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Mensaje por Veritoj.vacio Jue 12 Oct - 22:27

Aquí, Iowa
 
PARA CUANDO VIC SALIÓ POR EL OTRO LADO DEL PUENTE ESTABA casi parada y tenía la moto en punto muerto. Recordaba a la perfección su última visita a la biblioteca pública de Aquí, cómo había salido disparada hacia una acera y derrapado por el camino de cemento raspándose una rodilla. No se sentía capaz de caerse así otra vez en el estado en que se encontraba. Pero a la moto no debía de gustarle estar en punto muerto, y después de bajar traqueteando la carretera asfaltada que conducía a la parte de atrás de la biblioteca, el motor se apagó con un silbido tenue y desanimado.
La vez anterior que Vic había estado en Aquí, el trozo de parque detrás de la biblioteca había estado limpio de hojas, cuidado y frondoso. Ahora era una extensión de barro atravesado por las rodadas de neumáticos de camiones de carga y de recogida de basura. Los robles y abetos centenarios habían sido arrancados y arrumbados en un lateral con una excavadora, formando una montaña de cuatro metros de madera muerta.
En el parque solo quedaba un banco, en otro tiempo verde oscuro, con patas y reposabrazos de hierro forjado, pero la pintura estaba desconchada y la madera de debajo, astillada y casi incolora de tan desvaída por el sol. En uno de los extremos Maggie dormitaba sentada con la barbilla apoyada en el pecho, bajo la luz directa e inclemente del día. En una mano sostenía un tetrabrik de limonada con una mosca revoloteando alrededor de la abertura. La camiseta sin mangas dejaba ver unos brazos escuálidos y marchitos, salpicados de cicatrices de docenas de cigarrillos. En algún momento se había aclarado el pelo con tinte naranja fluorescente, pero ahora se le veían las raíces marrones y grises. La madre de Vic no parecía tan mayor cuando murió.
Ver así a Maggie —tan ajada, tan demacrada, tan maltratada y tan sola— le dolió a Vic más que la rodilla izquierda. Se obligó a sí misma a recordar, con cuidadoso detalle, como en un momento de furia y pánico le había tirado los papeles a la cara a aquella mujer, la había amenazado con llamar a la policía. El sentimiento de vergüenza era inmenso, pero no se permitió el lujo de apartarlo, sino que dejó que la quemara despacio, como la punta de un cigarrillo apretada firmemente contra su piel.
El freno delantero chirrió cuando Vic detuvo la moto. Maggie levantó la cabeza, se apartó un mechón crespo de pelo color sorbete de los ojos y sonrió somnolienta. Vic puso la pata de cabra.
La sonrisa de Maggie se desvaneció tan rápido como había llegado y se puso en pie tambaleante.
—Pero, V-V-Vic. ¿Qué te ha pasado? Estás llena de sangre.
—Por si te sirve de consuelo, casi ninguna es mía.
—No me sirve. Me p-p-pone malísima. ¿No tuve que ponerte una tirita la última vez que estuviste aquí?
—Sí, me parece que sí —dijo Vic. Miró hacia la biblioteca, detrás de Maggie. Las ventanas del primer piso estaban tapadas con tablones de aglomerado. La reja de acero estaba echada y precintada con cinta amarilla—. ¿Qué le ha pasado a tu biblioteca, Maggie?
—Ha conocido t-t-tiempos mejores. Lo m-m-mismo que yo —dijo Maggie y sonrió, dejando ver una boca en la que faltaban varios dientes.
—Ay, Maggie —dijo Vic y por un instante volvió a tener ganas de llorar. Era por el lápiz de labios color refresco de uva descorrido que llevaba Maggie, por los árboles apilados y muertos. Por el sol, demasiado fuerte y demasiado brillante. Maggie se merecía una sombra en la que sentarse—. No sé a cuál de las dos le hace más falta un médico.
—¡Qué va! ¡Si yo estoy bien! Lo único es que mi t-t-tartamudeo ha ido a peor.
—Y tus brazos también.
Maggie se los miró, parpadeó desconcertada ante la constelación de quemaduras y luego levantó la vista.
—Me ayudan a hablar normal. Y también a otras cosas.
—¿El qué te ayuda?
—El d-d-dolor. Venga, vamos dentro. Mamá Maggie te va a curar.
—Necesito algo además de eso, Maggie. Tengo preguntas que hacerles a tus fichas.
—A lo mejor no t-t-tienen la respuesta —dijo Maggie, enfilando el camino de entrada—. Ya no f-f-funcionan igual de bien. También t-t-tartamudean. Pero lo intentaré. Después de limpiarte y mimarte un poco.
—No sé si tengo tiempo para mimos.
—Pues claro que sí —dijo Maggie—. T-t-todavía no ha llegado a Christmasland y las dos sabemos que no podremos cogerle antes de que lo haga. Sería como intentar atrapar un p-p-puñado de niebla.
Vic se bajó con cuidado de la moto. Para no apoyar peso en la pierna izquierda, prácticamente se movía a la pata coja. Maggie le pasó un brazo por la cintura. Vic quiso decirle que no necesitaba una muleta, pero lo cierto era que sí la necesitaba —dudaba de ser capaz de llegar hasta la biblioteca sin ayuda—, así que, sin pensarlo dos veces, le pasó un brazo a Maggie por los hombros. Avanzaron un poco y entonces Maggie se detuvo y volvió la cabeza para mirar al Atajo, que de nuevo cruzaba el río Cedar. Este parecía más ancho de cómo Vic lo recordaba, el agua llegaba hasta justo el borde de la estrecha carretera que serpenteaba detrás de la biblioteca. El terraplén cubierto de matorrales que en otro tiempo había bordeado el agua había desaparecido.
—¿Qué hay al otro lado del puente esta vez?
—Un par de personas muertas.
—¿Te p-p-puede estar siguiendo alguien?
—No lo creo. Me busca la policía, pero el puente se habrá esfumado antes de que lo encuentren.
—También hay p-p-policía aquí.
—¿Buscándome a mí?
—No lo sé. P-p-puede. Al volver de la tienda los he visto aparcados en la puerta p-p-principal. Así que me largué. A veces d-d-duermo aquí, otras en otros s-s-sitios.
—¿Dónde? La primera vez que nos vimos me parece que dijiste algo sobre que vivías con unos familiares. Un tío o algo así.
Maggie negó con la cabeza.
—Murió. Y el parque de c-c-caravanas ha desaparecido. Se lo llevó el agua.
Las dos mujeres cojearon hasta la puerta de atrás.
—Seguramente te están buscando porque te llamé por teléfono. Puede que hayan localizado tu móvil —dijo Vic.
—Ya lo pensé, y lo tiré en cuanto llamaste. Sabía que no necesitarías volver a llamar p-p-para encontrarme. ¡Así que no te preocupes!
El precinto amarillo que atravesaba la puerta metálica oxidada decía PELIGRO. Una hoja de papel dentro de un plástico pegada a la puerta advertía que el edificio no era seguro. La puerta no estaba cerrada, sino entreabierta y sujeta con un trozo de cemento a modo de calzo. Maggie pasó por debajo de la cinta y la empujó. Vic la siguió al interior oscuro y desolado.
La biblioteca había sido en otro tiempo una cripta amplia y cavernosa con la fragancia de diez mil libros envejeciendo dulcemente en las sombras. Las estanterías seguían allí, aunque muchas se habían volcado y yacían unas contra otras como fichas de dominó de tres metros de altura. La mayoría de los libros había desaparecido, aunque quedaban algunos, pudriéndose en montones desperdigados aquí y allí, apestando a moho y a putrefacción.
—La gran inundación f-f-fue en 2008 y las paredes s-s-siguen húmedas.
Vic tocó el cemento frío y húmedo y comprobó que era cierto.
Maggie la sujetó mientras se abría paso con cuidado entre los escombros. Vic le dio una patada a un montón de latas de cerveza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad comprobó que las paredes estaban cubiertas de pintadas, la clásica colección de pollas de dos metros y tetas del tamaño de un plato. Pero también había un mensaje escrito en letras grandes y tinta roja.
 
PORFABOR SILENCIO EN LA VIVLIOTECA
 HAY GENTE INTENTANDO COLOCARSE!
 
 
—Lo siento, Maggie —dijo—. Sé que le tenías mucho cariño a este sitio. ¿No te está ayudando nadie? ¿Se han llevado los libros a otra parte?
—Desde luego —dijo Maggie.
—¿Cerca de aquí?
—Muy cerca. El vertedero municipal está a m-m-menos de dos kilómetros río abajo.
—Pero ¿no podría hacer alguien algo por este sitio? —dijo Vic—. ¿De cuándo es? ¿De hace cien años? Este edificio tiene historia.
—Más bien querrás decir —dijo Maggie, y por un momento no había rastro de tartamudeo en su voz— que el edificio ya es historia.
Entre las sombras Vic vio la expresión de su cara. Era cierto. El dolor le ayudaba a Maggie a no tartamudear.


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Mensaje por Veritoj.vacio Jue 12 Oct - 22:32

La biblioteca
 
LA OFICINA DE MAGGIE LEIGH DETRÁS DEL ACUARIO SEGUÍA ALLÍ… en cierto modo. El acuario estaba vacío, con fichas de Scrabble mugrientas apiladas en el fondo, y sus paredes de cristal sucio dejaban ver lo que en otro tiempo había sido una biblioteca infantil. La mesa de metal de Maggie también seguía, aunque llena de cortes y arañazos y alguien había dibujado una vagina roja con pintura de espray en uno de los laterales. Una vela apagada se inclinaba sobre un charco de cera violeta. El pisapapeles de Maggie —la pistola de Chéjov y sí, ahora Vic entendía el guiño— señalaba la página del libro que estaba leyendo, Ficciones, de Borges. Había un sofá con tapicería de tweed que Vic no recordaba. Parecía comprado en un mercadillo y tenía algunos rotos tapados con cinta adhesiva y otros sin tapar, pero al menos no estaba húmedo, no apestaba a moho.
—¿Qué le pasó a tu koi? —preguntó Vic.
—No estoy segura. Creo que alguien se lo c-c-comió —dijo Maggie—. Espero que l-l-le alimentara. Nadie d-d-debería pasar hambre.
Por el suelo había jeringas y pequeños tubos de goma. Vic tuvo cuidado de no pisar ninguna aguja de camino hacia el sofá, para sentarse.
—No son m-m-mías —dijo Maggie señalando las jeringuillas con la cabeza. Después fue a por una escoba apoyada en una esquina donde antes había habido un perchero. La escoba estaba doblada a modo de percha y de ella colgaba el sombrero flexible y mugriento de Maggie—. No me he metido nada d-d-desde el año pasado. Es demasiado caro. Tal y como está la economía, no sé cómo la gente tiene dinero para colocarse.
Se caló el sombrero sobre los cabellos color sorbete con la dignidad y el cuidado de un dandi borracho que acaba de tomarse unas copas de absenta y se dispone a salir a la lluviosa noche parisina. Después cogió la escoba y se puso a barrer. Las jeringuillas tintinearon sobre el suelo de cemento como si fueran cristal.
—Te puedo vendar la pierna y darte un poco de oxi —le dijo a Vic—. Es mucho más barata que la heroína.
Se inclinó sobre la mesa, cogió una llave y abrió el último cajón. Metió la mano y sacó un frasco de pastillas naranja, un cartón de tabaco y una bolsa raída de fichas de Scrabble.
—Más barata todavía que la oxicodona es la abstinencia —dijo Vic.
Maggie se encogió de hombros.
—Solo la tomo cuando la necesito— se colocó un cigarrillo en una de las comisuras de la boca y encendió una cerilla con la uña del dedo pulgar: qué mañosa.
—¿Cómo que cuando la necesitas?
—Es un analgésico. Lo tomo contra el dolor —Maggie echó el humo y dejó la cerilla—. Nada más. ¿Qué te ha pasado a ti, V-V-Vic?
Esta se recostó en el sofá y apoyó la cabeza en el reposabrazos. No podía doblar la rodilla del todo ni tampoco estirarla, apenas soportaba moverla. Ni mirarla tampoco. Tenía dos veces el tamaño de la otra rodilla y era un mapa de hematomas morados y marrones.
Empezó a hablar, a relatar lo ocurrido en los dos últimos días lo mejor que podía, intentando ordenar los acontecimientos y dar explicaciones que se le antojaban más confusas que lo que se suponía tenían que explicar. Maggie no la interrumpió ni pidió que le aclarara nada. Se oyó el agua de un grifo correr un minuto y luego pasó. Vic dejó escapar un suspiro ronco y lleno de dolor cuando Maggie le colocó un trapo húmedo y frío sobre la rodilla izquierda y lo presionó con suavidad. Después abrió el frasco de pastillas y lo agitó hasta que salió una píldora pequeña y blanca. De su cigarrillo brotaba humo azul y fragante que la envolvía como una bufanda fantasmagórica.
—No puedo tomar eso —dijo Vic.
—P-p-pues claro que sí. No tienes que t-t-tragártelas a palo seco, tengo limonada. Está un poco caliente, pero sabe fenomenal.
—No, lo que quiero decir es que si me lo tomo me voy a quedar dormida. Y ya he dormido demasiado.
—¿En un s-s-suelo de cemento? ¿Después de que t-t-te gasearan? Eso no es d-d-dormir —Maggie le dio la pastilla de oxicodona—. Eso es estar inconsciente.
—Igual después de que hablemos.
—Si intento ayudarte a descubrir lo que quieres saber, ¿me p-p-prometes no irte hasta que hayas descansado?
Vic le cogió la mano y se la apretó.
—Te lo prometo.
Maggie sonrió y le dio una palmadita en los nudillos, pero Vic no le soltó la mano.
—Gracias, Maggie. Por todo. Por intentar avisarme. Por ayudarme. Daría cualquier cosa por cambiar la forma en que me porté contigo cuando te vi en Haverhill. Me dabas miedo. Pero eso no es excusa. La verdad es que no tengo excusa. Ojalá pudiera hacerte entender cuánto lo siento. Ojalá pudiera darte algo que no fueran palabras.
El rostro de Maggie se iluminó como el de un niño viendo volar una cometa en el cielo azul.
—Caramba, V-V-Vic, ¡me vas a hacer llorar! ¿Qué hay en el mundo mejor que las palabras? Además, ya estás haciendo algo —dijo Maggie—. Estás aquí. ¡Es agradable tener a alguien con quien hablar! ¡Aunque hablar c-c-conmigo no es m-m-muy divertido que digamos!
—Vale ya con eso. Tu tartamudeo no me molesta ni la mitad que a ti —dijo Vic—. Cuando te conocí me dijiste que tus fichas de Scrabble y mi bici eran cuchillos para cortar las costuras entre realidad y pensamiento. Tenías razón, pero no es lo único que pueden cortar. Han terminado por cortarnos también a las dos. Mi puente (El Atajo) me dejó perjudicada. Aquí —se tocó la sien derecha—. Lo crucé demasiadas veces, me temo, y terminó por descolocarme la cabeza. Desde entonces nunca he estado bien. Quemé mi casa. Quemé mi vida también. Salí huyendo de los dos chicos que quiero porque tenía miedo de hacerles daño o de no merecerlos. Eso lo que mi cuchillo me ha hecho a mí. Y a ti te pasa eso cada vez que hablas…
—Como si m-m-me hubiera cortado yo sola la lengua con mi cuchillo.
—Parece que al único al que su cuchillo psíquico no le ha cortado es a Manx.
—¡De eso nada, V-V-Vic! ¡M-M-Manx es quien más perjudicado está! ¡Se ha quedado completamente seco! —Maggie bajó los ojos y dio una calada profunda y pausada a su cigarrillo. La brasa de este brillaba en la oscuridad. Se lo quitó de la boca, lo miró un momento pensativa y acto seguido se lo clavó en el muslo por uno de los agujeros del pantalón vaquero.
—¡Por Dios! —gritó Vic.
Se sentó tan rápido que la habitación se inclinó por completo hacia un lado y su estómago hacia el otro. Volvió a recostarse, completamente mareada.
—No había más remedio —dijo Maggie con los dientes apretados—. Necesito poder hablar contigo y no solo bañarte de saliva —soltaba el aire en exhalaciones breves y doloridas—. Además, es la única manera de conseguir que mis fichas de Scrabble me digan algo y a veces ni siquiera eso basta. Así que era necesario. ¿Qué estábamos diciendo?
—Ay, Maggie —dijo Vic.
—No le des importancia y vamos al grano. Si no, tendré que volver a hacerlo. Y cuántas más veces lo haga, menor efecto tendrá.
—Decías que Manx se ha quedado seco.
—Eso es. El Espectro le mantiene joven y fuerte. Lo conserva. Pero a cambio ha perdido la capacidad de sentir remordimiento o empatía. Eso es lo que le ha cortado su cuchillo: su humanidad.
—Sí. El problema es que se la va a cortar también a mi hijo. El coche cambia a los niños. Manx se los lleva en sus viajes a Christmasland y los convierte en putos vampiros o algo así. ¿No?
—Más o menos —dijo Maggie. Se balanceó atrás y adelante con los ojos cerrados por el dolor que sentía en la pierna—. Christmasland es un paisaje interior, ¿vale? Un producto de los pensamientos de Manx.
—Un sitio imaginario.
—Qué va, es real. Las ideas son tan reales como las piedras. Tu puente es real también. Claro que no es un puente cubierto. Las vigas, el techo, los tablones del suelo son el atrezo de algo más sencillo. Cuando saliste de la casa del Hombre Enmascarado y viniste aquí no cruzaste ningún puente. Cruzaste una idea que tenía aspecto de puente. Y cuando M-M-Manx llegue a Christmasland estará llegando a su idea de lo que es la felicidad… No sé… al taller de Papá Noel o algo así.
—Creo que es un parque de atracciones.
—Un parque de atracciones. Sí, eso debe de ser. Manx ya no sabe lo que es la felicidad, solo la diversión. Su idea de la felicidad es diversión sin fin, juventud sin fin envuelta de manera que su cerebro de mosquito pueda entenderla. Su coche es el instrumento que le abre el camino. El s-s-sufrimiento y la infelicidad son el combustible que el coche necesita para abrirle la puerta de ese sit-t-tio. Por eso también necesita llevarse niños. El coche necesita algo que él ya no puede darle. Les chupa la felicidad a los niños del mismo modo que un v-v-vampiro de una película de serie B chupa sangre.
—Y cuando acaba con ellos se han convertido en monstruos.
—Siguen siendo niños, creo. Niños que solo entienden de diversión. Se han transformado de manera que encarnan la idea que tiene Manx de la perfección infantil. Quiere niños que sean s-s-siempre inocentes. Aunque, como sabes, mucha gente tiene una idea equivocada de la inocencia. Un niño pequeño e inocente le arranca las alas a las moscas porque no sabe que está mal. Eso es inocencia. El coche coge lo que Manx necesita y transforma a sus pasajeros de manera que puedan vivir en su mundo ideado. Les afila los dientes y les quita la necesidad de calor. Un mundo hecho solo de ideas tiene que ser muy frío, estoy segura de ello. Y ahora, Vic, tómate la pastilla. Tienes que descansar y recuperar fuerzas antes de volver a salir a su encuentro.
Le alargó la mano con la pastilla en la palma.
—Supongo que me vendrá bien. No solo para la rodilla, también para la cabeza —le dijo Vic e hizo una mueca al notar un nuevo pinchazo detrás del ojo izquierdo—. Me pregunto por qué cada vez que uso el puente me duele siempre detrás del ojo izquierdo. Me pasa desde niña —rio temblorosa—. Una vez hasta lloré sangre.
Maggie dijo:
—Las ideas creativas se forman en el lado derecho del cerebro. Pero ¿sabías que el lado derecho ve desde el ojo izquierdo? Y debe de hacer falta mucha energía para sacar un pensamiento de la cabeza al mundo real. Toda esa energía se te acumula —señaló el ojo izquierdo de Vic— ahí.
Vic miró la pastilla con deseo, pero seguía dudando.
—Vas a contestar a mis preguntas, ¿verdad? Quiero decir con las fichas.
—Todavía no les has preguntado nada.
—Necesito saber cómo matarle. Ya murió en la cárcel, pero no estuvo muerto mucho tiempo.
—Me parece que ya conoces la respuesta a esa pregunta.
Vic cogió la oxicodona de la mano de Maggie y aceptó el tetrabrik de limonada que esta le ofrecía. El zumo estaba caliente, pegajoso, dulce y rico. Al primer sorbo se tragó la pastilla, que le dejó un regusto leve y amargo.
—El coche —dijo—. El Espectro.
—Sí. Cuando el coche deje de funcionar, él también. Probablemente alguien le sacó el motor en un momento determinado y por eso se murió Manx. Pero después volvieron a ponérselo y arreglaron el coche. Mientras el coche esté apto para circular, Manx también.
—Así que si destruyo el coche… le destruyo a él.
Maggie dio una larga calada al cigarrillo, cuya brasa era lo único que se veía en la oscuridad.
—Fijo.
—Vale —dijo Vic. Solo habían pasado un par de minutos, pero la pastilla empezaba a hacerle efecto. Si cerraba los ojos le parecía estar pedaleando sin hacer ruido en su vieja Raleigh, atravesando un bosque oscuro y umbrío…
—Vic —dijo Maggie con voz suave, y esta levantó la cabeza del reposabrazos y parpadeó, consciente de que se había quedado traspuesta un momento.
—Menuda pastilla —dijo.
—¿Qué quieres preguntarle a mis fichas? —insistió Maggie—. Será mejor que lo hagas ahora, que todavía puedes.
—Mi hijo. Voy a tener que ir a buscarle a Christmasland. Llegará esta noche, creo, o mañana a primera hora, y yo también. Pero para cuando yo llegue Wayne estará… cambiado. Lo noté en su voz cuando hablé con él. Está intentando resistir, pero el coche lo está convirtiendo en una de esas cosas, joder. ¿Podré curarle? Necesito saberlo. Si le rescato, ¿hay alguna manera de curarle?
—No lo sé. Ningún niño ha vuelto nunca de Christmasland.
—Pues pregúntalo. Tu bolsa de letras te lo podrá decir, ¿o no?
Maggie se dejó caer al suelo desde el borde del sofá y sacudió con cuidado la bolsa roída por las polillas. Las fichas entrechocaron e hicieron ruido.
—Veamos qué nos s-s-sale —dijo y metió una mano. Rebuscó y la sacó con un puñado de fichas que dejó caer en el suelo.
 
XOXOOXOXXO
 
 
Maggie las miró con expresión cansada y abatida.
—La mayor parte de los días es lo único que me sale. Besos y abrazos para la pobre chica solitaria y tartamuda.
Recogió las fichas con una mano y volvió a meterlas en la bolsa.
—Bueno, no pasa nada. Merecía la pena intentarlo. Tú no puedes saberlo todo. No puedes averiguarlo todo.
—No —dijo Maggie—. Cuando uno va a la b-b-biblioteca a buscar algo, debería poder encontrarlo.
Metió de nuevo la mano en la bolsa de terciopelo falso y la sacó con otro puñado de fichas, que tiró al suelo:
 
BUUUU
 
 
—No me hagáis burla —les dijo a las letras.
Recogió las fichas, las metió en la bolsa de Scrabble y la agitó una vez más. En esta ocasión el brazo le desapareció casi hasta el hombro y Vic oyó lo que parecían ser cientos de fichas entrechocando y arañándose unas a otras. Maggie sacó otro puñado y lo dejó caer.
 
QUE TE DEN
 
 
—¿Qué me den? ¿Encima con recochineo? ¡Que os d-d-den a vosotras!
Se quitó el cigarrillo de la boca, pero antes de que pudiera apagárselo en el brazo Vic se enderezó y le sujetó la muñeca.
—No —dijo. La habitación bailaba a su alrededor, como si estuviera sentada en un columpio, pero no le soltó el brazo a Maggie. Esta la miró con los ojos brillantes en sus hundidas cuencas… brillantes, asustados y exhaustos—. Ya lo intentaremos en otro momento, Maggie. Me parece que yo no soy la única que necesita descansar. Hace una semana y media estabas en Massachusetts. ¿Volviste en autobús?
—También hice dedo —dijo Maggie.
—¿Cuándo ha sido la última vez que has comido?
—Ayer me tomé un s-s-sándwich en s-s-s —y se quedó muda. El color de su cara pasó de rojo a un violeta intenso y grotesco, como si la estuvieran estrangulando. Tenía saliva en las comisuras de la boca.
Chist —dijo Vic—. Chist. Vale, pues tienes que comer algo.
Maggie expulsó el humo, buscó a su alrededor dónde apagar el pitillo y encontró el reposabrazos del otro extremo del sofá. El cigarro chisporroteó y una espiral de humo negro subió hacia el techo.
—Después de que duermas un rato, V-V-Vic.
Esta asintió y volvió a recostarse. No tenía fuerzas para discutir con Maggie.
—Voy a dormir un rato y tú también —dijo—. Después iremos a que comas algo. También a comprarte algo de ropa. Y a salvar a Wayne. Y a la biblioteca. A arreglar las cosas. Lo vamos a hacer todo. Activando los poderes de las Supergemelas… Échate.
—Vale, tú quédate con el sofá. Tengo una manta que está bien. La puedo poner en el s-s-s…
—Échate aquí conmigo, Maggie. En el sofá cabemos las dos —Vic estaba despierta, pero parecía haber perdido la capacidad de mantener los ojos abiertos.
—¿No te importa?
—No, cariño —dijo Vic como si le hablara a su hijo.
Maggie se tumbó en el sofá a su lado y se apretó contra su costado, su cadera huesuda en contacto con la de Vic, su codo huesudo sobre el estómago de esta.
—¿Te importaría abrazarme, Vic? —preguntó con voz temblorosa—. Hace tanto t-t-tiempo desde que nadie m-m-me abraza… Ya sé que no te van las chicas, porque t-t-tienes un hijo y todo eso, pero…
Vic le pasó un brazo por la cintura y estrechó a aquella mujer delgada y temblorosa contra sí.
—Y ahora ya puedes dejar de hablar —dijo.
—Ah —dijo Maggie—. Vale. Qué alivio.


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Mensaje por Veritoj.vacio Jue 12 Oct - 22:35

 Laconia
 
A LOU NO LE DEJABAN IR A NINGUNA PARTE, NO QUERÍAN ARRIESGARSE a que el gordo se mareara y cayera de bruces, así que después de examinarle lo sentaron en una silla de ruedas y un enfermero lo empujó hasta la sala de preoperatorio.
El enfermero tenía su edad y ojos somnolientos con ojeras negras debajo de una frente protuberante, de hombre de Cromañón. Su placa de identificación decía, inexplicablemente, BILBO. En uno de los peludos antebrazos llevaba tatuada una nave espacial: Serenity, de la serie de televisión Firefly.
—Soy una hoja al viento —dijo Lou, y el enfermero repuso:
—Tío, no me digas esas cosas que no quiero ponerme a llorar en el trabajo.
El detective les siguió con la ropa de Lou dentro de una bolsa de papel. A Lou no le gustaba cómo olía aquel detective, a nicotina y a mentol, pero sobre todo a nicotina. Tampoco le gustaba que pareciera demasiado pequeño para la ropa que llevaba, de manera que todo le colgaba: la camisa, los pantalones color almeja, la chaqueta raída. Daltry preguntó:
—¿De qué están hablando?
—De Firefly —dijo el enfermero sin molestarse en volverse—. Somos chaquetas marrones.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Qué os vais a casar? —preguntó Daltry riendo de su propio chiste.
Bilbo, el enfermero dijo:
—Por Dios, colega, haznos un favor y vuélvete a los años cincuenta.
Pero no lo dijo lo bastante alto como para que Daltry le oyera.
La sala de preoperatorio era grande y tenía dos hileras de camas, cada una aparcada en un compartimento individual señalado por cortinas verde pálido. Bilbo llevó a Lou casi hasta el fondo de la habitación antes de detenerse frente a una cama vacía situada a la derecha.
—Su suite, señor —dijo.
Lou se sentó en el colchón mientras Bilbo colgaba una bolsa con un fluido brillante de la percha de acero inoxidable situada junto a la cama. Lou tenía cogida una vía intravenosa en el brazo derecho y Bilbo la conectó al gotero. Lou notó el líquido al instante, un flujo helado y constante que hizo descender la temperatura de todo su cuerpo.
—¿Debería estar asustado? —preguntó.
—¿De una angioplastia? No, en la escala de complejidad de procedimientos quirúrgicos, equivale a poco más que una extracción de la muela del juicio. Tú opérate y no tengas miedo.
—No —dijo Lou—. Si no estoy hablando de la angioplastia. Me refiero a lo que me estás chutando. ¿Qué es? ¿Droga dura?
—¡Ah! Esto no es nada. Hoy no te van a operar, así que todavía no te toca lo bueno. Esto es un agente anticoagulante. Y también te relajará. Es bueno relajarse de vez en cuando.
—¿Me voy a quedar dormido?
—Más deprisa que con un maratón de la Doctora Quinn.
Daltry dejó la bolsa de papel en una silla junto a la cama. Las ropas de Lou estaban dobladas y colocadas unas sobre otras, con los calzoncillos, grandes como una funda de almohada, arriba del todo.
—¿Cuánto tiempo tiene que estar ingresado? —preguntó Daltry.
—Le dejaremos esta noche en observación.
—Desde luego, qué oportuno todo.
—La estenosis arterial es lo que tiene —dijo Bilbo—. No suele avisar para concertar una cita. Se presenta cuando le apetece.
Daltry se sacó el teléfono móvil del bolsillo.
—Aquí no puede usarlo.
—¿Y dónde puedo hacerlo? —preguntó.
—Tiene que volver a atravesar urgencias y salir del hospital.
Daltry asintió y miró a Lou con desaprobación.
—No se vaya a ninguna parte, señor Carmody.
Se volvió y se dirigió hacia la puerta.
—Eso, vete a que te dé un poquito el aire, capullito de alhelí —dijo Bilbo cuando ya no podía oírle.
—¿Y qué pasa si yo tengo que llamar? —dijo Lou—. ¿Puedo hacer una llamada antes de encamarme? Mi hijo, colega. ¿Sabes lo de mi hijo? Tengo que llamar a mis padres. No van a pegar ojo esta noche si no les explico lo que ha pasado.
Mentira. Si llamaba a su madre y le contaba lo de Wayne no tendría ni idea de qué le estaba hablando. Estaba en una residencia geriátrica y solo reconocía a Lou uno de cada cuatro días. Más sorprendente sería aún que su padre se mostrara interesado por las últimas noticias. Llevaba muerto cuatro años.
—Puedo conseguirte un teléfono. Uno que podamos enchufar aquí desde la cama. Intenta relajarte, enseguida vuelvo.
El enfermero se apartó de la cama, corrió la cortina y se marchó.
Lou no esperó y tampoco se lo pensó dos veces. Volvía a ser el niño en la moto, ayudando a la delgadísima Vic McQueen a subirse al asiento de atrás y notando sus brazos temblorosos alrededor de la cintura.
Sacó las piernas de la cama y se arrancó la vía. Del agujero donde había estado la aguja salió un grueso perdigón de sangre.
En cuanto oyó la voz de Vic por el auricular, la sangre se le había agolpado en la cabeza y se le aceleró el pulso. Le había empezado a pesar la cabeza, como si tuviera el cráneo lleno de metal líquido en vez de tejido cerebral. Pero lo peor de todo era que la habitación empezaba a moverse si la miraba por el rabillo del ojo. Aquella sensación de que el mundo rotaba a su alrededor le mareaba, y había tenido que mirar fijamente a la mesa para ignorarla. Pero entonces la cabeza había empezado a pesarle tanto que se cayó de lado y le había dado una patada a la silla sin querer.
No ha sido un ataque al corazón, ¿verdad?, le había preguntado a la médico mientras esta le auscultaba la garganta. Porque si ha sido un ataque al corazón me lo esperaba mucho peor.
No, no ha sido un ataque al corazón. Pero ha tenido una isquemia transitoria, dijo la médico, una bonita mujer negra con una cara tersa, oscura y sin edad.
Claro, dijo Lou. Eso me imaginaba. Que había sido un ataque al corazón o un esquema transitorio. Lo del esquema transitorio era mi segunda teoría.
Isquemia. Es como un infarto en pequeñito. Oigo como un fuelle hueco en su arteria carótida.
Ah, eso era lo que estaba escuchando, entonces. Porque iba a decirle que el corazón lo tengo más abajo.
La doctora sonrió. Tenía cara de querer pellizcarle la mejilla y darle una galleta. Lo que estoy oyendo es una obstrucción grave por acumulación de placa.
¿En serio? Si me cepillo los dientes dos veces al día…
Es otra clase de placa. En la sangre. Demasiado beicon, le dio una palmadita en la barriga. Demasiada mantequilla en las palomitas. Va a necesitar una angioplastia. Seguramente un stent. Si no le ponemos uno, podría tener un infarto mortal.
Últimamente pido ensalada siempre que voy al McDonald’s, le había dicho Lou y le sorprendió darse cuenta de que tenía ganas de llorar. Se sentía absurdamente aliviado de que aquella agente del FBI tan mona no pudiera verle llorar otra vez.
Ahora cogió la bolsa de papel marrón que estaba en la silla y se puso los calzoncillos y los vaqueros debajo de la bata del hospital.
Se había desmayado justo después de hablar con Vic; el mundo se había vuelto grasiento y resbaladizo y no conseguía sujetarse a él. Se le deslizaba entre los dedos. Pero hasta el momento de perder el sentido la estuvo escuchando. Comprendió, por su tono de voz, que necesitaba que hiciera alguna cosa, que intentaba decirle algo. Tengo que hacer una parada y después voy a ver a un hombre que puede conseguirme un poco de ANFO. Un poco de ANFO puede ayudarme a borrar del mapa el mundo entero de Manx.
Tabitha Hutter y todos los otros policías que estaban escuchando habían oído «info», en lugar de ANFO. Era como en los dibujos de Buscador que hacía Vic, solo que este estaba hecho de sonidos en lugar de colores. No veías lo que tenías delante porque no sabías qué mirar o, en este caso, qué escuchar. Pero Lou siempre había sabido escuchar a Vic.
Se quitó la bata y se puso la camiseta.
ANFO. El padre de Vic era el hombre que volaba cosas por los aires —paredes de roca, tocones de árboles y viejos cimientos— con ANFO, y también el que había pasado de Vic sin pensárselo dos veces. Ni siquiera conocía a Wayne, y Vic apenas había hablado con él una docena de veces en doce años. Lou en cambio lo había hecho más a menudo, le había enviado fotos y un vídeo de Wayne por correo electrónico. Por cosas que Vic le había contado, sabía que Chris McQueen había maltratado y engañado a su mujer. También sabía, por cosas que Vic no le había contado, que esta le echaba de menos y que le quería con una intensidad quizá solo comparable a la que sentía por su hijo.
Lou no le conocía, pero sabía dónde vivía, sabía su número de teléfono y también que Vic iba a ir a verle. Cuando llegara, Lou estaría esperando. Vic le quería allí, de otro modo no le habría informado de sus planes.
Sacó la cabeza por la cortina e inspeccionó el pasillo formado por sábanas colgantes.
Vio a un médico y a una enfermera repasando algo en una carpeta sujetapapeles, pero estaban de espaldas a él. Cogió las zapatillas, salió al pasillo, giró a la derecha y cruzó unas puertas batientes que daban a un corredor amplio y de paredes blancas.
Echó a andar por el edificio en lo que suponía era la dirección contraria a urgencias. De camino se puso las Vans.
El techo del vestíbulo era de quince metros de altura y de él colgaban grandes cristales color rosa que le daban un aire a la Fortaleza de la Soledad de Superman. De una fuente de pizarra negra manaba agua. Se oía el eco de voces. El olor a café y magdalenas que llegaba de un Dunkin’ Donuts le hizo la boca agua, tal era el hambre que tenía. La idea de comerse una rosquilla de azúcar y mermelada de fresa era como imaginar que se metía el cañón de una pistola en la boca.
No necesito vivir eternamente, pensó. Solo el tiempo necesario para recuperar a mi hijo. Por favor, pensó.
Dos monjas se bajaban de un taxi justo delante de la puerta giratoria de entrada. Eso sí que era intervención divina, decidió Lou. Les sostuvo la portezuela del coche para que salieran y entró. La mitad trasera del taxi se hundió bajo su peso.
—¿Dónde vamos? —dijo el taxista.
A la cárcel, pensó Lou. Pero lo que dijo fue:
—A la estación.
 
