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Lectura #1 Octubre 2017
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Vela
Maga
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Book Queen :: Biblioteca :: Lecturas
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Aquí, Iowa
Y SE CAYÓ, RASPÁNDOSE LA RODILLA DERECHA.
Vic se tumbó de espaldas sujetándose la pierna.
—Au —dijo—. Au au AU au.
La voz subía y bajaba distintas octavas como un músico practicando escalas.
—¡Carambolas! ¿Estás bien? —Una voz salía de alguna parte de la deslumbrante luz del sol de mediodía—. Deberías tener más cuidado y no pegar esos saltos.
Vic guiñó los ojos y acertó a ver a una joven flacucha no mucho mayor que ella —tendría unos veinte años— con un sombrero flexible puesto de manera que dejaba ver un pelo morado fosforito. Llevaba un collar hecho de anillas de latas de cerveza y pendientes de fichas de Scrabble; tenía los pies embutidos en unas All Star abotinadas, sin cordones. Se parecía a Sam Spade, si Sam Spade hubiera sido una chica y tuviera un bolo de fin de semana tocando como telonero para un grupo ska.
—Estoy bien. Solo me he hecho un raspón —dijo Vic, pero la chica ya no la escuchaba y miraba atentamente el Atajo.
—Siempre he querido que hubiera un puente aquí —dijo la chica—. No podía haber caído en un sitio mejor.
Vic se incorporó sobre los codos y miró el puente, que ahora se extendía sobre un torrente ruidoso y ancho de aguas marrones. Aquel río era casi tan ancho como el Merrimack, aunque las orillas eran más bajas. Hileras apretadas de abetos y robles centenarios poblaban los márgenes del agua, que discurría a menos de medio metro debajo de un terraplén arenoso y precario.
—¿Eso es lo que ha hecho? ¿El puente ha caído? ¿Así de repente? ¿Del cielo?
La chica continuaba mirándolo. Tenía una de esas formas de mirar imperturbables y apáticas que Vic asociaba con el hachís y con los aficionados a la música de Phish.
—Mmm, no. Ha sido más bien como ver revelarse una polaroid. ¿Has visto alguna vez una polaroid revelándose?
Vic asintió pensando en cómo el recuadro marrón químico palidecía lentamente y los detalles iban encontrando su sitio, los colores cobraban intensidad y los objetos adquirían su forma.
—Pues tu puente se ha «revelado» donde había un par de robles. Adiós, robles.
—Creo que tus robles volverán cuando me vaya —dijo Vic, aunque, ahora que lo pensaba, debía admitir que no tenía ni idea de si eso era así. Tenía la sensación de que sí, pero no podía dar fe de ello—. No pareces demasiado sorprendida de que mi puente haya aparecido salido de ninguna parte.
Se acordaba del señor Eugley, de cómo había temblado y se había tapado los ojos y le había gritado que se fuera.
—Estaba pendiente de ti. No sabía que fueras a hacer una entrada tan alucinante, pero sí sabía que —Y sin previo aviso la chica con sombrero dejó de hablar a mitad de la frase. Abrió los labios para pronunciar la siguiente palabra, pero esta no salía y puso cara de esfuerzo, como si intentara levantar algo pesado, un piano o un coche. Los ojos le sobresalían. Las mejillas se le encarnaron. Se obligó a expulsar el aire y después siguió hablando tan abruptamente como había parado— t-t-tal vez no podías llegar como las personas normales. Perdona, soy t-t-tartamuda.
—¿Estabas pendiente de mí?
La chica asintió pero miraba de nuevo el puente. Con voz lenta y somnolienta dijo:
—Tu puente… no llegará hasta el otro lado del río Cedar, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿adónde va?
—Haverhill.
—¿Eso está aquí, en Iowa?
—No, en Massachusetts.
—Pues sí que vienes de lejos, chica. Estás en el cinturón del maíz, donde todo es plano, excepto las damas.
Por un momento Vic estuvo segura de que la expresión de la chica había sido lasciva.
—Perdona, pero… ¿te importa que volvamos a la parte de que estabas pendiente de mí?
—Pues claro, hija. ¡Llevo meses esperándot-t-te! Ya pensaba que no venías. Eres la Mocosa, ¿no?
Vic abrió la boca pero no le salían las palabras.
Su silencio era respuesta suficiente y su sorpresa claramente agradó a la otra chica, que sonrió y se metió un mechón de pelo fluorescente detrás de la oreja. Con su nariz respingona y orejas algo puntiagudas tenía cierto aire de elfo. Aunque quizá eso fuera un efecto del paisaje. Estaban en una colina verde, a la sombra de robles frondosos, entre el río y un edificio de gran tamaño que desde detrás parecía una catedral o una universidad, una fortaleza de cemento y granito con torres blancas y estrechas ranuras a modo de ventanas, perfectas para disparar flechas.
—Pensé que serías un chico. Estaba esperando uno de esos niños que odian la lechuga y se meten el dedo en la nariz. ¿Te gusta la lechuga?
—No me vuelve loca.
La chica cerró sus diminutos puños y los agitó por encima de su cabeza.
—¡Lo sabía! —Luego bajó los puños y frunció el ceño—. ¿Te metes mucho el dedo en la nariz?
—Límpiate el moco, y no harás poco —dijo Vic—. ¿Lo decís en Iowa también esto?
—¡Pues claro!
—Pero ¿en qué parte?
—¡Aquí! —dijo la chica del sombrero.
—Bueno ya —empezó a decir Vic, ya un poco molesta—. Ya lo sé, pero quiero decir, aquí ¿dónde?
—En Aquí, Iowa. Es el nombre del pueblo. Ahora mismo estás en la carretera que llega desde la bella localidad de Cedar Rapids a la biblioteca pública de Aquí. Y ya sabes por qué has venido. Estás hecha un lío con lo de tu puente y quieres entender lo que pasa. Pues chica, ¡es tu día de suerte! —Dio una palmada—. ¡Ya tienes bibliotecaria! Te puedo ayudar a entender lo que necesitas y, de paso, recomendarte algún buen libro de poesía. Es mi trabajo.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Hola chicas
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Evani- Mensajes : 252
Fecha de inscripción : 24/06/2014
Edad : 28
Re: Lectura #1 Octubre 2017
como que me confundo un poquito , creó que Charly se lleva a los niños que están en peligro para salvarlos o como, algo así no, aunque como quiera terminan muertos?.
Y Vick ahora que está un poquito más grande sabe que eso de viajar en el puente es un don y no solo un juego.
Y Vick ahora que está un poquito más grande sabe que eso de viajar en el puente es un don y no solo un juego.
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #1 Octubre 2017
yo tambien estoy muyyy confundida, ya ha crecido y sabe "el poder" que tiene y que hacer con el pero lo de los nenes no me cuadra o viven o no ... ha leer de nuevo para callar dudas
citlalic_mm- Mensajes : 978
Fecha de inscripción : 04/10/2016
Edad : 41
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Muchas gracias ranguitosElie escribió:Hola chicas
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Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Si una sorpresa quieres ver,
al final de la lectura la podrás obtener
Maga- Mensajes : 3549
Fecha de inscripción : 26/01/2016
Edad : 37
Localización : en mi mundo
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Maga escribió:Si una sorpresa quieres ver,al final de la lectura la podrás obtener
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Yo supongo que no se los lleva para nada bueno, recuerdan que las pesadillas de Vick con los arboles de Navidad con decoraciones macabras?
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
La biblioteca
LA CHICA SE RETIRÓ EL SOMBRERO CON EL DEDO PULGAR Y DIJO:
—Soy Margaret. Como en el libro: ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, solo que odio que la gente me llame así.
—¿Margaret?
—No. Dios, ya tengo el ego bastante grande —sonrió—. Soy Margaret Leigh. Llámame Maggie. Si entramos para ponerte una t-t-tirita y que te tomes un té, ¿crees que el puente se quedará donde está?
—Pues creo que sí.
—Vale, genial. Espero que tu puente no se largue. Estoy segura de que podemos mandarte de vuelta a casa sin él —podríamos recaudar fondos o algo así— pero igual es mejor que vuelvas como has venido. Para que no tengas que explicarles a tus padres cómo terminaste en Iowa. Aunque bueno, ¡t-t-tampoco estaría mal que te quedaras un tiempo! Tengo una cama en Poesía Romántica. Algunas noches duermo allí. Pero te la podrías quedar tú y yo me acoplaría con mi tío en su remolque, al menos hasta que consiguiéramos el dinero para tu billete de autobús.
—¿Poesía Romántica?
—Estanterías 821 punto 2 a la 821 punto 6. Se supone que no me puedo quedar a dormir en la bibliot-t-teca, pero la señora Howard me deja si es solo de vez en cuando. Le doy pena porque soy huérfana y un poco rara. No pasa nada, me da igual. La gente piensa que dar pena es una cosa horrible, pero yo me digo: ¡Oye! ¡Duermo en una biblioteca y puedo pasarme la noche leyendo! ¿Qué sería de mí si no diera pena? Soy t-t-totalmente adicta a dar pena.
Cogió a Vic del brazo y la ayudó a levantarse. Después se agachó, recogió la bicicleta y la apoyó contra un banco.
—No hace falta que le pongas el candado. No creo que en este pueblo haya nadie lo bastante imaginat-t-tivo como para robar algo.
Vic la siguió por el camino a través de una zona de parque arbolado, hasta la parte trasera del gran templo de piedra de los libros. La biblioteca había sido construida en la ladera de la colina, de manera que era posible entrar por una gran puerta de hierro en lo que Vic dedujo debía de ser un sótano. Maggie giró la llave que colgaba de la cerradura, empujó la puerta hacia dentro y Vic no dudó en entrar. Ni por un momento se le ocurrió desconfiar de Maggie, preguntarse si aquella chica mayor que ella no la estaría llevando a un oscuro sótano con gruesas paredes de piedra donde nadie la oiría gritar. Instintivamente comprendía que una chica que lleva fichas de Scrabble a modo de pendientes y se llama a sí misma adicta a dar pena no suponía una amenaza especial. Además, Vic había estado buscando a alguien que le dijera si estaba loca, no a alguien que estuviera loco. No había motivo para tener miedo de Maggie, a no ser que decidiera que el Atajo podía engañarla deliberadamente, y eso era algo que, de alguna manera, no podía creer.
La habitación al otro lado de la puerta estaba varios grados más fría que el parque de fuera. Vic olió la enorme bóveda llena de libros antes de verla, porque sus ojos necesitaron tiempo para acostumbrarse a la oscuridad cavernaria. Aspiró profundamente el aroma a ficción decadente, a historia desintegrándose y a versos olvidados, y por primera vez reparó en que una habitación llena de libros huele a postre, un tentempié dulce hecho de higos, vainilla, pegamento e inteligencia. La puerta de hierro se cerró a sus espaldas y era tan pesada que hizo un fuerte ruido al chocar contra el marco. Maggie dijo:
—Si los libros fueran chicas y leer fuera follar, est-t-te sería el mayor burdel del país y yo sería la madame más despiadada del mundo. Les zurraría la badana a las chicas y las mandaría a atender a los clientes lo más rápido y con la mayor frecuencia que pudiera.
Vic rio y después se llevó una mano a la boca, al recordar que los bibliotecarios no soportan el ruido.
Maggie la condujo por el laberinto en penumbra de las estanterías, por estrechos pasillos con altas paredes forradas de libros.
—Si alguna vez tienes que salir corriendo —dijo Maggie—, por ejemplo, si te persiguiera la policía, recuerda: Mantente siempre a la derecha y sigue bajando las escaleras. Es la salida más rápida.
—¿Crees que voy a tener que salir corriendo de la biblioteca pública de Aquí?
—Hoy no —dijo Maggie—. ¿Cómo te llamas? ¿Tienes que tener algún nombre aparte de Mocosa?
—Victoria. Vic. La única persona que me llama Mocosa es mi padre. Es una broma suya. ¿Cómo es que te sabes mi apodo pero no mi nombre? ¿Y qué querías decir con eso de que me estabas esperando? ¿Cómo podías estar esperándome? Yo ni siquiera sabía que venía aquí hasta hace diez minutos.
—Bueno, enseguida te lo explico. Déjame que t-t-te cure primero la herida y después jugamos a las preguntas y respuestas.
—Creo que las respuestas son más importantes que mi rodilla —dijo Vic. Vaciló un momento y después, con una timidez que le resultaba desconocida, añadió—: Asusté a alguien con mi puente. A un señor mayor muy amable, en donde vivo. Puede que le haya arruinado la vida.
Maggie la miró con ojos que brillaban en la oscuridad de las estanterías. Estuvo un rato observándola con cuidado y después dijo:
—Eso que has dicho no es nada propio de una mocosa. No sé si ese apodo t-t-tuyo te pega mucho. —Las comisuras de su boca esbozaron la más pequeña de las sonrisas—. Si le has hecho daño a alguien, dudo que fuera adrede. Y también dudo que sea un daño irreparable. La gente tiene cerebros de lo más flexibles. Enseguida se reponen. Venga. Tiritas y té. Y respuestas. Está todo por aquí.
Salieron de la zona de estanterías a una sala abierta y fresca con suelo de piedra, una especie de oficina destartalada. Parecía, pensó Vic, el despacho de un detective privado de una película en blanco y negro, y no de una bibliotecaria con pelo punk. Tenía los cinco elementos básicos de la base de operaciones de un detective privado: una mesa metálica gris, un calendario atrasado de fotos de modelos, un perchero, un lavabo con manchas de óxido y un revólver del calibre 38 en el centro de la mesa sujetando unos papeles. También había un acuario, muy grande, encajado en un hueco de un metro y medio de largo en una de las paredes.
Maggie se quitó el sombrero gris flexible y lo colgó del perchero. En la suave luz del acuario su pelo morado metálico brillaba como mil filamentos de neón encendidos. Mientras Maggie llenaba de agua una tetera eléctrica, Vic fue hasta el escritorio para inspeccionar el revólver, que resultó ser un pisapapeles de bronce con una inscripción en la lisa empuñadura: PROPIEDAD DE A. CHÉJOV.
Maggie volvió con tiritas y le hizo un gesto a Vic para que se sentara en una esquina de la mesa. Esta obedeció y apoyó los pies en la gastada silla de madera. El acto de doblar las rodillas le devolvió la sensación de dolor y, con ella, una molesta e intensa punzada en el globo ocular izquierdo. Era como si tuviera el ojo atrapado entre las pinzas de acero de un cirujano y este las estuviera apretando. Se lo frotó con la palma de la mano. Maggie aplicó un paño frío y húmedo a la rodilla de Vic para lavar la tierra de la herida. En algún momento se había encendido un cigarrillo y el humo era dulce y agradable; trabajó en la rodilla de Vic con la silenciosa eficacia de un mecánico comprobando el nivel de aceite de un motor.
Vic examinó con detenimiento la enorme pecera encastrada en la pared. Tenía el tamaño de un ataúd. Un pez koi solitario, con largos bigotes que le daban aspecto de sabio, flotaba apático. Vic tuvo que mirar dos veces antes de identificar visualmente lo que constituía el fondo del acuario. No era un lecho de rocas, sino un revoltijo de fichas de Scrabble, cientos de ellas, pero solo tres letras: P E Z.
