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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:36

 Lago Winnipesaukee
 
CUANDO WAYNE SE MARCHABA AL CAMPAMENTO DE DÍA VIC se ponía trabajar en el libro… y en la Triumph.
Su editor le había sugerido que quizá había llegado el momento de hacer un libro de Buscador con el tema de las vacaciones, pensaba que una aventura navideña sería un éxito. La idea, al principio, fue como un sorbo de leche agria: Vic la rechazó en un acto reflejo, asqueada. Pero después de unas semanas de darle vueltas en la cabeza se dio cuenta de lo comercial que podría ser aquello. También imaginaba lo monísimo que estaría Buscador con una gorra y una bufanda de rayas rojas y blancas, como un bastón de caramelo. Ni se le pasó por la cabeza que un robot inspirado en el motor de una moto Vulcan no necesitaría bufanda. Era dibujante de tebeos, no ingeniera, así que a tomar por saco el realismo.
Hizo espacio en una esquina del fondo de la cochera para el caballete y se puso a trabajar. El primer día estuvo tres horas y usó el lápiz azul de abocetar para dibujar un lago con la superficie helada resquebrajándose. Buscador y su amiguita Bonnie se aferraban el uno al otro en un trozo de hielo flotante. La Malvada Cinta de Moebius estaba bajo el agua, en un submarino diseñado de manera que pareciera un kraken que les amenazaba con sus tentáculos. Por lo menos Vic pensaba que eran tentáculos. Trabajaba, como siempre, con la música alta y desconectada de todo. Mientras dibujaba el rostro se le ponía liso y terso como el de un niño, e igual de despreocupado.
Continuó hasta que empezó a dolerle la mano, entonces paró y salió, estirando la espalda y levantando los brazos por detrás de la cabeza mientras escuchaba crujir su columna. Fue hasta la casa a servirse un vaso de té helado —no se molestó en hacerse nada de comer, casi nunca comía cuando estaba trabajando en un libro— y volvió a la cochera para pensar en lo que dibujaría en la página dos. Decidió que mientras lo pensaba no pasaría nada si trabajaba un rato en la moto. Su intención era dedicarle cerca de una hora y después volver a Buscador. En lugar de ello trabajó durante tres horas y llegó diez minutos tarde a recoger a Wayne.
Después de aquello empezó a dedicarse al libro por las mañanas y a la moto por las tardes. Se acostumbró a ponerse una alarma para llegar siempre puntual a recoger a Wayne. Para finales de junio tenía un fajo de páginas abocetadas y la Triumph se había quedado reducida al motor y la armazón de metal.
Mientras trabajaba cantaba, aunque rara vez era consciente de ello. Toda la noche pienso cantar esta canción para molestar, cantaba mientras trabajaba en la moto.
Y cuando estaba con el libro cantaba: A Christmasland nos lleva papá, para en el Trineo Ruso montar. A Christmasland nos lleva papá. ¡Vámonos ya!
Pero eran la misma canción.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:38

Haverhill
 
EL UNO DE JULIO VIC Y WAYNE DEJARON EL LAGO WINNIPESAUKEE en el espejo retrovisor y regresaron a la casa de su madre en Massachusetts. A la casa de Vic. Le costaba acordarse de que era así.
Lou iba a volar a Boston para pasar el cuatro de julio con Wayne y ver unos cuantos fuegos artificiales en la gran ciudad, algo que no había hecho nunca antes. Por su parte, Vic pensaba dedicar el fin de semana a ordenar las cosas de su madre muerta y a intentar no pensar. Su intención era vender la casa en otoño y volver a Colorado. Era algo de lo que tenía que hablar con Lou. Podía trabajar en Buscador en cualquier parte.
En la 495 había mucho tráfico. Estaban atrapados en la carretera bajo un sol migrañoso de nubes bajas y humeantes. A Vic le parecía que nadie debería estar obligado a soportar un sol así estando sobrio.
—¿Te preocupan los fantasmas? —preguntó Wayne mientras pasaban el rato, esperando a que los coches delante de ellos se movieran.
—¿Por qué? ¿Te da miedo pasar la noche en casa de la abuela? Si su espíritu sigue allí no te haría ningún daño. Tu abuela te quería.
—No —dijo Wayne con tono de indiferencia—. Es que sé que antes los fantasmas te hablaban. Por eso lo digo.
—Ya no —dijo Vic, y el tráfico por fin se despejó y pudo coger el carril para salir de la autovía—. Nunca más, hijo. Tu madre no estaba bien de la cabeza, por eso tuve que ir al hospital.
—¿No eran de verdad?
—Pues claro que no. Los muertos están muertos. El pasado, pasado está.
Wayne asintió.
—¿Quién es esa? —preguntó mirando hacia el jardín delantero de la casa, mientras enfilaban el sendero de entrada.
Vic había estado distraída pensando en fantasmas y no había visto a la mujer sentada a las escaleras de la casa. Cuando Vic aparcó el coche la visitante se levantó.
Llevaba pantalones vaqueros lavados a la piedra, deshilachados en las rodillas y muslos, pero en absoluto a la moda. En una mano sostenía un cigarrillo del que salía una fina columna de humo. En la otra, una carpeta. Tenía el aspecto fibroso e inquieto de una yonqui. Vic no la situaba, pero estaba segura de conocerla. No tenía ni idea de quién era, pero de alguna manera tenía la sensación de que llevaba años esperándola.
—¿La conoces? —preguntó Wayne.
Vic negó con la cabeza. Por unos momentos se había quedado sin voz. Llevaba el último medio año aferrada a la cordura y a la sobriedad, como una anciana a la bolsa de la compra. Al mirar al jardín tuvo la sensación de la que parte de abajo de la bolsa empezaba a romperse y a ceder.
La chica yonqui de las All Star abotinadas con los cordones desatados levantó una mano con un gesto nervioso y que a Vic le resultó terriblemente familiar.
Vic abrió la puerta del coche, salió y se colocó delante del mismo, entre Wayne y la mujer.
—¿Quería algo? —graznó. Necesitaba un vaso de agua.
—Eso esp-p-pero —hablaba como si estuviera a punto de estornudar. Su rostro se ensombreció y habló de nuevo con gran esfuerzo—: Anda suelto.
—¿De qué habla?
—El Espectro —dijo Maggie Leigh—. Está de nuevo en la carretera. Creo que deberías usar el p-p-uente e intentar encontrarle, Vic.
 
***
 
 
ESTA ESCUCHÓ A WAYNE SALIR DEL COCHE A SU ESPALDA Y CERRAR la puerta de un golpe. Después abrió la de atrás y Hooper saltó del asiento. Vic quería decirle a Wayne que volviera al coche, pero no podía hacerlo sin delatar lo asustada que estaba.
La mujer le sonrió. En su cara había una inocencia y una amabilidad franca que Vic asociaba a los locos. Había visto esa misma expresión en el hospital psiquiátrico.
—Lo s-s-siento —dijo la visitante—. No quería em-m —ahora era como si tuviera arcadas— -mpezar. Soy M-m-m, Dios, M-m-m-MAGGIE. Soy tartamuda. As-s-sí que discúlpame. Una vez tomamos el té juntas. Te hicist-t-te una herida en la rodilla. No eras mucho mayor que t-t-t —dejó de hablar, inspiró profundo y lo intentó otra vez— tu hijo. Pero estoy segura de que te acuerdas.
Era horrible oírla intentar hablar, como ver a alguien sin piernas arrastrarse por la acera de la calle. Vic pensó: antes no tartamudeaba tanto, y al mismo tiempo seguía convencida de que la chica yonqui era una desconocida pirada y posiblemente peligrosa. De alguna forma era capaz de conjugar estas dos impresiones sin sentir en absoluto que se contradecían.
La chica yonqui apoyó un instante una mano en la de Vic, pero la tenía tan caliente y húmeda que Vic se apartó enseguida. Miró los brazos de la chica y vio que eran un campo de batalla de cicatrices redondeadas y brillantes hechas por quemaduras de cigarrillo. Tenía muchas y algunas eran rosa pálido y recientes.
Maggie la miró brevemente con una perplejidad que bordeaba en el dolor, pero antes que de Vic pudiera hablar, Hooper llegó corriendo a meter el hocico en la entrepierna de Maggie. Esta rio y apartó al perro.
—Vaya, ya veo que tenéis vuestro yeti particular. Es una chulada —dijo mirando al hijo de Vic—. Y tú debes de s-s-ser Wayne.
—¿Cómo sabes su nombre? —preguntó Vic con voz ronca mientras le venía a la cabeza un disparate: Las fichas de Scrabble no le dan nombres propios.
—Le dedicast-t-te el primer libro —dijo Maggie—. En la biblioteca los teníamos todos. Yo estaba súper alucinada cont-t-tigo.
Vic dijo:
—Wayne, llévate a Hooper adentro.
Wayne silbó, chasqueó los dedos y pasó junto a Maggie con el perro detrás. Cuando hubieron entrado los dos, cerró la puerta con firmeza. Maggie dijo:
—Siempre pensé que escribirías. Es lo que dijiste. M-m-me pregunté si tendría noticias tuyas cuando arrestaron a M-m-Manx, pero luego pensé que querrías olvidarte de él. Estuve a punto de escribirte varias veces, p-p-pero primero me p-p-preocupaba que t-t-tus padres te hicieran preguntas y luego p-p-pensé que igual no querías saber nada de mí.
Intentó sonreír otra vez y Vic vio que le faltaban dientes.
—Señorita Leigh, no la conozco y no puedo ayudarla. Me parece que me está confundiendo con otra persona —dijo.
Lo que más la asustaba era la sensación de que aquello no era cierto. Maggie no era la que parecía estar confundida, toda la cara le brillaba de convicción. Si había alguien confuso allí, esa era Vic. Lo veía todo en su cabeza, la oscuridad fresca de la biblioteca, las fichas amarillentas de Scrabble repartidas sobre la mesa, el pisapapeles de bronce que parecía una pistola.
—Si no me conoces, ¿cómo es que sabes mi apellido? —dijo Maggie, solo que tartamudeando. Le llevó cerca de un minuto terminar la frase.
Vic levantó una mano pidiendo silencio e ignoró la pregunta, dado que era absurda. Pues claro que Maggie le había dicho su apellido. Fue cuando se presentó, estaba segura de ello.
—Veo que sabe bastantes cosas de mí —continuó Vic—. Debe entender que mi hijo no sabe nada de Charles Manx. Nunca le he hablado de él y no quiero que se entere por una… una desconocida.
Estuvo a punto de decir por una loca.
—Claro. No quería alarm-m-maros ni a ti ni a t-t-t…
—Pero lo ha hecho.
—P-p-pero Vic…
—Deje de llamarme así. No nos conocemos.
—¿Prefieres que te llame M-m-Mocosa?
—No quiero que me llame de ninguna manera. Quiero que se vaya.
—P-p-pero tienes que saber lo de M-m-m —en su desesperación por decir la palabra parecía estar mugiendo.
—Manx.
—Gracias, sí. Tenemos que d-d-decidir qué hacem-m-mos con él.
—¿Cómo hacer? ¿Qué quiere decir con que ha vuelto a la carretera? No le dan la condicional hasta 2016 y lo último que he sabido de él es que estaba en coma. Incluso si se despertara y lo soltaran, tendría como unos doscientos años. Pero no le han soltado, porque me lo habrían comunicado.
—No es tan mayor. Más bien cient-t-to qu-qu-qu —parecía una gallina cacareando— ¡quince!
—Por Dios, no sé qué hago aquí escuchando tonterías. Mire, señora, tiene tres minutos para largarse. Si al cabo de tres minutos sigue usted en mi césped, llamo a la policía.
Vic dejó el camino y puso un pie en la hierba con la intención de rodear a Maggie para entrar en casa.
No lo consiguió.
—No te comunicaron que lo habían soltado porque no le han soltado. Creen que murió. El pasado m–m-mayo.
Vic se detuvo en seco.
—¿Cómo que creen que murió?
Maggie le tendió una carpeta marrón.
Dentro de la tapa delantera había escrito un número de teléfono. Vic lo vio y se sorprendió, porque después del prefijo de área, los tres primeros dígitos correspondían a su cumpleaños y los cuatro siguientes no eran números, sino las letras FUFU, en sí mismas una suerte de tartamudeo obsceno.
En la carpeta había cerca de una docena de artículos de varios periódicos impresos en un papel con membrete que decía BIBLIOTECA PÚBLICA – AQUÍ, IOWA. El papel tenía manchas de agua y estaba arrugado, emborronado por las esquinas.
El primer artículo era del Denver Post.
 
EL PRESUNTO ASESINO EN SERIE CHARLES TALENT MANX MUERE DEJANDO PREGUNTAS SIN RESOLVER
 
 
Había una fotografía de carné de su ficha policial. Aquella cara demacrada con los ojos saltones y boca pálida casi sin labios. Vic intentó leer el artículo, pero le constaba enfocar la vista.
Recordó el conducto de la ropa sucia, los ojos llorosos y los pulmones llenos de humo. Recordó la sensación de pánico inconsciente al compás de Navidad, dulce y feliz. Leyó frases sueltas: «enfermedad degenerativa tipo Parkinson… coma intermitente… sospechoso de doce secuestros… Thomas Priest… dejó de respirar a las dos de la madrugada».
—No lo sabía —dijo—. Nadie me lo contó.
Estaba demasiado alterada para seguir furiosa con Maggie. No hacía más que pensar: Está muerto. Está muerto y te puedes olvidar de él. Se ha ido y con él esa parte de tu vida.
Aquel pensamiento no le producía alegría, pero intuía la posibilidad de algo mejor: alivio.
—No entiendo por qué no me dijeron que se había muerto —dijo.
—Esto… creo que porque les daba vergüenza. Mira la siguiente página.
Vic miró a Maggie con desconfianza, mientras recordaba lo que había dicho respecto a que Manx había vuelto a la carretera. Sospechaba que estaban llegando a esa parte, a la parte en que Maggie Leigh estaba loca y por eso había viajado desde Aquí, Iowa, a Haverhill, Massachusetts, solo para darle aquella carpeta.
Pasó la página.
EL CADÁVER DE UN PRESUNTO ASESINO EN SERIE DESAPARECE DE LA MORGUE
 
 
EL DEPARTAMENTO DEL SHERIFF HABLA
 
DE «VANDALISMO MORBOSO»
 
 
Vic leyó los primeros párrafos por encima, cerró la carpeta y se la devolvió a Maggie.
—Algún pervertido ha robado el cuerpo —dijo.
—N-n-no lo creo —contestó Maggie.
Vic no aceptó la carpeta y, por primera vez, se dio cuenta del calor que hacía en el jardín. Aunque había nubes, el sol le quemaba la cabeza.
—Así que crees que simuló su muerte. Lo bastante bien como para engañar a dos médicos. Que se las arregló de alguna manera. Aunque habían empezado a hacerle la autopsia. No, espera. Crees que murió de verdad pero que cuarenta y ocho horas más tarde volvió a la vida. Se salió de su cajón del depósito de cadáveres, se vistió y se largó.
La cara de Maggie —todo su cuerpo— se relajó con una expresión de profundo alivio.
—Sí. Eso es lo que he venido a c-c-contarte, Vic, porque sabía, estaba segura, de que me ibas a c-c-creer. Y ahora, mira el siguiente artículo. Hay un t-t-tipo en Kentucky que d-d-desapareció de su casa en un Rolls-Royce antiguo. El Rolls-Royce de M-m-Manx. Eso el artículo no lo dice, pero si miras la f-f-foto…
—No pienso mirar una mierda —dijo Vic y le tiró a Maggie la carpeta a la cara—. Lárgate de mi jardín, puta chiflada.
La boca de Maggie se abrió y se cerró igual que la del viejo pez koi del acuario que era la pieza estrella de su pequeña oficina en la biblioteca pública de Aquí y que Vic recordaba a la perfección, aunque nunca había estado.
Ahora sí que Vic estaba furiosa y quería hacérselo pagar a Maggie. No era solo que no la dejara entrar en casa, o que intentara alterar su percepción de la realidad, robarle su cordura, con todo ese parloteo disparatado. Era que Manx estaba muerto, muerto de verdad, y aquella lunática no dejaba que lo aceptara. Charlie Manx, que había raptado a Dios sabía cuántos niños, que la había secuestrado, aterrorizado y casi matado a ella, a Vic, Charlie Manx estaba criando malvas. Por fin había logrado escapar de él. Solo que ahora la Margaret Leigh aquella de los cojones parecía decidida a sacarlo, a desenterrarlo para que Vic volviera a tenerle miedo.
—Cuando te vayas, llévate esa mierda —le dijo.
Pisó algunos de los papeles al rodear a Maggie para entrar en casa. Tuvo cuidado de no tocar el sombrero flexible sucio y desvaído por el sol que estaba en el primer escalón.
—No s-s-se ha ido, Vic —dijo Maggie—. Por eso quería… confiaba en que intentaras encontrarlo. Ya sé que la p-p-primera vez que nos vimos te dije que no lo hicieras. No estabas preparada. Pero ahora creo que eres la única que p-p-puede encontrarle. La única capaz de detenerle. Si aún sabes cómo. Porque si no sabes, me p-p-preocupa que él intente encontrarte a ti.
—Lo único que tengo intención de encontrar es el teléfono para llamar a la policía. Yo de ti no esperaría a que llegaran —dijo Vic y después, volviéndose y acercando su cara a la de Maggie —: NO TE CONOZCO. Vete con tus locuras a otra parte.
—P-p-pero Vic… —dijo Maggie y levantó un dedo—. ¿No te acuerdas? Yo t-t-te regalé esos pendientes.
Vic entró en la casa y dio un portazo.
Wayne, que estaba a solo tres pasos de la puerta y que probablemente lo había oído todo, se sobresaltó. Hooper, que estaba justo detrás de él, se encogió y gimió quedamente, después se volvió y se alejó buscando un sitio más grato donde estar.
Vic se giró hacia la puerta, apoyó la frente contra ella e inspiró hondo. Tardó medio minuto en estar preparada para mirar el jardín delantero por la mirilla.
Maggie se estaba levantando del primer escalón y poniéndose cuidadosamente el sombrero con cierto aire de dignidad. Dirigió una última mirada de tristeza a la puerta de Vic, después se volvió y cruzó cojeando el césped. No tenía coche y la esperaba un largo y caluroso paseo de seis manzanas hasta la parada de autobús más próxima. Vic la miró hasta que desapareció de su vista, la miró mientras se acariciaba distraída los pendientes que llevaba puestos, sus favoritos desde niña, dos fichas de Scrabble que decían: F y U.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:44