***
 
 
BILBO PRINCE VIO EL TAXI ALEJARSE DE LA ACERA EN MEDIO DE UNA sucia vaharada de gases de escape azules, anotó el número de licencia y la matrícula y se marchó. Recorrió pasillos, subió y bajó escaleras y por fin salió por la entrada de urgencias al otro lado del hospital. Aquel poli viejo, Daltry, le esperaba fumándose un pitillo.
—Se ha largado —dijo Bilbo—. Tal y como había vaticinado usted. Ha cogido un taxi en la entrada principal.
—¿Ha apuntado la matrícula?
—Y el número de licencia —dijo Bilbo, y le dio las dos cosas.
Daltry asintió y abrió su teléfono móvil. Pulsó un único botón, se lo colocó en la oreja y luego se volvió dándole a medias la espalda a Bilbo.
—Sí. Ya se ha ido —dijo a quien estuviera al otro lado de la línea—. Hutter ha dicho que solo le vigilemos, así que eso vamos a hacer. Enteraos de adónde va y estad preparados para intervenir, no sea que al puto gordo le dé otro patatús.
Daltry colgó, tiró el cigarrillo y se dirigió hacia el aparcamiento. Bilbo trotó detrás de él y le dio un golpecito en el hombro. El poli se volvió a mirarle. El ceño fruncido y la expresión de su cara sugerían que el enfermero le resultaba familiar, pero que ya no se acordaba de quién era o de qué lo conocía.
—¿Eso es todo tío? —dijo Bilbo— ¿Y mi propina?
—Ah, ya. Vale —Daltry rebuscó en su bolsillo, sacó un billete de diez dólares y se lo puso a Bilbo en la mano—. Aquí tienes. Larga y próspera vida. Eso es lo que os decís los de Strar Trek, ¿no?
Bilbo paseó la vista del billete costroso de diez dólares —había esperado al menos uno de veinte— al tatuaje de la nave Serenity en su brazo peludo.
—Supongo que sí, pero no soy fan de Star Trek. Este tatuaje es de la Serenity, no de la Enterprise. Yo soy un chaqueta marrón, tío.
—Querrás decir un chaquetero —Daltry rio y salpicó a Bilbo en la cara con gotas de saliva.
Este quiso tirarle los diez dólares a la cara y largarse, demostrarle a aquel bocazas cabrón lo que pensaba de su dinero, pero se lo pensó mejor y se metió el billete en el bolsillo. Estaba ahorrando para tatuarse a Buffy cazavampiros en el otro brazo y la tinta no era barata.


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Mensaje por yiniva Vie 13 Oct - 16:42

Esto ya se puso bueno, Vic acabo con Bing y de paso hizo justicia a Nathan y todo a los que Bing les hizo daño, ojalá que encuentre pronto a Wayne ya esta cambiando no quiero que le pase nada malo,y ya sabemos un poquito mas como es la relación de Charlie con el espectro y que es lo que hace con los niños, ya solo nos queda mañana para conocer el desenlace del libro Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 3536998001 Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 115428551


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Mensaje por citlalic_mm Vie 13 Oct - 18:03

Aja, así que andaba en el carro con Manx y pensaba que se lo quería comer? Siendo que el coche les hacia algo como “rejuvenecerlos” por así decirlo… Sin duda Vic la justiciera esta cobrando venganza , date prisa y ve por Wayne


tan pronto el fin... nooo Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 1833188340 Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 3736586809
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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 21:50

Terminamos el domingo chicas. Ya falta poco.  Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 3683771782


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:04

Aquí, Iowa
 
CUANDO MAGGIE SE DESPERTÓ TENÍA UN BRAZO SOBRE LA CINTURA DE VIC y esta tenía la cabeza apoyada en su esternón. Joder, era la mujer más bonita con la que Maggie se había acostado nunca y sentía ganas de besarla, pero no se atrevía. Aunque de lo que de verdad tenía ganas era de peinarle aquel pelo enredado y revuelto por el viento, alisarlo y dejarlo brillante. Quería lavarle los pies y masajeárselos con aceite. Deseaba haber tenido más tiempo para estar juntas y la oportunidad de hablar de algo que no fuera Charlie Manx. Aunque lo cierto es que no sentía ningunas ganas de hablar, lo que quería era escuchar. Temía el momento en que le llegara el turno de abrir su t-t-tonta bocaza.
Tenía la sensación de no haber dormido demasiado tiempo y estaba convencida de que no volvería a hacerlo en horas. Se desenredó de Vic, se retiró el pelo de la cara y se levantó. Era el momento de formar palabras, y ahora que Vic estaba dormida, Maggie sabía lo que tenía que hacer para que las fichas a su vez hicieran lo que tenían que hacer.
Encendió un pitillo. Encendió una vela. Se colocó el sombrero flexible más o menos recto. Se sentó ante la bolsa de Scrabble y desató el cordel dorado. Durante unos instantes inspeccionó la oscuridad de su interior mientras daba profundas caladas al cigarrillo. Era tarde y tenía ganas de pulverizar algo de oxi y chutarse una raya, pero no podía hasta que hubiera hecho aquello para Vic. Se llevó una mano al cuello de la camiseta sin mangas y la bajó, dejando el pecho izquierdo al descubierto. Se quitó el cigarrillo de la boca, cerró los ojos y lo apagó. Lo sostuvo largo rato contra el pecho, hundiéndolo en la suave carne y gimiendo bajito de dolor con los dientes apretados. Olía su propia carne quemándose.
Tiró la colilla apagada y se inclinó sobre la mesa, con las muñecas apoyadas en el borde y parpadeando para contener las lágrimas. El dolor en el pecho era intenso, penetrante y maravilloso. Sagrado.
Ahora, pensó. Ahora, ahora. Disponía de un periodo de tiempo muy breve para usar las fichas, para descifrar aquel galimatías, como mucho un minuto o dos. A veces tenía la sensación de que aquella era la única lucha que importaba, la de enfrentarse al caos del mundo y conseguir darle sentido, ponerlo en palabras.
Cogió un puñado de letras, las tiró delante de ella y empezó a ordenarlas. Movió fichas de aquí a allá. Llevaba jugando a aquel juego toda su vida adulta, así que enseguida lo tuvo. En pocos minutos había formado las palabras sin ningún tipo de problema.
Cuando lo hubo conseguido exhaló un largo suspiro de satisfacción, como si acabara de quitarse un gran peso de encima. No tenía ni idea de lo que significaba aquel mensaje. Tenía algo de epigramático, parecía no tanto un hecho, como el último verso de una canción de cuna. Pero estaba segura de que era el mensaje correcto. Siempre había sabido cuando acertaba. Era algo tan sencillo y directo como meter una llave en una cerradura y que esta se abriera. A lo mejor Vic le encontraba sentido. Se lo preguntaría cuando despertara.
Copió el mensaje de la Gran Bolsa del Destino en un papel manchado por el agua con membrete de la Biblioteca Pública de Aquí. Lo releyó, era correcto. La invadió un sentimiento de satisfacción que le resultaba poco familiar, desacostumbrada como estaba a sentirse bien consigo misma.
Recogió las fichas una a una y las devolvió a la bolsa de terciopelo. El pecho le ardía con un dolor que ya no tenía nada de trascendental. Cogió los cigarrillos, pero no para quemarse otra vez, sino para fumarse uno.
Un niño atravesó la biblioteca infantil con una bengala en la mano.
Maggie le vio a través del cristal sucio del viejo acuario, una silueta negra contra la oscuridad algo más pálida de la habitación contigua. Al caminar movía el brazo derecho y la bengala escupía una lluvia de chispas color cobre, dibujando líneas rojas en la penumbra. Estuvo solo un momento y desapareció junto con el chisporroteo de su bengala.
Maggie se inclinó hacia la pecera para golpear el cristal, con la idea de asustarle para que se fuera, pero se acordó de Vic y se contuvo. Era muy normal que se colaran allí chicos a tirar petardos, fumar pitillos y cubrir las paredes de grafiti, y Maggie lo odiaba. En la cámara se había encontrado una vez una banda de adolescentes pasándose un porro alrededor de una fogata hecha con libros de tapa dura y se había puesto como una hidra. Les había echado de allí a palos con la pata de una silla rota, consciente de que si el fuego llegaba al raído empapelado de las paredes perdería su hogar, el mejor y el último que tendría nunca. ¡Quemalibros!, les había gritado, por una vez sin tartamudear. ¡Quemalibros! ¡Os voy a cortar las pelotas y voy a violar a vuestras mujeres! Eran cinco contra una, pero habían salido corriendo como si hubieran visto un fantasma. En ocasiones Maggie pensaba que era un fantasma, que en realidad había muerto en la inundación, solo que aún no se había dado cuenta de ello.
Echó un último vistazo a Vic, acurrucada en el sofá con los puños cerrados debajo de la barbilla y esta vez no pudo contenerse. La puerta estaba junto al sofá y, de camino hacia ella, Maggie se inclinó y besó a Vic en la sien con suavidad. Dormida, Vic arrugó una de las comisuras de la boca en una sonrisa traviesa.
Maggie salió a buscar al niño entre las sombras. Entró en lo que en otro tiempo había sido la biblioteca infantil y cerró la puerta con cuidado a su espalda. La moqueta había quedado reducida a hilos mohosos y estaba enrollada contra la pared formando varios bultos hediondos. Debajo, el suelo era de cemento húmedo. La mitad de un inmenso globo terráqueo ocupaba una esquina de la habitación, el hemisferio norte vuelto del revés y lleno de agua y plumas de paloma, con los bordes manchados de excrementos de pájaro. Estados Unidos cabeza abajo y recubierto de mierda. Maggie reparó distraída en que todavía llevaba la bolsa de fichas, se le había olvidado dejarla en la mesa. Tonta.
Escuchó un ruido que se parecía bastante a mantequilla fundiéndose en una sartén y que procedía de algún lugar a su derecha. Empezó a rodear el mostrador de nogal con forma de U desde el que en otro tiempo había prestado Coraline, La casa del reloj y Harry Potter. Al acercarse al pasillo de paredes de piedra que conducía al edificio principal vio un resplandor amarillo que se movía.
El niño estaba al final del pasillo con su bengala. Su silueta negra era pequeña y robusta y llevaba una capucha que le tapaba la cara. La miraba con la bengala apuntando al suelo y echando chispas y humo. En la otra mano tenía una lata de algo. Maggie olió pintura fresca.
—.evitarlo puedo No —dijo el niño con una voz ronca y extraña, y rio.
—¿Qué? —dijo Maggie—. Niño, sal de aquí con eso.
El niño negó con la cabeza y se alejó, un hijo de las sombras que se movía como una aparición en un sueño, alumbrando el camino hacia alguna caverna del inconsciente. Caminaba como borracho, casi rebotando contra las paredes. Pero es que estaba borracho. Maggie podía oler la cerveza desde donde estaba.
—¡Oye! —dijo.
El niño desapareció y Maggie escuchó eco de risas procedentes de algún lugar situado sobre su cabeza. En la distante y oscura sala de las publicaciones periódicas vio una luz nueva, el fulgor hosco y agonizante de un fuego.
Echó a correr. Apartó con los pies jeringas y botellas, que tintinearon contra el suelo de cemento, y dejó atrás las ventanas tapadas con planchas de madera. Alguien, posiblemente el niño, había escrito con pintura de espray un mensaje en la pared a la derecha de Maggie: DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS. La pintura aún chorreaba rojo brillante, como si las paredes sangraran.
Entró corriendo en la sala de las publicaciones periódicas, del tamaño de una capilla modesta y con techos igual de altos. Durante la inundación se había convertido en un mar de los Sargazos de poca profundidad, con una capa de restos de revistas cubriendo las aguas, una masa hinchada de National Geographics y New Yorkers. Ahora era una amplia cámara de cemento con periódicos resecos y endurecidos pegados a paredes y suelos y montones putrefactos de revistas arrumbados en los rincones, varios sacos de dormir esparcidos por el suelo, donde habían acampado vagabundos, y una papelera de rejilla de la que salía un humo grasiento. Aquel niño borracho y cabrón había dejado caer la bengala sobre un montón de libros de tapa blanda y revistas. Desde algún lugar del fondo de la fogata chisporroteaban chispas verdes y naranjas. Maggie vio cómo un ejemplar de Farenheit 451 se encogía y ennegrecía.
El niño la miraba desde el otro extremo de la habitación, debajo de un arco de piedra alto y oscuro.
—¡Oye! —gritó Maggie otra vez—. ¡Eh tú, retaco de mierda!
—.tarde demasiado es pero, puedo que lo todo resistiendo Estoy —dijo el niño balanceándose de un lado a otro—. sigas me no favor por, favor Por
—¡Oye! —dijo Maggie sin escucharle. Incapaz de escucharle porque nada de lo que decía el niño tenía sentido.
Miró a su alrededor buscando algo con lo que apagar las llamas y cogió uno de los sacos de dormir, azul, resbaladizo y con ligero olor a vómito. Sujetó la bolsa de Scrabble debajo de un brazo mientras con el otro colocaba el saco sobre las llamas, apretando fuerte para ahogar el fuego. El calor y el olor la obligaron a retroceder. Apestaba a fósforo tostado, a metal quemado y a nailon carbonizado.
Cuando levantó la vista, el niño había desaparecido.
—¡Lárgate de mi biblioteca, enano asqueroso! ¡Desaparece antes de que te ponga una mano encima, joder!
El niño rio desde alguna parte. Era difícil saber dónde estaba. Su risa era un eco nervioso imposible de rastrear, como un pájaro que bate las alas entre las vigas de una iglesia abandonada. Maggie pensó sin venir a cuento: Dios quemado vivo, ahora solo quedan demonios.
Fue hasta el vestíbulo de entrada con las piernas temblando. Como cogiera a aquel cabroncete borracho y loco no pensaría que Dios había sido quemado vivo. Pensaría que Dios era una bibliotecaria lesbiana que le enseñaría lo que es el miedo.
Atravesaba la sala de publicaciones periódicas cuando el cohete salió disparado con un potente silbido. El sonido atacó directamente las terminaciones nerviosas de Maggie, dándole ganas de chillar y ponerse a cubierto. Pero en lugar de ello corrió, agachada como un soldado bajo fuego de artillería y jadeando sin aliento.
Llegó hasta la amplia sala principal, con los techos de casi veinte metros de altura, a tiempo de ver el cohete chocar contra estos, girar, rebotar en un arco y precipitarse hacia el duro suelo de mármol, un misil de llama esmeralda y centellas chisporroteantes. Un humo que olía a producto químico serpenteaba por la habitación. Ascuas de luz verde sobrenatural caían del techo como copos de una nieve radioactiva e infernal. Quemar la biblioteca, aquel psicópata en miniatura había venido a quemar la biblioteca. El cohete seguía volando, chocó contra la pared a la derecha de Maggie y explotó en un fogonazo blanco y efervescente, con un restallido similar a un disparo y Maggie gritó y gritó, se agachó y se tapó un lado de la cara. Una brasa le rozó la piel desnuda del antebrazo derecho y la intensa punzada de dolor la sobresaltó.
Desde la otra habitación, la sala de lectura, el niño rio entre jadeos y echó de nuevo a correr.
El cohete se había apagado, pero el humo del vestíbulo todavía parpadeaba con una inquietante incandescencia color verde.
Maggie corrió detrás del niño, ya sin pensar en nada, alterada, furiosa y asustada. El niño no podría escapar por la puerta principal —que estaba cerrada por fuera con una cadena—, pero en la sala de lectura había una salida de incendios que los vagabundos mantenían siempre abierta. Daba a la parte este del aparcamiento. Allí le daría alcance. No sabía lo que haría con él cuando le pusiera las manos encima, y a una parte de ella le daba miedo pensarlo. Llegó a la sala de lectura justo a tiempo de ver cerrarse la puerta de incendios.
—Serás cabrón —musitó—. Serás cabrón.
Salió deprisa al aparcamiento. Al otro lado de la explanada pavimentada una única farola proyectaba un halo de luz. El centro del aparcamiento estaba muy iluminado, pero los extremos quedaban en la oscuridad. El niño esperaba junto a la farola. El muy cabrón había encendido otra bengala y no se encontraba lejos de un contenedor lleno de libros.
—¿Te has vuelto loco o qué? —dijo Maggie.
El niño gritó.
—¡Te veo por mi ventana mágica! —dibujó un agujero en el aire a la altura de su cara—. ¡Te estoy quemando la cabeza!
—C-C-Como causes un incendio aquí alguien podría morir, enano cretino —dijo Maggie—. ¡Por ejemplo, tú!
Le faltaba el aliento y temblaba, y las extremidades le escocían de forma extraña. En una de las manos sudorosas tenía la bolsa de Scrabble. Empezó a cruzar el aparcamiento. A su espalda la puerta de incendios se cerró. El niño había quitado la piedra que la mantenía abierta. Ahora para volver a entrar tendría que rodear todo el edificio.
—¡Mira! —gritó el niño—. ¡Mira, sé escribir con fuego!
Agitó la punta de la bengala en el aire, un rayo de luz blanca tan intenso que dejó una impresión en el nervio óptico de Maggie, creando la ilusión de letras palpitando en el aire.
Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 Corre10
 —¿Quién eres? —preguntó Maggie tambaleándose un poco y deteniéndose en el centro del aparcamiento. No estaba segura de haber visto lo que acababa de ver. De haber leído lo que pensaba que había leído.
—¡Mira! ¡Sé hacer un copo de nieve! ¡Puedo hacer que sea Navidad en julio!
El niño dibujó un copo de nieve en el aire.
A Maggie se le puso la piel de gallina.
—¿Wayne?
—¿Sí?
—Ay, Wayne —dijo Maggie—. Ay, Dios mío.
Dos faros aparecieron entre las sombras detrás del contenedor, a la derecha de Maggie. Un coche avanzó despacio junto a la acera: era antiguo, con los faros delanteros juntos, y tan negro que Maggie no lo había distinguido de la negrura que lo rodeaba.
—¡Hola! —dijo una voz desde algún punto detrás de los faros.
La voz salía del asiento del pasajero. Ah, no, era desde la ventanilla del conductor, porque estaban cambiados, como en los coches británicos.
—¡Qué noche tan estupenda para dar una vuelta en coche! Señorita Margaret Leigh. Porque usted es Margaret Leigh, ¿verdad? ¡Es usted igual que en la fotografía del periódico!
Maggie escudriñó hacia la luz de los faros. Se decía a sí misma que debía ponerse en marcha, salir de aquel aparcamiento, pero las piernas parecían habérsele pegado al suelo. La puerta de incendios estaba demasiado lejos, a doce pasos que bien podrían haber sido doce mil y, de todas maneras, la había oído cerrarse a su espalda.
Decidió que tenía, como mucho, cerca de un minuto para escapar y salvar la vida. Se preguntó si estaba preparada para ello. Los pensamientos le asaetaban como golondrinas volando raudas en la oscuridad justo cuando más desesperadamente necesitaba tener la mente despejada.
No sabe que Vic está aquí, pensó.
Y también: Coge al niño. Coge al niño y corre.
Y también: ¿Por qué no sale Wayne corriendo?
Porque no podía. Porque no sabía qué era lo que debía hacer. O lo sabía, pero era incapaz.
Sin embargo había intentado decirle a ella que corriera, lo había escrito con fuego en la oscuridad. Era posible incluso que hubiera intentado, a su torpe manera, advertirla dentro, en la biblioteca.
—¿Señor Manx? —gritó Maggie, todavía incapaz de mover los pies.
—¡Lleva usted buscándome toda su vida, señorita Leigh! —gritó Manx—. Bueno, ¡pues aquí estoy! Estoy seguro de que tiene muchas preguntas que hacerme. ¡Desde luego yo tengo unas cuantas para usted! Venga a sentarse con nosotros. ¡Venga a tomarse una mazorca!
—Deje al n-n-n… —empezó a decir Maggie, pero entonces se atragantó y fue incapaz de seguir. Tenía la lengua tan paralizada como las piernas. Quería decir: deje al niño que se vaya, pero su tartamudeo se lo impedía.
—¿Le ha comido la lengua el gato? —gritó Manx.
—Que te den —dijo Maggie. Aquello le salió fuerte y claro. Y eso que la t siempre era de las letras que más le costaban.
—Ven aquí, puta famélica —dijo Charlie Manx—. Métete en el coche. O vienes con nosotros o te atropellamos. Es tu última oportunidad.
Maggie inspiró profundo y olió libros empapados, aspiró el aroma a cartulina podrida y a papel seco por el sol de julio. Si una sola respiración podía resumir una vida entera, decidió que aquella podía servir. Ya casi era hora.
Entonces se le ocurrió que no tenía nada más que decirle a Manx. Se lo había dicho ya todo. Así que volvió la cabeza y fijó la vista en Wayne.
—¡Tienes que irte, Wayne! ¡Corre y escóndete!
La bengala de Wayne se había apagado y solo quedaba un rastro de humo sucio.
—¿Para qué quieres que me vaya? —dijo Wayne—. siento Lo —tosió y encogió los frágiles hombros—. ¡Esta noche nos vamos a Christmasland! ¡Va a ser muy divertido! —tosió de nuevo y a continuación chilló—. ¿Por qué no corres tú? ¡Sería un juego divertido! .yo ser consigo No
Los neumáticos chirriaron en el asfalto. Maggie dejó de estar paralizada. O quizá es que no lo había estado. Quizá simplemente sus músculos y nervios —la carne y el cableado— habían entendido en todo momento lo que la mente se resistía a aceptar, que ya era demasiado tarde para apartarse. Echó a correr por el aparcamiento hacia Wayne, pues se le había ocurrido la idea absurda de que podría llegar hasta él y llevárselo al bosque, ponerlo a salvo. Pasó delante del Espectro. Una luz gélida la envolvió. El motor rugió. Miró el coche de reojo pensando: Por favor, que esté preparada, y entonces el coche estuvo junto a ella, la rejilla tan cerca que el corazón pareció llenarle la boca. Pero el Rolls no iba hacia ella, sino que pasó de largo. Manx tenía una mano en el volante y medio cuerpo fuera de la ventanilla. El viento le retiraba el pelo negro de la frente amplia y desnuda. Tenía los ojos muy abiertos, ávidos por la diversión y una expresión triunfal le iluminaba la cara. En la mano derecha sostenía un martillo plateado más grande que todas las cosas.
Maggie no notó el martillo entrar en contacto con su nuca. El golpe sonó como cuando alguien pisa una bombilla, un chasquido y un crujido. Vio una ráfaga de luz blanca brillante. El sombrero flexible salió volando y girando en el aire como un frisbee. Sus pies continuaban corriendo por el asfalto, pero cuando bajó la vista se dio cuenta de que en realidad pedaleaban en el aire. La habían levantado del suelo.
Al caer chocó contra el costado del coche. Rebotó, golpeó el pavimento y salió dando vueltas, agitando los brazos. Rodó y rodó hasta terminar de espaldas contra la acera. Tenía la mejilla pegada al áspero asfalto. Pobre Maggie, pensó Maggie, con compasión muda pero sincera.
Comprobó que no podía levantar la cabeza ni tampoco girarla. Por el rabillo del ojo vio que tenía la pierna izquierda doblada hacia dentro a la altura de la rodilla, y la articulación retorcida de una manera por completo antinatural.
La bolsa de letras había aterrizado cerca de su cabeza y vomitado fichas por el aparcamiento. Vio una T y una U. Con ellas podía formarse la palabra TU. ¿Sabes que te estás muriendo, señorita Leigh? No, pero si TÚ lo dices…, pensó y tosió de una forma que podía haber pasado por risa. Una burbuja rosa le salió de los labios. ¿Cuándo se le había llenado la boca de sangre?
Wayne bajó de la acera al aparcamiento balanceando los brazos atrás y adelante. Su cara tenía un brillo blanquecino y enfermizo, pero sonreía mostrando una boca llena de dientes nuevos y relucientes. Le rodaban lágrimas por la cara.
—Estás rara —dijo—. ¡Ha sido muy divertido!
Parpadeaba para evitar llorar. Se pasó el dorso de una mano por la cara, distraído, y un manchurrón brillante se le dibujó en la suave mejilla.
El coche estaba parado a unos tres metros. La puerta del conductor se abrió y unas botas se posaron en el asfalto.
—Pues a mí no me ha parecido nada divertido que chocara contra el Espectro —dijo Manx—. Me ha hecho una buena abolladura. Aunque más abollada está aún esta zorra famélica, la verdad sea dicha. Métete en el coche, Wayne. Nos quedan unos cuantos kilómetros si queremos llegar a Christmasland antes de que salga el sol.
Wayne apoyó una rodilla en el suelo, junto a Maggie. Las lágrimas habían dejado regueros rojos en sus pálidas mejillas.
Tu madre te quiere, se imaginó Maggie diciéndole, pero lo único que salió de sus labios fueron sangre y un silbido. Intentó entonces decírselo con los ojos. Quiere que vuelvas. Alargó la mano y Wayne se la cogió y la apretó.
—.siento Lo —dijo—. evitarlo podido he No
—No pasa nada —susurró Maggie sin decirlo en realidad, solo moviendo los labios.
Wayne le soltó la mano.
—Descansa —le dijo—. Descansa aquí y sueña con algo bonito. ¡Sueña con Christmasland!
Se puso en pie y salió corriendo hasta perderse de vista. Una puerta se abrió. Otra puerta se cerró.
Maggie miró las botas de Manx. Casi pisaba las fichas de Scrabble. Ahora veía más letras: una R, una U, una I y una N. con eso podía escribir RUIN. Creo que me ha partido el cuello. ¡Qué tío más ruin!
—¿Por qué sonríes? —preguntó Manx con una voz repentinamente llena de odio—. ¿Es que tienes alguna razón para sonreír? Te vas a morir y yo en cambio voy a vivir. Tú podrías haber vivido también. Al menos un día más. Había cosas que quería saber… Como, por ejemplo, a quién más le has hablado de mí. Quería… ¡Haz el favor de mirarme cuando te hablo!
Maggie había cerrado los ojos. No quería mirarle la cara al revés, desde el suelo. El problema no era que Manx fuera feo, sino que era estúpido. El problema era cómo abría la boca abierta dejando ver su prognatismo y sus dientes marrones y torcidos. El problema era cómo le sobresalían los ojos del cráneo.
Manx le puso una bota en el estómago. De haber existido la justicia en este mundo, Maggie no debería ni haberlo notado. Pero no hay justicia, así que gritó. ¿Quién iba a saber que era posible sentir tanto dolor sin perder la conciencia?
—Y ahora escúchame. ¡No tenías por qué morir así! ¡No soy tan mala persona! Soy amigo de los niños y no le deseo mal a nadie, excepto a los que tratan de impedirme hacer mi trabajo. Tú no tenías por qué haberte enfrentado a mí. Pero lo hiciste y mira de lo que te ha servido. Yo voy a vivir para siempre, lo mismo que el niño. Estaremos dándonos a la buena vida mientras tú te pudres en un ataúd. Y…
Entonces Maggie lo entendió. Unió las letras y vio lo que decían. Lo entendió y profirió un bufido acompañado de una rociada de sangre que salpicó las botas de Manx. Era un sonido inconfundible. De carcajada.
Manx dio un salto hacia atrás, como si Maggie hubiera intentado morderle.
—¿Qué tiene de divertido? ¿Qué tiene de divertido que te vayas a morir y yo no? Me voy a marchar y no hay nadie que pueda detenerme y tú te vas a desangrar aquí. Así que ¿se puede saber qué te hace tanta gracia?
Maggie trató de decírselo. Movió los labios formando la palabra, pero lo único que salió de ellos fue un estertor y más sangre. Había perdido toda capacidad de hablar y saberlo le producía cierto alivio. Se acabó el tartamudear. Se acabó intentar desesperadamente hacerse entender mientras su lengua se negaba a colaborar.
Manx se irguió cuan largo era dando patadas a las letras, dispersándolas, dispersando la palabra que formaban si prestabas un poco de atención: TRIUMPH. Es decir, triunfo.
Se alejó deprisa, deteniéndose solo para coger el sombrero de Maggie del suelo, sacudirle el polvo al ala y ponérselo. Una puerta se cerró. La radio se encendió y Maggie oyó el tintineo de campanillas de Navidad y una cálida voz de hombre que decía: Navidad, Navidad, dulce Navidad…
El coche metió una marcha y empezó a moverse. Maggie cerró los ojos.
TRIUMPH: cuarenta y cinco puntos si usabas una casilla de triple tanto de palabra y doble tanto de letra. TRIUMPH, pensó Maggie. Gana Vic.