A través de la distorsión ondulante y tintada de verde de la pecera podía ver lo que había al otro lado: una biblioteca infantil con suelo de moqueta. Cerca de una docena de niños y sus madres formaban un semicírculo irregular alrededor de una mujer vestida con una pulcra falda de tweed, sentada en una silla demasiado pequeña para ella y que sostenía un libro-pizarra de manera que los niños pudieran ver los dibujos. Les estaba leyendo, aunque Vic no podía oírla a través de la pared de piedra, por encima del borboteo del motor de aire de la pecera.
—Has llegado justo a tiempo para el Cuentacuentos —dijo Maggie—. Es la mejor hora del día. La única que me int-t-teresa.
—Me gusta tu acuario.
—Limpiarlo es una putada —dijo Maggie y Vic tuvo que apretar los labios para no estallar en carcajadas.
Maggie sonrió y se le dibujaron dos hoyuelos en las mejillas. Era, con sus mejillas regordetas y sus ojos brillantes, más o menos adorable. Un David El Gnomo en versión punk-rock.
—Las fichas de Scrabble las puse yo. Me chifla ese juego. Y ahora, dos veces al mes tengo que sacarlas y lavarlas en la pila. Es un verdadero grano en el culo, peor que un cáncer rectal. ¿Te gusta el Scrabble?
Vic miró de nuevo los pendientes de Maggie y por primera vez se dio cuenta de que uno era la letra F y la otra la U.
—Nunca he jugado. Pero me gustan tus pendientes —dijo—. ¿No te traen problemas?
—Que va. Nadie se fija tan de cerca en una bibliotecaria. A la gente le da miedo quedarse ciega por el resplandor de tanta sabiduría comprimida. Para que lo sepas: tengo veinte años y estoy entre los cinco mejores jugadores de Scrabble de todo el estado. Supongo que eso dice más de Iowa que de mí. —Cubrió la herida de Vic con una tirita—. Así está mejor.
Apagó el cigarrillo en una lata medio llena de tierra y se fue a hacer el té. Regresó un momento después con dos tazas desportilladas. Una decía: BIBLIOTECAS, MENUDO CHISSSTE y la otra: NO ME OBLIGUES A PONER MI TONO DE BIBLIOTECARIA. Cuando Vic cogió su taza Maggie se agachó y alargó un brazo para abrir el cajón. Era la clase de cajón en el que un detective privado guardaría su botella de whisky barato. Maggie sacó una bolsita vieja y morada de falso terciopelo con la palabra SCRABBLE estampada en letras doradas desvaídas.
—Me has preguntado cómo supe de ti. Cómo sabía que ibas a venir. S-S-S…
Las mejillas se le enrojecieron por el esfuerzo.
—¿Scrabble? ¿Tiene algo que ver con el Scrabble? —preguntó Vic.
Maggie asintió.
—Gracias por terminar la frase. Muchas personas tartamudas lo odian, que la gente les termine las frases. Pero, como ya te he dicho, yo soy adicta a dar lástima.
Vic notó que se ponía colorada, aunque no había sarcasmo en el tono de Maggie y de alguna forma eso empeoraba las cosas.
—Perdón.
Maggie hizo como si no la oyera. Se sentó en una silla de respaldo recto junto a la mesa.
—Cruzaste el puente en tu bicicleta —dijo Maggie—. ¿Podrías llegar al puente cubierto sin ella?
Vic negó con la cabeza.
Maggie asintió.
—Claro que no. Usas la bicicleta para soñar despierta con el puente y hacerlo real. Y luego usas el puente para encontrar cosas, ¿no? Cosas que necesitas, supongo. Y, da igual lo lejos que estén, s-s-siempre las encuentras al f-f-final del puente, ¿no?
—Sí. Eso es. Lo que pasa es que no sé por qué puedo hacer eso, o cómo lo hago, y a veces tengo la impresión de que todos mis viajes cruzando el puente son imaginarios. A veces creo que me estoy volviendo loca.
—No estás loca, ¡eres creativa! Eres muy creat-t-tiva. Yo también. Tú tienes tu bicicleta y yo mis fichas con letras. Cuando tenía doce años vi un juego de S-S-Scrabble de segunda mano en un rastrillo, costaba un dólar. El tablero estaba montado y alguien había formado ya la primera palabra. Cuando lo vi, supe que tenía que ser mío. Habría pagado lo que fuera y, de no haber estado en venta, lo habría cogido y habría salido corriendo. La primera vez que estuve cerca de aquel tablero fue como si la realidad se estremeciera. Un tren eléctrico se encendió solo y empezó a circular por sus vías. Calle abajo, la alarma de un coche saltó. En el garaje había un televisor encendido y cuando vi el S-S-Scrabble se volvió loco. Empezó a emitir ruido blanc-c-c…
—Ruido blanco —dijo Vic, olvidando la promesa que acababa de hacerse a sí misma de no terminar ninguna de las frases de Maggie por mucho que esta tartamudeara.
A Maggie no pareció importarle.
—Sí —dijo.
—A mí me pasa algo parecido —dijo Vic— cuando estoy cruzando el puente. Oigo ruido blanco todo el rato.
Maggie asintió, como si aquella fuera la cosa más normal del mundo.
—Hace unos minutos se fueron los plomos. Nos quedamos sin luz en toda la biblioteca. Por eso supe que estabas cerca. En realidad tu puente es un cortocircuito, igual que mis fichas. Tú encuentras cosas y mis fichas me deletrean cosas. Me dijeron que venía la Mocosa por un puente. Llevan meses hablando de ti como locas.
—¿Me lo enseñas? —pidió Vic.
—Creo que debo. Me parece que en parte estás aquí para eso. Igual mis fichas tienen algo que deletrearte.
Deshizo el nudo, metió la mano en la bolsa y sacó algunas fichas que desparramó sobre la mesa.
Vic se volvió para mirarlas, pero no eran más que un montón desordenado de letras.
—¿Dicen algo?
—Todavía no. —Maggie se inclinó sobre las letras y empezó a separarlas con el dedo meñique.
—Pero ¿van a decir algo?
Maggie asintió.
—¿Porque son mágicas?
—No creo que tengan nada de mágicas. Con cualquier otra persona no funcionarían. Simplemente son mi cuchillo. Algo que puedo usar para abrir un agujero en la realidad. Creo que t-t-tiene que ser una cosa que te guste mucho. A mí siempre me han encantado las palabras y el Scrabble me permite jugar con ellas. Ponme en un torneo de Scrabble y estate segura de que alguien va a salir con el rabo entre las piernas.
Para entonces había dispuesto las letras de manera que decían: LA MOCOSA PODRÍA CANTAR EN SOL O RE P T C R.
—¿Qué significa p-t-c-r? —preguntó Vic girando la cabeza para leer las fichas de arriba abajo.
—Ni idea, todavía no lo he descifrado —dijo Maggie frunciendo el ceño y moviendo de nuevo las fichas.
Vic dio un sorbo de té. Estaba caliente y dulce, pero en cuanto lo hubo tragado notó el pinchazo de sudor frío en la ceja. Los fórceps imaginarios que le apretaban el ojo izquierdo se tensaron un poco más.
—Todos vivimos en dos mundos —dijo Maggie en tono distraído mientras estudiaba las letras—. Está el mundo real, con todos sus hechos y reglas, una lata. En el mundo real hay cosas que son verdad y otras que no lo son. La mayor parte del t-t-tiempo el mundo real es un asco. Pero todos vivimos también en el mundo que tenemos en la cabeza. Un paisaje interior, un mundo hecho de pensamientos. En un mundo hecho de pensamientos —en un paisaje interior— cada idea es un hecho. Las emociones son tan reales como la gravedad. Los sueños son tan poderosos como la historia. Las personas creativas, los escritores como Henry Rollins, por ejemplo, pasan mucho tiempo en su mundo de pensamient-t-tos. Los muy creativos, sin embargo, pueden usar un cuchillo para cortar las costuras que unen los dos mundos, pueden juntarlos. Tu bicicleta. Mis fichas. Esos son nuestros cuchillos.
Inclinó la cabeza una vez más y cambió las fichas de sitio con decisión. Ahora decían: LA MOCOSA ADORA AL RARO NENE RICO.
—No conozco a ningún rico —dijo Vic.
—También eres un poco joven para tener un nene —dijo Maggie—. Qué difícil. Ojalá tuviera otra es-s-s...
—Entonces mi puente es imaginario.
—No cuando vas en la bicicleta. Entonces es real. Es un paisaje interior llevado al mundo normal.
—Pero tu bolsa de fichas de Scrabble no es más que una bolsa. En realidad no es como mi bicicleta. No hace nada que sea obviamente imposible.
Pero mientras Vic hablaba Maggie cogió la bolsa, desató el cordón y metió la mano. Las fichas entrechocaron, tintinearon y chasquearon como si hubiera muchísimas. A la mano le siguieron la muñeca, el codo y el resto del brazo. La bolsa tenía quizá una profundidad de quince centímetros, pero al instante el brazo de Maggie desapareció dentro de ella hasta el hombro, sin que el falso terciopelo se abultara siquiera. Vic la oyó escarbar más y más profundo, entre lo que sonaba como miles de fichas.
—¡Hala! —gritó Vic.
Al otro lado del acuario, la bibliotecaria que estaba leyendo cuentos a los niños miró a su alrededor.
—En realidad es un agujero inmenso —dijo Maggie. Ahora era como si el brazo izquierdo se le hubiera separado del hombro y el miembro amputado llevara, por alguna razón, una bolsa de fichas de Scrabble a modo de remate—. Estoy buscando en mi paisaje interior, no en una bolsa, a ver si encuentro las fichas que necesito. Cuando digo que tu bicicleta o mis fichas son un cuchillo para rajar la realidad no estoy hablando en sentido metafórico.
La presión espantosa en el ojo de Vic aumentó.
—¿Puedes sacar el brazo de la bolsa, por favor? —preguntó.
Con la mano que tenía libre, Maggie tiró del saquito rosa y el brazo reapareció. Dejó la bolsa en la mesa y Vic oyó las fichas tintinear.
—Sí, es bastante grimoso —dijo Maggie.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Vic.
Maggie inspiró profundamente, casi suspiró.
—¿Cómo es que hay gente que habla doce idiomas? ¿Cómo consigue hacer Pelé su famosa chilena? Te toca y te toca, supongo. Poquísima gente tiene el atractivo, el talento y la suerte suficientes para ser una est-t-trella de cine. Poquísima gente sabía tanto de palabras como el poeta Gerard Manley Hopkins. ¡Sabía lo que eran los paisajes interiores! Él fue quien se inventó la palabra. Algunas personas son est-t-trellas del cine, otras estrellas del fútbol y t-t-tú eres supercreativa. Es un poco raro, pero también lo es nacer con ojos de distinto color. Y no somos las únicas. Hay más personas como nosotras, yo las he conocido. Y las fichas me han llevado a ellas. —Maggie se inclinó de nuevo hacia las letras y empezó a moverlas de un lado a otro—. Por ejemplo, una vez conocí a una chica que tenía una silla de ruedas, preciosa, antigua, con ruedas blancas. La usaba para desaparecer. Lo único que tenía que hacer era moverla hacia atrás, hacia lo que llamaba el Callejón Torcido. Ese era su paisaje interior. Podía entrar en su silla de ruedas en aquel callejón y abandonar la exist-t-tencia, pero seguir viendo lo que ocurría en nuestro mundo. No hay civilización sobre la tierra que no tenga historias sobre gente como tú y como yo, gente que usa tótems para darle la vuelta a la realidad. Los indios navajo…
Pero su voz bajaba de volumen, se apagaba.
Vic vio que la cara de Maggie adquiría una expresión de triste discernimiento. Miraba fijamente las fichas. Vic se inclinó hacia delante y las miró también. Le dio tiempo justo a leerlas antes de que la mano de Maggie las apartara con gesto rápido.
LA MOCOSA PODRÍA ENCONTRAR AL ESPECTRO.
—¿Qué significa? ¿Qué es el Espectro?
Maggie le dirigió una mirada de ojos brillantes que transmitía miedo y culpabilidad a partes iguales.
—Carambolas —dijo.
—¿Es algo que has perdido?
—No.
—Pero algo que quieres que encuentre. ¿Qué es? Te puedo ayudar si…
—No. No, Vic. Quiero que me prometas que no vas a ir a buscarle.
—¿Es un hombre?
—Es un problema. El peor que puedas imaginar. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce?
—Trece.
—Vale. Así que t-t-t —se quedó atascada, incapaz de seguir. Tomó aire profunda y nerviosamente, sacó el labio inferior y se lo mordió con tal fiereza que casi hizo gritar a Vic. Exhaló y siguió hablando sin rastro de tartamudeo— tienes que prometérmelo.
—Pero ¿por qué tu bolsa de Scrabble iba a querer que supieras que yo puedo encontrarle? ¿Por qué iba a decir una cosa así?
Maggie negó con la cabeza.
—No funciona así. Las fichas no quieren nada, lo mismo que el cuchillo tampoco quiere nada. Puedo usar las fichas para llegar hasta hechos que están fuera de alcance, igual que se usa un abrecartas para abrir el correo. Y esto… esto es como recibir una carta bomba.
Maggie se chupó el labio inferior y se pasó la lengua una y otra vez por la superficie.
—Pero ¿por qué no debo buscarle? Tú misma has dicho que estoy aquí para que tus fichas me dijeran algo. ¿Por qué iban a hablar de este tal Espectro si luego no tengo que ir a buscarle?
Pero antes de que Maggie pudiera responder, Vic se inclinó hacia delante y se apretó el ojo izquierdo con la mano. No pudo evitarlo y soltó un leve gemido de dolor.
—Tienes muy mala cara. ¿Qué pasa?
—El ojo. Se me pone fatal cada vez que cruzo el puente. Igual es porque llevo aquí un rato ya sentada contigo. Normalmente mis viajes son rápidos.
Entre su ojo y el labio de Maggie aquella conversación estaba resultando de lo más dolorosa para ambas.
Maggie dijo:
—La chica de la que te he hablado, la de la silla de ruedas, ¿te acuerdas? Cuando empezó a usarla estaba sana. Era de su abuela y sencillamente le gustaba jugar con ella. Pero si se quedaba demasiado rato en el Callejón Torcido se le dormían las piernas. Para cuando la conocí estaba paralizada de cintura para abajo. Usar estas cosas tiene un precio, que lo sepas. Mantener el puent-t-te en su sitio te está costando algo ahora mismo. Deberías usarlo solo muy de cuando en cuando.
Vic dijo:
—¿Qué te cuesta a ti usar las fichas?
—Te voy a contar un secreto. ¡No siempre he sido t-t-tartamuda!
Y sonrió de nuevo con la boca ensangrentada. Vic tardó unos instantes en darse cuenta de que esta vez el tartamudeo de Maggie había sido fingido.
—Venga —dijo esta—. Tienes que volver ya. Como sigamos aquí mucho tiempo te va a explotar la cabeza.
—Será mejor que me cuentes lo del Espectro, o se te van desparramar los sesos por la mesa. No pienso irme hasta que me lo cuentes.
Maggie abrió el cajón, metió dentro la bolsa del Scrabble y después lo cerró con innecesaria violencia. Cuando volvió a hablar por primera vez no había en su voz rastro alguno de cordialidad.
