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Lectura #1 Octubre 2017
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
BUSCADOR
6-7 DE JULIO
El Lago
CUANDO WAYNE SE VIO SOLO EN EL ASIENTO TRASERO DEL ROLLS-ROYCE hizo la única cosa sensata que podía hacer. Intentó salir.
Su madre se había ido volando —aquello parecía más volar que correr— cuesta abajo y el Hombre Enmascarado había salido detrás de ella dando grandes zancadas que parecían torpes y ebrias. Y entonces hasta el señor Manx se había marchado en dirección al lago, presionándose con la mano uno de los lados de la cabeza.
La visión de Manx colina abajo le paralizó durante un instante. El día había adquirido una tonalidad azul acuoso y turbio, el mundo parecía líquido. Una espesa niebla del color del lago colgaba de los árboles. El lago del color de la niebla aguardaba a los pies de la pendiente. Desde la parte de atrás del coche Wayne apenas alcanzaba a ver la boya en el agua.
Con el vapor flotante como telón de fondo, Manx parecía un personaje de un espectáculo circense, alguien a medio camino entre el esqueleto humano y el zancudo, una figura inverosímilmente alta, demacrada y escuálida enfundada en un arcaico frac. La cabeza deforme y calva y la nariz de gancho recordaban a un buitre. La niebla alteraba su sombra de manera que parecía caminar colina abajo cruzando una serie de umbrales con la forma de su silueta, cada uno más grande que el anterior.
Apartar la vista de él era lo más difícil del mundo. Gas de jengibre, pensó Wayne. Había inhalado algo de la sustancia con la que le había rociado el Hombre Enmascarado, por eso tardaba en reaccionar. Se frotó la cara con ambas manos en un intento por espabilarse del todo y se puso a manos a la obra.
Ya había intentado abrir las puertas traseras, pero los cierres se negaban a ceder por mucho que tirara de ellos y las ventanas no bajaban. El asiento delantero, en cambio, era otro cantar. No solo se veía claramente que la puerta del pasajero no estaba cerrada, sino que además la ventanilla estaba medio bajada. Lo bastante para que Wayne se escabullera por ella si la portezuela se negaba a cooperar.
Se obligó a levantarse y emprendió el largo y cansado viaje, de un metro de distancia, desde el compartimento trasero al delantero. Se agarró al respaldo del asiento de delante, tomó impulso y…
Cayó al suelo de la parte de atrás del coche.
Lo rápido del movimiento hizo que la cabeza le diera vueltas de forma extraña. Permaneció varios segundos a cuatro patas, respirando hondo y tratando de apaciguar la inquietud que empezaba a invadirle, al tiempo que intentaba comprender lo que le había pasado.
El gas le había llegado al cerebro, le había desorientado y ahora no distinguía entre arriba y abajo. Había perdido las referencias desplomándose en la parte de atrás del coche. Eso era todo.
Intentó levantarse una vez más. El mundo empezó a girar peligrosamente a su alrededor pero esperó a que se detuviera. Inhaló de nuevo (más sabor a jengibre), trató de pasar sobre el respaldo y terminó, una vez más, sentado en el suelo del compartimento trasero.
El estómago le subió a la garganta y por un momento notó el desayuno en la boca. Se lo volvió a tragar. Le había sabido mejor la primera vez que lo tomó.
Desde el final de la cuesta Manx parecía estar diciendo algo, le hablaba al lago con voz calmada, sin prisas.
Wayne examinó el compartimento trasero en un intento por explicarse cómo había terminado otra vez allí. Era como si el asiento de atrás no tuviera fin. Como si no hubiera otra cosa en el mundo que asiento trasero. Se sentía igual de mareado que si acabara de bajarse del Gravitrón del parque de atracciones, donde girabas cada vez más deprisa hasta que terminabas pegado a la pared por efecto de la fuerza centrífuga.
Levántate. No te rindas. Leyó estas palabras mentalmente con la misma claridad que si hubieran estado escritas en letras negras sobre una valla blanca.
Esta vez agachó la cabeza, tomó impulso, saltó por encima de la separación y se precipitó del compartimento trasero hasta el… compartimento trasero, donde aterrizó en el suelo enmoquetado. El iPhone se le salió del bolsillo de los pantalones cortos.
Se colocó a cuatro patas, pero tuvo que apoyarse con fuerza en la moqueta para no caerse, de lo mareado y desorientado que estaba. Era como si el coche se estuviera moviendo, girando sobre hielo negro, trazando un enorme y nauseabundo círculo. La sensación de desplazamiento lateral era casi insoportable y necesitó cerrar un momento los ojos para huir de ella.
Cuando se atrevió a levantar la cabeza y mirar a su alrededor lo primero que vio fue su teléfono descansando en la moqueta a pocos centímetros de él.
Estiró el brazo para agarrarlo en un gesto lento, el mismo que haría un astronauta para coger un caramelo flotante.
Llamó a su padre, el único número que tenía almacenado en FAVORITOS y por tanto el más fácil de marcar. Tenía la impresión de que tocar una vez la pantalla era todo de lo que era capaz.
—¿Qué pasa, colega? —contestó Louis Carmody con una voz tan cálida, tan amistosa y tan libre de preocupación que al oírla a Wayne le subió un sollozo por la garganta.
Hasta aquel momento no se había dado cuenta de las ganas que tenía de llorar. La garganta se le había cerrado peligrosamente. No estaba seguro de poder respirar, mucho menos hablar. Cerró los ojos y le asaltó un recuerdo táctil breve y casi doloroso de su mejilla contra la cara áspera de su padre con su barba de oso de tres días.
—Papá —dijo—. Papá, estoy en la parte de atrás de un coche y no puedo salir.
Intentó explicarse, pero era difícil. Era difícil conseguir el aire que necesitaba para decir algo y también hablar mientras lloraba. Le ardían los ojos y tenía la visión borrosa. Era complicado explicar lo del Hombre Enmascarado y Charlie Manx y Hooper y el gas de jengibre y cómo el asiento trasero no se acababa nunca. No supo muy bien lo que decía. Algo sobre Manx. Algo sobre el coche.
Entonces el Hombre Enmascarado empezó a disparar de nuevo. Sonaron varios balazos dirigidos hacia la boya. La pistola parecía saltar en su mano, resplandeciendo en la oscuridad. ¿Cuándo se había hecho de noche?
—¡Están disparando, papá! —dijo Wayne con un tono de voz ronco y forzado que no parecía suyo—. ¡Están disparando a mamá!
Miró por el parabrisas delantero hacia la oscuridad, pero no fue capaz de distinguir si alguna de las balas había alcanzado a su madre o no. No podía verla. Su imagen se perdía en el lago, en la oscuridad. Cómo le gustaba a su madre la oscuridad. Con qué facilidad se escabullía de su lado.
Manx no se había quedado a mirar al Hombre Enmascarado disparar al agua y ya subía por la pendiente. Se sujetaba uno de los lados de la cabeza como si llevara un auricular y estuviera recibiendo instrucciones de sus superiores. Aunque era imposible imaginar a nadie que fuera el superior de Manx.
El Hombre Enmascarado vació el cargador de su pistola y se alejó también del embarcadero. Subió la cuesta dando tumbos, como si llevara un gran peso a la espalda. Pronto llegarían al coche. Wayne no sabía qué pasaría entonces, pero estaba lo bastante lúcido como para saber que si le veían el teléfono se lo quitarían.
—Tengo que colgar —le dijo a su padre—. Están volviendo. Llamaré cuando pueda. No me llames tú por si lo oyen. Igual lo oyen incluso si lo pongo en silencio.
Su padre repetía su nombre a gritos, pero no había tiempo para decir nada más. Wayne le dio a FINALIZAR LLAMADA y puso el teléfono en silencio.
Buscó un lugar donde meterlo, con la idea de esconderlo entre la tapicería. Pero entonces se fijó en que había unos cajones de madera de nogal con pomos de plata bruñida debajo de los asientos delanteros. Abrió uno, deslizó el teléfono dentro y lo cerró en el instante en que Manx abría la puerta del conductor.
Manx tiró el martillo plateado en el asiento delantero y se dispuso a entrar en el coche. Se tapaba el lado de la cabeza con un pañuelo de seda, pero lo retiró cuando vio a Wayne arrodillado en el suelo del coche. Este emitió un pequeño aullido de horror al verle la cara. Dos trozos de oreja le colgaban de un lado de la cabeza. Su rostro largo y demacrado estaba cubierto de sangre oscura y opaca. Un jirón de carne le colgaba de la frente y se le había pegado a la ceja. Debajo brillaba un trozo de hueso.
—Supongo que debo de dar bastante miedo —dijo Manx y sonrió dejando ver unos dientes manchados de rosa. Se señaló la cabeza—. Estoy como Malco después de que san Pedro le cortara la oreja.
Wayne se encontraba mal. El asiento trasero estaba extrañamente oscuro, como si Manx hubiera traído la noche con él al abrir la puerta.
Manx se sentó al volante. Entonces la puerta se cerró —sola— y el cristal de la ventanilla subió. No había sido él, era imposible que lo hubiera hecho, ya que con una mano se sujetaba la oreja y con la otra se presionaba la carne desgarrada de la frente.
El Hombre Enmascarado había llegado a la portezuela del lado del pasajero. Tiró del picaporte y al hacerlo el pestillo bajó.
La palanca de cambios se movió y se colocó en marcha atrás. El coche retrocedió unos centímetros, levantando piedrecitas con las ruedas.
—¡No! —gritó el Hombre Enmascarado. Seguía agarrado al picaporte cuando el coche se movió y a punto estuvo de perder el equilibrio. Corrió detrás del coche tratando de apoyar una mano en el capó, como si así pudiera evitar que el Rolls se moviera—. ¡No, señor Manx! ¡No se vaya! ¡Lo siento mucho! ¡No quería hacerlo, ha sido un error!
Hablaba con voz desgarrada por el pánico y el dolor. Corrió hasta la puerta del pasajero y trató una vez más de abrirla.
Manx se inclinó hacia él y le dijo a través de la ventanilla cerrada:
—Has pasado a mi lista negra, Bing Partridge. Estás muy equivocado si piensas que voy a llevarte a Christmasland después de este estropicio. Me da miedo dejarte entrar allí. ¿Quién me asegura que si vienes con vosotros no vas a acribillar el coche a balazos?
—Juro que voy a ser bueno. De verdad, más bueno que el centeno. ¡No se vaya! ¡Lo siento mucho! ¡Muchííííísimo!— tenía el interior de la máscara lleno de vaho y hablaba entre sollozos—. ¡Ojalá me hubiera pegado un tiro a mí! ¡Ojalá fuera mi oreja! ¡Ay, Bing, Bing, eres un tontín!
—Deja de decir ridiculeces. Ya me duele bastante la cabeza sin necesidad de oírte.
El pestillo subió. El Hombre Enmascarado tiró de la puerta, que se abrió y se metió en el coche.
—¡No quería! ¡Le juro que no quería! ¡Haré lo que sea, lo que sea! —abrió los ojos en un arranque de inspiración—. ¡Me puedo cortar una oreja! ¡Mi propia oreja! No me importa, no la necesito. ¡Tengo dos! ¿Quiere que me corte una oreja?
—Quiero que te calles. Si tienes ganas de cortarte algo, que sea la lengua. Así por lo menos tendremos un poco de tranquilidad.
El coche aceleró marcha atrás y se incorporó al asfalto, con un crujido del chasis. Una vez en la carretera giró a la derecha para situarse en dirección a la autopista. La palanca de cambios se movió de nuevo y se colocó en directa.
En ningún momento tocó Manx ni el volante ni la palanca, sino que continuó sujetándose la oreja y se volvió para hablarle al Hombre Enmascarado.
El gas de jengibre, pensó Wayne con una suerte de asombro resignado. Le hacía ver cosas raras. Los coches no se conducen solos, los asientos delanteros no son interminables.
El Hombre Enmascarado se balanceaba de atrás adelante, emitiendo sonidos lastimeros y negando con la cabeza.
—Idiota —susurraba—. Cómo puedo ser tan idiota —se dio un cabezazo fuerte contra el salpicadero. Dos veces.
—O te estás quieto o te dejo en la cuneta. No hay razón para que mi bonito coche pague por tus meteduras de pata —dijo Manx.
El coche cogió velocidad y empezó a alejarse de la casa. Manx no se quitó las manos de la cara en ningún momento. El volante se movía despacio de un lado a otro, guiando el Rolls-Royce por la carretera. Wayne entrecerró los ojos y lo miró con atención. Se pellizcó la mejilla, muy fuerte, tirando de la carne, pero el dolor no le ayudó a ver mejor. El coche seguía conduciendo solo, así que, o bien el jengibre le hacía alucinar o… Pero no había manera de terminar aquella frase. No quería ponerse a pensar en posibles alternativas.
Se giró y miró por el cristal trasero. Vio por última vez el lago bajo su manto de niebla. El agua estaba lisa como una plancha de acero recién cortada, tan lisa como el filo de un cuchillo. Si su madre estaba allí, no había señal alguna de ella.
—Bing, si miras en la guantera creo que encontrarás unas tijeras y también esparadrapo.
—¿Quiere que me corte la lengua? —preguntó el Hombre Enmascarado con voz esperanzada.
—No, quiero que me vendes la cabeza. A no ser que prefieras mirarme mientras me desangro. Supongo que sería un espectáculo muy entretenido.
—¡No! —gritó el Hombre Enmascarado.
—Muy bien. Pues entonces haz lo que puedas con mi oreja y mi cabeza. Y quítate esa máscara. Es imposible hablar contigo cuando la llevas puesta.
La cabeza del Hombre Enmascarado emitió un chasquido parecido a cuando se descorcha una botella de vino. La cara que surgió de debajo estaba roja y sofocada, con las mejillas fofas y temblorosas cubiertas de lágrimas. Buscó en la guantera y sacó un rollo de cinta quirúrgica y unas tijeritas plateadas. Se abrió la cremallera del chándal, dejando ver una sucia camiseta blanca de tirantes y unos hombros tan peludos que recordaban a los gorilas de lomo plateado. Se la quitó y se subió la cremallera del chándal.
El intermitente del coche se encendió y el Rolls se detuvo en un stop y se incorporó a la autopista.
Big cortó con las tijeras largos trozos de camiseta. Luego dobló uno de ellos con cuidado y se lo aplicó a Manx en la oreja.
—Sujételo —dijo, e hipó como si fuera muy desgraciado.
—Me gustaría saber con qué me ha cortado esa mujer—dijo Manx. Miró de nuevo hacia el asiento trasero y sus ojos se encontraron con los de Wayne—. Tengo un historial de desencuentros con tu madre, no sé si lo sabes. Es como pelear con un saco lleno de gatos.
—Espero que la estén royendo los gusanos. Espero que le coman los ojos —maldijo Bing.
—Qué imagen tan cruel.
Bing enrolló otra tira de camiseta alrededor de la cabeza de Manx de manera que le sujetara la oreja colgante y le cubriera el corte de la frente. Luego empezó a fijar la tela con el esparadrapo en forma de zigzag.
Manx seguía mirando a Wayne.
—No hablas mucho. ¿No tienes nada que decir?
—Déjeme irme —dijo Wayne.
—Lo haré —dijo Manx.
Pasaron junto al Greenbough, donde Wayne y su madre habían desayunado unos sándwiches aquella mañana. Volver a recordar esa mañana era como recordar un sueño medio olvidado. ¿Había visto la sombra de Manx al despertarse? Al parecer sí.
—Sabía que iba a venir —dijo Wayne. Le sorprendió oírse decir una cosa así—. Lo he sabido todo el día.
—Es difícil evitar que un niño piense en regalos la noche de antes de Navidad —repuso Manx. Hizo un gesto de dolor cuando Bing le colocó otra tira de esparadrapo.
El volante se movía despacio de un lado a otro mientras el coche abrazaba las curvas.
—¿Este coche se conduce solo? —preguntó Wayne—. ¿O es que estoy viendo cosas raras por lo que me habéis echado en la cara?
—¡No hables! —le gritó el Hombre Enmascarado—. ¡Los cuáqueros empiezan su reunión, así que se acabó la diversión! Si la risa no mengua ¡te cortarán la lengua!
—¿Quieres dejar ya lo de cortar lenguas? —dijo Manx—. Empiezo a pensar que estás obsesionado. Estoy hablando con el niño y no necesito que hagas de intermediario.
Avergonzado, el Hombre Enmascarado se puso a cortar más tiras de esparadrapo.
—No estás viendo cosas raras y no se conduce solo —dijo Manx—. Lo estoy conduciendo yo. Yo soy el coche, el coche y yo somos la misma cosa. Es un Rolls-Royce modelo Espectro, fabricado en Bristol en 1937, enviado por barco a los Estados Unidos en 1938, uno de los escasos quinientos que hay a este lado del charco. Pero también es una prolongación de mis pensamientos y puede llevarme por carreteras que existen solo en mi imaginación.
—Ya está —indicó Bing—. Como nuevo.
Manx rio.
—Para que yo esté como nuevo tendríamos que volver a ese jardín y buscar el resto de mi oreja entre el césped.
Bing arrugó la cara en una mueca, sus ojos quedaron reducidos a dos rayitas mientras sacudía los hombros en silenciosos sollozos.
—Pero él me ha echado algo en la cara —dijo Wayne—. Algo que olía a jengibre.
—Solo para tranquilizarte. Si Bing te hubiera puesto la dosis completa ahora mismo estarías descansando tranquilamente —Manx miró con desprecio a su compañero de viaje.
Wayne consideró lo que había dicho Manx. Pensar en algo detenidamente era como empujar una caja enorme por una habitación. Requería muchísimo esfuerzo.
—¿Y por qué a ustedes dos no les da sueño? —preguntó por fin.
—¿Eh? —dijo Manx. Estaba mirándose la camisa blanca de seda, ahora carmesí por la sangre—. Ah, pues porque ahí detrás estás en un universo estanco. No dejo que nada llegue hasta aquí delante —suspiró pesadamente—. ¡Esta camisa no tiene arreglo! Creo que deberíamos guardar un minuto de silencio por ella. Es una camisa de seda de Riddle-McIntyre, el mejor fabricante de camisas de Occidente de los últimos cien años. Gerald Ford no se ponía otra cosa que camisas Riddle-McIntyre. Ahora está para limpiar motores y no hay manera de quitar la sangre de la seda.
—No hay manera de quitar la sangre de la seda —murmuró Wayne. Aquella afirmación tenía algo de epigramática, sonaba importante.
Manx le observaba con calma desde el asiento delantero y Wayne le sostenía la mirada entre fogonazos de luz y oscuridad, como si hubiera nubes atravesando el cielo a gran velocidad y tapando el sol. Pero no hacía sol, y aquel resplandor pulsátil estaba en realidad en su cabeza, detrás de los ojos. Se encontraba al borde mismo de la conmoción, en un lugar donde el tiempo era distinto, avanzaba a trompicones, deteniéndose en un mismo sitio y de nuevo saltando hacia delante.
Escuchó un ruido que procedía de muy lejos, un lamento enfadado y apremiante. Por un momento pensó que era alguien gritando y entonces se acordó de Manx golpeando a su madre con el martillo plateado y pensó que iba a vomitar. Pero a medida que el sonido se acercaba y subía de volumen lo identificó como la sirena de un coche policía.
—Le ha faltado tiempo —dijo Manx—. Eso hay que reconocérselo a tu madre. Cuando se trata de meterme en un lío, no se anda con contemplaciones.
—¿Qué va a hacer cuando nos vea la policía? —preguntó Wayne.
—No creo que nos molesten. Van a casa de tu madre.
Los coches que circulaban delante de ellos empezaron a hacerse a un lado de la carretera. La sirena azul apareció en lo alto de una leve pendiente que tenían delante, descendió por esta y avanzó hacia ellos a gran velocidad. El Espectro se echó a un lado y aminoró la marcha, pero no se detuvo.
El coche de policía pasó a su lado a casi cien kilómetros por hora. Wayne volvió la cabeza para verlo marchar. El conductor ni les miró. Manx siguió conduciendo. Mejor dicho, el coche siguió conduciendo, todavía seguía sin tocar el volante. Había bajado la visera y se estaba examinando en el espejo.
Las ráfagas claroscuras llegaban ahora más despacio, como una ruleta deteniéndose, la bola a punto de decidirse entre el rojo y el negro. Wayne seguía sin estar realmente asustado, había dejado el miedo atrás, en el jardín, con su madre. Se levantó del suelo del coche y se acomodó en el asiento.
—Debería verle un médico —dijo—. Si me dejan en el bosque luego pueden ir al médico a que le arreglen la cabeza y la oreja antes de que yo vuelva al pueblo y alguien me encuentre.
—Te agradezco tu preocupación pero no me gustaría recibir tratamiento médico mientras estoy esposado —dijo Manx—. La carretera me curará. Siempre lo hace.
—¿Adónde vamos? —preguntó Wayne. Su voz parecía llegar de muy lejos.
—Christmasland.
—¿Christmasland? —repitió Wayne—. ¿Eso qué es?
—Un sitio especial. Un sitio especial para niños especiales.
—¿En serio? —Wayne consideró aquello unos instantes y añadió—: No le creo. Me lo dice para que no me asuste —hizo otra pausa y decidió arriesgarse a hacer una pregunta más—: ¿Me va a matar?
—Me sorprende que lo preguntes siquiera. Podría haberte matado fácilmente en casa de tu madre. No. Y Christmasland existe de verdad. Lo que pasa es que no es fácil de encontrar. No se puede llegar por ninguna carretera de este mundo, pero hay otras carreteras que no salen en los mapas. Christmasland está fuera del mundo y al mismo tiempo a solo unos kilómetros de Denver. Está aquí, dentro de mi cabeza —se tocó la sien derecha con un dedo— y va conmigo adonde quiera que yo voy. Hay más niños y ninguno está allí contra su voluntad. No se irían por nada del mundo. Están deseando conocerte, Wayne Carmody. Están deseando ser amigos tuyos. Enseguida les verás y cuando lo hagas te sentirás como en casa.
El asfalto traqueteaba y zumbaba bajo las ruedas del coche.
—Ha sido una hora llena de emociones —dijo Manx—. Intenta descansar un poco, hijo. Si ocurre algo interesante te despertaré, puedes estar seguro.
No había razón alguna para obedecer a Charlie Manx, pero no pasó mucho tiempo antes de que Wayne se encontrara tumbado de lado con la cabeza apoyada en el mullido asiento de cuero. Si había un ruido más placentero en el mundo que el murmullo de la carretera al contacto con unas ruedas de coche, Wayne no lo conocía.
La rueda de la ruleta se detuvo por fin con un clic. La bola cayó en negro.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
El lago
VIC NADÓ A BRAZA HASTA LA ORILLA Y DESPUÉS GATEÓ HASTA LA PLAYA. Una vez allí, se tumbó de espaldas con las piernas todavía en el agua. Temblaba furiosamente, sacudida por intensos espasmos, casi paralizantes, emitiendo sonidos demasiado coléricos para considerarse sollozos. Quizá aquello era llanto, no estaba segura. Le dolía mucho el estómago, como si hubiera pasado todo un día entero, con su noche incluida, vomitando.
En un secuestro lo más importante es lo que ocurre en los treinta minutos siguientes, pensó, recordando algo que había escuchado alguna vez en la televisión.
No pensaba que lo que hiciera en los treinta minutos siguientes fuera a suponer ninguna diferencia, no pensaba que ningún agente de policía tuviera el poder de encontrar a Charlie Manx y al Espectro. No obstante se puso en pie, porque tenía que hacer todo cuanto estaba en su mano, supusiera o no una diferencia.
Caminó como una borracha con el viento en contra, dando tumbos y siguiendo el camino serpenteante que conducía a la puerta trasera de la casa, donde volvió a caer al suelo. Trepó por los escalones a cuatro patas y usó la barandilla para ponerse de pie. En el interior el teléfono empezó a sonar. Se obligó a avanzar a pesar de una nueva oleada de dolor penetrante, lo bastante intenso para dejarla sin aliento.
Cruzó la cocina renqueando hasta el teléfono y lo descolgó al tercer timbrazo, antes de que saltara el buzón de voz.
—Necesito ayuda —dijo—. ¿Quién es? Tienen que ayudarme. Se han llevado a mi hijo.
—Ah, no pasa nada, señora McQueen —dijo una niña pequeña al otro lado de la línea—. Papaíto conducirá con cuidado y se asegurará de que Wayne lo pasa bien. Pronto estará aquí con nosotros. Estará aquí en Christmasland y le enseñaremos todos nuestros juegos. ¿A que es genial?
Vic le dio a FINALIZAR LLAMADA y marcó el 911.
Una mujer le informó que estaba en comunicación con los servicios de emergencia. Hablaba con voz calmada y distante.
—Dígame su nombre y la razón de su llamada.
—Victoria McQueen. Me han atacado. Un hombre ha secuestrado a mi hijo. Puedo describir el coche. Se acaban de marchar. Por favor envíe a alguien.
La telefonista trató de mantener el mismo tono de calma pero no lo consiguió. La adrenalina lo cambiaba todo.
—¿Está herida de gravedad?
—Olvídese de mí. Lo importante es el secuestrador. Se llama Charles Talent Manx. Tiene… No sé, es muy mayor —Está muerto, pensó, aunque no lo dijo—. Setenta y tantos años. Mide más de un metro ochenta, tiene poco pelo, pesará unos noventa kilos. Va con otro hombre, más joven. No lo vi demasiado bien —porque por alguna razón llevaba puesta una puta careta antigás. Pero eso tampoco lo dijo—. Van en un Rolls-Royce Espectro, un modelo antiguo, de los años treinta. Mi hijo va en el asiento trasero. Tiene doce años. Su nombre es Bruce pero no le gusta —se echó a llorar, no pudo evitarlo—. Tiene pelo oscuro y mide un metro cincuenta. Lleva una camiseta blanca lisa.
—Victoria, la policía va de camino. ¿Iba armado alguno de los hombres?
—Sí, el más joven tiene una pistola. Y Manx una especie de martillo. Me golpeó con él un par de veces.
—Estoy enviando una ambulancia para que vean sus heridas. ¿Consiguió ver la matrícula del coche?
—Es un puto Rolls-Royce de los años treinta con mi hijo pequeño en el asiento de atrás. ¿Cuántos coches así cree que habrá circulando? —La voz se le quebró en un sollozo. Tosió para ahuyentarlo y de paso soltó la matrícula—: N, O, S, 4, A, 2. Es una matrícula personalizada. Pronunciada en inglés equivale a una palabra alemana: Nosferatu.
—¿Qué significa?
—¿Y qué más da? Búsquelo.
—Lo siento. Comprendo que esté usted alterada. Vamos a enviar una alerta ahora mismo. Vamos a hacer todo lo posible por recuperar a su hijo. Sé que está asustada. Intente tranquilizarse —Vic tenía la sensación de que la telefonista hablaba para sí misma. Le temblaba la voz, como si estuviera haciendo esfuerzos por no llorar—. La ayuda está de camino. Victoria…
—Llámeme Vic. Gracias. Perdóneme por hablarle en mal tono.
—No tiene importancia, no se preocupe. Vic, que vayan en un coche tan llamativo como un Rolls-Royce es bueno. Llamarán la atención. Con un vehículo así no pueden llegar muy lejos. Si están en alguna carretera alguien les verá.
Pero nadie lo hizo.
***
CUANDO LOS PARAMÉDICOS TRATARON DE LLEVARLA A LA AMBULANCIA, Vic se resistió y les dijo que le quitaran las putas manos de encima.
Una oficial de policía, una mujer india baja y corpulenta, se interpuso entre Vic y los paramédicos.
—Pueden examinarla aquí —dijo conduciendo a Vic de vuelta al sofá. Hablaba con un ligerísimo acento, un deje que hacía que cualquier frase sonara musical y, al mismo tiempo, como una interrogación—. Es mejor que no se mueva. ¿Y si llama el secuestrador?
Vic se acurrucó en el sofá con los pantalones cortos mojados, envuelta en una manta. Un paramédico con guantes azules se colocó a su lado y le pidió que se retirara la manta y se quitara la camiseta. Esto llamó la atención de los agentes de la habitación, que miraron a Vic de reojo, pero esta obedeció sin decir palabra, sin pensarlo dos veces. Dejó caer al suelo su camiseta mojada. No llevaba sujetador y se cubrió el pecho con un brazo mientras se inclinaba hacia delante para que el paramédico le examinara la espalda.
Este suspiró.
La agente de policía india —la placa con su nombre decía CHITRA— se colocó al otro lado de Vic y le miró la curva de la espalda. También ella emitió un ruido, un suave gemido de compasión.
—Pensé que había dicho que intentó atropellarla —dijo Chitra—. No que lo había conseguido.
—Va a tener que firmar un formulario —dijo el paramédico— donde explique que se ha negado a entrar en la ambulancia. Tengo que cubrirme el culo. Podría tener alguna costilla rota o rotura esplénica y yo no darme cuenta. Quiero que conste que no creo que tratarla aquí sea lo aconsejable desde el punto de vista de la paciente.
—De la paciente puede que no —dijo Vic—, pero del suyo sí.
Escuchó un ruido que recorría la habitación y que no era exactamente risa, pero se le parecía, una leve ola de júbilo. Para entonces había seis o siete personas allí, simulando no mirarle el pecho o el tatuaje de un motor de seis cilindros que tenía justo encima.
Vic tenía un policía sentado a su lado, el primero que veía sin uniforme. Llevaba una americana azul que le quedaba corta de mangas, una corbata roja manchada de café y una cara que habría ganado un concurso de feos: pobladas cejas blancas tirando a amarillas en los extremos, dientes sucios de nicotina, una grotesca nariz con forma de calabaza y la barbilla partida y prominente.
El policía buscó en un bolsillo de su chaqueta, luego en otro, después levantó su gordo trasero y sacó un bloc de notas del bolsillo trasero. Lo abrió y se quedó mirándolo con expresión de total perplejidad, como si le hubieran mandado escribir una redacción de quinientas palabras sobre pintura impresionista.
Aquella mirada de perplejidad, más que ninguna otra cosa, convenció a Vic de que no era el Hombre al Mando. No era más que un interino. La persona que importaba —la que dirigiría la búsqueda de su hijo, la que coordinaría recursos y compilaría información— no había llegado todavía.
Aún así contestó paciente a sus preguntas. Empezó por donde debía, con Wayne: su edad, altura, peso, lo que llevaba puesto, si Vic tenía una foto reciente. En algún momento Chitra se fue para regresar poco después con una sudadera extragrande que decía POLICÍA DE NEW HAMPSHIRE en la parte delantera. Vic se la puso. Le llegaba por las rodillas.
—¿El padre? —preguntó el hombre feo, que se llamaba Daltry.
—Vive en Colorado.
—¿Están divorciados?
—No llegamos a casarnos.
—¿Está de acuerdo con que usted tenga la custodia del niño?
—No tengo la custodia. Wayne está… Tenemos una buena relación. Lo de la custodia no supone ningún problema.
—¿Tiene un número al que podamos llamarle?
—Sí, pero ahora mismo está en un avión. Vino para el cuatro de julio y se volvía esta tarde.
—¿Está segura de eso? ¿Cómo sabe que se ha subido al avión?
—Estoy segura de que no ha tenido nada que ver con esto, si es lo que me está preguntando. No discutimos nunca por el niño. Mi ex es el hombre más inofensivo y de mejor carácter del mundo.
—Bueno, eso nunca se sabe. He conocido a muchos tipos con buen carácter. Hay uno en Maine que dirige un grupo de terapia budista. Enseña a la gente a controlar su temperamento y sus adicciones con meditación trascendental. La única vez que perdió los estribos fue el día que su mujer le puso una orden de alejamiento. Primero se olvidó del pensamiento zen y luego le metió dos balazos en la cabeza. Pero su terapia budista sigue teniendo mucho éxito en la cárcel de Shawshank. Allí hay un montón de tipos con problemas de autocontrol.
—Lou no ha tenido nada que ver con esto. Ya se lo he dicho. Sé quién se ha llevado a mi hijo.
—Vale, muy bien, pero yo tengo que hacerle estas preguntas. Hábleme del que le atropelló con el coche. No, primero hábleme del coche.
Vic lo hizo.
Daltry negó con la cabeza y emitió un sonido que podía haber sido una carcajada, de haber expresado buen humor. Pero lo único que expresaba era incredulidad.
—No parece un tipo muy listo. Si está en la carretera le doy menos de media hora.
—¿Media hora antes de qué?
—Antes de que esté con la cara pegada al suelo y con la bota de un agente federal en el cuello. Uno no se lleva a un niño en un coche antiguo y se va de rositas. Es como intentar huir con el camión de los helados. Vamos, que llama la atención. La gente se fija. Todo el mundo se fija en un Rolls-Royce antiguo.
—No va a llamar la atención.
—¿Qué quiere decir?
Vic no lo sabía, así que no dijo nada.
Daltry continuó:
—Y dice que reconoció a sus atacantes. Este tal… Charles… Manx —miró algo que había apuntado en la libreta—. ¿De qué le conoce?
—Me secuestró cuando yo tenía diecisiete años. Me retuvo durante dos días.
Se hizo el silencio en la habitación.
—Búsquelo —dijo Vic—. Está en su historial. Charles Talent Manx. Y se le da muy bien escapar. Tengo que quitarme estos pantalones mojados y ponerme un chándal. Me gustaría hacerlo en mi dormitorio, si no les importa. Me parece que mamaíta ya se ha exhibido bastante por un día.
***
NO SE LE IBA DE LA CABEZA LA ÚLTIMA VEZ QUE HABÍA VISTO A WAYNE, atrapado en el asiento trasero del Rolls. Agitaba una mano —Vamos, vete— casi como si estuviera enfadado con ella. Estaba ya tan pálido como un cadáver.
Le veía a ráfagas y era como si el martillo la golpeara de nuevo, esta vez en el pecho en lugar de en la espalda. Estaba sentado desnudo en un arenero, detrás de la casa que tenían en Denver, un niño regordete de tres años con grueso cabello negro, usando una pala de plástico para enterrar un teléfono también de plástico. También le recordaba el día de Navidad en la clínica de rehabilitación, cogiendo un regalo, quitándole el envoltorio a un iPhone dentro de una caja blanca. O caminando por el embarcadero con una caja de herramientas que pesaba demasiado para él.
Zas. Cada vez que le veía era como un mazazo que le dolía por dentro. Zas, Wayne era un bebé, dormido desnudo sobre su pecho también desnudo. Zas. Arrodillado en la grava a su lado, impregnado de grasa hasta los codos, ayudándola a colocar la cadena de la moto en la rueda dentada. A veces el dolor era tan intenso, tan puro, que la habitación se oscurecía a su alrededor y se sentía desfallecer.
En algún momento tendría que moverse. No podía seguir en aquel sofá.
—Si alguien tiene hambre puedo preparar algo de comer —dijo al salir del dormitorio. Para entonces ya eran casi las nueve y media de la noche—. Tengo la nevera llena.
—Mandaremos a buscar algo —dijo Daltry—. No se moleste.
Tenían la televisión puesta, la cadena estatal por cable NECN de noticias de Nueva Inglaterra. Una hora antes habían hecho pública la orden de búsqueda de Wayne. Vic había visto el aviso dos veces y se sentía incapaz de hacerlo una tercera.
Primero pondrían la fotografía que les había dado de Wayne con una camiseta de Aerosmith y una gorra de lana de Avalanche, deslumbrado por el fuerte sol primaveral. Vic ya se estaba arrepintiendo, no le gustaba cómo la gorra le tapaba el pelo y hacía sobresalir las orejas.
A continuación seguiría una foto de ella, la de la página web de Buscador. Supuso que la enseñaban por aquello de poner a una chica guapa en la pantalla. Llevaba maquillaje, falda negra y botas de cowboy y reía con la cabeza echada hacia atrás, una imagen que desentonaba mucho, considerando la situación.
No sacaban a Manx, ni siquiera citaban su nombre. Se limitaban a decir que los secuestradores eran dos hombres blancos en un Rolls-Royce antiguo.
—¿Por qué no le dicen a la gente a quién están buscando? —preguntó Vic la primera vez que vio la noticia.
Daltry se encogió de hombros, se levantó del sofá y salió al jardín a hablar con otros agentes. Al regresar, sin embargo, no le ofreció información nueva y, cuando volvieron a dar la noticia, seguían siendo dos hombres blancos, dos más de entre los cerca de catorce millones que vivían en Nueva Inglaterra.
Como la pasaran una tercera vez y siguieran sin sacar una fotografía de Manx —ni decir su nombre— sabía que iba a estampar una silla contra el televisor.
—Por favor —dijo—. Tengo ensalada de col y jamón. Y una bolsa de pan de molde. Puedo hacer unos sándwiches.
Daltry cambió de postura y miró indeciso a los otros policías, debatiéndose entre el deber y el hambre.
La oficial Chitra tomó la palabra.
—Me parece muy bien. Claro que sí. Yo la ayudo.
Fue un alivio salir del cuarto de estar, que estaba demasiado lleno de gente, con policías entrando y saliendo y walkie-talkies graznando sin parar. Vic se detuvo para mirar el jardín por la puerta delantera, abierta. Gracias a la luz de los reflectores se veía mejor ahora por la noche que de día, con la niebla. Vio la valla destrozada y un hombre con guantes de goma midiendo las marcas de neumáticos en el suelo arcilloso.
Los coches de policía tenían encendidas las luces rotativas como si aquel fuera el escenario de una emergencia, daba igual que esta se hubiera producido horas antes. La imagen de Wayne rotaba en su cabeza de la misma manera y durante un momento se sintió preocupantemente mareada.
Chitra que se dio cuenta, la sujetó por el codo y la ayudó a llegar hasta la cocina. Allí se estaba mejor. Tenían la habitación para las dos solas.
Las ventanas de la cocina daban al embarcadero y al lago. También el embarcadero estaba iluminado por grandes focos montados en trípodes. Un agente con una linterna se había metido en el agua hasta los muslos, pero Vic no sabía para qué. Un hombre de paisano le miraba desde el embarcadero y le daba instrucciones verbales y con gestos.
Un barco se balanceaba a veinte metros de la orilla. En la proa había un niño con un perro mirando a los policías, las luces, la casa. Cuando Vic vio al perro se acordó de Hooper. No había pensado en él ni una sola vez desde que vio los faros del Espectro en la niebla.
—Alguien tiene… que ir a buscar al perro —dijo Vic—. Debe de estar fuera… en alguna parte.
Tenía que interrumpirse cada pocos segundos para recobrar el aliento.
Chitra la miró, comprensiva.
—No se preocupe ahora por el perro, señora McQueen. ¿Ha bebido algo de agua? Es importante que se mantenga hidratada.
—Me sorprende que no… esté ladrando… como loco —dijo Vic—. Con todo este jaleo.