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:05

Hampton Beach, New Hampshire
 
VIC EMPUJÓ LA PUERTA Y ENTRÓ EN TERRY’S PRIMO SUBS, donde el aire era caliente y húmedo y estaba cargado de olor a aros de cebolla dorándose en la freidora.
Pete estaba detrás de la barra. El bueno de Pete, con la cara quemada por el sol y una línea color cinc que le bajaba por la nariz.
—Sé a qué has venido —dijo Pete metiendo la mano debajo de la barra—. Tengo algo para ti.
—No —dijo Vic—. Me importa una mierda la pulsera de mi madre. Estoy buscando a Wayne. ¿Has visto a Wayne?
Le confundía estar de nuevo en Terry’s, agachando la cabeza para no darse con las tiras de papel matamoscas. Pete no podía ayudarla a encontrar a Wayne y estaba furiosa consigo misma por perder el tiempo allí cuando tenía que estar buscando a su hijo.
La sirena de un coche policía aulló desde la calle. A lo mejor alguien había visto el Espectro. A lo mejor habían encontrado a Wayne.
—No —dijo Pete—. No es una pulsera. Es otra cosa.
Se agachó detrás de la caja registradora y sacó un martillo plateado que colocó sobre la barra. Tenía sangre y pelos pegados en el lado que hacía daño.
Vic notó como el sueño se estrechaba a su alrededor, como si el mundo fuera una bolsa gigante de celofán y de repente se encogiera y cerrara sobre sí misma.
—No —dijo—. No lo quiero. Eso no es lo que he venido a buscar. Eso no me sirve.
Fuera, la sirena de policía se calló con una flatulencia ahogada.
—Yo creo que sí sirve —dijo Charlie Manx con una mano en el mango estriado. Era él quien estaba detrás de la barra y no Pete. Era Charlie Manx vestido de cocinero, con un delantal manchado de sangre, sombrero blanco de dos picos y una raya color zinc que le bajaba por la nariz—. Y lo que fue útil una vez lo sigue siendo, por muchas cabezas que haya partido.
Levantó el martillo.
Vic chilló, se apartó de él y salió del sueño para entrar en


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:07

La vida real
 
SE DESPERTÓ, CONSCIENTE DE QUE ERA TARDE Y DE QUE ALGO IBA MAL.
Oía voces amortiguadas por la piedra y la distancia y supo que eran masculinas, aunque no lograba entender lo que decían. Le llegaba un tenue olor a fósforo quemado. Tuvo el presentimiento de que mientras dormía, encerrada en el sarcófago de medicamentos de Maggie, algo grave había ocurrido.
Se incorporó con la sensación de que tenía que vestirse y salir de allí.
Pasados unos instantes se dio cuenta de que ya estaba vestida. Ni siquiera se había quitado las deportivas antes de quedarse dormida. Tenía la rodilla izquierda de un color violeta tóxico y más gorda que las de Lou.
Una vela roja alumbraba la oscuridad y proyectaba una sombra en el cristal del acuario. En la mesa había una nota; Maggie le había dejado una nota antes de irse. Qué detalle por su parte. Su pisapapeles con forma de pistola del calibre 38 de Chéjov la mantenía en su sitio. Vic esperaba que fueran instrucciones, una serie de pasos sencillos que le devolverían a Wayne, le solucionarían el dolor de la pierna, también el de la cabeza y, en última instancia, la vida. A falta de eso, una nota de Maggie que dijera dónde había ido sería suficiente. «Voy al Búho Nocturno a por fideos y drogas. Vuelvo enseguida. xoxo».
Oyó de nuevo las voces. Alguien le dio una patada a una lata de cerveza no lejos de allí. Se estaban acercando, estaban casi al lado y si Vic no apagaba la vela entrarían en el ala de la biblioteca infantil y verían la luz detrás del acuario. Mientras pensaba esto era consciente de que era ya casi demasiado tarde. Oyó cristales rotos y tacones de botas que se acercaban.
Se levantó de un salto, pero la rodilla la traicionó y cayó al suelo ahogando un grito.
Cuando trató de levantarse, la pierna se negó a cooperar. La estiró hacia atrás con mucho cuidado —cerrando los ojos y empujando a pesar del dolor— y a continuación se arrastró por el suelo ayudándose de los nudillos y del pie derecho, una postura que, además de dolorosa, era de lo más humillante.
Con la mano derecha agarró el respaldo de la silla de oficina y con la izquierda el borde de la mesa. Usó las dos para impulsarse y quedó inclinada sobre el escritorio. Los hombres estaban en la otra habitación, justo al otro lado de la pared. Sus linternas aún no iluminaban el acuario, y Vic decidió que era posible que no hubieran reparado todavía en la débil llama de la vela. Cuando se inclinó para apagarla se encontró leyendo la nota escrita en papel con membrete de la biblioteca de Aquí.
 
«CUANDO LOS ÁNGELES CAEN, LOS NIÑOS VUELVEN A CASA»
 
 
El papel tenía salpicaduras de agua, como si tiempo atrás alguien hubiera leído el mensaje y llorado.
Oyó una de las voces de la habitación contigua. Hank, hay una luz. A esto le siguieron, un instante después, voces entrecortadas que hablaban por un walkie-talkie, un emisor transmitiendo un mensaje en código. Había un 10-57 en la biblioteca pública, seis agentes habían respondido a la llamada, víctima encontrada muerta. Vic se disponía a doblarse para apagar la vela, pero al oír «víctima muerta» se interrumpió. Siguió inclinada con los labios apretados, pero se había olvidado de lo que tenía intención de hacer.
La puerta a su espalda se movió y la madera chocó con la piedra, desplazando un trozo de cristal que tintineó.
—Perdone, señora —dijo una voz a su espalda—. ¿Podría venir aquí? Por favor, mantenga las manos donde yo las vea.
Vic cogió la pistola de Chéjov, se volvió y le apuntó al pecho.
—No.
Eran dos. Ninguno había sacado el arma, lo que no la sorprendió. Dudaba de que la mayoría de agentes de policía desenfundara su arma estando de servicio ni siquiera una vez al año. Ambos eran muchachos blancos regordetes. El de delante la apuntaba con una potente linterna. El otro estaba en la puerta, con medio cuerpo todavía en la biblioteca infantil.
—¡Eh! —gritó el muchacho con la linterna—. ¡Lleva un arma!
—Calladitos y sin moverse —dijo Vic—. Apartad las manos de los cinturones y tú, baja esa linterna. Me está dando en los ojos, joder.
El policía soltó la linterna, que se apagó en el momento en que tocó el suelo, para después rodar.
Allí estaban los dos, pecosos, rechonchos y asustados, uno de ellos probablemente venía de entrenar con su hijo para un partido de la liga infantil al día siguiente. Al otro probablemente le gustaba ser policía porque así le daban batidos gratis en el McDonald’s. Ambos le recordaron a niños jugando a los disfraces.
—¿Quién ha muerto? —dijo.
—Señora, tiene que bajar el arma. No queremos que nadie salga herido —dijo el policía con una voz temblorosa y titubeante como la de un adolescente.
—¿Quién? —repitió Vic ahogando un grito que le subía por la garganta—. Han dicho por la radio que alguien había muerto. ¿Quién? Dímelo ahora mismo.
—Una mujer —dijo el hombre que se había quedado detrás, en la puerta. El primero había levantado los brazos, con las palmas hacia delante. Vic no podía ver lo que hacía el otro con las manos —probablemente estaba sacando el arma— pero de momento no le importaba. Estaba atrapado detrás de su compañero, así que tendría que dispararle a él para alcanzarla a ella—. Una mujer sin identificar.
—¿De qué color tenía el pelo? —gritó Vic.
El segundo hombre dijo:
—¿La conocía?
—¡Que de qué color tenía el pelo, joder!
—Medio naranja. Naranja tipo refresco. ¿La conoce? —preguntó el segundo policía, que seguramente ya había sacado la pistola.
Le costaba trabajo asimilar que Maggie estuviera muerta. Era como si alguien le pidiera que hiciera fracciones mixtas mientras tenía un resfriado de nariz. Demasiado trabajo y demasiado confuso. Solo un momento antes habían estado tumbadas juntas en el sofá, Maggie con un brazo alrededor de su cintura y sus piernas contra sus muslos. Con el calor de su cuerpo, Vic se había dormido enseguida. Le llenaba de perplejidad que hubiera ido a alguna parte y hubiera muerto mientras ella seguía durmiendo. Ya era bastante malo que solo días atrás le hubiera gritado, insultado y amenazado. Pero es que esto era aún peor, haber estado durmiendo tranquilamente mientras Maggie andaba por las calles era cruel y desconsiderado.
—¿Cómo ha sido? —preguntó.
—Un coche, probablemente. Tiene pinta de haber sido atropellada. Por Dios, baje el arma. Baje el arma y hablemos.
—Mejor no —dijo Vic, y se volvió para apagar la vela sumiendo a los tres en


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:08

 La oscuridad
 
VIC NO INTENTÓ CORRER. PARA EL CASO, ERA LO MISMO QUE INTENTAR VOLAR.
En lugar de ello retrocedió deprisa, rodeó la mesa y se pegó a la pared dando la cara a los policías. La negrura era absoluta, una geografía de la ceguera. Uno de los policías gritó y avanzó a tientas. Hubo ruido de tacones de botas. Vic dedujo que el de atrás había empujado al otro para que se apartara.
Vic tiró el pisapapeles, que chocó, rebotó y rodó alejándose por el suelo. Eso les daría algo en qué pensar, una pista falsa que les despistaría. Empezó a moverse con cuidado de no doblar la pierna izquierda y de no poner en ella demasiado peso. Notó más que vio una estantería metálica a su derecha y se deslizó detrás de ella. En algún lugar de aquel mundo nocturno, un policía tiró la escoba que había apoyada en la pared y que cayó con un golpe seco seguido de un aullido de susto.
Vic tocó con un pie el borde de un peldaño. Si tienes que salir corriendo, mantente a la derecha y sigue bajando escaleras, le había dicho Maggie, aunque Vic no recordaba cuándo. En algún lugar al final de un número de escalones imposible de adivinar había una salida a toda aquella oscuridad. Vic bajó.
Se movía a saltitos y cuando el talón pisó un libro húmedo y esponjoso estuvo a punto de caer de culo. Pero se apoyó en la pared, recuperó el equilibrio y continuó. Oyó gritos a su espalda, de más de dos hombres ya. La respiración le raspaba la garganta y recordó de nuevo que Maggie había muerto. Quería llorar por ella, pero tenía los ojos tan secos que le dolían. Quería que la muerte de Maggie lo volviera todo quieto y silencioso —tal y como debían ser las cosas en una biblioteca— pero en lugar de ello había policías dando alaridos, respiración agitada y el latido de su propio pulso.
Bajó a saltos un último y corto tramo de escaleras y vio un retazo de oscuridad nocturna que resaltaba contra la negrura más espesa de las estanterías. La puerta trasera estaba entreabierta, sujeta con un trozo de piedra.
Se detuvo a medida que se acercaba, imaginando que se asomaría y vería un festival de agentes de policía en el campo embarrado que había detrás de la biblioteca, pero cuando se asomó no había nadie. Estaban todos en el lado opuesto del edificio, el que daba al este. Su moto estaba sola, cerca del banco, donde la había dejado. El río Cedar burbujeaba y se agitaba. El Atajo no estaba, pero tampoco Vic había esperado encontrarlo.
Abrió la puerta del todo y se agachó por debajo de la cinta amarilla, manteniendo la pierna izquierda estirada y avanzando con esfuerzo y a saltitos irregulares. El aire espeso, caluroso y húmedo de la noche traía el sonido de los escáneres policiales. No veía coches de la policía, pero uno llevaba puestas las luces de fiesta y su halo estroboscópico iluminaba la oscuridad densa y turbia por encima de la biblioteca.
Vic se subió a la Triumph, quitó la pata de cabra y aceleró.
La moto se puso en marcha.
La puerta trasera de la biblioteca se abrió. El policía que salió por ella —después de romper la cinta— sostenía una pistola con ambas manos y apuntaba al suelo.
Vic dio la vuelta a la Triumph trazando un círculo lento y cerrado, deseando que el puente estuviera allí, sobre el río Cedar. Pero no estaba. Circulaba a menos de un kilómetro por hora, lo que, sencillamente, no era velocidad suficiente. Nunca había encontrado el Puente del Atajo yendo tan despacio. Era cuestión de velocidad y de poner la mente en blanco, de dejar de pensar y concentrarse en montar.
—¡Bájese de la moto! —gritó el policía y echó a correr hacia Vic mientras apuntaba con la pistola a un lado.
Vic llevó la moto hasta el estrecho camino que discurría detrás de la biblioteca, metió la segunda y empezó subir por la ladera. El viento le agitaba la melena apelmazada por la sangre.
Recorrió el camino trasero hasta llegar a la puerta principal del edificio. La biblioteca estaba en una avenida ancha y llena de coches policiales cuyas luces estroboscópicas palpitaban en la noche. Al oír el motor de la moto, algunos hombres de azul se volvieron a mirar. También había una pequeña multitud de curiosos detrás de vallas amarillas, siluetas oscuras que estiraban el cuello con la esperanza de ver un poco de sangre. Uno de los coches de la policía estaba aparcado de manera que bloqueaba la estrecha carretera que salía de la parte trasera del edificio.
Estás acorralada, imbécil, pensó Vic.
Giró la moto para volver por donde había venido. La Triumph rodó por el asfalto como si volara desde un precipicio. Vic metió tercera y siguió acelerando. Dejó atrás la biblioteca, a la izquierda, y bajó hacia el prado embarrado de dos hectáreas donde Maggie había estado aguardándola. Un policía la esperaba ahora junto al banco.
Para entonces la Triumph iba ya a más de sesenta kilómetros por hora. Vic puso rumbo al río.
—Funciona, joder, funciona —dijo—. No tengo tiempo para tus gilipolleces.
Metió cuarta y el único faro voló sobre el asfalto, la tierra y la turbulencia marrón terrosa del río. Vic se precipitó hacia el agua. Quizá, si tenía mucha suerte, se ahogaría. Mejor eso que ser arrestada y encerrada sabiendo que Wayne iba camino de Christmasland sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.
Cerró los ojos y pensó. A tomar por culo, a tomar por culo, a tomar por culo. Era quizá la primera plegaria sincera que decía en su vida. La sangre le rugía en los oídos.
La moto entró en contacto con el suelo de barro y lo cruzó en dirección al río y entonces Vic escuchó madera golpetear bajo los neumáticos y la moto empezó a cabecear y a derrapar. Cuando abrió los ojos se encontró tiritando en la oscuridad y circulando sobre los tablones carcomidos del Puente del Atajo. Al otro lado solo había más oscuridad. Lo que le rugía en los oídos no era sangre, sino ruido blanco. Una tormenta de luz blanca bramaba entre las grietas de las paredes. Todo el puente inclinado parecía temblar por el peso de la moto.
Pasó junto a su vieja Raleigh cubierta de telarañas, y entró en una oscuridad húmeda, que olía a insectos y a pinos. La rueda trasera se aferraba a la tierra blanda. Vic pisó el freno que no funcionaba y después accionó con la mano el que sí. La moto se atravesó antes de detenerse. El suelo estaba cubierto de un ligero lecho de musgo que se quedaba pegado a las ruedas de la Triumph como una moqueta deshilachada.
Vic estaba en un pequeño terraplén, en algún lugar del pinar. De las ramas caía agua, aunque no llovía. Sujetó la moto mientras esta derrapaba y luego apagó el motor y bajó la pata de cabra.
Se volvió para mirar el puente. En el otro extremo podía ver la biblioteca y al policía pecoso de piel blancuzca de pie, justo delante del Atajo. Se volvió despacio y estudió la entrada a este. En cualquier momento pondría un pie dentro.
Vic cerró los ojos con fuerza y agachó la cabeza. El ojo izquierdo le dolía como si le hubieran clavado un cerrojo metálico en el cerebro.
—¡Vete! —gritó con los dientes apretados.
Hubo un gran estruendo, como si alguien hubiera cerrado una puerta gigantesca y después una onda expansiva de aire caliente —un aire que olía a ozono, igual que una sartén quemada— estuvo a punto de derribar la moto y a Vic con ella.
Levantó la vista. Al principio no distinguía gran cosa por el ojo izquierdo. Tenía la visión oscurecida por manchas borrosas, como salpicaduras de agua embarrada en una ventana. Pero con el otro vio que el puente había desaparecido y dejado detrás unos pinos muy altos cuyos troncos rojizos brillaban a causa de una lluvia reciente.
¿Y qué había sido del policía? Vic se preguntó si habría llegado a poner un pie en el puente o asomado la cabeza. ¿Qué pasaba si una parte de él se había quedado dentro?
Imaginó un niño poniendo los dedos debajo del filo de un cúter y a continuación bajando la cuchilla.
—Ya no hay nada que hacer —dijo, y se estremeció.
Se volvió para inspeccionar por primera vez el lugar. Estaba detrás de una casa de madera de una sola planta con luz que salía de la ventana de la cocina. Más allá, al otro lado de la cabaña, un largo sendero de grava conducía a una carretera. Vic no conocía aquel sitio, pero pensó que sabía dónde estaba y al instante siguiente estuvo segura. Seguía a horcajadas sobre la moto cuando la puerta trasera de la casa se abrió y un hombre pequeño y delgado apareció detrás de la mosquitera, escudriñando ladera arriba, hacia donde ella se encontraba. Vic no podía verle la cara, pero le reconoció por la silueta y por la manera en que ladeaba la cabeza, aunque llevaba más de diez años sin verle.
Por fin había llegado a la casa de su padre. Había conseguido dar esquinazo a la policía y llegar hasta Chris McQueen.


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:11

Dover, New Hampshire
 
UN RUIDO FUERTE Y SECO, COMO EL DE LA PUERTA MÁS GRANDE del mundo cerrándose de golpe. Un chirrido electrónico. El rugido ensordecedor de la electricidad estática.
Tabitha Hutter chilló y se quitó los auriculares.
Daltry, que estaba sentado a su derecha, se sobresaltó, pero siguió con los cascos puestos unos momentos más y la cara retorcida en una mueca de dolor.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Hutter a Cundy.
Había cinco policías en la parte trasera de una furgoneta que llevaba escrito KING BOAR DELI en uno de los lados. Una alusión porcina de lo más apropiada, ya que dentro estaban apretados como salchichas. La furgoneta estaba aparcada cerca de una gasolinera CITGO al otro lado de la carretera y a unos treinta metros al sur del camino que llevaba a la casa de Chris McQueen.
Tenían equipos apostados en el bosque, más próximos a la cabaña de McQueen, con cámaras de vídeo y micrófonos parabólicos. Luego transmitían el material que iban grabando a la furgoneta. Hasta hacía un momento Hutter había podido ver la carretera en un par de monitores, teñida del color esmeralda sobrenatural de las cámaras de visión nocturna. Ahora, sin embargo, las pantallas no mostraban más que una tormenta de nieve verde.
Con la imagen, habían perdido también el sonido. Hasta hacía un momento Hutter había estado escuchando a Chris McQueen y Lou Carmody susurrar en la cocina. McQueen le había preguntado a Lou si quería un café. Al instante siguiente ambos habían desaparecido y los había reemplazado un rugido furioso de interferencias radiofónicas.
—No lo sé —dijo Cundy—. Se nos ha ido todo —pulsó el teclado de su pequeño portátil, pero la pantalla era una superficie lisa de cristal negro—. Es como si hubiéramos tenido un ataque de pulso electromagnético, joder.
Cundy resultaba gracioso cuando decía tacos, ya que era un hombre negro menudo de voz aflautada y restos de acento británico que pretendía hacerse pasar por alguien formado en las calles en lugar de en el MIT.
Daltry se quitó los auriculares. Luego consultó su reloj y rio con una risa seca y asombrada que sugería cualquier cosa menos diversión.
—¿Qué pasa? —preguntó Hutter.
Daltry giró la muñeca para enseñarle la esfera del reloj. Parecía tener casi los mismos años que él, era un reloj de esfera clásica y una gastada correa metálica color plata que seguramente en otro tiempo estuvo pintada de manera que pareciera oro. La manecilla del segundero daba vueltas y vueltas, hacia atrás. Las de las horas y los minutos estaban petrificadas, perfectamente quietas.
—Ha matado a mi reloj —dijo y rio de nuevo, esta vez mirando a Cundy—. ¿Esto lo has hecho tú? ¿Tu montaje electrónico? ¿Acabas de cargarte toda la instalación y de paso también mi reloj?
—No sé qué ha sido —dijo Cundy—. Igual le ha caído un rayo.
—¿Qué rayo ni qué niño muerto? ¿Es que oyes algún trueno?
—Yo sí he oído algo retumbar —dijo Hutter—. Justo cuando todo se ha cortado.
Daltry metió una mano en el bolsillo del abrigo, sacó un cigarrillo, luego pareció recordar que Hutter estaba a su lado y la miró largo rato de reojo y con desilusión. Volvió a meterse la cajetilla en el bolsillo.
—¿Cuánto tardaréis en recuperar la imagen y el sonido? —preguntó Hutter.
—Igual ha sido una mancha solar —dijo Cundy como si Hutter no hubiera hablado—. He oído que se avecina una tormenta solar.
—Mancha solar —dijo Daltry y juntó las palmas de las manos como si fuera a rezar—. Así que una mancha solar, ¿no? Se nota que has ido seis años a la universidad y que te has licenciado en neurociencia o algo por el estilo, porque hace falta verdadero talento para creerse una gilipollez semejante. Por si no te habías dado cuenta, es de noche, puto autista.
—¡Cundy! —dijo Hutter antes de que Cundy se levantara de su silla y ambos hombres se embarcaran en un concurso para descubrir quién la tenía más larga—. ¿Cuándo recuperaremos la conexión?
Cundy se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Lo que tardemos en reiniciar el sistema? A no ser que haya estallado una guerra nuclear, en ese caso seguramente tardaremos más.
—Bueno, pues voy a ver si diviso el hongo gigante —dijo Hutter mientras se levantaba del banco y se desplazaba de lado hacia las puertas traseras de la furgoneta.
—Eso —dijo Daltry— Yo también. Si hay misiles volando quiero fumarme un pitillo antes de desaparecer de la faz de la tierra.
Hutter bajó el picaporte, abrió la pesada puerta metálica que daba a la noche húmeda y saltó. De las farolas colgaba neblina y la noche bullía con el estridor de insectos. Al otro lado de la calle, las luciérnagas iluminaban helechos y matojos en fogonazos color verde vaporoso.
Daltry se agachó al lado de Hutter y le chasquearon las rodillas.
—Por Dios —dijo—. No esperaba seguir vivo a esta edad.
La compañía de Daltry no solo no alegraba a Hutter, sino que la hacía más consciente de su soledad. El último hombre con el que había salido le había dicho una cosa, poco antes de romper: «No sé, igual es que soy aburrido, pero cada vez que salimos a cenar tengo la sensación de que estás en otra parte. Vives dentro de tu cabeza y yo no. Y no tienes sitio para mí. No sé, igual conseguiría interesarte más si fuera un libro».
Entonces Hutter le había odiado y también se había odiado un poco a sí misma, pero después, en retrospectiva, había decidido que incluso si aquel hombre en concreto hubiera sido un libro, habría sido uno de la sección Negocios y Finanzas, ante la que sin duda ella habría pasado de largo de camino al pasillo de Fantasía y Ciencia Ficción.
El aparcamiento estaba casi vacío. Hutter veía el interior de la gasolinera CITGO a través de los grandes ventanales. El paquistaní que estaba en la caja no hacía más que mirarles, nervioso. Hutter le había explicado que no le vigilaban a él, que el gobierno federal le agradecía su colaboración, pero sin duda estaba convencido de que le habían pinchado el teléfono y que le consideraban un terrorista en potencia.
—¿Crees que deberíamos haber ido a Pensilvania? —preguntó Daltry.
—En función de cómo salga esto, igual voy yo mañana.
—Menuda película de terror, joder —dijo Daltry.
Durante toda la noche Hutter no había dejado de recibir mensajes de voz y correos electrónicos sobre la casa de Bloch Lane, en Sugarcreek. Habían aislado el lugar con una carpa y para entrar uno tenía que ponerse un traje de goma y una máscara antigás. Estaban tratando la casa como si estuviera contaminada con el virus Ébola. Una docena de expertos de la policía científica, tanto estatales como federales, estaba poniendo la vivienda patas arriba. Habían pasado toda la tarde sacando huesos de detrás de una de las paredes del sótano. El tipo que había vivido allí, Bing Partridge, había disuelto casi todos los restos mortales con lejía, pero aquello que no logró destruir había decidido almacenarlo, de manera muy similar a como una abeja almacena la miel, en pequeñas celdas recubiertas ligeramente de barro.
No le había dado tiempo a disolver a su última víctima, un hombre llamado Nathan Demeter, de Kentucky, el cadáver que Vic McQueen había mencionado por teléfono. Demeter había desaparecido más de dos meses atrás junto con su Rolls-Royce de época modelo Espectro. Lo había comprado en una subasta federal más de una década antes.
Su anterior propietario había sido Charles Talent Manx, ex residente de la prisión federal de Englewood, en Colorado.
Demeter había mencionado a Manx en la nota que había escrito poco antes de morir estrangulado. Había escrito mal el nombre, pero quedaba claro de quién hablaba. Hutter había visto la nota escaneada y la había leído una docena de veces.
Tabitha Hutter había estudiado el sistema de clasificación de Dewey y había ordenado los libros que tenía en su apartamento de Boston de acuerdo con el mismo. Tenía una caja de plástico con recetas cuidadosamente manuscritas, ordenadas por región y tipo de cocina (plato principal, entrantes, postres y una categoría llamada «TPC» para tentempiés postcoitales). Cada vez que desfragmentaba su disco duro experimentaba un placer secreto y casi culpable.
En ocasiones pensaba en su mente como un apartamento futurista con suelos de cristal transparente, escaleras también de cristal transparente y muebles hechos de plástico claro en el que todo parecía flotar: limpio, impoluto, ordenado.
Pero ahora su cerebro no estaba así, y cuando trataba de pensar en lo ocurrido en las últimas setenta y dos horas se sentía abrumada y confusa. Quería creer que la información traía consigo claridad. Sin embargo, y no por primera vez en su vida, tenía la sensación de que estaba ocurriendo exactamente lo contrario. La información en este caso era como un frasco de moscas, y si le quitabas la tapa era imposible conseguir volver a meterlas todas.
Inhaló el olor musgoso de la noche, cerró los ojos y procedió a catalogar las moscas:
Victoria McQueen había sido raptada a la edad de diecisiete años por Charles Manx, un hombre que casi sin duda había secuestrado a más personas. Entonces conducía un Rolls-Royce Espectro, un modelo de 1938. Vic logró escapar y Manx fue a la cárcel por cruzar con ella fronteras entre estados y asesinar a un soldado en servicio activo. Pero en cierto sentido Vic no había logrado escapar de Manx en absoluto. Al igual que muchos otros supervivientes de episodios traumáticos y posibles abusos sexuales, continuó siendo una prisionera… de sus adicciones, de su locura. Robó cosas, consumió drogas, tuvo un niño sin estar casada y pasó por una sucesión de relaciones fracasadas. Lo que Charlie Manx no había conseguido hacerle, había intentado hacérselo ella misma desde entonces.
Manx había pasado cerca de veinte años encerrado en la cárcel de máxima seguridad de Englewood. Después de permanecer en coma intermitente durante una década, había muerto la primavera anterior. El forense había calculado que tenía noventa años, aunque nadie conocía su edad exacta, y mientras seguía lúcido, él mismo había afirmado tener ciento dieciséis. Unos gamberros habían robado su cadáver del depósito, pero sobre su muerte no había dudas. Su corazón había pesado doscientos noventa gramos, poco para un hombre de su tamaño. Hutter lo había visto en una fotografía.
McQueen afirmaba haber sido atacada de nuevo, solo tres días antes, por Charles Manx y un hombre con una máscara antigás, y afirmaba también que esos hombres se habían marchado con su hijo de doce años en el asiento trasero de un Rolls-Royce modelo antiguo.
Dudar de su versión había sido razonable. Le habían dado una fuerte paliza, pero era posible que las heridas se las hubiera hecho su hijo de doce años en defensa propia. En el césped había rastros de neumáticos, pero podían ser tanto de moto como de coche, ya que la tierra húmeda y blanda no conservaba huellas identificables. Vic McQueen afirmaba que le habían disparado, pero los de la policía científica no habían encontrado una sola bala.
Pero lo que resultaba más incriminatorio de todo era que McQueen había contactado en secreto con una mujer, Margaret Leigh, una prostituta y drogadicta del interior del país que parecía tener información sobre el niño desaparecido. Cuando se le preguntó sobre su relación con Leigh, McQueen huyó en una moto sin llevarse ningún tipo de equipaje. Y había desaparecido lo mismo que si se la hubiera tragado la tierra.
Había sido imposible localizar a la señora Leigh. Había vivido en una serie de refugios en Iowa e Illinois, llevaba desde 2008 sin pagar impuestos y sin empleo. Su vida tenía connotaciones inconfundiblemente trágicas. En otro tiempo había sido bibliotecaria y una popular si bien algo excéntrica jugadora de torneos de Scrabble de su localidad. También tenía fama de pitonisa aficionada que, de tanto en tanto, colaboraba con las fuerzas de la ley. ¿Qué quería decir aquello?
Y luego estaba el martillo. Hutter llevaba varios días ya pensando en el martillo. Cuanta más información tenía, más le daba que pensar aquel martillo. Si Vic hubiera querido inventarse una patraña sobre que la habían atacado, ¿por qué no decir que Manx le había pegado con un bate de béisbol, una azada o una palanca? En lugar de ello había descrito un arma que tenía que ser un martillo forense, el mismo que había desaparecido junto con el cuerpo de Manx, un detalle que nunca se incluyó en las noticias de la desaparición publicadas en la prensa.
Por último estaba Louis Carmody, amante ocasional de Vic McQueen, padre de su hijo y el hombre que la había rescatado de Charles Manx años atrás. La estenosis de Carmody no era simulada; Hutter había hablado con la médico que le trató y esta le había confirmado que había tenido uno, posiblemente dos, «preinfartos» en el curso de una semana.
—No debería haber dejado el hospital —le dijo la doctora a Hutter, como si esta tuviera la culpa de su marcha. En cierto sentido era así—. Sin una angioplastia, el más mínimo estrés podría desencadenar una cascada isquémica. ¿Lo entiende? Una avalancha en el cerebro. Un infarto agudo.
—Lo que está diciendo es que puede morir —había dicho Hutter.
—En cualquier momento. Cada minuto que pasa fuera del hospital es como si estuviera tumbado en mitad de la carretera. Tarde o temprano le atropellarán.
Y sin embargo Carmody se había marchado del hospital y cogido un taxi a la estación, a menos de un kilómetro de distancia. Una vez allí sacó un billete para Boston, supuestamente en un torpe intento por despistar a las fuerzas del orden, y a continuación había ido andando a un establecimiento de la cadena CVS y hecho una llamada a Dover, New Hampshire. Cuarenta y cinco minutos más tarde, Christopher McQueen llegó en una camioneta y Carmody se subió al asiento del pasajero. Fin de los hechos.
—¿En qué crees que andaba metida Vic McQueen? —le preguntó Daltry.
La brasa de su cigarrillo ardía en la oscuridad, iluminando de forma siniestra sus facciones feas y escarpadas.
—¿Cómo que en qué andaba metida?
—Fue directa a ver a este tipo, Bing Partridge. Quería sacarle información sobre su hijo. Y lo consiguió, ¿no? Es evidente que andaba en tratos con alguna panda de retrasados mentales peligrosos. Por eso le quitaron al niño, ¿no crees? Sus socios querían darle una lección.
—Pues no lo sé —dijo Hutter—. Se lo preguntaré cuando la vea.
Daltry levantó la cabeza y expulsó humo en la pálida neblina.
—Me apuesto lo que quieras a que es tráfico de personas. O pornografía infantil. Eso tendría sentido, ¿no?
—No —dijo Hutter, y echó a andar.
Al principio solo quería estirar las piernas, impaciente por moverse. Caminar la ayudaba a pensar. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora del FBI y rodeó la furgoneta hasta llegar a donde empezaba la carretera. Cuando miró al otro lado de esta vio unas luces que se filtraban entre los pinos y procedían de la casa de Chris McQueen.
La médico había dicho que Carmody estaba tirado en la carretera esperando a que lo atropellaran, pero no era así. La cosa era todavía peor. Iba por el centro de la carretera, caminando voluntariamente contra el tráfico. Porque en aquella casa había algo que necesitaba. No, incorrecto. Algo que Wayne necesitaba. Y se trataba de algo tan importante que cualquier otra consideración, incluida la supervivencia del propio Lou, pasaba a segundo plano. Algo que estaba allí, en esa casa, a sesenta metros de ella.
Daltry la alcanzó justo cuando cruzaba la carretera.
—¿Qué vamos a hacer?
—Voy a quedarme con uno de los equipos de vigilancia —dijo Hutter—. Así que si quieres venir, apaga el cigarrillo.
Daltry lo tiró en la carretera y lo apagó con el pie.
Después de cruzar la autopista, continuaron por el arcén, de grava. Estaban a menos de quince metros del camino que conducía a la cabaña de Chris McQueen cuando oyeron una voz.
—¿Hola? —dijo alguien en tono quedo.
Una mujer pequeña pero robusta con impermeable color azul oscuro salió de debajo de las ramas de una pícea. Era la oficial india, Chitra. Llevaba una linterna larga de acero inoxidable en una mano, pero no la encendió.
—Soy yo, Hutter. ¿Quiénes estáis ahí?
—Paul Hoover, Gibran Peltier y yo —eran uno de los dos equipos situados en los árboles vigilando la casa—. Algo ha pasado con el equipo. La parabólica no funciona y la cámara no se enciende.
—Lo sabemos —dijo Daltry.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Chitra.
—Una mancha solar —dijo Daltry.