—No hables como una… —Dudó, bien porque no encontraba la palabra adecuada o porque no le salía.
—¿…mocosa? —preguntó Vic—. ¿A que ya empieza a pegarme mi apodo?
Maggie exhaló despacio con las aletas de la nariz hinchadas.
—No estoy de broma, Vic. El Espectro es alguien de quien debes mantenerte alejada. No todos los que podemos hacer estas cosas somos gente buena. No sé gran cosa del Espectro, salvo que es un tipo viejo con un coche viejo. Y que el coche es su cuchillo. Pero es que el cuchillo lo usa para degollar. Se lleva a niños a dar una vuelta y les hace algo. Los utiliza (como si fuera un vampiro) para seguir con vida. Los lleva a su paisaje interior particular, un sitio malo que soñó una vez, y los deja allí. Cuando salen del coche ya no son niños. Ni siquiera son humanos ya, sino criat-t-turas que solo podrían vivir en ese lugar frío que es la imaginación de Espectro.
—Y todo eso ¿cómo lo sabes?
—Por las fichas. Empezaron a hablarme del Espectro hace un par de años, después de que secuestrara a un niño en Los Ángeles. Entonces trabajaba en la Costa Oeste, pero las cosas cambiaron y empezó a centrarse en el este. ¿Viste la not-t-ticia sobre aquella niñita rusa que desapareció en Boston? ¿Hace solo unas semanas? ¿La qué se esfumó junto a su madre?
Vic la había visto. Donde ella vivía no se había hablado de otra cosa durante varios días y su madre había visto cada reportaje televisivo sobre el caso con una suerte de fascinación horrorizada. La niña desaparecida era de la edad de Vic, tenía el pelo oscuro y era delgada, con una sonrisa tímida, pero bonita. Una monada. ¿Crees que estará muerta?, le había preguntado la madre de Vic a su marido, y este había contestado: Más le vale.
—La niña Gregorski —dijo Vic.
—Sí. Un conductor de limusina fue a su hotel a recogerla, pero alguien lo dejó inconsciente y se llevó a Marta Gregorski y a su madre. Era él. El Espectro. Vampirizó a la niña y después la tiró donde tira a todos los otros niños que ha usado, en ese mundo imaginario suyo. Un paisaje interior que nadie querría visitar. Como tu puente, solo que más grande. Mucho más grande.
—¿Y qué pasó con la madre? ¿También la vampirizó?
—No creo que pueda alimentarse de adultos. Solo de niños. T-t-tiene a alguien que trabaja para él, una especie de Renfield que le ayuda con los secuestros y se ocupa de los adultos. ¿Sabes quién es Renfield?
—¿El sicario de Drácula o algo así?
—Más o menos. Sé que el Espectro es muy viejo y que ha tenido unos cuantos Renfield. Les cuenta mentiras, les llena la cabeza de patrañas, lo mismo hasta los convence de que son unos héroes en lugar de secuestradores. Así es como le resultan más útiles. De esa manera, cuando se descubren sus crímenes puede echarle la culpa a los cretinos que ha reclutado como ayudantes. Lleva mucho tiempo llevándose niños y se le da muy bien esconderse. He averiguado muchos detalles de él, pero nada que me ayude a identificarlo.
—¿Por qué no puedes preguntarle a las fichas cómo se llama?
Maggie parpadeó y luego dijo con un tono mezcla de tristeza y algo de perplejidad:
—Son las reglas. En el S-s-scrabble no sirven los nombres propios. Por eso las letras me dijeron que venía la Mocosa, no Vic.
—Y si yo lo encuentro, descubro cómo se llama y qué aspecto tiene —dijo Vic—, ¿podríamos detenerle?
Maggie dio una palmada en el escritorio, tan fuerte que las tazas de té saltaron. Tenía ojos furiosos… y asustados.
—¡Pero bueno, Vic! ¿Es que no me estás escuchando? ¡Si le encontraras podrías morir y entonces sería culpa mía! ¿Crees que quiero tener ese peso sobre mi conciencia?
—Pero ¿y qué pasa con todos esos niños que va a secuestrar si no hacemos nada? ¿No sería como mandarlos a la…? —Vic dejó que su voz se apagara al ver la cara de Maggie.
Las facciones de esta revelaban dolor y malestar. Pero alargó un brazo, sacó un pañuelo de papel de una caja y se lo ofreció a Vic.
—El ojo izquierdo —dijo sosteniendo el pañuelo humedecido—. Estás llorando. Venga, Vic, tienes que volver. Ahora.
Vic no protestó cuando Maggie la cogió de la mano y la condujo fuera de la biblioteca y por el camino bajo la sombra de los robles.
Un colibrí bebía néctar de los bulbos transparentes que colgaban de uno de los árboles mientras agitaba las alas como pequeños motores. Las libélulas volaban llevadas por corrientes térmicas, sus alas brillantes como el oro en el sol del Medio Oeste.
La Raleigh estaba donde la habían dejado, apoyada contra un banco. Más allá había una carretera de asfalto de un solo carril que rodeaba la parte trasera de la biblioteca y luego estaba la ribera alfombrada de hierba del río. Y el puente.
Vic hizo ademán de coger el manillar, pero antes de que le diera tiempo Maggie la sujetó por la muñeca.
—¿Crees que es buena idea que entres ahí? ¿Tal y como te encuentras?
—Hasta ahora nunca me ha pasado nada malo—dijo Vic.
—Tienes una manera de explicar las cosas que no es nada t-t-tranquilizadora. ¿Estamos de acuerdo entonces en lo del Espectro? Eres demasiado pequeña para andar por ahí buscándolo.
—Vale —dijo Vic, enderezando la bicicleta y subiéndose a ella—. Soy demasiado pequeña.
Pero mientras lo decía pensaba en la Raleigh y en la primera vez que la había visto. El dependiente había dicho que era demasiado grande para ella, había dicho que quizá cuando fuera un poco mayor. Y luego, tres semanas más tarde, por su cumpleaños, allí estaba, a la puerta de su casa. Bueno, había dicho su padre, ya eres mayor ¿no?
—¿Cómo podré saber si has cruzado el puente? —dijo Maggie.
—Siempre lo consigo —dijo Vic.
El sol era una cabeza de alfiler que se clavaba en su ojo izquierdo. El mundo se volvió borroso. Por un momento Maggie Leigh se duplicó y cuando volvió a ser una le estaba tendiendo a Vic una hoja de papel doblada en cuatro.
—Toma —dijo—. Todo lo que no me ha dado tiempo a contarte sobre los paisajes interiores y lo que se puede o no hacer está explicado aquí por un experto en la materia.
Vic asintió y se guardó el papel en el bolsillo.
—¡Ah! —la llamó Maggie. Se tiró del lóbulo de una oreja, después del otro y deslizó algo en la mano de Vic.
—¿Qué son? —dijo Vic mirando las fichas de Scrabble en la palma de su mano.
—Un escudo —dijo Maggie—. Y también la guía breve de una t-t-tartamuda sobre cómo enfrentarse al mundo. La próxima vez que alguien te decepcione, póntelos. Te sentirás más fuerte. Garantía de Maggie Leigh.
—Gracias, Maggie. Por todo.
—Para eso est-t-tamos. Una fuente de sabiduría, esa soy yo. Vuelve a que te rocíe con ella cuando quieras.
Vic asintió de nuevo, no se sentía capaz de decir nada más. El sonido de su propia voz amenazaba con hacerle añicos la cabeza, como una bombilla bajo un zapato de tacón de aguja. Así que en lugar de ello le apretó la mano a Maggie y esta hizo lo mismo con ella.
Luego se inclinó hacia delante, puso los pies en los pedales y enfiló la oscuridad y la mortífera electricidad estática.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Haverhill, Massachusetts
LO SIGUIENTE DE LO QUE FUE CONSCIENTE FUE DE ESTAR SUBIENDO la colina atravesando el bosque de Pittman con el estómago dolorido y la cara febril. A empellones y con las piernas flojas, salió de los árboles y entró en el jardín de su casa.
No veía nada con el ojo izquierdo. Era como si se lo hubieran sacado con un cucharón. Tenía uno de los lados de la cara pegajoso. Como si el ojo le hubiera explotado como una uva y estuviera resbalando por la mejilla.
Se tropezó con uno de los columpios y lo apartó con un golpe que hizo tintinear las oxidadas cadenas.
Su padre había sacado la Harley al camino de entrada y le estaba sacando brillo con una gamuza. Cuando escuchó el entrechocar de los columpios levantó la vista, dejó caer la gamuza y abrió la boca como si fuera a gritar, conmocionado.
—Hostia puta —dijo—. Vic, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?
—Ha sido en la bicicleta —dijo. Tenía la sensación de que eso lo explicaba todo.
—¿Y dónde está la bicicleta? —preguntó su padre y miró detrás de ella, por si estuviera tirada en el jardín.
Fue entonces cuando Vic se dio cuenta de que no iba empujándola. No sabía lo que había sido de ella. Recordaba haber chocado contra la pared del puente, a mitad de camino, y caerse de la bicicleta, recordaba los murciélagos chillando en la oscuridad y volando hacia ella, asestándole golpecitos suaves y afelpados. Empezó a temblar violentamente.
—Me han tirado —dijo.
—¿Cómo tirado? ¿Te ha atropellado un coche? —Chris la cogió en brazos—. Por Dios bendito, Vic, tienes sangre por todas partes. ¡Lin!
Entonces fue lo mismo que otras veces, su padre que la levantaba y la llevaba hasta su habitación, su madre que acudía corriendo y salía a toda prisa a buscar agua y Tylenol.
Solo que aquella no fue como las otras veces, porque Vic estuvo delirando veinticuatro horas, y llegó a tener hasta treinta y nueve grados de fiebre. David Hasselhoff no hacía más que entrar en la habitación, con monedas en lugar de ojos y las manos enfundadas en guantes de cuero negro. Le cogía una pierna e intentaba arrastrarla fuera de la casa, a su coche, que no era Kitt, para nada. Vic se resistía. Gritaba, peleaba y le pegaba y entonces David Hasselhoff le hablaba con la voz de su padre y le decía que no pasaba nada, que tratara de dormir, que estuviera tranquila, que la quería. Pero tenía la cara lívida de odio y el motor del coche estaba en marcha y Vic sabía que era el Espectro.
Otras veces era consciente de haber gritado pidiendo su Raleigh. «¿Dónde está mi bicicleta?», chillaba mientras alguien la sujetaba por los hombros. «¿Dónde está? La necesito. ¡La necesito! ¡Sin la bici no puedo encontrarle!». Y alguien la besaba en la cara e intentaba tranquilizarla. Alguien lloraba. Alguien que se parecía horriblemente a su madre.
Mojó la cama. Varias veces.
Al segundo día fue hasta el jardín delantero desnuda y estuvo allí cinco minutos deambulando, buscando su bicicleta hasta que el señor De Zoet, el anciano que vivía al otro lado de la calle, la vio y corrió hasta ella con una manta. La envolvió y la metió en brazos en casa. Había pasado mucho tiempo desde que Vic cruzara a la casa del señor De Zoet para ayudarle a pintar soldados diminutos y escuchar sus viejos discos, y en los años transcurridos había empezado a considerarle un viejo gruñón nazi y metomentodo que una vez llamó a la policía cuando sus padres, Chris y Linda, estaban discutiendo en voz alta. Ahora sin embargo recordó que le caía bien, que le gustaba su olor a café recién hecho y su curioso acento austriaco. Una vez le había dicho que se le daba bien dibujar. Le había dicho que podría llegar a ser artista.
—Los murciélagos andan revueltos —le dijo al señor De Zoet en tono confidencial mientras este la dejaba con su madre—. Pobrecillos. Creo que algunos se han salido del puente y ahora no saben volver.
Durante el día dormía y por la noche permanecía despierta con el corazón latiéndole demasiado deprisa, asustada de cosas que no entendía. Si un coche pasaba delante de la casa y la luz de sus faros recorría el techo a veces tenía que meterse un puño en la boca para no gritar. El ruido de una portezuela cerrándose le resultaba tan pavoroso como un disparo.
La tercera noche salió de un estado de semiinconsciencia al oír a sus padres hablar en la habitación contigua.
—Cuando le diga que no la he encontrado se va a quedar destrozada. Le encantaba esa bicicleta —dijo su padre.
—Pues yo me alegro de que ya no la tenga —dijo su madre—. Lo único bueno que va a salir de todo esto es que ya no volverá a montarla.
Su padre dejó escapar una risa áspera.
—Qué bonito.
—Pero ¿tú te acuerdas de las cosas que decía de la bicicleta el día que volvió? ¿Lo de montarla para encontrar la muerte? Creo que eso es lo que estaba haciendo mentalmente, cuando estaba tan enferma. Marcharse en la bicicleta para huir de nosotros y llegar al… yo qué sé. Al cielo. Al más allá. Casi me muero del susto, Chris. No quiero volver a ver ese trasto en la vida.
Su padre estuvo callado un momento y luego dijo:
—Sigo pensando que deberíamos haber denunciado un atropello.
—Esa fiebre tan alta no es de un atropello.
—Entonces es que ya estaba mala. Dices que la noche anterior se acostó pronto. Que estaba pálida. Bueno, pues igual es eso. Igual tenía fiebre y montó por donde había coches. No se me va olvidar nunca cómo estaba cuando llegó a casa, sangrando por un ojo, como si llorara… —se interrumpió y cuando volvió a hablar su voz era distinta, desafiante y no del todo amable—. ¿Qué?
—Pues que… no entiendo por qué llevaba ya una tirita puesta en la rodilla izquierda.
Durante un rato Vic solo oyó la televisión. Luego su madre dijo:
—Le vamos a comprar una de marchas. En cualquier caso ya le tocaba cambiar de bicicleta.
—Y rosa —murmuró Vic para sí—. Ahora va a decir que la va a comprar rosa.
En cierto sentido Vic era consciente de que la pérdida de la Raleigh marcaba el final de algo maravilloso, de que había forzado demasiado las cosas y perdido la más valiosa de sus posesiones. Era su cuchillo, y parte de ella sabía ya que era poco probable que otra bicicleta fuera capaz de atravesar la realidad y volver al Puente del Atajo.
Deslizó una mano entre el colchón y la pared y buscó debajo de la cama hasta encontrar los pendientes y la hoja de papel doblada. Había tenido la presencia de ánimo suficiente para esconderlos la tarde que volvió a casa y desde entonces seguían debajo de la cama.
En un arranque de lucidez psicológica, poco común en una niña de trece años, Vic se dio cuenta muy pronto de que recordaría todos sus viajes cruzando el puente como las fantasías de una niña con mucha imaginación y nada más. Cosas que habían sido reales —Maggie Leigh; Pete, de Terry’s Primo Subs; encontrarse al señor Pentack en la bolera Fenway— con el tiempo se convertirían en meras ensoñaciones. Sin su bicicleta para llevarla de vez en cuando al otro lado del Atajo sería imposible seguir creyendo en un puente cubierto que aparecía y desaparecía por ensalmo. Sin la Raleigh, la única y definitiva prueba de sus excursiones en busca de cosas eran los pendientes que sostenía en el hueco de la mano y un poema fotocopiado de Gerard Manley Hopkins.
F U, decían los pendientes. Cinco puntos.