Chitra le pasó la mano por un brazo y, una vez más, le apretó el hombro. De repente Vic la miró, ahora lo entendía.
—Ya tenía usted bastantes preocupaciones.
—¡Ay, Dios! —exclamó, y rompió a llorar de nuevo, temblando de pies a cabeza.
—No queríamos disgustarla.
Se meció, abrazándose a sí misma y llorando como no lo hacía desde que su padre las abandonó a su madre y a ella. Tuvo que apoyarse un momento en la encimera, pues no estaba segura de que las piernas pudieran seguir sosteniéndola. Chitra alargó una mano y le acarició la espalda, indecisa.
—Chist —dijo la madre de Vic, que llevaba muerta dos meses—. Tú respira, Vicki, que yo te vea respirar.
Lo dijo con un leve acento indio, pero aún así Vic reconoció la voz de su madre. Reconoció el tacto de la mano de su madre en la espalda. Todos a quienes has perdido siguen contigo, así que es posible que nunca perdamos a nadie del todo.
A no ser que se lo llevara Charlie Manx.
Al cabo de un rato, Vic se sentó y bebió un vaso de agua. Se lo bebió entero en cinco tragos sin detenerse para tomar aire, lo necesitaba. El agua estaba tibia, dulce y rica, sabía a lago.
Chitra empezó a abrir armarios buscando platos de papel. Vic se levantó y, desoyendo sus protestas, se puso a ayudarla con los sándwiches. Formó una hilera de platos de papel y colocó dos rebanadas de pan en cada uno mientras las lágrimas le rodaban por la nariz y caían en la miga.
Esperaba que Wayne no supiera que Hooper estaba muerto. A veces pensaba que Wayne quería más a Hooper que a ella o a Lou.
Encontró el jamón, la ensalada de col y una bolsa de Doritos y empezó a repartirlos por los platos.
—Los policías tenemos un secreto para hacer los sándwiches —dijo una mujer a su espalda.
Vic la miró y supo que era el Hombre al Mando que había estado esperando, aunque no fuera un hombre. Aquella mujer tenía pelo castaño crespo y naricilla respingona. A primera vista parecía fea, a segunda, guapísima. Llevaba una chaqueta de tweed con coderas de pana y vaqueros y podría haber pasado por una estudiante universitaria de humanidades de no ser por la pistola de nueve milímetros que llevaba debajo de la axila izquierda.
—¿Cuál es? —preguntó Vic.
—Se lo voy a enseñar.
Cogió la cuchara y puso un poco de ensalada de col en uno de los sándwiches encima del jamón. Después construyó un techo de Doritos encima, añadió mostaza de Dijon, untó de mantequilla una de las rebanadas de pan y lo aplastó todo.
—La mantequilla es lo más importante.
—Porque hace de pegamento, ¿no?
—Sí. Y porque los policías son, por naturaleza, imanes del colesterol.
—Pensaba que el FBI solo intervenía en casos así cuando los secuestradores cruzaban las fronteras entre estados —dijo Vic.
La mujer de pelo crespo frunció el ceño. Vic miró la identificación que llevaba prendida en la solapa de su chaqueta, la cual decía
encima de una fotografía de ella con rostro serio.
—Técnicamente no hemos intervenido todavía —dijo—. Pero está usted a cuarenta minutos de la frontera con tres estados y a menos de dos horas de Canadá. Sus asaltantes se han llevado a su hijo hace ya casi…
—¿Mis asaltantes? —dijo Vic. Notó que la sangre se le agolpaba en las mejillas—. ¿Por qué todo el mundo no hace más que hablar de mis asaltantes, como si no supiéramos nada de ellos? Estoy empezando a cabrearme. Charlie Manx es el hombre. Charlie Manx y otro individuo son los que se han llevado a mi hijo.
—Charles Manx está muerto, señora McQueen. Lleva muerto desde mayo.
—¿Tienen el cadáver?
Aquella pregunta dio que pensar a Hutter, que apretó los labios y dijo:
—Tenemos su certificado de defunción. Se le hicieron fotografías en la morgue. Le hicieron la autopsia. Le abrieron el pecho. El forense le sacó el corazón y lo pesó. Son razones convincentes para pensar que no ha sido él quien le ha atacado.
—Y yo tengo una docena de razones para creer que sí era él —dijo Vic—. Las tengo todas en la espalda. ¿Quiere que me quite la camiseta y le enseñe los moratones? Todos los demás policías ya los han visto.
Hutter la miró sin responder. Sus ojos expresaban una curiosidad propia de los niños pequeños. A Vic le puso nerviosa que la estudiaran con tan poco disimulo. Muy pocos adultos se atrevían a hacer algo así.
Por fin Hutter apartó la vista y la posó en la mesa de la cocina.
—¿Nos sentamos un momento?
Sin esperar respuesta cogió una bolsa de cuero que se había traído y la dejó sobre la mesa. Levantó la vista expectante, esperando a que Vic se sentara con ella.
Vic miró a Chitra, como pidiéndole consejo, recordando que, hacía un momento, aquella mujer la había consolado y susurrando como solía hacerlo su madre. Pero la agente de policía estaba terminando de hacer los sándwiches y sacándolos de la cocina.
Vic se sentó.
Hutter sacó un iPad de su maleta y la pantalla brilló. Más que nunca parecía una estudiante universitaria, preparando un trabajo sobre las hermanas Brönte, por ejemplo. Pasó el dedo por la pantalla, arrastró alguna clase de carpeta digital y a continuación miró a Vic.
—En su último examen médico se calculó que Charles Manx tenía unos ochenta y cinco años.
—¿Cree que es demasiado mayor para hacer lo que ha hecho? —preguntó Vic.
—Creo que está demasiado muerto. Pero cuénteme lo que pasó y haré todo lo posible por entenderlo.
Vic no se quejó por tener que contar la historia una cuarta vez de principio a fin. Las otras veces no contaban porque aquella mujer era el primer agente de policía importante. Si es que había alguno. Vic no estaba segura. Charlie Manx había segado vidas durante mucho tiempo y nunca le habían cogido, había traspasado las redes que le lanzaban las fuerzas del orden como humo plateado. ¿Cuántos niños se habían subido a su coche y desaparecido para siempre?
Cientos. La respuesta le llegó en forma de un pensamiento susurrado.
Vic contó su historia… al menos las partes que sentía que podía contar. No mencionó a Maggie Leigh. Tampoco que había ido en moto hasta un puente cubierto imaginado poco antes de que Manx intentara atropellarla. Tampoco habló de los medicamentos psicotrópicos que había dejado de tomar.
Cuando Vic llegó a la parte en que Manx la había golpeado con el martillo, Hutter frunció el ceño y le pidió que se lo describiera con detalle mientras tocaba su pantalla del iPad. También se detuvo cuando Vic le dijo que se había levantado del suelo y golpeado a Manx con un taqué hidráulico.
—¿Cómo dice?
—Taqué hidráulico —dijo Vic—. La casa Triumph fabrica esas llaves especiales para sus motos. Sirven para cambiar piezas. Como una llave inglesa. Estaba arreglando la moto y la tenía en el bolsillo.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Lo tenía en la mano cuando tuve que escapar. Seguramente aún lo llevaba cuando me tiré al lago.
—Que es cuando el otro hombre empezó a dispararla. Cuéntemelo.
Vic lo hizo.
—¿Le disparó a Manx en la cara? —dijo Hutter.
—No exactamente. Le dio en la oreja.
—Vic, necesito que me ayude a entender esto. Este hombre, Charlie Manx, hemos quedado en que tenía unos ochenta y cinco años cuando le hicieron el último examen médico. Estuvo diez años en coma. La mayoría de los pacientes comatosos necesitan meses de recuperación antes de volver a caminar. Ahora me está contando que le cortó con una llave inglesa…
—Un taqué.
—… y que después le dispararon, pero aún así tuvo fuerzas para conducir y marcharse.
Lo que Vic no podía decir era que Manx no era como el resto de las personas. Lo había sabido cuando la golpeó con el martillo, había percibido toda esa fuerza agazapada detrás de su edad avanzada y su apariencia escuálida. Hutter insistía en que a Manx le habían abierto el cuerpo y Vic no lo dudaba. Para un hombre al que le han sacado y vuelto a poner el corazón, un arañazo en la oreja no tenía importancia. Pero en lugar de eso dijo:
—Igual conducía el otro tipo. ¿Quiere una explicación? No la tengo. Solo puedo contarle lo que pasó. ¿Qué es lo que intenta decirme? Manx tiene a mi hijo de doce años en el coche y va a matarle para vengarse de mí, pero por alguna razón lo que estamos discutiendo aquí es hasta dónde llega la imaginación del FBI. ¿Por qué? —miró a Hutter, vio sus ojos inexpresivos y serenos y entonces comprendió—. Joder, no se creen una sola palabra de lo que digo, ¿verdad?
Hutter deliberó unos instantes y cuando habló, Vic tuvo la impresión de que escogía las palabras con cuidado:
—Me creo que su hijo haya desaparecido y también que usted ha sido atacada. Me creo que ahora mismo está pasando por un infierno. Aparte de eso, estoy abierta a distintas interpretaciones. Las dos queremos lo mismo. Recuperar a su hijo sano y salvo. Si pensara que iba a servir de algo, yo misma saldría a buscarle. Pero así no es como encuentro yo a los malos. Lo hago reuniendo información y separando la que es útil de la que no lo es. En realidad no es tan distinto de lo que hace usted con sus libros. Las historias de Buscador.
—¿Las conoce? Pero, bueno, si es usted jovencísima.
Hutter sonrió levemente.
—No tan joven. Está en su expediente y además hay un profesor en Quantico que usa dibujos de Buscador en sus clases, para enseñarnos a entresacar detalles relevantes de una avalancha de información visual.
—¿Y qué más sale en mi expediente?
La sonrisa de Hutter se quebró. Su mirada no.
—Que en 2009 en Colorado la declararon culpable de incendio intencionado. Que pasó un mes en un hospital psiquiátrico en Colorado donde le diagnosticaron estrés postraumático severo y esquizofrenia. Que toma antipsicóticos y que tiene un historial de alcoholis…
—Por Dios, ¿piensan que la paliza que me han dado ha sido una alucinación? —dijo Vic con el estómago encogido—. ¿Piensan que lo de que me dispararon ha sido una alucinación?
—Todavía tenemos que confirmar que hubo disparos.
Vic echó su silla hacia atrás.
—Me disparó. Disparó seis balas, el cargador entero —se puso a pensar. Estaba de espaldas al lago. Era posible que todas las balas, incluso la que le había atravesado la oreja a Manx, hubieran terminado en el agua.
—Todavía estamos buscando los casquillos.
—¿Y mis contusiones? —dijo Vic.
—No dudo de que se peleara con alguien —dijo la agente del FBI—. Eso no creo que nadie lo ponga en duda.
Había algo en aquella afirmación —cierta peligrosa implicación— que Vic aún no era capaz de identificar. ¿Quién la habría atacado si no fue Manx? Pero estaba demasiado exhausta, demasiado agotada emocionalmente para intentar entenderlo. No se sentía capaz de averiguar lo que Hutter estaba sugiriendo.
Miró de nuevo su placa. EVALUADORA PSIQUIAT.
—Un momento. Un momento, joder. Usted no es policía, es médico.
—¿Qué tal si echamos un vistazo a algunas fotografías? —dijo Hutter.
—No —dijo Vic—. Eso sería perder el tiempo. No necesito mirar fotos de fichas policiales. Ya se lo he dicho. Uno de ellos llevaba una máscara antigás y el otro era Charlie Manx. Conozco perfectamente a Charlie Manx. Pero, ¿se puede saber qué coño hago hablando con un médico? Lo que necesito es un detective.
—No pensaba enseñarle fotos de delincuentes —dijo Hutter—, sino de martillos.
Era una respuesta tan desconcertante, tan inesperada que Vic se quedó con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra.
Antes de que pudiera hacerlo se escuchó jaleo en la otra habitación. Chitra levantó la voz, vacilante y descontenta, Daltry dijo algo y luego hubo una tercera voz, con acento del Medio Oeste muy alterada. Vic la reconoció de inmediato, pero no lograba entender qué hacía en su casa cuando debería estar en un avión, o incluso en Denver ya. La confusión le impidió reaccionar con rapidez, así que acababa de levantarse de la silla cuando Lou entró en la cocina seguido de un séquito de agentes de policía.
No parecía él. Tenía la tez cenicienta y los ojos le sobresalían en la cabeza grande y redonda. Parecía haber perdido cinco kilos desde la última vez que Vic le había visto, dos días antes. Se levantó, fue hasta él y de inmediato Lou la rodeó con los brazos.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Lou—. ¿Qué coño vamos a hacer ahora, Vic?
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La cocina
CUANDO VOLVIERON A SENTARSE A LA MESA, VIC LE COGIÓ la mano a Lou como si fuera la cosa más natural del mundo. Le sorprendió notar el calor de sus dedos gordezuelos y volvió a mirarle la cara pálida y brillante por el sudor. Le pareció que estaba muy enfermo, pero pensó que sería del susto.
Para entonces ya eran cinco en la cocina. Lou, Vic y Hutter estaban sentados a la mesa y Daltry reclinado contra una encimera, sonándose su nariz de alcohólico con un pañuelo. La oficial Chitra estaba en la puerta y había hecho salir a los otros agentes siguiendo órdenes de Hutter.
—Usted es Louis Carmody —dijo Hutter. Hablaba como el director de una obra teatral de fin de curso informando a Lou de que actuaría en la representación de primavera—. Usted es el padre.
—Culpable —dijo Lou.
—¿Cómo dice? —preguntó Hutter.
—Que soy culpable de los cargos. Vamos, que soy el padre. ¿Y usted quién es? ¿Una trabajadora social o algo así?
—Soy agente del FBI. Me llamo Tabitha Hutter. Muchos compañeros de la oficina me llaman Tabby de Hutt —sonrió un poco.
—Muy bueno. Donde yo trabajo muchos me llaman Jabba de Hutt. En mi caso es porque estoy como una foca.
—Pensé que estaba usted en Denver —dijo Hutter.
—He perdido el avión.
—¿En serio? —dijo Daltry—. ¿Qué ha pasado?
Hutter dijo:
—Detective Daltry. Las preguntas las haré yo si no le importa.
Daltry rebuscó en el bolsillo de su abrigo.
—¿Le importa a alguien si fumo?
—Sí —dijo Hutter.
Daltry sostuvo el paquete de cigarrillos durante un momento, mirando fijamente a Hutter, y luego se lo metió en el bolsillo. Sus ojos tenían una mirada insulsa, inconcreta, que a Vic le recordó a la membrana que recubría los ojos de un tiburón cuando se dispone a morder a una foca.
—¿Por qué perdió el avión, señor Carmody? —preguntó Hutter.
—Porque me llamó Wayne.
—¿Cómo que le llamó?
—Desde el coche, con su iPhone. Dijo que estaban disparando a Vic, Manx y otro tipo. Solo hablamos un minuto. Tenía que colgar porque Manx y el otro individuo volvían hacia el coche. Estaba asustado, mucho, pero más o menos tranquilo. Es muy maduro. Siempre lo ha sido —Lou apoyó los puños cerrados en la mesa y bajó la cabeza. Hizo una mueca como si le doliera en alguna parte del abdomen, parpadeó y sobre la mesa cayeron varias lágrimas. Entonces soltó de repente, sin avisar—: No le ha quedado otro remedio en vista de que a Vic y a mí se nos dio de pena hacernos adultos.
Vic puso sus manos sobre la suya.
Hutter y Daltry se intercambiaron una mirada, apenas parecían conscientes de que Lou estaba llorando.
—¿Cree que su hijo apagó el teléfono después de hablar con usted? —preguntó Hutter.
—Yo creía que con la tarjeta SIM da igual si lo tiene apagado —dijo Daltry—. Pensaba que los federales teníais algún modo de llamar igualmente.
—Pueden usar el teléfono para encontrarlo —dijo Vic mientras se le aceleraba el pulso.
Hutter la ignoró y le dijo a Daltry.
—Eso se puede hacer, pero llevará un rato. Tendría que llamar a Boston. Pero si es un iPhone y está encendido podemos usar la función Buscar mi iPhone para localizarle ahora mismo.
Levantó un poco el iPad.
—Sí —dijo Lou—. Claro que sí. Le activé Buscar mi iPhone el día que se lo compré porque no quería que lo perdiera.
Rodeó la mesa para acercarse a Hutter y a su pantalla. Con el resplandor del monitor, su cara tenía aún peor aspecto.
—¿Cuáles son su dirección de correo electrónico y su contraseña? —preguntó Hutter levantando la cabeza para mirar a Lou.
Este alargó una mano para escribirlas él mismo pero, antes de que pudiera hacerlo, la agente del FBI le sujetó la muñeca y le colocó dos dedos sobre la piel como si le estuviera tomando el pulso. Incluso desde donde estaba, Vic vio un punto donde la piel de Lou brillaba y parecía tener pegada una especie de pasta seca.
Hutter volvió a mirar a Lou.
—¿Le han hecho un electro?
—Me desmayé. Estaba muy alterado. Fue como… un ataque de pánico, colega. Un hijo de puta lunático se ha llevado a mi hijo. Eso me pasa por estar tan gordo.
Hasta entonces Vic había estado demasiado concentrada en Wayne para pensar en Lou, en la mala cara que tenía, en lo exhausto que parecía. Al darse cuenta ahora sintió un terror repentino y angustioso.
—Ay, Lou. ¿Cómo que te desmayaste?
—Fue después de que Wayne me colgara el teléfono. Perdí el conocimiento un minuto. Me encontraba bien, pero los de seguridad del aeropuerto me obligaron a sentarme en el suelo y hacerme un electro, no la fuera a palmar y tuvieran que cargar ellos con el marrón.
—¿Les dijo que habían secuestrado a su hijo? —preguntó Daltry.
Hutter le dirigió una mirada de advertencia que Daltry simuló ignorar.
—No estoy seguro de lo que les conté. Al principio estaba confuso. Como mareado. Sé que les dije que mi hijo me necesitaba. En lo único que podía pensar era en coger el coche. En algún momento dijeron que me iban a meter en una ambulancia y les mandé a… a paseo. Así que me levanté y me largué. Es posible que alguno intentara sujetarme del brazo y le arrastrara unos cuantos metros. Tenía prisa.
—¿Así que no habló con la policía del aeropuerto sobre lo que le había pasado a su hijo? —insistió Daltry—. ¿No se le ocurrió que llegaría aquí antes si le escoltaba la policía?
—Ni se me pasó por la cabeza. Quería hablar primero con Vic —dijo Lou y Vic vio que Hutter y Daltry intercambiaban otra mirada.
—¿Por qué quería hablar antes con Victoria? —preguntó Hutter.
—¿Y qué más da? —exclamó Vic—. ¿No podemos concentrarnos en Wayne?
—Sí —dijo Hutter parpadeando y volviendo a su iPad—. Eso es, vamos a centrarnos en Wayne. ¿Cuál es la contraseña?
Vic empujó su silla mientras Lou pulsaba la pantalla con un dedo regordete. Se levantó y rodeó la mesa para mirar. Jadeaba. La impaciencia que sentía era tan intensa como una cuchillada.
La pantalla de Hutter cargó la pagina Buscar mi iPhone, donde aparecía un mapamundi, continentes azul pálido contra un fondo de océano azul oscuro. En la columna superior derecha una ventana anunciaba:
Una mancha gris tapó el mapamundi y en el resplandor plateado se dibujó un punto azul vidrioso. Empezaron a aparecer recuadros de paisaje y el mapa se redefinió para mostrar en primer plano la localización del iPhone. Vic vio el punto azul circular por una carretera marcada como AUTOVÍA DE SAN NICOLÁS.
Todos se habían inclinado para mirar y Daltry estaba tan cerca de Vic que esta sentía su cuerpo pegado a su espalda y su aliento en la nuca. Olía a café y a nicotina.
—Dale al zoom y retrocede —dijo Daltry.
Hutter tocó de nuevo la pantalla, y otra vez, y otra.
El mapa mostraba un continente que se parecía un poco a Estados Unidos. Era como si alguien hubiera moldeado el país con miga de pan y después lo hubiera hundido por el centro. En aquella nueva versión del país, Cape Cod era casi como la mitad de Florida y las montañas Rocosas parecían los Andes, mil seiscientos kilómetros de tierra grotescamente torturada, enormes esquirlas de roca empujándose las unas a las otras. Sin embargo, el país en su conjunto se había encogido considerablemente y se hundía en el centro.
Casi todas las grandes ciudades habían desaparecido, siendo reemplazadas por otros lugares de interés. En Vermont había un espeso bosque construido alrededor de un lugar llamado VILLAORFANATO; en New Hampshire había un punto marcado como LA CASA DEL ÁRBOL DE LA IMAGINACIÓN. Al norte de Boston, había algo llamado OJO DE LA CERRADURA DE LOVECRAFT, un cráter con forma de candado. En Maine, por la zona de Lewiston/Auburn/Derry, había un lugar llamado CIRCO DE PENNYWISE. Una vía estrecha con el nombre de CARRETERA DE LA NOCHE conducía al sur y se volvía más roja conforme descendía hasta convertirse en una mera línea color sangre que bajaba goteando hasta Florida.
La autovía de San Nicolás estaba particularmente llena de lugares de interés. En Illinois, VIGÍAS DE NIEVE. En Kansas, JUGUETES GIGANTES. En Pensilvania, la CASA DEL SUEÑO y el CEMENTERIO DE LO QUE PODRÍA SER.
Y en las montañas de Colorado, en las altas cumbres, en el lugar donde terminaba la autovía: CHRISTMASLAND.
El continente entero flotaba en un mar de desechos negros tachonado de estrellas y debajo del mapa no decía ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA, sino PAISAJES INTERIORES UNIDOS DE AMÉRICA.
El punto azul continuaba, atravesando lo que debería haber sido Massachusetts hacia Christmasland. PAISAJES INTERIORES UNIDOS no se correspondía exactamente a Estados Unidos. Se extendía a lo largo de unos ochenta kilómetros desde Laconia, New Hampshire, hasta Springfield, Massachusetts. Pero en el mapa apenas aparentaba la mitad de esa extensión.
Todos lo miraron asombrados.
Daltry se sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz, pensativo.
—¿Alguien ve Chuchelandia por alguna parte? —soltó un áspero carraspeo que no fue exactamente una tos, pero tampoco una risa.
Vic sentía que la cocina se desvanecía. Todo a su alrededor estaba borroso, sin forma. Solo veía con claridad el iPad encima de la mesa, pero parecía estar muy lejos.
Necesitaba algo a lo que sujetarse. Le daba miedo acabar en el suelo de la cocina, a la deriva… como un globo que se le escapa a un niño de la mano. Cogió la muñeca de Lou, era algo a lo que aferrarse. Lou siempre estaba allí cuando necesitaba aferrarse a algo.
Pero cuando le miró vio en su cara un reflejo de su propia conmoción. Sus pupilas eran como cabezas de alfiler. Le faltaba el aliento y respiraba con dificultad.
En un tono de voz sorprendentemente normal, Hutter dijo:
—No sé lo que estoy mirando. ¿Alguno de los dos entiende algo de esto? ¿De este mapa tan raro? ¿Christmasland? ¿Autovía de San Nicolás?
—¿Tú lo entiendes? —preguntó Lou mirando impotente a Vic.
Esta supo que lo que realmente le preguntaba era: ¿Les hablamos de Christmasland? ¿Le hablamos de todas esas cosas en las que creías cuando estabas loca?
—No —dijo Vic contestando así a todas las preguntas (las explícitas y las implícitas) al mismo tiempo.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
El dormitorio
VIC DIJO QUE NECESITABA DESCANSAR, PREGUNTÓ SI PODÍA ECHARSE un rato y Hutter dijo que por supuesto, que no iba a conseguir nada agotándose de aquella manera.
Una vez en el dormitorio, sin embargo, fue Lou quien se tumbó en la cama. Vic era incapaz de relajarse. Fue hasta las persianas, las separó y observó el carnaval en que se había convertido el jardín delantero. La noche estaba envuelta por la cháchara de las radios y los susurros de voces masculinas. Alguien rio suavemente. Era asombroso pensar que a unos pocos cientos de pasos de la casa pudiera existir la felicidad.
Si alguno de los policías de fuera reparó en ella, probablemente supuso que estaba mirando la carretera, con la penosa esperanza de que apareciera por ella un coche de policía con las luces de emergencia, las sirenas cortando el aire y su hijo en el asiento trasero. A salvo. De vuelta a casa. Con los labios pegajosos y rosas por el helado que le habían comprado los agentes.
Pero Vic no miraba la carretera con la esperanza de que alguien le trajera a Wayne de vuelta. Si alguien podía traerlo era ella. Vic estaba mirando la Triumph, tirada justo donde la había dejado.
Lou seguía tendido en la cama como un manatí varado. Cuando habló se dirigió al techo.
—¿Por qué no te tumbas un rato? Aunque solo sea… para estar conmigo.
Vic dejó las persianas y fue hasta la cama. Colocó una pierna sobre las de Lou y se pegó a su espalda, como llevaba años sin hacer.
—El tipo ese que parece el gemelo malvado de Mickey Rooney, Daltry, me ha dicho que estás herida.
Vic se dio cuenta entonces de que Lou no conocía lo sucedido. Nadie se lo había explicado.
Se lo contó. Al principio se limitó a repetir lo que le había dicho a Hutter y a los otros detectives. La historia ya sonaba a guión ensayado y casi la podía recitar de memoria.
Pero entonces le explicó que había salido a dar una vuelta con la Triumph y se dio cuenta de que ya no tenía que omitir la parte del puente. Podía y debía contarle que había descubierto el Atajo en la niebla porque había ocurrido. Había ocurrido de verdad.
—Vi el puente —dijo con voz queda, incorporándose para mirarle a la cara—. Llegué a él con la moto, Lou. Había salido a buscarlo y allí estaba. ¿Me crees?
—Te creí la primera vez que me hablaste de él.
—Mira que eres mentiroso, joder —dijo Vic, pero no pudo evitar sonreírle.
Lou alargó un brazo y apoyó la mano en el montículo del pecho derecho de Vic.
—¿Por qué no iba a creerte? Aquello te explicaba mejor que cualquier otra cosa. Y además, yo soy como el cartel de la pared que salía en Expediente X: «Quiero creer». Es la historia de mi vida, señora mía. Sigue. Cruzaste el puente ¿y luego qué?
—No llegué a cruzarlo. Me dio miedo, Lou. Pensé que era una alucinación. Que se me había ido la pinza otra vez. Pisé el freno tan fuerte que empezaron a salírsele las piezas a la moto.
Le contó cómo había dado la vuelta a la moto y había salido caminando del puente, con los ojos cerrados y las piernas temblorosas. Le describió los sonidos del Atajo, el murmullo y el rugido, como cuando estás detrás de una cascada. Le habló de cómo había sabido que el puente ya no estaba cuando dejó de oír los ruidos y tuvo que caminar de vuelta a casa empujando la moto.
Después continuó y le contó que Manx y el otro hombre la esperaban y que Manx la había atacado con el martillo. Aquí Lou no se mostró nada estoico. Se horrorizó, se retorció y soltó maldiciones. Cuando Vic le dijo que había atacado a Manx en la cara con el taqué soltó:
—Ojalá le hubieras roto el puto cráneo.
Vic le aseguró que había hecho todo lo posible. Cuando llegó a la parte en que el Hombre Enmascarado le disparaba a Manx en la oreja, Lou se golpeó la pierna con el puño. La escuchaba con todo el cuerpo, asaltado por una suerte de vibrante rigidez, como cuando se tensa al máximo la cuerda de un arco antes de disparar.
No la interrumpió, sin embargo, hasta que llegó a la parte en que Vic echaba a correr ladera abajo, hacia el lago, para escapar de ellos.
—Eso es lo que estabas haciendo cuando llamó Wayne —dijo.
—¿Qué te pasó en el aeropuerto? Dime la verdad.
—Lo que os he contado —movió la cabeza como para relajar el cuello y luego dijo—: El mapa. Con la carretera a Christmasland. ¿Dónde está eso?
—No lo sé.
—Pero no está en nuestro mundo, ¿verdad?
—No lo sé. Creo… Me parece que sí está en nuestro mundo, por lo menos en una versión de él. La versión que tiene Charlie Manx en la cabeza. Todo el mundo vive en dos mundos, ¿no? Está el mundo físico… pero luego también nuestros mundos interiores privados, el mundo de nuestros pensamientos. Un mundo hecho de ideas en lugar de cosas. Es tan real como el otro, pero se encuentra dentro de nosotros. Es un paisaje interior. Todos tenemos un paisaje interior y todos estamos conectados, de la misma forma que New Hampshire está conectado con Vermont. Y a lo mejor algunas personas pueden entrar en ese mundo pensado si tienen el vehículo apropiado. Una llave. Un coche. Una bicicleta o una moto. Lo que sea.
—¿Cómo podría tu mundo pensado conectarse con el mío?
—No lo sé. Pero… A ver. Si por ejemplo Keith Richards se inventa una canción en sueños y luego tú la escuchas en la radio, entonces sus pensamientos pasan a tu cabeza. Mis ideas pueden pasar a la tuya con la misma facilidad con la que un pájaro cruza una frontera entre estados.
Lou arrugó el ceño y dijo:
—Entonces, Manx saca a niños de este mundo de cosas y se los lleva en su coche a su mundo privado de ideas. Vale, eso lo pillo. Es raro, pero lo pillo. Así que sigue contándome. El tipo con la máscara antigás llevaba una pistola.
Vic le contó lo de tirarse al lago, que el Hombre Enmascarado la había disparado y Manx le había hablado mientras estaba escondida debajo de la boya. Cuando terminó cerró los ojos y acurrucó la cara contra el cuello de Lou. Estaba exhausta. Más que exhausta, en realidad, había abierto fronteras en lo que a cansancio se refería. La fuerza de la gravedad era menor en aquel nuevo mundo. De no haber estado asida a Lou, habría salido flotando.
—Quiere que salgas a buscarle —señaló Lou.
—Y puedo —dijo Vic—. Puedo encontrar su Casa del Sueño, ya te lo he dicho. Antes de romper la moto llegué hasta el puente.
—Lo más seguro es que se saliera la cadena. Tienes suerte de no haberte partido la crisma.
Vic abrió los ojos y dijo:
—Tienes que arreglarla, Lou. Tienes que arreglarla esta noche, lo más rápido que puedas. Diles a Hutter y a la policía que no puedes dormir. Diles que necesitas hacer algo para distraerte. La gente reacciona al estrés de las maneras más raras y tú eres mecánico. No les extrañará.
—Manx te dice que vayas a buscarle. ¿Qué crees que te va a hacer cuando te tenga?
—Debería preocuparle más bien lo que voy a hacerle yo a él.
—¿Y qué pasa si no está en la Casa del Sueño? ¿La moto te llevará a dondequiera que esté? ¿Incluso si no se está quieto en un sitio?
—No lo sé —dijo Vic, pero pensó: No. No estaba segura de dónde le venía aquella certeza, no entendía cómo podía saber una cosa así, pero la sabía. Recordaba, vagamente, que una vez había salido a buscar un gato —Taylor, pensó— y estaba convencida de que lo había encontrado solo porque estaba muerto. De haber estado vivo y moviéndose, el puente no habría tenido una referencia a la que anclarse. El puente salvaba la distancia entre cosas perdidas y encontradas, pero solo si lo que se había perdido se quedaba quieto. Lou leyó la duda en su rostro, pero Vic continuó hablando—. De todas formas no importa. Manx tendrá que parar en algún momento, ¿no? ¿Para dormir? ¿A comer?
En realidad no estaba segura de que Manx necesitara comer o dormir. Había muerto, le habían hecho la autopsia, le habían sacado el corazón… y a continuación se había levantado y se había marchado como si tal cosa. ¿Quién sabía lo que necesitaba aquel hombre? Quizá pensar en él como un hombre era, de entrada, una equivocación. Y sin embargo sangraba. Se le podía hacer daño. Ella lo había visto pálido y tambaleante. Decidió que al menos necesitaría recuperarse un poco, quedarse en algún sitio y dormitar un rato, lo mismo que cualquier criatura herida. La matrícula de su coche era un chiste o una fanfarronada, nosferatu, que en alemán significa «vampiro», una proclamación, hasta cierto punto, de lo que era Manx. Pero en la ficción incluso los vampiros se arrastran hasta sus ataúdes y cierran la tapa de tanto en tanto. Apartó estos pensamientos de su cabeza y terminó lo que estaba diciendo:
—Tarde o temprano tendrá que parar para algo, y cuando lo haga podré alcanzarle.
—Me preguntaste si creía que estabas loca, con todas esas historias sobre el puente. Y te dije que no. ¿Pero esto? Esta parte es una locura total. Usar la moto para llegar hasta él de manera que te pueda liquidar. Terminar lo que empezó esta mañana.
—Es todo lo que tenemos —Vic miró hacia la puerta—. Y Lou, es la única manera en que tal vez podamos —podamos no, podremos— recuperar a Wayne. Esta gente no va a ser capaz de encontrarle. Yo sí. ¿Vas a arreglar la moto?
Lou suspiró con una exhalación grande y temblorosa.
—Lo intentaré, Vic. Lo intentaré. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que cuando la moto esté arreglada —dijo Lou— me lleves contigo.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Autovía de San Nicolás
WAYNE DURMIÓ LARGO RATO —UN PERIODO INTERMINABLE de paz y tranquilidad— y cuando abrió los ojos supo que todo iba a ir bien.
NOS4A2 circulaba a gran velocidad por la oscuridad como un torpedo atravesando profundidades insondables. Ascendían por colinas bajas y el Espectro tomaba las curvas como si fuera sobre raíles. Wayne subía hacia algo maravilloso y estupendo.
La nieve caía en copos suaves como plumas de ganso. Los limpiaparabrisas hacían zum, zum, apartándolos con delicadeza.
Dejaron atrás una farola solitaria, un bastón de caramelo de más de tres metros de altura rematado con una bola de chicle y que proyectaba una luz color cereza que convertía los copos de nieve en plumas de fuego.
El Espectro enfiló una ancha curva después de la cual se divisaba, abajo, en el valle, una vasta meseta, plateada, lisa y llana y, a continuación, ¡unas montañas! Wayne nunca había visto montañas como aquellas, a su lado las Rocosas parecían unos tristes montículos. La más pequeña tenía el tamaño del Everest. Era una cordillera inmensa de dientes hechos de roca, una hilera torcida de colmillos lo bastante afilados y grandes para devorar el cielo. Rocas de siete mil metros de altura rasgaban la noche, sostenían la oscuridad y se alzaban hasta las estrellas.
Encima de todo ello flotaba una luna como el filo de una guadaña. Wayne la miró una y otra vez. La luna tenía una nariz ganchuda, una boca horriblemente fruncida y un único ojo que dormía. Cuando exhalaba, el viento arrugaba la llanura y capas de nubes plateadas se desplazaban por el cielo a gran velocidad. Era un espectáculo tan maravilloso que Wayne casi aplaudió.
Era imposible, no obstante, mantener la vista apartada de las montañas demasiado tiempo. Aquellas cumbres ciclópeas e inmisericordes atraían la mirada de Wayne igual que un imán las virutas de hierro. Y es que allí, en una grieta situada a dos tercios de altura de la montaña más alta, había una joya reluciente sujeta a la pared rocosa. Brillaba más que la luna y más que cualquier estrella. Ardía en la noche igual que una antorcha.
Christmasland.
—Deberías bajar la ventanilla e intentar atrapar uno de esos copos de azúcar —le aconsejó el señor Manx desde el asiento delantero.
Por un momento Wayne se había olvidado que quién conducía el coche. Había dejado de preocuparse por ello. No era importante. Lo importante era llegar. Se sentía impaciente por estar ya en aquel lugar, por atravesar las puertas hechas de caramelo.
—¿Copos de azúcar? Querrá decir copos de nieve.
—¡De haber querido decir «copo de nieve» lo habría dicho! Son copos de azúcar pura de caña y si fuéramos en avión estaríamos atravesando nubes de algodón de azúcar. ¡Venga, baja la ventanilla! ¡Coge uno y verás que no te miento!
—¿No hará frío? —preguntó Wayne.
El señor Manx le miró por el espejo retrovisor y, cuando sonrió, se le dibujaron pequeñas patas de gallo a ambos lados de los ojos.
Ya no daba miedo. Era joven y, si no guapo, al menos resultaba elegante, con sus guantes de cuero negro y el abrigo del mismo color. Ahora también tenía el pelo negro, recogido bajo la gorra de visera de cuero, de manera que la frente ancha y desnuda quedaba a la vista.
El Hombre Enmascarado dormía a su lado, con una sonrisa dulce dibujada en su cara regordeta y peluda. Vestía uniforme blanco de marine con un montón de medallas en la pechera. Si uno lo miraba con atención, sin embargo, comprobaba que las monedas eran en realidad monedas de chocolate envueltas en papel dorado. Tenía nueve.
Para entonces Wayne ya se había dado cuenta de que ir a Christmasland era mejor que ir al colegio Hogwarts, a la fábrica de chocolate de Willy Wonka, a la Ciudad de las Nubes de Star Wars o a Rivendel de El señor de los anillos. A casi ningún niño se le permitía la entrada en Christmasland, solo a los que lo necesitaban de verdad. Allí era imposible no ser feliz, en un lugar donde cada mañana era Navidad y cada noche, Nochebuena. Donde llorar iba en contra de la ley y los niños volaban como ángeles. O flotaban. Wayne no tenía clara la diferencia.
También sabía otra cosa. Que su madre odiaba al señor Manx porque no quería llevarla a Christmasland. Y puesto que ella no podía ir, no quería que Wayne fuera tampoco. La razón de que su madre hubiera bebido tanto era que emborracharse era la única manera de llegar a sentir algo aproximado a lo que se sentía estando en Christmasland, por mucho que una botella de ginebra se pareciera a Christmasland lo mismo que una galleta a un solomillo.
Su madre siempre había sabido que algún día Wayne terminaría por ir a Christmasland. Por eso no soportaba estar con él. Por eso había estado huyendo de él todos aquellos años.
No quería pensar en ello. La llamaría en cuanto llegara a Christmasland. Le diría que la quería y que no pasaba nada. Si era necesario, la llamaría todos los días. Era verdad que su madre a veces le odiaba, que odiaba ser madre, pero Wayne estaba decidido a quererla de todas maneras, a compartir con ella su felicidad.