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:13

Casa de Christopher McQueen
 
VIC DEJÓ LA TRIUMPH JUNTO A LOS ÁRBOLES, en una ligera elevación del terreno frente a la casa de su padre. Cuando se bajó de la moto todo le daba vueltas. Se sentía como una figurilla dentro de una bola de nieve, zarandeada por un niño pequeño y despiadado.
Empezó a bajar la pendiente y le sorprendió comprobar que era incapaz de caminar en línea recta. Si un policía la paraba ahora, dudaba de poder superar el test de alcoholemia, aunque no había bebido una sola gota. Entonces cayó en la cuenta de que si un policía la paraba, probablemente le colocaría las esposas y, de paso, le atizaría un par de porrazos.
A la silueta de su padre en la puerta trasera se le unió otra, la de un hombre grande de ancho pecho, una barriga enorme y un cuello más grueso que su afeitada cabeza. Era Lou. Vic le habría reconocido entre una multitud y desde ciento cincuenta metros de distancia. Dos de los tres hombres que la habían querido en su vida la miraban bajar trastabillando por la ladera. Solo faltaba Wayne.
Los hombres, pensó, eran uno de los pocos placeres asegurados de la vida, como una chimenea encendida en una fría noche de octubre, como el cacao, como las zapatillas de estar en casa. Sus torpes demostraciones de afecto, sus caras rasposas y su disposición a hacer lo que fuera necesario en cada momento —preparar una tortilla, cambiar una bombilla, follar con cariño— casi hacían que ser mujer resultase divertido.
Vic deseó no ser tan consciente de la enorme diferencia que había entre cómo la valoraban los hombres de su vida y su valor real. Tenía la impresión de haber pedido y esperado siempre demasiado y dado demasiado poco. Parecía tener incluso una tendencia perversa a esforzarse para que cualquiera que la conociera se arrepintiera de ello, a encontrar aquello que más escandalizara a esa persona y a continuación hacerlo para así obligarla a salir corriendo en un acto de autoprotección.
El ojo izquierdo era como una tuerca gigantesca que giraba, apretándose cada vez más dentro de su cuenca.
Durante los primeros doce pasos la rodilla izquierda se negó a flexionarse. Luego, cuando ya estaba cruzando el jardín trasero, se dobló sin avisar y Vic se cayó sobre ella. Fue como si Manx se la estuviera partiendo con su martillo.
Su padre y Lou salieron de la casa y corrieron hacia ella. Vic les hizo un gesto con la mano que parecía querer decir: No os preocupéis, estoy bien. No obstante comprobó que era incapaz de ponerse de pie. Ahora que la rodilla se había doblado se negaba a extenderse.
Su padre le pasó un brazo por la cintura y con la otra mano le tocó la mejilla.
—Estás ardiendo —dijo—. Por Dios, niña, vamos para dentro.
Le cogió un brazo, Lou cogió el otro y entre los dos la levantaron del suelo. Vic se volvió hacia Lou por un instante e inhaló profundamente. Su rostro redondo y velludo estaba pálido, brillante por el sudor y gotas de agua de lluvia le cubrían la cabeza calva. No por primera vez en su vida, Vic deseó que Lou no hubiera nacido ni en aquel siglo ni en aquel país. Habría sido un perfecto Little John y disfrutado de lo lindo pescando en el bosque de Sherwood.
Me alegraría muchísimo por ti, pensó, si encontraras a una persona digna de ser querida.
Su padre estaba a su otro lado y la sujetaba por la cintura con un brazo. En la oscuridad, separado de su pequeña cabaña rústica, era el mismo hombre de cuando Vic era niña, el que bromeaba con ella mientras le ponía tiritas en las heridas y la llevaba a dar una vuelta en su Harley. Pero en cuanto puso un pie en la claridad proyectada por la luz que salía de la puerta abierta, Vic vio un hombre con pelo blanco y cara demacrada por los años. Tenía un bigote lamentable y una piel rugosa —la piel de un fumador empedernido— con profundos surcos en las mejillas. Los pantalones vaqueros le colgaban de un culo inexistente y tenía las piernas flacas como dos alambres de limpiar pipas.
—¿Por qué tienes pelos de coño en la cara, papá? —le preguntó.
Su padre la miró de reojo con expresión sorprendida y luego negó con la cabeza. Abrió la boca para decir algo, la cerró y volvió a negar con la cabeza.
Ni Lou ni su padre querían soltarla, de manera que tuvieron que ponerse de lado para entrar por la puerta. Chris pasó primero y la ayudó a cruzar el umbral.
Se detuvieron en un vestíbulo, a uno de cuyos lados había una lavadora y secadora y a otro, varios estantes. Su padre volvió a mirarla.
—Pero, Vic por Dios —dijo—. ¿Se puede saber qué te han hecho?
Y la sorprendió rompiendo a llorar.
Era un llanto ruidoso, ahogado y poco elegante que le sacudía los delgados hombros. Lloraba con la boca abierta, de manera que Vic le veía los empastes de las muelas. Ella también sintió ciertas ganas de llorar, pues se dio cuenta de que no debía de presentar mejor aspecto que él. Tenía la impresión de haber visto a su padre hacía muy poco —la semana anterior— y de haberlo encontrado en forma, ágil y preparado, con ojos serenos que parecían decir que no saldría corriendo ante nada. Aunque lo había hecho. Y ahora ¿qué? Ella no se había portado mucho mejor. En muchos sentidos, probablemente hasta se había portado peor.
—Pues tendrías que haber visto cómo quedó el otro —dijo.
Su padre emitió un sonido a medio camino entre el sollozo y la risa.
Lou miró por la mosquitera. Al otro lado la noche olía a mosquitos, un aroma como a cables pelados, y también un poco a lluvia.
—Hemos oído un ruido —dijo—. Como un disparo.
—Pensé que era un tiroteo. O una bala que se le había escapado a alguien —dijo su padre.
Las lágrimas le rodaban por las curtidas mejillas y se quedaban suspendidas como perlas de su bigote sucio de nicotina. Solo le faltaban una estrella dorada en la solapa y un par de revólveres Colt.
—¿Era tu puente? —preguntó Lou con voz suave y queda por el asombro—. ¿Acabas de cruzarlo?
—Sí —dijo Vic—. Acabo de cruzarlo.
La llevaron hasta la pequeña cocina donde solo había una luz encendida, la de un plafón de cristal ahumado en el techo justo encima de la mesa. La habitación estaba tan pulcra como una cocina de exposición y el único signo de que alguien la usaba eran las colillas espachurradas en el cenicero color ámbar y los restos de humo de cigarrillo en el aire. Y el ANFO.
El ANFO estaba sobre la mesa, dentro de una mochila escolar con la cremallera abierta, en una pila de bolsas de veinte kilos. El plástico era blanco y resbaladizo y venía recubierto de etiquetas de advertencia. Las bolsas estaban empaquetadas juntas y ordenadamente y cada una era del tamaño de un pequeño pan de molde. Vic supo, sin necesidad de levantarlas, que pesarían mucho, que sería como llevar bolsas de cemento sin mezclar.
La ayudaron a sentarse en una silla de madera de cerezo y Vic extendió la pierna izquierda. Notaba un sudor grasiento en las mejillas y en la frente que no podía enjugarse. La luz encima de la mesa era demasiado fuerte. Estar cerca de ella era como si alguien le clavara un lápiz afilado por el ojo izquierdo hasta llegar al cerebro.
—¿Os importa apagarla? —preguntó.
Lou encontró el interruptor, lo accionó y la habitación quedó a oscuras. En algún lugar de pasillo había otra lámpara encendida que proyectaba una luz parduzca. Esa no le molestaba tanto.
Afuera, la noche palpitaba con el croar de batracios, un sonido que hizo pensar a Vic en un enorme generador eléctrico que zumbaba rítmicamente.
—Lo he hecho desaparecer —dijo—. El puente. Para que nadie pudiera seguirme. Por eso… por eso estoy caliente. Lo he cruzado unas cuantas veces en los últimos dos días y siempre me da un poco de fiebre. Pero no es grave. No pasa nada.
Lou se dejó caer en una silla delante de ella. La madera crujió. Tenía un aspecto ridículo, sentado a la pequeña mesa de madera, como un oso con un tutú.
Su padre se apoyó contra la encimera de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho flaco y hundido. La oscuridad, pensó Vic, les sentaba bien a los dos. Aquí, ambos eran dos sombras y su padre podía volver a ser el de antes, el hombre que se sentaba en su cama cuando estaba enferma y le contaba historias sobre sitios que había visitado con su moto, líos en los que se había metido. Y Vic podía ser la que era cuando vivían bajo el mismo techo, una niña que le gustaba mucho, a la que echaba mucho de menos y con la que tenía muy pocas cosas en común.
—Siempre te ponías así cuando eras pequeña —dijo su padre, quizá pensando lo mismo que Vic—. Venías de montar por ahí en bicicleta, por lo general llevando alguna cosa en la mano. Una muñeca que se había perdido. O una pulsera. Tu madre y yo lo comentábamos todo el tiempo. Nos preguntábamos adónde ibas. Pensábamos que igual tenías la mano larga. Que… esto… que cogías cosas prestadas y después las traías de vuelta cuando sus propietarios las echaban en falta.
—Tú no pensabas eso —dijo Vic—. No me creo que pensaras que salía por ahí a robar.
—No. Supongo que esa era la teoría de tu madre.
—¿Y cuál era la tuya?
—Que usabas la bici como si fuera una vara de zahorí. ¿Sabes lo que es? En otros tiempos la gente de por aquí cogía un palo de madera de avellano o tejo y lo usaba para buscar agua. Suena absurdo, pero donde yo crecí uno no excavaba un pozo sin consultar primero con un zahorí.
—Pues no andabas muy descaminado. ¿Te acuerdas del Atajo?
Asintió con la cabeza. Así de perfil era idéntico al hombre que había sido cuando tenía treinta años.
—El puente cubierto —dijo su padre—. Tú y otros niños solíais hacer apuestas para ver quién se atrevía a cruzarlo. Me ponía malo. Siempre parecía estar a punto de desplomarse. Lo tiraron ¿en 1985?
—En el 86. Aunque para mí nunca dejó de existir. Cada vez que necesitaba encontrar alguna cosa me iba al bosque y aparecía, y si lo cruzaba llegaba a lo que estaba buscando. De pequeña usaba la Raleigh. La que me regalaste por mi cumpleaños, ¿te acuerdas?
—Era demasiado grande para ti.
—Pero luego crecí. Tal y como tú predijiste —se detuvo y señaló con la cabeza la puerta de mosquitera—. Ahora tengo una Triumph, está ahí fuera. La próxima vez que cruce el Puente del Atajo será para encontrarme con Charlie Manx. Es el que se ha llevado a Wayne.
Su padre no contestó y siguió con la cabeza gacha.
—Por si sirve de algo, señor McQueen —intervino Lou—, yo me creo esta locura al pie de la letra.
—¿Acabas de cruzarlo? ¿Ahora mismo? —preguntó el padre a Vic—. ¿Ese puente tuyo?
—Hace tres minutos estaba en Iowa. Había ido a ver a una mujer que tiene —tenía— información sobre Manx.
Lou frunció el ceño al oír a Vic hablar de Maggie en pasado, pero esta continuó hablando antes de que pudiera interrumpirla para hacerle una pregunta que no se sentía capaz de contestar.
—No tienes por qué fiarte de mi palabra. En cuanto me enseñes a usar el ANFO haré que el puente aparezca otra vez y me iré. Así lo verás. Es más grande que tu casa. ¿Te acuerdas del elefante gigante de Barrio Sésamo?
—¿El amigo imaginario de la gallina Caponata? —preguntó su padre, y Vic notó como sonreía en la oscuridad.
—Sí, pero el puente no es eso. No es un producto de mi imaginación que solo yo puedo ver. Si de verdad necesitas verlo puedo hacer que aparezca… pero prefiero no hacerlo hasta que tenga que marcharme —Vic se frotó el pómulo izquierdo en un gesto inconsciente—. Es como si tuviera una bomba explotando dentro de la cabeza.
—En cualquier caso, todavía no te vas a marchar —dijo su padre—. Acabas de llegar. Mírate, no estás para ir a ninguna parte. Necesitas descansar. Y probablemente un médico.
—Ya he descansado todo lo que necesitaba, y si voy a un hospital, el médico me va a recetar unas esposas y una visita a la cárcel. Los federales creen… No sé lo que creen. Que he matado a Wayne, quizá. O que estoy metida en algo ilegal y que me lo han quitado para darme un escarmiento. No se creen lo de Charlie Manx y no les culpo. Manx murió. Hasta le hicieron una autopsia parcial. Tienen que pensar que estoy como una puta regadera —se contuvo y miró a su padre en la oscuridad—. ¿Cómo es que tú me crees?
—Porque eres mi hija.
Lo dijo con tal dulzura y sencillez que Vic no pudo evitar odiarle. Un dolor inesperado le subió por el pecho y tuvo que apartar la vista. Tuvo que respirar hondo para evitar que la voz le temblara por la emoción.
—Me abandonaste, papá. No solo abandonaste a mamá. Nos dejaste a las dos. Yo tenía problemas y te largaste.
Su padre dijo:
—Para cuando me di cuenta de mi equivocación era demasiado tarde para volver. Estas cosas suelen ser así. Le pedí a tu madre que me dejara volver y me dijo que no. E hizo bien.
—Pero podías haber seguido en contacto. Yo podría haber ido a tu casa a pasar los fines de semana. Podríamos haber pasado tiempo juntos. Yo quería estar contigo.
—Me daba vergüenza. No quería que vieras a la chica con la que estaba. La primera vez que os vi juntas me di cuenta de que no me pegaba nada alguien así —esperó un momento y luego dijo—: No puedo decir que fuera feliz con tu madre. No puedo decir que disfrutara de veinte años de ser juzgado constantemente y nunca estar a la altura.
—Y se lo hiciste saber un par de veces con una bofetada, ¿verdad, papá? —preguntó Vic con voz coagulada por el asco.
—Sí. En la época en que bebía. Le pedí que me perdonara antes de morir y lo hizo. Algo es algo, aunque no me perdono a mí mismo. Te diría que daría cualquier cosa por poder cambiar el pasado, pero no creo que sirva de nada.
—¿Y cuándo dices que te perdonó?
—Todas las veces que hablamos. Durante los últimos seis meses hablé con ella todos los días. Me llamaba cuando tú estabas en tus reuniones de Alcohólicos Anónimos. Para nada en especial. Contarme cómo estabas. Que habías vuelto a dibujar. Las novedades sobre Wayne. Qué tal os iba a Lou y a ti. Me mandó fotos de Wayne por correo electrónico —miró a Vic un momento en la oscuridad y a continuación añadió—: No espero que me perdones. Tomé algunas decisiones imperdonables. Todo lo malo que piensas de mí es cierto. Pero te quiero, siempre te he querido y si ahora puedo hacer algo por ayudarte lo haré.
Vic agachó la cabeza hasta casi colocarla entre las rodillas. Le faltaba el aliento y se sentía mareada. La oscuridad a su alrededor parecía hincharse y retroceder como una especie de líquido, como la superficie de un lago negro.
—No voy a intentar justificarme por cómo he vivido. No tiene justificación —dijo su padre—. Hice unas pocas cosas buenas, pero nunca me gusté demasiado.
Vic no pudo evitarlo. Se echó a reír. Al hacerlo le dolieron los costados y fue un poco como tener arcadas, pero cuando levantó la cabeza sintió que podía mirar a su padre a la cara.
—Sí, a mí me ha pasado lo mismo —dijo—. He hecho unas pocas cosas buenas, pero nunca me he gustado demasiado. Lo mejor que se me ha dado siempre ha sido destrozar cosas. Lo mismo que a ti.
—Hablando de destrozar —dijo Lou—. ¿Qué piensas hacer con esto? —hizo un gesto hacia la mochila llena de ANFO.
Lou llevaba una etiqueta con su nombre alrededor de la muñeca. Vic se la quedó mirando. Lou se dio cuenta, se sonrojó y la ocultó debajo de la manga de su chaquetón de franela. Después siguió hablando:
—Es un explosivo, ¿verdad? ¿Es seguro fumar con eso aquí?
Su padre dio una calada profunda a su cigarrillo, luego se inclinó hacia ellos y deliberadamente apagó la colilla en el cenicero que estaba junto a la mochila.
—Es seguro siempre que no lo tires a una fogata o algo así. Los detonadores están en esa bolsa colgada de la silla de Vic.
Esta se volvió y vio una bolsa de supermercado enganchada al respaldo de su silla.
—Cualquiera de esos paquetes de ANFO serviría para volar por los aires el edificio federal que más te guste —explicó Chris—. Que espero que no sea lo que tengas pensado hacer.
—No —dijo Vic—. Charlie Manx se dirige a un sitio llamado Christmasland. Es un pequeño reino que se ha construido, donde piensa que nadie puede alcanzarle. Mi plan es ir hasta allí, recuperar a Wayne y, de paso, volar el sitio entero por los aires. Ese puto pirado quiere que todos los días sean Navidad, pero lo que yo le voy a dar es más bien un cuatro de julio.


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Mensaje por Veritoj.vacio Vie 13 Oct - 22:15

 Fuera
 
CADA VEZ QUE TABITHA HUTTER SE QUEDABA QUIETA EN UN SITIO, los mosquitos volvían y le zumbaban en un oído o en el otro. Al llevarse la mano a la mejilla asustó a dos de ellos y los ahuyentó hacia la noche. Si tenía que participar en una operación de vigilancia, prefería que fuera dentro de un coche, con aire acondicionado y su iPad.
Pero no quejarse era una cuestión de principios. Antes prefería morir desangrada, después de que esos pequeños vampiros hijos de mala madre le chuparan hasta la última gota. Sobre todo, no tenía intención de protestar delante de Daltry, que se había agachado al lado de los otros agentes y seguía allí quieto como una estatua, con una sonrisa irónica en la boca y los ojos entreabiertos. Cuando un mosquito se le posó en la sien, Hutter lo aplastó y el cadáver le dejó una mancha sanguinolenta en la piel. Daltry primero se sobresaltó, pero después asintió en señal de aprobación.
—Les encantas —comentó—. A los mosquitos. Les encanta la piel tierna de mujer suavemente marinada en estudios universitarios. Seguramente les sabes a solomillo.
Había tres agentes más en el puesto de vigilancia en el bosque, incluyendo a Chitra, y todos llevaban impermeables negros ligeros encima de los equipos de protección corporal. Uno de ellos sostenía la antena parabólica, una pistola negra con boca en forma de megáfono y un cable de teléfono rizado que conectaba con el auricular que tenía en el oído.
Hutter se inclinó hacia delante, le tocó en el hombro y le preguntó:
—¿Coges algo?
El hombre con el aparato receptor negó con la cabeza.
—Espero que los del otro puesto estén captando algo, porque yo no oigo más que electricidad estática. Es lo único que se escucha desde la tormenta de truenos.
—No eran truenos —dijo Daltry—. No sonaban para nada a truenos.
El agente se encogió de hombros.
La casa era una cabaña rústica de una sola planta con una camioneta aparcada en la puerta. Había una única lámpara encendida, en un cuarto de estar situado en la parte delantera. Una de las persianas estaba medio subida y Hutter vio un televisor (apagado), un sofá y una reproducción de un cuadro de caza en la pared. De otra ventana colgaban unos visillos blancos de encaje bastante femeninos, en lo que debía de ser un dormitorio. No podía haber muchas más habitaciones: una cocina en la parte de atrás, un baño y quizá un segundo dormitorio, aunque era improbable. Así que Carmody y Christopher McQueen tenían que estar en la parte de atrás de la casa.
—¿Es posible que estén hablando en susurros? —preguntó Hutter—. ¿Y que el equipo no sea lo bastante sensible para detectarlo?
—Cuando funciona es capaz de detectar hasta los pensamientos —dijo el hombre con el auricular—. Ese es el problema, que es demasiado sensible. Detectó un ruido demasiado fuerte y lo mismo se le ha roto un condensador.
Chitra rebuscó en una bolsa de deporte y sacó un frasco de repelente de mosquitos.
—Gracias —dijo Hutter cogiéndolo. Después miró a Daltry—. ¿Quieres?
Los dos se pusieron en pie para que Hutter pudiera rociarle.
Desde esa posición esta alcanzaba a ver un trozo de la pendiente que arrancaba detrás de la casa en dirección al lindero del bosque. Dos recuadros de luz cálida y ambarina se proyectaban sobre la hierba procedentes de las ventanas de la parte trasera de la casa.
Apretó el vaporizador y roció a Daltry con una llovizna blanca. Este cerró los ojos.
—¿Sabes lo que creo que ha sido ese estruendo? —dijo—. Ese puto gordo desplomándose. Gracias, así está bien —Hutter dejó de rociarle y Daltry abrió los ojos—. ¿Te vas a sentir culpable si se cae muerto?
—No tenía por qué marcharse —dijo Hutter.
—Ni tú por qué dejarle marchar —Daltry sonrió al decir esto—. Se lo pusiste a huevo al pobrecillo.
Hutter sintió unas ganas clarísimas de rociarle los ojos a Daltry con repelente de mosquitos.
Y es que esa era la principal fuente de su preocupación, de su nerviosismo. Lou Carmody parecía demasiado confiado, demasiado buena persona, demasiado preocupado por su hijo, demasiado atento con su ex para tener nada que ver con la desaparición de Wayne. Era, en opinión de Hutter, inocente, pero aún así le había dejado suelto para ver adónde los llevaba, sin importar que pudiera morirse de un infarto en cualquier momento. Si el grandullón se moría, ¿sería culpa suya? Suponía que sí.
—Necesitábamos saber lo que hacía. Acuérdate. No se trata de su seguridad, sino de la del niño.
Daltry dijo:
—¿Sabes por qué me caes bien, Hutter? ¿Por qué me caes muy bien? Porque eres más hijaputa todavía que yo.
Hutter pensó, y no por primera vez, que odiaba a muchos policías. Gente fea, borracha y mezquina que siempre pensaban lo peor de los demás.
Cerró los ojos y se pulverizó antimosquitos por la cabeza, cara y cuello. Cuando los abrió y sopló, para alejar el veneno, vio que las luces de la parte de atrás de la casa se habían apagado, habían desaparecido del césped. No se habría dado cuenta de haber seguido agachada.
Miró hacia la habitación de la parte delantera. Veía un pasillo que conducía a la parte de atrás pero no había nadie en él. Después se concentró en el dormitorio, esperó a que alguien encendiera una luz allí. Nada.
Daltry volvió a agazaparse con los otros, pero Hutter continuó de pie. Al cabo de un minuto, Daltry alargó el cuello para mirarla.
—¿Estás jugando a ser un árbol? —le preguntó.
—¿A quién tenemos vigilando la parte de atrás de la casa? —preguntó Hutter.
El segundo agente de la policía estatal, que hasta entonces no había hablado, se volvió hacía ella. Tenía la cara pálida y pecosa y, con su pelo naranja, se parecía un poco a Conan O’Brien.
—A nadie. Pero es que ahí no hay nada. Kilómetros de bosque y ningún camino. Aunque nos vieran, no saldrían en esa…
Hutter ya se marchaba con las manos extendidas para protegerse de las ramas.
Chitra la alcanzó en cuatro zancadas. Tuvo que correr para seguirle el ritmo haciendo tintinear las esposas que llevaba en el cinturón.
—¿Está preocupada? —le preguntó.
A su espalda Hutter escuchó el chasquido de una rama rota y pisadas sobre los arbustos secos. Seguramente era Daltry, que las seguía sin darse especial prisa. Era peor que los mosquitos; necesitaba un repelente para mantenerle alejado.
—No —dijo—. Teníais una posición marcada y no había razón para no mantenerla. Si se marchan lo harán por la puerta principal. Es lo más lógico.
—¿Entonces?
—Es que estoy confusa.
—¿Sobre qué?
—Sobre por qué están a oscuras. Han apagado las luces de la parte de atrás, pero no han ido hacia la de delante. Así que siguen en la parte de atrás de la casa y sin luces. ¿No es un poco raro?
Al dar el siguiente paso el pie se le hundió en agua fría y salobre, de unos diez centímetros de profundidad, y tuvo que agarrarse al delgado tronco de un abeto joven para no caerse. Siguió avanzando y un metro más adelante ya estaba hundida hasta las rodillas. El agua era del mismo color que el suelo, una superficie negra alfombrada de hojas y ramas.
Cuando Daltry las alcanzó se metió en el agua hasta los muslos, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse.
—Nos vendría bien una linterna —comentó Chitra.
—O unas gafas de bucear —replicó Daltry.
—Nada de luces —dijo Hutter—. Y si no queréis mojaros podéis daros la vuelta.
—¿Cómo? ¿Y perdernos lo más divertido? Antes prefiero ahogarme.
—No nos des ideas —dijo Hutter.


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Mensaje por yiniva Sáb 14 Oct - 21:06

Pobre Maggi ojalá que Vic entienda el mensaje y no la descubran antes de que se marche, pues los policías le están pisando los talones.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 0:17