 En la calle
CUANDO WAYNE SALIÓ, MEDIA HORA MÁS TARDE, para pasear al perro —no, eso no es verdad, fue para huir de su madre y su estado de ánimo de infelicidad mal reprimida— la carpeta estaba en el primer escalón con los papeles dentro y ordenados.
Miró por encima de su hombro hacia la puerta aún abierta, pero su madre estaba en la cocina, fuera de la vista. Wayne cerró la puerta. Se inclinó, cogió la carpeta, la abrió y miró el delgado fajo de hojas impresas. «Presunto asesino en serie», «Vandalismo morboso», «Ingeniero de Boeing desaparecido».
Dobló los papeles en cuatro y se los metió en el bolsillo trasero del pantalón. Después escondió la carpeta vacía detrás de los setos que había plantados delante de la casa.
Wayne no estaba seguro de querer mirar aquellas hojas y, con solo doce años, no tenía el grado de consciencia necesario para saber que ya había decidido mirarlas, que la decisión estaba tomada desde el momento en que escondió la carpeta detrás del seto. Cruzó el césped y se sentó en la acera. Se sentía como si llevara nitroglicerina en el bolsillo del pantalón.
Miró al otro lado de la calle hacia una extensión de hierba marchita y amarillenta. El señor mayor que vivía allí tenía el jardín abandonado. Tenía un nombre muy curioso —Sig de Zoet— y un cuarto lleno de soldaditos de modelismo. Wayne había ido allí el día del funeral de la abuela y el señor mayor se los había enseñado, muy amable. Le había dicho a Wayne que años atrás su madre, Vic, había pintado algunos de los soldados. «Ya entonces a tu madre se le daban bien los pinceles», le había dicho con acento de nazi. Después su mujer, también mayor y muy simpática, le había preparado un vaso de té helado con rajitas de naranja que le había sabido a gloria.
Pensó en ir a ver otra vez los soldados del señor mayor. Así huiría del calor y se olvidaría de los papeles que tenía en el bolsillo y que seguramente no debía mirar.
Llegó a levantarse de la acera y a prepararse para cruzar la calle, pero entonces miró su casa y se sentó otra vez. A su madre no le gustaría que se fuera por ahí sin avisar y no creía que pudiera entrar a pedir permiso todavía. Así que se quedó donde estaba y miró el césped marchito al otro lado de la calle, echando de menos las montañas.
Wayne había visto una vez un alud, el invierno último. Había subido hasta Longmont con su padre para remolcar un Mercedes que se había salido de la carretera y caído por un terraplén. La familia que viajaba en el coche estaba asustada, pero ilesa. Eran una familia normal, una madre, un padre y dos niños. La niña pequeña incluso llevaba dos coletas rubias. Así es como eran las personas normales. Wayne sabía, solo con mirarles, que la madre nunca había estado en un hospital de enfermos mentales y que el padre no tenía un uniforme de soldado imperial de Star Wars colgado en el armario. Supo que los niños tenían nombres normales, tipo John y Sue, en lugar de sacados de un cómic. En la baca del Mercedes llevaban esquís y el padre le preguntó a Lou si aceptaba AmEx. No American Express, AmEx. A los pocos minutos de conocerla, Wayne se había enamorado loca e irracionalmente de aquella familia.
Lou le mandó bajar al terraplén con el gancho y el cable, pero cuando se acercaba al coche se escuchó un ruido procedente de las alturas, un chasquido penetrante, como un disparo. Todos miraron hacia las cumbres nevadas, hacia las escarpadas montañas Rocosas que se asomaban detrás de los pinos.
Una sábana de nieve, tan ancha y tan larga como un campo de rugby, se desprendió y empezó a caer. Estaba a casi un kilómetro al sur, de manera que no corrían peligro. Después del primer chasquido del bloque al soltarse apenas lo oían, era poco más que un trueno lejano. Pero Wayne lo sentía. Se manifestaba en forma de suave vibración bajo sus pies.
La gran sábana de nieve se deslizó unos cuantos metros, chocó contra los árboles y explotó en una detonación blanca, un tsunami de nieve de diez metros de alto.
El padre que usaba AmEx levantó a su hijo y se lo sentó sobre los hombros para que pudiera verlo.
—Eso es naturaleza en estado salvaje, peque —dijo mientras media hectárea de bosque quedaba asfixiada bajo seiscientas toneladas de nieve.
—Menuda pasada —dijo Lou mirando hacia el terraplén, donde estaba Wayne. La cara le brillaba de felicidad—. ¿Te imaginas estar debajo? ¿Te imaginas que te cae encima toda esa mierda?
Wayne se lo imaginaba, y de hecho no hacía otra cosa. Pensaba que era la mejor manera de morir. Borrado de la faz de la tierra por una explosión resplandeciente de nieve y luz, el mundo rugiendo a tu alrededor mientras se desplomaba.
Bruce Wayne Carmody llevaba tanto tiempo siendo desgraciado que había dejado de prestar atención a su estado de ánimo. A veces tenía la sensación de que el mundo llevaba años desmoronándose. Seguía esperando a que lo arrastrara con él, a que lo enterrara de una vez por todas.
Su madre había estado loca una temporada, pensaba que sonaba el teléfono cuando no era así, hablaba con niños muertos que no estaban allí. A veces Wayne tenía la sensación de que su madre había hablado más con los niños muertos que con él. Había incendiado su casa. Estuvo un mes en un hospital psiquiátrico, se saltó una comparecencia ante un tribunal y desapareció de la vida de Wayne durante casi dos años. Pasó un tiempo de gira promocionando su libro, visitando librerías por la mañana y bares por la noche. Estuvo seis meses en Los Ángeles trabajando en una adaptación al cine de Buscador que no llegó a cuajar y en una adicción a la cocaína que sí cuajó. También se dedicó un tiempo a dibujar puentes cubiertos para una exposición en una galería que nadie visitó.
El padre de Wayne se cansó del alcoholismo de Vic, de sus ausencias y de su locura, y empezó a salir con la señora que le había hecho la mayoría de los tatuajes, una chica llamada Carol que tenía pelo flotante y se vestía como si todavía fueran los ochenta. Solo que Carol tenía otro novio, y entre los dos le robaron a Lou el carné de identidad y se fugaron a California, donde se gastaron diez mil dólares a crédito con cargo a las tarjetas de Lou. Este todavía tenía que vérselas con los acreedores.
Bruce Wayne Carmody quería querer a sus padres y disfrutar de ellos y de vez en cuando lo hacía. Pero se lo ponían difícil. Por eso los papeles que llevaba en el bolsillo del pantalón eran como nitroglicerina, una bomba que podía explotar en cualquier momento.
Decidió que, siendo así, debería echar un vistazo y calcular los posibles daños para ver cómo podía protegerse mejor. Sacó los papeles del bolsillo, lanzó una última mirada furtiva a su casa y los desplegó encima de una rodilla.
El primer artículo de periódico incluía una fotografía de Charles Talent Manx, el asesino en serie muerto. La cara era tan alargada que parecía que se le había derretido un poco. Tenía ojos saltones, dientes de conejo y un cráneo calvo y gordo que recordaba a un huevo de dinosaurio de los que salen en los dibujos animados.
El tal Charles Manx había sido arrestado al norte de Gunbarrel hacía casi quince años. Era un secuestrador que había cruzado varios estados con una menor cuyo nombre no se mencionaba y después había quemado vivo a un hombre que intentó detenerle.
Cuando le encerraron nadie sabía cuántos años tenía. En la cárcel no le fue bien. Para 2001 estaba en coma en el ala hospitalaria de la cárcel de máxima seguridad de Denver. Permaneció allí once años antes de fallecer, el mayo pasado.
A partir de ahí, el artículo se perdía en especulaciones sensacionalistas. Manx tenía una casa en un coto de caza al norte de Gunbarrel con árboles de los que colgaban cientos de adornos navideños. La prensa la llamaba la «Casa Trineo» y hacía un par de chistes comparando a Manx con Papá Noel que no tenían la más mínima gracia. También insinuaba que Manx había encerrado y asesinado a niños allí durante años, mencionando, pero solo de pasada, que no se habían encontrado cuerpos en el lugar.
¿Qué tenía todo aquello que ver con Victoria McQueen, madre de Bruce Wayne Carmody? Nada, por lo que sabía este. Igual si leía los otros artículos se enteraba. Así que eso hizo.
«Presunto asesino en serie desaparece de la morgue», decía el siguiente. Alguien había burlado la seguridad del centro médico St Luke’s en Denver, dado una paliza a un guarda de seguridad y desaparecido con el cadáver de Charlie Manx. El ladrón de cuerpos también se había llevado un Pontiac del aparcamiento situado frente al hospital.
La tercera hoja era un recorte de un periódico en Louisville, Kentucky, y no tenía nada que ver con Charles Manx.
Se titulaba «Ingeniero aeronáutico desaparecido; un enigma que preocupa a la policía y a la Tesorería de EE. UU.». Iba acompañado por la fotografía de un hombre bronceado y musculoso con bigote negro y poblado apoyado en un Rolls-Royce antiguo, los codos descansando en el capó.
Wayne leyó la historia con el ceño fruncido. La hija adolescente de Nathan Demeter había denunciado la desaparición de este, pues cuando volvió del colegio se encontró la casa sin cerrar, el garaje abierto, un almuerzo a medio comer encima de la mesa y el Rolls-Royce antiguo de su padre desaparecido. El departamento de Tesorería se inclinaba a pensar que Demeter había huido para evitar ser perseguido por evasión de impuestos. Su hija no lo creía, afirmaba que estaba o secuestrado o muerto, pero que de ninguna manera podía haberse marchado sin decirle adónde iba.
Lo que no entendía Wayne era qué tenía que ver todo aquello con Manx. Pensó que igual se había perdido algo, se preguntó si no debería volver al principio y releerlo todo. Se disponía a sacar la primera de las fotocopias cuando vio a Hooper agachado en el jardín de la casa de enfrente plantando pinos del tamaño de plátanos en el césped. Por el color también parecían plátanos, y de los verdes.
—¡Oye, no! —gritó Wayne—. ¡No, colega!
Dejó los papeles en la acera y empezó a cruzar la calle.
Lo primero en que pensó fue en sacar a Hooper del jardín antes de que nadie lo viera. Pero entonces una cortina de la casa de enfrente se agitó. Alguien —el señor mayor tan agradable o su simpática mujer también mayor— les había visto.
Supuso que lo mejor que podía hacer era presentarse allí, intentar quitarle importancia y pedir una bolsa para limpiar el estropicio. El señor mayor con su acento holandés parecía un hombre con sentido del humor.
Hooper se enderezó, terminada su faena, estirando su cuerpo encorvado. Wayne le silbó.
—Perro malo. Muy malo.
Hopper movió el rabo, encantado de tener su atención.
Wayne se disponía a subir las escaleras de entrada a la casa de Sigmund de Zoet cuando reparó en unas sombras que parpadeaban por el resquicio inferior de la puerta. Alguien estaba a menos de un metro, al otro lado de la puerta, observándole.
—¿Hola? —dijo desde el peldaño de abajo—. ¿Señor De Zoet?
Las sombras se movieron debajo de la puerta, pero nadie respondió. La ausencia de respuesta inquietó a Wayne y se le erizó el pelo de la parte posterior de los brazos.
Ya vale, pensó. Te estás portando como un tonto después de haber leído esas historias de miedo sobre Charlie Manx. Sube las escaleras y toca el timbre.
Se sacudió la inquietud y empezó a subir por los peldaños de ladrillo alargando una mano hacia el timbre. No se dio cuenta de que el pomo de la puerta ya estaba girando y de que la persona que estaba detrás se preparaba para abrir.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:45

Al otro lado de la puerta
 
BING PARTRIDGE SE PEGÓ A LA MIRILLA CON LA MANO IZQUIERDA en el pomo de la puerta. En la derecha tenía la pistola del 38 que el señor Manx se había traído de Colorado.
—Niño, niño, vete —susurró con un hilo de voz llena de ansiedad— y otro día vuelve.
Bing tenía un plan, pero era desesperado. Cuando el chico llegara al final de los escalones abriría la puerta y lo metería a la fuerza dentro de la casa. Tenía una lata de gas de jengibre en el bolsillo y en cuanto el chico estuviera dentro lo rociaría con ella.
¿Y si se ponía a gritar? ¿Si se ponía a gritar e intentaba soltarse?
Alguien estaba haciendo una barbacoa al final de la calle, había unos niños en un jardín delantero jugando al frisbee y adultos bebiendo demasiado, hablando demasiado alto y tostándose al sol. Bing podía no ser el cuchillo más afilado de la cocina, pero tampoco era tonto. Pensaba que un hombre con una careta antigás y una pistola en la mano podría llamar la atención si se ponía a forcejear con un niño que gritaba. Y luego estaba el perro. ¿Y si le atacaba? Era un San Bernardo, grande como un osezno. Si metía su cabeza de osezno por la puerta, Bing nunca conseguiría echarlo. Sería como intentar cerrar la puerta a un rebaño de vacas.
El señor Manx sabría qué hacer, pero estaba dormido. Llevaba ya más de un día durmiendo, descansando en el dormitorio de Sigmund de Zoet. Cuando estaba despierto era el mismo de antes ¡El bueno del señor Manx!, pero cuando se quedaba traspuesto a veces daba la impresión de no ir a despertar nunca. Decía que se encontraría mejor cuando estuviera de camino a Christmasland y Bing sabía que era verdad, pero nunca había visto al señor Manx tan mayor y cuando dormía era como si estuviera muerto.
¿Y si conseguía meter al niño en casa? Bing no estaba seguro de poder despertar al señor Manx estando como estaba. ¿Durante cuánto tiempo podrían seguir escondidos allí antes de que Victoria McQueen saliera a la calle llamando a gritos a su hijo? ¿Antes de que la policía empezara a buscar casa por casa? Estaban en el lugar equivocado y en el momento equivocado. El señor Manx le había dejado claro que por el momento solo debían vigilar y Bing, aunque no era el lápiz más afilado del pupitre, entendía por qué. Aquella calle soñolienta no era lo bastante soñolienta y solo tendrían una oportunidad con la puta de los tatuajes de puta y su puta boca mentirosa. El señor Manx no había hecho amenazas, pero Bing sabía lo importante que aquello era para él y comprendía cuál sería la penalización si la jodía. El señor Manx nunca le llevaría a Christmasland. Nunca nunca nunca nunca nunca.
El niño subió el primer escalón. Y el segundo.
—Estrellita, estrellita, la primera que veo —susurró Bing y cerró los ojos disponiéndose a actuar—. Por favor sé buena y concédeme un deseo. Lárgate, niño cabrón. No estamos preparados todavía.
Tragó aire que sabía a caucho y levantó el percutor de la enorme pistola.
Entonces alguien apareció en la calle y gritó al niño:
—¡No! ¡Wayne, no!
Las terminaciones nerviosas de Bing empezaron a temblar y la pistola estuvo a punto de resbalarle de la mano sudorosa. Un coche con aspecto de gran barco plateado circulaba calle abajo, las llantas despidiendo destellos de luz. Se detuvo justo enfrente de la casa de Victoria McQueen. La ventanilla estaba bajada y el conductor sacó un brazo fofo y saludó con él al niño.
—¡Eh! —gritó otra vez—.¡Eh, Wayne!
Había dicho «eh», no «no». Bing estaba tan tenso que le había oído mal.
—¿Qué pasa, colega? —gritó el hombre gordo.
—¡Papá! —chilló el niño. Se olvidó de subir las escaleras y llamar a la puerta, se giró y echó a correr por el camino de entrada a la casa con el puto oso que tenía por mascota galopando a su lado.
Bing tuvo la impresión de haberse quedado sin huesos, le temblaban las piernas como gelatina por el alivio. Se dejó caer hacia delante, apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos.
Cuando los abrió y espió por la mirilla, el niño estaba en brazos de su padre. Este tenía obesidad mórbida, era un hombre grande con cabeza rapada y piernas como postes de teléfono. Tenía que ser Louis Carmody, el padre. Bing había leído sobre la familia en Internet y tenía una idea general de quién era, pero nunca había visto una fotografía suya. Estaba asombrado. No lograba imaginar a Carmody y a McQueen teniendo relaciones sexuales, aquella bestia gorda la partiría en dos. Bing no era ningún adonis, pero comparado con Carmody podía pasar por una estrella de cine.
Se preguntó qué influencia tendría aquel hombre sobre McQueen para inducirla a acostarse con él. Igual tenían un acuerdo económico. Bing había examinado detenidamente a la mujer y no le sorprendería. Todos aquellos tatuajes. Una mujer podía tatuarse lo que quisiera que daba igual, todos decían la misma cosa. Eran el equivalente a un cartel de SE ALQUILA.
La brisa se llevó los papeles que tenía el niño en la mano y los metió debajo del coche del hombre gordo. Cuando este dejó a su hijo en el suelo, Wayne se puso a buscarlos y los vio, pero no se agachó a cogerlos. Aquellos papeles preocupaban a Bing. Significaban algo. Eran importantes.
Una señora escuálida, llena de cicatrices y con aspecto de yonqui los había traído y había intentado dárselos a McQueen. Bing lo había visto todo desde detrás de la cortina de la habitación delantera. A Victoria McQueen no le gustaba la señora yonqui. Le había gritado y la había mirado mal. Le había tirado los papeles a la cara. Bing las había oído hablar, aunque no con la claridad suficiente para entenderlo todo sí para oír a una de ellas decir «Manx». Habría querido despertarle, pero no se le podía despertar estando como estaba.
Porque no está realmente dormido, pensó Bing, y después apartó aquel pensamiento tan triste.
Había entrado una vez en el dormitorio para verle, tumbado encima de las sábanas y vestido solo con unos calzoncillos. En el pecho tenía un gran corte en forma de Y cosido con tosco hilo negro. El corte estaba parcialmente curado, pero supuraba pus y sangre rosa, era como una cañada brillante en su pecho. Bing había permanecido allí escuchando durante varios minutos pero no le oyó respirar ni una sola vez. La boca del señor Manx se había abierto, exudando el olor entre químico y empalagoso del formaldehído. También tenía abiertos los ojos, neutros, inexpresivos, mirando al techo. Bing se había acercado para tocarle la mano y la había encontrado fría y rígida, tan fría y rígida como la de cualquier cadáver y le había asaltado la espantosa certidumbre de que el señor Manx estaba muerto. Pero entonces los ojos de este se habían movido, solo un poco, y le habían mirado, fijamente y sin reconocerle, y Bing se había retirado.
Ahora que había pasado la crisis, dejó que las piernas temblorosas y débiles le llevaran hasta el cuarto de estar. Se quitó la careta antigás y se sentó con el señor y la señora De Zoet a ver la televisión porque necesitaba un poco de tiempo para recuperarse. Le cogió la mano a la señora De Zoet.
Estuvo viendo deportes y de vez en cuando echaba un vistazo a la calle, vigilando la casa de McQueen. Poco antes de las siete escuchó voces y un portazo. Volvió a la puerta principal y espió por la mirilla. El cielo era de color nectarina pálida y el niño y su grotescamente gordo padre cruzaban el jardín delantero de la casa en dirección al coche de alquiler.
—Estaremos en el hotel si nos necesitas —le dijo Carmody a Victoria McQueen, que estaba en las escaleras de entrada.
A Bing no le gustaba la idea de que el niño se marchara con el padre. El niño y la mujer tenían que estar juntos. Manx los quería a los dos, lo mismo que Bing. El niño era para Manx, pero la mujer era el regalo de Bing, podría divertirse con ella en la Casa del Sueño. Solo mirar sus delgadas piernas desnudas hacía que se le resecara la boca. Una última juerga en la Casa del Sueño y luego a Christmasland con el señor Manx. Christmasland para siempre jamás.
Pero no, no había motivo para preocuparse. Bing había revisado todo el correo del buzón de Victoria McQueen y había encontrado la factura de un campamento de día en New Hampshire. El niño estaba apuntado para todo el mes de agosto. De acuerdo, a Bing le faltaban todavía un par de payasos para tener el circo completo, pero no se le ocurría por qué nadie iba a apuntar a su hijo a un campamento que costaba ochocientos dólares a la semana y luego decidir pasar del tema. Al día siguiente era cuatro de julio. Lo más probable era que el padre hubiera ido a pasar la fiesta con el niño.
El padre y el hijo se marcharon en el coche dejando atrás al feo fantasma de Victoria McQueen. Los papeles debajo del coche —los que Bing había deseando tanto poder ver— se habían quedado atrapados en la estela del Buik y lo seguían revoloteando.
También Victoria McQueen se dio la vuelta. Volvió a entrar en la casa, pero dejó la puerta abierta y tres minutos después salió con las llaves del coche en una mano y bolsas para ir a hacer la compra en la otra.
Bing la vigiló hasta que desapareció, después vigiló un rato más la calle y por fin salió. El sol había descendido e irradiaba un fulgor naranja en el horizonte. Arriba, en el firmamento, unas cuantas estrellas taladraban la oscuridad.
Un Hombre Enmascarado había y una pistola tenía —cantó Bing para sí, lo que hacía siempre que estaba nervioso—. Con balas de plomo, de plomo, de plomo. Fue hasta el río y disparó a McQueen en todo el coco, el coco, el coco.
Recorrió la acera de un lado a otro pero solo encontró una hoja de papel, arrugada y sucia.
Fuera lo que fuera que estaba esperando, no era la fotocopia del artículo sobre el hombre de Kentucky que había llegado a casa de Bing dos meses atrás en el Espectro, dos días antes de que lo hiciera el señor Manx. El señor Manx se había presentado de repente, pálido, con aspecto de muerto de hambre, los ojos brillantes y ensangrentado, en un Pontiac con tapicería de cebra y un enorme martillo plateado en el asiento del pasajero. Para entonces Bing ya le había vuelto a poner la matrícula al Espectro y NOS4A2 estaba preparado para salir a la carretera.
El hombre de Kentucky, Nathan Demeter, había estado bastante tiempo en el pequeño sótano de la Casa del Sueño antes de pasar a mejor vida. Bing prefería a las chicas, pero Nathan Demeter sabía usar la boca y para cuando Bing terminó con él habían compartido muchas amorosas conversaciones de hombre a hombre.
Le consternó verle de nuevo en la foto que acompañaba un artículo titulado «Ingeniero de Boeing desaparecido». Le empezó a doler la barriga. No lograba entender por qué la mujer yonqui había ido a ver a Victoria McQueen para darle aquello.
—Ay, Dios —musitó, meciéndose de atrás adelante. Automáticamente empezó otra vez a recitar: Un Hombre Enmascarado había y una pistola tenía. Con balas de plomo, de plomo…
Así no es —dijo una voz leve y aflautada a su espalda.
Bing volvió la cabeza y vio a una niñita rubia en una bicicleta rosa con ruedines. Se había escapado de la barbacoa del final de la calle. El aire cálido y húmedo de la tarde transportaba risas adultas.
—Mi papá me la leyó —dijo la niña—. «Había un hombrecito con una pistolita». Y le dispara a un pato, que lo sepas. ¿Quién es el Hombre Enmascarado?
—Pues… —dijo Bing—. Es muy simpático. Todo el mundo le quiere.
—Pues yo no.
—Si le conocieras sí.
La niña se encogió de hombros, trazó un círculo amplio con la bicicleta y pedaleó calle abajo. Bing la miró marcharse y luego volvió a la casa de los De Zoet con el artículo sobre Demeter impreso en papel con membrete de una biblioteca de Iowa en la mano.
Una hora más tarde estaba sentado frente al televisor con los De Zoet cuando salió el señor Manx, completamente vestido, con camisa de seda, abrigo con faldones y botas de punta. Su cara hambrienta y cadavérica despedía un lustre enfermizo en las sombras azules danzarinas.
—Bing —dijo—. ¡Creo haberte dicho que pusieras al señor y la señora De Zoet en el cuarto de invitados!
—Ya —dijo Bing—, pero aquí no molestan a nadie.
—Pues claro que no molestan a nadie, ¡como que están muertos! Pero esa no es razón para tenerlos por medio. ¿Se puede saber qué haces ahí sentado con los dos, por el amor de Dios?
Bing le miró largo rato. El señor Manx era la persona más lista, observadora y sesuda que había conocido en su vida, pero a veces no entendía las cosas más elementales.
—Peor solo que mal acompañado —dijo.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:46