—¿Por qué no te vienes con nosotras al lago? —decía con voz lastimera la madre de Vic al otro lado de la pared. Linda y Chris estaban hablando ahora de marcharse de la ciudad durante el verano, algo que la madre de Vic estaba deseando más que nunca, después de la enfermedad de esta—. ¿Se puede saber qué tienes que hacer aquí?
—Mi trabajo. Y si quieres pasar tres semanas en el lago Winnipesaukee, entonces prepárate a dormir en una tienda de campaña. Ese sitio al que te empeñas en ir cuesta ochocientos pavos al mes.
—¿Y te parece que pasar tres semanas yo sola con Vic son vacaciones? ¿Tres semanas haciendo de madre soltera, mientras tú te quedas aquí para trabajar tres días a la semana y el resto del tiempo hacer lo que sea que haces cada vez que te llamo al trabajo y me dicen que has salido con el supervisor? A estas alturas tenéis que haber supervisado ya hasta el último palmo de Nueva Inglaterra, vamos.
Su padre dijo algo más en un tono grave y feo que Vic no entendió y después subió el volumen del televisor, tanto que era probable que el señor De Zoet lo oyera desde el otro lado de la calle. También hubo un portazo tan fuerte que los vasos de la cocina tintinearon.
Vic se puso los pendientes y desdobló el poema, un soneto del que no entendía una sola palabra pero que ya le encantaba. Lo leyó a la luz de la puerta entreabierta, murmurando los versos para sí, recitándolo como si fuera una plegaria —en cierto modo lo era— y pronto dejó atrás cualquier pensamiento triste sobre sus padres.
Como arde el alción,
centellea la libélula
Como arde el alción, centellea la libélula;
como arrojadas desde el brocal de profundos pozos
retumban las piedras, cada cuerda pulsada canta estremecida,
cada campana al oscilar halla en su vuelo la manera
de proclamar su nombre lejos. Cada mortal hace una cosa, una y la misma,
muestra el ser que en su interior habita;
se anuncia, se busca, se descifra y dice esto soy,
proclama: lo que hago soy: a eso vine.
Digo más: el justo obra en justicia
cumple su gracia: sus pasos son gracias cumplidas.
Se cumple a los ojos de Dios lo que a los ojos de Dios es —
Cristo—, y Cristo juega en diez mil circunstancias,
con amables proporciones y agradable a los ajenos ojos
del Padre a través de las facciones de los hombres.
GERARD MANLEY HOPKINS
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
DESAPARICIONES
1991-1996
Escenarios varios
LA NIÑA RUSA QUE MAGGIE LEIGH HABÍA MENCIONADO SE LLAMABA Marta Gregorski y era cierto que donde vivía Vic su desaparición había acaparado las noticias durante varios días. Esto se debió en parte a que Marta era una pequeña celebridad en el mundo del ajedrez, con Kaspárov como mentor, y había obtenido el rango de gran maestro a la edad de doce años. También, en aquellos primeros días después de la caída de la Unión Soviética, el mundo se estaba ajustando aún a las nuevas libertades rusas y cundía el temor de que la desaparición de Marta Gregorski y de su madre pudiera desencadenar un incidente internacional, que se convirtiera en la excusa para un nuevo pulso entre potencias al estilo de los de la Guerra Fría. Llevó un tiempo darse cuenta de que la antigua unión de repúblicas soviéticas estaba demasiado ocupada desintegrándose para reparar siquiera en lo ocurrido. Boris Yeltsin andaba de aquí para allá subido a un tanque con la cara roja de tanto gritar y los antiguos agentes de la KGB se peleaban por conseguir empleos bien pagados dentro de la mafia rusa. Pasaron semanas antes de que a nadie se le ocurriera acusar a Occidente de sociedad decadente y nido de delincuentes, y cuando se hizo, fue de una manera nada entusiasta.
Una empleada de la recepción del hotel Hilton DoubleTree junto al río Charles había visto a Marta y a su madre salir por una puerta giratoria poco antes de las seis de una tarde cálida y lloviznosa. Las Gregorski estaban invitadas a una cena en Harvard y esperaban un coche que tenía que llegar a buscarlas. A través de la ventana mojada de lluvia, la empleada vio a Marta y después a su madre subirse a un vehículo negro. Pensó que el coche tenía estribos porque vio a la niña rusa subir un escalón antes de sentarse en el asiento trasero. Pero afuera estaba oscuro y la empleada estaba hablando por teléfono con un huésped cabreado que no conseguía abrir el minibar y no se había fijado en nada más.
Solo una cosa era segura. Las dos Gregorski no se habían subido al coche correcto, la limusina que habían alquilado para ellas. Su conductor, Roger Sillman, de sesenta y dos años, estaba aparcado al otro lado de la rotonda y no se encontraba en condiciones de recogerlas. Estaba inconsciente y seguiría allí aparcado, durmiendo detrás del volante, hasta que se despertó casi a medianoche. Se sentía enfermo y tenía resaca pero supuso que sencillamente (y como cosa excepcional) se había quedado traspuesto y que las mujeres habrían cogido un taxi. No empezó a tener dudas hasta la mañana siguiente y solo llamó a la policía cuando no consiguió localizar a las Gregorski en su hotel.
El FBI entrevistó a Sillman diez veces en diez semanas, pero su versión de los hechos fue siempre la misma y nunca pudo dar información de valor. Dijo que había estado escuchando los deportes en la radio para matar el tiempo —había llegado con cuarenta minutos de antelación a la cita— cuando unos nudillos golpearon su ventanilla. Alguien rechoncho con abrigo negro estaba bajo la lluvia. Sillman bajó la ventanilla y entonces…
Nada. Nada de nada. El recuerdo de la noche se fundía igual que un copo de nieve en la punta de la lengua.
Sillman tenía hijas —y nietas— y le ponía enfermo imaginar a Marta y a su madre en manos de algún lunático depravado tipo Ted Bundy o Charles Manson que las torturara hasta matarlas. No podía dormir, tenía pesadillas en las que veía a la pequeña rusa jugando al ajedrez con los dedos amputados de su madre. Intentaba por todos los medios hacer memoria para recordar algo, lo que fuera. Pero solo consiguió recuperar otro detalle.
—Jengibre —dijo con un suspiro a una investigadora federal picada de viruelas que se llamaba Paz pero a la que le habría pegado más llamarse Guerra.
—¿Jengibre?
Sillman miró a su interrogadora con impotencia.
—Creo que mientras estaba inconsciente soñé con las galletas de jengibre de mi madre. Igual el tipo que me dejó fuera de combate se estaba comiendo una.
—Hum —dijo Paz-y-no-Guerra—. Bueno. Eso ayuda. Pondremos una orden de busca y captura para el hombre de jengibre. No creo que sirva de mucho, sin embargo. Se rumorea que es imposible atraparlo[2].
***
EN NOVIEMBRE DE 1991 UN CHICO DE CATORCE AÑOS LLAMADO Rory McCombers, que estudiaba primer curso en la Gilman School en Baltimore, se encontró un Rolls-Royce en el aparcamiento de su colegio mayor. Iba de camino al aeropuerto para pasar con su familia las vacaciones de Acción de Gracias en Cayo Oeste y pensó que el coche se lo había enviado su padre.
En realidad el chófer que el padre de Rory había enviado estaba inconsciente en su limusina a menos de un kilómetro de allí. Hank Tulowitzki había parado en un Night Owl para echar gasolina y usar el cuarto de baño, pero después de llenar el depósito no recordaba nada más. Se despertó a la una de la madrugada en el maletero de su coche, que estaba aparcado a menos de cien metros de la carretera abajo del establecimiento abierto veinticuatro horas, en un estacionamiento público. Se había pasado casi cinco horas gritando y dando patadas hasta que un corredor madrugador le oyó y llamó a la policía.
Un pedófilo de Baltimore confesó más tarde ser autor del delito y describió con detalles pornográficos cómo había abusado de Rory antes de estrangularlo. Pero afirmaba no recordar dónde había enterrado el cuerpo y el resto de pruebas no encajaban. No solo no tenía acceso a un Rolls-Royce, sino que ni siquiera tenía permiso de conducir en vigor. Para cuando la policía decidió que la pista del pederasta era un callejón sin salida —un pervertido más que se excitaba describiendo supuestos abusos sexuales a un menor— había nuevos secuestros que investigar y el caso de McCombers quedó archivado por falta de pruebas.
Ni al conductor de Rory, Tulowitzki, ni al de las Gregorski se les hicieron análisis de sangre hasta más de un día después de que se produjeran los secuestros, y si había rastros de sevoflurano en su organismo no fueron detectados.
A pesar de las coincidencias entre ambos casos, la desaparición de Marta Gregorski y el secuestro de Rory McCombers nunca se relacionaron.
Los dos tenían otra cosa en común. A ninguno de los desaparecidos se les volvió a ver jamás.
[2] The Gingerbread Man (El hombre de jengibre) es un cuento popular en Estados Unidos e Inglaterra protagonizado por un hombrecillo de galleta que echa a correr cuando le sacan del horno para evitar que se lo coman (N. de la T.).
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Haverhill
CHRIS MCQUEEN SE MARCHÓ EL OTOÑO EN QUE VIC EMPEZÓ EL INSTITUTO .
Su primer curso en secundaria había tenido unos comienzos abruptos. Estaba sacando aprobados raspados excepto en educación artística. Su profesora de dibujo había escrito en su informe trimestral cinco palabras garabateadas a toda prisa: «Victoria tiene talento; necesita concentrarse», y le había puesto un notable.
Victoria dedicaba todas las horas de estudio a dibujar. Se pintó tatuajes con rotulador permanente para irritar a su madre e impresionar a los chicos. Había hecho un trabajo sobre un libro en forma de cómic, para gran diversión de los alumnos que se sentaban con ella al fondo del aula. En la asignatura de entretener a los otros fracasados escolares, Vic se estaba ganando una matrícula de honor. La Raleigh había sido sustituida por una Schwinn con borlas rosas en el manillar. Le importaba una mierda la Schwinn y jamás la montaba. Le daba corte.
Cuando Vic llegó a casa después de tener que quedarse una hora castigada en el colegio, encontró a su madre en la otomana del cuarto de estar encorvada, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Había estado llorando… Seguía llorando, las lágrimas resbalaban por las comisuras de sus ojos enrojecidos. Cuando lloraba se volvía una mujer vieja y fea.
—¿Mamá? ¿Qué ha pasado?
—Ha llamado tu padre. No viene a casa esta noche.
—¿Mamá? —dijo Vic, dejando que la mochila se le deslizara del hombro y cayera al suelo—. ¿Qué significa eso? ¿Adónde se va?
—No lo sé. No sé adónde se va ni por qué.
Vic la miró, incrédula.
—¿Qué quieres decir con que no sabes por qué? —le preguntó Vic—. No viene a casa por tu culpa, mamá. Porque no te soporta. Porque lo único que haces es pincharle. Te pones a pincharle cuando está cansado y quiere que le dejen en paz.
—He hecho todo lo que he podido. No sabes cuánto me he esforzado por acomodarme a él. Puedo tener cervezas en la nevera y comida caliente para cuando llega a casa tarde, pero ya no puedo tener veinticuatro años, y eso es lo que le molesta de mí. Esa es la edad que tenía la última.
No había enfado en su voz. Solo cansancio.
—¿Qué quieres decir con eso de la última?
—La última chica con la que se ha estado acostando —dijo Linda—. Ahora ya no sé con quién está, ni por qué ha decidido irse con ella. Desde luego yo nunca le he dado ningún ultimátum para obligarle a escoger entre su casa y la chica con la que estuviera. No sé por qué esta vez es distinta. Menuda loba debe de ser.
Cuando Vic habló de nuevo, lo hizo con voz sofocada y temblona.
—Qué mal mientes. Te odio. Te odio y si papá se va, yo me largo con él.
—Pero Vicki —dijo su madre en el mismo tono extraño, impreciso y agotado—. No te quiere con él. No es que me deje a mí sola. Nos abandona a las dos.
Vic se dio la vuelta y salió dando un portazo. Corrió perdiéndose en esa tarde de principios de octubre. La luz se colaba oblicua entre los robles al otro lado de la calle, dorada y verde. Cómo le gustaba aquella luz. No había luz comparable a la de Nueva Inglaterra a principios de otoño.
Se subió a su bicicleta rosa que tanto la avergonzaba. Llorando sin casi ser consciente de ello, respirando a hipidos, rodeó la casa y pedaleó hacia los árboles, luego colina abajo mientras el viento silbaba en sus oídos. La bicicleta de marchas no era como la Raleigh y notaba cada piedra y cada raíz bajo las delgadas ruedas.
Se dijo a sí misma que iba en su busca, iría ahora mismo. Él la quería y si Vic quería quedarse con su padre, sin duda este la acogería y así nunca volvería a casa, nunca más tendría que escuchar a su madre criticarla por llevar vaqueros negros, por vestir como un chico, por salir con fracasados escolares. Bastaba con que bajara la colina y allí estaría el puente.
Pero no estaba. El camino de tierra terminaba en el guardarraíl que daba al río Merrimack. Corriente arriba, el agua era oscura y lisa como cristal ahumado. Abajo en cambio fluía revuelta, chocando contra las rocas y levantando espuma blanca. Todo lo que quedaba del Atajo eran tres pilones de cemento que sobresalían del agua dejando a la vista la parte de arriba, resquebrajada, y las barras de acero.
Vic pedaleó con furia hacia el guardarraíl mientras convocaba mentalmente el puente. Pero justo antes de llegar a él soltó el manillar, la bicicleta derrapó y Vic aterrizó en el suelo sobre sus pantalones vaqueros. No se detuvo a comprobar si se había hecho daño, sino que se levantó, cogió la bicicleta con las dos manos y la lanzó por encima del guardarraíl. El vehículo chocó contra la larga pendiente del terraplén, rebotó y se estrelló en la parte poco profunda del río, donde quedó atascada. Una rueda sobresalía del agua girando frenética.
Una bandada de murciélagos se sumergió en la creciente oscuridad.
Vic cojeó en dirección norte, siguiendo el curso del río sin tener claro adónde iba.
Por fin, en un terraplén junto al río, debajo de la autovía 495, se dejó caer entre maleza espinosa y basura desperdigada. Le dolía un costado. Por encima de su cabeza, los coches gemían y zumbaban produciendo un ruido armónico y febril que resonaba en el inmenso puente que cruzaba el Merrimack. Podía notar cómo pasaban, una vibración continua y extrañamente calmante en el suelo bajo sus pies.
No tenía intención de dormirse allí, pero durante un rato —veinte minutos más o menos— se quedó traspuesta, transportada a un estado de semiconsciencia y ensueño por el rugido atronador de motocicletas que circulaban a gran velocidad y en grupos de dos y tres, una banda de moteros que había decidido aprovechar la última noche cálida del otoño para viajar hasta donde las ruedas quisieran llevarlos.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Escenarios varios
LLOVÍA CON FUERZA EN CHESAPEAKE, VIRGINIA, LA NOCHE del 9 de mayo de 1993, cuando Jeff Haddon sacó a su springer spaniel para su paseo diario de después de cenar. A ninguno de los dos les apetecía estar fuera, ni a Haddon ni a su perra, Garbo. La lluvia caía con tal furia en Battlefield Boulevard que rebotaba en las aceras de cemento y el empedrado de las entradas a las casas. El aire era fragante, olía a salvia y acebo. Jeff llevaba una gran capa impermeable amarilla que el viento levantaba y agitaba con furia. Garbo separó las patas traseras y se agachó desconsolada para hacer pis. El pelo rizado le colgaba en mechones mojados.