 Dentro
CHRIS MCQUEEN SE UNIÓ A ELLOS ALREDEDOR DE LA MESA, en la oscuridad. Tenía la bolsa con los detonadores en el regazo y había sacado uno. A Lou no le tranquilizó en absoluto comprobar que el detonador no se parecía en modo alguno a los mecanismos de alta tecnología usados para encender explosivos en la serie 24 o en la película Misión imposible. En lugar de ello eran pequeños temporizadores negros comprados en unos almacenes de bricolaje de los que colgaban unos cables con terminales dorados que le resultaban curiosamente familiares.
—Esto… señor McQueen, una cosita —preguntó—. Eso se parece al temporizador que uso yo para encender las luces de Navidad cuando se hace de noche.
—Es que es eso —contestó McQueen—. Es lo mejor que he podido encontrar con tan poco tiempo. Los paquetes están preparados, es decir, que he remojado el contenido con diesel y lo he conectado con un cable al detonador. Así que lo único que tienes que hacer es programarlo, lo mismo que con las luces de Navidad. La manecilla negra indica la hora que es. La roja, la hora en que encenderá las luces o, en este caso, la hora en que hará estallar una carga por los aires hasta seis kilómetros de altura. Lo suficiente para arrancar la fachada de un edificio de tres pisos, si se coloca en el lugar adecuado —McQueen hizo una pausa y miró a Vic—. No los conectes hasta que no hayas llegado. Mejor no andar por ahí en la moto con todos esos explosivos conectados.
Lou ya no estaba seguro de lo que le daba más miedo, si la mochila llena de ANFO o la manera en que aquel tipo miraba a su hija, sus pálidos ojos acuosos tan claros y fríos como si fueran completamente incoloros.
—Lo he montado en plan sencillo, al estilo de Al Qaeda —explicó McQueen y volvió a meter el temporizador en la bolsa de plástico—. Esto no cumple con los requisitos de la normativa federal, pero no tendría ningún problema en Bagdad. Allí hay niños de diez años que se lo atan al cuerpo y saltan por los aires todos los días. El camino más rápido a Alá. Garantizado.
—Entiendo —asintió Vic, y cogiendo la mochila de la mesa la levantó—. Papá, tengo que irme. Aquí corro peligro.
—Estoy seguro de que no habrías venido de haber tenido alternativa —dijo el padre.
Vic se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.
—Sabía que podía contar contigo.
—Eso siempre.
La apretó contra él rodeándola por la cintura. La manera en que la miraba le recordó a Lou a ciertos lagos de montaña cuya superficie parece pura y cristalina porque la lluvia ácida ha matado todos los organismos que vivían en ellos.
—La distancia mínima de seguridad para una explosión al aire libre —es decir, una bomba en la superficie del suelo— es de treinta metros. A los que estén a menos de treinta metros se les harán las vísceras gelatina por la onda expansiva. ¿Tienes idea de cómo es ese sitio? ¿Christmasland? ¿Sabes ya dónde vas a colocar las cargas? Seguramente te llevará un par de horas conectarlas y prepararlas bien.
—Tendré tiempo —dijo Vic, pero por la manera en que le sostenía a su padre la mirada, con expresión de perfecta calma, Lou supo que no tenía ni idea de lo que decía.
—No pienso dejar que se mate, señor McQueen —dijo Lou mientras se ponía de pie y cogía la bolsa llena de temporizadores. Se la quitó a Chris del regazo antes de que este pudiera moverse—. Puede confiar en mí.
Vic se puso pálida.
—¿De qué hablas?
—Voy contigo —dijo Lou—. Wayne también es mi hijo, joder. Tenemos un trato, ¿o es que ya no te acuerdas? Yo arreglaba la moto y me dejabas acompañarte. No te vas a ir sin mí, tengo que asegurarme que no salís los dos volando por los aires. No te preocupes, iré de paquete.
—Y entonces ¿yo qué? —dijo Chris McQueen—. ¿Se puede ir al otro lado del arco iris en camioneta?
Vic tomó aire con dificultad.
—Vamos a ver… no podéis venir ninguno de los dos. Sé que queréis ayudar, pero no podéis acompañarme. El puente este… es real, los dos vais a verlo. Estará aquí con nosotros, en nuestro mundo. Pero al mismo tiempo, de una manera que no entiendo muy bien, existe sobre todo en mi imaginación. Y ya no es demasiado seguro. Lleva sin serlo desde que yo era adolescente. Podría desplomarse con el peso de llevar otro pensamiento más. Además, igual tengo que traer a Wayne de vuelta. De hecho lo más probable es que tenga que volver conmigo en la moto, así que ¿dónde ibas a ir tú, Lou?
—Igual puedo seguiros andando. ¿No se te ha ocurrido?
—Es una mala idea —dijo Vic—. Si lo vieras lo entenderías.
—Bueno —dijo Lou—. Pues vamos a verlo.
Vic le dirigió una mirada que era dolorida y suplicante. Como si estuviera haciendo esfuerzos para no llorar.
Tengo que verlo —dijo Lou—. Tengo que comprobar que esto es real, y no porque me preocupe que estés loca, sino porque necesito saber que existe la posibilidad de que Wayne vuelva a casa.
Vic negó violentamente con la cabeza, pero a continuación se volvió y renqueó hacia la puerta trasera.
Había dado dos pasos cuando empezó a caerse de lado. Lou la sujetó por el brazo.
—Mírate —dijo—. Pero colega, si casi no puedes sostenerte de pie.
El calor que desprendía Vic le llenaba de preocupación.
—Estoy bien —dijo esta—. Enseguida se me pasa.
Pero había en sus ojos un brillo opaco que se debía a algo peor que el miedo. Desesperación quizá. Su padre había dicho que hasta un niño de diez años y con pocas luces era capaz de atarse explosivos al cuerpo e inmolarse a Alá, y a Lou se le ocurrió entonces que aquel era más o menos el plan que tenía Vic.
Abrieron la puerta mosquitera y salieron al fresco de la noche. Lou había reparado en que Vic se limpiaba con la mano debajo del ojo izquierdo de vez en cuando. No estaba llorando, pero le manaba agua todo el tiempo, un reguero fino pero continuo. Lo había visto antes, en los días malos en Colorado, cuando descolgaba teléfonos que no sonaban y hablaba con personas que no estaban allí.
Solo que estaban. Era extraño lo rápido que se había aclimatado a la idea, lo poco que le había costado aceptar la explicación a su supuesta locura. Aunque quizá no era tan increíble. Hacía mucho tiempo que Lou había aceptado que cada uno lleva dentro su propio mundo tan real como el mundo que todos compartimos, pero inaccesible excepto para su dueño. Vic había dicho que podía traer el puente a este mundo, pero que, de alguna manera y al mismo tiempo, solo existía en su imaginación. Sonaba a delirio, hasta que recordabas que todo el mundo transforma lo imaginario en real constantemente. Cuando trasladan la música que oyen dentro de su cabeza a un disco, cuando imaginan una casa y luego la construyen. La fantasía es siempre una realidad esperando a ser activada.
Dejaron atrás el montón de leña y salieron de la protección del tejado a la neblina suave y temblorosa. Lou se volvió y vio como la puerta se abría de nuevo y Chris McQueen salía con ellos. Encendió el mechero y bajó la cabeza para prender otro cigarrillo. Después levantó la vista y entornó los ojos para mirar entre el humo hacia donde estaba la moto.
—Evel Knievel montaba siempre Triumphs —comentó. Fue la última cosa que dijo cualquiera de los tres antes de que la policía saliera de entre los árboles.
—¡EFE BE I! —gritó una voz conocida desde el lindero del bosque—. ¡NO SE MUEVAN! MANOS ARRIBA, MANOS ARRIBA, ¡TODOS!
Un calambre de dolor sordo le subió a Lou por el lado izquierdo del cuello y le retumbó en la mandíbula y también en los dientes. Se le ocurrió que Vic no era la única que llevaba explosivos de gran potencia, que él tenía una granada a punto de estallar dentro de la cabeza.
De los tres, solo Lou pareció pensar que ¡MANOS ARRIBA! era algo más que una sugerencia. Empezó a subirlas con las palmas hacia delante pero sin soltar la bolsa con los detonadores, sujetando el asa de plástico con el pulgar. Por el rabillo del ojo veía a Chris McQueen junto al montón de leña. Estaba completamente inmóvil, en la misma postura encorvada que había adoptado para encender el cigarrillo, la brasa del cual brillaba, y el mechero en la mano libre.
Vic sin embargo… había echado a correr nada más oír el primer grito. Se había soltado de Lou y cruzaba el jardín dando tumbos, con la pierna derecha rígida y sin doblarse. Lou bajó las manos e intentó retenerla, pero ya estaba a más de tres metros. Para cuando la mujer salida del bosque gritó ¡TODOS!, Vic se había subido ya a la Triumph y estaba pisando el pedal de arranque. La moto se encendió con una explosión atronadora. Era difícil imaginar que el ANFO pudiera hacer más ruido.
—¡NO, VIC! ¡NO! ¡NO LO HAGA O TENDRÉ QUE DISPARARLE! —gritó Tabitha Hutter.
Esta mujer menuda avanzaba por la hierba húmeda en una especie de carrera en diagonal, sosteniendo una pistola automática con las dos manos, lo mismo que hacían los policías en la televisión. Estaba lo bastante cerca, a cinco o seis metros, para que Lou reparara en que tenía los cristales de las gafas salpicados de gotas de lluvia. La acompañaban dos personas, el detective Daltry y una agente de la policía estatal uniformada a la que Lou no reconoció, una mujer india. Daltry tenía los pantalones empapados hasta la bragueta y hojas pegadas a las perneras, lo que no parecía hacerle demasiado feliz. Llevaba un arma, pero la mantenía apartada del cuerpo y apuntando al suelo. Al mirarle Lou supo —de manera casi inconsciente— que solo uno de aquellos tres agentes suponía una amenaza inmediata. La pistola de Daltry apuntaba a otro sitio y Hutter no podía ver nada con las gafas tan sucias. La mujer india, sin embargo, estaba apuntando a Vic, al centro de su cuerpo y sus ojos tenían una expresión trágica, sus ojos parecían decir: Por favor, por favor, no me obligues a hacer algo que no quiero hacer.
—¡Voy a buscar a Wayne, Tabitha! —gritó Vic—. Si me disparas le matarás a él también. ¡Yo soy la única que puede traerle de vuelta!
—¡Esperen! —gritó Lou—. ¡Esperen! ¡No disparen!
—¡QUÉDESE DONDE ESTÁ! —gritó Hutter.
Lou no sabía a quién coño le hablaba, porque Vic estaba sentada en la moto y Chris seguía junto al montón de leña, no había dado un solo paso. Hasta que no vio que el cañón de la pistola le apuntaba no se dio cuenta de que era él quien se estaba moviendo. Sin pensarlo y con las manos en alto, había cruzado el jardín para interponerse entre Vic y los policías.
Para entonces Hutter se había situado a tres pasos largos de él. Guiñaba los ojos detrás de las gafas y con la pistola apuntaba hacia la inmensa superficie de la barriga de Lou. Quizá no le viera demasiado bien, pero Lou supuso que sería como disparar a un granero y que lo difícil sería no acertar.
Daltry se había vuelto hacia Christopher McQueen pero, en un gesto de profunda indiferencia, ni siquiera se había molestado en apuntarle con el arma.
Lou gritó:
—Esperen un momento. Ninguno de nosotros es el malo aquí. El malo de esta historia es Charlie Manx.
—Charlie Manx está muerto —dijo Tabitha Hutter.
—Eso dígaselo a Maggie Leigh —dijo Vic—. Charlie acaba de asesinarla en Iowa, en la biblioteca pública de Aquí. Hace una hora. Compruébelo. Yo estaba allí.
—Estaba… —empezó a decir Hutter, pero se detuvo y negó con la cabeza, como si quisiera apartar un mosquito—. Bájese de la moto y túmbese en el suelo boca abajo, Vic.
Lou oyó gritos en la distancia, ramas partirse y gente correr entre los arbustos. Los sonidos procedían del otro lado de la casa, lo que probablemente significaba que disponían de veinte segundos antes de que les rodearan.
Vic dijo:
—Tengo que irme —y metió la primera.
—Y yo voy con ella —dijo Lou.
Hutter continuó acercándose. El cañón de la pistola estaba cerca, pero no lo bastante, como para quitársela.
—Agente Surinam, ¿quiere ponerle las esposas a este hombre? —pidió Hutter.
Chitra Surinam rodeó a Hutter y empezó a acercarse. Bajó el arma y con la mano derecha fue a coger las esposas que colgaban de su cinturón multiusos. Lou siempre había querido un cinturón multiusos como el de Batman, con una pistola batigancho y unas cuantas batibolas. De haber tenido un cinturón multiusos y una bomba de humo en aquel momento, la habría tirado para cegar a los polis y Vic y él podrían escapar. Pero en lugar de eso lo que tenía en la mano era una bolsa de temporizadores para luces de Navidad comprados en una tienda de bricolaje.
Dio un paso atrás hasta situarse junto a la moto, lo bastante cerca para notar el calor abrasador que salía del vibrante tubo de escape.
—Dame la bolsa, Lou —dijo Vic.
Este dijo:
—Señora Hutter. Señora Hutter, por favor, hable por radio con su gente y pregúnteles por Maggie Leigh. Pregunte sobre lo que acaba de pasar en Iowa. Están a punto de detener a la única persona capaz de rescatar a nuestro hijo. Si quiere ayudarle tiene que dejarnos marchar.
—Basta de charlas, Lou —dijo Vic—. Tengo que irme.
Hutter bizqueó, como si le costara trabajo ver a través de las gafas. Sin duda era así.
Chitra Surinam llegó hasta donde estaba Lou. Este alargó un brazo como para detenerla, pero entonces escuchó un ruido metálico y se dio cuenta de que le había puesto una de las esposas.
—¡Oye! —dijo—. ¡Oye, colega!
Hutter se sacó un móvil del bolsillo, un rectángulo plateado del tamaño de una pastilla de jabón de hotel. No marcó ningún número, sino que pulsó un único botón. El teléfono se despertó y se oyó una voz masculina contra un fondo de interferencias.
—Aquí Cundy. ¿Habéis cogido ya a los malos?
Hutter dijo:
—Cundy, ¿se sabe algo del paradero de Margaret Leigh?
El teléfono siseó.
—La otra mano, por favor, señor Carmody. Deme la otra mano —le dijo Chitra a Lou.
Lou no se la dio y en lugar de ello la apartó, con la bolsa de plástico colgada del dedo pulgar como si estuviera llena de caramelos robados y él fuera el matón del colegio que los había robado y no tuviera ninguna intención de devolverlos.
La voz de Cundy llegó entre interferencias, pero su tono no era alegre.
—Esto… ¿qué pasa? ¿Qué hoy estás clarividente? Porque nos acabamos de enterar hace cinco minutos. Iba a contártelo cuando volvieras.
Los gritos procedentes del otro lado de la casa se acercaban.
—Cuéntamelo ahora —dijo Hutter.
—¿Qué coño pasa? —preguntó Daltry.
Cundy dijo:
Está muerta. Margaret Leigh está muerta. Los compañeros de allí piensan que ha sido Vic McQueen. La vieron abandonar la escena del crimen en su moto.
—No —dijo Hutter—. Eso… eso es imposible. ¿Dónde ha sido eso?
En Aquí, Iowa. Hace poco más de una hora. ¿Por qué es imposi…?
Pero Hutter apretó el botón nuevamente y cortó la comunicación. Entonces miró a Vic al otro lado de Lou. Estaba girada en el sillín observándola fijamente, la moto entre sus piernas.
—No he sido yo —aseguró Vic—. Ha sido Manx. Pronto descubrirán que la mataron a martillazos.
En algún momento, Hutter había bajado su arma por completo. Ahora se metió el teléfono en el bolsillo del abrigo y se enjugó el agua de la cara.
—Un martillo forense —dijo Hutter—. El que Manx se llevó cuando se marchó del depósito de cadáveres en Colorado. No entiendo… No soy capaz de entender esto. Lo estoy intentando, Vic, pero es que no le veo ningún sentido. ¿Cómo puede estar vivo? ¿Y cómo puede estar usted aquí cuando acaba de estar en Iowa?
—No tengo tiempo para explicarle el resto. Pero si quiere saber cómo he venido de Iowa, quédese por aquí y se lo enseñaré.
Hutter le dijo a Chitra:
—Agente, por favor… quítele las esposas al señor Carmody. No las necesita. Igual deberíamos hablar. Me parece que todos deberíamos hablar un rato.
—No tengo tiempo para… —empezó a decir Vic pero ninguno escuchó el resto de la frase.
—Pero ¿qué coño es esto? —dijo Daltry separándose de Chris McQueen y apuntando a Vic con su arma—. Bájese de la moto.
—¡Agente, baje esa arma! —gritó Hutter.
—Y una mierda —dijo Daltry—. Se te ha ido la pinza, Hutter. Apaga el motor, McQueen. Apágalo ahora mismo.
—¡Agente! —chilló Hutter—. Aquí mando yo y he dicho…
—¡Todo el mundo al suelo! —gritó el primer agente del FBI que apareció por el lado este de la casa. Llevaba un fusil de asalto. Lou pensó que igual era un M16—. ¡HE DICHO QUE AL SUELO, COÑO!
Todo el mundo parecía estar gritando y Lou notó un nuevo latigazo de dolor en la sien y en el lado izquierdo del cuello. Chitra ya no le miraba, había vuelto la cabeza para mirar a Hutter con una mezcla de nerviosismo y asombro.
Chris McQueen tiró el cigarrillo a la cara de Daltry. Le dio justo debajo del ojo izquierdo con una lluvia de chispas y el policía retrocedió y dejó de apuntar a Vic con la pistola. Con la mano que tenía libre, Chris cogió un leño de la parte superior del montón y golpeó a Daltry con él lo bastante fuerte para hacerle tambalearse.
—¡Sal de aquí, Mocosa! —gritó.
Daltry dio tres tumbos por la hierba enfangada, recuperó el equilibro, levantó el arma y le metió una bala a Chris McQueen en el estómago y otra en la garganta.
Vic chilló. Lou corrió hacia ella y al hacerlo su hombro chocó contra Chitra Surinam. Aquello fue un poco como ser arrollada por un caballo. Surinam dio un paso atrás en la tierra encharcada, se le dobló el tobillo y cayó de espaldas hasta quedar sentada en la hierba húmeda.
—¡Que todo el mundo baje el arma! —gritó Hutter—. ¡HE DICHO QUE NO DISPAREN, JODER!
Lou fue hacia Vic. La manera más fácil de abrazarla era subirse detrás de ella a la moto.
—¡Bájense de la moto! ¡Bájense de la moto! —aulló uno de los hombres con equipo de protección corporal. Tres de ellos corrían por la hierba con rifles en la mano.
Vic se volvió a mirar a su padre con la boca abierta en un último grito y los ojos cegados por el asombro. Lou le besó la mejilla febril.
—Tenemos que irnos —le dijo—. Tenemos que irnos ya.
La abrazó por la cintura y al instante siguiente la Triumph estaba en marcha y la noche se iluminaba con el estruendo de los disparos de fusiles automáticos.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 0:21

 De vuelta al puente
 
EL SONIDO DE DISPAROS ESTREMECIÓ LA PROPIA OSCURIDAD. Vic tuvo la sensación de que todo ese ruido la taladraba, lo confundió con impactos de bala y aceleró conscientemente. El neumático trasero levantó humo y patinó por la tierra mojada, arrancando una tira larga y empapada de hierba. Acto seguido la Triumph tomó impulso y se precipitó hacia la oscuridad.
Parte de Vic seguía mirando atrás, veía a su padre doblado hacia delante y con una mano en la garganta mientras el pelo le caía sobre los ojos. Tenía la boca abierta como si intentara vomitar.
Parte de Vic le cogía antes de que cayera de rodillas, le cogía en sus brazos.
Parte de ella le besaba en la cara. Estoy aquí, papá, le decía. Estoy aquí contigo. Le tenía tan cerca que percibía el olor a cobre recién vertido de su sangre.
Notaba la mejilla blanda y rasposa de Lou apretada contra su cuello. Estaba pegado a ella como una cuchara, sus cuerpos separados solo por la mochila de explosivos.
—Tú conduce —le dijo Lou—. Llévanos a donde tenemos que ir. No mires y conduce.
El barro la salpicó desde la derecha cuando Vic giró la moto para situarla ladera arriba, hacia los árboles. En sus oídos resonaban las balas estrellándose contra el suelo a su espalda. En medio del estrépito oyó a Tabitha Hutter con voz trémula por la tensión:
—¡NO DISPAREN! ¡NO DISPAREN!
Vic era incapaz de pensar, pero tampoco lo necesitaba. Sus manos y pies sabían lo que tenían que hacer. El pie derecho metió segunda y después tercera. La moto empezó a subir la húmeda ladera. Los pinos formaban una pared oscura delante de ellos. Vic bajó la cabeza cuando pasaron entre troncos de árboles. Una rama le rozó la boca, y le arañó los labios. Se abrieron paso entre la maleza hasta que las ruedas encontraron los tablones del Atajo y empezaron a repiquetear contra ellos.
—Pero ¿qué coño…? —gritó Lou.
La moto no había entrado derecha y Vic seguía con la cabeza agachada, así que se dio con un hombro contra la pared del puente. El brazo se le quedó muerto y Vic salió impulsada hacia atrás, hacia Lou.
En su cabeza, su padre volvía a caer en sus brazos.
Asió con fuerza el manillar y lo giró a la izquierda para alejarse de la pared.
En su cabeza le decía: Estoy aquí contigo, y los dos caían al suelo.
Uno de los tablones crujió bajo el neumático delantero y se le escapó el manillar de las manos.
Le besaba en la sien. Estoy aquí, papá.
La Triumph derrapó hacia la pared de la izquierda. El brazo de Lou quedó aplastado contra ella y gruñó de dolor. La fuerza del impacto hizo temblar el puente.
Vic podía oler el tufo a grasa del pelo de su padre. Quería preguntarle cuánto tiempo llevaba solo, por qué no vivía ninguna mujer con él. Quería saber a qué se dedicaba, qué hacía por las tardes para pasar el rato. Quería decirle que lo sentía y que todavía le quería, que a pesar de todo lo ocurrido, aún le quería.
Entonces Chris McQueen desapareció. Tenía que dejarle ir, liberarle de sus brazos. Tenía que seguir adelante sin él.
Los murciélagos chillaban en la oscuridad. También había un sonido como de alguien barajando cartas, pero amplificado. Lou giró el cuello para mirar entre las vigas. El enorme, amable e impasible Lou no gritó, apenas emitió sonido alguno, pero inspiró hondo y agachó la cabeza mientras docenas, quizá cientos de murciélagos, que habían visto interrumpido su descanso, se precipitaban desde el techo para rodearles y se ponían a revolotear frenéticos en aquel espacio oscuro y húmedo. Estaban por todas partes, les rozaban los brazos, las piernas. Uno de ellos pasó junto a la cabeza de Vic y esta notó como le rozaba la mejilla con un ala y atisbó su rostro mientras se alejaba volando: pequeño, rosa y deforme, pero extrañamente humano. Estaba viendo su propia cara, claro. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no gritar mientras trataba de mantener recta la moto.
Para entonces ya estaban casi al final del puente. Unos cuantos murciélagos salieron perezosos a la noche y Vic pensó: Con ellos se van parte de mis pensamientos.
Delante de ellos apareció su vieja Raleigh. Parecía correr hacia ella con el faro encendido. Vic se dio cuenta, un instante demasiado tarde, de que iban a chocar y de que las consecuencias serían brutales. La rueda delantera de la moto se estrelló exactamente contra la de la Raleigh.
La Triumph se agarró y enganchó la bicicleta polvorienta y cubierta de telarañas y cuando salió del puente lo hizo de lado y a punto de volcar. Una docena de murciélagos la acompañaron.
Las ruedas arañaron tierra y después hierba. Vic vio el suelo alejarse y se dio cuenta de que iban a caer por un terraplén. Tuvo tiempo de ver pinos decorados con ángeles y copos de nieve.
Se precipitaron por una pendiente pronunciada. La moto volcó y les hizo caer a un lado. Luego les siguió en su caída y se estrelló contra ambos en una avalancha de hierro caliente. El mundo se resquebrajó y se hundieron en la oscuridad.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 0:23

 La Casa Trineo
 
LOU LLEVABA CONSCIENTE CERCA DE UNA HORA CUANDO ESCUCHÓ un suave chisporroteo y vio pequeños copos blancos que se posaban sobre las hojas secas a su alrededor. Echó la cabeza hacia atrás y escudriñó la noche. Había empezado a nevar.
—¿Lou? —llamó Vic.
El cuello se le estaba poniendo rígido y le dolía si bajaba la barbilla. Miró a Vic, tumbada en el suelo a su derecha. Un momento antes estaba dormida, pero ahora le miraba con los ojos muy abiertos.
—Sí —dijo Lou.
—¿Sigue aquí mi madre?
—Tú madre está con los angelitos, cariño.
—Los angelitos —dijo Vic—. Hay angelitos en los árboles —y a continuación—: Está nevando.
—Ya lo sé. En julio. He vivido siempre en las montañas. Conozco sitios donde hay nieve todo el año, pero nunca he visto nevar en esta época del año. Ni siquiera aquí arriba.
—¿Dónde? —preguntó Vic.
—Al norte de Gunbarrel. Donde todo empezó.
—Empezó en Terry’s Primo Subs cuando mi madre se olvidó la pulsera en el cuarto de baño. ¿Dónde ha ido?
—No estaba aquí. Está muerta, Vic. ¿No te acuerdas?
—Ha estado aquí sentada con nosotros un rato. Ahí —Vic levantó el brazo derecho y señaló el terraplén que había encima de ellos. Las ruedas de la moto habían excavado surcos profundos en la pendiente en forma de trincheras alargadas y llenas de barro—. Dijo algo sobre Wayne. Que tendrá un poco de tiempo cuando llegue a Christmasland porque ha estado avanzando al revés. Ha retrocedido dos pasos por cada cuatro kilómetros. Así que no se convertirá en una de esas cosas. Todavía no.
Estaba tumbada de espaldas con los brazos a los lados del cuerpo y los tobillos juntos. Lou la había tapado con su chaquetón de franela; era tan grande que le llegaba hasta las rodillas, como una manta de niño. Vic volvió la cabeza para mirarle. Su total inexpresividad lo asustó.
—Ay Lou —dijo casi sin entonación—. Cómo tienes la cara, pobrecito.
Lou se tocó la mejilla derecha, dolorida e hinchada desde la comisura del labio hasta donde empezaba el ojo. No recordaba cómo se había hecho aquello. Tenía el dorso de la mano izquierda bastante quemado y le dolía todo el tiempo. Al llegar al suelo se le había quedado atrapada debajo de la moto y en contacto con el tubo de escape caliente. No quería mirársela. La piel estaba negra, resquebrajada y brillante. La mantuvo pegada al cuerpo, donde Vic no pudiera verla.
Lo de la mano no le importaba. No pensaba que le quedara demasiado tiempo. La sensación de dolor y presión en la garganta y la sien izquierda se había vuelto continua. La piel le pesaba igual que hierro líquido. Llevaba un arma dentro de la cabeza que, estaba seguro, en algún momento y antes de que terminara la noche, explotaría. Antes de que eso ocurriera quería ver a Wayne.
Lou había tirado de Vic mientras volaban desde el terraplén y se las había arreglado para colocarse encima de ella. La moto le había rebotado en la espalda. De haber golpeado a Vic —que debía de pesar unos cuarenta y siete kilos con una piedra en cada bolsillo— probablemente le habría quebrado la columna igual que una rama seca.
—¿Te puedes creer que esté nevando? —preguntó.
Vic parpadeó, movió la mandíbula y miró hacia el cielo nocturno. Copos de nieve le caían en la cara.
—Quiere decir que está a punto de llegar.
Lou asintió. Estaba de acuerdo.
—Algunos de los murciélagos del puente se han escapado —dijo Vic—. Han salido del puente con nosotros.
Lou contuvo un escalofrío, no podía evitar sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Ojalá Vic no hubiera mencionado a los murciélagos. Lou había atisbado uno, pasando a su lado con la boca abierta en un chillido apenas audible. En cuanto lo miró deseó no haberlo hecho, deseó poder desverlo. Su rostro rosa y arrugado se parecía de una manera horrible al de Vic.
—Sí —dijo—. Ya me he dado cuenta.
—Esos bichos son… yo misma. Son lo que tengo dentro de la cabeza. Cada vez que uso el puente existe la posibilidad de que alguno se escape —Vic giró la cabeza para mirarle—. Es el precio a pagar, siempre lo hay. Maggie tenía un tartamudeo que empeoraba cuanto más usaba sus fichas de Scrabble. Manx en otro tiempo tuvo un alma, pero el coche se la quitó. ¿Lo entiendes?
Lou asintió.
—Creo que sí.
—Si digo cosas sin sentido —dijo Vic—, dímelo. Si empiezo a parecer aturdida, espabílame. ¿Me estás escuchando, Lou Carmody? Charlie Manx debe de estar a punto de llegar y necesito saber que puedo contar contigo.
—Eso siempre —dijo Lou.
Vic se pasó la lengua por los labios y tragó saliva.
—Bien. Eso está muy bien, esas palabras son oro puro. El oro no se desgasta, lo sabías, ¿no? Por eso Wayne va a estar bien.
Un copo de nieve se le posó a Vic en una pestaña. La imagen, de tan bella, a Lou le pareció casi desgarradora. Dudaba si vería algo tan bonito en lo que le quedaba de vida, aunque, para ser justos, no esperaba vivir más allá de aquella noche.
—La moto —dijo Vic y parpadeó de nuevo. Sus facciones se tiñeron de preocupación y se incorporó apoyando los codos en el suelo—. La moto tiene que estar bien.
Lou la había levantado del suelo y la había apoyado contra el tronco de un pino bermejo. El faro estaba colgando del cable y el espejo retrovisor derecho había desaparecido. Ya no tenía ninguno de los dos retrovisores.
—Ah —dijo Vic—. Está bien.
—No estoy seguro. No he intentado ponerla en marcha. No sabemos qué piezas pueden haberse soltado. ¿Quieres que…?
—No, no hace falta —dijo Vic—. Seguro que arranca.
La brisa desplazaba los copos de nieve en horizontal y la noche se llenó de campanilleos.
Vic levantó el mentón, miró las ramas sobre sus cabezas llenas de ángeles, papá noeles, copos de nieve, bolas de oro y plata.
—No entiendo por qué no se rompen —dijo Lou.
—Son horrocruxes —dijo Vic.
Lou la miró enseguida con preocupación.
—¿Cómo los de Harry Potter?
Vic rio —una risa inquietante, nada feliz—.
—Míralos. Hay más oro y más rubíes en esos árboles que en todo Ophir[5]. Y van a terminar todos igual que allí.
—¿O qué? Estás diciendo tonterías, Vic. Haz el favor de hablar conmigo como una persona normal.
Vic le miró desde debajo del pelo y a Lou le sorprendió comprobar cómo repentinamente se había vuelto la Vic de siempre. Tenía esa sonrisa irónica y esa expresión traviesa en los ojos que siempre le había vuelto loco. Le dijo:
—Lou Carmody, eres una buena persona. Puede que yo esté como una puta regadera, pero te quiero. Siento todo por lo que te he hecho pasar y desde luego me encantaría que hubieras conocido a alguien mejor que yo. De lo que no me arrepiento en cambio es de haber tenido un hijo contigo. Por fuera se parece a mí y por dentro es como tú. Y sé perfectamente que lo segundo vale más que lo primero.
Lou apoyó las manos en el suelo y se arrastró sobre el trasero para estar cerca de ella. Alargó el brazo, la rodeó con él y la estrechó contra su pecho. Luego apoyó la cara en su pelo.
—¿Qué eso de que yo valgo más que tú? —dijo—. Dices cosas de ti misma que no le toleraría a nadie que no fueras tú —la besó la cabeza—. Nuestro hijo nos salió muy bien y es hora de que lo recuperemos.
Vic se apartó para mirarle a la cara.
—¿Qué ha pasado con los temporizadores? ¿Y los explosivos?
Alargó la mano para buscar la mochila, situada a poca distancia. Estaba abierta.
—Ya me he puesto con ello —dijo Lou—. Hace un ratito, para tener las manos ocupadas mientras esperaba a que te despertaras —hizo un gesto con las manos como para ilustrar lo inútiles que le resultaban cuando no estaban haciendo nada. Después bajó la izquierda con la esperanza de que Vic no hubiera visto las graves quemaduras.
De la otra muñeca le colgaban las esposas. Vic sonrió de nuevo y tiró de ellas.
—Luego jugamos con ellas —dijo. Solo que lo dijo en un tono de infinito cansancio, un tono que no evocaba fantasías eróticas sino el recuerdo distante de vino tinto y besos perezosos.
Lou se sonrojó, lo hacía con facilidad. Vic rio y le pellizcó la mejilla.
—Enséñame lo que has hecho —pidió Vic.
—Pues no mucho. Algunos de los temporizadores no sirven. Se destrozaron durante nuestra gran evasión. He conseguido conectar cuatro —metió la mano en la mochila y cogió uno de los paquetes blancos y resbaladizos de ANFO. El temporizador negro pendía peligrosamente de la parte de arriba unido por dos cables (uno rojo y uno verde— que bajaban hasta el prieto envoltorio de plástico que contenía el explosivo—. En realidad son como pequeños despertadores. Una de las manillas muestra la hora que es y la otra, la hora para la cual están programados. ¿Lo ves? Y para ponerlos en marcha hay que apretar aquí.
Lou sudaba como un pollo solo de sostener uno de aquellos paquetes resbaladizos de explosivo. Una porquería de temporizador de luces de Navidad era lo único que les separaba a Vic y a él de una explosión de la que no quedarían siquiera fragmentos.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo—. ¿Cuándo los vas a poner y dónde?
Se levantó y estiró la cabeza para mirar en ambas direcciones, igual que un niño que se dispone a cruzar una calle con mucho tráfico.
Estaban rodeados de árboles en la hondonada de un bosque. El camino que conducía a la Casa Trineo estaba justo a su espalda, un sendero de grava que discurría en paralelo al terraplén, apenas lo bastante ancho para que pasara un coche.
A la izquierda estaba la interestatal donde, casi exactamente dieciséis años atrás, una adolescente fibrosa con piernas de potrillo había salido corriendo de entre la maleza, la cara negra de hollín, y encontrado a un chico gordo de veinte años que conducía una Harley. Aquel día Lou se había marchado de su casa después de una agria discusión con su padre. Lou le había pedido algo de dinero, quería sacarse el diploma de enseñanza secundaria para después intentar entrar en la universidad estatal y estudiar edición. Cuando su padre le preguntó para qué quería hacer eso, Lou le contestó que para montar su propia editorial de cómics. Su padre puso cara de asco y le dijo que, para lo que iba a servir, mejor gastar el dinero en papel de váter. Dijo que si Lou quería estudiar hiciera lo mismo que él, unirse a los marines. Así de paso perdería unos kilos y le cortarían el pelo como es debido.
Lou cogió la moto y se marchó para que su madre no le viera llorar. Su intención era ir hasta Denver, alistarse y desaparecer de la vida de su padre, pasar un par de años sirviendo en el extranjero. No volvería hasta ser otra persona, alguien delgado, duro y dueño de sí mismo, alguien que se dejaría abrazar por su padre pero sin devolverle el abrazo. Le llamaría «señor», se sentaría rígido en posición de firmes y se resistiría a sonreír. ¿Qué le parece mi corte de pelo, señor?, le preguntaría tal vez. ¿Está a la altura de sus expectativas? Quería irse de allí y volver transformado en un hombre que sus padres no reconocieran. Y al final eso era más o menos lo que había ocurrido, aunque no hubiera conseguido llegar a Denver.
A su derecha estaba la casa donde Vic había estado a punto de morir abrasada. Aunque no podía decirse que siguiera siendo una casa, desde luego no en el sentido convencional de la palabra. Todo lo que quedaba era una plataforma de cemento ennegrecido por el hollín y un montón de madera quemada. Entre las ruinas había un frigorífico anticuado, ennegrecido y con la pintura llena de burbujas volcado de lado, la estructura requemada y combada de una cama y un trozo de escalera. Una única pared de lo que en otro tiempo había sido un garaje parecía casi intacta. En ella había una puerta abierta, como una invitación a entrar, apartar unos cuantos maderos quemados, sentarse y quedarse un rato. Cristales rotos se mezclaban con los escombros.
—Porque esto… no es Christmasland, ¿verdad?
—No —dijo Vic—. Es la entrada. Seguramente Manx no necesita venir hasta aquí para acceder a Christmasland, pero le resulta más fácil.
Ángeles tocando la trompeta se mecían y bailaban entre los copos de nieve.
—Y tu entrada —dijo Lou—. Estoy hablando del puente. Ya no está. Había desaparecido para cuando llegamos al final de la pendiente.
—Puedo recuperarlo cuando lo necesite —aseguró Vic.
—Ojalá nos hubiéramos traído a los policías. Ojalá nos hubieran seguido por el puente. Así habrían tenido la oportunidad de apuntar con sus armas a la persona adecuada.
Vic dijo:
—Creo que cuanto menos peso pongamos en el puente, mejor. Hay que usarlo solo como último recurso. Ni siquiera quería traerte a ti.
—Bueno, pues aquí estoy —Lou cogió un paquete brillante de ANFO y lo metió con el resto en la mochila—. Y ahora, ¿cuál es el plan?
Vic dijo:
—La primera parte del plan es que me des eso —y cogió una de las asas de la mochila.
Lou la miró unos instantes mientras la mochila seguía entre los dos, sin estar seguro si debía dársela, pero luego lo hizo. Tenía lo que quería. Estaba allí y Vic no iba a conseguir deshacerse de él. Vic se la colgó de un hombro.
—La segunda parte del plan… —empezó a decir Vic antes de volver la cabeza y mirar hacia la autopista.
Un coche se deslizaba entre la noche, la luz de sus faros se colaba de forma intermitente entre los troncos de los árboles proyectando sombras absurdamente alargadas en el camino de grava. Al llegar al desvío hacia la casa aminoró la velocidad. Lou notó un latigazo de dolor detrás de la oreja izquierda. La nieve caía en copos gruesos como plumas de ganso y empezaba a acumularse en el suelo de tierra.
—Joder —dijo y casi no reconoció la voz llena de tensión—. Es él y no estamos preparados.
—Ven aquí —dijo Vic.
Le cogió por la manga y retrocedió, tirando de él a través de la alfombra de hojas secas y agujas de pino. Se escondieron en un rodal de abetos y, por primera vez, Lou reparó en el vaho de su aliento en la noche plateada por la luz de la luna.
El Espectro enfiló el camino de grava. En el parabrisas flotaba el reflejo de la luna de color hueso, acostada en un lecho de ramas oscuras entrelazadas como en el juego de las cunitas.
Lo miraron avanzar majestuoso y Lou notó que le temblaban las gruesas piernas. Solo necesito ser valiente un ratito más, pensó. Creía en Dios con todo su corazón, llevaba creyendo desde que era un niño y le encantaba ver en vídeo a Geoge Burns en la película Oh, Dios. Le envió un mensaje mentalmente al flacucho y arrugado Burns. Por favor, en otro tiempo fui valiente. Ayúdame a serlo ahora. Ayúdame a serlo por Vic y Wayne. De todas maneras me voy a morir, así que déjame morir haciendo lo que debo. Entonces se le ocurrió que siempre había deseado algo así, a menudo había soñado con ello, con la oportunidad de demostrar que podía superar el miedo y hacer lo que tenía que hacer. Y la gran oportunidad por fin había llegado.
El Rolls-Royce pasó junto a ellos, los neumáticos crujiendo en contacto con la grava. Pareció ir más despacio al llegar a su altura, a menos de cinco metros de distancia, como si el conductor les hubiera visto y les observara. Pero el coche no se detuvo y siguió circulando sin prisa.
—¿Y la segunda parte? —dijo Lou jadeante, consciente de que el pulso le latía acelerado en la garganta. Por Dios, que no le diera el infarto antes de que todo hubiera pasado.
—¿Qué? —dijo Vic con la mirada puesta en el coche.
—¿Cuál era la segunda parte del plan? —preguntó Lou.
—Ah —dijo Vic. Entonces cogió la esposa que estaba suelta y la cerró alrededor de un delgado tronco de árbol—. La segunda es que tú te quedas aquí.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 0:26