 Boston
 
LOU Y EL NIÑO TENÍAN UNA HABITACIÓN EN EL ÚLTIMO PISO del hotel Logan Airport Hilton —cada noche costaba lo que Lou ganaba en una semana, un dinero que no tenía, pero que precisamente por eso le era más fácil gastar, qué coño— y aquella noche no se acostaron hasta después del programa de Letterman. Era casi la una de la mañana y Lou estaba convencido de que el niño se había dormido, así que le pilló por sorpresa cuando este habló, su voz resonando en la oscuridad. Solo dijo ocho palabras, pero bastaron para que a Lou el corazón se le pusiera en la garganta y se le quedara ahí atascado, como un bocado de comida que se negara a bajar.
—El tipo este, Charlie Manx —dijo Wayne—. ¿Es muy peligroso?
Lou se dio un puñetazo entre las dos grandes tetas de hombre y el corazón le volvió a su sitio. Lou y su corazón no se llevaban demasiado bien. Se le cansaba tanto cada vez que tenía que subir escaleras… Wayne y él habían pasado la tarde paseando por Harvard Square y el paseo marítimo y había tenido que pararse en dos ocasiones para recuperar el aliento.
Se decía a sí mismo que era la falta de costumbre de estar al nivel del mar, que sus pulmones y su corazón estaban más adaptados al aire de la montaña. Pero Lou Carmody no era tonto. No había sido su intención engordar tanto. A su padre también le había ocurrido. El hombre se había pasado los últimos seis años de su vida recorriendo el supermercado en uno de esos cochecitos de golf para personas que están demasiado gordas para caminar. Lou prefería cortarse las capas de grasa con una sierra mecánica antes que subirse en uno de esos putos carritos.
—¿Te ha hablado mamá de él? —preguntó.
Wayne suspiró y se quedó callado un momento, lo bastante para que Lou se diera cuenta de que, sin quererlo, ya había contestado a la pregunta de su hijo.
—No —dijo este por fin.
—Entonces, ¿dónde has oído hablar de él?
—Hoy ha venido una señora a la casa de mamá. Maggie no sé qué. Quería hablar de Charlie Manx y mamá se ha puesto furiosa. Hasta pensé que le iba a pegar.
—Vaya —dijo Lou, mientras se preguntaba quién sería Maggie no sé qué y cómo había sabido lo de Vic.
—Manx fue a la cárcel por matar a un hombre, ¿no?
—La tal Maggie esa que ha ido a ver tu madre, ¿dijo que Manx había matado a un hombre?
Wayne suspiró de nuevo. Se volvió en la cama para mirar a su padre. Los ojos le brillaban como puntitos de tinta en la oscuridad.
—Si te cuento lo que ha hecho Manx ¿me la voy a cargar?
—Conmigo no —dijo Lou—. ¿Qué pasa? ¿Es que lo has buscado en Google?
Wayne abrió más los ojos y Lou se dio cuenta de que ni se le había ocurrido buscar a Charlie Manx en Google. Pero ahora lo haría. Lou quería darse de tortas. Te has lucido, Carmody. Te has lucido pero de verdad. Además de gordo, imbécil.
—La mujer dejó una carpeta con artículos de periódico y los he leído. No creo que mamá quisiera que los leyera. No se lo vas a contar, ¿verdad?
—¿Qué artículos?
—Sobre cómo murió.
Lou asintió, creyó que empezaba a comprender.
Manx había muerto tres días después de que falleciera la madre de Vic. Él lo había oído el mismo día que pasó, en la radio. Hacía solo cinco meses que Vic había terminado la rehabilitación, se había pasado la primavera viendo morir a su madre y Lou no había querido contarle nada, le daba miedo que la noticia la volviera de nuevo del revés. Había tenido intención de contárselo, pero la oportunidad nunca se presentaba y luego, llegado cierto punto, se hizo imposible sacar el tema a relucir. Había esperado demasiado.
La tal Maggie debía de haber descubierto que Vic era la chica que había escapado de Charlie Manx. La única que lo había conseguido. Quizá la tal Maggie fuera una periodista, o una autora de libros de esos basados en historias de crímenes reales. Había ido a ver a Vic en busca de una declaración y Vic se la había dado, aunque seguro que no se podía publicar y probablemente era de contenido ginecológico.
—No merece la pena pensar en Manx. No tiene nada que ver con nosotros.
—Entonces ¿para qué querría alguien hablar con mamá de él?
—Eso tendrás que preguntárselo a mamá —dijo Lou—. Yo en realidad no debería hablar del tema. Porque si lo hago el que se la va a cargar soy yo, más bien.
Y es que ese era el trato, su acuerdo con Victoria McQueen, al que habían llegado después de que esta supiera que estaba embarazada y hubiera decidido tener el niño. Dejó que Lou eligiera el nombre; le dijo a Lou que se iría a vivir con él; que se ocuparía del bebé y que, cuando el bebé estuviera dormido, los dos podrían divertirse un rato. Dijo que sería una esposa en todo menos en nombre. Pero que el niño no sabría nada de Charlie Manx a no ser qué ella decidiera contárselo.
En aquel momento Lou accedió, la cosa parecía bastante razonable. Pero no había previsto que el acuerdo le impediría a Wayne conocer la única cosa buena de su padre, a saber, que en una ocasión había dejado de lado su miedo y había protagonizado un acto de heroísmo digno del Capitán América. Había subido a una chica guapa en su moto y la había salvado de un monstruo. Y cuando el monstruo les alcanzó y prendió fuego a un hombre, Lou había sido el encargado de apagar las llamas (de acuerdo, no había llegado a tiempo, pero había estado en el lugar oportuno y había actuado sin pensar en el riesgo que corría).
Odiaba pensar que, en lugar de ello, lo que su hijo sabía de él era que era un chiste gordo con patas, que malvivía a base de sacar coches de cunetas nevadas y reparar correas de transmisión, y que había sido incapaz de retener a Vic.
Deseó tener otra oportunidad. Deseó poder rescatar a alguien más y que Wayne estuviera allí para verlo. De buen grado habría usado su grueso cuerpo para parar una bala, siempre que Wayne pudiera presenciarlo. Entonces podría desangrarse en un halo de gloria.
¿Acaso existía un anhelo humano más triste —o más intenso— que desear otra oportunidad en algo?
Su hijo suspiró y se colocó boca arriba.
—Cuéntame qué tal el verano —dijo Lou—. ¿Qué ha sido lo mejor por ahora?
—Que nadie está en rehabilitación —dijo Wayne.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:48

 Junto a la bahía
LOU ESTABA ESPERANDO QUE ALGO DETONARA —ESTABA A PUNTO, no faltaba nada— cuando Vic se acercó con las manos en los bolsillos de su chaqueta militar y dijo:
—¿Esa silla es para mí?
Lou miró a la mujer que nunca había sido su esposa pero que le había dado, cosa increíble, un hijo y también sentido a su vida. La idea de que alguna vez le había cogido la mano, probado el sabor de su boca y hecho el amor con ella ahora le parecía tan improbable como que le mordiera una araña radioactiva.
Aunque para ser justos, Vic estaba loca, y no había manera de saber para quién se iba a bajar las bragas una esquizofrénica.
Wayne estaba subido a la valla de piedra que daba al puerto con otros niños. Todos los huéspedes del hotel se habían reunido allí para ver los fuegos artificiales y se apretujaban asomados a los ladrillos rojos que daban al agua y al horizonte urbano de Boston. Algunos estaban sentados en sillas de terraza de hierro. Otros se paseaban con copas de champán en la mano. Los niños correteaban con bengalas que dibujaban arañazos rojos en la oscuridad.
Vic miraba a su hijo de doce años con una mezcla de afecto y añoranza. Wayne aún no había reparado en ella y Vic no fue a buscarle, no hizo nada por hacerle saber que estaba allí.
—Llegas a tiempo para la traca final —dijo Lou.
Su cazadora de motorista estaba doblada en una silla vacía que había a su lado. La cogió y se la puso sobre las rodillas haciendo sitio a Vic para que se sentara a su lado.
Esta sonrió antes de hacerlo, con esa sonrisa tan suya donde solo se le levantaba una de las comisuras de la boca, una expresión que parecía sugerir, de alguna manera, tanto arrepentimiento como felicidad.
—Mi padre lo hacía —dijo—. Tirar cohetes cada cuatro de julio. Montaba un buen espectáculo.
—¿No has pensado nunca en acercarte un día a Dover a verle con Wayne? Está a una hora del Lago.
—Supongo que me pondré en contacto con él cuando necesite volar algo por los aires —dijo Vic—. Cuando me haga falta un poco de ANFO.
—¿Info? ¿Sobre qué?
—Info no. ANFO. Un explosivo, el que usa mi padre para arrancar tocones, rocas, puentes y esas cosas. Básicamente es un montón grande y resbaladizo de mierda pensada para destruir cosas.
—¿Quién? ¿Tu padre o el ANFO?
—Los dos —dijo Vic—. Ya sé de qué quieres hablar.
—Igual solo me apetecía que pasáramos juntos el cuatro de julio, como una familia —dijo Lou—. ¿Tan raro sería?
—¿Te ha contado algo Wayne sobre la mujer que se presentó ayer en casa?
—Me ha preguntado sobre Charlie Manx.
—Mierda. Le mandé dentro, no pensé que nos hubiera oído hablar.
—Bueno, pues algo oyó.
—¿Cuánto? ¿Y qué partes?
—Esto y lo otro. Lo bastante para querer saber más.
—¿Tú sabías que Manx estaba muerto? —preguntó Vic.
Lou se limpió las palmas sudorosas en los pantalones cortos chinos.
—Pues sí, colega, pero es que primero estabas en rehabilitación, después tu madre que se moría… No quería darte otro motivo de preocupación. Pensaba contártelo en algún momento, en serio. Pero no me gusta estresarte, ya lo sabes. No queremos que te pongas…
Le falló la voz y dejó de hablar. Vic le regaló otra sonrisa torcida:
—¿Cómo una regadera?
Lou escudriñó la oscuridad en busca de Wayne. Este acababa de encender dos bengalas. Subía y bajaba los brazos agitando las manos mientras las bengalas ardían y escupían. Parecía Ícaro antes de que se le estropeara la excursión.
—Quiero que estés tranquila, para que puedas pasar tiempo con Wayne. No te estoy echando la culpa de nada, ¿eh? —se apresuró a añadir—. No quiero hacerte pasarlo mal… por haberlo pasado mal. Wayne y yo hemos estado bien los dos solos. Me aseguro de que se lave los dientes y haga sus deberes. Vamos juntos a trabajar, le dejo accionar el torno de la grúa. Eso le encanta. Le vuelven loco los tornos y esas cosas. Solo que creo que sabe cómo hablar contigo. O quizá es que tú sabes escuchar. Debe de ser una cosa de madres —hizo una pausa y añadió—, pero debería haberte avisado de que Manx se había muerto. Para que supieras que podían aparecer periodistas.
—¿Periodistas?
—Sí, como la señora que fue a verte ayer. ¿No era periodista?
Estaban sentados bajo un árbol cuyas ramas casi podían tocar y Vic tenía flores rosas en el pelo. Era romántico, como una canción de Journey, una de las buenas.
—No —dijo Vic—. Era una pirada.
—¿Quieres decir alguien del hospital? —preguntó Lou.
Vic frunció el ceño, pareció reparar en los pétalos que tenía en el pelo y con un gesto de la mano se los quitó. Adiós al momento romántico. Lo cierto es que Vic tenía de romántica lo que una caja de bujías.
—Tú y yo nunca hemos hablado mucho de Charlie Manx —dijo—. Sobre cómo terminé con él.
La conversación estaba tomando unos derroteros que a Lou no le gustaban. No hablaban nunca sobre cómo había acabado Vic en manos de Charlie Manx porque Lou no tenía ganas de oír como aquel viejo cerdo la había atacado sexualmente y encerrado en el maletero de su coche durante dos días. Las conversaciones serias siempre le provocaban mariposas en el estómago, prefería charlas informales sobre los cómics de Linterna Verde.
—Supuse que cuando quisieras hablar del tema —dijo—, tú misma lo sacarías.
—Nunca te he hablado de ello porque no sé lo que pasó.
—Quieres decir que no lo recuerdas. Sí, eso lo pillo. Yo también trataría de olvidarme de algo así.
—No —dijo Vic—. Quiero decir que no lo sé. Me acuerdo, pero no lo sé.
—Pero… si te acuerdas, entonces sabes lo que pasó. ¿Recordar y saber no son lo mismo?
—No, si lo recuerdas de dos maneras distintas. Tengo en la cabeza dos historias sobre lo que me pasó y las dos parecen verdaderas. ¿Quieres que te las cuente?
Pues no. Para nada.
Pero asintió.
—En una de las versiones, la que le conté al fiscal federal, discutí con mi madre. Me escapé. Terminé en la estación del ferrocarril de noche, tarde. Llamé a mi padre para ver si me podía quedar con él y me dijo que me fuera a casa. Cuando colgué noté un pinchazo en la espalda. Al volverme se me nubló la vista y me desplomé en brazos de Manx. Manx cruzó el país conmigo en el maletero de su coche. Solo me sacaba para seguir drogándome. Yo era vagamente consciente de que llevaba un niño con él, un niño pequeño, pero nos mantuvo separados casi todo el tiempo. Cuando llegamos a Colorado me dejó dentro del maletero y se fue a hacer algo con el niño. Yo me salí. Conseguí abrir el maletero. Le prendí fuego a la casa para distraerle y corrí a la autopista. Crucé ese bosque horrible con los adornos de Navidad colgando de los árboles. Corrí hasta ti, Lou. Y el resto ya lo conoces —dijo—. Esa es una las maneras en que recuerdo las cosas. ¿Quieres oír la otra?
Lou no estaba seguro, pero asintió para que Vic continuara.
—Según la otra versión de mi vida, yo tenía una bicicleta. Mi padre me la regaló cuando era pequeña. Y podía usarla para encontrar cosas que se hubieran perdido. Iba con ella por un puente cubierto imaginario que siempre me llevaba adonde quería ir. Como una vez que mi madre perdió una pulsera y yo crucé el puente con la bicicleta y aparecí en New Hampshire, a sesenta y cinco kilómetros de mi casa. Y la pulsera estaba allí, en un restaurante llamado Terry Primo’s Subs. ¿Me sigues por ahora?
—Puente imaginario. Bici con superpoderes. Vale.
—Durante varios años usé la bicicleta y el puente para encontrar toda clase de cosas. Peluches que se habían perdido, o fotografías. Cosas así. Y no salía mucho en «expediciones de búsqueda», solo una o dos veces al año. Y según me hice mayor, menos todavía. Me empezó a dar miedo, porque sabía que era imposible, que el mundo no funciona así. Cuando era pequeña fingía, pero a medida que crecí me empezó a parecer una locura. Empezó a darme miedo.
—Me sorprende que no usaras tus superpoderes para encontrar a alguien que te dijera que no te pasaba nada.
Vic abrió los ojos sorprendida y entonces Lou comprendió que precisamente eso era lo que había hecho.
—¿Cómo…? —empezó a decir.
—Leo muchos cómics. Es el siguiente paso lógico —dijo Lou. Descubrir el anillo mágico, buscar a los Guardianes del Universo. Son los protocolos de actuación estándar. ¿Quién fue?
—El puente me llevó hasta una biblioteca de Iowa.
—Tenía que ser un bibliotecario.
—Una chica. La bibliotecaria —no era mucho mayor que yo— también tenía poderes especiales. Usaba fichas de Scrabble para revelar secretos. Descifrar mensajes del más allá, ese tipo de cosas.
—Una amiga imaginaria.
Vic le brindó una sonrisa tímida, asustada y también contrita.
—A mí nada me parecía imaginario. En ningún momento. Todo me parecía muy real.
—¿Ni siquiera la parte en que ibas en bicicleta hasta Iowa?
—Por el Puente del Atajo.
—¿Y cuánto tardabas de Massachusetts a la capital del maíz de Estados Unidos?
—No sé, unos treinta segundos. Un minuto como mucho.
—¿Tardabas treinta segundos en pedalear de Massachusetts a Iowa y no te parecían imaginaciones?
—No, lo recuerdo todo como si hubiera pasado.
—Vale, lo pillo. Sigue.
—Pues como te decía, esta chica de Iowa tenía una bolsa de fichas de Scrabble. Sacaba letras y las ordenaba para formar mensajes. Las fichas la ayudaban a revelar secretos, lo mismo que mi bicicleta me ayudaba a encontrar objetos perdidos. Me dijo que había más gente como nosotras. Gente capaz de hacer cosas imposibles si tenían el vehículo apropiado. Me habló de Charlie Manx. Me advirtió acerca de él. Dijo que había un hombre, un hombre malo con un coche malo. Usaba el coche para vampirizar a niños. Era como una especie de Drácula, pero de la carretera.
—¿Me estás diciendo que supiste de la existencia de Manx antes de que te secuestrara?
—No. Porque según esta versión de mi vida Manx no me secuestró. Según esta versión tuve una discusión tonta con mi madre y después usé la bicicleta para ir a buscarle. Quería meterme en algún lío y lo hice. Crucé el Puente del Atajo y salí en la Casa Trineo de Charlie Manx. Este hizo todo lo posible por matarme, pero conseguí escapar y te encontré a ti. Y la historia que le conté a la policía, todo lo de que me había encerrado en el maletero y abusado de mí me lo inventé, porque sabía que nadie me iba a creer si decía la verdad. Podía inventarme lo que quisiera sobre Manx porque sabía que lo que había hecho en realidad era peor que cualquier mentira. Recuerda: según esta versión de mi vida, Manx no es un secuestrador pervertido, es un puto vampiro.
Vic no lloraba, pero tenía los ojos húmedos y brillantes, tan luminosos que en comparación las bengalas del cuatro de julio parecían de mentira.
—Así que vampirizaba a niños pequeños —dijo Lou—. ¿Y después qué? ¿Qué les pasaba?
—Iban a un sitio llamado Christmasland. No sé dónde está —ni siquiera estoy segura de que exista en nuestro mundo—, pero tiene que tener un servicio de telefonía buenísimo, porque los niños no hacían más que llamarme —Vic miró a los niños en la valla de piedra, Wayne entre ellos, y susurró—: Para cuando Manx terminaba con ellos estaban hechos una pena. Solo les quedaban odio y dientes.
Lou se estremeció.
—Por Dios.
Cerca de ellos un grupito de hombres y mujeres rompió a reír Lou les miró furioso. No era momento de que nadie que estuviera cerca de ellos se lo pasara bien. Miró a Vic y dijo:
—Entonces, resumiendo. Hay una versión de tu vida según la cual Charlie Manx, un hijo de puta asesino de niños te secuestró en una estación de tren. Y te escapaste por los pelos. Ese es el recuerdo oficial, digamos. Pero luego está la otra versión, en la cual cruzaste un puente imaginario con una bicicleta con poderes paranormales y fuiste a buscarle a Colorado por tu cuenta. Y ese es el recuerdo no oficial. El making of, como si dijéramos.
—Sí.
—Y los dos recuerdos para ti son igual de reales.
—Sí.
—Pero sabes —Lou la miró con atención— que la historia sobre el Puente del Atajo es mentira. En el fondo sabes que es algo que te contaste a ti misma para no tener que pensar en… en que te habían secuestrado y todo lo demás.
—Sí —dijo Vic—. Esa es la conclusión a la que llegué en la clínica psiquiátrica. Mi historia sobre el puente mágico es un ejemplo clásico de fantasía compensatoria. No podía soportar la idea de ser una víctima, así que me inventé esta historia y toda una colección de recuerdos de cosas que nunca ocurrieron para convertirme en heroína.
Lou se recostó en su silla con la cazadora de motorista doblada sobre una rodilla y se relajó, inspirando hondo. Bueno, no era para tanto. Ahora entendía lo que quería decirle Vic. Que había pasado por algo horrible y que durante un tiempo la había vuelto loca. Se había refugiado en una fantasía —¡cualquiera en su lugar lo habría hecho!— pero ahora estaba dispuesta a renunciar a ella, a enfrentarse a las cosas tal y como eran.
—Una cosa —dijo casi como si se le acabara de ocurrir—. Mierda. Igual está relacionado con lo que estábamos hablando. ¿Qué tiene todo lo que me has contado que ver con la mujer que fue a visitarte ayer?
—Esa era Maggie Leigh —dijo Vic.
—¿Maggie Leigh? ¿Y quién es?
—La bibliotecaria. La chica que conocí en Iowa cuando tenía trece años. Me localizó en Haverhill y vino a decirme que Charlie Manx ha regresado de entre los muertos y viene a por mí.
 