Pasaron delante de la inmensa mansión estilo Tudor de Nancy Lee Martin, una viuda rica con una hija de nueve años. Más tarde Haddon contaría a los detectives de la policía de Chesapeake que había mirado hacia la entrada de la casa porque oyó música navideña, pero eso no era del todo cierto. Los villancicos no los escuchó entonces, con el estruendo de la lluvia en la carretera, pero siempre pasaba por delante de la casa y miraba hacia la entrada porque estaba un poco enamorado de Nancy Lee Martin. Esta, a sus cuarenta y dos, era diez años mayor que Haddon, pero seguía teniendo el mismo aspecto que cuando era jefa de animadoras del instituto Virginia Tech.
Haddon miró hacia el camino justo a tiempo de ver a Nancy salir por la puerta principal con su hija, Amy, corriendo delante. Un hombre alto con abrigo negro le sostenía un paraguas; las chicas llevaban vestidos ajustados y echarpes de seda y Haddon recordó haber oído decir a su mujer que Nancy Lee iba a una gala benéfica a favor de George Allen, quien acababa de anunciar su candidatura a gobernador.
Haddon, que tenía un concesionario Mercedes y sabía mucho de coches, reconoció el que esperaba a Nancy como uno de los primeros modelos de Rolls-Royce, el Fantasma o el Espectro, en todo caso uno de los años treinta.
La llamó y saludó con la mano. Era posible que Nancy Lee Martin le hubiera devuelto el saludo; no estaba seguro. Cuando el conductor abrió la portezuela, del interior del coche salió música y Haddon habría jurado escuchar los compases de El tamborilero cantado por un coro. Resultaba extraño oír una canción así en primavera. Quizá hasta a Nancy le resultó extraño, porque pareció vacilar antes de subir al coche. Pero llovía mucho y no lo dudó demasiado.
Haddon siguió con su paseo y cuando volvió el coche había desaparecido. Nancy Lee Martin y su hija, Amy, nunca llegaron a la gala de benéfica a favor de George Allen.
El chófer que tenía que haberlas recogido, Malcolm Ackroyd, también se esfumó. Encontraron su coche cerca de Bainbridge Boulevard, junto al pantano, con la puerta del conductor abierta. La gorra apareció entre los matorrales, empapada de sangre.
***
A FINALES DE MAYO DE 1994 LE TOCÓ EL TURNO A JAKE CHRISTENSEN de Buffalo, estado de Nueva York. Tenía diez años y viajaba solo desde Filadelfia, donde estudiaba en un internado. Le habían enviado un chófer a recogerlo, pero este, un hombre llamado Bill Black, sufrió un ataque al corazón en el aparcamiento y lo encontraron muerto al volante de la limusina extralarga. Nunca se averiguó quién recibió a Jake en el aeropuerto, ni quien se lo llevó.
La autopsia reveló que el corazón de Bill Black se había detenido después de absorber dosis letales de un gas llamado sevoflurano, muy usado por los dentistas. Aplicado con una mascarilla podía anular la sensación de dolor de una persona y volverla altamente sugestionable; en otras palabras, convertirla en un zombi. El sevoflurano no era fácil de conseguir —era necesario estar colegiado como médico o dentista para obtenerlo— y parecía una buena pista, pero las entrevistas con cirujanos maxilofaciales de todo el estado y con su personal no condujeron a ninguna parte.
***
EN 1995 FUERON STEVE CONLON Y SU HIJA DE DOCE AÑOS CHARLIE (Charlene en realidad, pero Charlie para los amigos), cuando iban de camino a un baile de padres e hijas en Plattsburgh, Nueva York. Pidieron una limusina extralarga, pero lo que se presentó a la puerta de su casa fue un Rolls-Royce. La madre de Charlie, Agatha, besó a su hija en la frente, le dijo que se divirtiera y nunca más volvió a verla.
A su marido en cambio sí. Su cuerpo apareció con una bala atravesándole el ojo izquierdo, detrás de unos arbustos en un área de descanso de la carretera interestatal 87. Agatha identificó enseguida el cadáver, a pesar de que la cara estaba muy desfigurada.
Meses más tarde sonó el teléfono en la casa de la familia Conlon, un poco después de las dos y media de la madrugada, y Agatha, medio dormida, contestó. Oyó un siseo y un crujido, como si fuera una conferencia a larga distancia, y a continuación varios niños empezaron a cantar Campana sobre campana, sus voces agudas y dulces temblando por la risa. Agatha creyó oír la de su hija entre ellas y empezó a gritar su nombre. «¡Charlie, Charlie! ¿Dónde estás?», pero su hija no contestó y al momento los niños colgaron el teléfono.
La compañía telefónica, sin embargo, dijo que no había habido ninguna llamada a su casa a aquella hora y la policía concluyó que se trataba de la fantasía nocturna de una mujer trastornada.
***
CADA AÑO CERCA DE CINCUENTA Y OCHO MIL NIÑOS SON SECUESTRADOS en Estados Unidos por alguien que no es de su familia, y a principios de la década de 1990 las desapariciones de Marta Gregorski, Rory McCombers, Amy Martin, Jake Christensen, Charlene Conlon y los adultos que los acompañaban —con escasos testigos, en estados diferentes y bajo circunstancias también dispares— no se relacionaron hasta mucho más tarde. Hasta mucho después de lo sucedido a Vic McQueen a manos de Charles Talent Manx III.
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Haverhill
A FINALES DE MARZO, CUANDO VIC CURSABA SU ÚLTIMO AÑO de instituto, una mañana su madre se la encontró en su dormitorio con Craig Harrison. No les descubrió echando un polvo, ni siquiera besándose, pero Craig tenía una botella de Bacardi y Vic estaba bastante borracha.
Craig se marchó encogiéndose de hombros y con una sonrisa —Buenas noches, señora McQueen, siento que la hayamos despertado— y a la mañana siguiente Vic se fue a hacer el turno de sábado en Taco Bell sin dirigirle la palabra a su madre. No tenía ganas de volver a casa y desde luego no estaba preparada para lo que la esperaba allí.
Linda estaba sentada en la cama de Vic, perfectamente hecha con sábanas limpias y la almohada ahuecada, igual que en los hoteles. Solo faltaba la chocolatina.
Todo lo demás había desaparecido: el cuaderno de bocetos de Vic, sus libros, su ordenador. Encima del escritorio había un par de cosas, pero Vic no se fijó en ellas al principio. Al ver su habitación vacía se quedó sin respiración.
—¿Qué has hecho?
—Puedes recuperar tus cosas —dijo Linda— siempre que obedezcas mis nuevas reglas y respetes el nuevo toque de queda. A partir de ahora te voy a llevar yo a clase, al trabajo y a donde necesites ir.
—No tenías… No tenías ningún derecho…
—He encontrado algunas cosas en tus cajones —su madre siguió hablando como si Vic no hubiera abierto la boca—. Y me gustaría que me las explicaras.
Señaló con la cabeza al otro lado de la habitación. Vic se volvió, esta vez fijándose en lo que había sobre su escritorio: una cajetilla de tabaco, una lata de Altoids conteniendo lo que parecían ser dulces de San Valentín rojos y naranjas, algunas minibotellas de ginebra y dos condones con sabor a plátano en envoltorios morados. Uno estaba abierto y vacío.
Vic había comprado los condones en una máquina expendedora en el Howard Johnson’s y había abierto uno para hacer una caricatura de globo, inflándolo y pintándole una cara en uno de los lados. Había llamado al personaje Carapicha y había divertido a sus compañeros de clase durante la tercera hora, paseándolo por su pupitre cuando el profesor se ausentó del aula. Cuando el señor Jaffey volvió, la habitación olía de tal manera a plátano que preguntó si alguien había llevado una tarta a clase, lo cual desató grandes carcajadas.
Craig se había dejado el tabaco una noche que estuvo de visita y Vic se lo había guardado. No fumaba (todavía), pero le gustaba sacar un cigarrillo del paquete y tumbarse en la cama aspirando el olor a tabaco dulce. El olor de Craig.
Las pastillas de éxtasis era lo que tomaba Vic las noches en que no podía dormir, cuando los pensamientos giraban y gritaban en su cabeza como una bandada de murciélagos desquiciados. Algunas noches cerraba los ojos y veía el Puente del Atajo, un rectángulo torcido que conducía a la oscuridad. Podía olerlo, la peste a amoniaco del pis de murciélago, el tufo a madera mohosa. Al final del puente parpadeaban los faros de un coche: dos círculos muy juntos de pálida luz. Aquellos faros eran brillantes y pavorosos y a veces Vic los veía brillar delante de ella aunque tuviera los ojos abiertos. Aquellos faros le daban ganas de gritar.
Un poco de éxtasis siempre ayudaba. Un poco de éxtasis la hacía sentir como si flotara con la brisa en la cara. El mundo a su alrededor empezaba a moverse de forma suave y sutil, como si estuviera en la moto de su padre, a punto de enfilar una curva. Cuando estaba colocada con éxtasis no necesitaba dormir, estaba demasiado enamorada del mundo como para dormir. En lugar de ello llamaba a sus amigos y les decía que les quería. Se quedaba despierta hasta tarde y esbozaba diseños de tatuajes que la ayudaran a salvar las distancias entre buena chica y putón verbenero. Quería tatuarse un motor de moto encima de los pechos, que los chicos supieran de lo que era capaz en la cama, sin importarle el hecho de que, a sus diecisiete años era, para su vergüenza, casi la única virgen de su clase.
Las botellitas de ginebra no tenían importancia. Las usaba para tragarse las pastillas de éxtasis.
—Piensa lo que quieras —dijo—. Me importa una mierda.
—Supongo que debería sentirme agradecida de que por lo menos uses protección. Si te quedas embarazada antes de casarte no esperes que te ayude. No pienso tener nada que ver con ello. Ni contigo.
Vic quería decirle que le estaba dando la excusa perfecta para quedarse embarazada lo antes posible, pero en lugar de eso se contentó con responder:
—No me he acostado con él.
—Estás mintiendo. El siete de septiembre. Pensé que te quedabas en casa de Willa pero tu diario dice…
—¿Has leído mi diario? ¡Joder!
—… que dormiste con Craig toda la noche por primera vez. ¿Te crees que no entiendo lo que eso significa?
Lo que significaba era que habían dormido juntos, vestidos, debajo de un edredón, en el sótano de Willa con seis chicos y chicas más. Pero cuando se despertó Craig la abrazaba desde detrás, le había pasado un brazo por la cintura y le respiraba en la nuca. Vic había pensado: Por favor, no te despiertes y durante unos instantes había sido tan feliz que casi no había podido soportarlo.
—Sí, significa que echamos un polvo, mamá —dijo con suavidad—. Porque me había cansado de chuparle la polla sin sacar nada a cambio.
El poco color que le quedaba a su madre en la cara desapareció.
—Voy a guardar tus cosas bajo llave —dijo—. Me importa un bledo que tengas casi dieciocho años, vives bajo mi techo y tendrás que obedecer mis normas. Si respetas el nuevo reglamento entonces dentro de unos meses…
—¿Eso es lo que hiciste cuando papá te decepcionó? ¿Guardarte el coño bajo llave para ver si se adaptaba al nuevo reglamento?
—Te lo digo en serio. Si tuviera un cinturón de castidad te lo ponía ahora mismo —dijo la madre—. Pendón deslenguado.
Vic soltó una carcajada salvaje y dolida.
—Mira que eres fea por dentro —dijo, lo peor que se le ocurrió—. Me largo.
—Si te vas, cuando vuelvas te encontrarás la puerta cerrada —dijo su madre.
Pero Vic no la escuchaba porque ya estaba saliendo por la puerta de su habitación.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
A la intemperie
ECHÓ A ANDAR.
La lluvia era una fina aguanieve que le calaba la cazadora militar y le dejaba el pelo crujiente a causa del hielo.
Su padre y su novia vivían en Durham, New Hampshire, y había una manera de llegar hasta ellos usando la red estatal de transportes de Massachusetts —coger un tren T hasta la estación Norte y después un Amtrak— pero para eso hacía falta un dinero que Vic no tenía.
A pesar de ello fue a la estación y se quedó por allí un rato para guarecerse de la lluvia. Empezó a pensar a quién podría llamar para que le prestara el dinero del billete de tren. Luego se decidió: a tomar por culo. Llamaría a su padre y le pediría que fuera a buscarla en coche. Lo cierto era que no estaba segura de por qué no se le había ocurrido aquello antes.
Solo le había visitado una vez, el año anterior, y había sido un desastre. Vic se había peleado con la novia y le había tirado un mando a distancia con tan mala suerte que le puso un ojo morado. Su padre la mandó de vuelta a casa aquella misma noche sin escuchar siquiera su versión de la historia. Desde entonces no había hablado con él.
Chris McQueen descolgó al segundo timbrazo y dijo que aceptaba la llamada a cobro revertido. Aunque no parecía muy contento. Tenía la voz áspera. La última vez que Vic le había visto, su pelo tenía muchas más canas que un año atrás. Había oído que los hombres con amantes jóvenes se mantienen también jóvenes. En el caso de su padre no era así.
—Oye —dijo Vic y de repente tuvo que hacer nuevos esfuerzos por no llorar—, resulta que mamá me ha echado, lo mismo que te echó a ti.
No era así cómo habían ocurrido las cosas, pero parecía lo más indicado para empezar la conversación.
—Escucha, Mocosa —dijo su padre—. ¿Dónde estás? ¿Estás bien? Me ha llamado tu madre y me ha dicho que te habías ido.
—Estoy en la estación de tren, pero no tengo dinero. ¿Puedes venir a buscarme?
—Te voy a llamar un taxi. Lo pagará mamá cuando llegues a casa.
—No puedo ir a casa.
—Vic. Tardaría una hora en llegar hasta allí y es medianoche. Mañana entro a trabajar a las cinco de la mañana. Ya debería estar acostado, pero en lugar de ello me has tenido sentado al lado del teléfono preocupándome por ti.
Vic escuchó una voz de fondo, la de la novia de su padre, Tiffany.
—¡Aquí no va a venir, Chrissy!
—Tienes que solucionar esto con tu madre —dijo el padre—. Yo no puedo tomar partido, Vic. Lo sabes.
—Aquí desde luego no va a venir —repitió Tiffany con voz estridente y enfadada.
—¿Te importaría decirle a esa zorra que cierre la puta boca? —exclamó, casi gritó Vic.
Cuando su padre volvió a hablar su tono era más duro.
—Sí, me importaría. Y teniendo en cuenta que la última vez que estuviste aquí le pegaste…
—¡Qué coño!
—… y no le pediste perdón…
—No le toqué un pelo a esa zorra sin cerebro.
—… vale. Fin de la conversación. Por mí como si pasas la noche bajo la lluvia.
—O sea, que entre ella y yo la eliges a ella —dijo Vic—. A ella. Vete a tomar por culo, papá. Vete a la cama y descansa para que mañana puedas seguir volando cosas por los aires. Es tu especialidad.