 Entre los árboles
 
LA EXPRESIÓN DE LA CARA REDONDA Y SIN AFEITAR DE LOU era como la de un niño que acaba de ver un coche pasar por encima de su juguete favorito. Se le llenaron los ojos de lágrimas, la cosa más brillante en aquella oscuridad. Vic sufría al verle así, al ver su sorpresa y su desilusión, pero el ruido de la esposa cerrándose —aquel clic fuerte e inconfundible que resonó en el aire gélido— correspondía a una decisión irrevocable, a una elección en la que no había marcha atrás.
—Lou —susurró acariciándole la cara—. Lou, no llores. No pasa nada.
—No quiero que vayas sola —dijo—. Quería ayudarte. Yo quería estar contigo.
—Y lo estás y lo vas a seguir estando. Siempre te llevo conmigo, eres parte de mi paisaje interior —le besó en la boca y notó el sabor a lágrimas, aunque sin estar segura de a cuál de los dos pertenecían. Después se apartó y dijo—: Sea como sea, esta noche Wayne va a salir de aquí y si yo no estoy con él entonces te necesitará a ti.
Lou parpadeó deprisa, llorando sin avergonzarse. No intentó soltarse. El abeto tenía un tronco de unos veinte centímetros de espesor y no quedaba apenas espacio para mover las esposas. Miró a Vic dolorido y perplejo. Abrió la boca, pero no parecía encontrar palabras.
El Espectro aparcó a la derecha de la casa en ruinas, junto a la única pared que seguía en pie. El motor estaba en marcha. Vic miró hacia allí. Podía oír a Burl Ives cantar.
—No lo entiendo —dijo Lou.
Vic alargó una mano para tocar la pulsera del papel que llevaba en la muñeca, la que le habían puesto en el hospital, la que había visto cuando estaban en casa de su padre.
—¿Qué es esto, Lou?
—¿Esto? —repitió Lou y a continuación emitió un sonido a medio camino entre la carcajada y el sollozo—. Pues que me desmayé otra vez. No es nada.
—No te creo —dijo Vic—. Acabo de perder a mi padre y no puedo perderte a ti también. Si crees que voy a poner en peligro tu vida más de lo que la he puesto ya, entonces es que estás más loco que yo. Wayne necesita a su padre.
—Y también a su madre. Lo mismo que yo.
Vic sonrió con la sonrisa de la Vic de siempre, un poco descarada, un poco peligrosa.
—Nada de promesas —dijo—. Eres el mejor, Lou Carmody. No es que seas buena persona, es que eres un héroe de los de verdad. Y no lo digo porque me recogieras con tu moto y me sacaras de este sitio. Esa fue la parte fácil. Lo digo porque siempre has estado ahí para Wayne. Porque le hacías los bocadillos para el colegio, le llevabas al dentista y le leías un cuento por las noches. Te quiero, amigo mío.
Vic miró de nuevo hacia el camino. Manx se había bajado del coche. Luego cruzó delante de los faros y pudo verle bien por primera vez en cuatro días. Llevaba su abrigo de siempre, con la hilera doble de botones y los faldones. El pelo era negro y brillante, retirado de la frente prominente. Parecía un hombre de treinta años. En una mano sostenía su enorme martillo plateado, en la otra escondía algo pequeño. Salió de la luz de los faros y desapareció brevemente entre las sombras de los árboles.
—Tengo que irme —dijo Vic. Se inclinó y besó a Lou en la mejilla.
Este quiso tocarla, pero Vic se escapó y echó a andar hacia la moto. La inspeccionó de arriba abajo. En el depósito de gasolina con forma de lágrima había una abolladura importante y uno de los tubos de escape se había soltado y tenía pinta de ir a caerse de un momento a otro. Pero arrancaría. Vic sentía que la estaba esperando.
Manx salió de entre los árboles y se colocó en medio de los faros traseros del Espectro. Parecía mirar directamente hacia Vic, aunque no era posible que la viera, en la oscuridad y con la nieve.
—¿Hola? —llamó—. ¿Estás con nosotros, Victoria? ¿Has venido con tu bólido infernal?
—¡Suéltale, Charlie! —gritó Vic—. ¡Si quieres salir vivo de esta, suéltale!
Aunque les separaban más de cincuenta metros, se dio cuenta de que Manx sonreía.
—Me parece que ya sabes que no es tan fácil matarme. Pero ¡vente con nosotros, Victoria! ¡Sígueme hasta Christmasland! ¡Vámonos a Christmasland a terminar todo esto! Tu hijo se alegrará de verte.
Sin esperar respuesta, Manx se subió al Espectro. La luz de los faros creció en intensidad, luego disminuyó y el coche se puso de nuevo en marcha.
—Por Dios, Vic —dijo Lou—. Joder, esto es una equivocación. Te está esperando. Tiene que haber otra manera de hacerlo. No vayas. No le sigas. Quédate aquí y encontraremos una solución.
—Ha llegado el momento, Lou —dijo Vic—. Estate atento a Wayne. Enseguida lo tendrás aquí.
Se subió a la moto y giró la llave de contacto. El faro parpadeó un instante, débilmente y luego se encendió del todo. Vic, tiritando en sus vaqueros cortos y deportivas, puso el pie en el pedal de arranque y se dejó caer con todo su peso. La moto expectoró y masculló. Saltó de nuevo y entonces dejó salir un sonido lánguido y flatulento: brap.
—Vamos, bonita —dijo con voz queda—. Arranca. Es la última vez. Tenemos que ir a buscar a mi hijo.
Vic se incorporó por completo. La nieve se posaba en el fino vello de sus brazos. Se dejó caer de nuevo sobre el pedal. La Triumph arrancó con una explosión.
—¡Vic! —gritó Lou pero esta no podía mirarle. Si le miraba y le veía llorar, querría abrazarlo y perdería la sangre fría. Metió la marcha—. ¡Vic! —volvió a gritar.
Vic dejó metida la primera para subir la pendiente corta e inclinada del terraplén. La rueda trasera derrapaba en la hierba resbaladiza por la nieve y tuvo que apoyar un pie en el suelo y empujar para terminar de subir.
Había perdido de vista al Espectro. Este había rodeado los restos calcinados del viejo refugio de caza y desaparecido por una abertura entre los árboles situados más lejos. Vic metió segunda, luego tercera y aceleró para alcanzarles. Las ruedas levantaban piedras del suelo y la moto se descontrolaba y cabeceaba en la nieve, que para entonces había formado una delgada capa sobre la grava.
Rodeó las ruinas, se internó en la maleza y salió a una especie de camino de tierra entre abetos, apenas lo bastante ancho para que pasara un coche. En realidad no eran más que dos surcos estrechos con helechos entremedias.
Las ramas de los pinos se cerraban sobre su cabeza formando un pasillo oscuro y angosto. El Espectro había reducido la marcha para permitir que Vic le alcanzara, e iba solo unos quince metros por delante. NOS4A2 seguía su camino y Vic lo seguía a él. El aire gélido traspasaba su delgada camiseta y llenaba sus pulmones de aliento áspero y helado.
Poco a poco, a ambos lados del camino los árboles empezaron a escasear hasta desembocar en un claro salpicado de rocas. Delante había un muro de piedra con un túnel de ladrillo excavado tan estrecho que apenas había espacio para el Espectro. Vic pensó en su puente. Este es el suyo, se dijo. Clavada en la piedra había una señal blanca metálica, junto a la entrada al túnel. ¡EL PARQUE ABRE TODOS LOS DÍAS DEL AÑO! CHICOS, PREPARAOS PARA CANTAR ¡ALIRÓN, ALIRÓN, NIEVE Y DIVERSIÓN!
El Espectro se adentró en el túnel y la voz de Burl Ives le llegó a Vic por la abertura de ladrillo de aquel pasadizo que Vic dudaba hubiera existido diez minutos antes.
Entró detrás de él. El tubo de escape derecho de la Triumph se arrastraba por el empedrado y levantaba chispas. El rugido del motor retumbaba en las paredes de piedra.
El Espectro salió del túnel y Vic lo hizo inmediatamente después. Salió de la oscuridad rugiente y cruzó las puertas hechas de bastones de caramelo. Pasó junto a los soldados Cascanueces de tres metros de altura que montaban guardia y entró por fin en Christmasland.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 0:29

 TRIUNFO
 
UNA NOCHEBUENA
 

SIN FIN
Christmasland
 
EL ESPECTRO LA CONDUJO POR EL BULEVAR PRINCIPAL, LA AVENIDA GOMINOLA. Mientras el coche circulaba Manx hacía sonar el claxon, tres veces y luego otras tres, pii-pii-pii, pii-pii-pii, las inconfundibles tres primeras notas de Navidad, Navidad, dulce Navidad.
Vic le siguió tiritando de forma incontrolable en el frío y esforzándose por evitar que le castañetearan los dientes. Cada vez que se levantaba el viento le traspasaba la camiseta como si no la llevara puesta y finos granos de nieve le arañaban la piel como partículas de cristal.
Las ruedas no se agarraban bien al empedrado resbaladizo por la nieve. La Avenida Gominola presentaba un aspecto oscuro y desierto, como una carretera que atravesara un pueblo abandonado del siglo XIX, con anticuadas farolas de hierro, edificios estrechos de puntiagudos tejados a dos aguas, oscuros ventanucos en las esquinas y puertas retranqueadas.
Solo que cuando el Espectro pasaba a su lado las farolas volvían a la vida y llamas azuladas prendían dentro de sus carcasas ribeteadas de escarcha. Lámparas de aceite se encendían en los escaparates de las tiendas e iluminaban elaboradas decoraciones navideñas. Vic pasó junto a una confitería llamada Le Chocolatier, cuyo escaparate mostraba trineos de chocolate, renos de chocolate, una gran mosca de chocolate y un bebé de chocolate con cabeza de cabra de chocolate. También junto a una tienda llamada Punch & Judy’s, en cuyo escaparate bailaban marionetas de madera. Una niña vestida de pastorcilla Bo-Peep se llevaba sus manos de madera a la cara con la boca abierta en un círculo de sorpresa perfecto. Un niño con pantalones cortos salido de la rima infantil Jack-Be-Nimble sostenía un hacha siniestramente manchada de sangre. A sus pies yacía una colección de cabezas de madera y brazos cortados.
Detrás y a continuación de esta pequeña zona comercial se erguía amenazadora la zona de atracciones, tan inerte y oscura cuando entraron en ella como lo había estado la calle principal. Vic vio el Trineo Ruso, recortándose en el cielo nocturno como el esqueleto de una criatura prehistórica y colosal. Vio el gran anillo negro de la noria. Y justo por detrás la montaña, una pared de roca casi vertical recubierta por varias toneladas de nieve.
Y sin embargo fue la gran extensión de cielo lo que más le llamó la atención. Una gran cantidad de nubes de plata llenaban por completo la mitad del firmamento nocturno y de ellas caían suavemente copos de nieve gordos y perezosos. El resto del cielo estaba despejado, era un remanso de oscuridad y estrellas, y colgando del centro de todo…
Una luna creciente plateada y gigantesca, con cara.
Tenía la boca torcida, la nariz ganchuda y un ojo tan grande como Topeka. Dormitaba, con el enorme ojo cerrado a la noche. Los labios azules le temblaban y profirió un ronquido tan ruidoso como un 747 en el momento de despegar y cuya exhalación hizo temblar las nubes. De perfil, la luna de Christmasland se parecía mucho al propio Charlie Manx.
Vic había estado loca muchos años, pero en todo ese tiempo nunca había visto ni soñado nada parecido. De haber habido algo en la carretera lo habría atropellado, sin duda, ya que le llevó diez segundos enteros conseguir apartar la mirada de aquella luna.
Lo que le hizo bajar la vista fue que atisbó movimiento por el rabillo del ojo.
Era un niño, de pie en un callejón en penumbra entre la Vieja Relojería y el Rincón de la Sidra Especiada del Señor Manx. Los relojes cobraron vida en cuanto el Espectro pasó delante de ellos con un festival de tictacs, tañidos y campanilleos. Un momento después, un mecanismo de cobre situado en el escaparate de la sidrería empezó a resoplar, bufar y echar vapor.
El niño llevaba un abrigo de piel mugriento y el pelo largo y desgreñado, lo que parecía indicar que en realidad era una niña, aunque Vic no estaba segura de poder determinar su sexo. La niña —o lo que fuera— tenía dedos huesudos terminados en uñas largas y amarillas. Sus facciones eran tersas y blancas, con un fino dibujo geométrico bajo la piel, de manera que parecía una máscara de esmalte siniestra despojada de toda expresión. La niña —la cosa— la miró pasar sin decir una palabra. Los ojos le brillaron con una luz rojiza, como los de un zorro, cuando se reflejó en ellos el resplandor de los faros.
Vic volvió la cabeza para mirar por encima del hombro, deseosa de verla mejor, y entonces comprobó que tres niños más salían del callejón detrás de ella. Uno parecía llevar una guadaña, dos iban descalzos. Descalzos en la nieve.
Esto no pinta bien, pensó. Ya te tienen rodeada.
Miró de nuevo al frente y se encontró con una rotonda que rodeaba el árbol de Navidad más grande que había visto en toda su vida. Debía de medir casi cuarenta metros y la base del tronco tenía el tamaño de una casa pequeña.
De la gran rotonda partían otras dos carreteras y el resto del círculo estaba cerrado por un muro de medio cuerpo de altura que daba a… nada. Era como si el mundo se terminara allí, se fundiera en una noche interminable. Vic lo observó con atención mientras seguía al Espectro por la rotonda. La superficie del muro brillaba por efecto de la nieve recién caída. Detrás había una marea de oscuridad coagulada de estrellas, estrellas que formaban riachuelos helados y remolinos impresionistas. Era mil veces más realista, y sin embargo más falso, que cualquier cielo que Vic había dibujado en sus libros de Buscador. Aquello era sin duda el fin del mundo. Estaba asomada a los confines fríos e insondables de la imaginación de Charlie Manx.
Sin previo aviso, el enorme árbol de Navidad se encendió de golpe y mil velas eléctricas iluminaron a los niños congregados alrededor de él.
Unos pocos se habían sentado en las ramas más bajas, pero casi todos —treinta, quizá— estaban de pie vestidos con camisones, pieles, trajes de gala pasados de moda, gorros de cola de mapache a lo Davy Crockett, sobretodos y uniformes de policía. A primera vista todos parecían llevar máscaras de fino cristal, con las bocas congeladas en sonrisas con hoyuelos y labios demasiado carnosos y rojos. Pero si se miraba con atención, las máscaras se convertían en caras. Las delgadas grietas que surcaban las facciones eran venas que se adivinaban bajo la piel transparente; las sonrisas forzadas dejaban ver unas bocas llenas de dientes diminutos y puntiagudos. Le recordaron a Vic a muñecos de porcelana antiguos. Los niños de Manx no eran niños, sino fríos muñecos con dientes.
Un niño sentado en una rama sostenía un machete de filo serrado tan largo como su antebrazo.
Una niñita mecía una cadena terminada en un gancho.
Un tercer pequeño —Vic no sabía si era niño o niña— blandía un cuchillo de carnicero y llevaba un collar hecho de dedos ensangrentados.
Vic estaba ya lo bastante cerca como para distinguir los adornos que decoraban el árbol y por un momento la conmoción le impidió respirar. Eran cabezas, cabezas sin cabellera, ennegrecidas pero sin descomponer, preservadas parcialmente por el frío. Cada rostro tenía agujeros en el lugar de los ojos. Las bocas estaban abiertas en gritos silentes. Una de las cabezas cortadas —de un hombre de rostro delgado con una perilla rubia— llevaba gafas con cristales tintados de verde y montura en forma de corazón adornada con diamantes falsos. Eran las únicas caras de adultos que Vic veía por allí.
El Espectro tomó una curva y se detuvo bloqueando la carretera. Vic metió primera, apretó el freno y detuvo la moto a diez metros del coche.
De debajo del árbol empezaron a salir niños, la mayoría hacia el Espectro, pero algunos formando un círculo a su espalda, una barricada humana. O inhumana más bien.
—¡Suéltale, Manx! —gritó Vic. Necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para que no le temblaran las piernas, estremecida como estaba de frío y de terror. El gélido aire de la noche se le metía por la nariz y le quemaba los ojos. No había un solo sitio seguro en el que posar la vista. De todos los árboles colgaban las cabezas de los otros adultos que habían tenido la desgracia de encontrar el camino a Christmasland. Y a su alrededor estaban los muñecos inertes de Manx, con sus ojos y sus sonrisas sin vida.
Se abrió la puerta del Espectro y salió Charlie Manx.
Mientras se enderezaba se puso un sombrero flexible. Vic reconoció el sombrero de Maggie. Manx se ajustó el ala, ladeándola un poquito. Manx era ahora más joven que Vic y casi parecía guapo, con pómulos marcados y barbilla afilada. Todavía le faltaba un trozo de oreja izquierda, pero la cicatriz estaba rosa, brillante y lisa. Los dientes superiores le sobresalían y se le clavaban en el labio de abajo, lo que le daba un aire de persona chiflada y con pocas luces. En una mano llevaba el martillo plateado, que balanceaba de atrás adelante, como el péndulo de un reloj que marcara los segundos en un lugar donde el tiempo no importaba.
La luna roncó. El suelo tembló.
Manx sonrió a Vic y se tocó el sombrero de Maggie a modo de saludo, pero después se volvió a mirar a los niños, que se acercaban a él desde las ramas de su árbol imposible. Los largos faldones de su abrigo bailaban a su espalda.
—Hola, pequeñuelos —dijo—. ¡Cuánto os he echado de menos! Vamos a dar un poco de luz para que pueda veros bien.
Levantó la mano que tenía libre y tiró de un cordón imaginario que colgaba del aire.
El Trineo Ruso se encendió en una maraña de luces azules. La noria resplandeció. En algún lugar no lejos de allí, un tiovivo empezó a dar vueltas y de sus altavoces invisibles brotó música. Eartha Kitt cantaba con su voz dulce y descarada y le explicaba a Santa Claus lo buena que había sido en un tono que sugería precisamente lo contrario.
En las brillantes luces de verbena Vic pudo apreciar que las ropas de los niños estaban manchadas de barro y sangre. Una niñita corrió hacia Manx con los brazos abiertos. La parte delantera de su camisón tenía huellas de manos ensangrentadas. Cuando llegó hasta Manx le abrazó una pierna. Este le colocó una mano sobre la cabeza y la estrechó contra él.
—Mi pequeña Lorrie —le dijo.
Otra niña algo más alta, con pelo largo y liso que le llegaba hasta las rodillas, corrió y abrazó a Manx desde el otro lado.
—Mi dulce Millie —dijo Manx.
La niña más alta llevaba el uniforme azul y rojo del soldado Cascanueces, con bandoleras cruzadas sobre su delgado pecho. En el cinturón dorado tenía un cuchillo, el filo desnudo tan brillante y lustroso como un lago de montaña.
Charlie Manx se enderezó pero mantuvo los brazos alrededor de sus niñas y se volvió a mirar a Vic, con una expresión tensa y brillante de algo que podía interpretarse como orgullo.
—Todo lo que he hecho, Victoria, lo he hecho por mis niñas. Este sitió está por encima de la tristeza, de la culpa. Aquí es Navidad todos los días, por siempre jamás. Todos los días hay cacao caliente y regalos. Mira lo que les he dado a mis dos hijas —¡carne de mi carne y sangre de mi sangre!— y a todos estos otros niños felices y perfectos. ¿Puedes darle tú a tu hijo algo mejor? ¿Puedes?
—Es guapa —dijo un niño detrás de Vic, un niño menudo con voz también menuda—. Tanto como mi mamá.
—Me preguntó cómo estaría sin nariz —dijo otro niño, y rio entre jadeos.
—¿Qué puedes darle tú a Wayne aparte de infelicidad, Victoria? —preguntó Manx—. ¿Puedes darle estrellas para él solo, una luna para él solo, una montaña rusa que cambia cada día de recorrido, una tienda de chocolates donde este nunca se acaba? ¿Amigos y juegos y diversión? ¿Una existencia sin enfermedades, sin muerte?
—¡No he venido a negociar, Manx! —gritó Vic. Le costaba mantener la vista fija en él y no hacía más que mirar de un lado a otro, resistiéndose a la tentación de volverse. Sentía cómo los niños iban rodeándola con sus cadenas, hachas, cuchillos y collares de dedos cortados—. He venido a matarte. Si no me das a mi hijo, todo esto desaparecerá. Tú y tus niños y toda esta fantasía estúpida. Es tu última oportunidad.
—Es la chica más guapa del mundo —dijo el niño menudo con la vocecilla—. Tiene los ojos bonitos. Tiene unos ojos como los de mi madre.
—Vale —dijo el otro niño—. Tú te quedas los ojos y yo la nariz.
De la oscuridad de debajo de los árboles llegó una voz enloquecida e histérica que cantaba:
 
Una muñeca de nieve haremos
 
Y de payasa la vestiremos
 
Hasta que los niños en cachitos la cortemos
 
¡Con doña payasa nos divertiremos!
 
 
El niño menudo rio como un tonto.
Los otros estaban callados. Vic nunca había oído un silencio tan terrible.
Manx se llevó el dedo meñique a los labios en un gesto falso de consideración. Después bajó la mano.
—¿No te parece —dijo— que deberíamos preguntarle a Wayne lo que quiere?
Se inclinó y le susurró algo a la más alta de las dos niñas.
La que llevaba el uniforme de Cascanueces —la que se llamaba Millie, pensó Vic— caminó descalza hasta la parte de atrás del Espectro.
Vic oyó pasos a su izquierda, volvió la cabeza y vio a una niña a unos dos metros de distancia. Era regordeta y pequeña y se tapaba con un abrigo blanco de piel apelmazada, que estaba abierto y debajo del cual no llevaba nada, excepto unos leotardos costrosos de Wonder Woman. Cuando Vic la miró se quedó completamente quieta, como si estuviera jugando a una versión demente del escondite inglés. Llevaba un hacha pequeña. Cuando abrió la boca Vic vio una cueva llena de dientes. Le pareció distinguir tres hileras de los mismos que le llegaban hasta bien atrás en la garganta.
Vic miró hacia el coche mientras Millie llegaba hasta la puerta y la abría.
Por un instante no sucedió nada. La puerta abierta se abrió del todo, revelando una oscuridad total.
Vic vio a Wayne agarrarse a la puerta con una mano y después sacar un pie del coche. A continuación se bajó del asiento y salió al empedrado.
Estaba boquiabierto mirando las luces, la noche. Tenía un aspecto limpio y hermoso, con el pelo negro peinado hacia atrás que dejaba ver una frente espantosamente blanca y los labios rojos esbozando una sonrisa maravillada…
Entonces Vic reparó en los dientes, las cuchillas de hueso dispuestas en hileras puntiagudas y delicadas. Igual que los de los otros niños.
—Wayne —exclamó con un sollozo ahogado.
Este se volvió y la miró con expresión de sorpresa y felicidad.
—¡Mamá! —dijo—. Mira mamá, ¿no es increíble? ¡Es real! ¡Es real de verdad!
Miró por encima del muro de piedra al cielo, a la gran luna baja con su durmiente cara de plata. Vio la luna y se rio. Vic no conseguía recordar la última vez que le había visto reírse así, tan espontáneo, tan relajado.
—¡Mamá, la luna tiene cara!
—Ven aquí, Wayne. Ven aquí ahora mismo. Ven conmigo, tenemos que irnos.
Wayne la miró mientras una arruga de incomprensión se le dibujaba entre las oscuras cejas.
—¿Por qué? —dijo—. Acabamos de llegar.
Desde detrás Millie abrazó a Wayne por la cintura, apretándose contra su espalda igual que una amante. Wayne dio un respingo y se volvió sorprendido, pero se detuvo en cuanto Millie le susurró algo al oído. La niña era de una belleza terrible, con los pómulos tan pronunciados, aquellos labios carnosos y las sienes hundidas. Wayne la escuchó concentrado con los ojos como platos y a continuación abrió la boca enseñando aún más los dientes picudos.
—¿En serio? —se volvió a Vic con expresión incrédula—. Dice que no podemos irnos. ¡Que no podemos irnos a ninguna parte porque tengo que abrir mi regalo de Navidad!
La niña se pegó aún más a Wayne y empezó a cuchichearle al oído con fervor.
—Apártate de ella, Wayne —dijo Vic.
La niña regordeta con el abrigo de piel dio unos pasos más hacia ella, hasta situarse lo bastante cerca como para poder clavarle el hacha en una pierna. Vic oyó más pasos a su espalda de niños que se acercaban.
Wayne miró a la niña perplejo y de soslayo, después frunció el ceño y dijo:
—¿Estás segura de que no puedes ayudarme a abrir mi regalo? ¡Pues que me ayuden todos! ¿Dónde está? ¡Vamos a cogerlo y lo abrimos ahora mismo!
La niña regordeta sacó el cuchillo y apuntó a Vic con él.


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Mensaje por yiniva Dom 15 Oct - 18:51

Moriría él padre de Vic o que, ya no supimos, al parecer Hutter ya le está creyendo, ojalá que Vic mande a volar a Charlie y Christmanlad


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 19:47

 Bajo el gran árbol
 
QUÉ ES LO QUE HAS DICHO, VICTORIA? —PREGUNTÓ MANX—. ¿Última oportunidad? Sí, pero la tuya, me parece. Ahora que todavía puedes, deberías darte la vuelta y largarte en tu moto.
—Wayne —dijo Vic ignorando a Manx y mirando a su hijo a la cara—. Oye, ¿sigues pensando al revés como te dijo tu abuelita que hicieras? Dime que sí, anda.
Wayne la miró perplejo, como si su madre le hubiera hecho una pregunta en una lengua extranjera. Tenía la boca entreabierta. Luego, despacio, dijo:
—.mamá ,intento lo pero ,difícil Es
Manx sonreía, pero el labio superior se le retiró dejando ver sus dientes torcidos y a Vic le pareció detectar un atisbo de irritación en sus chupadas facciones.
—¿Qué son estas majaderías? ¿Estás jugando a algo, Wayne? Porque a mí me encantan los juegos, siempre que pueda jugar yo también, claro. ¿Qué es lo que acabas de decir?
—¡Nada! —dijo Wayne en un tono de voz que sugería que decía la verdad, que estaba tan confuso como Manx—. ¿Por qué? ¿Qué parece que he dicho?
—Ya te he dicho que es mío, Manx —dijo Vic—. Te he dicho que no te lo puedes quedar.
—Pero si ya le tengo, Victoria —dijo Manx—. Le tengo y no le pienso soltar.
Vic se quitó la mochila del hombro y se la colocó en el regazo. Abrió la cremallera, metió la mano y sacó uno de los apretados paquetes de ANFO.
—Pues si no le dejas ir, me temo que se ha terminado la Navidad para todos nosotros. Voy a mandar este sitio a tomar por culo.
Manx se retiró el sombrero con el pulgar.
—¡Madre mía, mira que eres malhablada! Nunca he podido acostumbrarme a que las mujeres hablen tan mal. Siempre me ha parecido una ordinariez.
La niña rechoncha del abrigo de piel dio otro paso adelante arrastrando los pies. Sus ojos, medio ocultos entre pliegues de piel, arrojaban unos destellos rojos que le recordaron a Vic a un perro rabioso. Vic aceleró un poco y la moto recorrió unos pocos metros. Quería poner un poco de distancia entre ella y los niños que la acorralaban. Le dio la vuelta al paquete de ANFO, encontró el temporizador, lo programó para lo que calculó eran cinco minutos y pulsó el botón para ponerlo en marcha. Esperó entonces que una ráfaga irrevocable y aniquiladora de luz blanca borrara el mundo y se puso tensa en preparación para un último y desgarrador estallido de dolor. Pero no ocurrió nada. Nada de nada. Ni siquiera estaba segura de que el temporizador estuviera en marcha, pues no emitía sonido alguno.
Sostuvo el paquete de ANFO encima de la cabeza.
—Esta cosa tiene un puto temporizador, Manx. Creo que va a saltar en tres minutos, pero me puedo equivocar en dos menos o dos más. Y llevo muchos más en la bolsa. Mándame a Wayne. Mándamelo ahora mismo y en cuanto esté subido a la moto quito el temporizador.
Manx dijo:
—Pero ¿qué tienes ahí? Si parece una de esas almohaditas que te dan en los aviones. Yo he volado solo una vez, de San Louis a Baton Rouge. ¡Nunca más! Tuve suerte de salir vivo. El avión no dejó de dar botes en todo el vuelo, como si colgara de un cordel y Dios estuviera jugando al yo-yo con nosotros.
—Es un paquete de mierda —dijo Vic—. Lo mismo que tú.
—Es un… ¿qué has dicho?
—Es ANFO, un fertilizante enriquecido. Lo empapas en diesel y se convierte en el explosivo más potente que una caja de TNT. Timothy McVeigh destruyó un edificio federal de doce plantas con un par de estos. Lo mismo puedo hacer yo con tu mundo particular y todos sus habitantes.
Incluso a diez metros de distancia Vic podía ver la expresión calculadora en los ojos de Manx mientras pensaba en lo que acababa de oír. Luego su sonrisa se ensanchó.
—No me creo que seas capaz de hacer eso. ¿Volaros a ti y a tu hijo? Tendrías que estar loca.
—¿Ahora te das cuenta, tío?
La sonrisa de Manx fue desapareciendo por etapas. Los párpados cayeron y la expresión de sus ojos se tornó triste y decepcionada.
Abrió la boca y a continuación gritó, y cuando lo hizo la luna abrió su único ojo y gritó con él.
El ojo de la luna era saltón y estaba inyectado en sangre, un saco de pus con un iris. La boca era un desgarrón dentado en la noche. Su voz era la voz de Manx, tan amplificaba que resultaba ensordecedora:
 
¡COGEDLA! ¡MATADLA! ¡HA VENIDO A QUITARNOS LA NAVIDAD! ¡MATADLA AHORA MISMO!
 
La montaña se estremeció. Las ramas del inmenso árbol de Navidad se agitaron en la oscuridad. Vic soltó el frenó y la moto avanzó otros quince centímetros. La mochila llena de ANFO se le resbaló del regazo y cayó sobre el empedrado.
Los edificios temblaron con los gritos de la luna. Vic nunca había vivido antes un terremoto y estaba sin respiración, presa de un terror innombrable que crecía por debajo del nivel del pensamiento consciente, por debajo del nivel del lenguaje. La luna empezó a chillar —chillar y nada más— en un rugido de furia que hacía girar y bailar enloquecidos los copos de nieve.
La niña gorda dio un paso adelante y lanzó el hacha hacia Vic, igual que un apache en una película del Oeste. El filo pesado y romo le dio en la rodilla mala. El dolor fue inmenso.
Vic soltó de nuevo el freno y la Triumph avanzó una vez más. La mochila no se había quedado atrás, sin embargo, porque la moto la arrastraba. Una de las asas se había quedado enganchada al reposapiés trasero, que Lou había bajado cuando se subió con Vic a la moto. Lou Carmody al rescate, como siempre. Seguía teniendo el ANFO, pues, aunque no al alcance de la mano.
ANFO. Llevaba un paquete en la mano, sujeto contra el pecho con la mano izquierda, el temporizador supuestamente en marcha. Aunque no hacía tictac ni ningún otro sonido que sugiriera que estaba funcionando.
Tíralo, pensó. En algún sitio que le demuestre todo el daño que puedes hacer con uno de estos chismes.
Los niños corrieron hacia ella. Salieron de debajo del árbol y llenaron el empedrado. Vic oía sus suaves pisadas a su espalda. Se volvió para buscar a Wayne y vio que la niña alta seguía abrazada a él. Estaban junto al Espectro y la niña continuaba situada a su espalda y le pasaba un brazo con suavidad alrededor del pecho. En la otra mano sostenía el cuchillo con forma de guadaña, que Vic sabía que usaría —contra Wayne— antes de dejarle ir.
Al instante siguiente un niño se abalanzó contra ella. Vic aceleró y la moto saltó hacia delante, dejando al niño tumbado en la carretera, bocabajo. La mochila llena de ANFO enganchada al reposapiés saltó y rebotó en el empedrado cubierto de nieve.
Vic avanzó derecha hacia el Rolls-Royce, como si tuviera intención de estrellarse contra él. Manx cogió a la niña pequeña —¿Lorrie?— y retrocedió hacia la puerta abierta en un gesto protector propio de cualquier padre. Con aquel gesto Vic lo comprendió todo. Todo lo que Manx les había hecho a aquellos niños hasta convertirlos en lo que eran obedecía a un impulso por mantenerlos a salvo, por evitar que el mundo les atropellara. Estaba convencido de hacer lo correcto. Aunque lo mismo les ocurría a todos los monstruos, supuso Vic.
Pisó el freno mientras apretaba los dientes para contrarrestar el dolor punzante y feroz de la rodilla izquierda y giró el manillar. La moto trazó una vuelta de casi ciento ochenta grados. Vic se encontró con una fila de niños, una docena, que corrían hacia ella. Aceleró de nuevo y la Triumph arremetió contra ellos, obligándoles —a casi todos— a dispersarse como hojas secas en un huracán.
Sin embargo uno de ellos, una niña espigada con camisón rosa, siguió agachada y cortándole el paso. Vic quiso seguir adelante, atropellarla, joder, pero en el último momento giró el manillar en un intento por esquivarla. No podía evitarlo, era incapaz de atropellar a una niña.
La moto cabeceó peligrosamente en las piedras resbaladizas y perdió velocidad, y la niña aprovechó para subirse. Clavó sus garras —porque eran garras de bruja, con las uñas largas y dentadas— en la pierna de Vic y, tras tomar impulso, se sentó en el asiento trasero.
Vic aceleró de nuevo y la moto saltó hacia delante, ganando velocidad conforme trazaba el círculo de la rotonda.
A su espalda, la niña emitía ruidos, gruñidos y bufidos como los de un perro. Una mano rodeó la cintura de Vic y esta casi gritó al contacto con el frío, un frío tan intenso que quemaba.
La niña cogió un trozo de cadena con la otra mano, la levantó y golpeó con ella la rodilla izquierda de Vic, como si de alguna forma supiera dónde hacerle más daño. Fue como si un petardo explotara detrás de la rótula de Vic, que sollozó y lanzó el codo hacia atrás. El codo le dio a la niña en plena cara y la piel blanca pareció esmalte resquebrajado.
La niña gritó —un sonido ahogado y roto— y, al volverse a mirarla, a Vic se le puso el estómago del revés y perdió el control de la Triumph.
La bonita cara de la niña se había deformado y mostraba ahora unos labios que se ensanchaban como la boca de una lombriz, un agujero rosa irregular rodeado de dientes que le llegaban hasta la garganta. Tenía la lengua negra y el aliento le olía a carne podrida. Abrió la boca hasta que fue lo bastante grande para que alguien le metiera un brazo por la garganta y después hundió los dientes en el hombro de Vic.
Fue como si se lo cortaran con una sierra mecánica. La manga de la camiseta y la piel debajo de esta se fundieron en una masa sanguinolenta.
La moto se volcó hacia la derecha, levantó chispas doradas al tocar el suelo y derrapó sonoramente por el empedrado. Vic no supo si saltó o se cayó, solo que rodaba dando tumbos por el suelo.
 