***
 
 
LA CARA GRANDE, REDONDA Y PELUDA DE LOU TENÍA UNA EXPRESIÓN casi cómica. Cuando Vic le contó que se había encontrado con una mujer salida de su propia imaginación, no se limitó a abrir los ojos. Estos parecieron salírsele de las órbitas como los del personaje de un tebeo que acaba de dar un trago a una botella en la que pone XXX. De haberle salido humo por las orejas, la similitud habría sido perfecta.
A Vic siempre le había gustado tocarle la cara y apenas pudo resistirse a hacerlo ahora. Le resultaba tan tentadora como una pelota de goma a un niño.
Había sido una niña la primera vez que le besó. Ambos lo habían sido, en realidad.
—Pero tronca, ¿qué coño me estás contando? ¿No habías dicho que la bibliotecaria era inventada? Lo mismo que tu puente cubierto.
—Sí. Eso es lo que decidí en el hospital. Que todos esos recuerdos eran imaginarios. Una historia retorcida que me había inventado para protegerme a mí misma de la verdad.
—Pero… No puede ser imaginaria. Estaba en tu casa. Wayne la vio. Se dejó una carpeta. Ahí es donde leyó Wayne lo de Charlie Manx —dijo Lou. Y entonces su enorme cara adoptó una expresión de desconsuelo—. Joder, tía. Se supone que no tenía que contártelo. Lo de la carpeta.
—¿Wayne la ha leído? ¡Mierda! Le dije a la mujer que se la llevara. No quería que Wayne la viera.
—Que no se entere de que te lo he contado —Lou cerró el puño y se golpeó una de sus rodillas elefantiásicas—. Se me da de pena guardar secretos, joder.
—No tienes malicia, Lou. Es una de las razones por las que te quiero.
Lou levantó la cabeza y la miró desconcertado.
—Sí, te quiero. No es culpa tuya que yo la cagara. No es culpa tuya que toda mi vida sea una colosal cagada.
Lou bajó la cabeza y consideró lo que había dicho Vic.
—¿No vas a decirme que no soy tan mala? —preguntó esta.
—Esto… No. Estaba pensando en que los hombres siempre se enamoran de chicas guapas con un historial de equivocaciones. Porque siempre cabe la posibilidad de que cometan una contigo.
Vic sonrió, alargó un brazo por el espacio que les separaba y le cogió la mano.
—Yo tengo un largo historial de equivocaciones, Louis Carmody, pero tú no eres una de ellas. Ay, Lou, estoy hasta las narices de vivir dentro de mi cabeza. Las cagadas son malas y las excusas, aún peor. Eso es lo que las dos versiones de mi vida tienen en común. Lo único. En la primera versión, soy un desastre con patas porque mi madre no me abrazaba lo suficiente y mi padre no me enseñaba a volar cometas, o cosas así. En la otra se me permite ser una puta calamidad…
—Chiss. Calla.
—… y arruinaros la vida a ti y a Wayne…
—Deja de fustigarte.
—… porque todos esos viajes por el Puente del Atajo de alguna manera me dejaron hecha polvo. En primer lugar porque no era un puente seguro y cada vez que lo cruzaba se deterioraba un poco más. Porque es un puente, pero también está en mi cabeza. No espero que lo entiendas. Casi ni lo entiendo yo. Es todo lo de lo más freudiano.
—Freudiano o no, hablas de ello como si fuese real —dijo Lou. Miró hacia la noche que les rodeaba. Tomó aire con una inspiración lenta, como para tranquilizarse—. Entonces ¿es real?
Sí, pensó Vic con doloroso apremio.
—No —dijo—. No puede serlo. Necesito que no lo sea. Lou, ¿te acuerdas de ese tipo que disparó a una congresista en Arizona? ¿Loughner? Pensaba que el gobierno estaba intentando esclavizar a la humanidad controlando la gramática. No tenía ninguna duda de que era así. Veía pruebas por todas partes. Cuando miraba por la ventana y veía a alguien paseando a un perro pensaba inmediatamente que era un espía, alguien que la CIA había enviado para vigilarle. Los esquizofrénicos se inventan recuerdos constantemente: encuentros con gente famosa, raptos, victorias heroicas. Los delirios son así. La química corporal altera tu percepción de la realidad. ¿Te acuerdas de la noche que metí todos los teléfonos en el horno y quemé la casa? Estaba convencida de que me llamaban niños muertos de Christmasland. Oía sonar teléfonos que nadie oía. Oía voces que nadie oía.
—Pero, Vic. Maggie Leigh estuvo en tu casa. La bibliotecaria. Eso no lo imaginaste, Wayne también la vio.
Vic intentó forzar una sonrisa.
—Vale, voy a intentar explicarte cómo puede ser eso. Es más sencillo de lo que piensas. No tiene nada de mágico. Yo tengo estos recuerdos del Puente del Atajo y de la bicicleta que me ayudaba a encontrar cosas. Solo que no son recuerdos, sino alucinaciones, ¿vale? Y en el hospital hacíamos sesiones de terapia de grupo en la que cada uno hablaba de las locuras que se le pasaban por la cabeza. Muchísimos pacientes de ese hospital escucharon mi historia sobre Charlie Manx y el Puente del Atajo. Creo que Maggie Leigh es una de ellas, una de las otras locas. Se enganchó a mi fantasía y se la apropió.
—¿Qué quieres decir con eso de que crees que era paciente del hospital? ¿Estaba en tus sesiones de terapia de grupo o no?
—No recuerdo haberla visto en ninguna. Lo que sí recuerdo es conocerla en una pequeña biblioteca de Iowa. Pero así es como funcionan las alucinaciones. Me paso el día «recordando» cosas —Vic levantó los dedos y dibujó una comillas imaginarias en el aire para subrayar la naturaleza poco fiable de dicho recuerdo—. Son recuerdos que me vienen de repente, como capítulos de esta historia sin pies ni cabeza que escribí en mi imaginación. Pero por supuesto que no tienen nada de cierto. Están inventados sobre la marcha. Mi imaginación me los proporciona y alguna parte de mí decide aceptarlos como hechos de forma instantánea. Maggie Leigh me dijo que la conocí siendo una niña y mi mecanismo alucinatorio enseguida se inventó una historia para respaldarlo, Lou. Hasta recuerdo un acuario que había en su despacho. Tenía un koi enorme dentro y, en el fondo, en lugar de piedras, fichas de Scrabble. Dime si no es una locura.
—Pensaba que te estabas medicando. Que ya estabas bien.
—Las pastillas que tomo no son más que un pisapapeles. Lo único que hacen es sujetar las fantasías. Pero siguen ahí, y en cuanto sopla una racha de viento fuerte empiezan a revolotear, intentando liberarse —le miró a los ojos—. Lou, puedes confiar en mí. Me voy a cuidar. No solo por mí, por Wayne. Estoy bien.
No le dijo que una semana antes se había quedado sin Abilify, el antipsicótico que le habían prescrito, y que había tenido que dosificar las últimas pastillas para no sufrir síndrome de abstinencia. No quería preocuparle más de lo necesario y, además, tenía intención de ir a comprar más al día siguiente por la mañana.
—Y te voy a decir otra cosa. No recuerdo haber conocido a Maggie en el hospital, pero es muy posible que fuera así. Me tenían tan drogada que podían haberme presentado a Barack Obama y no me acordaría. Y Maggie Leigh, que Dios la bendiga, es una lunática. Lo supe en cuanto la vi. Olía a refugio para gente sin hogar y tenía los brazos llenos de cicatrices de haberse chutado o quemado con cigarrillos. O las dos cosas. Probablemente las dos.
Lou pensaba, cabizbajo y con el ceño fruncido.
—¿Y qué pasa si vuelve? Wayne se asustó bastante.
—Mañana nos vamos a New Hampshire. No creo que allí nos encuentre.
—Podríais venir a Colorado. No tienes que vivir conmigo. No tendríamos que vivir juntos, no te estoy pidiendo nada. Pero podríamos buscarte un sitio para que trabajaras en Buscador. El niño podría estar conmigo por el día y contigo por la noche. En Colorado también tenemos árboles y agua, por si no lo sabías.
Vic se recostó en la silla. El cielo estaba nuboso y lleno de humo y las nubes reflejaban las luces de la ciudad, por lo que su fulgor tenía un tono rosa pálido. En las montañas al norte de Gunbarrel, donde Wayne había sido concebido, de noche el cielo se llenaba por completo de estrellas, más de las que podrían verse desde el mar. En lo alto de aquellas montañas había otros mundos. Otras carreteras.
—Me parece bien, Lou —dijo—. Wayne volverá a Colorado en septiembre, para cuando empiece el colegio. Y yo iré con él… si te parece bien.
—Pues claro que me parece bien. ¿Estás loca?
Por un instante, el suficiente para que se le cayera otra flor en el pelo a Vic, ninguno de los dos habló. Después se miraron y rompieron a reír. Vic rio tan fuerte, con tanta libertad, que tuvo que parar para recuperar el aliento.
—Perdona. No he estado muy fino que digamos.
Wayne, a seis metros de allí, se volvió desde la valla para mirarles. En la mano tenía una única bengala de la que salía un tirabuzón de humo. Saludó.
—Vete a Colorado y búscame una casa —le dijo Vic a Lou. Después le devolvió el saludo a Wayne—. Y a finales de agosto Wayne cogerá un avión de vuelta y yo con él. Iría ahora mismo, pero tengo alquilada la casa del lago hasta finales de agosto y ya he pagado tres semanas de campamento.
—Y tienes que terminar de arreglar la moto —dijo Lou.
—¿Te lo ha contado Wayne?
—No solo me lo ha contado. Me ha mandado fotos. Toma.
Lou le alargó su chaqueta.
La cazadora de motorista de Lou era grande y pesada, hecha de una fibra sintética parecida al nailon y con refuerzos rígidos, una armadura de teflón. La primera vez que la rodeó con sus brazos, dieciséis años atrás, Vic había pensado que era la mejor cazadora del mundo. Las solapas delanteras estaba cubiertas con parches deshilachados y desvaídos: ROUTE 66, SOUL, un escudo del Capitán América. Olía a Lou, olía a casa. A árboles, sudor, grasa y a las brisas dulces y límpidas que silbaban entre los pasos de montaña.
—Igual te sirve para no matarte —dijo Lou—. Úsala.
Y en aquel momento el cielo sobre el puerto palpitó con un fogonazo color rojo intenso. Un cohete detonó en un estallido ensordecedor. El firmamento se abrió y llovieron chispas blancas.
Empezó el estruendo.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:49

 I-95
VEINTICUATRO HORAS DESPUÉS VIC, WAYNE Y HOOPER VOLVIERON en coche al lago Winnipesaukee. Llovió todo el día, un fuerte chaparrón de verano que aporreaba el asfalto y obligaba a Vic a conducir a menos de ochenta kilómetros por hora.
Ya había cruzado la frontera interestatal con New Hampshire cuando se dio cuenta de que se le había olvidado ir a la farmacia a por más Abilify.
Tuvo que hacer uso de toda su capacidad de concentración para ver la carretera y no salirse del carril. Pero incluso si hubiera estado mirando por el espejo retrovisor no habría identificado el coche que la seguía a doscientos metros de distancia. De noche los faros se parecen mucho los unos a los otros.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:51

Lago Winnipesaukee
WAYNE SE DESPERTÓ EN LA CAMA DE SU MADRE ANTES DE TIEMPO. Algo le había sobresaltado y sacado del sueño, pero no supo qué era hasta que lo oyó de nuevo: toc, toc, toc, alguien que golpeaba con suavidad la puerta del dormitorio.
Tenía los ojos abiertos pero no se sentía despierto, una impresión que le acompañaría el resto del día, de manera que las cosas que veía u oía tenían la cualidad mágica propia de los sueños. Todo lo que ocurría parecía hiperreal y cargado de significados ocultos.
No recordaba haberse dormido en la cama de su madre, pero tampoco le sorprendió encontrarse allí. A menudo Vic lo trasladaba después de que se hubiera dormido. Wayne aceptaba que su compañía era a veces algo necesario, como una manta extra en una noche fría. Pero ahora su madre no estaba en la cama. Casi siempre se despertaba antes que él.
—¿Hola? —dijo frotándose los ojos con los nudillos.
Los golpes cesaron… y empezaron de nuevo, de una manera titubeante, casi interrogante. ¿Toc, toc, toc?
—¿Quién es? —preguntó Wayne.
Dejaron de llamar. La puerta se abrió unos centímetros y una sombra trepó por la pared, la silueta de un hombre de perfil. Wayne vio el arco marcado de la nariz y la frente curva a lo Sherlock Holmes de Charlie Manx.
Intentó gritar. Intentó llamar a su madre. Pero el único sonido que fue capaz de emitir fue un ridículo silbido, una suerte de cascabeleo, como un engranaje suelto dentro de una máquina vieja.
En la fotografía de la policía Charlie Manx había mirado hacia la cámara, con ojos saltones y el labio superior apretado contra el inferior de manera que parecía un tonto desconcertado. Wayne no sabía qué aspecto tenía de perfil, y sin embargo reconoció su sombra de un solo vistazo.
La puerta se abrió un poco más y sonó de nuevo el toc, toc, toc. Wayne se esforzó por respirar. Quería decir algo —¡Por favor, ayuda!—, pero aquella sombra le dejaba mudo, como si tuviera una mano tapándole la boca.
Cerró los ojos, tomó aire con desesperación y gritó:
—¡Vete!
Escuchó la puerta abrirse un poco más con un lamento de bisagras. Una mano se apoyó pesadamente en la cama, a la altura de la rodilla de Wayne. Este emitió un quejido lastimero y apenas audible. Abrió los ojos y miró. Era Hooper.
El perro grande y pálido le miraba preocupado con las pezuñas apoyadas en la cama. Su mirada húmeda era de tristeza, de consternación incluso.
Wayne miró hacia la puerta entreabierta, pero la sombra de Manx había desaparecido. Parte de Wayne comprendía que nunca había estado allí, que su imaginación la había creado a partir de una sombra sin significado. Pero otra parte estaba segura de haberla visto, un perfil tan nítido que podía haber estado dibujado con tinta en la pared. La puerta estaba lo bastante abierta como para permitirle ver el pasillo que recorría toda la casa. No había nadie.
Y sin embargo estaba convencido de haber oído que llamaban a la puerta, eso no podía haberlo imaginado. Y mientras miraba hacia el pasillo, el ruido empezó de nuevo, toc, toc, toc, y entonces comprobó que Hooper estaba golpeando el suelo con el rabo.
—Oye, chaval —dijo mientras le acariciaba la suave parte posterior de las orejas—. Me has asustado, que lo sepas. ¿Qué buscas?
Hooper siguió mirándole. Si alguien le hubiera pedido a Wayne que describiera la expresión de la cara grande y fea de Hooper, habría contestado que era como si estuviera diciendo que lo sentía. Pero lo más probable es que tuviera hambre.
—Te voy a dar de comer. ¿Es eso lo que quieres?
Hooper hizo un ruido, un resuello sibilante, el sonido de un engranaje desdentado que no consigue engancharse.
Solo que… no. Wayne ya había oído aquel sonido, momentos antes además. Había pensado que lo había hecho él mismo. Pero no salía de él ni tampoco de Hooper. Estaba fuera, en alguna parte de la oscuridad del amanecer.
Y Hooper seguía mirándole a la cara con ojos suplicantes e infelices. Lo siento mucho, le decían los ojos. Quería ser un perro bueno. Quería ser tu perro bueno. Wayne escuchó este pensamiento en su cabeza como si Hooper lo estuviera diciendo, igual que el perro parlante de un tebeo.
Empujó a Hooper a un lado, se levantó y miró por la ventana, al jardín delantero. Fuera estaba tan oscuro que al principio no vio más que su débil reflejo en el cristal.
Y entonces el Cíclope abrió un ojo tenebroso al otro lado del cristal, a menos de dos metros de distancia.
A Wayne se le agolpó la sangre en la cabeza y por segunda vez en tres minutos notó como un aullido le subía por la garganta.
El ojo se abrió, despacio y por completo, como si el Cíclope se estuviera despertando en ese momento. Brillaba con un tono sucio a medio camino entre el naranja Tang y la orina. Entonces y antes de que a Wayne le diera tiempo a gritar, empezó a esfumarse hasta que solo quedó un iris color cobrizo reluciendo en la oscuridad. Un instante después desapareció por completo.
Wayne exhaló nervioso. Un faro. Era el faro delantero de la motocicleta.
Su madre se puso en pie junto a esta y se retiró el pelo de la cara. Vista a través del cristal viejo y ondulado no parecía estar de verdad allí, era como su propio fantasma. Llevaba una camiseta blanca sin mangas y con dos tiras anudadas tras el cuello, pantalones cortos de algodón desgastados y sus tatuajes. En la oscuridad resultaba imposible distinguir los detalles de aquellos tatuajes. Era como si llevara la noche adherida a la piel. Pero Wayne siempre había sabido que su madre tenía un lado oscuro y oculto.
Hooper estaba con ella, agitando la cola y chorreando. Estaba claro que acaba de salir del lago. A Wayne le llevó un momento darse cuenta de que Hooper estaba con su madre, lo que no tenía sentido, porque Hooper seguía allí, a su lado. Solo que cuando se volvió a mirar se dio cuenta de que estaba solo.
No le dio mayor importancia. Seguía demasiado cansado. Igual le había despertado un perro de un sueño. Igual se estaba volviendo loco, como su madre.
Se puso unos pantalones vaqueros cortados a la altura de la rodilla y salió al fresco que precede al amanecer. Su madre estaba trabajando en la moto, con un trapo en una mano y una herramienta rara en la otra, aquella llave que más parecía un gancho o una daga curva.
—¿Cómo es que me he despertado en tu cama? —preguntó.
—Una pesadilla —dijo Vic.
—No me acuerdo de haber tenido ninguna pesadilla.
—Es que no eres tú el que la ha tenido.
Pájaros oscuros volaban surcando a gran velocidad la niebla que reptaba sobre la superficie del lago.
—¿Has encontrado la bujía rota? —preguntó Wayne.
—¿Cómo sabes que es una bujía rota?
—No sé. Por cómo ha sonado cuando intentabas darle la vuelta.
—¿Pasas tiempo en el taller? ¿Trabajando con papá?
—A veces. Dice que le soy útil porque tengo las manos pequeñas. Puedo meterlas y desenroscar piezas a las que él no llega. Se me da genial desmontar cosas. Montarlas no tanto.
—Bienvenido al club —dijo Vic.
Se pusieron a trabajar en la moto. Wayne no estaba seguro de cuánto tiempo, solo de que cuando pararon hacía calor y el sol estaba muy por encima de la línea de los árboles. Mientras trabajaron casi no hablaron. Daba igual. No había razón alguna para estropear el esfuerzo grasiento y los nudillos desollados que acompañaban la reparación de una moto hablando de sentimientos, de papá o de chicas.
En determinado momento Wayne se sentó sobre los talones y miró a su madre. Esta estaba de grasa hasta los codos y también tenía tiznada la nariz. En la mano derecha le sangraban varios arañazos. Wayne estaba puliendo el tubo de escape sucio de óxido con un estropajo de aluminio y se detuvo para echarse un vistazo. Estaba igual de sucio que su madre.
—No sé cómo nos vamos a quitar toda esta roña —dijo.
—Tenemos un lago —dijo Vic apartándose un mechón de pelo y señalando hacia este con un gesto de la cabeza—. Te propongo una cosa. Si llegas a la boya antes que yo, te invito a desayunar en el Greenbough.
—¿Y si me ganas tú a mí, qué sacas?
—El placer de demostrar que una mujer anciana todavía puede darle una paliza a un chisgarabís.
—¿Qué es un chisgarabís?
—Es un…
Pero Wayne ya había echado a correr mientras se agarraba la camiseta, se la sacaba por la cabeza y se la tiraba a Hooper a la cara. Sus piernas corrían rápidas, acompasadas y sus pies descalzos se deslizaban por el rocío brillante de la hierba crecida.
Vic echó a correr también y cuando lo alcanzó le sacó la lengua. Llegaron al embarcadero al mismo tiempo. Sus pies desnudos resonaron en los tablones.
A mitad de camino Vic extendió un brazo, le puso una mano a Wayne en el hombro y le empujó. Este la oyó reír mientras se tambaleaba e intentaba conservar el equilibrio pedaleando en el aire con los brazos. Cayó al agua y se hundió en un verde turbio. Un instante después escuchó el plaf bajo y profundo de su madre tirándose detrás de él.
Pataleó y salió a la superficie, escupiendo, y empezó a nadar lo más deprisa que pudo hacia la boya, una gran plataforma de tablones grises y astillados apoyada en bidones de gasolina oxidados. Tenía aspecto de ser una amenaza para el medioambiente. Hooper aullaba furioso desde el embarcadero. Por lo general Hooper desaprobaba la diversión, excepto cuando el que se divertía era él.
Wayne estaba a punto de alcanzar la boya cuando se dio cuenta de que estaba solo en el lago. El agua era una plancha de cristal negro. No se veía a su madre por ninguna parte. No estaba.
—¿Mamá? —llamó. No estaba asustado—. ¿Mamá?
—Has perdido —dijo Vic con voz profunda, hueca, con eco.
Wayne buceó, aguantó la respiración, se impulsó debajo del agua y salió debajo de la boya.
Su madre estaba allí, en la oscuridad, la cara brillándole por el agua, el pelo reluciente. Cuando Wayne llegó a su lado le sonrió.
—Mira —dijo—. He encontrado un tesoro.
Señaló una tela de araña temblorosa, al menos de medio metro de ancho con mil cuentas brillantes de plata, ópalo y diamante.
—¿Podemos ir a desayunar de todas maneras?
—Sí —dijo Vic—. No nos queda más remedio. Ganarle a un chisgarabís tiene muchas cosas buenas, pero no llena el estómago.


