresita
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
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