—¡Qué va a hacer frío! —le dijo Manx, devolviendo a Wayne al aquí y ahora—. Eres más miedoso que mi tía Mathilda. ¡Anda, baja la ventana! Además, te conozco, Wayne Bruce Carmody. Estabas pensando en cosas serias, ¿a que sí? ¡Eres un niño de lo más serio! Vamos a tener que ponerle remedio a eso. Sí señor. El doctor Manx te receta una copa de cacao con menta y una vuelta en el Ojo del Ártico con los otros niños. Si después de eso sigues tristón, entonces es que no tienes cura. ¡Vamos, baja la ventanilla! Que el aire de la noche se lleve tus pensamientos tristones. No seas como una vieja gruñona. ¡Tengo la sensación de llevar en el coche a la abuela de alguien en vez de a un niño!
Wayne se volvió para bajar la ventanilla y cuando lo hizo se llevó una sorpresa desagradable. Su abuela Linda estaba sentada a su lado. Hacía meses que no la veía. Era complicado visitar a familiares que ya estaban muertos.
Y esta seguía muerta. Llevaba una bata de hospital sin atar de manera que se le veía la espalda desnuda y esquelética cada vez que se inclinaba hacia delante. Estaba sentada en el asiento beige de cuero del bueno sin las bragas puestas. Las piernas eran delgadísimas y horribles, muy blancas en la oscuridad y recorridas por multitud de venas varicosas. Sus ojos ocultos detrás de dos nuevas y relucientes monedas de medio dólar.
Wayne abrió la boca para gritar pero la abuelita Lindy se llevó un dedo a los labios. Chist.
—.tiempo ganarás ,atrás hacia piensas Si .Wayne ,verdad la de alejando está Te.
Manx inclinó la cabeza como si escuchara un ruido procedente del motor del coche que no le gustara. Lindy había hablado lo bastante alto como para que Manx la oyera, pero este no se volvió del todo para mirarla y su expresión daba a entender que pensaba que había oído algo, pero que no estaba seguro.
Ver a su abuela ya era bastante malo, pero las cosas sin sentido que decía y que sin embargo bordeaban de forma exasperante lo comprensible estremecieron a Wayne. Las monedas en los ojos de su abuela emitían destellos.
—Vete —susurró Wayne.
— .juventud tu quedará se y alma el robará Te .rompas te que hasta, goma de cinta una como estirará Te .alma propia tu de alejará Te —explicó la abuela llevándose un frío dedo al esternón de vez en cuando para dar más énfasis a lo que decía.
Wayne emitió un pequeño gemido desde la parte de atrás de la garganta y se alejó de su abuela. Al mismo tiempo no podía evitar intentar descifrar el galimatías que esta recitaba con tanta gravedad. Te estirará, eso lo había entendido. ¿Goma de cinta? No, tenía que ser cinta de goma. Eso sí. Estaba hablando al revés y, de alguna manera, Wayne comprendió que por eso el señor Manx no la escuchaba bien desde el asiento de delante. No podía oírla porque él iba hacia delante y su abuela hacia atrás. Intentó recordar qué más cosas había dicho, para ver si era capaz de desentrañar su sintaxis de mujer muerta, pero ya se le habían empezado a olvidar.
El señor Manx dijo:
—Baja la ventana, hombrecito. ¡Obedece! —de repente su voz se había vuelto severa, no tan amable como antes—. Quiero que disfrutes de las golosinas. ¡Deprisa! ¡Estamos ya casi en un túnel!
Pero Wayne no podía bajar la ventanilla. Para hacerlo habría tenido que acercarse a Linda y le daba miedo. Le daba tanto miedo como Manx. Quería taparse los ojos para no tener que volver a verla. Respiró jadeante, como un corredor en el último tramo de carrera, y al exhalar de su boca salió vapor, como si hiciera frío en la parte trasera del coche, aunque él no lo sintiera.
Miró hacia el asiento delantero en busca de ayuda, pero el señor Manx había cambiado. Le faltaba la oreja izquierda, que estaba hecha jirones, pequeños cordeles carmesí que le colgaban a la altura de la mejilla. Tampoco llevaba la gorra y la cabeza que esta había cubierto era ahora calva, con bultos y manchas, y solo unos pocos cabellos plateados peinados de oreja a oreja. De la ceja le colgaba un gran desgarrón de carne sanguinolenta. En lugar de ojos tenía dos agujeros rojos que chisporroteaban: no eran cuencas sangrientas, sino cráteres con brasas encendidas.
A su lado, el Hombre Enmascarado dormía enfundado en su uniforme inmaculado y sonreía como un hombre con el estómago lleno y los pies calientes.
Por el parabrisas Wayne vio que se acercaban a un túnel perforado en una pared de roca, una tubería negra que conducía al otro lado de la colina.
—¿Quién está ahí atrás contigo? —preguntó Manx con una voz zumbona y terrorífica. No era una voz de hombre, sino de mil moscas zumbando al unísono.
Wayne se giró en busca de Lindy, pero esta había desaparecido, lo había abandonado.
El túnel engulló al Espectro. En la oscuridad solo se veían los dos agujeros rojos donde deberían haber estado los ojos de Manx, fijos en Wayne.
—No quiero ir a Christmasland —dijo este.
—Todo el mundo quiere ir a Christmasland —replicó la cosa del asiento delantero que antes había sido un hombre pero ya no, y que quizá llevaba cien años sin serlo.
Se acercaban deprisa a un círculo brillante de luz natural al final del túnel. Al entrar en el agujero excavado en la montaña había sido de noche, pero ahora avanzaban hacia un resplandor estival cuyo brillo, cuando aún estaban a cincuenta metros de él, ya le hacía daño en los ojos a Wayne.
Gimió y se tapó la cara con las manos. La luz le quemó los dedos y creció en intensidad hasta que brilló a través de ellos y pudo ver los huesos de estos recubiertos de un tejido luminoso. Tuvo la sensación de ir a arder en cualquier momento.
—¡No me gusta! ¡No me gusta! —gritó.
El coche traqueteaba ahora por una carretera de baches y se zarandeaba tanto que Wayne no pudo mantener las manos pegadas a la cara. La luz de la mañana le hizo parpadear.
Bing Partridge, el Hombre Enmascarado, se enderezó y se volvió para mirar a Wayne. Ya no llevaba uniforme, sino el chándal del día anterior.
—No —dijo mientras se metía un dedo en la oreja—. A mí tampoco me gusta madrugar.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Sugarcreek, Pensilvania
SOL, SOL, VETE YA —DIJO EL HOMBRE ENMASCARADO, Y BOSTEZÓ—. Otro día volverás —se calló un momento y a continuación dijo, tímidamente—: He tenido un sueño muy bonito. He soñado con Christmasland.
—Pues espero que te gustara —dijo Manx—. Porque con el estropicio que has montado, ¡soñar con Christmasland es lo máximo que te voy a dejar hacer!
El Hombre Enmascarado se encogió en su asiento y se tapó los oídos.
Estaban en un lugar montañoso y de hierba alta bajo un cielo azul estival. A la izquierda brillaba un lago glaciar, una franja alargada de espejo hundida entre pinos de treinta metros de altura. Había jirones de niebla matinal adheridos a los valles, pero no tardarían en disiparse.
Wayne se frotó con fuerza los ojos aún tenía el cerebro medio dormido. Le ardían la frente y las mejillas. Suspiró y le sorprendió ver salir vaho de sus fosas nasales, igual que en el sueño que había tenido. No se había dado cuenta del frío que hacía en el asiento trasero.
—Estoy helado —dijo, aunque realidad lo que sentía no era frío, sino calor.
—Las mañanas aquí pueden ser muy frescas —dijo Manx—. Pronto te encontrarás mejor.
—¿Dónde estamos? —preguntó Wayne.
Manx se volvió para mirarle.
—En Pensilvania. Hemos conducido toda la noche y tú has dormido como un bebé.
Wayne parpadeó, inquieto y desorientado, aunque tardó un poco en comprender por qué. Lo que quedaba de la oreja izquierda de Manx seguía cubierta con una gasa blanca, pero se había quitado el vendaje de la cabeza. El corte de quince centímetros de la frente era ahora negruzco y de aspecto añejo, igual que una cicatriz de Frankenstein, y sin embargo daba la impresión de haber sido hecho doce días antes, en lugar de solo doce horas. Manx tenía mejor aspecto y los ojos alerta, rebosantes de buen humor y de amor a la humanidad.
—Tiene mejor la cara —dijo Wayne.
—Estoy algo más presentable, supongo, ¡pero de momento no creo que me admitan en un concurso de belleza!
—¿Cómo es que está mejor? —preguntó Wayne.
Manx reflexionó un instante y a continuación respondió:
—El coche me cuida. También cuidará de ti.
—Es porque estamos en la carretera a Christmasland —dijo el Hombre Enmascarado mirando a Manx y sonriendo—. Te quita el dolor y te pone mejor. ¿A que sí, señor Manx?
—No estoy de humor para tus rimas tontas, Bing— dijo Manx—. ¿Por qué no juegas un ratito a los cuáqueros?
El NOS4A2 circuló en dirección sur y durante un rato nadie habló. Wayne aprovechó el silencio para recapacitar.
En toda su vida había pasado tanto miedo como la tarde anterior. Todavía estaba ronco de todo lo que había chillado. Ahora, sin embargo, se sentía como si fuera un frasco al que han vaciado de todo sentimiento negativo. El interior del Rolls-Royce resplandecía con una claridad dorada. Motas de polvo bailaban en los haces de luz y Wayne levantó una mano para agitarlas, para verlas bailar igual que la arena en el agua…
Su madre se había tirado al agua para escapar del Hombre Enmascarado. Se acordó y tuvo un escalofrío. Por un momento revivió el miedo del día anterior y le quemó la piel como si hubiera tocado un cable de cobre pelado y le hubiera dado un calambre. Lo que le asustaba no era pensar que Charlie Manx le tenía prisionero, sino que por un instante se había olvidado de que estaba prisionero. Por un instante había admirado la luz del sol y casi se había sentido feliz.
Fijó la vista en el cajón de madera de nogal bajo el asiento delantero, donde había escondido el teléfono. Después la levantó y comprobó que Manx le observaba por el espejo retrovisor con una leve sonrisa. Wayne se encogió de nuevo en el asiento.
—Dijo que me debía una —le recordó.
—Lo dije y lo mantengo —afirmó Manx.
—Quiero llamar a mi madre. Quiero decirle que estoy bien.
Manx asintió con los ojos en la carretera y una mano en el volante. ¿El coche no se había conducido solo el día antes? A Wayne le parecía recordar ver el volante girar solo mientras Manx gemía y el Hombre Enmascarado le limpiaba la sangre de la cara, pero el recuerdo tenía la cualidad brillante e hiperrealista de esa clase de sueños que le asaltan a uno cuando está con una fuerte gripe. Ahora, a la clara luz del día, Wayne no estaba seguro de que hubiera ocurrido de verdad. Además empezaba a hacer menos frío. Ya no se veía el aliento.
—Es lógico que quieras llamarla y decirle que estás bien. Vas a ver como cuando lleguemos a nuestro destino ¡querrás llamarla todos los días! Es muy considerado por tu parte. Y claro que ella querrá saber cómo estás. Tendremos que llamarla en cuanto podamos, ¡eso no cuenta como ningún favor! ¿Qué clase de persona sería yo si no te dejara llamar a tu madre? El problema es que no es fácil parar en ningún sitio para que llames y a ninguno se nos ha ocurrido traer un teléfono —dijo Manx. Se volvió y miró de nuevo a Wayne por entre los dos asientos delanteros—. Porque supongo que tú no te lo has traído tampoco, ¿verdad?
Y sonrió.
Lo sabe, pensó Wayne. Se le encogió el estómago y durante un segundo estuvo a punto de llorar.
—No —dijo con una voz que sonó casi normal. Tenía que hacer esfuerzos para mantener la vista apartada del cajón de madera a sus pies.
Manx volvió a concentrarse en la carretera.
—Bueno. De todas formas es demasiado temprano para llamarla. No son ni las seis de la mañana, y después del día que tuvo ayer será mejor que la dejemos descansar —suspiró y añadió—: Tu madre tiene más tatuajes que un marinero.
—Una mujer de LaFayette —dijo el Hombre Enmascarado— se tatuó todo el culete. Y en beneficio de un ciego, que era un señor muy culero, de tatuajes en braille se cubrió el ojete entero.
—Haces demasiadas rimas —dijo Wayne.
Manx rio —una gran carcajada que sonó como un relincho— y dio una palmada al volante.
—¡Eso sin duda! ¡Este Bing Partridge es un demonio rimador! Si consultas la Biblia, verás que son los demonios de menor rango, pero que sin embargo tienen su utilidad.
Bing apoyó la frente en la ventanilla y contempló el paisaje. Había ovejas pastando.
Ovejita, ovejita —canturreó para sí—. ¿Por qué no me das tu lanita?
Manx continuó:
—Esos tatuajes que lleva tu madre.
—¿Sí? —dijo Wayne pensando que, si miraba en el cajón, seguramente el teléfono no estaría. Decidió que había muchísimas posibilidades de que se lo hubieran quitado mientras dormía.
—Llámame anticuado, pero a mí me parece una invitación a que la gente se la quede mirando. ¿Crees que le gusta llamar la atención?
—Había una puta en Perú —susurró el Hombre Enmascarado mientras reía en voz queda y para sí.
—Son bonitos —dijo Wayne.
—¿Por eso se divorció tu padre de ella? ¿Por qué no le gustaba que fuera por ahí pidiendo guerra, con las piernas al aire y pintadas para atraer a los hombres?
—No se divorció de ella. Nunca se llegaron a casar.
Manx rio otra vez.
—Menuda sorpresa.
Habían dejado la autovía y salido de las colinas para entrar en un centro urbano somnoliento. Era un lugar de aspecto triste y abandonado. Los escaparates de las tiendas estaban pintados de blanco y llevaban letreros de Se Alquila. El cine tenía la puerta clausurada con tablones de aglomerado y en la marquesina ponía FEL Z NAV DAD SUGAR EEK PE S LV NIA. Había luces de Navidad colgadas, aunque era julio.
Wayne no podía soportar la incertidumbre sobre su teléfono. Si movía el pie podía tocar el cajón. Acercó la punta al tirador.
—Tiene un cuerpo bastante atlético, eso lo reconozco —dijo Manx, aunque Wayne apenas le escuchaba—. Imagino que tiene novio.
Wayne dijo:
—Dice que su novio soy yo.
—Ja, ja. Todas las madres les dicen eso a sus hijos. ¿Tu padre es mayor que tu madre?
—No lo sé. Supongo. Un poco.
Wayne enganchó el cajón con el pie y lo abrió unos centímetros. El teléfono seguía allí. Lo empujó hasta cerrarlo. Más tarde. Si intentaba cogerlo ahora igual se lo quitaban.
—¿Crees que le interesan los hombres mayores? —preguntó Manx.
Wayne no entendía por qué Manx no dejaba de hablar de su madre y sus tatuajes y de lo que opinaba de hombres mayores que ella. Aquello le dejaba más perplejo que si Manx hubiera empezado a hacerle preguntas sobre leones marinos o coches deportivos. Ni siquiera recordaba cómo habían llegado a aquel tema de conversación y se esforzó por cambiarlo, por darle la vuelta, por avanzar hacia atrás.
Si piensas hacia atrás, pensó. Atrás. Hacia. Piensas. Si. La difunta abuela Lindy se le había aparecido en sueños y todo lo que decía se oía al revés. La mayor parte de lo que le había dicho se le había ido ya —lo había olvidado—, pero aquella parte le vino a la cabeza con total claridad, como un mensaje escrito en tinta invisible que se vuelve oscuro y aparece en un papel sostenido sobre una llama. Si piensas hacia atrás, ¿qué pasaba? Wayne no lo sabía.
El coche se detuvo en un cruce. Una mujer de mediana edad estaba en la acera, a unos dos metros. Llevaba pantalones cortos y una cinta elástica en el pelo y corría sin moverse del sitio. Esperaba a que se abriera el semáforo, aunque no pasaba ningún coche.
Wayne actuó sin pensar. Se lanzó hacia la puerta y se puso a dar puñetazos en el cristal.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayuda!
La mujer frunció el ceño y buscó a su alrededor. Después fijó la vista en el Rolls-Royce.
—¡Ayuda, ayuda! —gritó Wayne dando palmadas a la ventana.
La mujer sonrió y le saludó con la mano.
Se abrió el semáforo y Manx cruzó despacio la intersección.
A la izquierda, en el otro lado de la calle, Wayne vio un hombre de uniforme saliendo de una tienda de donuts. Llevaba lo que parecía ser una gorra de policía y una cazadora azul.
Wayne se desplazó hacia el otro lado del coche y golpeó la ventana con los puños. Mientras lo hacía pudo ver al hombre mejor y se dio cuenta de que era un cartero, no un policía. Un hombre gordinflón de cincuenta y tantos años.
—¡Ayúdeme, por favor! ¡Me han secuestrado! ¡Ayuda, ayuda, ayuda! —Wayne gritó con voz ronca.
—No te oye —dijo Manx—. O, más bien, no oye lo que quieres que oiga.
El cartero miró el Rolls cuando pasaba a su lado. Sonrió y se llevó dos dedos a la visera de la gorra a modo de pequeño saludo. Manx le dejó atrás.
—¿Se puede saber por qué estás armando tanto jaleo? —preguntó.
—¿Por qué no me oyen? —preguntó Wayne.
—Es como lo que dicen de Las Vegas. Quien en el Espectro entra, allí se queda.
Estaban saliendo del pequeño centro urbano y empezando a acelerar, dejando atrás las cuatro manzanas de edificios de ladrillo y escaparates polvorientos.
—Si estás cansado de la carretera —dijo Manx—, no te preocupes. Pronto la dejaremos. Yo desde luego necesito descansar de tanta carretera. Estamos ya muy cerca de nuestro destino.
—¿De Christmasland? —preguntó Wayne.
Manx frunció los labios en un mohín pensativo.
—No, eso todavía está lejos.
—De la Casa del Sueño —le dijo el Hombre Enmascarado.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
El lago
VIC CERRÓ LOS OJOS UN MOMENTO, Y CUANDO LOS ABRIÓ SE ENCONTRÓ mirando el reloj de la mesilla, que marcaba las 5:59. Entonces las pestañas de celuloide cambiaron a 6.00 y sonó el teléfono.
Ambas cosas ocurrieron tan seguidas que lo primero que pensó Vic fue que había saltado el despertador y no entendía por qué lo había puesto tan pronto. Entonces sonó de nuevo el teléfono y la puerta del dormitorio se abrió un poco. Tabitha Hutter se asomó con ojos brillantes detrás de unas gafas.
—Es un número que empieza por 603. Corresponde a una empresa de demoliciones en Dover. Será mejor que lo coja. Seguramente no es él, pero…
—No es él —dijo Vic y descolgó con torpeza el teléfono.
—He tardado en enterarme —dijo su padre—. Y me ha costado un rato localizar tu número. He esperado todo lo que he podido por si estabas dormida. ¿Cómo estás, hija?
Vic apartó la boca del teléfono y dijo:
—Es mi padre.
Tabitha Hutter dijo:
—Dígale que le estamos grabando. De momento vamos a grabar todas las llamadas a este número.
—¿Has oído eso, Chris?
—Sí. No pasa nada. Que hagan lo que tengan que hacer. Dios, qué alegría oír tu voz, niña.
—¿Qué quieres?
—Quiero saber cómo estás. Quiero que sepas que aquí me tienes si me necesitas.
—Siempre hay una primera vez para todo, ¿no?
Su padre dejó escapar un leve suspiro de impaciencia.
—Entiendo por lo que estás pasando. Yo también pasé por ello una vez, ya lo sabes. Te quiero, cariño. Dime si puedo ayudarte en algo.
—No puedes —dijo Vic—. Ahora mismo no hay nada que puedas hacer saltar por los aires. Ya está todo bastante patas arriba. No me llames más, papá. Bastante mal lo estoy pasando ya y tú no haces más que empeorar las cosas.
Colgó. Tabitha Hutter la miraba desde la puerta.
—¿Han puesto a los expertos en telefonía móvil a intentar localizar el teléfono de Wayne? ¿Ha pasado lo mismo que con lo de Buscar mi iPhone? Supongo que sí. De haber tenido información nueva me habrían despertado.
—No han podido localizar el teléfono.
—¿No han podido o es que les ha llevado a la autovía de San Nicolás, en algún lugar al este de Christmasland?
—¿Le dice algo ese sitio? Charlie Manx tenía una casa en Colorado. Los árboles de alrededor tenían adornos de Navidad. La prensa le dio un nombre, lo llamó Casa Trineo. ¿Es eso Christmasland?
No, pensó Vic automáticamente. Porque la Casa Trineo está en nuestro mundo y Christmasland es un paisaje interior de Manx. Un manx-paisaje.
La cara de Hutter era totalmente de póquer, mientras miraba a Vic con estudiada calma. A esta se le ocurrió que si le decía a aquella mujer que Christmasland era un lugar situado en una cuarta dimensión, donde niños muertos cantaban villancicos y hacían llamadas a larga distancia el gesto de su cara sería el mismo. Seguiría mirándola con la aquella expresión serena, clínica, mientras los agentes de policía sujetaban a Vic y le administraban un sedante.
—No sé dónde está Christmasland ni qué es —dijo Vic, lo que en gran medida era verdad—. No entiendo por qué sale cuando intentan localizar el teléfono de Wayne. ¿Qué tal si miramos martillos?
La casa seguía llena de gente, aunque ahora tenían menos pinta de policías y más de empleados del servicio técnico de MediaMarkt. Tres hombres jóvenes habían instalado ordenadores en la mesa baja del cuarto de estar. Eran un asiático desgarbado con tatuajes de motivos tribales, un chaval delgadísimo pelirrojo con peinado afro y un hombre negro con un jersey negro de cuello vuelto que parecía robado del armario de Steve Jobs. La casa olía a café. Había una cafetera recién hecha en la cocina. Hutter le sirvió a Vic una taza y le añadió leche y una cucharada de azúcar, justo como lo tomaba.
—¿Eso también sale en mi ficha? —preguntó esta—. ¿Cómo tomo el café?
—La leche estaba en la nevera. Debe usarla para algo. Y en el azucarero había metida una cucharilla de café.
—Elemental, querido Watson —dijo Vic.
—Antes en Halloween me disfrazaba siempre de Sherlock Holmes —dijo Hutter—. Con la pipa, la gorra de cazador y todo lo demás. ¿Y usted? ¿Qué se ponía para salir a pedir golosinas?
—Una camisa de fuerza —dijo Vic—. Iba de paciente huida de un psiquiátrico. Luego me vino muy bien la práctica.
La sonrisa de Hutter desapareció.
Se sentó a la mesa con Vic y le pasó su iPad. Le explicó cómo desplazarse por la galería de imágenes para ver las distintas fotografías de martillos.
—¿Por qué es tan importante saber con qué me pegó? —preguntó Vic.
—Uno no sabe lo que es importante hasta que lo ha visto. Así que hay que intentar verlo todo.
Vic deslizó el dedo por martillos hidráulicos, martillos de albañilería, mazos de croquet.
—¿Se puede saber qué es esto? ¿Una base de datos de asesinos en serie que matan con un martillo?
—Sí.
Vic la miró. Hutter había recobrado su expresión habitual de neutral impasibilidad.
Pasó más imágenes y se detuvo:
—Es este.
Hutter miró la pantalla. Era la fotografía de un martillo con cabeza rectangular de acero inoxidable, asa reticulada y terminado en un gancho afilado.
—¿Está segura?
—Sí, por el gancho. Es este. ¿Qué clase de martillo es?
Hutter sacó el labio inferior, empujó la silla y se puso en pie.
—De los que no venden en las ferreterías. Tengo que hacer una llamada.
Vaciló con una mano en el respaldo de la silla de Vic.
—¿Se siente capaz de hacer una declaración para la prensa esta tarde? Estamos teniendo mucho eco en los informativos de las emisoras de televisión por cable. Los enfoques son numerosos. Todo el mundo conoce los libros de Buscador, así que… Me temo que algunos hablan de esto como si fuera un juego real a vida o muerte de una de las aventuras de Buscador. Una petición personal de ayuda servirá para mantener viva la historia. Y que la gente esté informada es nuestra mejor arma.
—¿Sabe ya la prensa que Manx me secuestró cuando era una adolescente? —preguntó Vic.
Hutter frunció el ceño como si pensara.
—Esto… no, aún no lo saben. Y no creo que deba mencionarlo en su declaración. Es importante que los medios se centren en la información esencial. Necesitamos que la gente esté avisada sobre su hijo y sobre el coche. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, irrelevante y en el peor, una distracción.
—El coche, mi hijo, Manx —dijo Vic—. Nos interesa que todos estén avisados sobre Manx.
—Sí, por supuesto —Hutter dio dos pasos hacia la puerta, se volvió y dijo—: Está usted portándose de maravilla, Victoria. Demostrando una gran fuerza en un momento aterrador. Ha hecho ya tanto que odio tener que pedirle más cosas. Pero cuando se encuentre preparada, tenemos que sentarnos y me tiene que contar la historia completa de Manx con sus propias palabras. Necesito saber más sobre lo que le hizo. Así habrá más probabilidades de que encontremos a su hijo.
—Ya le he dicho lo que me hizo. Se lo conté todo ayer. Me pegó con un martillo, me persiguió hasta el lago y se llevó a mi hijo.
—Lo siento, no me he explicado bien. No me refiero a lo que le hizo ayer; estoy hablando de 1996. De cuando la secuestró.
***
VIC TENÍA LA IMPRESIÓN DE QUE HUTTER ERA UNA MUJER METÓDICA, paciente y sensata y que estaba, a su manera paciente y sensata, tratando de convencerla de que se engañaba respecto a Charlie Manx. Pero, si no creía que Manx se había llevado a Wayne, entonces ¿qué pensaba que había ocurrido?
Vic tenía una extraña sensación de amenaza que no sabía concretar. Era como estar conduciendo y darse cuenta de repente de que hay hielo invisible en el asfalto y que cualquier movimiento brusco hará derrapar el coche.
Me creo que su hijo haya desaparecido y también que usted ha sido atacada, había dicho Hutter. No creo que nadie ponga eso en duda.
Y: Que pasó un mes en un hospital psiquiátrico en Colorado donde le diagnosticaron estrés postraumático severo y esquizofrenia.
Sentada ante una taza de café, en un estado de tranquilidad y silencio relativos, Vic por fin lo comprendió. Y cuando lo hizo notó una sensación fría y seca en la nuca que le subía por el cuero cabelludo, síntomas físicos de asombro y horror al mismo tiempo. Era consciente de sentir las dos cosas en igual medida. Tragó un poco de café templado para ahuyentar el escalofrío y la correspondiente sensación de alarma. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y pensar despacio.
La cosa era así: Hutter pensaba que Vic había matado a Wayne en un brote psicótico. Que había matado al perro y ahogado a Wayne en el lago. No tenían más que su palabra como prueba de que hubiera habido disparos; no había aparecido ni una sola bala, ni un solo casquillo. El plomo había caído al agua y el metal se había quedado dentro de la pistola. La valla estaba destrozada y el jardín arrasado, la única parte de su relato para la que aún no habían encontrado explicación. Tarde o temprano, sin embargo, la encontrarían.
La habían tomado por una Susan Smith, aquella mujer de Carolina del Sur que había ahogado a sus hijos y después contado una mentira sobre que un hombre de raza negra los había secuestrado, que tuvo al país sumido en un frenesí de histeria racial durante una semana. Por eso las televisiones no decían nada de Manx. La policía no creía en él. Ni siquiera creía que hubiera habido un secuestro, pero le seguían la corriente a Vic posiblemente para cubrirse las espaldas desde el punto de vista legal.
Se terminó el café, dejó la taza en el fregadero y salió por la puerta de atrás.
Tenía el jardín para ella sola. Cruzó la hierba húmeda de rocío hasta la cochera y miró por la ventana.
Lou se había dormido en el suelo, junto a la moto. Esta estaba desmontada, con la cubierta quitada y la cadena suelta. Lou se había puesto una lona alquitranada debajo de la cabeza a modo de almohada improvisada. Tenía las manos cubiertas de grasa y huellas negras en las mejillas, donde se había tocado mientras dormía.
—Ha pasado aquí toda la noche trabajando —dijo una voz detrás de Vic.
Daltry la había seguido al jardín. Tenía la boca abierta en una sonrisa que dejaba ver un diente de oro. En una mano sostenía un cigarrillo.
—Es normal. Lo veo a menudo. Es cómo reacciona la gente cuando se siente impotente. No se imagina cuántas mujeres se dedican a hacer punto mientras esperan en urgencias a saber si su hijo va a sobrevivir a una operación de vida o muerte. Cuando te sientes impotente recurres a lo que sea para mantener la cabeza ocupada y no pensar.
—Sí —dijo Vic—. Exacto. Es mecánico. En vez de hacer punto, Lou arregla motores. ¿Me da un cigarrillo?
Pensó que la tranquilizaría, la ayudaría a estar menos nerviosa.
—No he visto ceniceros en la casa —dijo Daltry. Sacó una cajetilla de Marlboro de su abrigo barato y le ofreció uno.
—Lo dejé por mi hijo —dijo Vic.
Daltry asintió y no dijo nada. Sacó un mechero, un Zippo grande de metal con un dibujo de tebeo infantil en uno de los lados. Giró el encendedor y este chasqueó y escupió chispas.
—Está casi sin gasolina —dijo.
Vic lo cogió, probó a encenderlo y de la punta salió un llamita amarilla. Se encendió el cigarrillo, cerró los ojos y dio una calada. Era como meterse en un baño caliente. Levantó la vista con un suspiro y miró el dibujo en el lateral del mechero. Popeye daba un puñetazo. ¡BUUUM!, decía en una explosión de ondas expansivas amarillas.
—¿Sabe lo que me llama la atención? —preguntó Daltry mientras Vic daba otra larga calada al cigarrillo y se llenaba los pulmones de humo—. Que nadie haya visto ese Rolls-Royce antiguo. ¿Cómo puede un coche así pasar desapercibido? ¿A usted no le sorprende que no lo haya visto nadie?
La miraba con ojos brillantes, casi alegres.
—No —dijo Vic, y decía la verdad.
—No —dijo Daltry—. Ya lo veo. ¿Por qué cree que es?
—Porque a Manx se le da muy bien pasar desapercibido.
Daltry se volvió y miró hacia el lago.
—Es rarísimo. Dos hombres en un Rolls-Royce Espectro de 1938. He consultado una base de datos online. ¿Sabía que quedan menos de cuatrocientos Rolls-Royce de ese modelo en todo el mundo? Y en el país, menos de cien. Es un coche raro de cojones. Y la única persona que lo ha visto es usted. Debe de pensar que se está volviendo loca.
—No estoy loca —dijo Vic—, sino asustada. Hay una diferencia entre las dos cosas.
—Una diferencia que usted conoce mejor que nadie, supongo —dijo Daltry. Tiró el pitillo al suelo y lo apagó con la punta del pie.
Ya había entrado en la casa cuando Vic se dio cuenta de que se había quedado con su mechero.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Era obvió que los policías dudaran de la historia que les contó, sabiendo su historial, pero aún así deberían de esforzarse más para encontrar a Wayne, hasta ahorita no le han hecho nada, pero quien sabe cuándo lleguen a Christmanland, me da gusto que Lou esté bien y sólo fuera un desmayo, esperó que pronto el y Vic vallan a buscar a Wayne.
yiniva- Mensajes : 4916
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Edad : 33
Re: Lectura #1 Octubre 2017
ya saben lo que dice el dicho no, crea fama y hechate a dormir, es exactamente lo que le paso , y ahora no saben si creerle o es que todo parasara desapercibido como el carro.... espero todos esten bien y que nada les pase
citlalic_mm- Mensajes : 978
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Edad : 41
Re: Lectura #1 Octubre 2017
La Casa del Sueño
EL JARDÍN DE BING ESTABA LLENO DE FLORES DE PAPEL DE ALUMINIO de colores brillantes que giraban en el sol de la mañana.
La casa era como un pastelito color rosa, con adornos blancos y lirios azules. Era de esos lugares donde una ancianita invitaría a un niño a galletas de jengibre, lo encerraría en una jaula, lo engordaría durante semanas y después lo metería en el horno. Era la Casa del Sueño. Solo de mirar las flores de aluminio girar, a Wayne le entraban ganas de dormir.
Subiendo la colina desde la casa de Bing Partridge había una iglesia quemada casi hasta los cimientos. No quedaba apenas nada de ella, excepto la fachada frontal con su torre apuntada, puertas altas y blancas y ventanas de vidrio policromado sucias de hollín. La parte trasera era una escombrera de vigas calcinadas y cemento ennegrecido. A la entrada había un cartel de esos escritos con letras magnéticas en el que el pastor informaba a los fieles del horario de misas. Alguien se había puesto a jugar con las letras y había escrito un mensaje que con toda probabilidad no era representativo del espíritu de la congregación. Decía:
EL TABERNÁCULO DE LA FE
DE LA NUEVA AMÉRICA
DIOS QUEMADO VIVO
AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS
DE LA NUEVA AMÉRICA
DIOS QUEMADO VIVO
AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS
El viento agitaba los altos robles que enmarcaban el aparcamiento alrededor de los restos calcinados de la iglesia. Wayne notó el olor a quemado incluso con las ventanillas subidas.
NOS4A2 enfiló el camino de entrada hacia un garaje separado de la casa. Bing se retorció rebuscando en su bolsillo y sacó un mando a distancia. La puerta subió y el coche entró.
El garaje era un bloque de cemento hueco, con un interior fresco y umbrío donde olía a aceite y a hierro. El olor metálico procedía de los bidones. Había media docena de bidones verdes, cilindros largos y moteados de óxido con letras estarcidas en uno de los lados: INFLAMABLE, CONTENIDO A PRESIÓN y SEVOFLURANO. Estaban alineados como soldados de un ejército de robots marcianos esperando una inspección. Detrás había una escalera que conducía a una segunda planta.
—Hora de desayunar —dijo Bing y miró a Charlie Manx—. Le voy a hacer el mejor desayuno de su vida. Palabrita de niño Jesús. El mejor. Dígame qué le apetece.
—Lo que me apetece es estar solo, Bing —dijo Manx—. Necesito descansar la cabeza. Y si no tengo demasiada hambre probablemente es porque tu parloteo me ha dejado ahíto. Eso sí que son calorías vacías.
Bing se encogió y se tapó los oídos.
—No te tapes los oídos para hacer que no me oyes. Lo has hecho todo fatal.
Bing arrugó la cara. Cerró los ojos. Empezó a llorar de una manera feísima.
—¡Me quiero pegar un tiro! —gritó.
—Eso no son más que tonterías —dijo Manx—. Y además, lo más probable es que fallaras y acabaras dándome a mí.
Wayne rio.
Aquello sorprendió a todos, incluido él mismo. Había sido como estornudar, una reacción involuntaria. Manx y Bing se volvieron a mirarle. Bing lloraba y tenía la cara mofletuda y fea distorsionada por la infelicidad. Manx, en cambio, miraba a Wayne con una suerte de perplejidad divertida.
—¡Cállate! —le gritó Bing—. ¡No te rías de mí o te arranco la cara! ¡Saco las tijeras y te corto en trocitos!
Manx tenía el martillo plateado en la mano y le asestó a Bing un golpe en el pecho que le dejó pegado a la puerta del pasajero.
—Cállate —dijo—. Todos los niños se ríen con las tonterías que dicen los payasos. Es algo de lo más natural.
Por un momento, a Wayne le pasó por la cabeza lo divertido que sería si Manx le daba un martillazo a Bing en la cara y le partía la nariz. La imaginó explotando como un globo de agua relleno de Red Bull, una imagen tan desternillante que estuvo a punto de reír otra vez.
Una parte de él, una parte muy distante y silenciosa, se preguntaba cómo era posible que determinadas cosas le parecieran divertidas. Quizá es que aún seguía confuso por aquel gas con el que le había rociado Bing Partridge. Había dormido toda la noche, pero no se sentía descansado. Se encontraba enfermo, agotado y acalorado. Sobre todo acalorado. Tenía la sensación de estar ardiendo y soñaba con una ducha fría, un chapuzón en el lago, un bocado de nieve.
Manx le miró de reojo una vez más y le guiñó un ojo. Wayne sintió rechazo y el estómago le dio una voltereta a cámara lenta.
Este hombre es veneno, pensó y se lo repitió, pero de atrás adelante. Veneno es hombre este. Y una vez compuesta esta frase, forzada y al revés, se sintió, cosa extraña, curiosamente mejor consigo mismo, aunque no habría sabido decir exactamente por qué.
—Si te apetece cocinar, le puedes freír una loncha de beicon a este hombrecito. Estoy seguro de que le apetece.
Bing agachó la cabeza y lloró.
—Vamos —dijo Manx—. Vete a llorar como un bebé a la cocina, donde yo no pueda oírte. Después hablaremos.
Bing salió del coche, cerró la portezuela y echó a andar hacia el camino de entrada a la casa. Cuando pasó junto a las ventanillas traseras del Rolls miró a Wayne con odio. Wayne nunca había visto a nadie mirarle así, como si de verdad tuviera ganas de matarle, de estrangularle hasta morir. Era divertido. Estuvo a punto de soltar otra carcajada.
Exhaló despacio y con dificultad. No quería pensar en ninguna de las cosas en las que estaba pensando. Alguien había destapado un frasco de polillas negras que aleteaban como locas dentro de su cabeza. Un torbellino de ideas. De ideas divertidas. Lo mismo que son divertidos una nariz rota o un hombre pegándose un tiro en la cabeza.
—Prefiero conducir de noche —dijo Manx—. En el fondo soy una persona nocturna. Todo lo bueno que tiene el día mejora por la noche. Un tiovivo, una noria, el beso de una chica… Todo. Y además, cuando cumplí ochenta y cinco años el sol empezó a hacerme daño en los ojos. ¿Necesitas hacer pipirripí?
—¿Quiere decir hacer pis? —preguntó Wayne.
—O porropopó —preguntó Manx.
Wayne rio de nuevo —un ladrido alto y agudo— y acto seguido se llevó una mano a la boca como si quisiera tragarse la risa.
—¿Qué me está haciendo? —preguntó.
—Te estoy alejando de todas las cosas que te hacían desgraciado —dijo Manx—. Y cuando lleguemos a nuestro destino habrás dejado atrás la infelicidad por completo. Ven. Hay un baño en el garaje.
Bajó del coche y en ese mismo instante la puerta de Wayne se desbloqueó, el pestillo hizo tanto ruido que lo asustó.
Había planeado escapar en cuanto se pusiera en pie, pero el aire era húmedo, caliente y pesado. Se le pegaba. O tal vez era él quien se pegaba al aire, igual que una mosca atrapada en una tira de papel adhesivo. Dio un único paso antes de que Manx le apoyara una mano en la nuca. No le hacía daño ni lo apretaba con fuerza, pero sí con firmeza. Sin ningún esfuerzo obligó a Wayne a volverse y lo alejó de la puerta abierta del garaje.