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Mensaje por Veritoj.vacio Dom 8 Oct - 23:53

 Camino de grava
 
SU MADRE ESTUVO TODA LA TARDE TRABAJANDO EN LA MOTO.
El cielo era de color migraña. En un momento dado se escucharon truenos, un bum y un pum, como un camión pesado cruzando un puente de hierro. Wayne esperó a que lloviera.
No llovió.
—¿A veces no preferirías haber adoptado una Harley-Davidson en vez de tener un niño? —le preguntó a Vic.
—Habría sido más barata de alimentar —repuso esta—. Pásame ese trapo.
Wayne se lo pasó.
Vic se limpió las manos, encajó el asiento de cuero encima de la batería nueva y se subió. Con los vaqueros cortos y las grandes botas negras de motociclista, los tatuajes garabateados en los brazos y piernas no tenía pinta de una mujer a la que alguien pudiera llamar «mamá».
Giró la llave y le dio al interruptor. El Cíclope abrió el ojo.
Vic apoyó un pie en el pedal de acelerar, se enderezó y se dejó caer con fuerza. La moto estornudó.
—Salud —dijo Wayne.
Vic se levantó y volvió a dejarse caer. El motor exhaló, expulsó polvo y hojas por los tubos de escape. A Wayne no le gustaba que apoyara todo el peso del cuerpo en el pedal. Le daba miedo que algo se rompiera. No necesariamente la moto.
—Venga —dijo Vic en voz baja—. Las dos sabemos por qué te encontró mi hijo, así que vamos a ello.
Pisó otra vez el pedal, y otra más y el pelo le cayó sobre la cara. El arranque carraspeó y el motor soltó un pedo débil, breve y sordo.
—No pasa nada si no funciona —dijo Wayne. De repente no le gustaba nada aquello. De repente le parecía una locura, de la clase que no había visto hacer a su madre desde que era pequeño—. Luego lo intentas otra vez, ¿vale?
Vic le ignoró. Se levantó y colocó la bota justo encima del acelerador.
—Vámonos de expedición de búsqueda, tía —increpó Vic a la moto dándole una patada—. Dime algo.
El motor se encendió con un gran estrépito y empezó a salir humo azul de los tubos de escape. Wayne estuvo a punto de caerse del poste de la valla en el que estaba sentado. Hooper agachó la cabeza y después ladró asustado.
Vic aceleró al máximo y el motor rugió. Daba miedo, el ruido que hacía. Pero también era emocionante.
—¡FUNCIONA! —gritó Wayne.
Vic asintió.
—¿QUÉ ESTÁ DICIENDO? —aulló Wayne.
Vic le miró sin comprender.
—LE HAS PEDIDO QUE TE DIJERA ALGO. ¿QUÉ TE DICE? NO HABLO EL IDIOMA DE LAS MOTOS.
—AH —dijo Vic—. HI-YO, SILVER.
 
***
 
 
—VOY A POR MI CASCO —GRITÓ WAYNE.
—TÚ NO VIENES.
Los dos gritaban para hacerse oír por encima del ruido del motor azotando el aire.
—¿POR QUÉ NO?
—TODAVÍA NO ES SEGURO. NO VOY A IR LEJOS. VUELVO EN CINCO MINUTOS.
—¡ESPERA! —gritó Wayne. Levantó un dedo y echó a correr hacia la casa.
El sol era un punto blanco y frío que brillaba entre montones de nubes bajas.
Vic quería moverse. La necesidad de salir a la carretera era una insoportable picazón, tan difícil de ignorar como una mordedura de mosquito. Quería salir a la carretera, ver de lo que era capaz la moto. Ver lo que encontraba.
La puerta principal se cerró. Su hijo corría hacia ella llevando un casco y la cazadora de Lou.
—VUELVE VIVA, ¿VALE? —dijo.
—ESE ES EL PLAN —dijo Vic. Después se puso la cazadora y añadió—. ENSEGUIDA ESTOY AQUÍ. NO TE PREOCUPES.
Wayne asintió.
El mundo vibraba a su alrededor por la fuerza del motor. Los árboles, la carretera, el cielo, la casa, todo temblaba con furia como a punto de hacerse añicos. Ya había colocado la moto mirando hacia la carretera.
Se encajó el casco y se dejó la cazadora sin cerrar.
Antes de que soltara el freno, su hijo se agachó delante de la moto y cogió algo del suelo.
—¿QUÉ PASA? —preguntó Vic.
Wayne se lo dio, era aquella llave inglesa con forma de cuchillo curvo y la palabra TRIUMPH grabada. Vic le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y se la metió en el bolsillo de los pantalones.
—VUELVE —dijo Wayne.
—ESTATE AQUÍ CUANDO LO HAGA —dijo Vic.
Después levantó el pie, metió primera y se puso en marcha.
En cuanto lo hizo, el mundo dejó de temblar. La valla de troncos quedó atrás, a su derecha. Al llegar a la carretera se inclinó hacia un lado y fue como ir en un avión. No tenía la sensación de estar tocando el asfalto.
Metió segunda. A su espalda la casa se hizo pequeña. Volvió la cabeza y echó un último vistazo. Wayne le decía adiós con la mano desde el camino de entrada. Hooper estaba en la calle mirándola con una curiosa expresión de desesperanza.
Vic aceleró y metió tercera, la Triumph saltó y tuvo que agarrarse al manillar para no caerse. Le asaltó un pensamiento, el recuerdo de una camiseta de ciclista que había tenido durante un tiempo y que decía: SI PUEDES LEER ESTO, ES QUE ME HE CAÍDO.
Llevaba la cremallera de la cazadora abierta, por lo que recogía el aire y se hinchaba a su alrededor como un globo. Entró en un banco de niebla baja.
No vio las luces de dos faros muy juntos que avanzaban por la carretera detrás de ella, brillando tenues en la bruma.
Tampoco las vio Wayne.


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Mensaje por citlalic_mm Lun 9 Oct - 15:07

06 -10 - 2017

Ahora si todo se vuelve mas claro, y si esta en la ecerrado tambien puede hacer daño???, en esta lecurtura todo se puede Lectura #1 Octubre 2017  - Página 4 1325472697



07 - 10 - 2017


y ahora quieren tunear el carro, no por favor que no ven que todo regresaria para bien o para mal...


* Regreso con el coment de hoy pronto...
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Mensaje por yiniva Lun 9 Oct - 16:46

ok, Bing esta completamente loco, Charlie que es un vampiro o que, como puede estar vivo después de la autopsia, Maggie solo quería ayudar y Vic no la escucho, yo solo quiero que no le pase nada a Wayne


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 16:50

jymm escribió:ok, Bing esta completamente loco, Charlie que es un vampiro o que, como puede estar vivo después de la autopsia, Maggie solo quería ayudar y Vic no la escucho, yo solo quiero que no le pase nada a Wayne
Si, es como un vampiro, por eso la matricula, usa a los niños todavia no se de que forma para mantenerse vivo


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Mensaje por yiniva Lun 9 Oct - 17:03

Veritoj.vacio escribió:
jymm escribió:ok, Bing esta completamente loco, Charlie que es un vampiro o que, como puede estar vivo después de la autopsia, Maggie solo quería ayudar y Vic no la escucho, yo solo quiero que no le pase nada a Wayne
Si, es como un vampiro, por eso la matricula, usa a los niños todavia no se de que forma para mantenerse vivo
Pero que significa la matrícula.... por eso lo de
[size=32]los dientes que los describe puntiagudos,  [/size]
[size=32]Cres que Wayne pueda ser especial como Vic[/size]


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 17:19

jymm escribió:
Veritoj.vacio escribió:
jymm escribió:ok, Bing esta completamente loco, Charlie que es un vampiro o que, como puede estar vivo después de la autopsia, Maggie solo quería ayudar y Vic no la escucho, yo solo quiero que no le pase nada a Wayne
Si, es como un vampiro, por eso la matricula, usa a los niños todavia no se de que forma para mantenerse vivo
Pero que significa la matrícula.... por eso lo de
[size=32]los dientes que los describe puntiagudos,  [/size]
[size=32]Cres que Wayne pueda ser especial como Vic[/size]
La matricula significa Nosferatu, que es el primer vampiro de las peliculas.
Algo les hace a los niños, por eso Maggie le dijo a Vic que los convertia en algo que ya no eran humanos cuando dejaban el auto. No se si Wayne es especial. Pero lo andan buscando tambien


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:41

Interestatal 3
 
DEJÓ ATRÁS ÁRBOLES, CASAS Y KILÓMETROS, FORMAS BORROSAS solo adivinadas entre la niebla.
No pensaba en nada. La moto la alejaba de cualquier pensamiento. Había sabido que sería así, en cuanto la vio en la cochera supo que sería lo bastante rápida y potente para alejarla del lado malo de sí misma, el lado que se obstinaba por encontrarle lógica a las cosas.
Cambió de marcha con el pie una vez, y otra y otra, y la Triumph saltó, engullendo la carretera bajo sus ruedas.
La niebla se espesaba contra Vic, soplándole en la cara. Era perlada, evanescente y la luz del sol intentaba traspasarla desde algún lugar situado en lo alto y a la izquierda, proyectando un fulgor que hacía brillar todo a su alrededor.
La carretera húmeda silbaba como electricidad estática bajo las ruedas.
Un dolor suave, delicado casi, le acariciaba el ojo izquierdo.
Entre las brumas cambiantes vio un cobertizo, un edificio alargado, alto e inclinado. Por efecto de la bruma parecía estar en mitad de la carretera y no a unos cien metros de esta, aunque Vic sabía que la autopista torcería a la izquierda enseguida y lo dejaría atrás. Tanto le recordaba a su puente imaginario que estuvo a punto de sonreír.
Agachó la cabeza y escuchó el susurro de los neumáticos sobre el asfalto húmedo, ese sonido que tanto se parecía al parásito, al que salía de la radio. ¿Qué escuchaba uno cuando sintonizaba ruido blanco?, se preguntó. Creyó recordar haber leído en alguna parte que era la radiación de fondo en la que se bañaba el universo entero.
Esperaba que la carretera girara a la izquierda y rodeara el cobertizo, pero continuaba recta. Aquella forma alta, oscura y angular se alzó ante sus ojos hasta que Vic estuvo dentro de su sombra. No era ningún cobertizo, y Vic no se dio cuenta de que la carretera conducía directamente allí hasta que fue demasiado tarde para evitarlo. La niebla se oscureció y bajó de temperatura hasta resultar tan fría como un chapuzón en el lago.
Los tablones vibraron bajo las ruedas y luego se escuchó algo parecido a un tiroteo.
La niebla se disipó en cuando la moto entró en el puente. Vic aspiró el aire y percibió el hedor a murciélago.
Llevó el talón al freno y cerró los ojos. Esto no está pasando, se susurró a sí misma.
El pedal del freno bajó del todo, se mantuvo un momento y después se desprendió y cayó sobre los tablones con un golpe profundo y hueco. Le siguieron una tuerca y una colección de arandelas.
El cable que llevaba el líquido de frenos aleteaba contra la pierna de Vic, salpicándola. El talón de su bota tocaba los tableros gastados y era como meter el pie en una trilla del siglo XIX. Una parte de ella seguía insistiendo en que todo aquello no eran más que alucinaciones. Otra parte notaba la bota chocar contra el puente y comprendía que las alucinaciones la partirían en dos si se bajaba de la moto.
Tuvo tiempo de mirar hacia abajo y hacia atrás en un intento por procesar lo que ocurría. Una junta salida de alguna parte revoloteó por el aire y dibujó un arco caprichoso en las sombras. La rueda delantera cabeceó. El mundo balbuceaba alrededor de Vic, la rueda trasera de la moto derrapaba, patinaba a gran velocidad sobre los tablones sueltos.
Se levantó del asiento y echó el peso del cuerpo a la izquierda, sujetando la moto más a base de voluntad que de fuerza. Esta patinó lateralmente, haciendo temblar los tablones. Por fin las ruedas se agarraron y entonces la moto se detuvo con una sacudida y estuvo a punto de volcar. Vic consiguió poner un pie en el suelo y sostenerla, aunque a duras penas, apretando los dientes y forcejando con el peso.
Sus jadeos resonaron en el interior del Puente del Atajo similar a un cobertizo, que seguía igual que la última vez que lo había visto, dieciséis años atrás.
Vic tiritó, sudorosa y fría dentro de la gruesa cazadora de motociclista.
—Esto no es real —dijo, y cerró los ojos.
Escucho el suave batir de alas de murciélago en el techo.
—Esto no es real —repitió.
El ruido blanco silbaba con suavidad al otro lado de las paredes.
Se concentró en respirar, inhalando despacio y de forma controlada, luego espirando con los labios apretados. Se bajó de la moto y la sujetó por el manillar.
Abrió los ojos pero mantuvo la vista fija en el suelo. Vio los tablones viejos, color marrón grisáceo, desgastados. Vio el parpadeo de la electricidad estática entre los tablones.
—Esto no es real —dijo por tercera vez.
Cerró de nuevo los ojos y giró la moto de manera que apuntara al lugar por donde había venido. Echó a andar. Notaba la madera hundirse bajo sus pies por el peso de la Triumph Boneville. Le dolían los pulmones y le costaba tomar aire, se encontraba mal. Iba a tener que volver a ingresar en el hospital psiquiátrico. Después de todo no iba a poder ser una madre para Wayne. Este pensamiento casi le cerró la garganta por el dolor.
—Esto no es real. No hay ningún puente. He dejado la medicación y estoy viendo cosas. Eso es todo.
Dio un paso, otro más y otro y entonces abrió los ojos y se encontró en la carretera empujando una moto estropeada.
Cuando volvió la cabeza, solo vio autopista.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:45

 La Casa del Lago
LA NIEBLA DE ÚLTIMA HORA DE LA TARDE ERA COMO UNA CAPA que se abría para dejar pasar a Vic McQueen y a su súper bólido y se cerraba inmediatamente después, engullendo incluso el sonido del motor.
—Venga, Hooper —dijo Wayne—. Vamos dentro.
Hooper se quedó en el borde de la carretera mirándole sin comprender.
Wayne le llamó otra vez ya dentro de la casa. Sujetó la puerta para que el perro entrara pero, en lugar de ello, Hooper giró su enorme cabeza peluda y miró carretera abajo, aunque no en la dirección en la que se había marchado la madre de Wayne.
Este no entendía lo que estaba mirando. ¿Cómo saber lo que veían los perros? ¿Qué significaban para ellos las sombras en la niebla? ¿Qué ideas extrañas y supersticiosas se harían de ellas? Wayne estaba convencido de que los animales eran igual de supersticiosos que los humanos. Más, incluso.
—Tú mismo —dijo, y cerró la puerta.
Se sentó frente al televisor con el iPhone en la mano y estuvo unos minutos intercambiando mensajes de texto con su padre:
 Lectura #1 Octubre 2017  - Página 4 Mensaj10