Colgó.
Se preguntó si podría dormir en un banco de la estación de tren, pero para cuando dieron las dos supo que no. Hacía demasiado frío. Consideró llamar a su madre a cobro revertido y pedirle que le enviara un taxi, pero la idea de pedirle ayuda le resultaba insoportable, así que echó a andar.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
En casa
CON LA PUERTA PRINCIPAL NI SIQUIERA LO INTENTÓ, CONVENCIDA de que estaría echado el cerrojo. La ventana de su dormitorio estaba a tres metros del suelo y por supuesto también cerrada. Lo mismo ocurría con las ventanas de la parte de atrás, así como con la puerta de cristal corredera. Pero en el sótano había una ventana que estaría abierta, porque no se podía cerrar del todo. Llevaba años abierta dos centímetros.
Encontró una cizalla oxidada y la usó para cortar la rejilla metálica, después empujó la ventana y se coló por la ranura larga y ancha.
El sótano era una habitación grande y sin terminar con cañerías que recubrían el techo. La lavadora y la secadora estaban en una pared, junto a las escaleras, y la caldera en la contraria. El resto era un batiburrillo de cajas, bolsas de basura con la ropa vieja de Vic y una butaca tapizada con tela de cuadros con una acuarela malísima de un puente cubierto, enmarcada, apoyada en el respaldo. Vic recordaba vagamente haberla pintado en el primer curso de instituto. Era más fea que un culo. Sin ningún sentido de la perspectiva. Se entretuvo un rato pintándole una bandada de pollas voladoras en el cielo con rotulador permanente, luego la tiró al suelo y bajó el respaldo de la butaca de manera que casi era una cama. Encontró ropa en la secadora. Quería secar las zapatillas deportivas pero sabía que el tan-cata-clan despertaría a su madre, así que las dejó en el primer peldaño de la escalera.
Encontró unos anoraks de plumas en una bolsa de basura, se acurrucó en la butaca y se tapó con ellos. La butaca no se ponía del todo horizontal y pensó que le resultaría imposible dormir, así hecha un ocho, pero en algún momento cerró los ojos y cuando los abrió por la ranura de la ventana se veía un trozo de cielo azul.
Lo que la despertó fue un ruido de pisadas arriba y la voz agitada de su madre. Hablaba por el teléfono de la cocina, Vic lo sabía por como caminaba de un lado a otro.
—Claro que he llamado a la policía, Chris —dijo—. Me han dicho que volverá a casa cuando esté preparada para hacerlo —y añadió—: ¡No! ¡No lo van a hacer porque no es una niña desaparecida! Tiene diecisiete años, joder, Chris. A esa edad ni siquiera la consideran fugitiva.
Vic estaba a punto de levantarse y subir cuando pensó: Que le den. Que les den a los dos. Y se arrellanó de nuevo en la butaca.
Mientras tomaba la decisión sabía que era equivocada, que era una cosa horrible, esconderse allí abajo mientras su madre se volvía loca de preocupación en el piso de arriba. Pero registrar el dormitorio de una hija, leerle el diario, quitarle cosas que se había comprado con su dinero también era horrible. Y si Vic se tomaba un éxtasis de vez en cuando, eso también era culpa de sus padres, por haberse divorciado. Era culpa de su padre, por pegar a su madre. Ahora sabía que lo había hecho. No había olvidado el día en que le vio lavarse los nudillos en la pila. Incluso si la muy criticona y cotorra se lo merecía. Deseó tener algo de éxtasis. Guardaba una pastilla en la mochila, dentro del estuche, pero estaba arriba. Se preguntó si su madre saldría a buscarla.
—¡Pero tú no la estás educando, Chris! ¡Eso lo estoy haciendo yo sola!
Linda casi gritaba y Vic percibió llanto en su voz y por un instante casi estuvo a punto de cambiar de opinión. Pero de nuevo rectificó. Era como si el aguanieve caída durante la noche le hubiera traspasado la piel, hasta la sangre, y se la hubiera enfriado. Es lo que quería, frialdad interior, una paz gélida, un frío que dejara insensibles todos los sentimientos dolorosos, que congelara instantáneamente todos los malos pensamientos.
Querías perderme de vista. Pues lo has conseguido.
Su madre colgó el teléfono con brusquedad. Luego lo descolgó y volvió a colgarlo con otro golpe.
Vic se acurrucó debajo de las cazadoras.
En cinco minutos se había dormido otra vez.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
El sótano
CUANDO SE DESPERTÓ ERA MEDIA TARDE Y LA CASA ESTABA VACÍA. Lo supo en cuanto abrió los ojos, lo supo por la calidad de la quietud. Su madre no soportaba una casa en completo silencio. Cuando se iba a dormir encendía el ventilador. Cuando estaba despierta ponía la televisión o hablaba sin parar.
Vic se levantó de la butaca, cruzó la habitación y se subió a una caja para mirar por la ventana que daba a la fachada de la casa. La mierda del viejo Datsun de su madre, una chatarra con ruedas, no estaba. Vic sintió una alegría malsana al pensar que Linda pudiera estar dando vueltas por Haverhill desesperada, buscándola en el centro comercial, por calles laterales, en las casas de sus amigos.
Podría estar muerta, pensó con voz hueca y portentosa. Violada y dejada por muerta junto al río y sería tu culpa, zorra dominante. Vic tenía toda una reserva de palabras tipo «portentosa» y «dominante». Puede que sacara solo aprobados raspados en el instituto, pero leía a Gerard Manley Hopkins y a W. H. Auden y tenía una inteligencia a años luz de las de sus padres, y lo sabía.
Puso las todavía húmedas deportivas a dar tumbos en la secadora y subió a tomarse un cuenco de cereales Lucky Charms mientras veía la televisión. Sacó la pastilla de emergencia de éxtasis del estuche. A los veinte minutos se encontraba relajada y feliz. Cuando cerraba los ojos sentía una exuberante sensación de estar planeando, igual que un avión de papel remontando una corriente de aire. Tenía puesto el canal Viajar, y cada vez que veía un avión extendía los brazos como si fueran alas y hacía como que se elevaba. El éxtasis era movimiento en forma de pastilla, tan gozoso como circular a toda velocidad y de noche en un descapotable, aunque sin necesidad de levantarse del sofá.
Lavó el cuenco y la cuchara en la pila, los secó y los dejó en su sitio. Apagó el televisor. Se hacía tarde, lo sabía porque la luz que se colaba entre los árboles ya era oblicua.
Volvió al sótano para ver las zapatillas, pero seguían mojadas. No sabía qué hacer. Debajo de las escaleras encontró su vieja raqueta de tenis y una lata de bolas. Pensó en jugar un rato contra la pared, pero primero tenía que hacer sitio, así que empezó a mover cajas. Entonces fue cuando la encontró.
La Raleigh estaba apoyada contra la pared de cemento, escondida detrás de unas cajas destinadas al ejército de salvación. Ver allí su bicicleta la desconcertó. Había tenido un accidente de alguna clase y la había perdido. Vic recordaba a sus padres hablando de ello cuando creían que no les escuchaba.
A no ser. A no ser que no hubiera oído lo que creía haber oído. Recordó a su padre decir que cuando supiera que la bicicleta había desaparecido se quedaría destrozada. Por alguna razón supuso que se había perdido y que su padre no había conseguido encontrarla. Su madre había dicho algo sobre estar contenta de que la Raleigh hubiera desaparecido porque Vic estaba obsesionada con ella.
Y lo había estado, era verdad. Tenía toda una colección de fantasías relacionadas con cruzar con aquella bicicleta un puente imaginario hasta lugares remotos y tierras inexistentes. Había ido con ella hasta un nido de terroristas y rescatado la pulsera desaparecida de su madre, también había ido a una cripta llena de libros donde había conocido a una duende que la había invitado a tomar el té y la había advertido sobre un vampiro.
Vic pasó un dedo por el manillar y terminó con la yema del dedo negra de polvo. Durante todo aquel tiempo la Raleigh había estado allí, acumulando polvo solo porque sus padres no querían que la tuviera. A Vic le encantaba aquella bicicleta, había vivido mil historias con ella, así que claro, sus padres se la habían quitado.
Echaba de menos sus fantasías sobre el puente, echaba de menos a la niña que había sido entonces. Entonces era mejor persona, y lo sabía.
Siguió mirando la bicicleta mientras se ponía las zapatillas (para entonces estaban calentitas y olían fatal).
La primavera estaba en su punto justo, al sol daba la sensación de ser julio y a la sombra, enero. Vic no quería salir andando por la calle y arriesgarse a que su madre la viera, así que empujó la Raleigh hasta la parte de atrás de la casa y continuó por el sendero que conducía al bosque. A partir de ahí, subirse y empezar a pedalear le resultó lo más natural del mundo.
Rio cuando se sentó en la bicicleta. Era demasiado pequeña para ella, casi hasta extremos cómicos. Se imaginó un payaso encajonado en un coche diminuto. Las rodillas le chocaban con el manillar y el culo le sobresalía del sillín. Pero si se ponía de pie sobre los pedales todavía podía montar.
Fue ladera abajo hasta una sombra donde la temperatura era varios grados más baja que al sol y el invierno le respiraba en la cara. Chocó con una raíz y la bicicleta se despegó del suelo. No lo había esperado, así que dio un gritito de sorpresa y felicidad y por un momento volvió a ser la niña de antes. Todavía se sentía bien, con las ruedas girando a sus pies y el viento jugando con su pelo.
No fue directa al río, sino que siguió un sendero estrecho que atravesaba horizontalmente la ladera de la colina. Cruzó por unos arbustos y se encontró entre un grupo de niños que habían formado un círculo alrededor de una fogata en un cubo de basura. Se pasaban un porro.
—¡Dadme una calada! —gritó al pasar pedaleando a su lado y haciendo como que les robaba el peta.
El chico que lo sostenía, delgaducho y con pinta de zumbado, vestido con una camiseta de Ozzy Osbourne, se sorprendió tanto que se atragantó con el humo. Vic sonrió mientras se alejaba, y entonces el chico del porro se aclaró la garganta y gritó:
—¡A lo mejor si vienes y nos la chupas, so zorra!
Se alejó pedaleando en el aire frío. Una asamblea de cuervos que graznaban en las ramas de un abeto de tronco grueso hizo comentarios sobre ella cuando pasó por debajo.
A lo mejor si vienes y nos la chupas, pensó, y por un momento la chica de diecisiete años en la bicicleta de niña se imaginó dando la vuelta, bajándose y diciendo: Vale, ¿Quién es el primero? Total, su madre ya pensaba que era una puta y Vic odiaba decepcionarla.
Por unos momentos se había sentido bien, atajando a través de la ladera de la colina en su vieja bicicleta, pero el sentimiento de felicidad se había consumido y dejado una estela de furia fría y afilada. Aunque ya no estaba segura de con quién estaba furiosa. Su ira no tenía un blanco específico, era un suave torbellino de emociones que giraba al ritmo de los radios de la bicicleta.
Pensó en ir hasta el centro comercial, pero la idea de devolverle la sonrisa a otras chicas en la zona de restaurantes la irritaba. No estaba de humor para ver a nadie conocido y no quería que le dieran consejos. No sabía adónde ir, solo sabía que tenía ganas de meterse en algún lío. Y estaba segura de que si seguía dando vueltas no tardaría en hacerlo.
En cuanto a su madre, sin duda pensaría que Vic ya se había metido en ese lío y que yacía desnuda y muerta en alguna parte. Se alegraba de haberle metido esa idea en la cabeza. Lamentaba que, para cuando llegara la noche, se terminaría la diversión y su madre sabría que seguía con vida. Casi deseaba que hubiera una forma de que Linda no se enterara nunca de lo que había sido de ella, de desaparecer de su propia vida, de marcharse y no volver jamás. Qué maravilla, dejar a su padre y a su madre preguntándose si estaba viva o muerta.
Disfrutó pensando en los días, en las semanas que pasarían echándola de menos, atormentados por espantosas fantasías sobre lo que podría haberle ocurrido. La imaginarían bajo el aguanieve, tiritando y sufriendo, subiendo agradecida al primer coche que se parara a recogerla. O quizá pensaran que seguía con vida en alguna parte, encerrada en el maletero de un coche antiguo (Vic no era consciente de que, en su imaginación, el coche antiguo tenía una marca y un modelo determinados). Y nunca sabrían por cuánto tiempo la habría retenido el viejo (había decidido que el conductor tenía que ser un viejo, porque su coche también lo era) o qué había hecho con ella y con su cadáver. Eso sería peor para ellos que la muerte, el no saber con qué persona horrible se había cruzado Vic, a qué lugar solitario la había llevado, cuál había sido su fin.
Para entonces había llegado al ancho camino de tierra que llevaba al Merrimack. Las bellotas estallaban bajo las ruedas de la bicicleta. Escuchó el murmullo del río más adelante, discurriendo sobre el lecho de rocas. Era uno de los sonidos más bonitos del mundo y levantó la cabeza para disfrutar del panorama, pero el Puente del Atajo le tapaba la vista.
Vic apretó el freno y dejó que la Raleigh se detuviera suavemente.
El puente estaba aún más desmoronado de lo que lo recordaba, todo él inclinado hacia la derecha de manera que parecía que un golpe de viento podría tirarlo al Merrimack. La entrada torcida estaba enmarcada por ramas de hiedra. Olía a murciélagos. Al otro extremo Vic atisbó una mancha de luz.
Tembló de frío… y también de algo parecido al placer. Supo, con bastante certeza, que en su cabeza algo iba mal. Ninguna de las veces que había tomado éxtasis había tenido alucinaciones. Supuso que para todo había una primera vez.
El puente estaba esperando a que lo cruzara. Cuando lo hiciera sabía que se precipitaría en la nada. La recordarían como la chica colocada que se tiró en bicicleta por un barranco y se partió el cuello. La idea no la asustó. Era lo segundo mejor que podía pasarle, después de ser secuestrada por algún viejo asqueroso (el Espectro) y desaparecer para siempre.
Al mismo tiempo, aunque sabía que el puente no estaba allí, parte de ella quería averiguar lo que había al otro lado, donde la estructura de madera se apoyaba en el suelo de tierra.
En la pared de dentro, a la izquierda, había escritas dos palabras con pintura de espray verde.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Órale, así que trataron de advertirle sobre Charlie, pero no le fue muy bien, tal vez si sus padres no le hubieran escondido su bicicleta no se hubiera convertido en la Vic que es ahora, me que de de a 6, con el cambiazo que dio, y conocimos un poco del como desaparecieron algunos de los niños
yiniva- Mensajes : 4916
Fecha de inscripción : 26/04/2017
Edad : 33
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Sobre advertencia no ha engaño y todo lo que les paso a los niños pobres, no hay duda lo que hacen los papas por uno aveces trae algo bueno y otros tantas noo...
Esta lectura me esta matando, muchos capis en un dia , que aguante...
Esta lectura me esta matando, muchos capis en un dia , que aguante...
citlalic_mm- Mensajes : 978
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Si es un poco pesado, pero asi no nos quedamos con ganas. porque a veces un sol capitulo es muy poco, bueno yo digo
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
LA CASA TRINEO
1996
Haverhill
VIC SE AGACHÓ, COGIÓ UN TROZO DE ESQUISTO Y LO LANZÓ en horizontal hacia el puente. La piedra chocó contra la madera, cayó al suelo y rebotó. Se escuchó una agitación que provenía del techo del puente. Los murciélagos.