La mirada de Wayne se posó en las hileras de bidones abollados y frunció el ceño. SEVOFLURANO.
Manx se dio cuenta y esbozó media sonrisa con una de las comisuras de la boca.
—El señor Partridge trabaja como personal de seguridad de una planta química a cinco kilómetros de aquí. El sevoflurano es un narcótico y anestésico muy usado por los dentistas. En mis tiempos los dentistas anestesiaban a sus pacientes (incluso a los niños) con coñac, pero el sevoflurano se considera más humano y efectivo. A veces los bidones están defectuosos y Bing los compra con descuento. A veces no están tan defectuosos como parecen.
Manx guió a Wayne hacia unas escaleras que conducían a la segunda planta del garaje. Debajo había una puerta entreabierta.
—¿Me permites que te coma la oreja un momento, Wayne?
Wayne se imaginó a Manx arrancándole la oreja izquierda y metiéndosela en la boca. Una parte de sí mismo, horrible y oculta, encontraba gracioso también aquello; al mismo tiempo, la piel de la nuca, en contacto con la mano cadavérica de Manx, se le erizó de forma extraña.
Antes de que le diera tiempo a responder, Manx dijo:
—Hay algunas cosas que no entiendo y espero que tú puedas aclararme el misterio.
Con su otra mano buscó debajo del abrigo gris y sacó una hoja doblada, sucia y llena de manchas. La desdobló y la sostuvo para que Wayne la viera.
DESAPARECE INGENIERO DE BOEING
—Una mujer con un pelo de color ridículo se presentó el otro día en casa de tu madre. Estoy seguro de que te acuerdas de ella. Llevaba una carpeta llena de historias sobre mí. Tu madre y ella montaron una escenita en el jardín, Bing me lo contó. Te sorprenderá saber que Bing lo vio todo desde la casa de enfrente.
Wayne arrugó el ceño y se preguntó cómo podía haberlo visto Bing desde la casa de enfrente Allí vivían los De Zoet. Se le ocurrió una respuesta que no era en absoluto divertida.
Llegaron a la puerta que estaba bajo las escaleras. Manx tiró del pomo y apareció un cuarto de baño pequeño con techo abuhardillado.
Manx buscó un cordón que colgaba de una bombilla desnuda y tiró de él, pero el cuarto seguía oscuro.
—Bing tiene este sitio hecho una pena. Dejaré la puerta abierta para que tengas un poco de luz.
Empujó a Wayne suavemente hacia el aseo en penumbra. La puerta se quedó entreabierta unos pocos centímetros, pero Manx se apartó para darle intimidad.
—¿De qué conoce tu madre a esa señora tan peculiar y por qué hablaban de mí?
—No lo sé. Era la primera vez que la veía.
—Pero te has leído las historias que llevó. Historias sobre mí, la mayoría. Quiero que sepas que las noticias publicadas en prensa sobre mi caso son auténticos libelos. En mi vida he matado a un niño. Ni a uno solo. Y tampoco soy un asaltacunas. El fuego del infierno no es castigo bastante para esa clase de gente. La visitante de tu madre parecía pensar que yo no había muerto, una idea de lo más llamativa, puesto que los periódicos informaron extensamente no solo de mi defunción, sino también de mi autopsia. ¿Por qué crees que estaba convencida de que sigo vivo?
—Tampoco lo sé —Wayne tenía la picha en la mano y era incapaz de mear—. Mi madre dijo que era una chiflada.
—No me estarás tomando el pelo, ¿verdad, Wayne?
—No, señor.
—¿Qué dijo de mí aquella mujer de pelo tan curioso?
—Mi madre me mandó entrar en casa. No oí nada de lo que dijo.
—Ahora sí que me estás metiendo una trola, Bruce Wayne Carmody.
Pero no lo dijo como si estuviera enfadado.
—¿Tienes dificultades con el manubrio?
—¿Con el qué?
—La minga, la pilila.
—Ah, pues… un poco.
—Es porque estás hablando. No es fácil echar un pis cuando alguien te está escuchando. Me voy a apartar tres pasitos.
Wayne oyó las pisadas de Manx sobre el suelo de cemento mientras se apartaba. Casi de inmediato la vejiga se le relajó y empezó a orinar.
Mientras lo hacía dejó escapar un suspiro de alivio y echó la cabeza hacia atrás.
Encima del retrete había un póster. Era de una mujer desnuda con las manos atadas a la espalda. Tenía la cabeza dentro de una careta antigás. Un hombre vestido con el uniforme nazi estaba de pie a su lado sujetándola con una correa unida a un collar que la mujer llevaba alrededor del cuello.
Wayne cerró los ojos, se guardó el manubrio —mejor dicho, el pene, «manubrio» era una palabra ridícula— otra vez en la bragueta y se apartó. Se lavó las manos en un lavabo de uno de cuyos lados colgaba una cucaracha. Mientras lo hacía le tranquilizó comprobar que el póster no le había hecho nada de gracia.
Es el coche. Estar en el coche es lo que hace que todo parezca divertido, aunque sea horrible.
En cuanto tuvo este pensamiento supo que era cierto.
Salió del aseo y allí estaba Manx, sosteniendo la puerta al asiento trasero del Espectro. En la otra mano llevaba el martillo plateado. Sonrió dejando ver sus dientes manchados. Wayne pensó que podría correr hasta el camino de entrada antes de que Manx le empujara por la cabeza para hacerle entrar en el coche.
—Te voy a decir una cosa —dijo este—. Me gustaría saber más cosas sobre la confidente de tu madre. Estoy seguro de que si te concentras, recordarás algunos detalles que has olvidado. ¿Por qué no te quedas un rato sentado en el coche y le das una vuelta? Mientras tanto iré a buscarte el desayuno. A lo mejor cuando vuelva ya te has acordado de algo. ¿Qué te parece?
Wayne se encogió de hombros, pero el corazón le dio un vuelco ante la idea de quedarse solo en el coche. El teléfono. Bastaría un minuto a solas en el coche para llamar a su padre y contárselo todo: Sugarcreek, Pensilvania; casa rosa, bajando la colina desde una iglesia quemada. La policía estaría allí antes de que Manx volviera con los huevos con beicon. Subió al coche de buen grado, sin vacilar.
Manx cerró la puerta y golpeó el cristal con los nudillos.
—¡Vuelvo en un periquete! ¡No te escapes! —y rio mientras el pestillo se bloqueaba.
Wayne se arrodilló en el asiento para mirar por la ventanilla trasera como Manx se marchaba. Cuando el viejo hubo desaparecido dentro de la casa se volvió, bajó al suelo del coche, agarró el cajón de madera de nogal debajo del asiento y lo abrió para coger su teléfono.
Había desaparecido.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
El garaje de Bing
EN ALGUNA PARTE UN PERRO LADRÓ, UNA SEGADORA DE CÉSPED se puso en marcha y el mundo siguió girando, pero no dentro del Rolls-Royce, porque el teléfono había desaparecido.
Wayne abrió del todo el cajón y metió la mano para palpar el tapete interior, como si el teléfono pudiera estar escondido debajo del forro. Pero allí tampoco había nada.
—¿Dónde estás? —gritó Wayne, aunque ya lo sabía. Mientras se lavaba las manos Manx había entrado en el coche y cogido el teléfono. Probablemente en ese mismo instante se paseaba con él dentro del abrigo. Tenía ganas de llorar. Había construido, en lo más recóndito de su corazón, una precaria catedral de esperanza, y Manx había entrado en ella y le había pegado fuego. DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS.
Era una estupidez —no tenía sentido—, pero Wayne volvió a abrir el primer cajón para echar otro vistazo.
Dentro había adornos de Navidad.
No estaban allí hacía un momento. Hacía un momento el cajón había estado completamente vacío. Ahora sin embargo contenía un ángel esmaltado con ojos lánguidos y trágicos, un gran copo de nieve plateado y revestido de purpurina y una media luna azul dormida con un gorro de Papá Noel.
—¿Qué es esto? —dijo Wayne apenas consciente de que hablaba en voz alta.
Fue cogiendo cada uno de los adornos por separado.
El ángel colgaba de un cordel dorado y giraba despacio tocando la trompeta.
El copo de nieve tenía aspecto de arma letal. Una estrella fugaz ninja.
La luna sonreía, enfrascada en sus pensamientos.
Wayne metió los adornos en el cajón donde los había encontrado y lo cerró con suavidad.
Entonces se abrió de nuevo.
Y estaba vacío.
Dejó escapar un suspiro de impaciencia, que formó una nubecilla de vapor, y cerró el cajón con fuerza, susurrando furioso:
—Quiero mi teléfono.
Algo chasqueó en el asiento delantero y Wayne levantó la vista a tiempo de ver abrirse la guantera.
Su teléfono estaba encima de unos mapas.
Wayne se puso de pie en el asiento trasero. Tenía que encorvarse y pegar la cabeza al techo, pero podía hacerse. Se sintió como si acabara de presenciar un truco de prestidigitación: un mago había pasado la mano por un ramo de flores y lo había transformado en su iPhone. Mezclada con la sorpresa —asombro, incluso— sentía una punzada de terror.
El Espectro le estaba provocando.
El Espectro o Manx.
Wayne empezaba a pensar que eran una misma cosa, que cada uno era la prolongación del otro. El Espectro formaba parte de Manx lo mismo que la mano derecha de Wayne formaba parte de Wayne.
Miró su teléfono, sabedor de que debía intentar cogerlo, pero también de que el coche tenía alguna forma de impedírselo.
Pero qué importaba el teléfono. La puerta del conductor estaba abierta, nada le impedía salir del coche y escapar corriendo. Nada excepto el hecho de que las tres últimas veces que había intentado pasarse al asiento delantero, había terminado de alguna manera de nuevo en el trasero.
Pero entonces había estado drogado, pensó. El Hombre Enmascarado le había rociado un poco con gas de jengibre, impidiéndole pensar con claridad. Apenas había podido levantarse del suelo. No era de extrañar, por tanto, que hubiera terminado volviendo siempre al asiento trasero. Lo verdaderamente asombroso era que hubiera logrado mantenerse consciente tanto tiempo.
Levantó la mano derecha preparándose para alargarla y entonces reparó en que seguía sujetando el adorno de Navidad con forma de luna. De hecho llevaba ya un minuto pasando el pulgar por su superficie lisa con forma de guadaña, un gesto inconsciente que le resultaba curiosamente reconfortante. Parpadeó, algo desconcertado, pues habría jurado que había vuelto a meter los tres adornos en el cajón.
Cuando alargó los dedos hacia el asiento delantero, estos se encogieron. Se convirtieron en protuberancias carnosas que terminaban en el primer nudillo. Cuando Wayne vio que esto sucedía, encogió los hombros en un acto reflejo, pero no retiró la mano. Aquello era grotesco, pero también, de alguna manera, fascinante.
Todavía podía sentir las puntas de los dedos. Podía frotar un dedo contra el otro y notar la almohadilla rugosa del pulgar acariciando la punta del dedo índice. Lo que no podía era verlas.
Alargó la mano un poco más y cruzó la barrera invisible que separaba los asientos delantero y trasero. El brazo menguó hasta quedar reducido a un muñón suave y rosado, una amputación indolora. Abrió y cerró un puño que no veía pero que estaba allí. Lo estaba; notaba que seguía teniendo la mano. Solo que no estaba seguro de dónde.
Alargó la mano un poco más en dirección a la guantera y a su teléfono.
Algo le pinchó en la espalda en el mismo momento en que los dedos de su mano invisible tocaban algo sólido.
Volvió la cabeza para mirar a su espalda.
Un brazo —su brazo— atravesaba el asiento detrás de él. No parecía que lo hubiera rasgado, sino más bien que hubiera crecido a partir de él. La mano al final del brazo era de piel, lo mismo que la muñeca. Pero cerca del asiento la piel se convertía en cuero beis gastado que surgía de la tapicería y la daba de sí.
Lo natural habría sido gritar, pero Wayne ya había superado esa fase. Cerró el puño de la mano derecha y la mano que nacía del asiento trasero apretó los dedos. El estómago empezó a bailarle por la sensación que le producía controlar un brazo nacido de un asiento tapizado.
—Deberías probar a jugar a pelea de pulgares tú solo —dijo Manx.
Wayne saltó y el susto le hizo retirar el brazo derecho. La extremidad que sobresalía del asiento desapareció, la tapicería la inhaló y al instante siguiente estaba unida de nuevo a su hombro, en el lugar que le correspondía. La cerró contra su pecho y notó que el corazón le latía a gran velocidad.
Manx se había inclinado para mirar por la ventanilla del conductor. Sonrió mostrando los dientes superiores torcidos y saltones.
—¡Este coche tiene un montón de cosas para divertirse! —dijo—. ¡Imposible encontrar una diversión de cuatro ruedas mejor que esta!
En una mano llevaba un plato con huevos revueltos, beicon y tostadas. En la otra, un vaso de zumo de naranja.
—¡Te gustará saber que esta comida no tiene nada de saludable! Mantequilla, sal y colesterol. Incluso el zumo de naranja es malo, en realidad es algo llamado «naranjada». Yo, sin embargo, no he tomado una sola vitamina en mi vida y he cumplido muchos años. ¡La felicidad alimenta más que cualquier droga milagrosa que puedan inventar los boticarios!
Wayne se sentó el asiento trasero. Manx abrió la puerta, se inclinó y le ofreció el plato y el vaso. Wayne se fijó en que no había tenedor. Manx seguía comportándose como si fueran los mejores amigos del mundo, pero no estaba dispuesto a proporcionar a su pasajero algo que pudiera ser un arma… Una sencilla manera de recordarle que no era un amigo, sino un prisionero. Wayne cogió el plato y entonces Manx se sentó a su lado.
Manx había dicho que las llamas del infierno no eran suficiente castigo para los asaltacunas, pero Wayne se preparó para que le tocaran. Manx le metería una mano entre las piernas y le preguntaría si no le apetecía jugar con su manubrio.
Cuando Manx se movió Wayne se había preparado para pelear, perder y que abusaran de él. Le tiraría el desayuno a la cara. Le mordería.
Daría igual. Si Manx quería bajarle los pantalones y hacerle… lo que fuera, lo haría. Era más grande que él, así de sencillo. Wayne tendría que aguantar lo mejor que pudiera. Haría como que su cuerpo no le pertenecía y pensaría en la avalancha de nieve que había visto con su padre. Solo esperaba que su madre no llegara a enterarse. Bastante desgraciada era ya, se había esforzado tanto por no estar loca que Wayne no quería ni pensar en ser una fuente añadida de infelicidad para ella.
Pero Manx no le tocó, sino que suspiró y estiró las piernas.
—Veo que ya has cogido un adorno para colgarlo cuando estemos en Christmasland —dijo—, para señalar tu entrada en ese mundo.
Wayne miró su mano derecha y le sorprendió comprobar que sostenía de nuevo la luna durmiente. No recordaba habérsela sacado del bolsillo.
—Mis hijas llevaron angelitos para señalar el final de su viaje —dijo Manx con voz distante y pensativa—. Cuídalo, Wayne. ¡Protégelo como si fuera tu vida!
Le dio una palmada en la espalda y señaló con la cabeza hacia la parte delantera del coche, a la guantera abierta. Al teléfono.
—¿De verdad pensabas que podías ocultarme algo? —dijo— ¿Aquí? ¿En este coche?
No parecía de esas preguntas que requieren respuesta.
Manx cruzó los brazos contra el pecho, casi como si quisiera abrazarse. Sonreía para sí. No parecía enfadado en absoluto.
—Esconder algo en este coche es como meterlo en el bolsillo de mi abrigo. Es imposible que no me dé cuenta. Aunque no te culpo por intentarlo. Cualquier niño lo haría. Deberías comerte los huevos, se te van a enfriar.
Wayne se esforzaba por no llorar. Tiró la luna al suelo.
—¡Venga, hombre, no te pongas triste! ¡No puedo soportar ver a un niño infeliz! ¿Te sentirías mejor si hablaras con tu madre?
Wayne parpadeó y una lágrima solitaria cayó sobre una grasienta loncha de beicon. La idea de oír la voz de su madre le desató una pequeña explosión interior, una punzada de añoranza.
Asintió.
—¿Sabes lo que me haría sentirme mejor a mí? Que me hablaras de aquella mujer que le llevó todos esos recortes de prensa a tu madre. Un favor por otro, ¿qué te parece?
—No le creo —susurró Wayne—. No la va a llamar, haga lo que haga.
Manx miró hacia el asiento delantero.
La guantera se cerró con un fuerte ¡zas! Fue tan inesperado que Wayne estuvo a punto de tirar el plato de huevos revueltos.
El cajón bajo el asiento del conductor se abrió solo, casi sin hacer ruido.
El teléfono estaba dentro.
Wayne lo miró respirando entrecortadamente, con esfuerzo.
—Hasta ahora no te he dicho ninguna mentira —dijo Manx—, pero entiendo que te resistas a creerme. Esto es lo que vamos a hacer. Sabes que no te daré el teléfono si no me hablas de la visita de tu madre. Lo pondré en el suelo del garaje y luego pasaré por encima con el coche. ¡Será divertido! Si te digo la verdad, opino que los teléfonos móviles son un invento del diablo. Así que piensa en si de verdad me has contado lo que quería saber. De una forma u otra, habrás aprendido algo importante. Si no te dejo llamar a tu madre, habrás aprendido que soy un mentiroso como la copa de un pino y nunca tendrás que volver a fiarte de mí. Pero si te dejo llamarla, entonces sabrás que cumplo mi palabra.
Wayne dijo:
—Pero es que yo no sé nada de Maggie Leigh que usted no sepa.
—Mira por donde, acabas de decirme su nombre. Así que el proceso de aprendizaje ya ha empezado.
Wayne se encogió con la sensación de haber cometido una traición imperdonable.
—La señorita Leigh le dijo a tu madre algo que la asustó. ¿Qué fue? ¡Cuéntamelo y te dejaré llamar a tu madre ahora mismo!
Wayne abrió la boca, sin saber muy bien qué iba a decir, pero Manx le detuvo. Luego le puso una mano en el hombro y le dio un suave apretón.
—No te inventes cosas, Wayne. ¡No hay trato si desde el principio me mientes! Como cambies la verdad aunque sea un poquito, ¡te arrepentirás!
Se inclinó y cogió un trozo de beicon del plato. En él brillaba una lágrima de Wayne, una perla aceitosa y reluciente. Manx mordió la mitad y empezó a masticarla con lágrima y todo.
—¿Y bien? —preguntó.
—Dijo que usted estaba suelto —dijo Wayne—. Que había salido de la cárcel y que mi madre debía tener cuidado. Supongo que eso fue lo que la asustó.
Manx frunció el ceño mientras masticaba articulando la mandíbula de forma exagerada.
—Y no oí nada más. En serio.
—¿De qué se conocían esta mujer y tu madre?
Wayne se encogió de hombros.
—Maggie Leigh dijo que conoció a mi madre cuando era una niña, pero mi madre dijo que no la había visto en su vida.
—¿Y cuál de las dos crees que decía la verdad? —preguntó Manx.
Aquella pregunta pilló a Wayne desprevenido y tardó en contestar.
—Esto… mi madre.
Manx se tragó el trozo de beicon y sonrió.
—¿Ves que fácil? Bueno, pues estoy seguro de que a tu madre le alegrará saber de ti —hizo ademán de alcanzar el teléfono… pero volvió a recostarse en el asiento—. ¡Ah, otra cosa más! ¿Dijo algo la tal Maggie Leigh sobre un puente?
El cuerpo entero de Wayne pareció reaccionar a esta pregunta, fue como si un escalofrío le recorriera y pensó: Eso no se lo cuentes.
—No —dijo antes que tener tiempo de pensarlo.
Le pesaba la lengua y le costaba tragar, como si la mentira fuera un trozo de tostada que se le hubiera quedado atascado en la garganta.
Manx le miró con expresión taimada y somnolienta. Tenía los párpados a media asta. Empezó a moverse, sacó un pie por la puerta abierta y se dispuso a salir del coche. Al mismo tiempo el cajón donde estaba el teléfono cobró vida, cerrándose de golpe.
—¡Quería decir que sí! —gritó Wayne mientras le sujetaba por el brazo. El movimiento brusco desbarató el plato que tenía en el regazo. Se volcó y el beicon y los huevos cayeron al suelo—. ¡Sí, vale! ¡Le dijo que tenía que salir a buscarle otra vez! ¡Le preguntó si todavía podía usar el puente para encontrarle a usted!
Manx se detuvo con medio cuerpo fuera del coche y la mano de Wayne aún sujetándole el brazo. La miró con aquella expresión de regocijo distraído.
—Pensaba que habías quedado en contarme la verdad desde el principio.
—¡Y lo he hecho! ¡Solo se me ha olvidado un momentito! ¡Por favor!
—Se te olvidó, sí. ¡Se te olvidó decirme la verdad!
—¡Lo siento!
Manx no parecía en absoluto disgustado. Dijo:
—Bueno. Ha sido un lapsus momentáneo. Creo que te voy a dejar llamar a tu madre. Pero te voy a hacer una última pregunta y quiero que pienses antes de responder. Y cuando respondas, quiero que me digas la verdad, así que ándate con ojo. ¿Dijo algo Maggie Leigh sobre cómo conseguiría tu madre llegar al puente? ¿Qué le dijo de la bicicleta?
—Pues… no dijo nada de una bicicleta. ¡Lo juro! —y puesto que Manx había empezado a soltarse, añadió—: No creo que supiera nada de la Triumph.
Manx parecía no comprender.
—¿La Triumph?
—La moto de mamá. La que estaba empujando por la carretera. Ha estado semanas arreglándola. No hace otra cosa, ni siquiera dormir. ¿Era eso a lo que se refería con lo de la bicicleta?
Los ojos de Manx se volvieron fríos y distantes. La expresión de su cara se suavizó y se mordió el labio con los dientecillos. Era un gesto que le daba aspecto de retrasado mental.
—¡Vaya! Así que tu madre se está fabricando un nuevo medio de locomoción. Para volver a hacerlo. Para encontrarme. Ya supuse que había vuelto a las andadas en cuanto la vi empujando aquella moto. Y esta tal Maggie Leigh supongo que cuenta con su propio medio de transporte. O al menos sabe lo de la gente que cuenta con carreteras propias. Bien, pues tengo algunas preguntas más, pero será mejor que se las haga directamente a la señorita Leigh.
Manx deslizó una mano en el bolsillo de su abrigo, sacó la fotocopia del artículo sobre Nathan Demeter y le dio la vuelta de manera que Wayne pudiera leerla. Después señaló con el dedo el membrete del papel.
BIBLIOTECA PÚBLICA DE AQUÍ
AQUÍ, IOWA
—¡Y Aquí es donde tengo que buscarla! —dijo—. ¡Qué bien que nos coja de camino!
Wayne jadeaba como si acabara de recorrer corriendo una gran distancia.
—Quiero llamar a mi madre.
—No —dijo Manx liberando su brazo—. Teníamos un trato. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad y todavía me escuecen las orejas de las trolas que has intentado colarme. Una lástima. ¡Pronto te darás cuenta de que a mí es muy difícil dármelas con queso!
—¡No! —gritó Wayne—. ¡Le he contado todo lo que quería saber! ¡Me lo prometió! ¡Me dijo que me daba otra oportunidad!
—Dije que a lo mejor te dejaba llamar por teléfono si me contabas la verdad sobre la bicicleta de tu madre. Pero no sabías nada, y además en ningún momento he dicho que la llamada pudieras hacerla hoy. Me parece que habrá que esperar a mañana, así aprenderás una lección muy importante. ¡A nadie le gustan los troleros, Wayne!
Cerró la puerta y el pestillo bajó solo.
—¡No! —volvió a gritar Wayne, pero Manx ya le daba la espalda y cruzaba el garaje, pasando entre bidones verdes de gas hacia las escaleras que conducían al segundo piso—. ¡No! ¡No es justo!
Se deslizó del asiento hasta quedar sentado en el suelo. Asió el tirador metálico del cajón donde estaba su teléfono y tiró de él, pero no se abrió. Era como si estuviera sujeto con clavos. Apoyó un pie en la separación entre los asientos delantero y trasero y echó todo el peso hacia atrás. Las manos sudorosas resbalaron del tirador y Wayne cayó de espaldas hasta quedar sentado.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor!
Desde el pie de las escaleras, Manx se volvió hacia el coche. La expresión de su cara era de trágico hastío. Los ojos le brillaban de compasión. Negó con la cabeza, aunque resultaba imposible saber si se trataba de un gesto de rechazo o de mera decepción.
Acto seguido pulsó un botón que había en la pared y la puerta automática del garaje bajó con gran alboroto. Luego le dio a un interruptor y apagó las luces antes de subir y dejar a Wayne a solas en el Espectro.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
El lago
AQUELLA TARDE, PARA CUANDO HUTTER HUBO TERMINADO con ella Vic se encontraba exhausta, como si estuviera recuperándose de una gripe estomacal. Le dolían las articulaciones y también la espalda. Estaba muerta de hambre, pero cuando le ofrecieron un sándwich de pavo casi le dieron ganas de vomitar. Ni siquiera consiguió tragar una tostada.
Le contó a Hutter todas las mentiras de siempre sobre Manx. Como le había inyectado algo y metido en su coche, como había conseguido escapar de él en Colorado, en la Casa Trineo. Hablaron en la cocina, Hutter haciendo las preguntas y Vic contestándolas lo mejor que podía, mientras los agentes de policía entraban y salían.
Después de que Vic le contara la historia de su secuestro, Hutter quiso que le hablara de los años después del mismo. Quería saber sobre el trastorno que la había llevado a ingresar en un hospital psiquiátrico. Quiso que le hablara de cuando intentó quemar su casa.
—No quería quemarla —dijo Vic—. Lo que quería era deshacerme de los teléfonos. Los metí todos en el horno. Me pareció la manera más fácil de terminar con las llamadas.
—¿Las llamadas de gente muerta?
—De niños muertos, sí.
—¿Ese es el tema predominante en sus alucinaciones? ¿Siempre son niños muertos?
—Era. Eran. En pretérito —dijo Vic.
Hutter la miró con el mismo afecto de un cuidador de serpientes acercándose a una cobra venenosa. Vic pensó, Vamos, pregúntamelo. Pregúntame si he matado a mi hijo. Suéltalo ya. Le sostuvo la mirada a Hutter sin parpadear ni vacilar. Le habían pegado con un martillo, disparado, medio atropellado, internado, había sido una adicta, había estado a punto de ser quemada viva y había tenido que salir corriendo para escapar de la muerte en varias ocasiones. Una mirada poco amistosa no era nada comparado con todo aquello.
Hutter dijo:
—A lo mejor le apetece descansar un poco y refrescarse. He programado su declaración para las cinco y veinte. Así salimos en horario de máxima audiencia.
Vic dijo:
—Ojalá hubiera algo —algo que pudiera decirles— que les ayudara a encontrarle.
—Ha sido de gran ayuda —dijo Hutter—. Gracias. Tengo un montón de información.
Apartó la vista y Vic supuso que la entrevista había terminado, pero cuando se levantó para marcharse Hutter cogió algo que había apoyado contra la pared, unas cartulinas.
—Vic —dijo—, una cosa más.
Vic se quedó quieta con una mano en el respaldo de la silla.
Hutter puso las cartulinas sobre la mesa y les dio la vuelta de manera que Vic pudiera ver las ilustraciones. Sus ilustraciones, las páginas de su nuevo libro, Buscador mete quinta, la aventura navideña. En lo que había estado trabajando cuando no arreglaba la Triumph. Hutter empezó a cambiar las cartulinas de sitio, lo que le dio tiempo a Vic de mirar cada dibujo, realizados en lápiz de abocetar azul, tintadas y luego terminadas con acuarela. El ruido que hacían los papeles al rozar entre sí le recordó al de una pitonisa barajando las cartas del tarot, preparándose para leer un destino de lo más negro.
Hutter dijo:
—Ya le he comentado que en Quantico usan los rompecabezas de Buscador para enseñar a los alumnos a observar con atención. Cuando vi que tenía un libro empezado en la cochera, no pude resistirme. Me asombra lo que ha conseguido en esta lámina. No tiene nada que envidiar a Escher. Entonces lo miré con atención y se me ocurrió una cosa. Esto es para un libro de Navidad, ¿no?
La necesidad de alejarse de las cartulinas —de huir de sus propios dibujos como si fueran fotografías de animales desollados— creció en el interior de Vic y por un momento casi la asfixió. Quería decir que no había visto jamás esos dibujos, quería gritar que no sabía de dónde salían. Ambas afirmaciones habrían sido fundamentalmente verdaderas, pero las abortó, y cuando habló lo hizo con voz neutra y desinteresada.
—Sí, ha sido idea de mi editor.
—¿Y cree…? —dijo Hutter—, quiero decir, ¿es posible que esto sea Christmasland? ¿Qué la persona que se llevó a su hijo sepa en lo que ha estado usted trabajando y que haya alguna clase de relación entre su nuevo libro y lo que vimos cuando intentamos rastrear el iPhone?
Vic miró la primera ilustración. Mostraba a Buscador y a la pequeña Bonnie agarrados el uno al otro en un bloque de hielo roto en algún lugar del océano Ártico. Recordó haber dibujado un calamar mecánico en el que los tentáculos eran la Malvada Cinta de Moebius saliendo de debajo del hielo para atacarles. Pero en aquel dibujo había niños con ojos de muerto bajo el hielo intentando meter pezuñas blancas como huesos por entre las grietas. Sonreían dejando ver bocas con finos colmillos en forma de gancho.
En otra lámina, Buscador buscaba la salida de un laberinto hecho de bastones de caramelo. Vic recordó haber dibujado aquello en un trance perezoso y grato con los Black Keys de música de fondo. No recordaba en cambio haber dibujado a esos niños que se agazapaban en rincones y callejones con tijeras en la mano. Tampoco dibujar a la pequeña Bonnie dando tumbos y tapándose los ojos con las manos. Están jugando a tijeras para el vagabundo, pensó de repente.
—No veo cómo —dijo—. Nadie ha visto estos dibujos.
Hutter pasó el pulgar por uno de los bordes del montón de cartulinas y dijo:
—Me extrañó un poco que pintara escenas navideñas en pleno verano. Trate de pensar. ¿Hay alguna posibilidad de que el libro en el que ha estado trabajando tenga relación…?
—¿Con la decisión de Charlie Manx de vengarse de mí por mandarle a la cárcel? —preguntó Vic—. No lo creo. Está bastante claro. Yo le fastidié sus planes y ahora se está vengando. Si hemos terminado, me gustaría echarme un rato.
—Sí. Tiene que estar cansada. Y ¿quién sabe? Igual si descansa un rato se le ocurrirá algo.
El tono de Hutter era bastante calmado, pero a Vic le pareció detectar una insinuación en la última frase, la sugerencia de que ambas sabían que Vic se estaba guardando cosas.
Esta no reconocía su propia casa. En el cuarto de estar había pizarras magnéticas apoyadas en los sofás. Una de ellas mostraba un mapa del noreste del país; la otra un calendario escrito con rotulador rojo. En cada superficie disponible había carpetas rebosantes de papeles. Los informáticos del equipo de Hutter estaban apretujados en el sofá como estudiantes universitarios delante de una Xbox; uno de ellos hablaba por un dispositivo Bluetooth, mientras los otros trabajaban en sus portátiles. Nadie la miró. Vic no importaba.
Lou estaba en el dormitorio, sentado en la mecedora del rincón. Vic cerró la puerta despacio y se acercó a él en la oscuridad. Las cortinas estaban echadas y la habitación estaba tristona y mal ventilada.
Lou tenía la camiseta manchada de huellas de grasa. Olía a moto y a cochera, un perfume que no era desagradable. En el pecho llevaba pegado un papel marrón. En la penumbra, su cara llena y redonda se veía gris, y con aquella nota colgando parecía el daguerrotipo de un pistolero muerto. ASÍ TRATAMOS A LOS PROSCRITOS.
Vic le miró, primero preocupada y luego alarmada. Se disponía a tocarle el brazo gordezuelo para buscarle el pulso —estaba segura de que no respiraba— cuando de repente Lou tomó aire y un silbido se le escapó de una de las fosas nasales. Solo estaba dormido. Se había quedado dormido con las botas puestas.
Vic retiró la mano. Nunca le había visto con un aspecto ni tan fatigado ni tan enfermo. Tenía canas en la barba. No parecía natural que Lou, a quien le encantaban los cómics, su hijo, las tetas, la cerveza y las fiestas de cumpleaños, se hubiera hecho tan mayor.
Leyó la nota, que decía:
«La moto no está arreglada todavía. Hay que pedir piezas que tardarán semanas. Despiértame cuando quieras que lo hablemos».
Leer esas seis palabras —«La moto no está arreglada todavía»— era casi tan malo como leer: «Wayne ha aparecido muerto». A Vic le pareció que ambas cosas estaban peligrosamente cercanas.
Deseó —y no era la primera vez— que Lou nunca la hubiera recogido aquel día en su moto, deseó haber resbalado y caído al fondo del conducto para la ropa sucia y muerto ahogada allí, lo que le hubiera ahorrado tener que vivir el resto de su miserable vida. Manx no le habría quitado a Wayne, porque Wayne no existiría. Morir por inhalación de humo era más fácil que sentir lo que sentía ahora, una suerte de desgarro interior que no cesaba nunca. Era como una sábana de la que no hacen más que tirar y que pronto terminará hecha trizas.
Se sentó en el borde de la cama y se puso a mirar la oscuridad y a repasar mentalmente sus dibujos, las láminas del nuevo libro de Buscador que Tabitha Hutter le había enseñado. No concebía que nadie pudiera mirar aquellas láminas y considerarla inocente. Todos esos niños ahogados, tormentas de nieve, bastones de caramelo. Toda aquella desolación. Pronto la meterían en la cárcel y entonces sería demasiado tarde para ayudar a Wayne. La iban a encerrar y no les culpaba en absoluto; de hecho le parecía que Tabitha Hutter se estaba mostrando demasiado blanda por tardar tanto en ponerle las esposas.
Al sentarse, el peso de su cuerpo arrugó el colchón. Lou había dejado su dinero y su móvil en el centro de la colcha y ahora se deslizaron hacia Vic y se detuvieron junto a una de sus caderas. Deseó tener alguien a quien llamar, alguien que le dijera qué hacer y que todo iba a salir bien. Entonces se le ocurrió que esa persona existía.
Cogió el teléfono de Lou, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Había otra en el extremo opuesto que daba a la habitación de Wayne. Fue hasta ella para cerrarla y entonces dudó.
Estaba allí. Wayne estaba allí, en su dormitorio, debajo de la cama, mirándola con cara pálida y muy asustada. Para Vic fue como si una mula la hubiera coceado el pecho, el corazón le latía desbocado detrás del esternón. Miró de nuevo y comprobó que no era más que un mono de peluche tirado de costado. Sus ojos marrones eran vidriosos y desesperanzados. Vic cerró la puerta que daba al dormitorio y apoyó la frente en ella para recuperar el aliento.
Si cerraba los ojos veía el número de teléfono de Maggie: el prefijo de Iowa, 319, seguido de su cumpleaños y las letras FUFU. Maggie había pagado una bonita suma por aquel número, estaba segura de ello, porque sabía que Vic lo recordaría. Quizá sabía que Vic necesitaría recordarlo. Quizá cuando se conocieron ya sabía que Vic terminaría recurriendo a ella. Eran muchos quizás, pero a Vic solo le importaba uno: ¿Quizá Wayne seguía vivo?
El teléfono sonó y sonó y Vic pensó que si le saltaba el buzón de voz no sería capaz de dejar un mensaje, no conseguiría que de su encogida garganta saliera sonido alguno. Al cuarto timbrazo, cuando ya había decidido que Maggie no iba a coger, esta lo hizo.
—¡V-V-Vic! —dijo Maggie antes de que Vic pudiera decir una palabra. En la pantalla de su móvil tenía que haberle salido que tenía una llamada del taller mecánico de Carmody, no podía saber que era Vic, pero lo sabía y a esta no le sorprendió—. He querido llamarte d-d-desde que me enteré, pero no sabía si sería una buena idea. Han d-d-dicho que te han atacado.
—Olvídate de eso. Necesito saber si Wayne está bien. Sé que tú te puedes enterar.
—Ya me he enterado. No le han hecho daño.
A Vic empezaron a temblarle las piernas y tuvo que apoyar la mano en una encimera para tranquilizarse.
—¿Vic? ¿V-V-Vic?
No conseguía contestar. Tuvo que concentrarse al máximo para no llorar.
—Sí —dijo por fin—. Estoy aquí. ¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Cuánto tiempo tiene Wayne?
—No sé cómo funciona esa p-p-parte, no lo sé. ¿Qué le has dicho a la p-p-policía?
—Lo que tenía que decirles. No les he hablado de ti. He hecho lo que he podido por que sonara creíble, pero me parece que no se lo creen.
—Vic, p-p-por favor. Quiero ayudar. Dime cómo puedo ayudar.
—Acabas de hacerlo —dijo Vic, y colgó.
No estaba muerto. Y aún había tiempo. Se repitió este pensamiento como si fuera un himno, un cántico de alabanza. No está muerto, no está muerto, no está muerto.
Quería volver al dormitorio y despertar a Lou para decirle que la moto tenía que funcionar, que tenía que arreglarla, pero dudaba de que llevara dormido más de unas pocas horas y no le gustaba su palidez cenicienta. Tenía la impresión de que no había sido del todo sincero al contar lo que le había hecho desplomarse en el aeropuerto de Logan.
Igual podía echarle ella un vistazo a la moto. No entendía qué podía estar tan estropeado para que Lou no fuera capaz de arreglarlo. El día anterior funcionaba.
Salió del cuarto de baño y tiró el teléfono sobre la cama, pero este se deslizó por la colcha y aterrizó en el suelo con gran ruido. Lou sacudió los hombros y Vic contuvo el aliento, pero no se despertó.
Abrió la puerta del dormitorio y entonces fue ella la sobresaltada. Tabitha Hutter estaba justo fuera. Vic la había sorprendido con un puño en alto disponiéndose a llamar.
Las dos mujeres se miraron y Vic pensó: algo va mal. Lo segundo que pensó, claro, fue que habían encontrado a Wayne, tirado en alguna cuneta, sin una gota de sangre en las venas y la garganta rajada de lado a lado.
Pero Maggie había dicho que estaba vivo y Maggie sabía lo que decía, así que no podía ser eso. Tenía que ser otra cosa.
A unos metros de Hutter vio al detective Daltry y a un agente de la policía estatal.