 Y no había nada que añadir. Wayne cogió el mando a distancia, encendió el televisor y encontró un canal donde ponían Bob Esponja. Aunque su postura oficial era que era demasiado mayor para que le gustara Bob Esponja, cuando su madre no estaba podía olvidarse de la postura oficial y hacer lo que le apetecía.
Hooper ladró.
Wayne se levantó y fue hasta el ventanal, pero no vio a Hooper por ninguna parte. El enorme perro había desaparecido entre los vapores blanco acuoso.
Wayne escuchó con atención preguntándose si no estaba volviendo la moto. Tenía la sensación de que su madre llevaba fuera más de cinco minutos.
Entonces se fijó en el reflejo del televisor en la ventana. Bob Esponja llevaba una bufanda de Papá Noel. Papá Noel hundía un gancho de acero en el cerebro de Bob Esponja y después lo metía en su saco de los juguetes.
Wayne giró la cabeza, pero en la pantalla Bob Esponja estaba hablando con Patricio y no había ningún Papá Noel.
Se disponía a volver al sofá cuando escuchó a Hooper en la puerta por fin, llamando con el rabo, toc, toc, toc igual que había hecho por la mañana.
—Voy —dijo—. Tranquilo.
Cuando abrió la puerta no se encontró con Hooper, sino con un hombre gordo y peludo vestido con un chándal negro de rayas doradas y arremangado hasta los codos. Tenía la cabeza llena de calvas, como si fuera sarnoso, y los ojos le sobresalían por encima de una nariz ancha y chata.
—Hola —dijo—. ¿Podría hacer una llamada? Hemos tenido un accidente horroroso. Acabamos de atropellar a un perro con nuestro coche.
Hablaba a trompicones, como un hombre leyendo algo que lleva apuntado pero al que le cuesta identificar las palabras.
—¿Qué? —preguntó Wayne—. ¿Qué ha dicho?
El hombre feo le miró preocupado y dijo:
—¿Hola?, ¿podría hacer una llamada? Hemos tenido un accidente horroroso. Acabamos de atropellar a un perro. ¡Con nuestro coche!
Eran las mismas palabras de antes, pero con los acentos puestos en distintos sitios, como si no estuviera seguro de cuál de las frases era una pregunta y cuál una afirmación.
Wayne miró más allá del feo hombrecillo. En la carretera vio lo que parecía una alfombra blanca sucia enrollada delante de un coche. Con el humo pálido y los bancos de niebla era difícil distinguir tanto el coche como el bulto blanco. Solo que el bulto no era una alfombra, claro. Wayne sabía exactamente lo que era.
—No lo vimos y estaba en medio de la carretera. Le hemos dado con el coche —dijo el hombrecillo gesticulando hacia el coche.
En la niebla había un hombre alto, cerca del neumático delantero derecho. Estaba inclinado hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas y examinando al perro de manera que podría llamarse especulativa, como si medio esperara que Hooper se levantase.
El hombrecillo se miró la palma de la mano un instante, luego levantó la vista y dijo:
—Ha sido un terrible accidente —sonrió esperanzado—. ¿Puedo llamar por teléfono?
—¿Qué? —dijo Wayne de nuevo, aunque había oído al hombre perfectamente a pesar de que le pitaban los oídos. Y además, había dicho la misma cosa, tres veces ya, y sin casi ninguna variación—. ¿Hooper? ¿Hooper?
Apartó al hombrecillo para que le dejara pasar. No corrió, sino que caminó despacio, con paso sobresaltado y rígido.
Era como si Hooper se hubiera tumbado de lado y quedado dormido delante del coche. Tenía las patas estiradas. El ojo izquierdo estaba abierto, mirando al cielo, velado y opaco, pero cuando Wayne se acercó se movió. Seguía vivo.
—Ay, colega —dijo Wayne. Cayó de rodillas—. Hooper.
En el resplandor de los faros la niebla parecía adoptar la forma de pequeños granos de arena temblando en el aire. Demasiado ligeros para posarse, revoloteaban como una lluvia que no termina de caer.
Hooper sacó la lengua y de la boca le salió una baba espesa. El vientre subía y bajaba con la respiración rápida y jadeante. Wayne no veía sangre por ninguna parte.
—Ay, señor —dijo el hombre que había estado observando al perro—. ¡Esto sí que es tener mala pata! Cómo lo siento, pobrecillo. Aunque puedes estar seguro de que no sabe lo que le ha pasado. Por lo menos es un consuelo.
Wayne miró al hombre que estaba delante del coche. Llevaba botas negras que le llegaban casi hasta las rodillas y un abrigo con faldones e hileras de botones dorados en ambas solapas. Al levantar la vista para mirarle Wayne se fijó también en el coche. Era una antigüedad, una vieja gloria, habría dicho su padre.
El hombre alto llevaba un martillo plateado en la mano derecha, un martillo del tamaño de un mazo de croquet. La camisa debajo de la chaqueta era de muaré blanco, tan suave y sedosa como leche recién servida.
Wayne levantó la vista del todo. Charlie Manx le miraba con ojos grandes y fascinados.
—Que Dios bendiga a los perros y a los niños —dijo—. Este mundo es un lugar demasiado cruel para ellos. El mundo es un ladrón que te roba la infancia y también los mejores perros. Pero créeme, este ya va camino del cielo.
Charlie Manx seguía pareciéndose a la fotografía de la policía, aunque era más viejo, viejo tirando a viejísimo. Unos pocos cabellos plateados le cruzaban el cráneo desnudo y lleno de manchas. Sus labios exiguos dejaban ver una lengua horriblemente pálida, tan blanca como la piel muerta. Era tan alto como Lincoln y estaba igual de muerto. Wayne notaba su olor a muerte, el hedor de la putrefacción.
—No me toque —dijo.
Se levantó con piernas temblorosas y dio un paso atrás antes de chocarse con el hombre feo y pequeño situado a su espalda. Este le sujetó por los hombros y le obligó a seguir mirando a Manx.
Wayne giró la cabeza para apartar la vista. De haber tenido aire en los pulmones habría gritado. El hombre detrás de él ahora tenía una cara distinta. Llevaba una máscara de goma con una válvula grotesca en lugar de boca y ventanas de plástico brillante a modo de ojos. Si los ojos eran una ventana al alma, entonces el Hombre Enmascarado representaba el vacío más total.
—¡Socorro! —gritó Wayne—. ¡Que alguien me ayude!
—Eso es precisamente lo que quiero hacer —dijo Charlie Manx.
¡Socorro! —gritó de nuevo Wayne.
—Socorro, auxilio. Peporro, Emilio —dijo el Hombre Enmascarado—. Sigue gritando y vas a ver lo que te pasa, pringado. Te vas a quedar sin postre por gritón.
¡SOCORRO! —chilló Wayne.
Charlie Manx se tapó los oídos y puso cara de dolor.
—Mira que haces ruido, niño.
—Niños gritones los hay a montones —dijo el Hombre Enmascarado—. Niños que montan follón se quedan sin diversión.
Wayne quería vomitar. Abrió la boca para chillar una vez más, pero Manx le puso un dedo en los labios. Chiss. El olor casi le dio arcadas. Era olor a formaldehído y a sangre.
—No voy a hacerte daño. Nunca le haría daño a un niño. No hace falta que grites tanto. A mí quien me interesa es tu madre. Estoy seguro de que eres un niño estupendo. Todos los niños lo son… durante un tiempo. En cambio tu madre es una traidora mentirosa que ha dado falsos testimonios en mi contra. Pero no solo eso. Yo también tengo niños y tu madre me ha mantenido alejado de ellos años y años. He pasado una década sin ver sus dulces caras sonrientes, aunque les oía llorar en sueños. Les oía llamarme y sé que han pasado hambre. No puedes imaginarte lo que es saber que tus hijos están pasando necesidades y no poder ayudarles. Bastaría para volver loco a un hombre cuerdo. ¡Claro que muchos dirán que a mí no me falta demasiado para estar loco!
Ante esto, los dos hombres rieron.
—Por favor —dijo Wayne—, déjenme.
—¿Quiere que le gasee, señor Manx? ¿No es hora de aspirar un poco de jengibre?
Manx cruzó las manos a la altura de la cintura y frunció el ceño.
—Puede que una siestecita sea buena idea. Es difícil razonar con un niño cuando está tan alterado.
El Hombre Enmascarado empezó a tirar de Wayne hacia la parte delantera del coche. Wayne vio que se trataba de un Rolls-Royce y recordó uno de los artículos de periódico de Maggie Leigh, el que hablaba de un hombre que había desaparecido en Kentucky junto con un Rolls del 1938.
—¡Hooper! —gritó.
Pasó a rastras junto al perro, que giró la cabeza como para atrapar una mosca, moviéndose con más vitalidad de la que Wayne había esperado. A continuación mordió al Hombre Enmascarado. Le clavó los colmillos en el tobillo.
El Hombre Enmascarado chilló y se tambaleó. Por un instante Wayne pensó que podría soltarse, pero el hombrecillo tenía brazos largos y poderosos, como los de un babuino y le sujetaba por la garganta.
Au, señor Manx —dijo el Hombre Enmascarado —. Me está mordiendo. ¡El perro me está mordiendo! ¡Me ha clavado los dientes!
Manx levantó el martillo plateado y lo dejó caer sobre la cabeza de Hooper igual que un hombre midiendo sus fuerzas en una atracción de feria, intentando hacer sonar la campana. El cráneo de Hooper crujió igual que una bombilla bajo el tacón de una bota. Manx le golpeó de nuevo para asegurarse. El Hombre Enmascarado liberó la pierna, se giró y le asestó a Hooper una patada con todas sus fuerzas.
—¡Perro asqueroso! —gritó—. Espero que te haya dolido. ¡Espero que te haya dolido mucho!
Cuando Manx se enderezó había sangre fresca y brillante formando una tosca Y en su camisa. Le empapaba la seda y manaba de alguna herida que tenía en el pecho.
—Hooper —dijo Wayne. Quería haberlo gritado, pero le salió como un susurro, apenas audible incluso para él.
El pelo blanco de Hooper estaba todo teñido de rojo. Era como sangre sobre la nieve. Wayne no se sentía capaz de mirarle la cabeza.
Manx se inclinó sobre el perro, jadeando.
—Bueno… pues se terminaron las correrías para este cachorro.
—Ha matado a Hooper —dijo Wayne.
—Sí. Eso parece —admitió Charlie Manx—. Pobrecillo, qué lástima. Siempre he intentado ser amigo de los perros y de los niños. Intentaré compensarte, hombrecito. Te debo una. Métele en el coche, Bing, y dale algo para que olvide sus preocupaciones.
El Hombre Enmascarado empujó a Wayne y le siguió cojeando, intentando no poner peso en el tobillo derecho.
La puerta trasera del Rolls chasqueó y se abrió de par en par. No había nadie dentro. Nadie había tocado el picaporte. Wayne estaba desconcertado —perplejo incluso—, pero no le dio más vueltas. Los acontecimientos se precipitaban y no podía permitirse el lujo de pararse a pensar en ello.
Sabía que si se metía en aquel coche, nunca saldría de él. Sería como entrar en su propia tumba. Hooper había tratado de enseñarle que incluso cuando parecía que estabas acabado, podías enseñar los dientes.
Volvió la cabeza y le clavó los dientes al hombre gordo en el antebrazo. Cerró la mandíbula y mordió hasta que notó sabor a sangre.
El Hombre Enmascarado aulló.
—¡Me duele! ¡Me está haciendo daño!
Mientras abría y cerraba la mano. Wayne vio en primer plano las letras que el Hombre Enmascarado llevaba escritas con tinta negra en la palma de la mano.
TELÉFONO
 
ACCIDENTE
 
COCHE
 
 
—¡Bing! —siseó Manx—. Chiss. Métele en el coche y haz que se calle.
Bing —el Hombre Enmascarado— cogió un puñado de pelos de Wayne y tiró. El niño tuvo la impresión de que le estaban arrancando el cuero cabelludo como si fuera una moqueta vieja. Aun así levantó un pie e hizo fuerza con él contra el lateral del coche. El Hombre Enmascarado gimió y le asestó un puñetazo en uno de los lados de la cabeza.
Fue como si se fundiera una bombilla. Solo que en lugar de un fogonazo de luz blanca hubo uno de oscuridad detrás de los ojos. Wayne dejó caer el pie que tenía apoyado contra el coche. Mientras se le aclaraba la visión, le empujaron adentro y aterrizó a cuatro patas sobre la alfombra.
—¡Bing! —gritó Manx—. ¡Cierra la puerta! ¡Viene alguien! ¡Viene esa mujer espantosa!
—Tu culo es la hierba —le dijo a Wayne el hombre de la máscara—. Tu culo es la hierba, tu culo es la hierba y yo el segador. Tu culo voy a segar y luego voy a follar y por el culo te voy a dar.
—¡Bing, obedece!
—¡Mamá! —gritó Wayne.
—¡Voy! —gritó Vic con una voz cansada que parecía llegar de muy lejos y en la que no había asomo de urgencia.
El Hombre Enmascarado cerró la puerta del coche.
Wayne se puso de rodillas. Le dolía la oreja derecha, donde le habían pegado, le quemaba contra el lado derecho de la cara. En la boca tenía un desagradable regusto a sangre.
Miró los asientos delanteros y el parabrisas.
Una sombra oscura se acercaba por el camino. La niebla creaba traviesos efectos ópticos, distorsionando y alargando la imagen. Parecía un jorobado grotesco empujando una silla de ruedas.
—¡Mamá! —gritó otra vez.
La puerta del pasajero —que estaba a la izquierda, donde en un coche americano habría estado el volante— se abrió. El Hombre Enmascarado se sentó, cerró la puerta, se volvió y apuntó a Wayne en la cara con una pistola.
—Más te vale cerrar la boca —dijo— o te frío. Te lleno de plomo hasta las orejas. ¿Te gustaría? No mucho, ¿a que no?
El Hombre Enmascarado se examinó el brazo derecho. Tenía un cardenal amorfo que le atravesaba la piel donde Wayne le había mordido.
Manx se sentó al volante. Dejó el martillo plateado en el reposabrazos de cuero entre el Hombre Enmascarado y él. El coche estaba en marcha, el motor emitía un ronroneo penetrante y lejano que se sentía más que oírse, como una suerte de vibración lujosa.
El jorobado con la silla de ruedas atravesó la niebla y de repente cobró la forma de una mujer empujando una moto con gran esfuerzo y agarrándola por el manillar.
Wayne abrió la boca para llamar de nuevo a su madre. El Hombre Enmascarado movió la cabeza de un lado a otro. Wayne miró fijamente el círculo negro del cañón de la pistola. No daba miedo, era fascinante, como la vista de una caída en picado desde gran altura.
—Basta de risas —dijo el Hombre Enmascarado —. Se acabó la diversión. Los cuáqueros empiezan su reunión.
Charlie Manx metió la directa con un sonido metálico. Después se volvió otra vez a mirar a Wayne.
—No le hagas ni caso —le dijo—. Es un aguafiestas y me parece que nos vendrá bien divertirnos un rato. Estoy seguro de que lo vamos a conseguir. Es más, yo ya me estoy divirtiendo.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:47

Interestatal 3
 
LA MOTO SE NEGABA A ARRANCAR. SE NEGABA INCLUSO A EMITIR ruidos esperanzadores. Vic saltó en el asiento hasta que se le cansaron las piernas, pero ni una sola vez produjo ese carraspeo grave y profundo que habría sugerido que el motor estaba próximo a arrancar. En lugar de ello emitía un suave resoplido, como un hombre que suspira desdeñoso con los labios cerrados: pff.
No había otra opción que caminar.
Cogió el manillar y empezó a empujar. Dio tres pasos con gran esfuerzo, después hizo una pausa y miró de nuevo por encima del hombro. Ni rastro del puente. Nunca había habido ningún puente.
Mientras caminaba trataba de imaginar cómo empezaría la conversación con Wayne.
Mira, hijo, tengo malas noticias. He soltado algo de la moto y se ha roto. Ah, y también se me ha soltado algo dentro de la cabeza, así que me va tocar ir al taller. Cuando esté instalada en el ala de psicópatas te mandaré una postal.
Soltó una carcajada que le sonó a sollozo.
Wayne, lo que más quiero en el mundo es ser la madre que te mereces. Pero no puedo. No puedo hacerlo.
La idea de decir una cosa así le daba ganas de vomitar. El hecho de que fuera cierto no la hacía menos cobarde.
Wayne, espero que sepas que te quiero. Espero que sepas que lo he intentado.
La niebla flotaba sobre la carretera y Vic tenía la impresión de atravesarla. El día se había vuelto inesperadamente frío para principios de julio.
Otra voz, fuerte, clara y masculina, habló en sus pensamientos. Era la voz de su padre: No mientas a un mentiroso, hija. Querías encontrar el puente. Fuiste a buscarlo. Por eso dejaste la medicación. Por eso arreglaste la moto. ¿Qué es lo que te da miedo? ¿Estar loca o no estarlo?
Vic a menudo oía a su padre decirle cosas que no quería oír, aunque solo había hablado con él unas pocas veces en los últimos diez años. Se preguntó por qué ocurriría eso, por qué seguía necesitando oír la voz de un hombre que la había abandonado sin pensárselo dos veces.
Empujó la moto a través de la fría humedad de la niebla. Sobre la superficie extraña, como de cera, de la cazadora se formaban gotas de agua. A saber de qué estaría hecha, una mezcla de lona, teflón y, por qué no, piel de dragón.
Se quitó el casco y lo colgó del manillar, pero se negaba a quedarse allí y se caía todo el rato. Por fin se lo puso de nuevo. Empujó, avanzando penosamente por el lateral de la carretera. Se le ocurrió que podía dejar la moto y volver más tarde a por ella, pero no consideró la idea en serio ni por un momento. La última vez que había abandonado su medio de locomoción, la Raleigh, había puesto fin a los mejores años de su vida. Cuando tienes unas ruedas capaces de llevarte a cualquier parte no las abandonas así como así.
Por primera vez en su vida deseó tener un teléfono móvil. A veces tenía la sensación de ser la única persona de Estados Unidos que no lo tenía. La excusa era presumir de no estar prisionera de las trampas tecnológicas del siglo XXI. La realidad era, sin embargo, que no podía soportar la idea de llevar un teléfono encima todo el tiempo, allí adonde fuera. Imposible estar tranquila sabiendo que podía recibir en cualquier momento una llamada urgente de Christmasland, de algún niño muerto: Hola, señora McQueen, ¿¿ ¡nos ha echado de menos!??
Empujó, empujó y siguió empujando mientras canturreaba algo en voz baja. Durante mucho rato no fue consciente de estar haciéndolo. Se imaginaba a Wayne mirando por la ventana de la casa, a la lluvia y la niebla, y cambiando nervioso el peso de un pie a otro.
Vic sabía —aunque trataba de resistirse a la idea— que se estaba apoderando de ella una sensación de pánico desproporcionada respecto a la situación. Tenía la impresión de que la necesitaban en casa. Había estado fuera demasiado tiempo. Se temía el enfado y las lágrimas de Wayne y al mismo tiempo las ansiaba, estaba deseando verle y saber que todo iba bien. Siguió empujando. Y cantando.
Noche de paz, cantaba. Noche de amor.
Se escuchó y se detuvo, pero la canción seguía sonando dentro de su cabeza, lastimera y desentonada. Todo duerme en derredor.
El casco le daba mucho calor. Tenía las piernas empapadas y frías por la niebla, la cara ardiente y sudorosa por el esfuerzo. Quería sentarse —no, tumbarse— en la hierba, de espaldas, mirando al cielo bajo y cuajado de nubes. Pero ya por fin veía la casa, un rectángulo oscuro a la izquierda, casi indistinguible por la bruma.
Empezaba a hacerse de noche y le sorprendió que no hubiera luces en el chalé, aparte del pálido resplandor del televisor. También le sorprendió un poco que Wayne no estuviera en la ventana esperándola.
Entonces le oyó.
—¡Mamá! —gritó.
Con el casco puesto la voz llegaba ahogada, de muy lejos.
—Voy —contestó cansada.
Casi había llegado al camino de entrada cuando escuchó el motor de un coche. Levantó la vista. Unos faros brillaban en la oscuridad. El coche al que pertenecían estaba aparcado a un lado de la carretera, pero en el momento que Vic lo vio empezó a moverse, deslizándose hacia el asfalto.
Vic se quedó mirándolo y cuando el coche se acercó cortando la niebla la realidad es que no se sorprendió demasiado. Le había mandado a la cárcel y había leído su necrológica, pero una parte de ella llevaba toda su vida adulta esperando volver a ver a Charles Manx y a su Rolls-Royce.
El Espectro salió de entre la niebla como un trineo negro rasgando una nube y dejando una estela de escarcha de diciembre. Escarcha de diciembre en julio. Un humo blanco turbio se apartó dejando ver la matrícula vieja y dentada: NOS4A2.
Vic soltó la moto, que cayó al suelo con estridencia. El espejo izquierdo del manillar saltó en una bonita lluvia de esquirlas plateadas.
Vic se volvió y echó a correr.
La valla rústica estaba a su izquierda, la alcanzó en dos pasos y trepó. Había llegado a la parte de arriba cuando escuchó al coche subir la pendiente detrás de ella. Saltó y aterrizó en el césped y dio un paso más y entonces el Espectro atravesó la valla.
Uno de los troncos de esta saltó girando por el aire como el aspa de un helicóptero, fum, fum, fum, y golpeando a Vic a la altura de los hombros. Perdió el equilibrio y se precipitó hacia un abismo sin fin, cayó en un remolino de humo frío y turbio que parecía no terminar nunca.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:47