Parecía una alucinación bastante sólida. Aunque era posible que también hubiera imaginado el trozo de esquisto. Si el puente era imaginario, tal vez le diera tiempo a retroceder justo antes de caerse.
O podía cruzarlo en bicicleta. Cerrar los ojos y dejar que la Raleigh la llevara hasta lo que fuera que la estaba esperando.
Tenía diecisiete años, no sentía miedo y le gustaba el ruido del viento agitando la hiedra alrededor de la entrada del puente. Apoyó los pies en los pedales y se puso en marcha. Escuchó los neumáticos traquetear contra la madera y los tablones sacudirse a su paso. La sensación no era de estar cayendo, precipitándose desde una altura de diez pisos al frío ártico del Merrimack. En cambio percibió un estruendo de ruido blanco. También una punzada de dolor en el ojo izquierdo.
Navegó por una oscuridad que le resultaba conocida, con el parpadeo intermitente de electricidad estática colándose entre las grietas de los tablones. Ya había recorrido un tercio del puente cuando vio una casa blanca y lóbrega con un garaje adosado. La Casa Trineo, fuera lo que fuera eso. El nombre no le decía nada y no hacía falta. Intuía, de una manera abstracta, qué era hacia lo que pedaleaba, aunque no supiera exactamente dónde estaba.
Había querido meterse en algún lío y el Puente del Atajo nunca la había decepcionado.
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
Fecha de inscripción : 24/02/2017
Edad : 52
Re: Lectura #1 Octubre 2017
Al otro lado del puente
LOS INSECTOS CHIRRIABAN DETRÁS DE LA ALTA MALEZA En New Hampshire la primavera había sido una pesadez fría y embarrada pero aquí —donde quiera que estuviera— el aire era cálido y soplaba la brisa. Por el rabillo del ojo Vic vio ráfagas de luz, destellos de claridad entre los árboles, pero en aquel primer momento no les prestó atención.
Salió del puente y entró en un camino de tierra apretada. Frenó, se detuvo y apoyó un pie en el suelo. Se volvió para mirar el puente.
El Atajo se había asentado entre los árboles a un lado de la casa. El otro extremo se internaba muy lejos, en pleno bosque. Cuando aguzó la vista distinguió Haverhill, verde y umbroso en la última luz de la tarde.
La casa, encalada, al estilo Cape Cod, se alzaba solitaria al final de un camino de tierra. En el jardín la hierba llegaba a la altura de la cintura y el zumaque había invadido la propiedad con arbustos tan altos como Vic.
Las persianas estaban echadas y las mosquiteras de las puertas, oxidadas y combadas. Tampoco había un coche a la entrada ni razón alguna para pensar que alguien viviera allí, pero a Vic el sitio enseguida le dio miedo y no creyó que estuviera vacío. Era un lugar espantoso y lo primero que pensó fue que cuando la policía lo registrara encontrarían cuerpos enterrados en el jardín trasero.
Al entrar en el puente había sentido que se elevaba con la facilidad de un halcón transportado por una corriente de aire. Sentía que planeaba y que nada podía hacerle daño. E incluso ahora, allí quieta, se sentía en movimiento, navegando hacia delante, pero la impresión no era agradable. Ahora era como si tiraran de ella hacia algo que no quería ver, de lo que no quería saber nada.
Desde algún lugar llegó el sonido apagado de un televisor o una radio.
Miró de nuevo el puente. Estaba a menos de un metro. Exhaló profundamente, se dijo que no había peligro. Si la veían podía coger la bicicleta, volver a meterse en el puente y desaparecer antes de que a nadie le diera tiempo siquiera a gritar.
Se bajó de la bicicleta y echó a andar. Con el suave crujido de cada pisada se convencía más de que lo que la rodeaba era real y no una alucinación producida por el éxtasis. El ruido de la radio fue poco a poco subiendo de volumen a medida que se acercaba a la casa.
Al mirar hacia los árboles vio de nuevo las luces centelleantes, esquirlas de claridad que colgaban de los pinos. Tardó un momento en asimilar lo que veían sus ojos y cuando lo hizo se detuvo y miró. De los abetos alrededor de la casa colgaban adornos de Navidad, cientos de ellos, pendiendo de docenas de árboles. Grandes bolas doradas y plateadas, espolvoreadas con purpurina, se mecían entre las ondeantes ramas. Ángeles de hojalata soplaban mudas trompetas. Papá noeles rechonchos se llevaban un dedo gordezuelo a los labios advirtiendo a Vic de que no hiciera ruido.
Mientras observaba todo aquello el ruido de la radio se transformó en la inconfundible voz de barítono de Burl Ives, animando al mundo entero a disfrutar de una Navidad dulce y feliz, aunque fuera la tercera semana de marzo. La voz llegaba del garaje contiguo a la casa, un edificio destartalado con una única puerta enrollable y cuatro ventanas cuadradas lechosas por la suciedad.
Vic dio un paso muy pequeño y después otro, caminando hacia el garaje de la misma manera de la que uno caminaría sobre una cornisa a gran altura. Al tercer paso se volvió para asegurarse de que el puente seguía allí y de que podría volver a meterse corriendo en él si era necesario. Así era.
Otro paso más y luego un quinto. Para entonces estaba lo bastante cerca para mirar por una de las ventanas mugrientas. Apoyó la Raleigh contra la pared a uno de los lados de la puerta del garaje.
Pegó la cara al cristal. Dentro había un coche viejo y negro con una ventanilla trasera muy pequeña. Era un Rolls-Royce, de esos de los que siempre aparecía bajándose Winston Churchill en las fotografías y en las películas viejas. Podía ver la matrícula: NOS4A2.
Ya está. Con eso ya lo tienes. Es suficiente para que la policía lo localice, pensó Vic. Ahora tienes que irte. Salir corriendo.
Pero cuando se disponía a alejarse del garaje le pareció ver algo por la ventanilla trasera del coche. Alguien sentado en el asiento de atrás se movió levemente, retorciéndose para encontrar una postura más cómoda. A través del cristal empañado Vic reconoció la silueta difusa de una cabeza de pequeño tamaño.
Un niño. Había un niño dentro del coche. Pensó que era un niño por el corte de pelo.
Para entonces el corazón le latía con tal fuerza que le temblaban los hombros. Aquel hombre tenía a un niño en el coche y si Vic volvía al puente igual la policía cogería al dueño de aquel viejo coche, pero no encontrarían al niño, porque para entonces ya estaría bajo medio metro de tierra en alguna parte.
No entendía por qué el niño no gritaba o salía del coche y echaba a correr. Igual estaba drogado, o atado, era imposible saberlo. Cualquiera que fuera la razón, el caso era que no iba a salir a no ser que Vic fuera y lo sacara.
Se separó de la ventana y se giró de nuevo. El puente esperaba entre los árboles. De repente parecía estar muy lejos. ¿Cómo se había alejado tanto?
Dejó la Raleigh y fue hasta el lateral del garaje. Había esperado que la puerta estuviera cerrada, pero cuando giró el pomo, se abrió. Del interior salieron voces temblorosas, agudas, como las que se tienen después de inhalar helio. Alvin y las ardillas cantaban su villancico infernal.
Solo de pensar en entrar allí se le encogía el corazón. Puso un pie en el umbral, con cuidado, como si pisara el hielo de un estanque que todavía no estaba helado del todo. El viejo coche, obsidiano y lustroso, ocupaba casi todo el garaje. El poco espacio que quedaba estaba lleno de cachivaches: latas de pintura, rastrillos, escaleras de mano, cajas.
El compartimento trasero del Rolls era espacioso y el asiento estaba tapizado en piel de cabritillo color carne. Sobre él dormía un niño. Llevaba una chaqueta de piel y botones hechos de hueso. Tenía el pelo oscuro y una cara redonda y carnosa, con un toque de rubor saludable en las mejillas. Parecía estar teniendo dulces sueños, con golosinas quizá. Ni estaba atado ni parecía desgraciado y Vic tuvo un pensamiento sin sentido. Está bien. Deberías irte. Seguramente está aquí con su padre. Se ha quedado dormido y su padre le ha dejado descansar y tú deberías marcharte.
Aquel pensamiento le hizo dar un respingo, el mismo que habría dado de haber visto un tábano. Algo fallaba en aquel pensamiento. No pintaba nada dentro de su cabeza y no sabía cómo había llegado hasta ella.
El Puente del Atajo la había llevado allí en busca del Espectro, un hombre malo que hacía daño a la gente. Vic buscaba meterse en algún lío y el puente nunca se equivocaba de dirección. En los últimos minutos, cosas que había borrado de su memoria habían empezado a volver. Maggie Leigh había sido real, no una ensoñación. Vic había ido en bicicleta a buscar la pulsera de su madre a Terry’s Primo Subs; no eran cosas imaginadas, sino cosas que había conseguido hacer.
Dio un golpe en el cristal. El niño no se movió. Era más pequeño que ella, debía de tener alrededor de doce años. Tenía una ligera pelusa oscura sobre el labio superior.
—Eh —le llamó en voz baja—. Eh, chico.
El niño cambió de postura, pero solo para darse la vuelta y situarse de costado, dándole la espalda.
Vic intentó abrir la portezuela. Estaba cerrada por dentro.
El volante estaba en el lado derecho del coche, el mismo en que estaba Vic. La ventanilla del conductor estaba bajada casi por completo. Vic fue hacia ella. No había demasiado espacio entre el coche y los trastos apilados contra la pared.
Las llaves estaban puestas y el coche estaba gastando batería. El frontal de la radio estaba iluminado con un verde radioactivo. Vic no sabía quién cantaba ahora, algún carcamal de esos de Las Vegas, pero era otro villancico. El espejo retrovisor había dejado atrás la Navidad hacía ya tres meses y escuchar música navideña cuando era casi verano tenía algo de siniestro. Como ver un payaso bajo la lluvia con el maquillaje hecho churretes.
—Oye, chico —susurró—. Chico, despierta.
El muchacho se movió un poco, después se sentó y se volvió a mirarla. Vic le vio la cara y tuvo que morderse el labio para no gritar.
No se parecía en nada a la cara que había visto por la ventanilla trasera. El niño del coche parecía estar cerca de la muerte… o más allá de la muerte. El semblante, de tan pálido, tenía un tono lunar, excepto en la zona de alrededor de los ojos, que estaba amoratada. Unas venas negras y de aspecto tóxico se transparentaban bajo la piel, como si por ellas circulara tinta en vez de sangre, y se bifurcaban en feas ramificaciones en las comisuras de la boca, de los ojos y en las sienes. El pelo era del color de la escarcha en un alféizar.
El niño parpadeó. Tenía ojos brillantes y curiosos, la única parte de su anatomía que parecía llena de vida.
A continuación exhaló. Humo blanco. Como si estuviera dentro de un congelador.
—¿Quién eres? —preguntó. Cada palabra iba acompañada de una nubecilla de vapor blanco—. No deberías estar aquí.
—¿Cómo es que estás tan frío?
—No lo estoy —dijo el niño—. Deberías irte. Esto es peligroso.
Su aliento era vapor.
—Dios mío, chico —dijo Vic—. Hay que sacarte de aquí. Vamos. Vente conmigo.
—No puedo abrir mi puerta.
—Pues pásate al asiento de delante —dijo Vic.
—No puedo —repitió el niño. Hablaba como si estuviera sedado y Vic decidió que tenía que estar drogado. ¿Podía una droga bajar tanto la temperatura corporal que te hiciera exhalar vapor al respirar? No lo creía—. No puedo salir del asiento de atrás. En serio, no deberías estar aquí. Está a punto de volver.
De la nariz salía humo blanco y gélido.
Vic le oyó con claridad pero no entendió demasiado lo que dijo, excepto la última parte. Lo de Está a punto de volver era lógico. Pues claro que estaba a punto de volver, quienquiera que fuera (el Espectro). No habría dejado el coche en marcha si no pensara regresar pronto, y para cuando eso ocurriera ella ya no debía estar allí y el niño tampoco.
Lo que más deseaba era largarse, correr hacia la puerta, decirle al niño que volvería con la policía. Pero no podía. Si se iba corriendo no solo le estaría dando la espalda a un niño enfermo y secuestrado. También le estaría dando la espalda a lo mejor de sí misma.
Metió el brazo por la ventanilla, quitó el pestillo de la puerta delantera y la abrió.
—Venga —dijo—. Dame la mano.
Alargó la mano por encima del respaldo del asiento del conductor hasta la parte trasera.
El chico le miró la palma por un momento con expresión pensativa, como si fuera a leerle el futuro, o como si le hubiera ofrecido una chocolatina y estuviera decidiendo si la quería o no. No era así como debía reaccionar un niño secuestrado y Vic lo sabía, pero aún así no retiró la mano a tiempo.
El niño le agarró la muñeca y su tacto hizo gritar a Vic. La mano del chico le quemaba la piel, era como tocar una sartén caliente. Tardó un instante en darse cuenta de que la sensación no era de calor, sino de frío.
El claxon sonó con gran estrépito. En el estrecho espacio del garaje, el ruido era casi insoportable. Vic no sabía por qué había sonado. No había tocado el volante.
—Suéltame. Me estás haciendo daño —dijo.
—Ya lo sé —dijo el chico.
Cuando sonrió Vic vio que tenía la boca llena de pequeños ganchos, hileras de ellos, y cada uno pequeño y delicado como una aguja de coser. Las hileras parecían llegarle hasta la garganta. La bocina sonó otra vez.
El chico levantó la voz y gritó:
—¡Señor Manx, señor Manx! ¡He capturado a una chica! Señor Manx, venga a verlo!
Vic apoyó un pie contra el asiento del conductor y se echó hacia atrás, empujando fuerte con la pierna y tirando del niño hacia delante. Pensó que no iba a soltarla, pues era como si tuviera la mano soldada a su muñeca, la piel congelada contra la suya. Pero cuando tiró por entre los asientos hacia la parte delantera del coche, el niño la soltó. Vic cayó de espaldas contra el volante y la bocina saltó de nuevo. Esta vez sí había sido ella.
El niño daba saltos de entusiasmo en el asiento trasero.
—¡Señor Manx, señor Manx! ¡Venga a ver qué chica tan guapa!
Le salía vapor de la boca y de la nariz.
Vic se cayó del coche por la puerta abierta del conductor. Una vez en el suelo de cemento, se golpeó el hombro con una colección de rastrillos y palas quitanieves, que se le desplomaron encima con gran alboroto.
El claxon sonó una y otra vez, en una serie de estruendos ensordecedores.
Vic se quitó de encima las herramientas de jardín. Cuando logró ponerse de rodillas, se miró la muñeca. Tenía un aspecto horrible, con una quemadura negra con la forma de la mano del niño.
Cerró con fuerza la portezuela del conductor y echó un último vistazo al chico. Tenía expresión impaciente, brillante de excitación. Sacó una lengua negra y se la pasó por los labios.
—¡Señor Manx, se escapa! —gritó y su aliento se congeló al entrar en contacto con el cristal de la ventana—. ¡Venga a ver, venga!