¡LA TENEMOS, LA TENEMOS! ¡HAY QUE RAJARLA! ¡MATARLA!
 
gritó la luna y la tierra tembló bajo ella como si pasara un camión pesado a toda velocidad.
Vic yacía con los brazos en cruz y la cabeza contra las piedras. Miró los galeones plateados de nubes en el cielo (muévete).
Trató de evaluar la gravedad de sus heridas. Ya no notaba la pierna izquierda (muévete).
La cadera derecha le quemaba y le dolía. Levantó un poco la cabeza y el mundo bailó a su alrededor con una brusquedad que le produjo náuseas (muévete muévete).
Parpadeó, y por un instante el cielo estuvo poblado no de nubes, sino de electricidad estática, un remolino cargado de partículas blancas y negras (MUÉVETE).
Se apoyó sobre los codos y miró a la izquierda. La Triumph la había llevado hasta la mitad del círculo. Hasta una de las carreteras que conducían al parque de atracciones. Examinó la rotonda y vio niños —hasta cincuenta quizá— que corrían en silencio hacia ella en la oscuridad. Detrás estaba el árbol tan alto como un edificio de diez plantas y, detrás de este, en algún lugar, estaban el Espectro y Wayne.
La luna la miró furiosa desde el cielo con su ojo protuberante horrible e inyectado en sangre.
 
¡TIJERAS PARA EL VAGABUNDO! ¡TIJERAS PARA LA BRUJA!
 
Aulló la luna. A continuación, y por un instante, desapareció, como un televisor cuando se cambia de canal. El cielo era un caos de electricidad estática. Vic hasta lo oía silbar.
MUÉVETE, pensó y de repente se encontró de pie y cogiendo la moto por el manillar. La levantó haciendo fuerza con todo el cuerpo y gritó cuando una nueva oleada de dolor fulminante le recorrió la rodilla izquierda y la cadera.
La niña con boca de lombriz había salido disparada contra la puerta de una tienda situada en una esquina. ¡La Tienda de Disfraces de Charlie! Estaba recostada contra la puerta y meneaba la cabeza como si necesitara despejarse. Vic reparó en que el paquete plástico de ANFO había terminado de alguna manera entre los tobillos de la niña.
ANFO, pensó —la palabra había adquirido la cualidad de mantra— y se inclinó a coger la mochila, aún enganchada al reposapiés trasero. La soltó, se la colgó del hombro y se sentó en la moto.
Los niños que corrían hacia ella deberían estar chillando, o lanzando gritos de guerra o algo, pero en lugar de ello avanzaban en una marea silenciosa, saliendo del círculo nevado de la rotonda y desperdigándose por el empedrado. Vic saltó sobre el pedal de arranque.
La Triumph tosió y nada más.
Saltó de nuevo. Uno de los tubos de escape, que se había soltado y colgaba encima del suelo, expulsó gases acuosos, pero el motor se limitó a emitir un sonido cansado y ahogado y se murió.
Una piedra golpeó a Vic en la parte posterior de la cabeza y un dolor negro le estalló detrás de los ojos. Cuando recuperó la visión el cielo estaba otra vez lleno de electricidad estática —por un momento solamente— y a continuación se volvió borroso y reapareció poblado de nubes y oscuridad. Vic pisó de nuevo el pedal de arranque.
Oyó rechinar de bujías que se negaban a hacer contacto, que se fundían.
El primero de los niños la alcanzó. No iba armado —quizá era el que había tirado la piedra—, pero tenía la mandíbula desencajada y su boca era una caverna de obsceno color rosa con una hilera tras otra de dientes. Cerró la boca en la pierna desnuda de Vic y sus dientes ganchudos perforaron carne y desgarraron músculo.
Vic aulló de dolor y pataleó con la pierna derecha para alejar al niño. El talón chocó con el pedal de arranque y el motor se encendió. Giró el acelerador y la moto salió disparada hacia delante. El niño perdió pie y quedó atrás, tirado en el suelo.
Vic miró a la izquierda mientras enfilaba la carretera lateral hacia el Trineo Ruso y el Tiovivo de Renos de Papá Noel.
Veinte, treinta, quizá hasta cuarenta niños echaron a correr por la carretera detrás de ella, muchos de ellos descalzos, sus talones resonando en el suelo de piedra.
La niña que había salido despedida contra la Tienda de Disfraces de Charlie estaba sentada y se inclinó hacia delante para coger el paquete de plástico blanco con ANFO que tenía entre los pies.
Hubo un fogonazo de luz blanca.
La onda expansiva de la explosión arrugó el aire y lo combó por efecto del calor, y por un momento Vic pensó que levantaría la moto y la haría volar.
Todas las ventanas de la calle estallaron. El fogonazo blanco se transformó en una bola de fuego gigante. La Tienda de Disfraces de Charlie se hundió y desintegró en una avalancha de ladrillos llameantes y una tormenta de cristal pulverizado y brillante. Lenguas de fuego salieron a la calle y atraparon a una docena de niños como si fueran monigotes, arrojándolos a la oscuridad de la noche. Los adoquines se desprendieron del pavimento y volaron por los aires.
La luna abrió la boca y se disponía a gritar horrorizada, su único ojo henchido de furia, cuando la onda expansiva alcanzó el cielo de mentira y todo él tembló como una imagen reflejada en un espejo de feria. La luna, las estrellas y las nubes se deshicieron en un campo de nieve blanca y eléctrica. La explosión prosiguió calle abajo. Los edificios se estremecieron. Vic aspiró una bocanada de aire quemado, humo de diésel y ladrillo pulverizado. Después la onda expansiva cedió y el cielo, con un parpadeo, volvió a ser el mismo de antes.
La luna chilló y chilló, con una intensidad casi tan violenta como la explosión.
Vic pasó a toda velocidad junto a un salón de espejos y un museo de cera y se dirigió hacia el carrusel en marcha y brillantemente iluminado, donde en lugar de caballos había renos. Una vez allí frenó y detuvo la moto con un coletazo de la rueda trasera. Tenía el pelo erizado por el calor de la explosión y el corazón le latía con dificultad.
Se volvió para echar un vistazo a la extensión de escombros que había sido la plaza del mercado. Necesitó un momento para asimilar —para aceptar— lo que veían sus ojos. Primero un niño, luego otro y a continuación un tercero salieron de entre el humo y echaron a andar carretera abajo hacia ella. A uno todavía le salía humo del pelo carbonizado. Otros se sentaban a ambos lados de la calle. Vic vio como uno se retiraba con cuidado cristales del pelo. Debería haber estado muerto, pues había salido despedido contra una pared de ladrillo, cada hueso de su cuerpo debía estar hecho astillas. Y sin embargo allí estaba, poniéndose de pie, y Vic comprobó que, de tan exhausta como se encontraba, aquello no le causaba demasiada sorpresa. Porque los niños atrapados en la explosión estaban ya muertos antes de que la bomba detonara. Y ahora no estaban ni más muertos ni tampoco menos decididos a ir a por ella.
Se quitó la mochila del hombro y comprobó su contenido. Estaba todo allí. Lou había conectado temporizadores a cuatro de los paquetes de ANFO, uno de los cuales ya no estaba. En el fondo de la mochila quedaba otro par de paquetes, pero sin temporizador.
Se colgó de nuevo la mochila al hombro y prosiguió camino, dejó atrás el Tiovivo de Renos y recorrió unos cientos de metros hasta el final del parque, donde la esperaba el gran Trineo Ruso.
Estaba en marcha, pero vacío. Los vagones simulaban trineos rojos traqueteando con gran estruendo sobre los raíles, subiendo y bajando en la oscuridad. Era una montaña rusa de las antiguas, de las que tan populares habían sido en la década de 1930, hechas por completo de madera. La entrada era una cara enorme y sonriente de Papá Noel. Había que meterse dentro de su boca.
Vic sacó un paquete de ANFO, fijó el temporizador en cinco minutos y lo lanzó a la mandíbula abierta de Papá Noel. Estaba a punto de marcharse cuando su mirada se posó por casualidad en la montaña rusa y vio los cuerpos momificados. Docenas de hombres y mujeres crucificados, la piel ennegrecida y marchita, sin ojos y con las ropas mugrientas y hechas jirones. Una mujer con calentadores rosas que no podían ser más ochenteros estaba desnuda de cintura para arriba; de sus pechos perforados colgaban adornos de Navidad. Había también un hombre apergaminado con pantalones vaqueros y abrigo grueso y una barba que recordaba a la de Jesucristo, con una corona de acebo en lugar de espinas en la cabeza.
Vic seguía mirando los cadáveres cuando un niño salió de la oscuridad y le clavó un cuchillo en la región lumbar.
No podía tener más de diez años y una sonrisa dulce y encantadora le dibujaba hoyuelos en las mejillas. Iba descalzo y vestía pantalones de peto y camisa a cuadros, y sus rizos rubios y su mirada serena lo convertían en un perfecto Tom Sawyer. El cuchillo se hundió hasta la empuñadura, atravesando músculo, el tejido elástico debajo de este y quizá perforando el intestino. Vic sintió un dolor como nunca había sentido, una punzada intensa y sobrenatural en las entrañas y pensó, verdaderamente sorprendida: Me ha matado. Acabo de morirme.
Tom Sawyer sacó el cuchillo y rio alegre. Wayne no había reído nunca con tanta despreocupación. Vic no sabía de dónde había salido aquel niño. Era como si hubiera aparecido por ensalmo; la noche se había espesado y producido un niño.
—Quiero jugar contigo —dijo este—. Quédate y así jugamos a tijeras para el vagabundo.
Vic podría haberle pegado, dado un codazo, una patada, algo. Pero en lugar de ello aceleró y se limitó a alejarse de él. El niño se hizo a un lado y la dejó marchar, todavía con el cuchillo en la mano, húmedo y brillante con la sangre de Vic. Continuaba sonriendo, pero sus ojos revelaban perplejidad y tenía el ceño fruncido, como si se preguntara: ¿He hecho algo malo?
Los temporizadores no eran precisos. El primer paquete de ANFO había sido programado para explotar a los cinco minutos, pero había tardado casi diez. Vic había programado el del Trineo Ruso exactamente igual, lo que debería haberle dado tiempo de sobra para alejarse, pero no había avanzado ni cien metros cuando explotó. El suelo se arrugó bajo sus pies y se rizó igual que una ola. Era como si el aire ardiera. Vic inspiró una bocanada de aire que le quemó los pulmones. La moto avanzó a trompicones mientras el viento abrasador le abofeteaba los hombros, la espalda. Notó una nueva punzada en el abdomen, como si estuvieran apuñalándola de nuevo.
El Trineo Ruso se desplomó con un enorme estruendo, igual que una gigantesca hoguera. Uno de los vagones se desprendió y voló envuelto en llamas, un misil de fuego que atravesó la oscuridad y se estrelló contra el Tiovivo de Renos, haciendo astillas los blancos corceles. El acero chirrió y Vic se volvió justo a tiempo de ver una nube de fuego y humo en forma de hongo elevarse sobre los restos del Trineo Ruso.
Apartó la vista y aceleró para rodear la cabeza humeante de un reno de madera, un amasijo de astas despedazadas. Enfiló una calle lateral que, pensó, la llevaría de vuelta a la rotonda. La boca le sabía mal. Escupió sangre.
Me estoy muriendo, pensó con sorprendente serenidad.
Apenas aflojó la marcha al pasar junto a la gran noria. Era hermosa, con miles de fuegos fatuos distribuidos por sus radios de treinta metros de longitud. Las cabinas con capacidad para hasta doce personas, cristales tintados de negro y lámparas de gas ardiendo en el interior giraban como en un sueño.
Vic sacó otro paquete de ANFO, fijó el temporizador en cinco minutos, más o menos, y lo lanzó al aire. Quedó enganchado a uno de los radios de la noria, cerca del núcleo central. Vic se acordó de su vieja Raleigh, de la manera en que giraban las ruedas y en cuánto le gustaba la luz del otoño en Nueva Inglaterra. Ya nunca volvería. No volvería a ver aquella luz. La boca se le seguía llenando de sangre. Estaba sentada en sangre. La punzada en la región lumbar volvía una y otra vez. Solo que no se trataba de un dolor convencional. Lo que Vic experimentaba era dolor, pero también, como cuando una mujer da a luz, una experiencia superior, la sensación de que lo imposible se hacía posible, de que tenía encomendada una misión de enorme magnitud.
Siguió adelante y pronto estuvo en la rotonda central.
La Tienda de Disfraces de Charlie —un cuadrado en llamas que apenas conservaba forma de edificio— estaba en la esquina, a unos cincuenta o sesenta metros. Al otro lado del árbol de Navidad gigante se encontraba aparcado el Rolls-Royce. Vic veía el resplandor de sus faros delanteros bajo las ramas. No redujo la marcha, sino que continuó directa al árbol. Se quitó la mochila del hombro izquierdo, metió la mano mientras dejaba la otra en el acelerador, encontró el último paquete de ANFO con temporizador, giró el dial y pulsó el botón que lo ponía en marcha.
La rueda delantera de la moto dejó la acera y empezó a circular sobre hierba cubierta de nieve. La oscuridad producía sombras, niños que aparecían delante de ella. Vic no estaba segura de si se apartarían, pensó más bien que se quedarían donde estaban para obligarla a pasar entre ellos.
A su alrededor todo se iluminó en un gran estallido de claridad rojiza y por un instante Vic vio su propia sombra, imposiblemente larga, correr delante de ella. Los niños formaban una fila desordenada e irregular, fríos muñecos con pijamas ensangrentados, criaturas armadas con trozos de madera, cuchillos, martillos, tijeras.
El mundo se llenó de un rugido y del estrépito de metal torturado. No había dejado de nevar y la onda expansiva hizo caer a los niños al suelo. Detrás de Vic, la noria erupcionó en dos chorros de fuego y la inmensa estructura circular cayó en bloque tras desprenderse de sus anclajes. El impacto sacudió el mundo y precipitó el cielo de Christmasland a un frenesí de electricidad estática. Las ramas del gigantesco abeto se clavaron en la noche en una suerte de gesto histérico, un gigante que luchaba por su vida.
Vic se deslizó bajo las ramas salvajes y ardientes. Cogió la mochila del regazo y la estrelló contra el tronco. Su regalo de Navidad para Charles Talent Manx.
A su espalda, la noria entró rodando en el pueblo acompañada de la inmensa reverberación del hierro chocando contra piedra. Luego, lo mismo que una moneda que rueda sobre la mesa y pierde impulso, se inclinó hacia un lado y cayó sobre un par de edificios.
Más allá de la noria volcada, más allá de las ruinas del Trineo Ruso, un enorme bloque de nieve que se había desprendido de los picos de la montaña alta y oscura empezó a descender hacia Christmasland. Los rugidos ensordecedores de las explosiones y los edificios derrumbándose no habían sido nada comparados con aquel sonido. De alguna forma era más que un sonido, era una vibración que sacudía los huesos. Una explosión de nieve golpeó las torres y las delicadas tiendas situadas al fondo del parque de atracciones, que quedaron aniquiladas. Paredes de roca coloreada salieron despedidas delante del alud y al momento fueron sepultadas por él. El final del pueblo se desplomó sobre sí mismo y desapareció bajo una gigantesca ola de nieve, un maremoto lo bastante ancho y profundo para engullir toda Christmasland. La cornisa bajo la nieve tembló con tal fuerza que Vic se preguntó si no iba a desprenderse de la montaña y hundir el parque entero en… ¿en qué? En el vacío que aguardaba detrás de la retorcida quimera de Charlie Manx. Los estrechos cañones por los que discurrían las carreteras se inundaron con un río de nieve lo bastante caudaloso para engullir todo lo que encontraba a su paso. El alud no se limitó a caer sobre Christmasland, sino que la borró por completo.
Cuando cruzaba la rotonda con la Triumph Vic vio el Espectro. Estaba cubierto por una fina película de polvo de ladrillo, el motor zumbaba y los faros iluminaban un aire lleno de partículas, miles de millones de granos de cenizas, nieve y rocas flotando en un viento caliente y lleno de chispas. Vic vio a la hija pequeña de Charlie Manx, la que se llamaba Lorrie, en el asiento del pasajero, mirando por la ventana hacia la repentina oscuridad. En pocos segundos todas las luces de Christmasland se habían apagado, todas sin excepción, y la única fuente de claridad procedía de la electricidad estática del cielo.
Junto al maletero abierto del coche, Wayne se retorcía en un intento por liberarse de la niña que se llamaba Millie. Millie lo sujetaba por detrás con una mano aferrada a un trozo de la parte delantera de la camiseta blanca mugrienta de Wayne. En la otra tenía aquel curioso cuchillo ganchudo. Intentaba clavárselo en la garganta, pero Wayne la sujetaba por la muñeca, no le dejaba levantar la mano y mantenía la cara apartada del filo.
—¡Tienes que obedecer a papaíto! —le gritaba la niña—. ¡Tienes que meterte en el maletero! ¡Ya has dado bastante guerra!
Y Manx. Manx se movía. Hacía un instante estaba en la puerta del conductor ayudando a entrar a su adorada Lorrie en el coche, pero ahora caminaba por el suelo irregular balanceando el martillo plateado, con ese abrigo de legionario que le daba un aire militar abotonado hasta el cuello. Tensaba con fuerza la mandíbula.
—¡Déjale, Millie, no tenemos tiempo! —aulló—. ¡Déjale y vámonos!
Millie hundió sus dientes de lombriz en la oreja de Wayne. Este chilló, dio manotazos, se apartó y el lóbulo de su oreja se desgajó del resto de su cara. Bajó la cabeza y, al tiempo que hacía esto y con un movimiento como de descorchar una botella, se escabulló de su camiseta, dejando a Millie con un harapo vacío y manchado de sangre en la mano.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Wayne.
Algo que sonaba igual dicho del derecho que del revés. Corrió dos pasos, resbaló en la nieve y cayó a cuatro patas sobre la calzada.
El polvo se agitaba en el aire. Varios cañonazos sacudieron la oscuridad, bloques de piedra cayeron sobre piedra y ciento cincuenta mil toneladas de nieve, toda la nieve vista e imaginada por Charlie Manx, se precipitó hacia ellos arrasando todo a su paso.
Manx estaba a seis pasos de Wayne y se dirigió hacia él con el martillo plateado en alto, dispuesto a dejarlo caer sobre la cabeza gacha del niño. Era un martillo diseñado para aplastar cráneos, y destrozar el de Wayne sería un juego de niños.
—¡Apártate de mi camino, Charlie! —aulló Vic.
Manx se volvió para mirarla cuando pasó a su lado a toda velocidad. La estela de la moto lo atrapó y le hizo tambalearse hacia atrás.
Luego el último lote de ANFO, la mochila entera, explotó debajo del árbol y pareció llevarse con él el mundo entero.


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Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 Empty Re: Lectura #1 Octubre 2017

Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 19:52

Calle Gominola
 
GEMIDO AGUDO.
Confusión de polvo y motas de fuego danzarinas.
El mundo se sumió en un pañuelo de silencio donde el único sonido era un suave pitido, no muy distinto al de la carta de ajuste de la televisión.
El tiempo se reblandeció y avanzó con la dulce lentitud del sirope deslizándose por las paredes de un frasco.
Vic avanzó entre la atmósfera de destrucción y vio un fragmento de árbol ardiendo del tamaño de un Cadillac caer delante de ella, en apariencia desplazándose a menos de una quinta parte de su velocidad lógica.
En la silenciosa tormenta de escombros —un torbellino de humo rosado— había perdido de vista a Manx y a su coche. Solo atisbó a Wayne, a cuatro patas en el suelo y disponiéndose a levantarse igual que un corredor en los tacos de salida. La niña de pelo largo y rojo estaba detrás de él con el cuchillo, que ahora sujetaba con las dos manos. La tierra tembló y le hizo perder el equilibrio, proyectándola contra el muro de piedra en que terminaba Christmasland.
Vic la esquivó y la niña, Millie, se volvió para verla pasar con su boca de lombriz abierta en un gesto enfermizo de rabia, las hileras de dientes apiñadas en la garganta. La niña empujó el muro para separarse y al hacerlo, este cedió y se la llevó consigo. Vic la vio precipitarse hacia la nada y perderse en la tormenta de luz blanca.
Le pitaban los oídos. Pensaba que estaba llamando a Wayne, pero este echó a correr —sordo y ciego— sin mirar atrás.
La Triumph la ayudó a alcanzarlo. Se dobló por la cintura, lo agarró por la parte de atrás de los pantalones cortos y lo subió en la moto detrás de ella, todo sin necesidad de frenar. Y es que había tiempo de sobra. Todo se movía tan lenta y silenciosamente que Vic podría haber contado cada ascua que flotaba en el aire. El riñón perforado le dolió intensamente por aquel movimiento brusco de la cintura, pero Vic, que empezaba ya a agonizar, no dejó que eso la preocupara.
Del cielo nevaba fuego.
En algún lugar a su espalda, la nieve de cien inviernos ahogó Christmasland como una almohada apretada contra la cara de un enfermo terminal.
Había sido agradable llevar detrás a Lou Carmody abrazándola, oler su aroma a pinos y a taller, pero más agradable aún era volver sentir los brazos de su hijo alrededor de la cintura.
Por lo menos en aquella oscuridad zumbona y apocalíptica no había villancicos. Cómo odiaba Vic los villancicos. Siempre lo había hecho.
Otro árbol en llamas se desplomó a su derecha, chocó contra el empedrado y explotó haciendo saltar brasas del tamaño de platos. Una flecha incendiaria, tan larga como el antebrazo de Vic, rasgó el aire y le hizo un corte en la frente justo encima de la ceja derecha. No lo notó, aunque sí la vio pasar delante de sus ojos.
Metió cuarta sin que le costara ningún esfuerzo.
Su hijo la abrazó más fuerte. El riñón le dio otra punzada. Wayne la estaba exprimiendo hasta dejarla sin vida y era una sensación de lo más dulce.
Vic apoyó una mano sobre las dos de Wayne entrelazadas sobre su ombligo y le acarició los nudillos pequeños y pálidos. Seguía siendo su hijo. Lo sabía porque tenía la piel caliente y no helada y muerta, como los pequeños vampiros de Charlie Manx. Siempre sería suyo. Wayne era oro puro y el oro no se desgastaba.
NOS4A2 apareció a su espalda rodeado de humo. Vic lo oyó a través del silencio muerto y vibrante, escuchó un gruñido inhumano, un rugido de odio de alta precisión perfectamente articulado. Los neumáticos traqueteaban y avanzaban a sacudidas sobre el suelo de roca pulverizada. Los faros iluminaban la tormenta de polvo —aquella borrasca de grava— y la hacían brillar como si fuera una lluvia de diamantes. Manx iba al volante y llevaba la ventanilla bajada.
—¡TE VOY A ASESINAR, BRUJA INMUNDA! —gritó y Vic lo escuchó también aunque amortiguado, como el sonido del mar dentro de una caracola—. ¡OS VOY A ATROPELLAR A LOS DOS! ¡HAS MATADO A LOS MÍOS Y AHORA YO VOY A HACER LO MISMO CONTIGO!
El guardabarros chocó con la rueda trasera de la moto, que experimentó una fuerte sacudida. El manillar tembló y trató de soltarse de las manos de Vic. Esta lo sujetó con fuerza. De no ser así, la rueda delantera viraría violentamente a un lado o al otro, se caerían de la moto y el Espectro les pasaría por encima.
El guardabarros les embistió de nuevo y Vic se dobló tanto hacia delante que casi tocó el manillar con la cabeza.
Cuando levantó la vista allí estaba el Puente del Atajo, su boca oscura resaltando en la bruma color algodón de azúcar. Vic exhaló largamente y despacio y casi se estremeció de alivio. El puente estaba allí y la sacaría de aquel lugar, de vuelta adonde necesitaba ir. Las sombras que la esperaban dentro eran, a su manera, tan reconfortantes como la mano fresca de su madre en su frente febril. Echaba de menos a su madre, a su padre y a Lou y sentía que no hubieran pasado más tiempo todos juntos. Tenía la sensación de que la estarían esperando —no solo Lou— al otro lado del puente, esperando a que se bajara de la moto para abrazarla.
La Triumph cruzó el umbral de madera del Atajo y empezó a traquetear sobre los tablones. A su izquierda Vic vio la ya familiar pintada verde, tres letras en torpe caligrafía: LOU →.
El Espectro entró en el puente detrás de ella, chocó contra la polvorienta Raleigh y la hizo volar por los aires. Adelantó a Vic por la derecha. La nieve entró rugiendo detrás como una ráfaga atronadora y taponó la entrada al puente igual que un corcho encajado en una botella.
—¡ZORRA TATUADA! —gritó Manx, y su voz resonó en el amplio espacio deshabitado—. ¡PUTA TATUADA Y ASQUEROSA!
El guardabarros embistió de nuevo a la Triumph por detrás y esta derrapó hacia la derecha. El hombro de Vic chocó contra la pared con tal fuerza que estuvo a punto de caerse del sillín. La madera de la pared se rompió y por entre las grietas asomó el furioso ruido blanco. El Atajo retumbó y se estremeció.
—Mamá, hay murciélagos —dijo Wayne con voz queda, una voz de niño más joven y más pequeño—. Mira cuántos.
El aire se llenó de murciélagos salidos de entre las vigas del techo. Volaban de un lado para otro aterrorizados y Vic agachó la cabeza y condujo entre ellos. Uno se le estrelló en el pecho, cayó en su regazo y aleteó histérico antes de remontar el vuelo. Otro le rozó la mejilla con su ala aterciopelada, de una calidez suave, secreta y femenina.
—No tengas miedo —le dijo a Wayne—. No te van a hacer nada. ¡Eres Bruce Wayne! Los murciélagos son tus amigos, chaval.
—Es verdad —dijo Wayne—. Es verdad, soy Bruce Wayne —como si lo hubiera olvidado temporalmente. Quizá así era.
Vic se giró y vio un murciélago chocar contra el parabrisas del Espectro con la fuerza suficiente para dibujar una telaraña en el cristal justo a la altura de la cara de Manx. Un segundo murciélago se estrelló en el otro lado del cristal delantero en una bola de sangre y pelo. Se quedó atrapado en uno de los limpiaparabrisas y agitó frenético un ala destrozada. Un tercero y un cuarto rebotaron en el cristal y se alejaron volando en la oscuridad.
Manx gritaba sin parar, no de miedo, sino de impotencia. Vic no quería oír la otra voz dentro del coche, la voz de niña —«¡Papá, no tan deprisa, papá!»— pero la oyó de todas maneras, ya que el espacio cerrado del puente transportaba y amplificaba los sonidos.
El Espectro perdió el control, viró bruscamente a la izquierda y el guardabarros delantero se dio contra la pared y arrancó casi un metro de superficie de esta, revelando el zumbido de ruido blanco y un vacío inconcebible.
Manx enderezó el volante y el Espectro dio un bandazo hasta chocar con la pared contraria del puente. El sonido de tablones astillándose y saltando era como fuego de ametralladora. Los maderos del suelo debajo del coche también saltaron hechos añicos. Un granizo de murciélagos aporreó el parabrisas, que cedió. Les siguieron más murciélagos, que se metieron dentro golpeando a Manx y a la niña en la cabeza. La niñita empezó a chillar y Manx soltó el volante, manoteando para defenderse.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, criaturas repugnantes! —gritó. Luego dejó de hablar y solo hubo gritos.
Vic aceleró y la moto se propulsó hacia delante recorriendo el Atajo a gran velocidad y cruzando la oscuridad bullente de murciélagos. Corrió hacia la salida a ochenta, noventa, cien kilómetros por hora, como un cohete.
Detrás de ella el morro del Espectro se hundió en el suelo del puente. La parte trasera se levantó. Manx resbaló hacia delante, contra el volante, la boca abierta en un aullido aterrorizado.
—¡Nooo! —pensó Vic que gritaba. O quizá fue «¡Jo, jo, jo!».
El Espectro se precipitó a la nieve y al ruido blanco arrastrando el puente con él. El Atajo pareció doblarse por la mitad y de repente Vic se encontró circulando cuesta arriba. Después se hundió el centro y se levantaron los extremos, como si el puente quisiera cerrarse igual que un libro, una novela que toca a su fin, una historia que tanto el autor como el lector se disponen a olvidar.
NOS4A2 cayó por entre los restos del suelo carcomido y ruinoso del puente, se precipitó a la furiosa luz blanca y al ruido parásito, descendió trescientos metros y veintiséis años, atravesando el tiempo hasta caer en el río Merrimack en 1986, donde quedó arrugado igual que una lata de cerveza. El motor salió por el salpicadero y se empotró en el pecho de Manx como un corazón de hierro de doscientos kilos de peso. Murió con la boca llena de aceite de motor. El cuerpo de la niña que viajaba con él fue arrastrado por la corriente casi hasta el puerto de Boston. Cuando se descubrió su cadáver, cuatro días más tarde, tenía varios murciélagos muertos enredados en el pelo.
Vic aceleró, a ciento veinte, a ciento cuarenta. Los murciélagos salieron del puente y volaron a su alrededor en la noche, todos ellos, todos sus pensamientos, recuerdos, fantasías y sentimientos de culpa: besar el pecho desnudo de Lou la primera vez que le quitó la camiseta montar su bicicleta de diez marchas en la sombra esmeralda de una tarde de agosto; golpearse los nudillos en el carburador de la Triumph mientras trataba de apretar un tornillo. Era agradable verlos volar, liberarlos, liberarse de ellos, dejar de pensar de una vez. La moto llegó a la salida y voló con ellos. Por un momento planeó en la noche con el motor rugiendo en la gélida oscuridad. Su hijo la abrazaba con fuerza.
Las ruedas aterrizaron de golpe, Vic salió impulsada hacia el manillar y el pinchazo del riñón se convirtió en un dolor desgarrador e insoportable. Conduzca con cuidado, pensó, reduciendo la velocidad mientras la rueda delantera temblaba y cabeceaba y la moto amenazaba con tirarlos a los dos y caer al suelo con ellos. El motor chilló al enfilar el camino de surcos. Vic había vuelto al claro del bosque desde el cual Manx les había conducido hasta Christmasland. La hierba batía frenética contra ambos lados de la moto.
Fue reduciendo la velocidad cada vez más hasta que la moto carraspeó y se calló. Vic metió el punto muerto. Por fin la Triumph se detuvo en el lindero de un bosque y Vic pudo volverse para mirar atrás. Wayne hizo lo mismo, todavía abrazado con fuerza a su cintura, como si siguieran en la moto a ciento veinte kilómetros por hora.
Al otro lado del prado Vic vio el Puente del Atajo y un montón de murciélagos que salían a la noche estrellada. A continuación y muy despacio, la entrada al puente cayó hacia atrás —de repente no tenía nada que la sujetara— y explotó como una burbuja de aire al tocar el suelo, arrugando la hierba alta por efecto de la oscilación.
El niño y su madre miraban lo ocurrido desde la moto. Los murciélagos chillaban bajito en la oscuridad. Vic se sentía serena por dentro. No estaba segura de si le quedaba gran cosa en su interior, aparte de amor, y eso ya era bastante.
Puso el pie en el pedal de arranque. La Triumph suspiró pidiendo perdón. Vic lo intentó de nuevo mientras notaba cosas que se desgarraban en su interior y escupía más sangre. Una tercera vez. El pedal casi se negaba a bajar y la moto no emitía ruido alguno.
—¿Qué le pasa, mamá? —preguntó Wayne con su nueva y suave voz de niño pequeño.
Vic empujó la moto atrás y adelante entre las piernas. La Triumph crujió un poco, pero nada más. Entonces Vic comprendió y rio, una risa débil y seca, pero sincera.
—Nos hemos quedado sin gasolina —dijo.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 20:03

 VENID Y ADOREMOS
 

OCTUBRE
Gunbarrel
 
EL PRIMER DOMINGO DE OCTUBRE A WAYNE LO DESPERTÓ un tañido de campanas que se oía en toda la manzana. Su padre estaba sentado en el borde de su cama.
—¿Qué estabas soñando? —le preguntó su nuevo y casi delgado padre.
Wayne negó con la cabeza.
—No sé. No me acuerdo —mintió.
—Pensaba que igual estabas soñando con mamá —dijo el Nuevo Lou—. Estabas sonriendo.
—Supongo que estaba pensando en algo divertido.
—¿Algo divertido o algo bueno? —preguntó el Nuevo Lou mirándole curioso con sus Nuevos Ojos de Lou, inquisitivos y brillantes—. Porque no es lo mismo.
—Ya no me acuerdo —insistió Wayne.
Mejor decir eso que contarle que había estado soñando con Brad McCauley y Marta Gregorski y los otros niños de Christmasland. Aunque ya no era Christmasland, solo Lo Blanco. El furioso ruido estático de un canal de televisión que no emitía nada y los niños corrían por él, jugando a sus juegos. El de la última noche se llamaba «muerde al más pequeño». A Wayne le sabía la boca a sangre. Se pasó la lengua por el agujero pegajoso de la boca. En su sueño tenía más dientes.
—Voy a salir con la grúa —dijo Lou—. Tengo trabajo. ¿Quieres venir conmigo? No hace falta. Tabitha puede quedarse contigo.
—¿Está aquí? ¿Se ha quedado a dormir?
—¡No! ¡Claro que no! —dijo Lou. Parecía verdaderamente sorprendido por la idea—. Lo que estoy diciendo es que puedo llamarla para que venga —frunció el ceño en señal de concentración unos instantes y luego siguió hablando, más despacio—: No creo estar preparado para eso ahora mismo, para que se quede a dormir. Sería raro… para todos.
Wayne decidió que la parte más interesante de aquella información era el «ahora mismo», porque quería decir que a su padre podría parecerle bien que Tabitha Hutter se quedara a dormir más adelante, en una fecha sin determinar.
Tres noches antes habían salido los tres de ver una película —era algo que hacían de vez en cuando, ir al cine juntos— y Wayne se había vuelto a tiempo de ver a su padre sujetar a Tabitha Hutter por el codo y besarla en la comisura de la boca. Por la manera en que ella inclinó la cabeza y sonrió un poco, Wayne supo que aquel no era su primer beso. Había sido demasiado relajado, demasiado natural. Entonces Tabitha se había dado cuenta de que Wayne les miraba y se había soltado del brazo de Lou.
—¡Pues a mí no me importaría! —dijo Wayne—. Sé que te gusta. ¡Y a mí también!
—Wayne, tu madre… Tu madre era… Vamos, que decir que era mi mejor amiga es poco, ni siquiera…
—Pero está muerta. Y tú deberías ser feliz. Deberías divertirte.
Lou le miró serio, como un poco triste, pensó Wayne.
—Bueno —dijo—. Lo que te estaba diciendo. Que te puedes quedar aquí si quieres. Tabitha está aquí al lado. Si la llamo viene en tres minutos. Tener una canguro con pistola es todo un lujo.
—No, te acompaño. ¿Adónde has dicho que vamos?
—No te lo he dicho —dijo Lou.
 