La Casa del Lago
 
EL ESPECTRO CHOCÓ CONTRA LA VALLA DE TRONCOS PELADOS y Wayne salió disparado del asiento trasero y cayó al suelo del coche. Los dientes le entrechocaron con un golpe seco.
Los troncos saltaron y volaron en todas direcciones. Uno de ellos hizo un ruido violento al estamparse contra el capó. Wayne pensó que lo que chocaba era el cuerpo de su madre y empezó a gritar.
Manx detuvo el coche y se volvió hacia el Hombre Enmascarado.
—No quiero que vea esto —dijo—. Ya es bastante triste ver a tu perro morir en la carretera. ¿Me haces el favor de dormirle, Bing? Es evidente que está agotado.
—Debería ayudarle con la mujer.
—Gracias, Bing. Es muy considerado por tu parte, pero la tengo controlada.
El coche se balanceó al bajarse los dos hombres.
Wayne se puso de rodillas y levantó la cabeza para mirar por el parabrisas hacia el jardín delantero de la casa.
Manx tenía el martillo plateado en una mano y rodeaba el coche por la parte de delante. Su madre estaba tumbada en la hierba, rodeada de troncos.
La puerta trasera izquierda del Rolls se abrió y el Hombre Enmascarado se sentó al lado de Wayne. Este se lanzó hacia la derecha intentado salir por la otra puerta, pero el Hombre Enmascarado le sujetó por el brazo y tiró de él hasta situarle a su lado.
En una mano tenía un bote azul con algún aerosol. En uno de los lados decía AMBIENTADOR CON AROMA A JENGIBRE y mostraba a una mujer sacando un pan de jengibre del horno.
—Te voy a explicar lo que es esto —dijo el Hombre Enmascarado—. Puede que diga que tiene aroma a jengibre, pero en realidad a lo que huele es a la hora de irse a la cama. Una sola bocanada y te quedas dormido hasta el miércoles.
—¡No! —gritó Wayne—. ¡Déjeme!
Se agitó como un pájaro con una de las alas clavada a una tabla de madera. Imposible echar a volar.
—De eso nada —dijo el Hombre Enmascarado—. Me has mordido, cabroncete. ¿Cómo sabes que no tengo sida? Podrías haberte infectado. Podrías haberte comido un gran bocado de mi sida.
Wayne miró por encima del asiento delantero a través del parabrisas, hacia el jardín. Manx caminaba de un lado a otro detrás de su madre, que seguía sin moverse.
—Debería morderte yo a ti —dijo el Hombre Enmascarado—. Debería morderte dos veces, una por ti y otra por tu perro asqueroso. Podría morderte en esa carita bonita. Tienes carita de niña bonita, pero sería menos bonita si te arranco la mejilla de un bocado y la escupo en el suelo. Pero no, mejor vamos a quedarnos aquí sentados. A disfrutar del espectáculo. Fíjate en lo que les hace el señor Manx a las guarras que dicen sucias mentiras. Y cuando haya terminado con ella… Cuando haya terminado será mi turno. Y yo no soy ni la mitad de agradable que el señor Manx.
Vic movía la mano derecha, abriendo y cerrando los dedos, apretando el puño. Algo en el interior de Wayne se liberó, como si hubiera tenido a alguien pisándole el pecho y acabara de apartarse dándole por primera vez, desde no sabía cuánto tiempo atrás, la posibilidad de respirar normalmente. Su madre no estaba muerta. No estaba muerta. No lo estaba.
Vic movía la mano atrás y adelante, con suavidad, como si buscara en la hierba algo que se le hubiera caído. Luego movió la pierna derecha, doblándola por la rodilla. Parecía que intentaba levantarse.
Manx se dobló sobre ella con su gigantesco martillo plateado, lo levantó y lo dejó caer. Wayne nunca había oído antes el ruido de huesos quebrarse. Manx la había golpeado en el hombro izquierdo y Wayne escuchó un chasquido, como el que hace un leño nudoso en una hoguera de campamento. La fuerza del golpe obligó a Vic ponerse boca abajo.
Wayne gritó por ella. Gritó a pleno pulmón y luego cerró los ojos, agachó la cabeza…
Y el Hombre Enmascarado le sujetó por el pelo y le dio un tirón. Acto seguido, algo metálico le golpeó la boca. El Hombre Enmascarado le había pegado en la cara con el bote metálico de ambientador de jengibre.
—Abre los ojos y mira —dijo el Hombre Enmascarado.
La madre de Wayne movió la mano derecha, intentaba ponerse en pie y alejarse a rastras cuando Manx la golpeó de nuevo. La columna vertebral se hizo añicos con el mismo ruido de alguien pisoteando una vajilla de porcelana.
—Presta atención —dijo el Hombre Enmascarado. Jadeaba tan fuerte que de detrás de la careta empezaba a salir vapor—. Ahora viene lo mejor.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:49

Grogui 
VIC NADABA.
Estaba debajo del agua, en el lago. Al tirarse casi había llegado al fondo, donde el mundo era oscuro y parsimonioso. No necesitaba aire, no era consciente de estar conteniendo la respiración. Siempre le había gustado bucear hondo, hacia las regiones serenas, silenciosas y en penumbra de los peces.
Podría haberse quedado allí para siempre, estaba dispuesta a convertirse en trucha, pero Wayne la llamaba desde el mundo de la superficie. Su voz sonaba muy lejana, pero Vic percibió el apremio, se dio cuenta de que no la llamaba, sino que chillaba. Le costó un poco subir hasta la superficie. Sus brazos y piernas se negaban a moverse. Intentó concentrarse en una sola mano, agitándola en el agua. Abrió los dedos. Los cerró. Volvió a abrirlos.
Tocó hierba con la mano. Estaba en el suelo, boca abajo, aunque la sensación de encontrarse debajo del agua persistía. No conseguía imaginar —y dale con la imaginación— cómo había terminado espatarrada en el jardín. No recordaba qué le había golpeado. Porque le había golpeado alguna cosa. Le costaba trabajo levantar la cabeza.
—¿Sigue usted aquí, señorita sabihonda Victoria McQueen? —dijo alguien.
Le oía pero no lograba entender lo que le decía. Daba igual. Lo importante era Wayne. Le había oído llamarla a gritos, estaba segura. Había sentido el grito en los huesos. Tenía que levantarse y comprobar que estaba bien.
Intentó ponerse a cuatro patas y entonces Manx le golpeó el hombro con el martillo plateado. Vic escuchó el hueso romperse y el brazo se le dobló. Se desplomó y aterrizó con la barbilla en el suelo.
—No te he dado permiso para levantarte. Te he preguntado si me estabas escuchando. Te interesa escucharme.
Manx. Manx estaba allí y no muerto. Manx con su Rolls-Royce y Wayne estaba dentro del Rolls-Royce. Vic estaba tan segura de esto como de su propio nombre, aunque llevaba media hora o más sin ver a su hijo. Wayne estaba en el coche y tenía que sacarle de allí.
Empezó a levantarse una vez más y entonces Manx volvió a golpearla con el martillo de plata, esta vez en la espalda. Vic notó como la columna se le rompía igual que cuando alguien pisa un juguete barato, un crujido quebradizo y plastificado. La fuerza del golpe la dejó sin respiración y la obligó a tumbarse de nuevo boca abajo.
Wayne chillaba otra vez, ahora sin palabras.
Vic quería ver dónde estaba, hacerse una composición de lugar, pero le resultaba casi imposible levantar la cabeza. La sentía pesada y extraña, no podía sostenerla, era demasiado para su delgado cuello. El casco, pensó. Todavía llevaba puestos el casco y la cazadora de Lou.
La cazadora de Lou.
Había movido una pierna, había levantado la rodilla como primera parte del plan para ponerse en pie. Notaba el suelo debajo de la rodilla y también el músculo de la parte posterior del muslo temblando. Había oído como Manx le pulverizaba la columna con su segundo martillazo y no estaba segura de sentir las piernas. Lo que más le dolía eran las corvas, por haber empujado la moto durante casi un kilómetro. Le dolía todo, pero no tenía nada roto. Ni siquiera el hombro, que había chasqueado. Inspiró profunda y temblorosamente y las costillas se le ensancharon sin esfuerzo, aunque las oyó crujir como ramas en un vendaval.
Pero no se le había roto ningún hueso. El chasquido lo habían hecho los refuerzos que llevaba la abultada cazadora de motociclista de Lou en la espalda y en los hombros. Lou le había dicho que con aquella chaqueta puesta uno podía estrellarse contra un poste de teléfonos a más de treinta kilómetros por hora y tener una posibilidad de volver a levantarse.
La siguiente vez que Manx la golpeó en el costado Vic gritó —más de sorpresa que de dolor— y escuchó otro fuerte chasquido.
—Haz el favor de contestar cuando te pregunto —dijo Manx.
Le dolía el costado, ese golpe le había hecho daño. Pero el chasquido lo había hecho otro refuerzo de la chaqueta. Tenía la cabeza casi despejada y pensó que, haciendo un gran esfuerzo, podría ponerse de pie.
Ni se te ocurra, le dijo su padre, tan cerca que podría haber estado susurrándole al oído. Quédate donde estás y déjale que se divierta. Este no es el momento, Mocosa.
Había renunciado a su padre. Pasaba de él e intentaba que sus conversaciones fueran lo más breves posible. No quería saber nada. Pero ahora estaba allí y le hablaba con la misma voz serena y contenida que usaba para explicar cómo había que lanzar una bola baja o por qué era tan importante Hank Williams.
Piensa que te ha dado una buena paliza, hija. Cree que estás hecha polvo. Si ahora intentas levantarte se dará cuenta de que no estás tan mal y entonces acabará contigo. Espera, espera a que llegue el momento oportuno. Lo reconocerás cuando llegue.
La voz de su padre, la chaqueta de su amante. Durante un momento fue consciente de que los dos hombres de su vida la estaban protegiendo. Había pensado que estaban mejor sin ella y que ella estaba mejor sin ellos, pero allí y en aquel momento, tendida en el suelo, supo que en realidad no había ido a ninguna parte sin ellos.
—¿Me oyes? ¿Me estás escuchando? —preguntó Manx.
Vic no contestó y permaneció completamente inmóvil.
—Igual sí o igual no —dijo Manx después de reflexionar un segundo. Vic llevaba más de una década sin oír aquella voz, que sin embargo conservaba el mismo acento de paleto sureño—. Menuda pinta de puta tienes, arrastrándote por el suelo con esos pantaloncitos cortos. Todavía me acuerdo de cuando, no hace tanto tiempo, hasta a una puta le habría dado vergüenza aparecer en público vestida así y abrirse de piernas para subirse a una moto en una parodia obscena del acto carnal —hizo otra pausa y añadió—: La otra vez montabas una bicicleta. No lo he olvidado como tampoco he olvidado el puente. ¿Qué pasa, que esta moto también es especial? Lo sé todo sobre tus viajecitos especiales, Victoria McQueen, y sobre tus carreteras secretas. Espero que hayas correteado por ahí todo lo que necesitabas, porque se acabaron las correrías.
Le asestó un martillazo en la zona lumbar y fue como recibir un pelotazo de béisbol en los riñones. Vic chilló con los dientes apretados. Notó las entrañas rotas, hechas gelatina.
Ahí no tenía protección. Ninguno de los otros golpes había sido así. Si le daban otro, necesitaría muletas para ponerse de pie. Otro golpe como ese y estaría meando sangre.
—Se acabó lo de ir al bar, a la farmacia a buscar la medicina para tu cabeza chiflada. Sí, lo sé todo de ti, Victoria McQueen, doña mentirosa calientapollas. Sé que eres una borracha lamentable, una madre pésima y que has estado en el manicomio. Sé que tuviste a tu hijo sin pasar por el altar, lo que por supuesto es habitual en putas como tú. ¡Qué mundo este donde se permite a alguien como tú tener un hijo! Bien, pues tu hijo está ahora conmigo. Tú me robaste a mis niños a base de mentiras y ahora yo me voy a quedar con el tuyo.
A Vic se le encogió el corazón. Era como si le hubieran pegado otra vez. Tenía miedo de vomitar dentro del casco. Se apretaba con fuerza la mano derecha contra el costado, contra el dolor tirante que sentía en el abdomen. Entonces palpó con los dedos los contornos de algo que había dentro del bolsillo de la chaqueta. Algo en forma de guadaña.
Manx se inclinó sobre ella. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz suave.
—Tu hijo está conmigo y nunca volverás a verle. No espero que me creas cuando te diga esto, Victoria, pero lo cierto es que estará mejor conmigo. Le haré más feliz de lo que tú nunca serás capaz. En Christmasland nunca volverá a ser desgraciado, te lo prometo. Si tuvieras un átomo de gratitud en las venas me darías las gracias —la pinchó con el martillo y se acercó más a ella—. Venga, Victoria, dilo. Di gracias.
Vic metió la mano derecha en el bolsillo y cerró los dedos alrededor de la llave inglesa afilada como un cuchillo. Con el dedo pulgar notó las letras en relieve que decían TRIUMPH.
Ahora. Ahora es el momento. Aprovéchalo, le dijo su padre.
Lou le rozó levemente la sien con un beso.
Vic se incorporó. Tuvo un espasmo de dolor en la espalda, un tirón fortísimo del muslo casi lo bastante intenso para hacerla desistir, pero ni siquiera se permitió gruñir.
Le veía desenfocado. Manx era alto, como las imágenes reflejadas en los espejos de feria: piernas como palillos y brazos interminables. Los ojos eran grandes y la miraban con fijeza, y por segunda vez en cuestión de minutos Vic pensó en un pez. Manx se parecía a un pez disecado. Los dientes superiores se le clavaban en el labio inferior, dándole una expresión de cómica e ignorante perplejidad. Resultaba inaudito que toda su vida hubiera sido un carrusel de infelicidad, alcoholismo, promesas rotas y soledad y todo por causa de un único encuentro con aquel hombre.
Sacó la llave del bolsillo. Se enganchó en la tela y por un terrible instante casi se le deslizó de entre los dedos. Pero la sujetó, tiró de ella y la dirigió contra los ojos de Manx. Erró un poco la puntería y el pico afilado de la llave le dio encima de la sien derecha desgarrando un colgajo de diez centímetros de piel fofa y curiosamente revenida. Vic notó cómo el filo arañaba el hueso.
—Gracias —dijo.
Manx se llevó una mano cadavérica a la frente. Parecía un hombre al que se le acaba de venir a la cabeza un pensamiento repentino y atroz. Retrocedió tambaleándose y uno de los tacones de sus botas resbaló en la hierba. Vic intentó clavarle la llave en la garganta, pero Manx estaba ya demasiado lejos, desplomándose sobre el capó del Espectro.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Wayne desde alguna parte.
Vic notaba las piernas flojas e inestables, pero no prestó atención. Fue a por Manx. Ahora que estaba de pie se daba cuenta de que era un hombre viejo, muy viejo. Tenía pinta de inquilino de residencia de ancianos, con una manta sobre las rodillas y un batido de Metamucil en la mano. Podía con él. Le sujetaría contra el capó y le clavaría la llave puntiaguda en los putos ojos.
Ya estaba casi encima, cuando Manx levantó la mano derecha con el martillo plateado. Trazó con él un gran arco en el aire —Vic escuchó su silbido musical— y a continuación le asestó un mazazo en uno de los lados del casco lo bastante fuerte como para hacerla girar ciento ochenta grados y poner una rodilla en el suelo. Vic oyó timbales en el interior de su cráneo, lo mismo que un efecto especial de dibujos animados. Manx parecía tener entre ochenta y mil años, pero había una agilidad limpia en sus movimientos que recordaba a la fuerza de un adolescente desgarbado. Trocitos de la visera transparente del casco cayeron sobre la hierba. De no haberlo llevado puesto, el cráneo le estaría asomando en un batiburrillo de sesos color rojo.
—¡Ay! —gritaba Charlie Manx—. ¡Ay, Dios mío, me han rajado igual que a un buey desollado! ¡Bang! ¡Bang!
Vic se puso en pie demasiado deprisa. A su alrededor el atardecer se ensombreció mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza. Oyó cerrarse la puerta de un coche.
Se volvió sujetándose la cabeza —el casco— con las dos manos en un intento por atajar la reverberación en su interior. El mundo vibraba ligeramente a su alrededor, como si estuviera de nuevo montada en la moto.
Manx seguía desplomado sobre el capó del coche. Su cara estúpida y demacrada brillaba de sangre. Pero había otro hombre, de pie detrás del coche. O al menos parecía la silueta de un hombre, aunque la cabeza era la de un insecto gigante salido de una película en blanco y negro de los años cincuenta, una cabeza gomosa de monstruo del celuloide con una grotesca boca de erizo y ojos vidriosos e inexpresivos.
El hombre insecto tenía una pistola. Vic la vio levantarse y miró fijamente el cañón de la pistola, un agujero sorprendentemente pequeño, no mucho mayor que un iris humano.
Bang, bang —dijo el hombre insecto.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:50