Vic se levantó y dio un paso torpe y tambaleante hacia la puerta lateral que daba al jardín.
El motor de la puerta eléctrica del garaje se despertó con un rugido y la cadena tiró de esta con un clamor chirriante. Vic comenzó a retroceder, tan rápido como pudo. La enorme puerta se levantó más y más hasta dejar ver unas botas negras y unos pantalones gris plata. Vic pensó: ¡El Wraith, es el Wraith!
Rodeó deprisa el coche por la parte delantera. Dos escalones conducían a lo que sabía sería el interior de la casa.
El pomo se giró. La puerta se abrió a la oscuridad.
Vic cruzó el umbral, cerró la puerta a su espalda y empezó a cruzar
Veritoj.vacio- Mensajes : 2400
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Un zaguán
QUE TENÍA EL SUELO DE LINÓLEO LEVANTADO POR UNA ESQUINA.
Nunca había sentido menos fuerza en las piernas, y le pitaban los oídos por un grito que había retenido en la cabeza, porque sabía que si gritaba de verdad el Espectro la encontraría y la mataría. Sobre esto no tenía ninguna duda. La mataría, la enterraría en el jardín trasero y nadie sabría qué había sido de ella.
Cruzó una segunda puerta interior que daba a
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
Un pasillo
QUE RECORRÍA LA CASA CASI EN SU TOTALIDAD Y ESTABA ALFOMBRADO de pared a pared con una moqueta verde.
Olía a pavo con guarnición.
Corrió sin molestarse en abrir las puertas a ambos lados, sabedora de que darían a cuartos de baño o a dormitorios. Se sujetaba la muñeca derecha respirando hondo para controlar el dolor.
Recorridos diez pasos el pasillo terminaba en un pequeño recibidor. La puerta al jardín delantero estaba a la izquierda, justo debajo de una estrecha escalera que conducía al segundo piso. De las paredes colgaban estampas de caza. Hombres sonrientes y de piel curtida sujetaban varios gansos muertos y se los enseñaban a unos golden retrievers de aspecto noble. Unas puertas batientes a la derecha de Vic daban a la cocina. El olor a pavo era más fuerte allí. También hacía más calor. Un calor febril.
Vio su oportunidad, la vio claramente. El hombre llamado el Espectro estaba entrando por el garaje. La seguiría por la puerta lateral hasta la casa. Si echaba a correr y cruzaba a toda prisa el jardín delantero llegaría andando al Puente del Atajo.
Atravesó el recibidor tan deprisa que se golpeó en la cadera con una mesa auxiliar. Una lámpara con pantalla decorada con borlas de cuentas se tambaleó y estuvo a punto de caer.
Vic agarró el pomo de la puerta, lo giró y se disponía a tirar de él cuando miró por la ventana lateral.
Estaba en el jardín y era uno de los hombres más altos que Vic había visto nunca, dos metros por lo menos. Era calvo y había algo obsceno en su pálido cráneo plagado de venas azules. Llevaba un abrigo de otra época, una prenda con faldones y doble hilera de botones dorados en la pechera. Parecía un soldado, un coronel al servicio de alguna nación extranjera donde un ejército no se llamaba ejército, sino legión.
Estaba ligeramente vuelto de espaldas a la casa y hacia el puente, de manera que Vic lo vio de perfil. Se encontraba delante del Atajo y tenía una mano apoyada en la bicicleta.
Vic no pudo moverse. Era como si le hubieran inyectado una sustancia paralizante. Ni siquiera conseguía ordenar a sus pulmones que tomaran aire.
El Espectro ladeó la cabeza con el lenguaje corporal de un perro inquisidor. A pesar de su gran cráneo, tenía facciones de comadreja, apelotonadas en el centro de la cara. La barbilla hundida y retraída le daba un aspecto débil, casi retrasado. Parecía uno de esos palurdos que no saben pronunciar la palabra «homosexual».
Estudiaba el puente de Vic, que se adentraba en los árboles con toda su longitud. Después miró hacia la casa y Vic separó la cara de la ventana y pegó la espalda a la puerta.
—¡Buenas tardes, quienquiera que seas! —gritó el hombre—. ¡Sal a saludar! ¡No muerdo!
Vic se acordó de respirar. Le supuso un esfuerzo, como si llevara correas de sujeción alrededor del pecho.
El Espectro gritó:
—¡Has dejado la bicicleta tirada en mi jardín! ¿No la quieres? —después de un momento añadió—: ¡También te has dejado el puente cubierto en mi jardín! ¡Eso también te lo puedes llevar!
Rio. Su risa era como el relincho de un potro, ¡hiii-hiii! y a Vic se le pasó por la cabeza que tal vez fuera retrasado mental.
Cerró los ojos y se mantuvo muy quieta pegada a la puerta. Entonces se dio cuenta de que el hombre no había dicho nada más y de que podía estar acercándose a la entrada de la casa. Echó el cerrojo y puso la cadena. Colocarla en su sitio le llevó tres intentos. Tenía las manos resbaladizas por el sudor y se le soltaba todo el tiempo.
Pero en cuanto hubo cerrado la puerta el hombre habló de nuevo y por su voz Vic supo que seguía en medio del jardín lleno de malas hierbas.
—Creo que conozco este puente. La mayoría de la gente se disgustaría al encontrarse un puente cubierto en el jardín delantero de su casa, pero no el señor Charles Talent Manx Tercero. El señor Charlie Manx es un hombre que sabe un par de cosas de puentes y carreteras que aparecen donde no deben. Yo mismo he conducido por alguna autopista que no tenía que estar donde estaba. Llevo conduciendo mucho tiempo. Te sorprendería saber cuánto, me apuesto cualquier cosa. Solo conozco una carretera y únicamente puedo circular por ella en mi Espectro. No sale en ningún mapa, pero está ahí siempre que la necesito. Está ahí siempre que tengo un pasajero dispuesto a ir a Christmasland. Tu puente ¿adónde va? ¡Deberías salir! Estoy seguro de que tenemos muchas cosas en común. Me apuesto cualquier cosa a que enseguida nos haremos amigos.
Entonces Vic se decidió. Cada momento que seguía allí escuchando era un momento menos que tenía para ponerse a salvo. Se puso en marcha, se separó de la puerta, corrió por el vestíbulo, cruzó las puertas con forma de alas de murciélago y entró en
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Re: Lectura #1 Octubre 2017
La cocina
ERA UNA HABITACIÓN PEQUEÑA Y MUGRIENTA CON UNA MESA de formica amarilla y un teléfono negro y feo en la pared, debajo de un dibujo infantil desvaído por el sol.
Del techo colgaban serpentinas de lunares amarillos cubiertas de polvo, perfectamente inmóviles en el aire quieto, como si alguien hubiera dado una fiesta allí años atrás y no hubiera terminado de recoger. A la derecha de Vic había una puerta metálica abierta, que dejaba entrever una lavadora y secadora, unos cuantos estantes con alimentos no perecederos y un armario de acero inoxidable empotrado. Junto a la puerta de la despensa había un frigorífico de gran tamaño de esos con forma abombada que recuerdan a las bañeras antiguas.
Hacía calor en la habitación y olía a cerrado y a rancio. En el horno se calentaba una bandeja de comida precocinada. Vic imaginaba las lonchas de pavo en un compartimento, puré de patata en el otro y el postre tapado con papel de aluminio. En la encimera había dos botellas de refresco de naranja. Una puerta daba al jardín trasero. En tres pasos Vic llegó hasta ella.
El niño muerto vigilaba la parte de atrás. Para entonces Vic ya sabía que estaba muerto, o algo peor. Que era uno de los niños de aquel hombre, Charlie Manx.
Estaba completamente inmóvil, enfundado en su abrigo de piel sin curtir, vaqueros y con los pies descalzos. La capucha estaba echada hacia atrás y dejaba ver sus cabellos pálidos y las negras ramificaciones venosas de las sienes. La boca abierta revelaba las hileras de dientes de aguja. El niño vio a Vic y sonrió, pero no se movió cuando esta gritó y descorrió el cerrojo. Había dejado un rastro de pisadas blancas allí donde la hierba se había congelado al contacto con sus pies. La cara tenía la tersura vidriosa del esmalte. Los ojos estaban empañados de escarcha.
—Venga —dijo exhalando vapor en su aliento—. Ven aquí y deja de hacer el tonto. Así nos vamos todos a Christmasland.
Vic se alejó de la puerta y se golpeó la cadera con el horno. Se volvió y empezó a abrir cajones buscando un cuchillo. El primero que abrió estaba lleno de trapos de cocina. En el segundo había batidores, espátulas, moscas muertas. Volvió al primer cajón, cogió un puñado de trapos, abrió el horno y los puso encima de la bandeja con la comida. Dejó la puerta del horno sin cerrar del todo.
Encima de la cocina había una sartén. La cogió por el mango. Era un alivio tener algo en la mano con lo que defenderse.
—¡Señor Manx, señor Manx, la he visto! ¡Es una tonta! —gritó el niño. Después aulló—: ¡Qué divertido!
Vic se dio la vuelta y cruzó de nuevo por las puertas batientes hacia la parte delantera de la casa. Miró de nuevo por la ventana que había junto a la puerta.
Manx había acercado su bicicleta al puente y estaba a la entrada de este examinando la oscuridad con la cabeza ladeada, escuchando tal vez. Por fin pareció decidir algo. Se agachó y dio un fuerte empujón a la bicicleta en dirección al puente.
La Raleigh cruzó el umbral de este y desapareció en la oscuridad.
Una aguja invisible se deslizó por el ojo izquierdo de Vic y se clavó en su cerebro. Gimió —no pudo evitarlo— y se dobló hacia delante. La aguja se retiró y entró de nuevo. Quería que la cabeza le explotara, quería morirse.
Escuchó un chasquido, los oídos se le destaparon y la casa tembló. Fue como si la hubiera sobrevolado un reactor, rompiendo la barrera del sonido.
El vestíbulo de la entrada empezó a oler a humo.
Vic levantó la cabeza y escudriñó por la ventana.
El Atajo había desaparecido.
Lo había sabido al oír aquel chasquido fuerte y penetrante. El puente había implosionado, como un sol moribundo transformándose en nova.
Charlie Manx caminó hacia la casa con los faldones de su abrigo aleteando a su espalda. De su cara fea y contraída había desaparecido todo rastro de humor. En lugar de ello parecía un hombre de escasa inteligencia decidido a cometer alguna crueldad.
Vic miró hacia las escaleras, pero supo que si subía por ellas no bajaría nunca. Así que le quedaba la cocina.
Cuando cruzó las puertas batientes vio al niño en la puerta de atrás, con la cara pegada contra el cristal. Sonreía mostrando su cara llena de delicados ganchos, las delgadas hileras de huesos curvos. Su aliento formaba plumas de escarcha plateada sobre el cristal.
Sonó el teléfono. Vic gritó como si alguien la hubiera agarrado por sorpresa y miró a su alrededor. Su cara chocó con las serpentinas de lunares amarillos que colgaban del techo.
Solo que no eran serpentinas, sino tiras de papel matamoscas, con docenas de carcasas de mosca marchitas pegadas. Vic tenía la garganta llena de bilis, un sabor agridulce, como un granizado de Terry’s pasado de fecha.
El teléfono sonó otra vez. Vic apoyó la mano en el auricular pero, antes de que pudiera descolgarlo sus ojos se detuvieron en el dibujo infantil que había pegado encima del teléfono. El papel estaba seco, marrón y tieso por el paso del tiempo y el celo se había vuelto amarillo. Era el dibujo a pastel de un bosque de árboles de Navidad y del hombre llamado Charlie Manx con un gorro de Papá Noel y con dos niñas pequeñas sonrientes con la boca llena de colmillos. Las niñas del dibujo se parecían a aquella cosa del jardín que alguna vez había sido un niño.
Vic se llevó el auricular a la oreja.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Ayuda, por favor!
—¿Desde dónde llama, señora? —dijo una voz infantil.
—No lo sé. ¡No lo sé! ¡Me he perdido!
—Ya tenemos allí un coche. Está en el garaje. Suba al asiento trasero y nuestro conductor la llevará a Christmasland —quien estuviera al otro lado de la línea soltó una carcajada—. Nos ocuparemos de usted cuando esté aquí. Usaremos sus ojos para decorar nuestro árbol de Navidad gigante.
Vic colgó.
Escuchó un crujido a su espalda, se viró y vio que el niño había embestido la ventana con la frente. Una araña de vidrio roto cubrió la ventana. El niño parecía ileso.
De vuelta en el vestíbulo escuchó a Manx intentar forzar la puerta, que chocó contra la cadena.
El niño separó la cabeza y después embistió de nuevo y su frente golpeó la ventana con otro gran crujido. Cayeron esquirlas de cristal. El niño rio.
Del horno entreabierto empezaron a salir las primeras llamaradas amarillas que hacían un ruido como el de una paloma batiendo las alas. El papel de la pared a la derecha del horno se ennegrecía y combaba. Vic ya no recordaba por qué había querido provocar un incendio. Algo relacionado con aprovechar la confusión del humo para escapar.
El niño metió el brazo por la ventana rota y con la mano buscó a tientas el cerrojo. Los trozos de cristal le arañaron la muñeca, arrancándole trozos de piel y haciendo brotar sangre negra. No pareció importarle.
Vic le golpeó la mano con la sartén. Lo hizo con todas sus fuerzas y el impulso la llevó directamente a la puerta. Retrocedió, se tambaleó y cayó hasta quedar sentada. El niño sacó la mano de la puerta y Vic comprobó que le había aplastado tres dedos, que ahora estaban doblados de forma grotesca.
—¡Qué divertida eres! —gritó el niño y rio.
Vic empezó a retroceder, arrastrando el culo por los azulejos color crema. El niño metió la cara por la ventana rota y le sacó una lengua negra.
Del horno salían llamas rojas y por un momento el pelo del lado derecho de la cabeza de Vic se prendió, los finos cabellos se arrugaron, chamuscaron y encogieron. Lo apagó con la mano y volaron chispas.
Manx embistió la puerta principal y la cadena saltó con un sonido metálico y tintineante; el cerrojo se descorrió con un fuerte chasquido. Vic oyó la puerta chocar contra la pared con un golpe que hizo temblar toda la casa.
El niño metió de nuevo el brazo por la ventana y abrió el pestillo de la puerta trasera.
Alrededor de Vic empezaron a caer tiras de papel matamoscas ardiendo.
Se puso de pie y se giró, pero Manx estaba al otro lado de las puertas batientes a punto de entrar en la cocina. La miraba con ojos muy abiertos y una expresión de ávida fascinación en su fea cara.
—Cuando vi tu bicicleta pensé que serías más joven —dijo—, pero ya eres mayor. Es una verdadera pena. Christmasland no es un buen sitio para chicas mayores.
La puerta detrás de Vic se abrió… y cuando lo hizo fue como si todo el aire desapareciera de la habitación, como si el mundo exterior lo succionara. Un ciclón de llamas rojas salió del horno y con él, mil chispas ardiendo. También grandes bocanadas de humo negro.
Cuando Manx empujó las puertas batientes para ir hacia Vic, esta le evitó, esquivándole y agachándose detrás del enorme frigorífico y refugiándose en el único lugar que le quedaba:
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