***
 
 
TABITHA HUTTER SE PRESENTÓ DE TODAS MANERAS, SIN ANUNCIARSE, y llamó al telefonillo del apartamento cuando Wayne aún seguía en pijama. Lo hacía de vez en cuando, llegaba con cruasanes que ofrecía a cambio de café. Podía haber llevado café también, pero decía que le gustaba el que hacía Lou. Wayne reconocía una mala excusa cuando la oía. El café de Lou no tenía nada de especial, a no ser que te gustara tomarlo con regusto a desengrasante.
Hutter había pedido el traslado a las oficinas de Denver para ayudar en la investigación del caso McQueen, que seguía sin archivarse y nunca se archivaría. Vivía en un apartamento en Gunbarrel y solía hacer una comida al día con Lou y Wayne, en teoría para sacarle a Lou información del caso, pero en realidad para hablar de Juego de tronos. Lou había terminado el primer libro la noche antes de que le hicieran la angioplastia y le pusieran el bypass gástrico, las dos cosas a la vez. Hutter estaba allí cuando se despertó, el día después de la operación. Le dijo que había querido asegurarse de que vivía para leer el resto de títulos de la colección.
—¿Qué pasa, chicos? —dijo Tabitha— ¿Queríais darme esquinazo?
—Tengo trabajo —dijo Lou.
—¿En domingo por la mañana?
—Los domingos también se estropean los coches.
Tabitha bostezó con una mano sobre la boca. Era una mujer menuda, de pelo crespo, que llevaba una desgastada camiseta de Wonder Woman y vaqueros azules, sin joyas ni ningún otro complemento. Aparte de la pistola de nueve milímetros en el cinturón.
—Vale. ¿Me haces un café antes de irnos?
Lou sonrió un poco, pero dijo:
—No hace falta que vengas. Igual tardamos un rato.
Tabitha se encogió de hombros.
—¿Y qué otra cosa voy a hacer si no? Los delincuentes se levantan tarde. Llevó ocho años en el FBI y nunca he tenido motivos para disparar a alguien antes de las once de la mañana. O antes de tomarme el café, en todo caso.
 
***
 
 
LOU PUSO LA CAFETERA AL FUEGO Y SALIÓ A ARRANCAR EL CAMIÓN. Tabitha le siguió hasta la puerta. Wayne estaba solo en el pasillo poniéndose las deportivas cuando sonó el teléfono.
Lo miró, negro y de plástico sobre una mesa auxiliar justo a su derecha. Pasaban pocos minutos de las siete, era temprano para que llamara nadie, pero a lo mejor era algo sobre el trabajo que tenía ahora Lou. Igual la persona que se había quedado tirada con el coche había encontrado a alguien que la ayudara. A veces pasaba.
Descolgó.
El teléfono silbó y a continuación emitió un fuerte rugido de ruido parásito.
—Wayne —dijo una niña con aliento entrecortado y acento ruso—. ¿Cuándo vas a volver? ¿Cuándo vas a venir a jugar con nosotros?
Wayne era incapaz de contestar: tenía la lengua pegada al paladar y el pulso le latía con fuerza en la garganta. No era la primera vez que llamaban.
—Te necesitamos. Tienes que reconstruir Christmasland. Puedes volver a imaginarla entera. Con todas las atracciones, las tiendas, los juegos. Aquí no tenemos nada con qué jugar. Tienes que ayudarnos. Ahora que se ha ido el señor Manx solo te tenemos a ti.
Wayne escuchó abrirse la puerta principal y le dio a FINALIZAR LLAMADA. Colgó el teléfono en el mismo instante en que Tabitha puso un pie en el pasillo.
—¿Ha llamado alguien? —preguntó con serena inocencia en sus ojos gris verdoso.
—Se habían equivocado de número —dijo Wayne—. Seguro que el café ya está.
 
***
 
 
WAYNE NO ESTABA BIEN Y LO SABÍA. LOS NIÑOS QUE ESTABAN BIEN no hablaban por teléfono con niños muertos. Los niños que estaban bien no tenían sueños como los suyos. Pero ninguna de estas cosas —ni las llamadas ni los sueños— era el principal indicador de que Algo le Pasaba. Lo que dejaba claro que Algo le Pasaba era cómo se sentía cada vez que veía un accidente de avión: electrificado, excitado y culpable a la vez, como si estuviera mirando pornografía.
La semana anterior, cuando iba con su padre en el camión, habían visto una ardilla cruzar la carretera corriendo delante de un coche y morir aplastada y Wayne había soltado una carcajada repentina e inesperada. Su padre se había vuelto a mirarle perplejo, había fruncido los labios para hablar, pero no había dicho nada, disuadido tal vez por la expresión conmocionada y triste de Wayne. Este no quería pensar que una cosa así era divertida, una ardillita haciendo zig en lugar de zag, espachurrada por un neumático Goodyear. Aquella era de la clase de cosas que hacían reír a Charles Manx. Pero es que no podía evitarlo.
Hubo una vez en que vio un vídeo en YouTube sobre el genocidio en Sudán y se descubrió sonriendo.
También estaba la historia de una niña secuestrada en Salt Lake City, una bonita chica de doce años, rubia y con sonrisa tímida. Wayne había visto la noticia en el telediario transido de emoción, sintiendo envidia de la pequeña.
Y luego estaba la sensación recurrente de que tenía tres hileras extra de dientes, ocultas en algún lugar detrás del paladar. Se pasaba la lengua una y otra vez por la boca e imaginaba que las notaba, una colección de pequeñas cordilleras justo debajo de las encías. Ahora sabía que la pérdida de sus dientes normales era algo que había imaginado, una alucinación producida por el sevoflurano, lo mismo que había imaginado Christmasland (¡mentiras!). Pero el recuerdo de estos otros dientes era más real, más vívido, que las cosas que hacía cada día: el colegio, las visitas al psicólogo o las comidas con su padre y Tabitha Hutter.
En ocasiones se sentía como un plato llano roto por la mitad y después pegado, pero cuyas partes no terminan de encajar. Una de ellas —la que correspondía a su vida antes de Charlie Manx— desentonaba microscópicamente con la otra. Si Wayne se alejaba un poco y miraba el plato mal pegado no lograba entender que nadie quisiera quedárselo. Ya no servía para nada. Al pensar aquello Wayne no sentía el más mínimo desánimo, y eso era parte de problema. Hacía mucho tiempo que no sentía nada parecido a la desesperación. En el funeral de su madre había disfrutado mucho cantando los himnos.
La última vez que vio a su madre con vida la estaban metiendo en una camilla por la parte de atrás de una ambulancia. Los paramédicos tenían prisa. Había perdido mucha sangre. Le trasfundieron tres litros en total, suficientes para mantenerla viva toda la noche, pero tardaron demasiado en tratarle el riñón y el intestino perforados, no se dieron cuenta de que su propio cuerpo la estaba envenenando.
Wayne había corrido a su lado sujetándole la mano. Estaban en el aparcamiento de suelo de grava de unos almacenes, carretera abajo de la casa en ruinas de Charlie Manx. Más tarde Wayne se enteraría de que en aquel aparcamiento sus padres habían hablado por primera vez.
—Estás bien, cariño —le había dicho Vic. Sonreía, aunque tenía la cara salpicada de sangre y porquería. Una herida le supuraba encima de la ceja derecha y le habían metido un tubo con oxígeno por la nariz—. El oro no se desgasta. Lo bueno dura, por muy mal que lo trates. Estás bien y lo vas a estar siempre.
Wayne sabía a qué se refería su madre. Le estaba diciendo que no era como los niños de Christmasland. Le estaba diciendo que seguía siendo él mismo.
Pero eso no era lo que le había dicho Charlie Manx. Charlie Manx había dicho que no había manera de quitar la sangre de la seda.
Tabitha Hutter dio un sorbo a su café y miró por la ventana que estaba sobre el fregadero.
—Tu padre ha sacado ya el camión. ¿Coges una chaqueta por si hace frío y nos vamos?
—Sí, vámonos —dijo Wayne.
 
***
 
 
SE APELOTONARON DENTRO DEL CAMIÓN-GRÚA, WAYNE EN EL medio. Hubo un tiempo en el que los tres no habrían cabido, pero el Nuevo Lou no ocupaba tanto espacio como el viejo Lou. El Nuevo Lou tenía un look a lo Boris Karloff en Frankenstein, con brazos larguiruchos y desgarbados y un estómago hundido bajo el pecho fornido. También tenía cicatrices a lo Frankenstein, que arrancaban a la altura del cuello de la camiseta, le recorrían el cuello y terminaban detrás de la oreja izquierda, donde le habían hecho la angioplastia. Después de esta y de que le pusieran el bypass gástrico, la grasa simplemente se derritió, igual que un helado al sol. Lo más llamativo eran sus ojos. Parecía imposible que perder peso le cambiara los ojos a alguien, pero Wayne era ahora más consciente de ellos, de su mirada intensa e inquisidora.
Wayne se acomodó junto a su padre y a continuación se inclinó hacia delante porque algo se le había clavado en la espalda. Era un martillo, no forense, un martillo corriente, de carpintero, con un mango de madera desgastado. Wayne lo puso en el asiento junto a su padre.
La grúa se encaminó al norte desde Gunbarrel, subiendo por carreteras serpenteantes entre abetos centenarios hacia un cielo azul inmaculado. Abajo en Gunbarrel hacía calor donde daba el sol directamente, pero allí arriba las copas de los árboles se mecían inquietas en una brisa fresca que transportaba la fragancia de los álamos de colores cambiantes. Las laderas de las colinas tenían vetas doradas.
—Y el oro no se desgasta —susurró Wayne. En cambio las hojas no hacían más que caerse, cruzando la carretera, surcando la brisa.
—¿Qué has dicho? —preguntó Tabitha.
Wayne negó con la cabeza.
—¿Qué tal si ponemos la radio? —preguntó Tabitha y alargó la mano para encenderla.
Wayne no habría sabido explicar por qué prefería el silencio, por qué la idea de la música le asustaba.
Con un fino trasfondo de electricidad estática, Bob Seger explicaba su afición al rock and roll de los viejos tiempos. Aseguraba que si a alguien se le ocurría poner música disco cogería la puerta y se iría.
—¿Dónde ha sido el accidente? —preguntó Tabitha y Wayne percibió con indiferencia un atisbo de sospecha en su voz.
—Ya casi estamos —dijo Lou.
—¿Ha habido heridos?
Lou dijo:
—Es un accidente que ocurrió hace algún tiempo.
Wayne no supo adónde iban hasta que dejaron la tienda-gasolinera a la izquierda. Claro que ya no era una tienda-gasolinera, no lo era desde hacía una década. Los surtidores seguían a la entrada, uno de ellos ennegrecido, la pintura quemada después de incendiarse el día que Charlie Manx se detuvo allí a repostar. Las colinas al norte de Gunbarrel tenían su propia colección de minas abandonadas y ciudades fantasma, y no había nada extraordinario en una casa estilo refugio con las ventanas rotas y nada dentro excepto sombras y telarañas.
—¿Qué es lo que tiene pensado, señor Carmody? —preguntó Tabitha.
—Una cosa que me pidió Vic que hiciera —dijo Lou.
—Entonces quizá no deberías haber traído a Wayne.
—Más bien me parece que no debería haberte traído a ti —dijo Lou—. Tengo la intención de manipular pruebas.
Tabitha dijo:
—Bueno. Esta mañana no estoy de servicio.
Lou dejó atrás la tienda y al cabo de medio kilómetro aminoró la marcha. El camino de grava a la Casa Trineo quedaba a la derecha. Cuando Lou lo cogió, el ruido estático subió de volumen imponiéndose a la voz arenosa y afable de Bob Seger. Era imposible sintonizar nada en los alrededores de la Casa Trineo. Incluso a la ambulancia le había costado enviar un mensaje inteligible al hospital de Gunbarrel. Al parecer tenía que ver con los contornos de los salientes de las montañas. En los desfiladeros de las Rocosas era fácil perder de vista el mundo de abajo, y entre los picos, los árboles y los fuertes vientos el siglo XXI se convertía en mero constructo, en una noción que el hombre había impuesto al mundo y a la que la roca era por completo ajena.
Lou detuvo el camión y se bajó para apartar una valla azul de la policía. Después siguieron camino.
El camión-grúa traqueteó por el sendero sin asfaltar hasta casi la puerta de la casa en ruinas. Las hojas de zumaque enrojecían con el frío otoñal. En alguna parte, un pájaro carpintero arremetía contra un pino. Después de que el Nuevo Lou aparcara, de la radio solo salía ruido parásito.
Si Wayne cerraba los ojos podía ver a los niños de la electricidad estática, esos niños perdidos en el espacio entre realidad y pensamiento. Los tenía tan cerca que casi podía oír sus risas por debajo del silbido de la radio. Se estremeció.
Su padre le puso una mano en la pierna y Wayne abrió los ojos y le miró. Lou estaba fuera del camión, pero se había asomado a la cabina para apoyar una de sus manazas en la rodilla de Wayne.
—No pasa nada, Wayne —dijo—. No pasa nada. Estás a salvo.
Wayne asintió, pero su padre le había interpretado mal. No estaba asustado. Temblaba, pero de emoción. Los otros niños estaban tan cerca, esperando que volviera con ellos y soñara hasta hacer realidad un mundo nuevo, una nueva Christmasland con atracciones, comida y juegos. Tenía la capacidad de hacer algo así. Todo el mundo la tenía, en realidad. Necesitaba algo, una herramienta, un instrumento de placer, de diversión que pudiera usar para hacer un agujero en este mundo y cruzar a su paisaje interior secreto.
Notó la cabeza metálica del martillo contra su cadera, lo miró y pensó: Puede. Coge el martillo y aplástale la cabeza a tu padre. Cuando imaginaba el ruido que haría —el golpe penetrante y hueco del acero contra el hueso— sentía cosquillas de emoción. Darle un martillazo a Tabitha en esa cara redonda, de zorra guapa y lista, partirle las gafas, saltarle todos los dientes. Eso sería divertido. Imaginarla con los labios carnosos cubiertos de sangre le producía una descarga inconfundiblemente erótica. Y cuando hubiera acabado con ellos se iría a dar una vuelta por el bosque, volvería a la pared de roca, donde había estado el túnel de ladrillo que conducía a Christmasland. La golpearía, le daría con el martillo hasta abrir una rendija por la que entrar. La emprendería a martillazos hasta abrir un agujero en este mundo por el que escabullirse de vuelta al otro, al mundo de pensamientos donde le esperaban los otros niños.
Pero mientras seguía dándole vueltas, fantaseando con la idea, el padre le quitó la mano de la pierna y cogió el martillo.
—¿De qué va todo esto? —dijo Tabitha entre dientes, antes de soltarse el cinturón de seguridad y bajar por su lado del camión.
El viento susurró entre los pinos. Los ángeles se mecieron. Bolas plateadas refractaban la luz en haces brillantes y policromados.
Lou salió del camino y se dirigió hacia el terraplén. Levantó la cabeza —ahora ya tenía una sola barbilla y bastante bonita— y volvió sus ojos de tortuga sabia hacia los adornos en las ramas. Pasado un rato cogió uno, un ángel blanco que tocaba una trompeta dorada, lo dejó encima de una piedra y lo hizo añicos con el martillo.
Hubo un momentáneo silencio en el sonido de estática de la radio.
—¿Lou? —preguntó Tabitha mientras rodeaba la parte delantera del camión y Wayne pensó que si se ponía al volante y metía la directa podría atropellarla. Se imaginó el sonido que haría su cráneo contra la rejilla y empezó a sonreír —la idea era bastante divertida—, pero entonces Tabitha se fue hacia los árboles. Wayne parpadeó rápidamente para apartar aquel pensamiento horrible, macabro y maravilloso y saltó también del camión.
Una ráfaga de viento le revolvió el pelo.
Lou cogió un adorno plateado espolvoreado de purpurina, una bola del tamaño de una pelota de béisbol, y le asestó un golpe con el martillo como si fuera un bate de beisbol. La bola de purpurina explotó en una bonita polvareda de cristal opalescente e hilos de cobre.
Wayne permaneció cerca del camión, mirando. A su espalda, a través del rugido del ruido blanco, oía un coro infantil cantando un villancico. Decían algo sobre fieles que tenían que ir a adorar. Las voces sonaban lejanas, pero nítidas y dulces.
Lou destrozó un árbol de Navidad de cerámica y un pastel de porcelana espolvoreado con purpurina dorada y copos de nieve de hojalata. Empezó a sudar y se quitó el chaquetón de franela.
—Lou —repitió Tabitha, desde el borde del terraplén—. ¿Por qué haces eso?
—Porque uno de estos adornos es el suyo —dijo Lou y señaló a Wayne con la cabeza—. Vic lo trajo casi entero, pero necesito recuperar el resto.
El viento aulló más fuerte. Los árboles se inclinaron. Daba un poco de miedo ver cómo las ramas se movían de un lado a otro. Volaban agujas de pino y hojas.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Me conformo con lo mínimo: es decir, que no me detengas.
Lou le dio la espalda y cogió otro adorno, que aplastó con un tintineo musical.
Tabitha miró a Wayne.
—Nunca me ha gustado lo mínimo si puedo hacer más. ¿Te apetece echar una mano? Parece divertido.
Wayne tuvo que admitir que era verdad.
Tabitha usó la culata de su pistola y Wayne una roca. Dentro del coche, el coro navideño fue subiendo de volumen hasta que incluso Tabitha lo oyó y dirigió una mirada interrogante hacia el camión. Lou en cambio lo ignoró y siguió aplastando hojas de acebo y coronas de alambre, y a los pocos segundos el ruido blanco atronó de nuevo, ahogando la canción.
Wayne destrozó ángeles con trompetas, ángeles con arpas, ángeles con las manos unidas en una plegaria. Destrozó a Papá Noel con todos sus renos y todos sus elfos. Al principio reía. Luego dejó de resultarle tan divertido. Después de un rato le dolían los dientes. La cara le ardía, luego la notó fría, luego tan fría que le quemaba con un calor helado. No sabía por qué y tampoco se detuvo demasiado a pensarlo.
Se disponía a destrozar un cordero de cerámica con un trozo de esquisto cuando por el rabillo del ojo detectó algo moverse y descubrió a una niña de pie junto a las ruinas de la Casa Trineo. Llevaba un camisón mugriento —que había sido blanco una vez pero ahora estaba básicamente rojo por los manchurrones de sangre seca— y tenía el pelo todo enmarañado. Su cara bonita y pálida parecía acongojada y lloraba en silencio. Tenía los pies ensangrentados.
Pómosch —dijo y el sonido casi se perdió en el viento. Pómosch. Wayne nunca había oído la palabra rusa para «ayuda», pero entendió lo que decía la niña.
Tabitha se fijó en que Wayne miraba algo, se volvió y vio a la niña.
—Dios mío —dijo—. Lou. ¡Lou!
Lou miró a la niña que estaba en el jardín, Marta Gregorski, desaparecida desde 1991. Tenía doce años cuando se la vio por última vez en un hotel en Boston y ahora, veinte años más tarde, seguía teniendo la misma edad. Lou no pareció sorprenderse demasiado al verla. Tenía aspecto cansado, rostro ceniciento y el sudor le corría por las mejillas flácidas.
—Tengo que terminar, Tabby —dijo—. ¿La ayudas tú?
Tabitha se volvió y le miró asustada y perpleja. Enfundó el arma, se dio la vuelta y echó a andar deprisa sobre las hojas muertas.
De un arbusto detrás de Marta salió un niño, de diez años y pelo oscuro, vestido con un sucio uniforme azul y rojo de alabardero de la Torre de Londres. Los ojos de Brad McCauley eran a la vez tristes, interrogantes y asustados. Miró largamente de reojo a Marta y rompió en sollozos.
Wayne se giró sobre sus talones y los miró a los dos. En el sueño de la noche anterior Brad había llevado el uniforme de alabardero. Se sentía mareado y tenía ganas de sentarse, pero cuando se balanceó hacia atrás —a punto de caerse al suelo— su padre le sujetó poniéndole una de sus manazas en el hombro. Aquellas manos no acababan de pegar con el cuerpo del Nuevo Lou, le restaban armonía a su esqueleto ya de por sí grande y desgarbado.
—Oye, Wayne —dijo Lou—. Oye. Límpiate la cara en mi camiseta, si quieres.
—¿Qué? —preguntó Wayne.
—Estás llorando, chaval —dijo Lou y alargó la otra mano, en la que tenía fragmentos de cerámica de una luna hecha añicos—. Llevas llorando ya un rato, así que supongo que este era el tuyo, ¿no?
Wayne encogió los hombros con un espasmo. Trató de contestar, pero no lograba arrancarle ningún sonido a la garganta. Las lágrimas en sus mejillas le quemaban en el frío viento y entonces fue incapaz de controlarse y hundió la cara en el estómago de su padre, echando de menos por un momento al viejo Lou, aquella mole osuna y reconfortante.
—Lo siento —musitó con voz ahogada y extraña. Se pasó la lengua por la boca pero ya no notaba los dientes secretos, algo que le produjo tal explosión de alivio que necesitó agarrarse a su padre para no caer al suelo—. Lo siento, papá. Ay, perdóname, por favor —hablaba jadeante y entre sollozos.
—¿Perdonarte por qué?
—No sé. Por llorar. Por llenarte de mocos.
Lou dijo:
—Nadie tiene que pedir perdón por llorar, colega.
—Me encuentro mal.
—Sí, lo sé. No pasa nada. Creo que lo tienes se llama condición humana.
—¿Es muy grave?
—Sí. De hecho me temo que es siempre mortal.
Wayne asintió.
—Bueno, supongo que eso es bueno.
Detrás de ellos, a lo lejos, Wayne oía la voz serena y reconfortante de Tabitha, preguntando nombres, diciéndoles a los niños que no pasaba nada, que se iba a ocupar de ellos. Pensó que, si se daba la vuelta, vería quizá a una docena de ellos y que el resto debía de estar en camino, saliendo de entre los árboles, dejando atrás la electricidad estática. Oía llorar a algunos. La condición humana era contagiosa, al parecer.
—Papá —dijo Wayne—. ¿Te importa que este año nos saltemos las Navidades?
Lou dijo:
—Como Papá Noel intente colarse por nuestra chimenea le mando de vuelta con una patada en el culo. Te lo prometo.
Wayne rio. Una risa que tenía más de sollozo. Eso era bueno.
De vuelta a la carretera escucharon el rugido de una moto acercándose y a Wayne se le ocurrió la idea —una idea descabellada y horrible— de que podría ser su madre. Los niños habían vuelto de algo parecido a la muerte y a lo mejor ahora le tocaba a ella. Pero no era más que un tipo cualquiera dando una vuelta en su Harley. Pasó junto a ellos con un ruido atronador mientras el cromado de su carrocería arrojaba destellos. Era ya principios de octubre, pero bajo la luz directa e intensa del sol de la mañana todavía hacía calor. Se acercaba el otoño, al que seguiría el invierno, pero por el momento todavía hacía buen tiempo para montar en moto.
 
***
 
 
Empezado el 4 de julio de 2009
 
Terminado en las vacaciones de 2011
 

Joe Hill, Exeter, New Hampshire


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 20:04

Y con esto terminamos la lectura chicas, espero sus comentarios, a ver que les pareció el libro Lectura #1 Octubre 2017  - Página 6 1010164007


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 15 Oct - 20:20

AGRADECIMIENTOS

- Los buenos -

 
Si has disfrutado de este libro, entonces el mérito es en gran parte de mi editora, Jennifer Brehl, de William Morrow, quien me hizo ver la historia dentro de la historia. Si te ha decepcionado, la culpa es solo mía.
Gabriel Rodríguez es uno de mis hermanos. Quiero expresarle mi cariño y mi agradecimiento por su amistad y por su clarividencia. Cuando estoy perdido siempre puedo contar con Gabriel para que me dibuje un mapa.
Empecé a trabajar en esta historia en el verano de 2009, en el garaje de mi amigo Ken Schleicher. Ken estaba arreglando su moto de 1978 modelo Triumph Bonneville y me reclutó como ayudante. Pasamos unas veladas muy agradables que me dieron ganas de escribir sobre motos. Gracias al clan de los Schleicher por abrirme su casa y su garaje.
Terminé de trabajar en esta historia cuando mi madre la leyó y me dijo que le gustaba y también que el último capítulo no funcionaba. Como de costumbre, tenía razón. Tiré las últimas quince páginas y escribí algo mejor. Tabitha King es una pensadora creativa de primer orden y me enseñó a amar las palabras, a buscar sus significados secretos y a estar atento a sus historias particulares. Pero sobre todo su ejemplo me enseñó cómo ser padre: a escuchar más que a hablar, a convertir las obligaciones en juego (o en meditación), a cortarles las uñas a los niños cuando lo necesitan.
Mientras escribía el libro fui a dar una vuelta en moto con mi padre. Él llevó su Harley y yo mi Triumph. Me dijo que le gustaba mi moto, aunque el motor le recordaba a una máquina de coser. Así son los que montan Harleys. Fue una experiencia estupenda, seguir a mi padre por carreteras secundarias con el sol en la espalda. Supongo que llevo toda mi vida circulando por carreteras secundarias y no lo lamento.
Este libro fue objeto de una cuidada revisión por parte de dos —a falta de una— correctoras. Maureen Sudgen, que con su gran talento me ha mantenido en el buen camino en tres novelas ya, y mi amiga Liberty Hardy, de RiverRun Books, quien saltó sobre mis equivocaciones igual que un gato sobre un ovillo de lana. Liana Faughnan se unió en el último momento para asegurarse de que la secuencia narrativa era correcta. Sospecho que el libro continúa plagado de errores, pero eso demuestra que solo es posible ayudar a otra persona hasta cierto punto.
Mi cariño y gratitud al excelente equipo de William Morrow que tanto se esfuerza por darme una buena imagen: Liate Stehlik, Lynn Grady, Tavia Kowalchuk, Jamie Kerner, Lorie Young, Rachel Meyers, Mary Schuck, Ben Bruton y E. M. Krump. También a la gente de Gollancz: Jon Weir, Charlie Panayiotou y Mark Stay. Gracias en especial a mi editora inglesa y amiga Gillian Redfearn. No existe mujer más animosa y disciplinada.
No sé cuántas veces se leyó este libro mi agente, Mickey Choate, pero cada vez me ofrecía sugerencias, ideas y me daba nuevos ánimos. Gracias a él este libro es mucho mejor de lo que podría haber sido.
¿Sabéis quién es increíble? Kate Mulgrew, por grabar la versión en audiolibro. Me encantó su lectura de mi cuento «By the Silver Waters of Lake Champlain» y no puedo decir cuánto le agradezco que haya repetido la experiencia con esta historia, mucho más larga, sobre infancia, fantasía y pérdida.
Twitter es como una colmena rebosante de ideas, discusiones y pasión por las tecnologías, y estoy agradecido a todas las personas que han intercambiado algún tweet conmigo. Twitter es, a su manera, un paisaje interior, y uno de los buenos.
Gracias a todos los que se han leído este libro, lo han descargado o lo han escuchado en su versión audio. De verdad espero que les haya gustado. Qué subidón —qué regalo— poder ganarme la vida haciendo esto. No quiero dejar de hacerlo nunca.
Abrazos, besos y gratitud a montones a Christina Terry, que fue mi principal lectora en las últimas fases del libro y que se aseguró de que hacía algo con mi vida aparte de trabajar. Gracias por cuidar de mí, señora Terry.
Gracias también a Andy y Kerri Singh, Shane Leonard y Janice Grant, Israel y Kathryn Skelton, Chris Ryall, Ted Adams, Jason Ciaramella y a sus chicos, Meaghan y Denise MacGlashing, el clan de los Bosa, Gail Simone, Neil Gaiman, Owen King, Kelly Braffet, Zelda y Naomi. A Leanora, mi cariño y mi reconocimiento.
Tengo mucha suerte de ser el padre de Ethan, Aidan y Ryan King, las personas más divertidas e imaginativas que conozco. Vuestro padre os quiere.



- Los malos -

 
Aquellos que se limitan a leer por encima —o a saltarse directamente— los agradecimientos. Por favor, pónganse en contacto con la dirección para que les envíen un pase gratuito a Christmasland.


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