—Victoria —dijo Hutter con voz neutra—. Tenemos que hablar.
Vic salió al pasillo y cerró despacio la puerta del dormitorio.
—¿Qué pasa?
—¿Podemos hablar en privado en alguna parte?
Vic miró a Daltry y al agente de uniforme, de un metro ochenta de estatura y bronceado, con el cuello tan grueso como la cabeza. Daltry tenía los brazos cruzados y las manos bajo las axilas; su boca era una delgada línea blanca. En una de las manos rugosas sostenía un frasco de algo, gas lacrimógeno seguramente.
Señaló el dormitorio de Wayne con la cabeza.
—Aquí no molestaremos a nadie.
Siguió a la mujer menuda dentro de la habitación que había sido de Wayne durante unas pocas semanas solamente. Antes de que se lo llevaran. La cama estaba hecha con sus sábanas —con dibujos de La isla del tesoro— y el embozo retirado, como esperando a que se acostara. Vic se sentó en la esquina del colchón.
Vuelve, le dijo a Wayne de todo corazón. Quería coger las sábanas y olerlas, llenarse la nariz del aroma de su hijo. Vuelve conmigo, Wayne.
Hutter se apoyó contra el armario y el abrigo se abrió y dejó ver la Glock que llevaba bajo la axila. Vic levantó la vista y se dio cuenta de que la mujer llevaba puestos pendientes, dos pentágonos de oro con la insignia de Superman esmaltada.
—Que no le vea Lou esos pendientes —dijo— porque pueden entrarle deseos incontenibles de abrazarla. Los pirados de los superhéroes son su criptonita particular.
—Tiene que contarme la verdad —dijo Hutter.
Vic se inclinó hacia delante, encontró el mono de peluche y lo sacó. Tenía pelo gris y brazos desgalichados y llevaba chaqueta de cuero y casco de motorista. Un parche en el lado derecho decía GREASE MONKEY. Vic no recordaba haber comprado aquel muñeco.
—¿Sobre qué? —preguntó mirando a Hutter.
Dejó el mono sobre la cama, con la cabeza en la almohada, el sitio de Wayne.
—No ha sido sincera conmigo. En ningún momento. Y no sé por qué. Igual es que hay cosas de las que le asusta hablar. Seguramente hay cosas que le da vergüenza contar en una habitación llena de hombres. O puede ser que esté intentando proteger a su hijo de alguna forma. O a otra persona. No sé lo que es, pero es el momento de que me lo cuente.
—No le he mentido sobre nada.
—Corte el rollo —dijo Hutter con su voz serena y desapasionada—. ¿Quién es Margaret Leigh? ¿Qué relación tiene con usted? ¿Y cómo sabe ella que no le han hecho daño a su hijo?
—¿Han pinchado el teléfono de Lou?
Según terminaba de hablar se daba cuenta de la estupidez que estaba diciendo.
—Pues claro. Por lo que nosotros sabemos, hasta puede estar implicado en esto. Le ha dicho a Margaret Leigh que ha intentado contarnos una historia verosímil, pero que pensaba que no nos la creíamos. Y tiene razón. No me la creo. No me la he creído en ningún momento.
Vic se preguntó si podría abalanzarse contra Hutter, empujarla contra el armario y quitarle la pistola. Pero la listilla esa del FBI seguro que sabía kung fu y además, ¿de qué serviría? ¿Qué haría entonces?
—Última oportunidad, Vic. Quiero que entienda que voy a tener que detenerla como sospechosa de connivencia…
—¿En qué? ¿En atacarme a mí misma?
—No sabemos quién la ha atacado. Por lo que a nosotros respecta pudo ser su hijo intentando defenderse de usted.
Por fin. A Vic le interesó comprobar lo poco que le sorprendía aquello. Quizá lo sorprendente era que no hubieran llegado antes a aquel punto.
—Me resisto a creer que haya participado en la desaparición de su hijo, pero conoce a alguien que puede darle información sobre su bienestar. Nos ha ocultado cosas. Su explicación de los hechos parece salida de un manual sobre delirios paranoides. Es su última oportunidad de aclarar las cosas, si es que es capaz. Piense antes de hablar, porque cuando haya acabado con usted voy a empezar con Lou. Él también nos ha estado ocultando información, estoy segura. Ningún padre se pasa diez horas seguidas intentando arreglar una moto el día siguiente a que hayan secuestrado a su hijo. Le hago preguntas que se resiste a contestar, pone el motor en marcha para no oírme. Igual que un adolescente cuando sube la música para no escuchar a su madre cuando esta le manda ordenar su habitación.
—¿Qué quiere decir con lo de que pone el motor en marcha? —preguntó Vic—. ¿Ha conseguido que la Triumph arranque?
Hutter soltó una exhalación larga, lenta y cansada. Hundió la cabeza y dejó caer los hombros. En su cara había por fin algo que no era autocontrol ni profesionalidad. Por fin había agotamiento y, quizá también derrota.
—Muy bien —dijo—. Lo siento, Vic, de verdad. Tenía la esperanza de que pudiéramos…
—¿Puedo preguntarle una cosa?
Hutter la miró.
—El martillo. Me hizo mirar cincuenta martillos distintos y pareció sorprendida con el que elegí, el que dije que había usado Manx para pegarme. ¿Por qué?
Vic vio algo en los ojos de Hutter, un fugaz parpadeo de incertidumbre.
—Es un martillo forense. De los que se usan en las autopsias.
—¿El que desapareció en la morgue en Colorado, de la sala donde estaba el cuerpo de Manx?
A esto Hutter no respondió, pero sacó la lengua involuntariamente y se la pasó por el labio superior, lo más parecido a un gesto de nerviosismo que Vic le había visto hasta entonces. A su manera, aquello era una respuesta a su pregunta.
—Todo lo que le he contado es verdad —dijo Vic—. Si me he dejado cosas es solo porque sé que no las aceptaría. Las calificaría de delirios y nadie podría culparla.
—Tenemos que irnos, Vic. Voy a tener que ponerle las esposas. Pero si quiere puede colocarse un jersey en el regazo y así taparlas. Nadie tiene por qué verlo. En el coche se sentará delante, conmigo. Cuando nos vean marchar nadie le dará mayor importancia.
—¿Y qué pasa con Lou?
—Me temo que no puedo dejarla hablar con él ahora mismo. Nos seguirá en otro coche.
—¿No pueden dejarle dormir un rato? No está bien y lleva despierto veinticuatro horas.
—Lo siento, mi trabajo no es preocuparme por el estado de salud de Lou, sino por el de su hijo. Póngase de pie, por favor.
Hutter retiró la parte derecha de la chaqueta y Vic vio que llevaba unas esposas sujetas al cinturón.
La puerta a la derecha del armario se abrió y Lou apareció en el cuarto de baño tratando de abrirse la bragueta. Tenía los ojos inyectados en sangre por el cansancio.
—Ya estoy despierto. ¿Qué pasa? Cuéntame, Vic.
—¡Agente! —llamó Hutter mientras Lou daba un paso al frente.
Su cuerpo ocupaba un tercio de la habitación y cuando se situó en el centro de la misma estaba entre Hutter y Vic. Esta se levantó y le rodeó para salir por la puerta abierta del cuarto de baño.
—Me tengo que ir —dijo.
—Pues vete —dijo Lou, y se plantó entre ella y Hutter.
—¡Agente! —gritó de nuevo Hutter.
Vic cruzó el cuarto de baño, entró en su dormitorio y cerró la puerta detrás de ella. No había pestillo, así que cogió una cómoda y la arrastró chirriando por el suelo de madera de pino para bloquear el paso. Luego echó el pestillo en la puerta que daba al pasillo. En dos zancadas más estuvo en la ventana que daba al jardín trasero.
Subió la persiana y abrió la ventana.
En el pasillo, los hombres gritaban.
Vic oyó a Lou levantando la voz, indignado.
—A ver, colegas, ¿qué problema tenéis? Vamos a tranquilizarnos un poquito. ¿Os parece? —dijo.
—¡Agente! —gritó Hutter por tercera vez, pero en esta ocasión añadió—. ¡Guarde el arma!
Vic subió la ventana, apoyó un pie en el mosquitero y empujó. El mosquitero se salió del marco y cayó al jardín. Vic lo siguió; se sentó en el alféizar con las piernas colgando y saltó un metro y medio hasta aterrizar en la hierba.
Llevaba puestos los pantalones cortos vaqueros del día anterior y una camiseta de Bruce Springsteen de la gira The Rising Tour, no tenía ni casco ni chaqueta. Ni siquiera sabía si las llaves estarían puestas en la moto o con las monedas de Lou encima de la cama.
Oyó a alguien embestir la puerta de su dormitorio.
—¡Tranquilo, tío! —gritó Lou—. Oye, tío, ¡te lo digo en serio!
El lago era una lámina de plata lisa que reflejaba el sol. Parecía cromo fundido. El aire estaba hinchado con un peso líquido y plomizo.
Tenía el jardín para ella sola. Dos hombres bronceados por el sol con pantalones cortos y sombreros de paja pescaban en una lancha de aluminio a unos cien metros de la orilla. Uno de ellos la saludó con la mano, como si ver a una mujer saliendo de su casa por una ventana trasera fuera algo de lo más normal.
Vic entró en la cochera por la puerta lateral.
La Triumph estaba apoyada en la pata de cabra. La llave puesta.
Las puertas tipo granero de la cochera estaban abiertas y se podía ver el camino de entrada a la casa, donde se habían congregado los medios de comunicación para escuchar la declaración que Vic ya no iba a hacer. Al final del sendero había un bosquecillo de cámaras enfocadas hacia un conjunto de micrófonos en una de las esquinas del jardín. Montones de cables serpenteaban hasta las furgonetas de los distintos canales. No sería fácil girar a la izquierda y sortearlas, pero a la derecha, en dirección al norte, la carretera continuaba, despejada.
Desde la cochera no oía el jaleo dentro de la casa, solo el silencio ahogado de una tarde de pleno verano demasiado calurosa. Era el momento de echar la siesta, de la tranquilidad, de perros dormitando bajo los porches. Hacía demasiado calor hasta para la moscas.
Se subió a la moto y giró la llave a la posición de encendido. El faro se encendió, buena señal.
La moto no está arreglada, recordó. No arrancaría. Lo sabía. Cuando Tabitha Hutter entrara en la cochera se la encontraría empujando histérica el pedal una y otra vez, saltando en el asiento. Ya pensaba que estaba loca y aquello no haría más que confirmar sus sospechas.
Se levantó, empujó el pedal con todas sus fuerzas y el motor de la Triumph arrancó con un rugido que levantó hojas y tierra del suelo e hizo vibrar los cristales de las ventanas.
Vic metió primera, soltó el freno y la Triumph salió de la cochera.
Una vez fuera, miró a la derecha y examinó brevemente el jardín trasero. Tabitha Hutter iba hacia la cochera, colorada y con un mechón de pelo rizado pegado a la mejilla. No había desenfundado la pistola y tampoco lo hizo ahora, sino que se limitó a ver marchar a Vic. Esta le hizo un gesto con la cabeza como si tuvieran un trato y estuviera agradecida a Huttter por cumplir su parte del mismo. En un momento la dejó atrás.
Solo había medio metro de distancia entre el borde del jardín y la isleta picuda de cámaras de televisión, y Vic se dirigió hacia allí. Pero cuando se acercaba a la carretera, un hombre se colocó en la isleta y la enfocó con su cámara. La sostenía a la altura de la cintura y miraba por un monitor desplegado a la derecha. Permaneció atento a la pequeña pantalla, aunque la imagen en esta debía resultar de lo más amenazadora: doscientos kilos de hierro con ruedas pilotados por una loca que parecían a punto de arrollarle. No se iba a apartar, al menos no a tiempo.
Vic pisó el freno, que suspiró y no hizo nada.
La moto no está arreglada todavía.
Algo le golpeó la cara interna del muslo y al bajar la vista comprobó que un tubo de plástico negro estaba suelto. Era el cable del freno trasero. No estaba conectado a nada.
No había sitio para pasar por donde estaba el niñato de la cámara, a no ser que se saliera del camino. Vic aceleró, metió la segunda y aumentó la velocidad.
Una mano invisible hecha de aire caliente le presionaba la mejilla. Era como acelerar para entrar en un horno.
La rueda delantera entró en contacto con la hierba y el resto de la moto la siguió. Por fin el cámara pareció oírla, pareció escuchar el rugido atronador del motor y levantó la cabeza justo a tiempo para ver a Vic pasar junto a él lo bastante cerca para darle una bofetada. Retrocedió tan deprisa que perdió el equilibrio y se tambaleó.
Vic se alejó a toda velocidad. Su estela hizo girar al hombre como una peonza y lo tiró al suelo sin que le diera tiempo de sujetar la cámara, la cual se estrelló contra el asfalto con un crujido que sonó muy caro.
En cuanto la rueda delantera de la moto pisó la carretera, la trasera se despegó de la capa superior de hierba, exactamente igual que cuando Vic se despegaba pegamento seco de la palma de la mano durante las clases de trabajos manuales de tercer curso. La Triumph se inclinó hacia un lado y Vic pensó que se iba a volcar y aplastarle la pierna.
Pero entonces su mano derecha recordó lo que tenía que hacer, aceleró, el motor tronó y la moto salió de la curva como un corcho sumergido a la fuerza en el agua al que sueltas de repente. El caucho se encontró con el asfalto y la Triumph se alejó de las cámaras, de los micrófonos, de Tabitha Hutter, de Lou, de la casa. De la cordura.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La Casa del Sueño
WAYNE NO PODÍA DORMIR Y NO DISPONÍA DE NADA CON QUE DISTRAERSE. Sentía ganas de vomitar, pero tenía el estómago vacío. Quería salir del coche, pero no veía la manera de hacerlo.
Se le ocurrió sacar uno de los cajones de madera y golpearlo contra una ventana con la esperanza de romperla. Pero, como cabía esperar, los cajones se negaban a abrirse cuando tiraba de ellos. Cerró la mano y asestó un puñetazo tremendo a una de las ventanas, con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. Una intensa descarga de dolor le subió desde los nudillos hasta la muñeca.
El dolor no le disuadió; en todo caso le volvió más desesperado y audaz. Echó la cabeza hacia atrás y estampó el cráneo contra el cristal. Fue como si alguien le hubiera apoyado un clavo de vía de ferrocarril en la frente y lo hubiera golpeado con el martillo plateado de Charlie Manx. Se le nubló la vista. Fue tan horrible como precipitarse por una larga escalera, como desplomarse repentinamente hacia las tinieblas.
Al poco rato recuperó la visión. Bueno, le pareció que había sido al poco rato, pero igual había transcurrido una hora. O tres. Con independencia del tiempo, una vez se le aclararon la vista y los pensamientos encontró que también había recuperado la calma. Tenía la cabeza llena de un vacío reverberante, como si alguien acabara de estar aporreando un piano con gran escándalo y los últimos ecos acabaran de empezar a desvanecerse.
Una lasitud aturdida —no del todo desagradable— le poseyó. No sentía deseos de moverse, de hacer planes, de llorar, de preguntarse qué pasaría a continuación. Se buscó despacio con la lengua uno de los dientes delanteros de abajo, que estaba suelto y sabía a sangre. Se preguntó si no se habría dado tan fuerte en la cabeza que se había arrancado parcialmente el diente. El paladar le escocía al contacto con la lengua, lo notaba rasposo, como papel de lija. No es que le preocupara demasiado, simplemente reparó en ello.
Cuando por fin se movió fue únicamente para estirar un brazo y recoger el adorno de Navidad con forma de luna del suelo. Era liso como el colmillo de un tiburón y su forma le recordaba un poco a esa herramienta tan rara que su madre había usado para arreglar la moto, el taqué. Era una especie de llave, decidió. La luna era la llave que abría las puertas de Christmasland y eso le llenaba de felicidad, no podía evitarlo. Era imposible resistirse a la sensación de felicidad. Era como una chica guapa con el sol en el pelo, como merendar tortitas y chocolate caliente junto a la chimenea. La felicidad era una de las principales fuerzas motoras de la existencia, como la gravedad.
Una enorme mariposa color bronce estaba posada en la ventana de Wayne con un cuerpo peludo tan grande como uno de los dedos de este. Le reconfortaba verla desplazarse, desplegando las alas de tanto en tanto. De haber estado abierta la ventana, aunque hubiera sido solo un poco, la mariposa podría haberse unido a él en el asiento trasero y de esta manera Wayne habría tenido una mascota.
Acarició su luna de la suerte, repasándola de atrás adelante con el pulgar, un gesto sencillo, inconsciente y básicamente masturbatorio. Su madre tenía la moto y el señor Manx el Espectro, pero Wayne tenía una luna para él solo.
Se puso a soñar en lo que haría con su mariposa de compañía. Le gustaba la idea de enseñarla a posarse en su dedo. La imaginaba descansando en la punta del dedo índice, moviendo las alas despacio, con serenidad. La buena de la mariposa. La llamaría Sunny.
A lo lejos ladró un perro, la banda sonora de un perezoso día de verano. Wayne se sacó el diente suelto de la boca y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones cortos. Se limpió la sangre con la camiseta. Cuando volvió a acariciar la luna, la manchó toda de sangre.
¿Qué comerán las mariposas?, se preguntó. Estaba seguro de que se alimentaban a base de polen. Se preguntó qué más cosas podría enseñarle a hacer. Igual podía entrenarla para que atravesara volando aros en llamas o a caminar por un alambre en miniatura. Se vio a sí mismo como un artista ambulante con chistera y un bigote de mentira. ¡El circo de mariposas raras del capitán Bruce Carmody! Se imaginaba con el adorno en forma de luna prendido de la solapa como la insignia de un general.
Se preguntó si podría enseñar a la mariposa a hacer acrobacias aéreas, como una avioneta en un desfile. Se le ocurrió que igual podía arrancarle un ala, entonces no le quedaría otro remedio que hacer acrobacias para volar. Imaginó que el ala se desprendería como un trozo de papel adhesivo, primero con un poco de resistencia, pero luego con un ruidito satisfactorio, como cuando se le quita la cáscara a algo.
La ventana bajó unos centímetros con un suave chirrido de la manivela. Wayne no se movió. La mariposa llegó al borde del cristal, agitó las alas una vez y voló hasta aterrizar en su rodilla.
—Hola, Sunny —dijo Wayne.
Alargó una mano para acariciarla y la mariposa intentó salir volando, lo que resultaba divertido. Wayne se enderezó en el asiento y la cogió con una mano.
Durante un rato intentó enseñarla a hacer cosas, pero la mariposa no tardó en cansarse. Wayne la dejó en el suelo y se tumbó en el asiento para descansar, él también lo necesitaba. Estaba cansado, pero se sentía bien. Había conseguido que la mariposa trazara un par de círculos en el aire antes de que dejara de moverse.
Cerró los ojos. Tenía la lengua apoyada en el escocido paladar. La encía todavía le sangraba, pero no pasaba nada. Le gustaba el sabor de su propia sangre. Mientras se quedaba dormido, siguió acariciando la luna, su curva tersa y brillante.
No abrió los ojos hasta que escuchó subir la puerta del garaje. Se sentó con algo de esfuerzo, puesto que tenía los músculos todavía agradablemente aletargados.
Manx aminoró el paso al acercarse al coche. Se inclinó, ladeó la cabeza —un movimiento malhumorado, perruno— y miró por la ventana a Wayne.
—¿Qué ha pasado con la mariposa? —preguntó.
Wayne miró al suelo. La mariposa estaba espachurrada, con las alas y las patas arrancadas. Arrugó el ceño, confuso. Cuando empezaron a jugar estaba perfectamente.
Manx chasqueó la lengua.
—Bueno, ya nos hemos entretenido aquí demasiado tiempo. Será mejor que nos marchemos. ¿Tienes que hacer pipirripí?
Wayne negó con la cabeza. Miró de nuevo la mariposa con una creciente sensación de incomodidad, de vergüenza incluso. Recordaba haberle arrancado al menos un ala, pero en ese momento le había parecido… emocionante. Como arrancarle el papel a un regalo de Navidad.
Has asesinado a Sunny, pensó, e inconscientemente apretó el adorno de luna dentro del puño cerrado. La has mutilado.
No quería acordarse de cómo le había arrancado las patas de una en una mientras la mariposa se agitaba frenética. Recogió los restos de Sunny. En las puertas del coche había unos ceniceros de pequeño tamaño con tapas de madera de nogal. Abrió uno, metió la mariposa y dejó que se cerrara. Así mucho mejor.
La llave de contacto giró y el coche cobró vida. La radio se encendió. Elvis Presley prometía estar en casa por Navidad. Manx se deslizó detrás del volante.
—Te has pasado el día roncando —dijo—. Y después de todas las emociones de ayer, la verdad es que no me sorprende. Me temo que te has saltado la hora de la comida. Te habría despertado, pero supuse que necesitabas más dormir.
—No tengo hambre —dijo Wayne.
La imagen de Sunny hecha pedazos le había revuelto el estómago y solo pensar en comida —por alguna razón imaginó salchichas grasientas— le dio nauseas.
—Bueno, pues esta noche habremos llegado a Indiana. ¡Espero que para entonces hayas recuperado el apetito! Conozco una cafetería en la interestatal I-80 donde sirven un cucurucho de boniatos fritos con rebozado de canela. ¡Es un sabor único! No puedes dejar de comer hasta que los has terminado todos y entonces te pones a chupar el papel —suspiró—. ¡Mira que me gustan los dulces! Desde luego es un milagro que no se me hayan podrido todos los dientes.
Se volvió y sonrió a Wayne con la cabeza girada, exhibiendo una boca llena de colmillos manchados de marrón, cada uno de lo cuales apuntaba en una dirección distinta. Wayne había visto perros viejos con dentaduras más limpias y sanas que aquella.
Manx llevaba un fajo de papeles sujetos con un gran clip amarillo y se puso a echarles un vistazo, pasándolos deprisa con el pulgar. Las páginas parecían bastante usadas y Manx les dedicó solo medio minuto antes de inclinarse y guardarlas en la guantera.
—Bing ha estado entretenidísimo con el ordenador —dijo—. Recuerdo los tiempos en que a uno le podían cortar la nariz si la metía en los asuntos del otro. Ahora, con solo pulsar un botón puedes saberlo todo de todo el mundo. No hay intimidad ni consideración y todo el mundo se ocupa de cosas que no son de su incumbencia. Si te metes en Internet es posible que consigas enterarte de qué color son los calzoncillos que llevo hoy. Con todo, ¡las nuevas tecnologías tienen alguna que otra ventaja! No te imaginas la cantidad de información que ha encontrado Bing sobre la tal Margaret Leigh. Siento decirte que la buena de la amiga de tu madre es una drogadicta y una mujer de mala vida. No puedo decir que me sorprenda. Con esos tatuajes y esa forma de hablar tan poco femenina que tiene tu madre, le pega bastante ir con esa clase de gente. Si quieres puedes leer tú mismo la información sobre la señora Leigh. No quiero que te aburras durante el viaje.
El cajón bajo el asiento se abrió. Dentro estaban los papeles que hablaban de Maggie Leigh. Wayne había presenciado este truco unas cuantas veces ya y debería haberse acostumbrado a él, pero no era así.
Se inclinó, cogió el fajo de hojas y el cajón se cerró de golpe, tan deprisa y con tanto ruido que Wayne gritó y dejó caer los papeles al suelo. Charlie Manx rio, el áspero relincho de un palurdo que acaba de oír un chiste en el que salen un judío, un negro y una feminista.
—No te has quedado sin dedo, ¿verdad? Hoy día los coches vienen con accesorios que no hacen ninguna falta. Tienen radio por satélite, calentadores de asientos y GPS para los que están demasiado ocupados para fijarse por dónde van, ¡que por lo general es a ninguna parte! Pero este Rolls tiene un accesorio que no se encuentra en muchos vehículos modernos: ¡sentido del humor! Más te vale estar alerta dentro del Espectro, Wayne, ¡si no quieres que la parca te coja desprevenido!
Y eso habría sido para mondarse de risa, claro. Wayne pensó que, de haber tardado un poco más en sacar la mano, el cajón podría haberle roto los dedos. Dejó los papeles en el suelo.
Manx apoyó el codo en el reposabrazos y giró la cabeza para mirar por el parabrisas trasero mientras salía marcha atrás del garaje. La cicatriz de la frente estaba pálida y rosácea y parecía tener dos meses de antigüedad. Se había quitado el vendaje de la oreja, que seguía sin estar en su sitio, pero aquellos trozos de carne que parecían masticados se habían curado, los había sustituido una protuberancia irregular que resultaba menos dolorosa a la vista.
NOS4A2 enfiló el camino de entrada a la casa y entonces Manx frenó. Bing Partridge, el Hombre Enmascarado, cruzaba el jardín con una maleta a cuadros. Se había puesto una gorra de béisbol sucia del cuerpo de bomberos de Nueva York a juego con una camiseta también sucia y unas grotescas gafas de sol rosas de lo más femeninas.
—Ah —murmuró Manx—. Más te habría valido seguir durmiendo y perderte esta parte del día. Me temo que los próximos minutos van a ser desagradables, joven Wayne. A un niño nunca le gusta ver peleas de adultos.
Bing fue a paso ligero hasta el maletero del coche, se inclinó e intentó abrirlo. Solo que el maletero siguió cerrado. Bing frunció el ceño y forcejeó. Manx se había girado en su asiento para verle por la ventanilla trasera con una sonrisa asomada a los labios.
—¡Señor Manx! —gritó Wayne—. ¡No consigo abrir el maletero!
Manx no contestó.
Bing cojeó hasta la puerta del pasajero intentando no apoyar el peso del cuerpo en el tobillo que le había mordido Hooper. La maleta le golpeaba la pierna al caminar.
Cuando apoyó una mano en el picaporte, el pestillo de la puerta del pasajero bajó solo.
Bing frunció el ceño y tiró.
—¿Señor Manx? —dijo.
—No puedo hacer nada, Bing —dijo este—. El coche no te quiere.
El Espectro empezó a retroceder.
Bing se negaba a soltar la puerta y el coche le arrastró. Tiró de nuevo del picaporte. Le temblaba la papada.
—¡Señor Manx, no se vaya! ¡Señor Manx, espéreme! ¡Me dijo que me llevaría!
—Eso fue antes de que la dejaras escapar, Bing. Nos has decepcionado. Es posible que yo te perdone. Sabes que siempre te he tratado como a un hijo. Pero mi voto aquí no cuenta. La dejaste escapar y ahora el Espectro te deja a ti. El Espectro es como una mujer, ¡por si no lo sabías! ¡Y con una mujer no se puede discutir! No son como los hombres. ¡No se guían por la razón! Y está furiosa contigo por ser tan descuidado con la pistola.
—¡No! ¡No, señor Manx! Deme otra oportunidad, por favor! ¡Quiero otra oportunidad!
Se tambaleó y la maleta volvió a golpearle la pierna. Después se abrió. Camisetas, ropa interior y calcetines se desparramaron por todo el camino de entrada a la casa.
—Bing —dijo Manx—. Bing, Bing, vete ya. Otro día jugarás.
—¡Puedo hacerlo mejor! ¡Haré lo que usted quiera! Por favor, por favor, señor Manx. ¡Quiero otra oportunidad!
Esto último lo dijo chillando.
Mientras avanzaba marcha atrás, el coche fue girando hasta situarse frente a la carretera. Bing fue arrastrado y cayó sobre el asfalto. El Espectro le llevó a remolque unos cuantos metros mientras Bing gritaba aferrado a la puerta.
—¡Lo que usted quiera! ¡Lo que usted quiera, señor Manx! ¡Por usted haré cualquier cosa! ¡Hasta daría la vida por usted!
—Mi pobre muchacho —dijo Manx—. Pobre muchacho de mi corazón. No hagas que me entristezca. ¡Me estás haciendo sentir fatal! Suelta la puerta, por favor. Esto ya es bastante difícil.
Bing se soltó, aunque Wayne no supo si estaba obedeciendo o se había quedado sin fuerzas. Se desplomó en la carretera boca abajo, sollozando.
El Espectro aceleró y fue alejándose de la casa de Bing, de las ruinas calcinadas de la iglesia en lo alto de la colina. Bing se puso en pie y corrió detrás de ellos unos diez metros, aunque pronto le dejaron atrás. Después se detuvo en mitad de la carretera y empezó a golpearse la cabeza con los puños, pegándose en los oídos. Las gafas rosas le colgaban torcidas y uno de los cristales se había roto. Su cara ancha y fea estaba de un brillante y tóxico tono rojo.
—¡Haría cualquier cosa! —gritaba—. ¡Cualquier cosa! ¡Deme! ¡Otra! ¡Oportunidad!
El Espectro se detuvo en un stop, después torció la derecha y Bing desapareció.
Wayne volvió la cabeza hacia delante.
Manx le miró por el retrovisor.
—Siento que hayas tenido que ver esto, Wayne —dijo—. Es terrible ver a alguien tan disgustado, especialmente un tipo de tan buen corazón como Bing. Terrible. Pero también… También resulta un poco ridículo ¿no te parece? ¿Te has fijado en cómo se agarraba a la puerta? ¡Por un momento pensé que íbamos a remolcarle hasta Colorado! —Manx rio de nuevo con bastantes ganas.
Wayne se tocó los labios y se dio cuenta, con una punzada de dolor en el estómago, de que también se estaba riendo.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Interestatal 3, New Hampshire
LA CARRETERA OLÍA A LIMPIO, A ÁRBOLES DE HOJA PERENNE, A AGUA Y A BOSQUE.
Vic pensaba que habría sirenas de policía, pero cuando miró por el espejo retrovisor izquierdo solo vio un kilómetro de asfalto vacío y no se oía más que el rugido controlado de la Triumph.
Un avión de pasajeros surcaba el cielo a siete mil kilómetros de altura, un rayo de luz que se dirigía hacia el oeste.
En el primer desvío, Vic dejó la carretera del lago y enfiló las colinas redondeadas sobre Winnipesaukee, también en dirección oeste.
No sabía cómo pasar a la parte siguiente, no sabía cómo conseguirlo y pensó que disponía de poco tiempo para pensar. El día anterior había encontrado el camino hasta el puente, pero eso ahora parecía increíblemente lejano en el tiempo, casi tanto como su infancia.
Ahora el día se le antojaba demasiado claro y soleado como para que ocurriera algo imposible. Era una luminosidad que insistía en un mundo lógico, regido por leyes conocidas. Después de cada curva solo había más kilómetros de carretera y el asfalto parecía nuevo y sólido a la luz de sol.
Vic siguió los desniveles de la carretera, ascendiendo por las pendientes y dejando atrás el lago. Notaba las manos resbaladizas en el manillar y le dolía el pie de pisar el cambio de marchas. Aun así, no dejó de aumentar la velocidad, como si mediante ella fuera a perforar un agujero en el mundo.
Cruzó una ciudad que era poco más que un semáforo en ámbar colgando sobre una intersección de cuatro carreteras. Su intención era seguir montando hasta que la moto se quedara sin gasolina y después dejarla, abandonarla en el suelo y echar a correr por el centro de la carretera, correr hasta que el puto Puente del Atajo apareciera o las piernas le cedieran.
Solo que no iba a aparecer porque no había ningún puente. El Atajo únicamente existía en su imaginación. Con cada kilómetro que recorría lo veía más claro.
Era lo que su psiquiatra siempre le había dicho, una escotilla de escape por la que Vic huía cuando no era capaz de afrontar la realidad, la fantasía sustitutoria de una mujer profundamente deprimida incapaz de desenvolverse en el mundo real.
Aceleró, cogiendo las curvas a casi cien por hora.
Iba lo más rápido posible para así hacerse la ilusión de que las lágrimas que le manaban de los ojos eran un efecto del viento en la cara.
La Triumph empezó a ascender de nuevo, abrazando la cara interior de una colina. En una curva cerca ya de la cumbre se cruzó con un coche de policía que circulaba a toda velocidad en dirección contraria. Vic iba tan cerca de la raya doble de la carretera que quedó atrapada un momento en la estela del vehículo y estuvo a punto de perder el control de la moto. Por un instante el conductor casi la rozó. Llevaba la ventanilla bajada y un codo fuera, era un tipo con papada y un mondadientes en una de las comisuras de la boca. Vic le tuvo tan cerca que se lo podía haber quitado.
Al momento siguiente el coche había desaparecido y Vic ya estaba en lo alto de la colina. Seguramente el coche policía se dirigía hacia la intersección con el semáforo, con la intención de interceptarla allí. Pero había llegado tarde y ahora tendría que recorrer primero la carretera llena de curvas antes de poder dar la vuelta y salir en su busca. Así pues, le llevaba cerca de un minuto de ventaja.
La moto tomó una curva ascendente y muy cerrada y Vic atisbó la bahía de Paugus abajo, fría y de color azul oscuro. Se preguntó dónde la encerrarían y cuándo volvería a ver el agua. Había pasado gran parte de su vida adulta recluida en instituciones, comiendo comida institucional, obedeciendo reglas institucionales. Luces que se apagaban a las ocho y media. Pastillas en un vaso de papel. Agua con sabor a óxido, a cañerías viejas. Retretes de acero inoxidable y la única vez que veías agua color azul era cuando tirabas de la cadena del váter.
La carretera subió para después bajar, y al final de la curva, a la izquierda, divisó una pequeña tienda. Era una construcción de dos plantas hecha con troncos pelados y un letrero de plástico blanco que decía VIDEOCLUB NORTH COUNTRY. Por aquella zona las tiendas todavía alquilaban vídeos, no solo películas en DVD, también cintas. Vic casi había dejado atrás el lugar cuando decidió ir hasta el aparcamiento de tierra y esconderse. El aparcamiento estaba detrás de la tienda sumido en la oscuridad debido a la sombra de los pinos.
Pisó el pedal del freno trasero preparándose para dar la vuelta cuando recordó que no llevaba freno trasero. Colocó la mano sobre el delantero y por primera vez se le ocurrió que igual tampoco este funcionaba.
Pero sí funcionaba. La moto frenó de golpe y Vic estuvo a punto de salir despedida por encima del manillar. La rueda de atrás gimió con fuerza al derrapar sobre el asfalto y dibujó una raya negra de goma. Seguía derrapando cuando llegó al aparcamiento. Los neumáticos se aferraron al suelo de tierra y levantaron nubes de humo marrón.
La Triumph siguió derrapando otros cuatro metros. Dejó atrás el videoclub North Country y se detuvo con un chirrido en el último tramo del aparcamiento.
Bajo los pinos la esperaba una oscuridad casi nocturna. Detrás del edificio, una cadena prohibía el acceso a un camino peatonal, una zanja polvorienta excavada entre helechos y matojos. Una vieja pista para motos, quizá, o de senderismo. No la había visto desde la carretera; era imposible, oculta como estaba entre las sombras.
No oyó la sirena hasta que la tuvo muy cerca, ya que estaba ensordecida por su respiración jadeante y los latidos desbocados de su corazón. El coche de policía pasó a toda velocidad con los bajos rechinando al chocar contra el suelo levantado por las heladas.
Vic detectó movimiento por el rabillo del ojo y al alzar la vista se encontró con una ventana de cristal cilindrado parcialmente tapada por carteles con anuncios de la bonoloto. Una chica gorda con un anillo en la nariz la miraba con ojos de alarma. Tenía un teléfono pegado a la oreja y su boca se abría y cerraba.
Vic miró hacia el camino de tierra al otro lado de la cadena, un estrecho surco alfombrado de agujas de pino. Discurría por una pendiente pronunciada e intentó pensar qué habría al final. Seguramente la interestatal 11. Si el camino no llegaba hasta la carretera misma, al menos podría seguirlo hasta que desapareciera y aparcar la moto entre los árboles. Allí estaría tranquila, sería un buen sitio donde esperar a la policía.
Metió el punto muerto y empujó la moto hasta rodear la cadena. Después apoyó los pies en los estribos y dejó que la gravedad hiciera el resto.
Circuló por una oscuridad que olía agradablemente a abetos y a Navidad, un pensamiento que la hizo estremecer. Le recordó a Haverhill, al bosque de la ciudad y a la pendiente detrás de la casa en la que había crecido. Los neumáticos chocaban contra rocas y raíces y la moto vibraba al contacto con el terreno irregular. Hacía falta gran concentración para conducir a lo largo del estrecho surco. Vic tuvo que ponerse de pie sobre los estribos para controlar la rueda delantera. Tuvo que dejar de pensar, vaciar la mente, ya que no había espacio en ella para la policía, Lou, Manx, ni siquiera para Wayne. Ahora no podía ocuparse de nada eso, tenía que concentrarse en no perder el equilibrio.
Pero es que además era difícil sentirse nerviosa en aquella penumbra de pinos, con la luz penetrando oblicua por entre las ramas y un atlas de nubes blancas impreso arriba, en el cielo.
El viento agitaba las copas de los pinos con un suave bramido, como un río que se desborda.
Vic deseó haber tenido la oportunidad de llevar a Wayne en la moto. Así habría podido enseñarle aquello, aquel bosque con su extensa alfombra de agujas de pino envejecidas, bajo un cielo iluminado por la mejor luz de primeros de julio. Habría sido un recuerdo que los dos habrían conservado toda su vida. Qué maravilla habría sido poder bajar entre aquellas sombras aromáticas con Wayne asiéndola fuerte, seguir el sendero hasta encontrar un lugar apacible donde parar, compartir un almuerzo casero y unos refrescos, echar una cabezada junto a la moto, en aquella antiquísima casa del sueño, con su suelo de tierra musgosa y su altísima bóveda de ramas entrecruzadas. Si cerraba los ojos casi podía notar los brazos de Wayne alrededor de la cintura.
Pero solo se atrevió a cerrarlos un momento. Exhaló y levantó la vista, y en aquel preciso instante la moto llegó al final de la cuesta abajo y cruzó diez metros de terreno llano hasta el puente cubierto.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
El Atajo
PISÓ EL FRENO TRASERO, UN GESTO AUTOMÁTICO QUE NO SIRVIÓ DE NADA. La moto continuó avanzando, casi hasta la entrada del Puente del Atajo, antes de que Vic se acordara de accionar el freno delantero y la hiciera detenerse.
Era ridículo, aquel puente de cien metros de longitud plantado directamente en el suelo en medio de un bosque y encima de nada. Detrás de la entrada enmarcada en hiedra, la oscuridad era atroz.
—Vale —dijo Vic—. Hay que reconocer que esto es de lo más freudiano.
Pero no era verdad. Ni vagina materna ni canal del parto, y tampoco la moto era un falo simbólico o una metáfora del acto sexual. Era un puente que salvaba la distancia entre lo perdido y lo encontrado, un puente que pasaba por encima de lo plausible.
Algo aleteaba entre las vigas. Vic tomó aire y olió a los murciélagos, un olor animal rancio, intenso y acre.