El jardín
 
CUANDO BING VIO AL SEÑOR MANX DESPLOMARSE SOBRE EL CAPÓ del coche dio un respingo en el sentido físico del término, como el retroceso de un arma al disparar. Era muy parecido a lo que había sentido en el brazo el día que disparó a su padre en la sien con la pistola de clavos, solo que esta vez el retroceso le había alcanzado en el mismo centro de su ser. Al señor Manx, al Hombre Bueno, le habían cortado la cara, y la zorra se estaba acercando a él. La zorra tenía intención de matarle, una noción tan inimaginable, tan horrenda, como que se apagara el sol. La zorra se acercaba y el señor Manx le necesitaba.
Cogió el spray de ambientador de jengibre, apuntó a la cara del niño y le roció la boca y los ojos con un chorro de humo pálido. Tendría que haberlo hecho minutos antes. Y lo habría hecho de no haber estado tan enfadado, de no haber decidido obligar al niño a mirar. El niño se echó hacia atrás y trató de apartar la cara, pero Bing le sujetó por el pelo y siguió rociando. Wayne cerró los ojos y juntó los labios.
—¡Bing, Bing! —gritó Manx.
Bing también gritó, desesperado como estaba por salir del coche y hacer algo, pero al mismo tiempo consciente de que no había gaseado lo bastante al niño. Pero había tiempo y el niño estaba en el coche, no podría salir. Bing le soltó y se metió el bote en un bolsillo del pantalón del chándal, mientras con la mano derecha sacaba la pistola del otro bolsillo.
Salió, cerró de un portazo y sacó la enorme y bien engrasada pistola. La mujer llevaba puesto un casco de motorista que dejaba ver solo sus ojos, ahora muy abiertos al reparar en la pistola, asimilando la que iba a ser su última imagen antes de morir. Estaba a menos de tres pasos, justo dentro de su radio de matar.
Bang, bang —dijo—. ¡Es la hora de palmar!
Había empezado a apretar el gatillo cuando el señor Manx se levantó del capó y se colocó justo entre Bing y Vic. La pistola se disparó y la oreja izquierda de Manx explotó en una lluvia de piel y sangre.
Manx chilló y se llevó la mano al lado de la cabeza del que colgaban jirones de oreja.
Bing también chilló y disparó de nuevo, hacia la niebla. El ruido del disparo le pilló desprevenido, y se sobresaltó tanto que se le escapó un pedo, un intenso graznido dentro de los pantalones.
—¡Señor Manx! ¡Ay, Dios mío! Señor Manx, ¿está usted bien?
El señor Manx se desplomó contra uno de los laterales del coche y giró la cabeza para mirarle.
—¿A ti qué te parece? Me han clavado un cuchillo en la cara y me han destrozado una oreja. ¡Tengo suerte de no tener los sesos desparramados por la camisa, cabeza de chorlito!
—¡Ay Dios mío! ¡Si es que soy imbécil! ¡No quería hacerlo! ¡Señor Manx, me mataría antes de hacerle daño! ¿Qué hago? ¡Ay Dios mío! ¿Qué hago? ¿Me pego un tiro?
—¡Lo que tienes que hacer es pegárselo a ella! —gritó el señor Manx quitándose la mano de la cabeza. Retazos negros de oreja colgaban y se balanceaban—. ¡Vamos, hazlo! ¡Mátala! ¡Tírala al suelo y cárgatela de una vez!
Bing apartó con esfuerzo la vista del Hombre Bueno mientras el corazón le aporreaba el pecho, cataplán, cataplán, como un piano bajando por las escaleras en medio de un gran clamor de notas discordantes y madera entrechocando. Recorrió el jardín con la vista y encontró a McQueen, ya corriendo, alejándose de él con sus piernas largas y bronceadas. A Bing le pitaban los oídos de tal manera que apenas oyó la pistola cuando la disparó de nuevo y el fogonazo rasgó el velo sedoso y espectral de la niebla.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:51

Aeropuerto de Logan
 
LOU CARMODY PASÓ LOS CONTROLES DE SEGURIDAD Y TODAVÍA le sobraba una hora, así que se metió en el McDonald’s. Se dijo que pediría la ensalada con pollo a la parrilla y una botella de agua, pero el aire estaba cargado de ese olor a patatas fritas que siempre da hambre y cuando llegó hasta la caja se escuchó decir al joven dependiente con acné que quería dos Big Mac, una ración grande de patatas y un batido de vainilla extragrande, el mismo menú que llevaba pidiendo desde los trece años.
Mientras esperaba miró a su derecha y vio a un niño pequeño de no más de ocho años, con ojos oscuros como los de Wayne, de pie junto a su madre en la caja de al lado. El niño le miraba —miraba su doble papada y sus tetas— no con asco, sino con extraña lástima. El padre de Lou había estado tan gordo cuando se murió que tuvieron que encargarle un ataúd especial, de doble ancho, que parecía una mesa de comedor con tapa.
—El batido que sea pequeño —le dijo Lou al chico que le estaba sirviendo la comida. Se sentía incapaz de volver a mirar al niño, le daba miedo comprobar si seguía con los ojos fijos en él.
Lo que le avergonzaba no era ser, como decía su médico, obeso mórbido (menudo calificativo, «mórbido» como si hasta cierto punto el sobrepeso fuera algo similar a la necrofilia). Lo que odiaba, lo que le abochornaba y le daba asco era su incapacidad para cambiar de hábitos. Era verdaderamente incapaz de decir las cosas que necesitaba decir, era incapaz de pedir una ensalada cuando olía patatas fritas. El último año que había estado con Vic se había dado cuenta de que esta necesitaba ayuda —de que bebía en secreto, de que contestaba llamadas de teléfono imaginarias—, pero no había sido capaz de ponerle límites, de plantearle exigencias o darle un ultimátum. Y cuando Vic estaba colocada y quería follar, no era capaz de decirle que estaba preocupado por ella: lo único que podía hacer era ponerle las manos en el culo y enterrar la cara entre sus pechos desnudos. Había sido su cómplice hasta el día en que llenó el horno de teléfonos y quemó la casa hasta los cimientos. Lo había hecho todo menos encender él mismo la cerilla.
Se sentó en una mesa diseñada para un enano anoréxico y en una silla pensada para el culo de un niño de diez años. ¿Qué les pasaba a los de McDonald’s? ¿No se enteraban de quiénes eran sus clientes? ¿Cómo se les ocurría poner sillas como aquellas para hombres como él? Sacó el portátil y se conectó al wi-fi gratuito.
Comprobó sus correos y echó un ojo a unas cuantas tías buenas disfrazadas de Power Girl. Entró en los foros de la página de Mark Millar; algunos amigos suyos estaban debatiendo de qué color debería ser el siguiente Hulk. Los chiflados de los cómics le avergonzaban por las tonterías sobre las que discutían. Era evidente que Hulk tenía que ser o gris o verde. Cualquier otro color sería una estupidez.
Se estaba preguntando si podría echarle un vistazo a Suicide Girls sin que nadie se diera cuenta cuando empezó a vibrarle el teléfono en el bolsillo de los pantalones chinos cortos. Levantó el trasero y se puso a buscarlo.
Lo había encontrado cuando reparó en la canción que sonaba en el hilo musical del aeropuerto. Era, cosa incomprensible, aquel viejo tema de Johnny Mathis, Paseo en trineo. Incomprensible porque aquella tarde de julio en Boston hacía más o menos la misma temperatura que en Venus. Pero no solo eso, pues en el hilo musical del aeropuerto había estado escuchándose otra canción justo hasta que sonó el teléfono. Lady Gaga, Amanda Palmer o algo así. Alguna lunática de buen ver y con un piano.
Ya había sacado el teléfono, pero se entretuvo mirando a la mujer de la mesa de al lado, una mamá follable que se parecía un poco a Sarah Palin.
—Pero, tía —le dijo Lou señalando al techo—. ¿Tú estás oyendo? ¡Están poniendo villancicos! ¡Pero si estamos en pleno verano!
La mujer se detuvo justo cuando se disponía a llevarse un bocado de ensalada de col a unos labios que eran para comérselos y le miró entre confusa e incómoda.
—La canción —dijo Lou—. ¿No la oyes?
La mujer arrugó el ceño. Le miraba como podría mirar a un charco de vómito, como algo que evitar.
Lou comprobó el teléfono y vio que era Wayne. Qué raro, acaban de intercambiar mensajes de texto unos minutos antes. Igual Vic había vuelto de montar la Triumph y quería contarle qué tal iba.
—Olvídalo —le dijo a la pseudo Sarah Palin y agitó una mano en el aire como quitando importancia al asunto.
Contestó el teléfono.
—¿Qué pasa, colega? —dijo.
—Papá —dijo Wayne en apenas un susurro ronco. Se esforzaba por no llorar—. Papá, estoy en la parte de atrás de un coche y no puedo salir.
Lou sintió un dolor casi dulce, detrás del esternón, en el cuello y, cosa extraña, detrás de la oreja izquierda.
—¿De qué hablas? ¿Qué coche?
—Van a matar a mamá. Los dos hombres. Hay dos hombres, me han metido en un coche y no puedo salir del asiento de atrás. Es Charlie Manx, papá. Y uno con una máscara. Uno… —chilló.
Lou escuchó una serie de pequeñas explosiones de fondo y lo primero que le vino a la cabeza fueron petardos. Pero no eran petardos. Wayne gritó:
—¡Están disparando, papá! ¡Están disparando a mamá!
—Sal del coche —Lou se escuchó decir con una voz extraña, demasiado débil, demasiado aguda. Apenas era consciente de haberse puesto de pie—. Abre la puerta y sal corriendo.
—No puedo. ¡No puedo! No se abre y cuando intento pasarme al asiento de delante termino otra vez en el de atrás —Wayne ahogó un sollozo.
La cabeza de Lou era como un globo de aire caliente, lleno de gases flotantes que le levantaban del suelo y le elevaban hacia el cielo. Corría el riesgo de cruzar volando los confines del mundo real.
—La puerta tiene que abrirse. Mira bien, Wayne.
—Tengo que colgar. Están volviendo. Llamaré cuando pueda. No me llames tú por si lo oyen. Igual lo oyen incluso si lo pongo en silencio.
—¡Wayne! ¡Wayne! —gritó Lou. Le pitaban los oídos de forma extraña.
El teléfono enmudeció.
Todos en la zona de restaurantes le miraban. Nadie decía una palabra. Un par de policías de seguridad se dirigían hacia él, uno con la mano apoyada en la empuñadura de plástico moldeado de su pistola del 45.
Lou pensó: Llama a la policía del estado. Llama a la policía del estado de New Hampshire. Ahora mismo. Pero cuando se apartó el teléfono de la cara para marcar el 911 se le resbaló de la mano. Y cuando se agachó para cogerlo se encontró sujetándose el pecho porque el dolor se había duplicado de repente y parecía clavarle puntas afiladas. Era como si alguien le hubiera disparado con una pistola de clavos en uno de los pezones. Apoyó una mano en la mesita para recuperar el equilibrio, pero entonces el brazo se le dobló y cayó de cara. Se golpeó con el borde de la mesa, los dientes de arriba chocaron con los de abajo, gruñó y se desplomó en el suelo. El batido le acompañó. El vaso de papel estalló y Lou se encontró en medio de un charco frío y dulce de helado de vainilla.
Tenía solo treinta y seis años. Demasiado joven para un ataque al corazón, incluso con sus antecedentes médicos familiares. Sabía que no pedir la ensalada terminaría por salirle caro.


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Mensaje por Veritoj.vacio Lun 9 Oct - 21:53

 Lago Winnipesaukee
 
CUANDO APARECIÓ EL HOMBRE ENMASCARADO CON LA PISTOLA, Vic intentó dar marcha atrás, pero no parecía ser capaz de enviar la señal a sus piernas. El cañón del arma la tenía petrificada, era tan cautivador como el reloj de bolsillo de un hipnotizador. Le resultaba imposible moverse, como si estuviera enterrada en el suelo hasta las caderas.
Entonces Manx se colocó entre ella y el pistolero, y el arma del 38 se disparó y la oreja de Manx se deshizo con un fogonazo rojo.
Manx gritó. Fue un grito desesperado, no de dolor, sino de furia. La pistola volvió a disparar. Vic vio la niebla agitarse y girar a su derecha atravesada por una línea de aire muy recta que señalaba la trayectoria de la bala.
Como te quedes aquí un segundo más te va a matar delante de Wayne, le dijo su padre poniéndole una mano en la cintura. No te quedes aquí, no dejes que Wayne vea una cosa así.
Echó una mirada rápida hacia el coche, a través del parabrisas y vio a su hijo en el asiento trasero. Tenía la cara colorada y rígida y agitaba furioso una mano en el aire tratando de llamar su atención. ¡Vete, vete! ¡Escápate!
Vic no quería tampoco que la viera salir corriendo, dejándole allí. Todas las otras veces que le había fallado no eran nada comparadas con este decisivo e imperdonable fracaso.
Un pensamiento se le cruzó por la cabeza como una bala abriéndose paso entre la niebla. Si mueres aquí, nadie encontrará a Manx.
—¡Wayne! —gritó—. ¡Iré a buscarte! ¡Te encontraré donde estés!
No sabía si la había oído. Apenas podía oírse a sí misma. Le silbaban los oídos, el rugido de la pistola del 38 del Hombre Enmascarado la había dejado prácticamente sorda. Apenas oía a Manx gritar: ¡Dispara, mátala de una vez!
El tacón chirrió contra la hierba húmeda cuando se dio la vuelta. Por fin había logrado ponerse en marcha. Agachó la cabeza y se agarró el casco, con idea de tenerlo quitado antes de llegar adónde iba. Se notaba cómicamente lenta, los pies girando furiosos debajo de ella pero sin avanzar, mientras la hierba parecía desenrollarse a su paso igual que una alfombra. El único sonido en el mundo era el pesado tamborileo de sus pies en el suelo y su respiración, amplificada dentro del casco.
El Hombre Enmascarado iba a dispararle por la espalda, le iba a meter una bala en la columna vertebral y Vic esperaba que eso la matara, porque no quería quedarse allí tumbada en el suelo paralizada, esperando a que le disparara otra vez. Por la espalda, pensó. Por la espalda, por la espalda. Eran las únicas tres palabras que su cabeza parecía capaz de hilar. Todo su vocabulario había quedado reducido a aquellas tres palabras.
Iba ya por la mitad de la pendiente.
Por fin logró arrancarse el casco y lo tiró a un lado.
Sonó un disparo.
Algo saltó en el agua a su derecha, como si un niño hubiera tirado una piedra plana al lago.
Vic tenía ya los pies en el borde el embarcadero. Este cabeceaba y golpeteaba bajo sus pies. Cogió impulso en tres zancadas y se tiró al agua.
Atravesó la superficie —pensó de nuevo en la bala rasgando la niebla— y entonces se encontró dentro del lago, bajo el agua.
Bajó casi hasta el fondo, donde el mundo era oscuro y parsimonioso.
Tenía la sensación de haberse encontrado, solo momentos antes, en el mundo submarino de verdosa penumbra del lago, y de que estaba regresando a un estado plácido y silencioso de inconsciencia.
Nadó a través de la fría quietud.
Una bala se estrelló en el lago, a su izquierda, a apenas treinta centímetros de donde estaba, perforando un túnel en el agua, taladrando la oscuridad y deteniéndose enseguida. Vic se apartó y dio un manotazo a ciegas, como si así pudiera alejarla. Tocó algo caliente. Abrió la mano y se miró la palma, en ella tenía algo parecido al plomo de una caña de pescar. La corriente se lo arrebató y la cosa se hundió en el lago y solo entonces se dio cuenta de que había tocado una bala.
Se retorció, movió las piernas en tijera y miró hacia arriba. Empezaban a dolerle los pulmones. Miró la superficie del lago, una lámina de plata brillante encima de su cabeza. La boya estaba todavía a tres o cuatro metros de distancia.
Emergió a la superficie y avanzó a través de esta.
Su pecho era una bóveda pulsátil llena de fuego.
Pataleó y pataleó. Y lo consiguió. Estaba debajo del rectángulo negro de la plataforma.
Se aferró a ella como pudo. Pensó en su padre y en lo que usaba para dinamitar rocas, en los resbaladizos paquetes de plástico blanco de ANFO. Sentía el pecho como si estuviera lleno de ANFO, listo para explotar.
Sacó la cabeza del agua y abrió la boca para llenarse los pulmones de aire.
Estaba entre las sombras, oculta bajo las tablas de la plataforma, entre hileras de tambores de hierro oxidado. Olía a creosota y a podrido.
Se esforzó por respirar despacio. Cada exhalación resonaba en aquel espacio pequeño y estrecho.
—¡Sé dónde estás! —gritó el Hombre Enmascarado—. ¡No puedes esconderte de mí!
Tenía una voz aflautada, entrecortada e infantil. Era un niño, se dio cuenta Vic. Era posible que tuviera treinta, cuarenta y cincuenta años, pero no era más que otro de los niños envenenados de Manx.
Y sí, probablemente sabía dónde estaba Vic.
Ven a por mí, pringado cabrón, pensó, y se secó la cara.
Entonces escuchó otra voz. La de Manx. Manx la llamaba. Casi cantaba.
—¡Victoria, Victoria, Victoria McQueen!
Había una abertura entre dos de los bidones de metal, un espacio de unos dos centímetros y medio. Vic nadó hasta él y se asomó. Vio a Manx a unos diez metros de distancia, en el borde el embarcadero, y al Hombre Enmascarado detrás de él. Manx tenía la cara embadurnada de sangre, como si hubiera estado pescando manzanas en un cubo lleno de eso, de sangre.
—¡Caramba, caramba, Victoria McQueen! Me has hecho un buen corte. Me has hecho la cara picadillo y aquí mi compañero me ha arrancado una oreja de un disparo. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos? En fin, que estoy de sangre hasta arriba. A partir de ahora no van a volver a sacarme a bailar. Tú espera y verás —rio y siguió hablando—. Es verdad lo que dicen de que el mundo es un pañuelo. Aquí estamos otra vez. Eres más escurridiza que un pez. Este lago te va que ni pintado —hizo otra pausa—. Pero bueno, las cosas como son. No me mataste, solo me separaste de mis hijos. Seamos justos. Puedo irme y dejar las cosas como están. Pero entiende que tu hijo ahora está conmigo y que nunca lo vas a recuperar. Aunque supongo que te llamará alguna vez desde Christmasland. Allí será feliz. Nunca le haré daño. Por muy mal que te sientas ahora, verás cuando te llame y oigas su voz. Te darás cuenta de que está mejor conmigo que contigo.
El muelle crujió en el agua. El motor del Rolls-Royce estaba en marcha. Vic se desembarazó del peso de la cazadora empapada de Lou. Pensó que se hundiría directamente, pero flotó. Parecía un vertido negro y tóxico.
—Claro que a lo mejor se te ocurre venir a buscarnos —dijo Manx, con voz taimada—. Ya me encontraste una vez. He tenido años y años para pensar en el puente del bosque. Tu puente imposible. Lo sé todo sobre esa clase de puentes. Lo sé todo sobre carreteras que existen solo en la imaginación. Una de ellas es la que me llevó a Christmasland. Tenemos por ejemplo, la Carretera Nocturna, las vías de tren de Villaorfanato, las puertas al Mundo Intermedio y el viejo camino a la Casa del Árbol Imaginario. Y luego está el maravilloso puente cubierto de Victoria. ¿Sabes cómo llegar hasta él todavía? Ven a buscarme si puedes, Vic. Te estaré esperando en la Casa del Sueño. Haré una paradita allí de camino a Christmasland. Ven a buscarme y seguiremos charlando.
Se volvió y echó a andar por el embarcadero.
El Hombre Enmascarado dejó escapar un gran suspiro de infelicidad, levantó la pistola del 38 y esta eructó una llamarada.
Uno de los tablones de pino encima de Vic chasqueó, deshaciéndose en astillas. Una segunda bala pasó rozando el agua a su derecha, trazando una raya en la superficie del lago. Vic se echó hacia atrás, alejándose de la estrecha grieta por la que había estado espiando. Una tercera bala rebotó en la oxidada escalerilla de acero. La última levantó una burbuja sin importancia delante de la boya.
Vic manoteó avanzando por el agua.
Se oyeron puertas del coche cerrarse.
Vic permaneció atenta al crujido de las ruedas mientras el coche salía marcha atrás del jardín y después pasaba por encima de los troncos caídos de la valla.
Pensó que igual era una trampa, que Manx iba en el coche y el Hombre Enmascarado se había quedado atrás, escondido, con la pistola. Cerró los ojos y escuchó con atención.
Cuando los abrió tenía delante una enorme araña peluda colgada de lo que quedaba de su telaraña, la mayor parte de la cual estaba reducida a jirones. Algo —una bala, todo aquel alboroto— la había rasgado. Al igual que Vic, se había quedado sin el mundo que había tejido para sí.


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Mensaje por yiniva Mar 10 Oct - 14:16

hay Wayne perdió a su perrito, estos capis el lugar de darme miedo me dieron risa, como le puede dar el telele a Lou en estos momentos, no puede ser, aún estan vivitos por un pelo de rana calva.


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Mensaje por citlalic_mm Mar 10 Oct - 15:39

09/10/17
 
Aja para mi es un vampiro zombi, ya saben una nueva especie, lo de hoy, que se alimenta de niños y los quiere para aumentar su poder, subir en la escala de los zombivamp study
 
10/10/17
 
Estos capis fueron de relax, lo bueno esta venir, eso creo, por lo mientras, voy a buscar a su perro Bailarina loca Lectura #1 Octubre 2017  - Página 4 3297423370
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Mensaje por Maga Mar 10 Oct - 20:04

Maga escribió:
Si una sorpresa quieres ver,
al final de la lectura la podrás obtener


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Lectura #1 Octubre 2017  - Página 4 1124870976 Mis hermosas chicas del club, por ser juiciosas y seguir la lectura de este mes, le tendré un incentivo.  TIERNO11


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