Ninguna de las veces que había cruzado el puente, ninguna, había sido la fantasía de una mujer trastornada emocionalmente. Aquello era confundir causa y efecto. En determinados momentos de su vida Vic había estado emocionalmente trastornada debido a todas las veces que había cruzado el puente. El puente no era un símbolo, quizá, sino una expresión del pensamiento, de sus pensamientos, y todas las veces que lo había cruzado había despertado lo que había en su interior. Los tablones del suelo habían rechinado. La basura se había dispersado. Los murciélagos se habían despertado y puesto a revolotear de un lado a otro.
Nada más entrar, escritas en pintura verde de espray, estaban las palabras CASA DEL SUEÑO →.
Primero metió la moto, empujando la rueda delantera. No se preguntó si el Atajo estaba de verdad allí, no se planteó si estaba teniendo una alucinación. No había duda posible. El puente estaba allí.
El techo estaba cubierto de murciélagos con las alas cerradas ocultando sus rostros, esos rostros que eran el de Vic. Se agitaban inquietos.
Los tablones hacían plan cataplán bajo las ruedas de la moto. Estaban sueltos y desgastados, en algunas partes incluso faltaban. Toda la estructura se sacudió por la fuerza y el peso de la moto. De las vigas del techo caía una fina lluvia de polvo. La última vez que Vic había circulado por el puente, este no se encontraba en tan mal estado. Ahora sí que estaba torcido, con las paredes visiblemente inclinadas hacia la derecha, como el pasillo de la casa del terror de un parque de atracciones.
Pasó junto a un agujero en la pared donde faltaba una tabla. Una ráfaga de partículas de luz se colaba como nieve por la ranura. Vic redujo la velocidad al máximo, quería echar un vistazo. Pero entonces un tablón crujió bajo la rueda delantera con la fuerza de un disparo y el neumático se hundió unos centímetros. Tocó el acelerador y la moto saltó hacia delante y, mientras lo hacía, Vic escuchó otro tablón saltar bajo la rueda de atrás.
El peso de la moto era más de lo que el viejo puente podía aguantar. Si se detenía, los tablones podridos empezarían a ceder y se precipitaría hacia… hacia… hacia lo que fuera. El abismo entre pensamiento y realidad, entre imaginar y tener, quizá.
No lograba ver en qué desembocaba el túnel. Detrás de la salida atisbó únicamente un resplandor, una claridad que le hacía daño en los ojos. Apartó la cara y entonces vio su vieja bicicleta azul y amarilla, con el manillar y los radios de las ruedas cubiertos de telarañas. Estaba tirada contra la pared.
Entonces el neumático delantero de la moto chocó contra el reborde de madera y después tocó asfalto.
Vic detuvo el motor y apoyó un pie en el suelo. Se colocó una mano sobre los ojos a modo de visera e inspeccionó el lugar.
Aquello eran unas ruinas. Estaba detrás de una iglesia destruida por el fuego y de la que solo quedaba la fachada, lo que le daba aspecto de decorado de una película, una única pared construida para dar la impresión de que detrás había un edificio entero. Quedaban unos cuantos bancos ennegrecidos y una alfombra de cristales ahumados y rotos salpicada de latas de refresco oxidadas. Nada más. Un aparcamiento desgastado por el sol, vacío y sin delimitar, se extendía, solitario e interminable, hasta donde alcanzaba la vista.
Vic metió primera y fue hasta la entrada de lo que supuso era la Casa del Sueño. Una vez allí se detuvo de nuevo, con el motor en marcha rugiendo e hipando de vez en cuando.
A la puerta había un tablón de anuncios, de esos con letras de plástico trasparente que pueden combinarse para escribir distintos mensajes. Pegaba más en un establecimiento de la cadena Dairy Queen que delante de una iglesia. Vic leyó lo que había escrito y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
EL TABERNÁCULO DE LA FE
DE LA NUEVA AMÉRICA
DIOS QUEMADO VIVO
AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS
DE LA NUEVA AMÉRICA
DIOS QUEMADO VIVO
AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS
Detrás de la iglesia, una calle de un barrio residencial dormitaba en el calor letárgico de la última hora de la tarde. Vic se preguntó dónde estaría. Igual seguía en New Hampshire. No, aquella luz no era la de New Hampshire, donde el día era despejado, azul y soleado. Aquí hacía más calor, con nubes opresivas arremolinadas en el cielo que ensombrecían el día. Era un tiempo tormentoso y, de hecho, mientras seguía allí, a horcajadas sobre la moto, Vic escuchó los primeros truenos en la distancia. Pensó que en un minuto o dos empezaría a llover a cántaros.
Se fijó de nuevo en la iglesia. Sobre los cimientos de hormigón había dos puertas inclinadas. Puertas a un sótano. Estaban cerradas con una pesada cadena y un candado de metal brillante.
Detrás, recortado contra los árboles, había una especie de cobertizo o granero, blanco y con tejado azul. Las tejas estaban recubiertas de un musgo parduzco y entre ellas habían brotado incluso hierbas y algún diente de león. La puerta delantera era lo bastante grande como para que entrara un coche y había otra lateral, con una única ventana tapada desde dentro con una hoja de papel.
Ahí, pensó Vic y tragó saliva con la garganta tan seca que chasqueó. Está ahí dentro.
Había vuelto a Colorado. El Espectro estaba aparcado en el cobertizo y Wayne y Manx estaban dentro, esperando a que se hiciera de noche.
Se levantó un viento caliente que rugió entre las hojas. Había también otro sonido, detrás de Vic, una suerte de chirrido histérico y mecánico, un murmullo metálico. Miró hacia la carretera. La casa más cercana era un chalé pequeño y cuidado, con paredes rosa fresa y remates blancos que le daban aspecto de pastelito de Hostess, uno de esos que tienen coco. Bolas de nieve, le parecía recordar a Vic que se llamaban. El césped estaba lleno de esas flores de papel de aluminio que la gente pone en sus jardines para que giren cuando hace viento. En aquel momento giraban como locas.
Un jubilado feo y con barba de varios días estaba en el camino de entrada sosteniendo unas tijeras de podar y mirándola con los ojos entrecerrados. Seguramente era de esos a los que les encanta espiar a los vecinos, lo que quería decir que, tormenta o no tormenta, Vic disponía de cinco minutos antes de que llegara la policía.
Llevó la moto al final del aparcamiento, apagó el motor y dejó las llaves puestas. Quería estar preparada para salir corriendo en cualquier momento. Miró de nuevo el cobertizo, a un lado de la iglesia en ruinas. Fue entonces cuando reparó en que se había quedado sin saliva. Tenía la boca tan seca como las hojas que agitaba el viento.
Empezó a notar presión detrás del ojo izquierdo, una sensación que recordaba de la infancia.
Dejó la moto y echó a andar hacia el cobertizo; de repente le temblaban las piernas. A mitad de camino se agachó y cogió un trozo de asfalto roto del tamaño de un plato llano. El aire vibraba por efecto de truenos distantes.
Sabía que sería un error llamar a su hijo por su nombre, pero sus labios formaron la palabra sin que pudiera evitarlo: Wayne, Wayne.
La sangre le latía con fuerza detrás de los ojos, de manera que el mundo parecía contraerse nervioso a su alrededor. El viento olía a virutas de acero.
Cuando estuvo a cinco pasos de la puerta lateral, leyó el letrero escrito a mano y pegado por dentro del cristal.
PROHIBIDO EL PASO
¡SOLO PERSONAL MUNICIPAL!
El trozo de asfalto atravesó la ventana con un golpe limpio y arrancó el letrero. Vic había dejado de pensar y se limitaba a moverse. Había vivido ya aquella escena y sabía lo que le esperaba.
Igual tenía que coger a Wayne en brazos, si no estaba bien, lo mismo que Brad McCauley no había estado bien. Si estaba como McCauley —mitad espíritu malévolo, mitad vampiro congelado— le curaría. Le conseguiría los mejores médicos. Lo arreglaría lo mismo que había arreglado la moto. Vic le había hecho con su propio cuerpo y ahora Manx no iba a deshacerle con un simple coche.
Metió la mano por la ventana rota para abrir la puerta. Buscó el pestillo, aunque enseguida comprobó que el Espectro no estaba allí porque, aunque cabía un coche, no había ninguno. Contra las paredes se apilaban sacos de fertilizante.
—¡Eh, oiga! ¿Qué hace? —dijo una voz débil y aflautada a su espalda—. ¡Que llamo a la policía! ¡La voy a llamar ahora mismo!
Vic giró el pestillo, abrió la puerta y estudió jadeante el interior pequeño, fresco y oscuro del cobertizo vacío.
—¡Tenía que haberles llamado ya! ¡Voy a hacer que les arresten a todos por allanamiento de morada! —gritó quienquiera que fuera. Vic apenas le prestaba atención, pero aunque lo hubiera hecho no habría reconocido la voz, que era ronca y tensa, como si el hombre acabara de llorar o estuviera a punto de hacerlo. Allí en la colina ni se le pasó por la imaginación que pudiera haberla oído antes.
Se giró sobre sus talones y se encontró con un hombre feo y rechoncho con una camiseta del cuerpo de bomberos de Nueva York, el jubilado que había visto en su jardín con las tijeras de podar. Tenía ojos saltones y gafas de gruesa montura plástica color negro. El pelo corto, tieso y con calvas, estaba salpicado de gris.
Vic le ignoró. Examinó el suelo, encontró un trozo de roca azul, lo cogió y fue hasta las puertas inclinadas que daban al sótano de la iglesia quemada. Hincó una rodilla en el suelo y empezó a dar golpes al enorme candado de seguridad. Si Wayne y Manx no estaban en el cobertizo, entonces aquel era el único sitio que quedaba. No sabía dónde habría metido Manx el coche y si le encontraba dormido allí abajo no tenía intención de preguntárselo antes de darle con la piedra en la cabeza.
—Venga —se dijo—. Ábrete de una puta vez. ¡Venga!
Golpeó el candado con la piedra y saltaron chispas.
—¡Eso es propiedad privada! —gritó el hombre—. ¡Usted y sus amigos no tienen derecho a entrar! ¡Se acabó, voy a llamar a la policía!
Fue entonces cuando Vic reparó en lo que decía. No la parte sobre llamar a la policía, sino la otra.
Tiró la piedra, se enjugó el sudor de la cara y se puso de pie. Cuando se acercó al hombre, este reculó asustado y estuvo a punto de tropezar. Sostenía las tijeras de podar entre Vic y él.
—¡No! ¡No me haga daño!
Vic supuso que debía de tener aspecto de criminal y de lunática. Si así la veía aquel hombre no se le podía culpar, pues había sido ambas cosas en distintos momentos de su vida.
Extendió las manos en lo que quería ser un gesto tranquilizador.
—No voy a hacerle daño. No quiero nada de usted. Solo estoy buscando a unas personas. Me ha parecido que ahí dentro podía haber alguien —dijo señalando con la cabeza hacia las puertas del sótano—. ¿Qué ha dicho de «mis amigos»? ¿De qué amigos habla?
El gnomo menudo y feo tragó saliva, nervioso.
—No están aquí. Las personas que busca. Se han ido. Se han ido en coche hace un rato. Como media hora, igual menos.
—¿Quién? Por favor, ayúdeme. ¿Quién se ha ido? ¿Era alguien en…?
—En un coche viejo —dijo el hombrecillo—, uno antiguo. Lo tenía aparcado aquí en el cobertizo… ¡Creo que ha pasado aquí la noche! —señaló las puertas del sótano—. Pensé en llamar a la policía. No es la primera vez que se mete gente aquí a drogarse. ¡Pero se han ido! Ya no están. Se marcharon hace un rato, una media hora…
—Eso ya lo ha dicho —dijo Vic. Sentía deseos de cogerle del cuello gordezuelo y sacudirle—. ¿No iba un niño con él? ¿No había un niño en el asiento de atrás?
—¡Y yo qué sé! —dijo el hombre. Se llevó un dedo a los labios y miró hacia el cielo con una expresión de perplejidad casi cómica—. Me pareció que había alguien con él. En el asiento de atrás. Sí. Sí. ¡Estoy seguro de que en el coche iba un niño! —miró de nuevo a Vic—. ¿Está usted bien? No tiene buena cara. ¿Quiere llamar por teléfono? Debería beber algo.
—No. Sí, esto… gracias. Sí.
Estaba mareada, como si se hubiera puesto en pie demasiado deprisa. Wayne había estado allí. Había estado allí y se había marchado. Hacía media hora.
El puente la había dirigido mal. El puente, que siempre la ayudaba a salvar la distancia entre lo perdido y lo encontrado, no la había dejado en el lugar correcto. Quizá aquella era la Casa del Sueño, aquella iglesia abandonada, aquella alfombra de vigas carbonizadas y cristales rotos. Quizá era el lugar que Vic había querido encontrar, lo había deseado de todo corazón, pero solo porque suponía que Wayne estaba allí. Wayne debería haber estado allí, y no en la carretera con Charlie Manx.
Así es como funcionaba la cosa, dedujo con cierto cansancio. De la misma manera que las fichas de Scrabble de Maggie no daban nombres propios —se acordaba ahora de eso, aquella mañana estaba recordando muchas cosas—, el puente de Vic necesitaba estar anclado sobre tierra firme en ambos extremos. Si Manx estaba por alguna carretera perdida, el puente no podía llevarla hasta él. Sería como intentar darle a una bala en el aire con un palo (Vic recordó de pronto una bala de plomo atravesando el lago, cogerla y tenerla en la mano). El Atajo no sabía llevarla hasta algo que no estuviera quieto y, a falta de eso, había hecho lo que había podido. En lugar de conducirla hasta donde estaba Wayne, la había llevado al último sitio por el que había pasado.
La casa rosa tenía plantadas flores rojo chillón alrededor de los cimientos. Estaba situada calle arriba y lejos de las otras viviendas, un emplazamiento casi tan solitario como la cabaña de la bruja en un cuento infantil, y resultaba, a su manera, tan irreal como una casa hecha de pan de jengibre. La hierba estaba bien cuidada. El hombrecillo feo guió a Vic hasta la parte trasera, hasta una puerta con mosquitera que daba a una cocina.
—Ojalá tuviera otra oportunidad —dijo.
—¿Oportunidad de qué?
El hombre pareció pensar un momento.
—De cambiar las cosas. Así les habría impedido marcharse. Al hombre y a su hijo.
—¿Y cómo iba usted a saberlo? —preguntó Vic.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—¿Viene de muy lejos? —le preguntó con su voz débil y desafinada.
—Sí. Más o menos —dijo Vic—. Bueno, en realidad no.
—Ah, ya veo —dijo el hombre sin el menor asomo de sarcasmo.
Le sostuvo la puerta a Vic mientras esta entraba en la cocina. El aire acondicionado suponía un alivio, casi tanto como un vaso de agua fría aromatizado con una hoja de menta.
Aquella era la cocina de una mujer mayor que hacía galletas caseras con forma de hombrecillos de jengibre. Hasta olía un poco a jengibre. De las paredes colgaban cuadros coquetones de esos que adornan las cocinas, todos con rimas.
DE RODILLAS A DIOS LE RECÉ
PARA QUE MAMÁ NO ME DIERA PURÉ
Vic se fijó en una bombona verde metálico abollada que estaba apoyada contra una silla y que le recordó a las botellas de oxígeno que cada mañana le llevaban a su madre durante los últimos meses de su vida. Supuso que la mujer del hombrecillo estaba enferma.
—Mi teléfono es su teléfono —dijo el hombrecillo con su voz chillona y desentonada.
Afuera retumbaba el trueno, con tal fuerza que el suelo tembló.
Vic pasó junto a la mesa de la cocina de camino a un teléfono negro de los antiguos, sujeto a la pared junto a una puerta abierta que daba al sótano. Algo llamó su atención. Sobre la mesa había una maleta con la cremallera abierta cuyo interior revelaba un revoltijo de ropa interior y camisetas, así como un gorro de lana y unos mitones. El correo que debía de haber estado apilado sobre la mesa se había caído al suelo, pero Vic no se dio cuenta hasta que lo pisó. Se apartó enseguida.
—Perdón —dijo.
—¡No se preocupe! —dijo el hombre—. Lo he desordenado yo, así que me toca a mí recogerlo —se inclinó y empezó a coger sobres con sus manos grandes de gruesos nudillos—. ¡Ay, Bing, Bing, chiquitillo! ¡Menudo revoltillo!
Era una cancioncilla malísima y Vic deseó que no la hubiera cantado. Le pareció de esa clase de cosas que la gente hace en un sueño justo antes de que se convierta en pesadilla.
Se volvió hacia el teléfono, un mamotreto con disco giratorio. Su intención era descolgar, pero en lugar de ello apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Joder, estaba tan cansada y le dolía tanto el ojo izquierdo… Quería contarle a Tabitha Hutter lo de la iglesia en la cima de la colina, los restos calcinados de la casa de Dios (DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS) donde Manx y su hijo habían pasado la noche. Quería que fuera hasta allí y hablara con el viejo que les había visto, aquel viejo llamado Bing (¿Bing?). Pero ni siquiera sabía dónde era allí y no estaba segura de que llamar a la policía antes de saberlo fuera una buena idea.
Bing. Aquel nombre le resultaba extrañamente desconcertante.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó, pensando que igual le había oído mal.
—Bing.
—¿Cómo el buscador de internet?
—Sí. Pero yo uso Google.
Vic rio —más por cansancio que porque le hubiera hecho gracia el chiste— y miró al hombre de reojo. Este le daba la espalda y parecía estar cogiendo algo de una percha junto a la puerta. Un sombrero negro sin forma definida. Vic miró de nuevo la bombona verde abollada y comprobó que, después de todo, no era oxígeno. Las letras en uno de los lados decían: SEVOFLURANO. INFLAMABLE.
Se volvió hacia el teléfono y lo descolgó, pero no sabía a quién llamar.
—Qué curioso —dijo—. Yo tengo mi propio buscador. ¿Puedo hacerle una pregunta un poco rara, Bing?
—Claro —dijo este.
Vic metió un dedo en el disco giratorio pero lo dejó quieto.
Bing… Bing. Más que un nombre, parecía el tintineo de un martillito de plata contra una campana de cristal.
—Estoy un poco cansada y no consigo acordarme de cómo se llama este pueblo —dijo—. ¿Puede decirme dónde estamos?
Manx tenía un martillo plateado y el hombre que lo acompañaba, una pistola. Bang, había dicho. Bang. Justo antes de dispararle. Solo que lo había dicho con una voz extraña, cantarina, de manera que había sonado, más que a amenaza, a rima de patio de colegio.
—Pues claro —dijo Bing con voz ahogada, como si se estuviera sonando la nariz con un pañuelo.
Fue entonces cuando la reconoció. La última vez que la había oído también sonaba ahogada, ya que a Vic le pitaban los oídos por los disparos. Pero por fin sabía de quién era aquella voz.
Se giró sobre sus talones, preparada para lo que iba a encontrarse.
Bing llevaba puesta la careta antigás de la Segunda Guerra Mundial. En la mano derecha aún sostenía las tijeras de podar.
—Estamos en la Casa del Sueño —dijo—. Se acabó, zorra.
A continuación la golpeó en la cara con las tijeras de podar y le rompió la nariz.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La Casa del Sueño
VIC DIO TRES PASOS ATRÁS TAMBALEÁNDOSE Y SUS TALONES CHOCARON CON UN UMBRAL. La única puerta abierta era la que conducía al sótano. Tuvo tiempo de recordar esto antes de que ocurriera lo siguiente. Las piernas le cedieron y cayó hacia atrás, como si fuera a sentarse, solo que no había ninguna silla. Tampoco suelo. Así que cayó y cayó.
Esto me va a doler, pensó. Pero no con alarma, sino como quien constata un hecho.
Por un momento tuvo la sensación de estar suspendida, con el estómago elástico y raro. El viento le silbaba en los oídos. Sobre su cabeza veía una bombilla desnuda y placas de aglomerado entre las vigas.
Chocó de culo contra una escalera, rebotó con un crujido y, a continuación, subió igual que una moneda lanzada al aire. Le recordó a cuando su padre tiraba una colilla por la ventana de un coche en marcha, a cómo esta chocaba contra el asfalto y saltaban chispas.
Aterrizó en el peldaño siguiente con el hombro derecho y de nuevo salió despedida. La rodilla izquierda chocó contra alguna cosa. La mejilla izquierda con otra, como si le estuvieran pegando en la cara con una bota.
Supuso que cuando llegara al final se haría añicos como un jarrón. Pero en lugar de ello aterrizó en un montículo suave y forrado de plástico. Primero apoyó la cara, el resto del cuerpo tardó un poco más y estuvo unos instantes pedaleando en el aire. ¡Mira, mamá, hago el pino!, se recordó gritando un cuatro de julio, viendo un mundo donde el cielo estaba hecho de hierba y el suelo de estrellas. Por fin se detuvo, tendida boca arriba sobre la masa plastificada, con la escalera ahora situada justo a su espalda.
Miró hacia los empinados peldaños, que veía al revés. Había perdido la sensación en el brazo derecho y en la rodilla derecha notaba una presión que, sospechaba, pronto se convertiría en un dolor insoportable.
El Hombre Enmascarado bajó por las escaleras con la bombona de gas en una mano sujetada a la altura de la válvula. No traía, en cambio, las tijeras de podar. Era horrible, la manera en que la careta le hacía desaparecer la cara, sustituyendo la boca por una espita grotesca y marciana y los ojos por visores de plástico transparente. Una parte de Vic quería gritar, pero estaba demasiado aturdida para emitir sonido alguno.
El hombre llegó al último peldaño y colocó las piernas a ambos lados de la cabeza de Vic. Esta tardó en darse cuenta de que se disponía a hacerle daño otra vez. El hombre levantó la bombona de gas con ambas manos y la dejó caer sobre su estómago, cortándole la respiración. Vic tosió violentamente y se colocó de costado. Cuando recuperó el aliento pensó que iba a vomitar.
La bombona hizo ruido al posarse en el suelo. El Hombre Enmascarado cogió un mechón del pelo de Vic y tiró. El dolor la hizo gemir débilmente, a pesar del que había decidido permanecer en silencio. El hombre quiso que se pusiera a cuatro patas y Vic obedeció porque era la única manera de que dejara de dolerle. A continuación le metió la mano que tenía libre entre las piernas y buscó su pecho, estrujándolo como alguien apretaría un pomelo para comprobar su frescura. Reía como un tonto.
Después empezó a tirar de Vic. Esta le siguió a cuatro patas todo lo que pudo, porque así sentía menos dolor, pero a él no le importaba si le dolía o no, y cuando los brazos de Vic cedieron siguió tirando de ella, sujetándola por el pelo. Le horrorizó oírse a sí misma gritar las palabras «¡Por favor!».
Solo se hacía una idea confusa del sótano, que le daba impresión de ser no tanto una habitación como un largo pasillo. Vio una lavadora y una secadora, una maniquí desnuda con una careta antigás; un busto sonriente de Jesús con la túnica abierta mostrando un corazón anatómicamente correcto y con uno de los lados de la cara quemado y cubierto de ampollas como si hubiera estado en un incendio. De alguna parte llegaba un tañido metálico y monótono. Era continuo, sin interrupción.
El Hombre Enmascarado se detuvo al final del pasillo y Vic oyó chirriar metal mientras descorría una pesada puerta encajada en un riel. Sus percepciones no le permitían seguir el curso de los acontecimientos. Una parte de ella continuaba en el pasillo, asimilando aquella imagen de Jesús calcinado, y otra en la cocina, fijándose en la bombona abollada color verde sobre la silla, SEVOFLURANO, INFLAMABLE. Otra parte contemplaba los restos calcinados del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana, sosteniendo una piedra con ambas manos y golpeando con ella un candado metálico reluciente con tanta fuerza como para levantar chispas. Y otra más estaba todavía en New Hampshire, fumándose un pitillo que le había dado el detective Daltry, con el mechero de este, el que tenía el dibujo de Popeye, en la mano.
El Hombre Enmascarado la obligó a pasar de rodillas por encima del riel mientras le seguía tirando del pelo. Con la otra mano arrastraba la bombona verde, SEVOFLURANO. Eso era lo que producía tañido, la base de la bombona tintineaba suave y continuamente contra el suelo de cemento. Era un zumbido similar al de un cuenco de oración tibetano, como si un monje pasara una y otra vez un mazo por el recipiente sagrado.
Cuando Vic salió del riel, el hombre tiró de ella con fuerza y Vic se encontró de nuevo a cuatro patas. El hombre le apoyó una bota en el culo, empujó y los brazos de Vic cedieron.
Se golpeó la barbilla contra el suelo. Los dientes le entrechocaron y la oscuridad brotó de cada objeto que había en la habitación —la lámpara de la esquina, la cama plegable, el fregadero— como si cada mueble fuera poseedor de una sombra secreta a la que podía despertarse de golpe y asustar lo mismo que a una bandada de gorriones.
Durante un momento la bandada de sombras amenazó con descender sobre ella y Vic la ahuyentó con un grito. La habitación olía a tuberías viejas, a cemento, a ropa de cama sucia y a violación.
Vic quería levantarse, pero ya le costaba bastante trabajo mantener la consciencia. Notaba aquella oscuridad temblorosa y viva dispuesta a desplegarse y envolverla. Si se desmayaba ahora, al menos no sentiría nada cuando el hombre la violara. Tampoco cuando la matara.
La puerta se sacudió y cerró de golpe con un estruendo metálico que reverberó en el aire. El Hombre Enmascarado la cogió por un hombro y la empujó hasta obligarla a tumbarse de espaldas. La cabeza de Vic pareció separarse del cuello y su cráneo chocó contra el suelo irregular de cemento. El hombre se arrodilló sobre ella con una máscara de plástico transparente recortada en la mano de manera que le cubriera la boca y la nariz. La cogió del pelo y tiró de su cabeza para poder colocarle la máscara sobre la cara. Luego apoyó una mano y la mantuvo allí. Un tubo de plástico transparente unía la máscara con la bombona de gas.
Vic empezó a aporrear la mano que sujetaba la máscara, intentó arañar la muñeca, pero el Hombre Enmascarado se había puesto unos gruesos guantes de jardinería y no pudo encontrar un trozo de carne vulnerable.
—Respira hondo —le dijo el hombre—. Te sentirás mejor. Relájate. El día se ha ido, el sol también. Dios ha muerto, yo le disparé.
Mantuvo una mano sobre la máscara y con la otra abrió una válvula de la bombona. Vic oyó un silbido y notó algo frío que le llegaba a la boca, seguido de una explosión empalagosa que olía a pan de jengibre.
Agarró el tubo, se lo enroscó alrededor de una mano y tiró. Este se soltó de la bombona con un chasquido metálico y de la espita salió un chorro de vapor blanco. El Hombre Enmascarado se volvió a mirarla, pero no pareció preocupado.
—La mayoría de la gente hace lo mismo —dijo—. No me gusta, porque se malgasta una bombona, pero si quieres ponerme las cosas difíciles, por mí no hay problema.
Le arrancó la careta de plástico de la cara y la tiró a un rincón. Vic hizo ademán de incorporarse apoyándose en los codos y el Hombre Enmascarado le dio un puñetazo en el estómago. Vic se dobló, abrazándose la zona dolorida con la fuerza con que se abraza a un ser querido. Respiró profundamente y con dificultad y la habitación se llenó de la mareante fragancia a gas con aroma a jengibre.
El Hombre Enmascarado era bajito —Vic le sacaba más de quince centímetros— y rechoncho, pero a pesar de ello se movía con la agilidad de un artista ambulante, uno de esos capaces de tocar el banjo mientras caminan sobre zancos. Cogió la bombona con ambas manos y fue hacia Vic mientras la apuntaba con la válvula abierta. El gas salió en forma de lluvia blanca al principio, pero pronto se dispersó volviéndose invisible. Vic dio otra bocanada de aire con sabor a postre. Retrocedió como un cangrejo, impulsándose por el suelo ayudada de manos y pies, arrastrándose sobre el trasero. Quería contener la respiración, pero le era imposible. Sus trémulos músculos necesitaban oxígeno.
—¿Adónde vas? —le preguntó el Hombre Enmascarado. La siguió con la bombona de gas—. Esta habitación se cierra herméticamente. Vayas donde vayas tendrás que respirar. En esta bombona hay trescientos litros. Podría noquear una carpa llena de elefantes con trescientos litros, bonita.
Le dio una patada en un pie, obligándola a separar las piernas y luego le clavó la punta de la bota entre los muslos. Vic ahogó un grito de asco. Tuvo una sensación fugaz pero intensa de estar siendo violada y por un momento deseó que el gas la hubiera dejado inconsciente, porque no quería saber lo que ocurriría a continuación.
—Zorra, zorra, duérmete —dijo el Hombre Enmascarado—. Échate una siesta y te la meteré.
De nuevo esa risa de cretino.
Vic se impulsó hasta un rincón y se golpeó la cabeza contra la pared de escayola. El Hombre Enmascarado seguía avanzando hacia ella con la botella de gas empañando la habitación. El sevoflurano era una neblina blanca que parecía reblandecer y desdibujar los contornos de los objetos. Antes había habido una cama plegable en un rincón, pero ahora eran tres, muy apretadas las unas contra las otras y medio ocultas por el humo. En la creciente niebla también el Hombre Enmascarado se desdobló, y luego volvió a juntarse.
El suelo empezaba a inclinarse debajo de Vic, convirtiéndose en un tobogán y en cualquier momento se deslizaría por él, abandonaría la realidad y se sumergiría en la inconsciencia. Pataleó en un intento por aguantar, por resistir allí, en un rincón de la habitación. Contuvo la respiración, pero notó que sus pulmones ya no estaban llenos de aire sino de dolor, y el corazón le latía como si fuera el motor de la Triumph.
—¡Estás aquí y es una suerte! —gritaba el Hombre Enmascarado con la voz histérica de emoción—. ¡Eres mi segunda oportunidad! ¡Estás aquí y ahora el señor Manx tendrá que volver y yo conseguiré ir a Christmasland! ¡Estás aquí y yo por fin tendré lo que me merezco!
En la cabeza de Vic se sucedieron imágenes a gran velocidad, como cartas barajadas por un prestidigitador. Estaba en el jardín trasero y Daltry intentaba encender un mechero, pero no lo conseguía, así que ella se lo quitaba y al primer intento salía una llama color azul. Se había detenido a mirar el dibujo en uno de los lados del mechero, Popeye dando un puñetazo y un efecto de sonido, no recordaba cuál. Entonces visualizó la advertencia en el costado de la botella de sevoflurano: INFLAMABLE. A esto siguió un pensamiento muy sencillo; no era una imagen sino una resolución. Llévatelo contigo. Cárgate a este zoquete.
Tenía el mechero —o eso creía— en el bolsillo derecho del pantalón. Fue a sacarlo, pero era como meter la mano en la bolsa sin fondo de fichas de Scrabble de Maggie. No se llegaba nunca al final.
El Hombre Enmascarado estaba a sus pies, apuntando la válvula hacia ella y sosteniendo la bombona con ambas manos. Vic le oía susurrarle una orden prolongada y letal para que se callara: Chist.
Sus dedos tocaron un trozo de metal y se cerraron en torno a él. Sacó la mano del bolsillo y sostuvo el mechero entre ella y el Hombre Enmascarado como si fuera una cruz para ahuyentar vampiros.
—No me obligues —dijo, y tragó otra bocanada de aquel tóxico humo de jengibre.
—¿Que no te obligue a qué?
Vic retiró la tapa al mechero. El Hombre Enmascarado oyó un clic, reparó en el mechero y dio un paso atrás.
—Oye —dijo en tono de advertencia. Dio otro paso atrás acunando la bombona como si fuera un bebé—. ¡No hagas eso! ¡Es peligroso! ¿Estás loca?
Vic pasó el dedo por la rueda de acero, que hizo un ruido áspero y rasposo y escupió chispas blancas y, durante un instante milagroso, dibujó un tirabuzón de fuego azul. La llama se desenroscó como una serpiente en el aire ardiente y fue directa a la bombona de gas. El manso vapor blanco que salía de la válvula se transformó en una lengua de fuego salvaje.
Durante unos segundos la bombona de sevoflurano fue un surtidor de llamas de corto alcance, que escupía fuego de un lado a otro mientras el Hombre Enmascarado se alejaba de Vic. Dio tres tambaleantes pasos más hacia atrás, salvándole así la vida a Vic sin quererlo. En el resplandor, Vic logró leer lo que estaba inscrito en el mechero:
¡¡BUUUM!!!
Fue como si el Hombre Enmascarado se apuntara a sí mismo con un lanzacohetes y disparara a quemarropa. El cohete salió despedido propulsado por una explosión en la cola, un cañonazo de gas blanco ardiendo y metralla que lo levantó por los aires y después le hizo estrellarse contra el suelo. Trescientos litros de sevoflurano a presión explotaron a la vez, convirtiendo la bombona en un cartucho de TNT tamaño gigante. Vic no supo con qué comparar el ruido que hizo, un estallido descomunal que fue como si le clavaran agujas de coser en los tímpanos.
El Hombre Enmascarado chocó contra la puerta de hierro con tal fuerza que estuvo a punto de desencajarla del marco. Vic le vio estrellarse enmarcado en algo que parecía luz pura, el aire brillando con un fulgor vidrioso que hizo desaparecer por un instante la mitad de la habitación en un fogonazo blanco y cegador. Se llevó las manos a la cara en un gesto instintivo de protección y vio como el vello rubio de los brazos desnudos se le erizaba y encogía por efecto del calor.
Con la explosión el mundo había cambiado. El sótano latía igual que un corazón. Los objetos parecían vibrar al ritmo del pulso cardiaco de Vic y el aire se llenó de remolinos de humo dorado.
Al entrar, Vic había visto sombras que acechaban detrás de los muebles. Ahora, en cambio, proyectaban rayos de claridad. Lo mismo que la bombona de gas, parecían estar intentando tomar aire para después eructar.
Notó que algo húmedo le bajaba por la mejilla y pensó que serían lágrimas, pero cuando se tocó la cara vio que tenía los dedos rojos.
Decidió que debía irse. Se levantó, dio un paso y el cuarto se inclinó violentamente a la izquierda. Vic cayó de espaldas.
Apoyó primero una rodilla, tal y como te aconsejan en la liga infantil de béisbol cuando te has hecho daño. Por el aire revoloteaban ascuas. La habitación se inclinó a la derecha y Vic con ella, esta vez para caer de costado.
La luz rebotaba procedente de la cama plegable, de la pila, brillaba alrededor de los contornos de la puerta. Ignoraba que todos los objetos del mundo contienen un núcleo secreto de luz y oscuridad, y que basta una fuerte conmoción para que la una o la otra se hagan visibles. Con cada latido de su corazón, el resplandor crecía en intensidad. No oía nada que no fueran sus pulmones esforzándose por respirar.
Inhaló profundamente el perfume a jengibre quemado. El mundo era una burbuja de luz brillante que duplicaba su tamaño ante ella, hinchándose, abultándose, llenando su campo de visión, creciendo hacia el inevitable
Ploc.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
CHRISTMASLAND
7-9 DE JULIO
Autovía de San Nicolás
AL NORTE DE COLUMBUS, WAYNE CERRÓ LOS OJOS UN MOMENTO y cuando los abrió la luna de Navidad dormía en el cielo y a ambos lados de la autovía había una multitud de muñecos de nieve que volvían la cabeza para ver pasar al Espectro.
Ante ellos se alzaban oscuras montañas, una pared monstruosa de piedra negra en los confines del mundo. Las cimas eran tan altas que daba la impresión de que la luna iba a quedarse enganchada en ellas.
En un pliegue situado debajo de la cumbre de la montaña más alta había una cesta de luces. Brillaba en la oscuridad y era visible a cientos de kilómetros, un adorno navideño enorme y reluciente. Verla resultaba tan emocionante que a Wayne le costaba mantenerse quieto en el asiento. Era una taza de fuego, una cucharada de brasas calientes. Latía, y Wayne latía con ella.
El señor Manx conducía con una sola mano. La carretera era tan recta que parecía trazada con una regla. La radio estaba encendida y un coro infantil cantaba Venid, adoremos. El corazón de Wayne tenía una respuesta a aquella invitación: Estamos de camino. Llegaremos en cuanto podamos. Guardadnos un poco de Navidad.
Los muñecos de nieve formaban grupos, familias, y la suave brisa generada por el coche agitaba sus bufandas a rayas.
Padres y madres de nieve con sus niños y perros de nieve.
Abundaban las chisteras, así como las pipas de maíz y las narices de zanahoria. Las figuras agitaban las ramas torcidas que hacían las veces de brazos y saludaban al señor Manx, a Wayne y a NOS4A2 al pasar. Las brasas negras de sus ojos brillaban, más oscuras que la noche, más resplandecientes que las estrellas. Un perro de nieve llevaba un hueso en la boca. Un papá de nieve sostenía una rama de acebo sobre su cabeza mientras que una mamá de nieve se había congelado en el acto de besarle la mejilla blanca y redonda. Había un niño de nieve sosteniendo un hacha entre un padre y una madre decapitados. Wayne rio y dio palmas; aquellos muñecos de nieves vivientes eran lo más chulo que había visto en toda su vida. ¡Qué gamberrada!
—¿Qué es lo primero que quieres hacer cuando lleguemos? —preguntó el señor Manx desde la penumbra del asiento delantero—. Cuando lleguemos a Christmasland, quiero decir.
Las posibilidades eran tan emocionantes que resultaba difícil elegir entre ellas.
—Voy a entrar en la cueva de roca de caramelo para ver al Abominable Muñeco de Nieve. ¡No! ¡Voy a montar en el trineo de Papá Noel y salvarle de los piratas de las nubes!
—¡Pues claro que sí! —dijo el señor Manx—. Primero montar en las atracciones y luego a jugar.
—¿A qué juegos?
—Los niños tienen uno que se llama «tijeras para el vagabundo», que es el juego más divertido del mundo. Luego está el de dar palos al ciego. Hijo, no sabrás lo que es la diversión hasta que hayas jugado a dar palos al ciego con alguien verdaderamente veloz. ¡Mira! ¡Ahí, a la derecha! ¡Hay un león de nieve arrancándole la cabeza a una oveja de nieve!
Wayne se giró por completo para mirar por la ventanilla derecha, pero se encontró con que su abuela se lo impedía.
Estaba igual a como la había visto la última vez. Brillaba más que cualquier cosa del asiento trasero, más que la luz de la luna. Tenía los ojos escondidos detrás de monedas de plata de medio dólar que centelleaban y refulgían. Siempre le mandaba monedas de medio dólar por su cumpleaños, pero nunca había ido a visitarle porque le daba miedo volar.
—.falso es cielo Ese —dijo Linda McQueen—. .mismo lo son no diversión la y amor El .atrás hacia hablar intentando estás No. luchando estás No.
—¿Qué quieres decir con lo de que el cielo es falso? —preguntó Wayne.
Linda señaló por la ventana y Wayne alargó el cuello para mirar. Un momento atrás, el cielo había estado poblado de copos de nieve. Ahora en cambio estaba lleno de electricidad estática, de miles de millones de partículas de blanco, negro y gris zumbando con furia contra las ventanas. Al ver aquello, a Wayne le empezaron a doler las terminaciones nerviosas detrás de los ojos. No es que el resplandor le hiriera la vista —de hecho era más bien tenue— sino que había algo en aquel movimiento furioso que hacía difícil mirarlo. Cerró los ojos con desagrado y se reclinó en el asiento. Su abuela le observaba con los ojos ocultos detrás de aquellas monedas.
—Si querías jugar conmigo tenías que haber venido a verme a Colorado —le dijo—. Podríamos haber hablado al revés todo lo que hubieras querido. Pero cuando vivías ni siquiera hablábamos normal. No entiendo por qué ahora sí quieres.
—¿Con quién hablas, Wayne? —preguntó Manx.
—Con nadie —dijo Wayne, y abrió la puerta del lado de Linda McQueen y la empujó fuera.
No pesaba nada, así que fue fácil, como empujar una bolsa llena de palitos de madera. Cayó del coche, tocó el asfalto con un golpe seco y se hizo añicos con un sonido bastante musical, y en aquel preciso instante Wayne se despertó en
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
No Verito, por que nos dejas así dónde despertó Wayne, Vic, logro escaparse de la policía, y fue a dar con Bing, que resulta que Charlie lo abandonó, no puede ser que Vic no lo halla reconocido, aunque llevaba una mascara cuando la atacó, esperemos que reaccione y puede llegar a tiempo con Wayne.
yiniva- Mensajes : 4916
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
entre las flores de papel de aluminio de colores, y que ahora solo quedan demonios y no saber donde se desperto, no podre esperar hasta despues para saber que paso...
citlalic_mm- Mensajes : 978
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Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Indiana
VOLVIÓ LA CABEZA Y MIRÓ POR EL PARABRISAS TRASERO. Una botella se había estrellado contra la carretera. El cristal pulverizado formaba una telaraña sobre el asfalto y las esquirlas tintineaban y rodaban. Manx habría tirado una botella de alguna cosa; Wayne ya le había visto hacerlo un par de veces. No parecía de esos hombres interesados en reciclar.
Cuando Wayne se incorporó —frotándose los ojos con los nudillos— los muñecos de nieve habían desaparecido. También la luna durmiente, las montañas y la joya reluciente de Christmasland en la distancia.
En lugar de ello vio altos maizales verdes y un bar con un anuncio de neón de colores chillones que representaba a una rubia de nueve metros de altura ataviada con minifalda y botas de cowboy. Cuando el neón parpadeaba la mujer daba una patada, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y lanzaba un beso a la oscuridad.
Manx le miró en el espejo retrovisor. Wayne estaba sofocado y aturdido de tanto dormir y quizá por eso no le sorprendió ver el aspecto joven y saludable que tenía Manx.
Se había quitado el sombrero y seguía tan calvo como siempre, pero ahora tenía el cráneo liso y rosado, en lugar de blanco y moteado. Y pensar que el día anterior parecía un globo terráqueo con unos continentes que nadie en su sano juicio habría querido visitar: la isla del Sarcoma, Lentigo del Norte. Los ojos le asomaban detrás de cejas finas y arqueadas del color de la escarcha. Wayne no recordaba haberle visto parpadear una sola vez en los días que llevaban juntos. Por lo que él sabía, aquel hombre carecía de pestañas.
La mañana anterior había tenido aspecto de cadáver andante, y ahora parecía un hombre de sesenta y tantos años, sano y vigoroso. Pero había en sus ojos una suerte de ávida estupidez, la estupidez glotona de un pájaro que ve carroña en la carretera y se pregunta si le dará tiempo a comerse un trozo antes de que le atropellen.
—¿Me va a comer? —preguntó Wayne.
Manx rio con un graznido áspero. Parecía un cuervo.
—Si a estas alturas no te he dado ya un bocado, entonces no creo que lo haga —dijo—. Además, no estoy seguro de que alimentes mucho. Tienes pocas carnes y las pocas que tienes empiezan a estar un poco pochas. Me estoy reservando para una ración de boniatos fritos.
Algo le pasaba a Wayne, lo notaba, aunque no lograba saber qué era exactamente. Era cierto que se sentía dolorido, exhausto y febril, pero aquello podía deberse a haber dormido en el coche, y esto en cambio era otra cosa. De lo único de lo que era consciente era de que no podía controlar sus reacciones a lo que decía Manx. Casi se había reído al oír a Manx decir la palabra «pocho». Jamás había oído aquella palabra en una conversación y la encontró desternillante. Una persona normal, sin embargo, no se reiría con las elecciones léxicas de su secuestrador.
—Pero usted es un vampiro —dijo—. Me está sacando algo y quedándoselo usted.
Manx le estudió unos instantes por el espejo retrovisor.
—El coche nos mejora a los dos. Es como esos vehículos que hay ahora llamados híbridos. ¿Conoces los híbridos? Funcionan a base de gasolina y buenas intenciones. ¡Pero este es el híbrido por excelencia! ¡Este coche funciona a base de malas intenciones! Los pensamientos y los sentimientos son una fuente de energía, lo mismo que el petróleo. Este Rolls-Royce modelo clásico funciona con todos los malos sentimientos y todas las cosas que alguna vez te hicieron daño o te asustaron. Y no estoy hablando en sentido metafórico. ¿Tienes alguna cicatriz?
Wayne dijo:
—Una vez me caí con una pala en la mano y me hice una herida aquí —levantó la mano derecha, pero cuando la miró no encontró la delgada cicatriz que siempre había tenido en la yema del pulgar. No entendía qué había sido de ella.
—La carretera a Christmasland te quita las penas, calma el dolor y borra las cicatrices. Se lleva aquellas partes de ti que no te hacían bien y lo que queda es limpio y puro. Para cuando lleguemos a nuestro destino estarás libre no solo de todo dolor, sino del recuerdo del dolor. Tu infelicidad es como mugre en una ventana. Cuando el coche haya terminado contigo habrá desaparecido y estarás limpio y reluciente. Lo mismo que yo.
—Ah —dijo Wayne—. ¿Y si yo no estuviera en el coche con usted? ¿Si fuera usted solo a Christmasland? ¿También quedaría limpio y reluciente?
—Pero bueno, qué de preguntas. Apuesto a que en el colegio sacas todo sobresalientes. No, no puedo llegar solo a Christmasland. Solo no puedo encontrar la carretera. Sin un pasajero, este coche no es más que un coche. ¡Es lo bueno que tiene! Puedo ser feliz y encontrarme bien únicamente logrando que otros sean felices y se encuentren bien. La carretera curativa a Christmasland es solo para los inocentes. El coche no me deja acapararla. Tengo que hacer el bien a otros si quiero que me hagan el bien a mí. ¡Ojalá el resto del mundo funcionara también así!
—¿Es esta la carretera curativa a Christmasland? —preguntó Wayne mirando por la ventana—. Porque se parece más a la I-80.
—Es que es la interestatal 80… ahora que estás despierto. Pero hace un minuto tenías dulces sueños y estábamos en la autovía de San Nicolás, con la señora Luna en el cielo. ¿No te acuerdas? ¿Te acuerdas de los muñecos de nieve y de las montañas a lo lejos?
Wayne no podría haberse sobresaltado más si hubieran cogido un gran bache en la carretera. No le gustaba la idea de que Manx hubiera estado con él en su sueño. Le vino a la cabeza el recuerdo de aquel cielo siniestro lleno de electricidad estática. Falso es cielo ese. Wayne sabía que la abuela Lindy intentaba decirle algo, intentaba proporcionarle un medio para protegerse de lo que Manx y el coche le estaban haciendo, pero no la entendía, e intentar hacerlo le suponía demasiado esfuerzo. Además, era un poco tarde ya para que su abuela empezara a darle consejos. No es que se hubiera matado precisamente por servirle de algo mientras vivía, y sospechaba que no le gustaba su padre solo porque Lou estaba gordo.
—Cuando te quedes dormido la encontraremos otra vez —dijo Manx—. Cuanto antes lleguemos, antes podrás montar en el Trineo Ruso y jugar a apalear al ciego con mis hijas y sus amigos.
Iban por un camino que atravesaba un bosque de maizales. Había unas máquinas que sobresalían entre las hileras de plantas, negros arbotantes que trazaban arcos en el cielo como el proscenio sobre un escenario. A Wayne se le ocurrió que eran máquinas de rociar pesticidas, llenas de veneno. Empaparían el maíz en una lluvia letal para que no se lo comieran especies invasoras. En su interior no dejaba de repetir aquellas palabras, «especies invasoras». Después el maíz se lavaría y la gente se lo comería.
—¿Ha salido alguien alguna vez de Christmasland? —preguntó.
—Una vez estés allí no querrás marcharte. Allí uno tiene todo lo que se puede desear. Los mejores juegos. Las mejores atracciones. Algodón de azúcar suficiente para cien años y más.
—Pero ¿podría marcharme de Christmasland si quisiera?
Manx le dirigió una mirada casi hostil por el espejo retrovisor.
—Serás buen estudiante, pero imagino que algunos de tus profesores debieron de terminar cansados de ti y todas tus preguntas. ¿Qué notas has sacado?
—No muy buenas.
—Pues entonces te gustará saber que en Christmasland no hay colegio. Yo siempre odié ir al colegio. Prefería hacer historia que estudiarla. Todas esas pamplinas sobre la aventura de aprender… Aprender es aprender. Y la aventura es la aventura. Creo que una vez sabes sumar, restar y leer más o menos bien, lo demás no conduce más que a delirios de grandeza y problemas.
Wayne interpretó esta respuesta como que no podría salir de Christmasland.
—¿Y puedo hacer mis últimas peticiones?
—Vamos a ver. Te estás comportando como si te hubieran condenado a muerte. Y no estás en el corredor de la muerte. ¡Cuando llegues a Christmasland te encontrarás mejor que nunca!
—Pero si no puedo volver, si tengo que quedarme para siempre en Christmasland… entonces quiero hacer unas cuantas cosas antes. ¿Tengo derecho a una última cena?
—¿Qué quieres decir? ¿Crees que en Christmasland no te van a dar de comer?
—Pero ¿qué pasa si la comida no me gusta? ¿En Christmasland puede conseguirse cualquier comida?
—Hay algodón de azúcar, perritos calientes y rico helado de piña para el niño y la niña. Todo lo que un pequeño como tú puede desear.
—Pues a mí me apetece una mazorca. Una mazorca con mantequilla —dijo Wayne—. Y una cerveza.
—Estoy seguro de que te encontraremos una mazorca y… ¿qué has dicho? ¿Cerveza de jengibre? Aquí por esta zona la tienen muy buena. Y la zarzaparrilla está más rica todavía.
—De jengibre no, cerveza normal. Quiero una Coors Silver Bullet.
—¿Y por qué quieres cerveza?
—Mi padre me dijo que podría tomarme una con él en el porche de casa cuando cumpliera veintiún años. El cuatro de julio, mientras veíamos los fuegos artificiales. Me hacía mucha ilusión, pero supongo que ese momento ya no va a llegar. Además usted ha dicho que en Christmasland todos los días son Navidad. Así que supongo que se acabaron los cuatros de julio. Me parece que en Christmasland no deben ser muy patrióticos. También quiero bengalas. En Boston me compraron bengalas.
Entraron en un puente largo y bajo. El metal estriado vibró bajo los neumáticos. Manx no volvió a hablar hasta que no hubieron terminado de cruzarlo.
—Estás muy charlatán esta noche. Hemos recorrido mil seiscientos kilómetros y hasta ahora no te había oído hablar tanto. Veamos si lo he entendido. Quieres que te compre una lata de cerveza, una mazorca de maíz y fuegos artificiales para que puedas celebrar tu propio cuatro de julio. ¿Estás seguro de que no quieres nada más? ¿Por casualidad tu madre y tú no teníais planeado comer caviar y foie de pato cuando terminaras el instituto?
—No quiero celebrar mi propio cuatro de julio. Solo quiero unas bengalas. Y quizá un par de cohetes —Wayne hizo una pausa y continuó—. Me dijo que me debía una. Por matar a mi perro.
Siguieron unos minutos de sombrío silencio.
—Es verdad —admitió por fin Manx—. Lo había olvidado. Pero no es algo de lo que me sienta orgulloso. ¿Si te compro una cerveza, una mazorca y unos fuegos artificiales estamos en paz?
—No, pero no pediré nada más —Wayne miró por la ventana y espió a la luna. Era una esquirla dentada de hueso, sin rostro y distante. Ni la mitad de bonita que la de Christmasland, supuso Wayne—. ¿Cómo descubrió Christmasland?
Manx dijo:
—Llevé allí a mis hijas. Y a mi primera mujer —se detuvo un momento y continuó—: Mi primera esposa era una mujer complicada. Difícil de satisfacer, como la mayoría de las pelirrojas. Me guardaba muchísimo rencor y consiguió que mis propias hijas desconfiaran de mí. Teníamos dos niñas. Mi suegro me dio dinero para montar un negocio y yo me lo gasté en este coche. Supuse que Cassie —así se llamaba mi primera mujer— estaría contentísima al verme llegar con él. Pero en lugar de eso se puso tan impertinente y difícil como siempre. Dijo que había malgastado el dinero. Que iba a convertirme en chófer. Dijo que las iba a dejar a ella y a las niñas en la pobreza. Era una mujer ofensiva y me insultaba delante de las niñas, algo que ningún hombre debería tolerar —Manx cerró las manos alrededor del volante y los nudillos se le pusieron blancos—. Una vez mi mujer me tiró una lámpara de aceite a la espalda y me quemó mi mejor abrigo. ¿Crees que me pidió disculpas? Pues te equivocas. En Acción de Gracias y otras reuniones familiares se burlaba de mí. Imitaba mis gestos cuando me quemé. Se ponía a correr graznando como un pavo y agitando los brazos mientras gritaba: «¡Apagadme! ¡Apagadme!». Sus hermanas se lo pasaban en grande a mi costa. Te voy a decir una cosa. La sangre de una pelirroja es tres veces más fría que la de una mujer normal. Esto lo demuestran estudios médicos —le dirigió una mirada seria a Wayne por el espejo—. Claro que precisamente lo que las convierte en insoportables es lo que impide a un hombre mantenerse alejado de ellas, no sé si me entiendes.
Wayne no le entendía, pero asintió de todas maneras. Manx dijo:
—Bueno, pues entonces creo que hemos llegado a un acuerdo. Conozco un sitio donde se pueden comprar cohetes tan ruidosos y brillantes que para cuando hayamos acabado de tirarlos estarás sordo y ciego. Deberíamos llegar a la biblioteca de Aquí mañana al atardecer. Allí podemos tirarlos. ¡Para cuando hayamos terminado de lanzar cohetes y petardos la gente pensará que ha empezado la Tercera Guerra Mundial! —se detuvo y luego dijo en tono taimado—. A lo mejor la señorita Margaret Leigh quiere unirse a los festejos. No me importaría encenderle una mecha en los pies y así enseñarla a meterse en sus asuntillos.
—¿Y eso qué más da? —preguntó Wayne—. ¿Por qué no la dejamos en paz?
Una gran polilla verde golpeó el parabrisas con un ruido seco y breve y dibujó una mancha esmeralda en el cristal.
—Eres un chico listo, Wayne Carmody —dijo Manx—. Has leído todos los artículos sobre ella. Estoy seguro de que si lo piensas un poco, entenderás que me preocupe esa mujer.
Antes, cuando aún había luz, Wayne había echado un vistazo al fajo de papeles que Manx había metido en el coche. Era información sobre Maggie Leigh que Bing había encontrado en Internet. Había en total una docena de artículos que se resumían en una única historia de abandono, adicciones, soledad… y milagros extraños e inquietantes.
El primer artículo era de principios de la década de 1990 y se había publicado en la Cedar Rapids Gazette: «¿Poderes adivinatorios o pura chiripa? La corazonada de una bibliotecaria local salva la vida de unos niños». Contaba la historia de un hombre llamado Hayes Archer que vivía en Sacramento. Archer había metido a sus dos hijos en su recién estrenada avioneta Cessna y había partido con ellos en un viaje nocturno a lo largo de la costa de California. El avión no era lo único nuevo. Archer también acaba de sacarse la licencia de piloto. Cuarenta minutos después de despegar, el monomotor Cessna hizo una serie de maniobras extrañas y desapareció de los radares. Se temía que hubiera perdido de vista la tierra por la creciente niebla y se hubiera estrellado en el mar mientras trataba en encontrar la línea del horizonte. La noticia se había difundido en las cadenas de televisión nacionales, puesto que Archer era poseedor de una fortuna personal considerable.
Margaret Leigh había llamado a la policía de California para decirles que Archer y sus hijos no estaban muertos, que no se habían estrellado en el mar. Habían tocado tierra y bajado por una garganta. No podía dar la localización exacta, pero pensaba que la policía debería buscar en toda la costa hasta encontrar un lugar donde fuera posible encontrar sal.
El Cessna apareció a doce metros del suelo, cabeza abajo en una secuoya del —agárrate— Parque Nacional de Salt Point.[4] Los niños estaban ilesos. El padre se había fracturado la columna, pero se esperaba que sobreviviera. Maggie afirmó que su intuición le había llegado en forma de fogonazo mientras jugaba al Scrabble. El artículo venía ilustrado con una fotografía del avión cabeza abajo y otra de Maggie, inclinada sobre un tablero de Scrabble participando en un torneo. El pie de foto de esta segunda fotografía decía: «Teniendo en cuenta lo acertado de sus corazonadas, ¡es una pena que el juego favorito de Maggie no sea la lotería!».
Con los años había habido nuevas corazonadas: un niño encontrado dentro de un pozo, información sobre un hombre perdido en el mar mientras intentaba dar la vuelta al mundo en un barco de vela. El último, el breve artículo sobre Maggie ayudando a localizar a un fugitivo, se había publicado en el 2000. Después no había nada hasta 2008 y los artículos que se publicaron entonces no hablaban de milagros, sino más bien de todo lo contrario.
Primero había habido una inundación en Aquí, Iowa, con muchos daños, entre ellos una biblioteca sumergida bajo las aguas. La propia Maggie había estado a punto de ahogarse cuando intentaba rescatar libros y había sido ingresada con hipotermia. La recaudación de fondos no había bastado para mantener abierta la biblioteca y el lugar se había cerrado.
En 2009 Maggie había sido acusada de peligro público por hacer fuego en un edificio abandonado. Los agentes que la detuvieron le encontraron utensilios relacionados con el consumo de drogas.
En 2010 había sido detenida y acusada de ocupación ilegal de un inmueble y de posesión de heroína.
En 2011 fue arrestada por prostitución. Quizá Maggie Leigh era capaz de predecir el futuro, pero su talento sobrenatural no la había ayudado a mantenerse alejada de un policía vestido de paisano apostado en el vestíbulo del motel de Cedar Rapids. La condenaron a treinta días. Más tarde aquel mismo año las autoridades se hicieron de nuevo cargo de ella, pero esta vez no para llevarla a la cárcel, sino al hospital: presentaba síntomas de congelación. En el artículo se hablaba de su «condición» como algo «tristemente frecuente entre los sin techo de Iowa». Así se enteró Wayne de que Maggie Leigh estaba viviendo en la calle.
—Quiere ir a verla porque sabía que usted iba a venir y se lo dijo a mi madre —dijo por fin.
—Necesito verla porque sabía que yo estaba otra vez en la carretera y quería buscarme problemas —dijo Manx—. Y si no le digo unas cuantas cosas no podré estar seguro de que no va a causármelos. No es la primera vez que tengo que vérmelas con gente de esa calaña. Casi siempre que puedo evito a las personas como ella. Son siempre unas entrometidas.
—Gente como ella… ¿Bibliotecarios?
Manx rió.
—Te estás haciendo el listillo. Me alegra ver que empiezas a recuperar el sentido del humor. Lo que quiero decir es que hay otras personas, además de mí, con capacidad de acceder a los pensamientos secretos compartidos del mundo de los pensamientos —se llevó un dedo a la sien para señalar dónde residía aquel mundo—. Yo tengo al Espectro, y cuando estoy detrás del volante puedo encontrar el camino a las carreteras secretas que llevan a Christmasland. He conocido a otros que usan tótems para darle la vuelta a la realidad. Para amoldarla como la arcilla blanda que es. Estaba Craddock McDermott, quien afirmaba que su espíritu existía en su traje preferido. También el Hombre que Camina de Espaldas, dueño de un reloj horroroso que funciona al revés. ¡Más te vale no encontrarte con el Hombre que Camina de Espaldas en un callejón oscuro, niño! Está el Nudo Verdadero, que vive en la carretera y cuya actividad es muy parecida a la mía. Yo les dejo tranquilos y ellos me devuelven el favor haciendo lo propio. Y nuestra Maggie Leigh también tiene su propio tótem, que usa para entrometerse y espiar. Probablemente son esas fichas de Scrabble de que habla. Muy bien. Puesto que parece tan interesada en mí, creo que es de buena educación hacerle una visita. ¡Quiero conocerla, a ver si consigo curarle esa curiosidad suya!
Negó con la cabeza y a continuación rio. Aquel graznido ronco y cavernoso era la risa de un hombre viejo. Era posible que la carretera a Christmasland rejuveneciera su cuerpo, pero la risa de Manx no tenía arreglo.
Condujo en silencio. La línea amarilla discontinua tartamudeaba a la izquierda del coche.
Por fin suspiró y dijo:
—Si quieres que te diga la verdad, Wayne, casi todos los problemas que he tenido han empezado con una mujer. Margaret Leigh, tu madre y mi primera mujer están las tres cortadas por el mismo patrón y el Señor sabe que existen muchas más como ellas. ¿Sabes una cosa? Los momentos más felices los he vivido siempre libre de la influencia femenina. Cuando no he tenido que hacer concesiones. Los hombres pasan la mayor parte de sus vidas de mujer en mujer, obligados a serles de utilidad. Los hombres no pueden dejar de pensar en las mujeres, lo mismo que cuando estamos hambrientos no podemos dejar de pensar en un filete poco hecho. Cuando tienes hambre y hueles un filete en la parrilla se te encoge la garganta y eres incapaz de pensar otra cosa. Las mujeres lo saben y se aprovechan de ello. Establecen sus condiciones, igual que hacen las madres a la hora de cenar. Si no recoges tu habitación, te cambias de camiseta y te lavas las manos no puedes sentarte a la mesa. La mayoría de los hombres se sienten alguien si logran acomodarse a las exigencias de su mujer. Se sienten valiosos. Pero si eliminas a la mujer, entonces puedes recuperar algo de paz interior. Cuando no hay necesidad de estar negociando con alguien excepto contigo mismo y con otros hombres, tienes ocasión de saber quién eres de verdad. Y eso siempre es agradable.
—¿Por qué no se divorció de su primera mujer? —preguntó Wayne—. ¿Si no le gustaba?
—Entonces nadie hacía eso. A mí ni se me pasó por la cabeza. Lo que sí se me pasó fue marcharme. De hecho me fui un par de veces. Pero luego volví.
—¿Por qué?
—Me entraron ganas de comerme un filete.
Wayne preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Cuándo se casó usted la primera vez?
—¿Me estás preguntando cuántos años tengo?
—Sí.
Manx sonrió.
—Una cosa te voy a decir. En nuestra primera cita, Cassie y yo fuimos a ver una película muda. ¡Eso fue hace mucho tiempo!
—¿Qué película?
—Una alemana, de terror, aunque los intertítulos estaban en inglés. Durante las partes que daban miedo Cassie escondía la cara en mi hombro. Habíamos ido con su padre y, de no haber estado él allí, creo que Cassie se me habría subido al regazo. Entonces solo tenía dieciséis años, era una cosita agradecida, considerada y tímida. Así pasa con muchas mujeres. De jóvenes son una joya llena de posibilidades. Vibran de ganas de vivir y de deseo. Cuando se vuelven resentidas, en cambio, son como un pollo mudando, renunciando a la pelusa de la juventud a cambio de plumas negras. A menudo las mujeres pierden la ternura de sus primeros años del mismo modo que un niño pierde los dientes de leche.
Wayne asintió y se arrancó pensativo uno de los dientes superiores. Se llevó la lengua al agujero, del que manaba un hilo de sangre. Notaba como un nuevo diente empezaba a asomar donde había estado el otro, aunque no parecía tanto un diente como un anzuelo.
Se guardó el diente arrancado en el bolsillo del pantalón, con los otros. En las treinta y seis horas que llevaba en el Espectro había perdido ya cinco. No le preocupaba. Notaba como estaban a punto de salirle hileras de dientecillos nuevos.
—Luego mi mujer me acusó de ser un vampiro, lo mismo que tú —dijo Manx—. Dijo que era igual que el demonio de la primera película que habíamos visto, esa alemana. Dijo que estaba succionando la vida a nuestras dos hijas, que me estaba alimentando de ellas. Pero resulta que muchos años después ¡mis hijas siguen fuertes, felices y jóvenes y llenas de ganas de pasarlo bien! Así que si de verdad hubiera intentado chuparles la vida, me temo que no hice un buen trabajo. El caso es que durante unos cuantos años mi mujer me hizo tan desgraciado que sentía ganas de matarla, matarme yo y también a la niñas solo por acabar con todo de una vez. Ahora en cambio, cuando lo pienso me río. No tienes más que fijarte en la matrícula del coche. Cogí las horribles ideas que mi mujer tenía de mí y las transformé en un chiste. ¡Esa es la manera de sobrevivir! Tienes que aprender a reírte, Wayne. Siempre hay que encontrar la manera de divertirse. ¿Lo recordarás?
—Creo que sí —dijo Wayne.
—Me encanta esto —dijo Manx—. Los dos conduciendo de noche. Es perfecto. Y no me importa decirte que eres mejor compañía que Bing Partridge. Por lo menos tú no sientes la necesidad hacer una rima tonta con cualquier cosa —con voz aflautada y estridente Manx cantó—: Venga aquí, señoritinga, tóqueme un poco la minga —negó con la cabeza—. He hecho unos cuantos viajes largos con Bing y cada uno se me hizo más largo que el anterior. No te imaginas el alivio que supone estar con alguien que no se pasa el rato cantando tonterías o preguntándolas.
—¿Falta mucho para que comamos? —preguntó Wayne.
Manx dio una palmada al volante y rio.
—¡Me parece que he hablado demasiado deprisa porque esa, si no es una pregunta tonta, desde luego lo parece, joven Wayne! Te he prometido boniatos fritos y juro que los vas a tener. En el último siglo he llevado a más de cien niños a Christmasland y ni uno de ellos se ha muerto de hambre.
La cafetería donde servían boniatos fritos estaba a más de veinte kilómetros al oeste, era una construcción de estructura metálica acristalada situada en un aparcamiento del tamaño de un campo de fútbol. Farolas de vapor de sodio encaramadas en postes de nueve metros de altura proyectaban tal luz en el asfalto que parecía de día. El aparcamiento estaba lleno de camiones de alta cilindrada y por el parabrisas del coche Wayne vio que todos los taburetes de la barra estaban ocupados, como si fuera mediodía en lugar de medianoche.
El país entero estaba avisado sobre un viejo y un niño viajando en un Rolls-Royce Espectro, pero ni uno de los comensales del restaurante miró hacia fuera o reparó en ellos y a Wayne no le sorprendió. Había aceptado ya que la gente veía el coche, pero sin fijarse en él. Era como un canal de televisión que no retransmitiera más que electricidad estática, todo el mundo pasaba al siguiente. Manx aparcó en batería, de cara a uno de los laterales del edificio y a Wayne no se le ocurrió en ningún momento intentar saltar, gritar o golpear los cristales.
Por el parabrisas veía el interior del restaurante y a Manx abrirse paso entre la gente encorvada sobre de la barra. En el televisor situado encima de esta, unos coches de carreras daban vueltas a un circuito; después aparecía el presidente detrás de un podio, agitando el dedo y, por último, una rubia gélida hablando a un micrófono de pie de espaldas a un lago.
Wayne frunció el ceño. Aquel lago le sonaba. La cámara se acercó y entonces vio la casa alquilada en Winnipesaukee y coches de policía aparcados en la carretera que pasaba por delante. Dentro del restaurante, también Manx estaba pendiente del televisor con la cabeza echada hacia atrás para ver mejor.
Hubo otro cambio de plano y Wayne vio a su madre salir de la cochera subida a la Triumph. No llevaba casco y el pelo le flotaba alrededor de la cabeza mientras avanzaba directa hacia la cámara. El operador de esta no lograba apartarse a tiempo y su madre le hacía caer al pasar a su lado a toda velocidad. De camino al suelo, la cámara retransmitía planos nerviosos de cielo, hierba y grava.
Charlie Manx salió deprisa del restaurante, se sentó al volante y NOS4A2 regresó a la carretera.
Manx conducía con los ojos velados y las comisuras de la boca apretadas en una mueca forzada y desagradable.
—Me parece que nos hemos quedado sin boniatos fritos, ¿no? —dijo Wayne.
Pero Charlie Manx no dio señales de haberle oído.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La Casa del Sueño
NO TENÍA SENSACIÓN DE ESTAR HERIDA. NO LE DOLÍA NADA. El dolor vendría más tarde.
Tampoco tenía la impresión de haber despertado, no recordaba un momento concreto en el que hubiera recuperado la consciencia. En lugar de ello, partes de su cuerpo habían empezado, de mala gana, a encajar las unas con las otras. Fue una tarea larga y lenta, tan larga y tan lenta como arreglar la Triumph.
Se acordó de la Triumph antes incluso de recordar cómo se llamaba.
En alguna parte sonó un teléfono. Vic lo oyó claramente, el tintineo brusco y anticuado de una campanilla: una vez, dos, tres, cuatro. El sonido la devolvió al mundo pero se apagó antes de que Vic fuera consciente de estar despierta.
Tenía uno de los lados de la cara húmedo y frío. Estaba boca abajo en el suelo, con la cabeza vuelta hacia un lado y la mejilla en un charco. Notaba los labios secos y agrietados y no recordaba haber tenido nunca tanta sed. Lamió el agua, que sabía a tierra y a cemento, pero el charco era fresco y agradable. Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos.
Junto a la cara tenía una bota. Veía el relieve de caucho negro en la suela y un cordón suelto. Llevaba una hora viendo aquella bota de forma intermitente, reparando en ella y olvidándola en cuanto volvía a cerrar los ojos.
Era incapaz de decir dónde estaba. Suponía que debía levantarse y averiguarlo. Pensó que había muchas posibilidades de que los fragmentos cuidadosamente unidos de su cuerpo se deshicieran una vez más en polvo brillante si lo intentaba, pero no veía otra opción. Tenía la impresión de que nadie iba a acudir en su ayuda, al menos por el momento.
Había tenido un accidente. ¿En la moto? No, estaba en un sótano. Veía las paredes de cemento sucio, desconchadas en algunas partes de manera que se distinguía la piedra detrás. También percibía un ligero olor a sótano, parcialmente oscurecido por otros olores. Un fuerte hedor a metal quemado y un tufo a materia fecal, como en una letrina abierta.
Apoyó las manos en el suelo y se incorporó hasta quedar de rodillas.
No le dolía tanto como se había temido. Sentía molestias en las articulaciones, en la zona lumbar, en el culo, pero eran un dolor como el que causa una gripe, no dolor de huesos rotos.
Entonces le vio y lo recordó todo de golpe. Su huida del lago Winnipesaukee, el puente, la iglesia en ruinas, el individuo llamado Bing que había intentado gasearla y violarla.
El Hombre Enmascarado estaba seccionado en dos trozos conectados por un único jirón de vísceras y grasa. La parte de arriba estaba en el pasillo y las piernas, dentro de la puerta, las botas muy cerca de donde había estado tumbada Vic.
La bombona de sevoflurano se había partido, pero Bing tenía aún en la mano el regulador de presión de la parte superior, unido a un trozo de la misma: una cúpula en forma de casco con pinchos de metal torcido. Bing era lo que hedía a fosa séptica rota, posiblemente porque la fosa séptica de su interior se había roto. Vic podía olerle los intestinos.
La habitación parecía torcida, cambiada de sitio. Vic se mareó mientras la inspeccionaba como si se hubiera puesto en pie demasiado deprisa. La cama estaba volcada de manera que se veía la parte de abajo, los muelles y las patas. El fregadero se había desprendido de la pared y colgaba formando un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al suelo, sujeto solo por dos cañerías que se habían soltado de las abrazaderas. Por una junta rota borboteaba agua que formaba un charco en el suelo. Vic pensó que, de haber seguido durmiendo, era muy posible que se hubiera ahogado.
Le llevó algo de tiempo ponerse de pie. La pierna izquierda se negaba a estirarse y cuando lo hizo la punzada de dolor fue tan intensa que tuvo que tomar aire con los dientes apretados. La rodilla presentaba hematomas en distintos tonos de azul y verde. Vic no se atrevía a forzarla, pues sospechaba que cedería ante la más mínima presión.
Dio un último vistazo a su alrededor igual que el visitante de un museo del sufrimiento a la sala de los horrores. No, aquí no hay nada más que ver. Pasemos a la siguiente sala, señores. Allí tenemos unas piezas de lo más interesante.
Pasó entre las piernas del Hombre Enmascarado y luego por encima de este, con cuidado de que no se le enredara un pie en el amasijo de vísceras. La imagen era tan irreal que ni siquiera le daba asco.
Después sorteó la parte superior del cuerpo. No quería verle la cara y mantuvo los ojos apartados. Pero cuando dio dos pasos para marcharse por donde había venido no lo pudo evitar y miró por encima del hombro.
El Hombre Enmascarado tenía la cabeza vuelta hacia un lado. Las pupilas claras estaban dilatadas de sorpresa. El respirador de la máscara se le había encajado en la boca abierta, una mordaza hecha de plástico negro derretido y tela calcinada.
Vic echó a andar por el pasillo y fue como atravesar la cubierta de un barco a punto de naufragar. No hacía más que caerse hacia la derecha y tuvo que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio. Pero al pasillo no le ocurría nada. Vic era la embarcación con peligro de volcar, de ahogarse en un torbellino de oscuridad. Por un momento se olvidó y apoyó todo el peso en la pierna izquierda. De inmediato la rodilla se dobló y tuvo que alargar un brazo y buscar algo a lo que sujetarse. La mano encontró el busto de Jesucristo, con uno de los lados de la cara quemado y cubierto de ampollas. El busto estaba encima de un estante lleno de publicaciones pornográficas. Jesús le sonreía lascivo y cuando Vic apartó la mano vio que estaba manchada de ceniza. DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS.
No volvería a olvidarse de que no debía apoyar la pierna. De repente le vino una idea a la cabeza, no del todo inteligible. Gracias a Dios que es una moto inglesa.
Al llegar a las escaleras se le enredó un pie en un montículo de bolsas de basura, un bulto envuelto en plástico, y tropezó y cayó sobre él por segunda vez. Había aterrizado sobre el mismo montón de bolsas de basura cuando el Hombre Enmascarado la empujó escaleras abajo; habían amortiguado su caída y muy probablemente la habían salvado de partirse el cuello o el cráneo.
El bulto pesaba y estaba frío, pero no completamente rígido. Vic supo lo que había debajo del plástico. Reconoció el saliente de la cadera y el pecho plano. No quería ni ver ni saber, pero aun así rompió el plástico. El cadáver estaba envuelto con papel film a modo de mortaja y sujeto firmemente con cinta de embalar.
El olor que desprendía no era hedor a podredumbre pero era, en cierto modo, peor: la empalagoso fragancia del pan de jengibre. El hombre del interior era delgado y probablemente había sido guapo alguna vez. Más que descompuesto estaba momificado, con la piel arrugada y amarillenta y los ojos hundidos en las cuencas. Tenía los labios separados como si hubiera muerto mientras profería un grito, aunque eso podía ser efecto de la piel al encogerse y retraerse, dejando los dientes al descubierto.
Vic dejó escapar un suspiro que era casi un sollozo. Apoyó una mano en el frío rostro del hombre.
—Lo siento —le dijo.
No podía evitarlo, necesitaba llorar. Nunca había sido lo que se dice una mujer llorona, pero en determinadas situaciones las lágrimas eran la única respuesta razonable. Llorar era, en cierto modo, un lujo; los muertos no sentían las pérdidas, no lloraban por nadie ni por nada.
Acarició de nuevo la mejilla del hombre y le tocó los labios con el pulgar. Fue entonces cuando vio el papel, hecho una bola dentro de su boca.
El hombre muerto la miraba suplicante. Vic dijo:
—De acuerdo, amigo —y le sacó el papel de la boca.
No le dio asco. A aquel hombre le había llegado la muerte allí, se había enfrentado a ella solo, habían abusado de él, le habían hecho daño y después lo habían desechado. Fuera lo que fuera que quisiera decirle, Vic quería oírlo. Aunque fuera demasiado tarde ya para hacer algo por él.
La nota estaba emborronada a lápiz con mano temblorosa en un trozo de papel de envolver regalos de Navidad.
Tengo la cabeza lo bastante clara para escribir. El primer momento en días. Esto es lo fundamental:
Soy Nathan Demeter de Brandenburg, Kentucky
• Me ha secuestrado Bing Partridge
• Trabaja para un hombre llamado Manks
• Tengo una hija, Michelle, hermosa y buena. Gracias a Dios el coche me cogió a mí y no a ella. Asegúrense de que lea esto:
Te quiero, hija. No puede hacerme mucho daño porque cuando cierro los ojos pienso en ti.
No pasa nada porque llores, pero tampoco renuncies a la risa.
No renuncies a ser feliz.
Necesitas las dos cosas. Yo las tuve.
Te quiero, peque. Tu padre
Vic leyó la nota sentada junto al hombre muerto y tuvo buen cuidado de no mancharla con sus lágrimas.
Transcurrido un rato, se secó la cara con el dorso de las manos. Miró hacia las escaleras. Recordar cómo había bajado por ellas le producía un mareo breve pero intenso. Le asombraba haber caído y sobrevivido. Bajar había sido mucho más rápido de lo que iba a ser subir. La rodilla izquierda le dolía ahora muchísimo, punzadas de dolor blanco al ritmo de su pulso.
Pensaba que disponía de todo el tiempo del mundo para conseguir subir las escaleras, pero a medio camino el teléfono volvió a sonar. Se detuvo y escuchó el brusco campanilleo del timbre. Entonces empezó a subir a la pata coja, agarrándose a la barandilla y sin apenas apoyar el pie izquierdo en el suelo. Soy capitán, soy capitán. De un barco inglés, de un barco inglés, cantaba una vocecilla de niña en su cabeza, entonando una rima infantil que Vic no había oído en décadas.
Llegó hasta el último peldaño y al cruzar la puerta se encontró una luz del sol cegadora, abrumadora. El mundo resplandecía de tal manera que Vic se mareó. El teléfono volvió a sonar, era el tercer o el cuarto timbrazo. El que llamaba debía de estar a punto de desistir.
Descolgó el teléfono negro sujeto a la pared justo a la derecha de la puerta del sótano. Con la mano izquierda se apoyaba en el marco de la puerta, consciente solo a medias de que aún tenía en la mano la nota de Nathan Demeter. Se llevó el auricular a la oreja.
—Por Dios bendito, Bing —dijo Charlie Manx—. ¿Dónde te habías metido? Te he llamado no sé cuántas veces. Estaba empezando a pensar que igual habías hecho alguna locura. Que no vengas conmigo no es el fin del mundo. Quizá haya más ocasiones, y mientras tanto puedes hacer muchas cosas por mí. Para empezar, podrías darme las últimas noticias sobre nuestra buena amiga la señora McQueen. Hace un rato he visto en las noticias que se ha marchado en moto de su casita de New Hampshire y ha desaparecido. ¿Has sabido algo de ella? ¿Qué crees que ha estado haciendo?
Vic tragó aire y lo soltó despacio.
—Pues ha estado de lo más ocupada —dijo—. Lo último que ha hecho ha sido ayudar a Bing a redecorar su sótano. Me pareció que necesitaba un toque de color, así que he pintado las paredes de color hijo de puta muerto.
***
MANX ESTUVO CALLADO EL TIEMPO JUSTO PARA QUE VIC SE preguntara si había colgado. Se disponía a decir su nombre, a comprobar si seguía al teléfono, cuando Manx volvió a hablar:
—Recórcholis —dijo—. ¿Me estás diciendo que el bueno de Bing ha muerto? Siento oírlo. La última vez que nos vimos discutimos y ahora me siento mal. En muchos sentidos no era más que un niño. Supongo que hizo algunas cosas espantosas, ¡pero no puedo culparle! ¡No sabía que estaban mal!
—Cállate ya con lo de Bing y escúchame. Quiero a mi hijo y voy a recuperarle, Manx. Voy a por él y no te gustará estar ahí cuando le encuentre. Así que para el coche. Dondequiera que estés, para el coche. Deja a mi hijo en la carretera sin hacerle daño. Dile que me espere y que su madre llegará antes de que se dé cuenta. Haz eso y no tendrás que lamentar que vaya a buscarte. Te dejaré marchar. Consideraré que estamos en paz.
No sabía lo que quería decir con eso, pero sonaba bien.
—¿Cómo has llegado a la casa de Bing Partridge, Victoria? Eso es lo que quiero saber. ¿Ha sido como la otra vez en Colorado? ¿Has ido en tu puente?
—¿Está Wayne herido? ¿Se encuentra bien? Quiero hablar con él. Ponle al teléfono.
—La gente que está en el infierno siempre pide agua con hielo. Contesta a mis preguntas y entonces veré si contesto yo a las tuyas. Dime cómo has llegado hasta la casa de Bing y veré lo que puedo hacer.
Vic comenzaba a temblar violentamente, a medida que empezaba a notar los efectos de la conmoción sufrida.
—Primero dime si está vivo. Que Dios te ayude si no lo está. Si no está vivo, Manx, si no está vivo, lo que le he hecho a Bing no va ser nada comparado con lo que te voy a hacer a ti.
—Está muy bien. Es un niño de lo más encantador. Y no te voy a decir nada más. Explícame cómo has llegado hasta la casa de Bing. ¿Ha sido en la moto? En Colorado era una bicicleta. Pero supongo que has cambiado de medio de transporte. ¿Y te ha llevado la moto nueva hasta el puente? Contesta y te dejaré hablar con él.
Vic intentó decidir qué decir, pero no se le ocurría ninguna mentira y no estaba segura tampoco de qué importancia tenía que Manx se enterara.
—Sí, he cruzado el puente y he llegado hasta aquí.
—Ya veo —Manx—. Así que te has hecho con otro bólido infernal, una moto con una marcha extra, ¿no? Pero no te ha traído hasta mí, sino que te ha llevado a la Casa del Sueño. Y creo que sé por qué. Yo también tengo un vehículo con marchas extra y sé algo sobre cómo funcionan. Estas cosas también tienen su truco —hizo una pausa y luego siguió—: Me dices que pare el coche y deje a tu hijo en la carretera. Que enseguida estarás allí para recogerle. El puente solo puede llevarte a un punto fijo, ¿verdad? Tiene sentido. Después de todo, es un puente. Los dos extremos tienen que estar apoyados en algo, aunque solo sean dos ideas fijas.
—Mi hijo —dijo Vic—. Quiero oír su voz. Me lo has prometido.
—Y lo prometido es deuda —dijo Manx—. Aquí lo tienes, Vic, Aquí está tu hombrecito.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Tienda de fuegos artificiales Shoot the Moon, Illinois
EN LA LUZ POLVORIENTA DE LAS PRIMERAS HORAS DE LA TARDE el señor Manx sacó el Espectro de la carretera y lo aparcó en la puerta de una tienda de fuegos artificiales. El lugar se anunciaba mediante un letrero que mostraba una luna dilatada y furiosa con un cohete clavado en un ojo, del que sangraba fuego. Wayne se rio solo al verlo, se rio y estrujó el adorno de Navidad en forma de luna.
La tienda era un único edificio alargado con un palenque para atar los caballos. A Wayne se le ocurrió entonces que quizá habían vuelto al oeste, donde había pasado la mayor parte de su vida. Algunos sitios del norte del país tenían palenque, para darles un aspecto rústico, pero cuando ibas hacia el oeste veías montículos de bosta seca no lejos de los postes y entonces sabías que estabas en territorio vaquero. Aunque últimamente muchos de esos vaqueros conducían todoterrenos y escuchaban a Eminem.
—¿Hay caballos en Christmasland? —preguntó.
—Hay renos —dijo Manx—. Renos blancos y domesticados.
—¿Se puede montar en ellos?
—¡Puedes darles de comer con la mano!
—¿Qué comen?
—Lo que les des. Paja. Azúcar. Manzanas. Les gusta todo.
—¿Y son todos blancos?
—Sí, y no se les ve muy a menudo, porque es difícil distinguirlos entre la nieve. Christmasland siempre está nevada.
—¡Pues podíamos pintarlos! —exclamó Wayne emocionado con la idea—. Así se les vería mejor.
Últimamente se le ocurrían unas ideas de lo más emocionantes.
—Sí —dijo Manx—. Puede ser divertido.
—Pintarlos de rojo. Renos rojos. Como los coches de bomberos.
—Eso sería de lo más festivo.
Wayne sonrió al imaginar a un reno esperando pacientemente mientras le aplicaba una capa de pintura roja hasta dejarlo del color de una manzana de caramelo. Se pasó la lengua por sus nuevos y puntiagudos dientes considerando las distintas posibilidades. Decidió que, cuando llegara a Christmasland, les haría un agujero a los dientes viejos, los ensartaría en un cordel y los llevaría a modo de collar.
Manx se inclinó hacia la guantera, la abrió y sacó el teléfono de Wayne. Lo había usado varias veces aquella mañana. Wayne sabía que estaba llamando a Bing Partridge sin obtener respuesta. El señor Manx nunca dejaba mensajes.
Miró por la ventana. Un hombre salía de la tienda de fuegos artificiales con una bolsa. Iba de la mano de una niña pequeña y rubia que brincaba a su lado. Sería divertido pintar a una niña de rojo chillón. Quitarle la ropa, sujetarla y pintar su cuerpo escurridizo y tenso. Pintarla de arriba abajo. Para hacerlo bien, habría que afeitarle ese pelo. Wayne se preguntó qué podría hacerse con un saco lleno de pelo rubio. Tenía que haber algo.
—Por Dios bendito, Bing —dijo el señor Manx—. ¿Dónde te has metido?
Abrió la puerta y salió al aparcamiento.
La niña y su padre se subieron a su ranchera y esta dio marcha atrás sobre la grava. Wayne saludó. La niña pequeña le vio y le devolvió el saludo. Jo, tenía un pelo maravilloso. Con aquel pelo dorado y sedoso se podía hacer una cuerda de más de un metro. Se podía hacer una soga dorada y sedosa y ahorcarla con ella. ¡Qué pasada de idea! Wayne se preguntó si alguien se habría ahorcado alguna vez utilizando su propio pelo.
Manx estuvo en el aparcamiento un rato, hablando por teléfono. Al caminar las botas levantaban nubes de tiza en el suelo de tierra blanca.
Se abrió el pestillo de la puerta situada detrás del asiento del conductor. Manx la abrió y se asomó dentro.
—Wayne, ¿te acuerdas que ayer te dije que si te portabas bien podrías hablar con tu madre? ¡No soportaría que pensaras que Charlie Manx es un hombre que no cumple su palabra! Aquí la tienes. Quiere saber qué tal estás.
Wayne cogió el teléfono.
—¿Mamá? —dijo—. Mamá, soy yo. ¿Cómo estás?
Escuchó silbidos y crujidos y luego la voz de su madre.
—Wayne.
—Aquí estoy. ¿Me oyes?
—Wayne —repitió su madre—. ¡Wayne! ¿Estás bien?
—¡Sí! —dijo—. Hemos parado a comprar fuegos artificiales. El señor Manx me va a comprar unas bengalas y a lo mejor también un cohete pequeño. ¿Estás bien? Parece que estás llorando.
—Te echo de menos. Quiero estar contigo, Wayne. Necesito que vuelvas, así que voy a ir a buscarte.
—Ah, vale —dijo—. Se me ha caído un diente. Bueno, en realidad unos cuantos. Mamá, ¡te quiero! No pasa nada, estoy bien. ¡Nos estamos divirtiendo mucho!
—Wayne, no estás bien. Te está haciendo algo. Se está metiendo en tu cabeza. Tienes que pararle. Tienes que resistirte. No es una buena persona.
Wayne notó un cosquilleo nervioso en el estómago. Se pasó la lengua por sus dientes nuevos y puntiagudos con forma de anzuelo.
—Me va a regalar fuegos artificiales —dijo de mala gana.
Llevaba toda la mañana pensando en fuegos artificiales, en agujerear la noche con cohetes, en incendiar el cielo. Le gustaría que fuera posible prender fuego a las nubes. ¡Eso sí que estaría bien! Ver trozos de nube caer del cielo dejando una estela de humo negro.
—Ha matado a Hooper, Wayne —le dijo su madre y fue como recibir una bofetada. Wayne dio un respingo—. Hooper murió defendiéndote. Tienes que pelear.
Hooper. Wayne tenía la impresión de llevar siglos sin pensar en él. Ahora lo recordaba, sin embargo, con sus ojos grandes, tristes y atentos en su cara de yeti canoso. Recordó su mal aliento, su pelo sedoso y cálido, su alegría estú… Y había muerto. Le había mordido al Hombre Enmascarado en el tobillo y entonces el señor Manx… Entonces el señor Manx…
—Mamá —dijo de repente—. Creo que estoy enfermo, mamá. Me parece que me han envenenado.
—Ay, cariño —su madre lloraba de nuevo—. Cariño, resiste. Sé fuerte. Enseguida voy a buscarte.
A Wayne le escocían los ojos y por un momento el mundo a su alrededor se volvió borroso y doble. Las ganas de llorar le sorprendieron. Después de todo no se sentía triste, era más bien como el recuerdo de la tristeza.
Dile algo que la ayude, pensó. Y después volvió a pensarlo, solo que esta vez más despacio y al revés. Ayude. Algo. Dile.
—He visto a la abuela Lindy —soltó de repente—. En un sueño. Hablaba raro, pero intentaba decirme algo sobre resistir. Solo que es difícil. Como intentar levantar una roca con una cuchara.
—Fuera lo que fuera —dijo su madre—, intenta hacerlo.
—Sí, lo intentaré, mamá. Oye, mamá, otra cosa —dijo con voz repentinamente apremiante—. Vamos a…
Pero Manx metió un brazo en el coche y le quitó a Wayne el teléfono de la mano. Tenía el rostro largo y descarnado de color rojo y a Wayne le pareció ver humillación en sus ojos, como si hubiera perdido una mano de cartas que esperaba ganar.
—Ya está bien de cháchara —dijo el señor Manx con una voz alegre que no se correspondía con la expresión furibunda de sus ojos, y le cerró la puerta en la cara a Wayne.
En cuanto se hubo cerrado la puerta del coche fue como si se cortara una corriente eléctrica. Wayne se abandonó en el cuero mullido; estaba cansado, tenía el cuello rígido y le latían las sienes. Se dio cuenta de que estaba disgustado. La voz de su madre, el sonido de su llanto, el recuerdo de Hooper mordiendo hasta morir le preocuparon y le hicieron sentirse indispuesto.
Me están envenenando, pensó. Envenenando están me. Se tocó el bolsillo delantero, palpó el bulto que formaban todos los dientes que había perdido y pensó en envenenamiento por radiación. Me están radiando, pensó. Lo de «radiando» era una palabra cómica, que te traía a la cabeza moscas gigantes en películas en blanco y negro, de esas que solía ver con su padre.
Se preguntó qué les pasaría a las hormigas dentro de un microondas. Supuso que simplemente acabarían fritas; no parecía probable que crecieran de tamaño. ¡Pero era imposible saberlo si no hacías la prueba! Acarició el adorno navideño en forma de luna mientras imaginaba hormigas saltando en el horno como palomitas. Le parecía recordar que había tenido una idea, algo sobre intentar pensar al revés, pero no conseguía retenerla en la cabeza. No era nada divertida.
Para cuando Manx volvió al coche Wayne sonreía de nuevo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, pero Manx había terminado de hablar por teléfono y había entrado en la tienda de fuegos artificiales. Llevaba una delgada bolsa de papel marrón de la cual asomaba un tubo verde y largo envuelto en celofán. Las etiquetas a ambos lados del tubo lo identificaban como AVALANCHA DE ESTRELLAS. ¡EL REMATE PERFECTO PARA UNA NOCHE PERFECTA!
Manx le miró desde el asiento delantero con los ojos un poco saltones y los labios esbozando una mueca de desilusión.
—Te he comprado bengalas y un cohete —le dijo—. Pero que los encendamos o no está por ver. Estoy convencido de que has estado a punto de contarle a tu madre que íbamos de camino a ver a Maggie Leigh. Eso habría estropeado toda la diversión que tengo planeada. Así que no estoy seguro de que deba molestarme en que tú lo pases bien cuando pareces empeñado en negarme todos mis placeres.
Wayne dijo:
—Me duele mucho la cabeza.
Manx movió furioso la cabeza, cerró de un portazo y condujo fuera del polvoriento aparcamiento levantando una nube de humo marrón. Estuvo unos cuantos kilómetros en malhumorado silencio pero, no lejos de la frontera con Iowa, un grueso erizo intentaba cruzar la carretera y Manx lo atropelló con un golpe seco. El sonido fue tan fuerte e inesperado que Wayne no lo pudo evitar y estalló en carcajadas. Manx se volvió a mirarle y le regaló una sonrisa cálida, aunque reacia. Después encendió la radio, ambos se pusieron a cantar a coro A Belén pastores y la cosa mejoró.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La Casa del Sueño
MAMÁ, OTRA COSA. VAMOS A… —DIJO WAYNE.
Pero entonces Vic oyó un repiqueteo, un ruido hueco y otro sordo, de una puerta cerrándose.
—Ya está bien de cháchara —dijo el señor Manx con su voz risueña de pregonero de carnaval—. Este hombrecito ha vivido muchas cosas últimamente y no quiero que se altere.
Vic se echó a llorar. Apoyó un puño contra la encimera de la cocina y lloró pegada al teléfono.
El niño que había oído al otro lado de la línea hablaba con la voz de Wayne… pero no era Wayne. No exactamente. Había en él una somnolencia, una actitud ausente y una distancia, no solo respecto a la situación, sino respecto al niño serio y contenido que había sido siempre. Solo había vuelto a ser él al final, después de que Vic le recordara lo de Hooper. Entonces, por un momento, había parecido confuso y asustado, pero él mismo. También parecía drogado, como alguien que acaba de salir de una larga anestesia.
El coche le estaba anestesiando de alguna manera. Anestesiándole mientras le robaba su esencia, su wayneidad, y dejaba solo algo, una criatura, feliz e incapaz de pensar. Un vampiro, supuso, como Brad McCauley, aquel niñito frío que había intentado matarla en la casa al norte de Gunbarrel muchos años atrás. Se le estaba ocurriendo una teoría que le daba miedo desarrollar, de la que tenía que huir o de lo contrario se pondría a gritar.
—¿Estás bien, Victoria? ¿Prefieres que te llame en otro momento?
—Le estás matando —le dijo—. Se está muriendo.
—¡Nunca ha estado tan vivo! Es un niño estupendo. ¡Nos llevamos de maravilla, como Butch Cassidy y Sundance Kid! Puedes estar segura de que le estoy tratando bien. De hecho te prometo que no voy a hacerle daño. En mi vida le he hecho daño a un niño. Aunque nadie lo diría, después de todas las mentiras que has ido contando sobre mí. He dedicado mi vida entera a ayudar a los niños, pero tú le has dicho a todo el mundo que soy un asaltacunas. Estaría en mi derecho, por tanto, a hacerle cosas terribles a tu hijo. No haría más que justificar los embustes que has contado sobre mí. Me gusta estar a la altura de mi leyenda. Pero ser malo con los niños no está en mi naturaleza —hizo una pausa y luego continuó—: Los adultos, en cambio, son otra cosa.
—Suéltale. Por favor, suéltale. No tiene nada que ver en esto, lo sabes perfectamente. Lo que quieres es vengarte de mí. Lo entiendo. Aparca en algún sitio. Aparca y espérame. Usaré el puente y os encontraré. Podemos hacer un trato. Si le dejas salir del coche entraré yo y podrás hacer conmigo lo que quieras.
—Tendrías que compensarme, pero mucho, mucho. Le dijiste al mundo entero que te había violado. No me sabe bien estar acusado de algo que no he tenido ocasión de disfrutar.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Eso te haría feliz?
—¿Violarte? ¡Por Dios no! Solo estoy poniéndome truculento. No entiendo esa clase de depravaciones. Soy consciente de que a muchas mujeres les gusta que les den unos azotes y las insulten durante el acto sexual, pero eso es solo diversión. Sin embargo ¿tomar a una mujer en contra de su voluntad? ¡De eso nada! Puede que no me creas, pero yo tengo hijas. Aunque, si te digo la verdad, a veces creo que tú y yo hemos empezado esta relación con mal pie. Y lo siento. Nunca hemos tenido ocasión de conocernos. ¡Estoy seguro de que te habría gustado de habernos conocido en otras circunstancias!
—Y una mierda —dijo Vic.
—¡Pues no es tan descabellado! He estado casado dos veces y casi nunca me ha faltado la compañía femenina. Así que algo bueno debo de tener.
—Pero ¿se puede saber de qué coño hablas? ¿Me estás pidiendo una puta cita?
Manx silbó.
—Ay esa boca… Harías sonrojar hasta al más vulgar estibador. Teniendo en cuenta cómo ha ido tu primera cita con Bing Partridge, supongo que será mejor para mi salud a largo plazo conformarme con que hablemos. Ahora que lo pienso, nuestros dos primeros encuentros no fueron lo que se dice románticos. Tú sí que sabes tratar a un hombre, Victoria —rio de nuevo—. Me has cortado, has mentido sobre mí, me has metido en la cárcel. Eres peor que mi primera mujer. Y sin embargo… tienes algo que le impulsa a uno a volver a por más. ¡Sabes hacerte la interesante!
—Voy a decirte una cosa interesante. Es esta: no puedes conducir eternamente. Tarde o temprano tendrás que parar. Tarde o temprano te pararás en alguna parte para cerrar un rato los ojos. Y cuando los abras yo estaré ahí. Tu amigo Bing ha sido coser y cantar, Charlie. Soy una zorra cruel y degenerada. Te voy a quemar vivo en tu coche y me voy a llevar a mi hijo.
—Estoy seguro de que lo intentarás, Victoria—. Pero, ¿te has parado a pensar en lo que vas a hacer si nos alcanzas y tu hijo no quiere irse contigo?
Fin de la comunicación.
***
Después de que Manx colgara, Vic se dobló jadeando como si acabara de disputar una carrera larga y reñida. Su llanto era rabioso, algo tan físico y agotador como vomitar. Una parte de ella quería coger el auricular y estrellarlo contra la pared, pero otra parte, más serena, la frenó.
Si vas a ponerte furiosa, usa tu furia, oyó decirle a su padre. Úsala y no dejes que te domine ella a ti.
¿Le había dicho su padre algo así alguna vez? No lo sabía, solo que había oído su voz en el interior de su cabeza.
Cuando terminó de llorar le escocían los ojos y le ardía la cara. Echó a andar hacia el fregadero, notó algo tirante en la mano y se dio cuenta de que seguía teniendo el auricular, que estaba unido al teléfono por un cable negro largo y en espiral.
Lo colgó y se quedó mirando el disco giratorio. Se sentía vacía y dolorida pero, ahora que se le habían pasado las ganas de llorar, también sentía, por primera vez en días, una especie de paz, muy parecida a la que experimentaba cuando trabajaba en las ilustraciones de Buscador.
Había llamadas que hacer. Decisiones que tomar.
En los rompecabezas de Buscador siempre había un montón de información visual superflua, un montón de interferencias. El primer libro terminaba en una nave espacial alienígena. Buscador tenía que encontrar su camino a través de una sección trasversal de la nave, esquivando varios interruptores autodestructivos por el camino hasta llegar a la cápsula de salida. Entre él y la libertad había láseres, puertas cerradas, zonas de radiación y extraterrestres furiosos con aspecto de gigantescos cuadrados hechos de gelatina de coco. A los adultos les costaba más que a los niños, y Vic se había ido dando cuenta poco a poco de que eso se debía a que las personas mayores siempre intentaban identificar la salida, lo que resultaba difícil debido a la sobreabundancia de información. Había demasiado que ver, demasiado en qué pensar. Los niños en cambio no intentaban ver el puzle en su conjunto, sino que hacían como si ellos fueran Buscador, el protagonista de la historia, dentro del laberinto, e iban mirando solo aquello que él veía, avanzando paso a paso. Vic había llegado a la conclusión de que la diferencia entre la infancia y la edad adulta era la diferencia entre imaginación y resignación. Sustituías una por otra y perdías el sentido de la orientación.
Ahora se daba cuenta —por fin— de que en realidad no necesitaba encontrar a Manx. Eso era tan imposible como tratar de alcanzar una flecha con otra flecha. Manx creía—porque Vic se lo había hecho creer— que intentaría usar el puente para alcanzarle. Pero no hacía falta. Sabía adónde iba Manx. Sabía dónde necesitaba ir. Y Vic podía ir también en cuanto quisiera.
Pero se estaba adelantando. Christmasland estaba al final del camino, tanto real como figurado.
Necesitaba estar preparada para pelear cuando volviera a ver a Manx. Pensaba que tendría que matarle y necesitaba saber cómo hacerlo. Pero además estaba la cuestión de Wayne. Necesitaba saber si Wayne seguiría siendo él mismo para cuando ella llegara a Christmasland, si lo que le estaba ocurriendo era irreversible.
Vic sabía quién podría decirle algo sobre Wayne y también quién podría ayudarla a pelear e incluso proporcionarle las armas necesarias para amenazar a la única cosa que, obviamente importaba a Manx. Estas dos personas serían dos escalas en el camino e iría a verlas a su debido tiempo. Pronto.
Pero antes que nada había una chica llamada Michelle Demeter que había perdido a su padre y necesitaba saber lo que había sido de él. Ya había pasado demasiado tiempo sin información.
Echó un vistazo a la luz que entraba por la ventana y calculó que debía de ser la última hora de la tarde. El cielo era una bóveda color azul intenso; la tormenta que se acercaba cuando llegó debía de haber pasado ya. Si alguien había oído la explosión de la bombona de sevoflurano que había partido a Bing Partridge en dos, seguramente la había tomado por un trueno. Vic suponía que había estado inconsciente tres horas, quizá cuatro. Echó un vistazo a los sobres apilados sobre la encimera de la cocina. El correo del Hombre Enmascarado estaba dirigido a:
Aquello iba a ser complicado de explicar. Cuatro horas no bastaban para llegar hasta Pensilvania desde New Hampshire, ni siquiera con el acelerador a fondo todo el camino. Entonces cayó en la cuenta de que no tenía por qué explicar nada. Que otros se ocuparan de las explicaciones.
Marcó. Se sabía el número de memoria.
—¿Sí? —dijo Lou.
No había estado segura de si sería él quién contestara, había esperado a Hutter. O quizá al otro, al policía feo con cejas pobladas y canas, Daltry. Así podría decirle dónde encontrar su mechero.
Oír la voz de Lou le hizo flaquear, dejándola indecisa por un momento. Sintió que nunca le había querido como se merecía y que, en cambio, él siempre la había querido a ella más de lo que se merecía.
—Soy yo —dijo—. ¿Nos están escuchando?
—Joder, Vic —dijo Lou—. ¿Tú qué crees?
Tabitha Hutter irrumpió en la línea y en la conversación y dijo:
—Estoy aquí, Vic. Nos tiene bastante preocupados. ¿Quiere explicarme por qué ha salido corriendo?
—He salido a buscar a mi hijo.
—Sé que hay cosas que no me ha contado. Cosas que a lo mejor le da miedo contarme. Pero necesito oírlas, Vic. No tengo ni idea de qué ha estado haciendo estas últimas veinticuatro horas, pero estoy segura de que pensaba que tenía que hacerlo. Estoy segura de que pensaba que era lo correcto…
—¿Veinticuatro horas? ¿Qué quiere decir con eso de veinticuatro horas?
—Es el tiempo que llevamos buscándola. Se ha esfumado usted como por arte de magia. Algún día tendremos que hablar de cómo lo ha conseguido. ¿Por qué no me dice dónde…?
—¿Han pasado veinticuatro horas? —exclamó de nuevo Vic. La idea de haber perdido un día entero le parecía, en cierto modo, tan increíble como la de un coche que en vez de gasolina sin plomo usara almas humanas como combustible.
Hutter dijo con tono paciente:
—Vic, quiero que se quede donde está.
—No puedo.
—Tiene que…
—No. Cállese y escuche. Tienen que localizar a una chica que se llama Michelle Demeter. Vive en Brandenburg, Kentucky. Su padre lleva un tiempo desaparecido. Seguramente está loca de preocupación. Pues el padre está aquí. Abajo, en el sótano. Está muerto. Lleva muerto unos cuantos días, creo. ¿Lo ha entendido?
—Sí, voy…
—Y hagan el favor de tratarlo bien y no meterle simplemente en un cajón de una puta morgue. Que alguien se quede con él hasta que llegue su hija. Ya ha estado solo bastante tiempo.
—¿Qué le ha pasado?
—Lo mató un hombre llamado Bing Partridge. Bing era el tipo con la careta antigás que me disparó. Ese que pensaban que no existía. Trabajaba con Manx. Creo que tienen un largo historial juntos.
—Vic. Charlie Manx está muerto.
—No lo está. Yo le he visto y Nathan Demeter también. Demeter confirmará mi versión de los hechos.
—Vic —dijo Hutter—. Acaba de decirme que Demeter está muerto. ¿Cómo va entonces a respaldar su versión? Quiero que vaya más despacio, ¿de acuerdo? Ha pasado por muchas cosas. Creo que ha tenido…
—No he perdido el contacto con la realidad, joder. No he estado teniendo conversaciones imaginarias con un muerto. Demeter dejó una nota. Una nota en la que nombra a Manx. Lou, ¿sigues ahí?
—Sí, Vic, aquí estoy. ¿Estás bien?
—Esta mañana he hablado con Wayne, Lou. Está vivo. Está vivo y voy a buscarle.
—Joder —dijo Lou su voz se volvió ronca por la emoción y Vic supo que estaba intentando no llorar—. Joder. ¿Qué te ha dicho?
—No le han hecho daño.
—Victoria —dijo Hutter—. ¿Cuándo…?
—¡Espere un segundo! —gritó Lou—. Vic, tía, no puedes ir sola. No puedes cruzar sola ese puente.
Vic se preparó como si estuviera apuntando con una escopeta un blanco lejano y dijo, con toda la calma y la claridad de las que fue capaz:
—Escúchame, Lou. Tengo que hacer una parada y después voy a ver a un hombre que puede conseguirme un poco de ANFO. Un poco de ANFO puede ayudarme a borrar del mapa el mundo entero de Manx.
—¿De qué info habla? —dijo Hutter—. Victoria, Lou tiene razón. No puede ocuparse de esto sola. Vuelva aquí. Vuelva y hable con nosotros. ¿A qué hombre va a ir a ver? ¿Qué información es esa que necesita?
La voz de Lou era susurrante y rebosaba emoción.
—Sal de ahí, Vic. Ya buscaremos petróleo en otro momento. Ahora van a por ti. Sal de ahí y haz lo que tengas que hacer.
—¿Señor Carmody? —dijo Hutter con un matiz repentinamente tenso en la voz—. ¿Señor Carmody?
—Me voy, Lou. Te quiero.
—Y yo más —dijo. Parecía desbordado por sus emociones, apenas incapaz de contenerlas.
Vic colgó el teléfono.
Pensaba que entendía lo que había querido decirle Lou. Había dicho: Ya buscaremos petróleo en otro momento, una frase que no parecía tener significado en aquel contexto. Pero sí lo tenía. Era una frase de doble sentido, pero solo Vic podía detectarlo. El petróleo era uno de los componentes del ANFO, la sustancia con la que su padre llevaba años volando paredes de roca.
Arrastró la pierna mala hasta el fregadero, abrió el grifo de agua fría y se mojó la cara y las manos. Alrededor del sumidero se formaron círculos de sangre y mugre. Vic estaba cubierta de trocitos del Hombre Enmascarado, gotas de Bing licuado le chorreaban por la camiseta, le habían salpicado los brazos y probablemente también el pelo. Oyó sirenas de policía en la distancia. Se le ocurrió que debería haberse dado una ducha antes de llamar a Lou. O registrado la casa en busca de un arma. Seguramente un arma le hacía más falta que una mano de champú.
Empujó la puerta de mosquitera y bajó despacio los escalones de la parte de atrás con cuidado de no cargar peso en la rodilla izquierda. Tendría que conducir con la pierna extendida. Pasó un momento malo, preguntándose cómo iba a cambiar de marchas con el pie izquierdo y entonces se acordó de que era una moto inglesa. Sí. El cambio de marchas estaba a la derecha de la bicicleta, una configuración que no era legal en Estados Unidos desde antes de que ella naciera.
Subió por la colina con la cara vuelta hacia el sol. Cerró los ojos para concentrar sus sentidos en el calor sobre su piel. El ruido de sirenas fue subiendo de volumen a su espalda y el efecto Doppler hacía que el aullido creciera y decreciera, se inflara y desinflara. Hutter se pondría hecha una hidra cuando se enterara de que los coches de policía se habían acercado a la casa con las sirenas puestas, avisando a Vic de su llegada con tiempo de sobra.
En lo alto de la colina, cuando entraba en el aparcamiento del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana se volvió y vio un coche girar por Bloch Lane y detenerse delante de la casa de Partridge. El poli que conducía no se molestó en meterse en el camino de entrada, sino que cruzó el coche bloqueando la mitad de la calle. Después salió tan deprisa que se dio con la cabeza en el marco de la puerta y se le cayó la gorra al suelo. Qué joven era. Vic no se lo imaginaba ligando con ella y mucho menos arrestándola.
Siguió caminando y pronto dejó de ver la casa. Por un momento se preguntó qué haría si la moto no estaba, si unos chavales la habían visto con las llaves puestas y se la habían llevado a dar una vuelta. Pero la Triumph seguía justo donde la había dejado, apoyada en la pata de cabra oxidada.
No fue fácil enderezarla. Vic sollozó de dolor cuando tuvo que hacer fuerza con la pierna izquierda para ponerla recta.
Giró la llave, le dio al encendido y giró el acelerador.
La moto había pasado toda la noche a la intemperie, bajo la lluvia, así que a Vic no le habría sorprendido que no quisiera arrancar, pero lo hizo a la primera, casi parecía impaciente por ponerse en camino.
—Me alegra que al menos uno de los dos esté preparado —dijo.
Dio la vuelta y salió de entre las sombras. Rodeó la iglesia en ruinas y cuando se alejaba empezó de nuevo a llover. El agua caía brillante y luminosa desde un cielo soleado y las gotas eran tan frías como en un mes de octubre. Era un placer sentirlas en la piel, en el pelo seco, sucio y manchado de sangre.
—Lluvia, lluvia, ven —dijo Vic en voz baja—. Y límpiame bien.
La Triumph y la mujer que la montaba trazaron un círculo amplio alrededor de los restos calcinados de lo que había sido un lugar de culto.
Cuando volvió al punto de salida el puente seguía allí, entre los árboles del bosque, donde lo había dejado el día anterior. Solo que se había dado la vuelta de manera que Vic, al entrar en él, lo hizo por lo que pensó era el lado oriental. A su izquierda había unas letras escritas con pintura verde de espray:
AQUÍ → decía.
La moto enfiló los tablones viejos y podridos, que vibraron al contacto con las ruedas. A medida que el sonido del motor se desvanecía en la distancia, un cuervo se posó en la entrada del puente y se quedó mirando su oscuro interior.
Cuando dos minutos más tarde el puente desapareció, lo hizo de repente, dejó de existir igual que un globo al que se pincha con un alfiler. Incluso explotó como un globo y emitió una onda expansiva clara y temblorosa que golpeó al cuervo como un coche de carreras, le arrancó la mitad de las plumas y lo desplazó más de seis metros. Para cuando tocó el suelo ya estaba muerto, otra víctima más de la carretera.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Laconia, New Hampshire
HUTTER SE DIO CUENTA ANTES QUE NADIE, aunque estaba ocurriendo a la vista de todos. Lou Carmody se desplomaba. Dobló la rodilla derecha y apoyó una mano contra la gran mesa oval de la sala de reuniones.
—Señor Carmody —dijo Hutter.
Lou se hundió con un crujido tenue en una de las sillas de oficina con ruedas. Le había cambiado el color y ahora su cara grande y velluda estaba pálida y la frente le brillaba, grasienta de sudor. Se la tocó con una muñeca como si pensara que tenía fiebre.
—Señor Carmody —insistió Hutter, llamándole desde el otro lado de la mesa.
Lou estaba rodeado de hombres y Hutter no entendía cómo no se daban cuenta de que estaba teniendo un ataque al corazón.
—Me marcho, Lou —había dicho Vic McQueen y Hutter la había escuchado por los auriculares de Bluetooth—. Te quiero.
—Y yo más —había dicho Carmody.
Llevaba puesto un auricular idéntico al de Hutter; casi todos en la habitación lo llevaban y el equipo entero había escuchado la conversación.
Estaban en una sala de reuniones en la comisaría de la policía estatal en Laconia. Podría haber sido la sala de reuniones del Hilton o del Courtyard Marriot, un espacio amplio y anodino con una larga mesa oval y ventanas que daban a un aparcamiento.
McQueen colgó y Hutter se quitó el auricular.
Cundy, el jefe de su equipo técnico, estaba mirando Google Maps en su portátil. En la pantalla salía Sugarcreek, Pensilvania, la calle Bloch Lane. Cundy miró a Hutter:
—Tendremos coches allí en tres minutos, quizá menos. Acabo de hablar con la policía local y ya van de camino con las sirenas a todo volumen.
Hutter abrió la boca con la intención de decir. Pues diles que quiten las putas sirenas. Uno no avisaba a un fugitivo federal de la llegada de la policía. Era de cajón.
Pero entonces Carmody se dobló hacia delante hasta apoyar la cara en la mesa, con la nariz aplastada contra la madera. Gruñó con suavidad y se agarró a la mesa como si estuviera en el mar a la deriva, aferrado a un trozo de madera flotante.
Así que lo que dijo Hutter fue:
—Llamad ahora mismo a una ambulancia.
—¿Quieres que mandemos una ambulancia a Bloch Lane? —preguntó Cundy.
—No, quiero que venga una ambulancia aquí —gritó Hutter alejándose de él y rodeando la mesa—. Señores, por favor, apártense un poco del señor Carmody. Déjenle respirar. Atrás, por favor. Atrás.
Daltry era el que le tenía más cerca, estaba de pie justo detrás de su silla con una taza que decía PARA EL MEJOR ABUELO DEL MUNDO. Se hizo a un lado bruscamente y se manchó la camisa rosa de café.
—¿Qué coño le pasa? —preguntó.
Hutter se arrodilló al lado de Lou, que estaba casi debajo de la mesa. Le puso una mano en uno de sus hombros grandes y encorvados y empujó. Era como intentar darle la vuelta a un colchón. Lou se dejó caer contra el respaldo de la silla con la mano derecha agarrada a la camiseta de Iron Man, sus dedos retorciendo la tela entre sus tetas de hombre. Le colgaban las mejillas y tenía los labios color gris. Dejó escapar un suspiro largo y entrecortado. Miró de un lado a otro como si tratara de orientarse.
—Aguante un poco, Lou —dijo Hutter—. Enseguida vendrán a ayudarle.
Chasqueó los dedos y Lou consiguió verla. Parpadeó y sonrió confuso.
—Me gustan sus pendientes. De Supergirl. Nunca la habría imaginado como Supergirl.
—¿Ah, no? ¿Y cómo me imagina entonces? —dijo Hutter para que Lou siguiera hablando. Le puso los dedos en la muñeca. Al principio no notó nada, pero entonces el pulso latió, un único latido y una nueva pausa, después una sucesión de latidos rápidos.
—Velma —dijo—. ¿La recuerda? La de Scooby-Doo.
—¿Por qué? ¿Por lo de rellenita? —preguntó Hutter.
—No —dijo Lou—. Por lo de lista. Tengo miedo. ¿Le importa darme la mano?
Hutter tomó una mano de Lou entre las suyas y este le acarició despacio los nudillos.
—Ya sé que no se cree nada de lo que le ha contado Vic de Manx —le dijo de repente en un susurro intenso—. Sé que piensa que está loca. No debe permitir que los hechos se interpongan en el camino a la verdad.
—¡Cielos! —dijo Hutter—. ¿Y cuál es la diferencia?
Lou la sorprendió riendo, un jadeo breve e involuntario. Hutter tuvo que acompañarle en la ambulancia al hospital porque Lou no quiso soltarle la mano.
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